Libro: Los Embajadores | Serie Conflicto | EGW | Online

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Los Embajadores

Serie Conflicto

 

Prefacio

Este libro es una traducción y adaptación del libro Los hechos de los apóstoles.

Esta adaptación, Los Embajadores, da un paso más en este sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White.

Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.

Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Versión Internacional. Otras versiones utilizadas son la Reina-Valera, revisión de 1960 (RVR); la Dios Habla Hoy (DHH); y la Nueva Traducción Viviente (NTV).

Muchos de los capítulos están basados en textos bíblicos, explicitados al comienzo. Las citas bíblicas que están dentro de esos textos se detallan solo con números de capítulo y de versículo.

Los Embajadores presenta los eventos descritos en el libro bíblico de Hechos de los Apóstoles, escrito por “el querido médico” Lucas, un gentil converso. En el libro, Dios muestra claramente que en todas las edades la iglesia debe experimentar la presencia del mismo Espíritu que descendió con poder en Pentecostés y avivó el mensaje del evangelio para que se convirtiera en una llama.

La forma abrupta en que termina Hechos sugiere deliberadamente que la emocionante narrativa aún está inconclusa. Los hechos registrados en este maravilloso libro son, en su sentido más puro, los hechos del Espíritu. En Pentecostés, los discípulos, que estaban en oración, fueron llenos del Espíritu y predicaron el evangelio con poder. Cuando la iglesia sufrió intensamente en manos de los perseguidores romanos y judíos, fue el Espíritu quien sustentó a los creyentes y los mantuvo fuera del error.

El futuro será testigo de un derramamiento de poder espiritual que superará al de Pentecostés. La obra del evangelio no culminará con un despliegue del poder del Espíritu Santo menor que el marcado al comienzo.

Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos.


 

Indice de capítulos del Libro Los Embajadores

(Haga clic en el número de capìtulo que desea leer)

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Los Embajadores | Capítulo 1

El propósito de Dios para su iglesia

 

La iglesia es el medio escogido por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es llevar el evangelio al mundo. Por medio de la iglesia se hará manifiesta, aun a las “fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efe. 6:12) el despliegue final y completo del amor de Dios.

Muchas y maravillosas son las promesas en las Escrituras concernientes a la iglesia. “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7). “Te guardaré y haré de ti un pacto para el pueblo, para que restaures el país y repartas las propiedades asoladas; para que digas a los cautivos: ‘¡Salgan!’, y a los que viven en tinieblas: ‘¡Están en libertad!’ ” (Isa. 49:8, 9). “¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isa. 49:15).

La iglesia es la fortaleza de Dios, su ciudad de refugio, que sostiene en el mundo rebelde. Cualquier traición a la iglesia es traición a él mismo, que ha comprado a la humanidad con la sangre de su Hijo unigénito. Desde el principio, la iglesia ha estado formada por personas fieles. En cada época los centinelas de Dios han dado un testimonio fiel a la generación en la cual vivieron. Dios ha enviado sus ángeles a ministrar en su iglesia, y las puertas del infierno no han podido prevalecer contra su pueblo. Ni una fuerza opositora se ha levantado para contrarrestar su obra sin que él lo haya previsto. No ha dejado abandonada a su iglesia, sino que ha señalado lo que ocurriría por medio de declaraciones proféticas. Todos sus propósitos se cumplirán. La verdad está inspirada y protegida por Dios, y triunfará contra cualquier oposición.

Por débil y defectuosa que parezca, la iglesia es el objeto al cual Dios dedica suprema consideración. Es el escenario de su gracia, en el cual se deleita en revelar su poder para transformar corazones. Los reinos mundanales son regidos por el poder físico, pero todo instrumento de coerción queda desterrado del Reino de Cristo. Este Reino debe elevar y ennoblecer a la humanidad. La iglesia de Dios está llena de diferentes dones y dotada del Espíritu Santo.

Desde el principio Dios ha obrado por medio de su pueblo para traer bendición al mundo. Para la antigua nación egipcia, Dios hizo de José una fuente de vida. Por medio de él fue preservado el pueblo. Dios salvó la vida de todos los sabios de Babilonia por medio de Daniel. Estas liberaciones ilustran las bendiciones espirituales ofrecidas al mundo por medio del Dios a quien José y Daniel adoraban. Todo aquel que muestre el amor de Cristo al mundo es colaborador de Dios para bendecir a la humanidad.

Dios deseaba que Israel fuese como manantiales de salvación en el mundo. Las naciones del mundo habían perdido el conocimiento de Dios. Lo habían conocido antes, pero “no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón” (Rom. 1:21). Aun así, Dios no los borró de la existencia. Se proponía darles la oportunidad de llegar a conocerlo por medio de su pueblo escogido. Mediante el servicio sacrificial Cristo debía ser enaltecido, y todos los que lo miraran vivirían. Todo el sistema de tipos y símbolos constituía una profecía resumida del evangelio.

Pero el pueblo de Israel se olvidó de Dios y fracasó en cumplir su santa misión. Se apropiaron de todas las ventajas para su propia glorificación. Se aislaron del mundo para escapar de la tentación. Privaron a Dios de su servicio y privaron a sus semejantes de un ejemplo santo.

Los sacerdotes y los gobernantes se conformaron con una religión legalista. Pensaban que su propia justicia era suficiente. No aceptaron la buena voluntad de Dios para con los hombres como algo independiente de ellos mismos, sino que la relacionaban con sus propios méritos, por causa de sus buenas obras. La fe que obra por amor no podía hallar cabida en la religión de los fariseos.

En cuanto a Israel, Dios declaró: “Pero fui yo el que te planté, escogiendo una vid del más puro origen, lo mejor de lo mejor. ¿Cómo te transformaste en esta vid corrupta y silvestre?” (Jer. 2:21, NTV).

“La viña del Señor Todopoderoso es el pueblo de Israel; los hombres de Judá son su huerto preferido. Él esperaba justicia, pero encontró ríos de sangre; esperaba rectitud, pero encontró gritos de angustia” (Isa. 5:7). “No han cuidado de las débiles; no se han ocupado de las enfermas ni han vendado las heridas; no salieron a buscar a las descarriadas y perdidas. En cambio, las gobernaron con mano dura y con crueldad” (Eze. 34:4, NTV).

El Salvador se alejó de los líderes judíos para conceder a otros los privilegios de los que habían abusado y la obra que habían descuidado. La gloria de Dios debía ser revelada, su Reino debía ser establecido. Los discípulos fueron llamados a hacer la tarea que los líderes judíos no habían hecho. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 2

La capacitación de los Doce

 

A fin de llevar a cabo su tarea Cristo eligió hombres humildes, y no instruidos. Tenía el objetivo de capacitar y educar a estos hombres. A su vez, ellos debían educar a otros y enviarlos con el mensaje del evangelio. Recibirían el poder del Espíritu Santo. El evangelio no sería proclamado por sabiduría humana, sino por el poder de Dios.

Durante tres años y medio los discípulos recibieron la instrucción del Maestro más grande que el mundo haya conocido. Día a día él les enseñaba, a veces en la ladera de la montaña, a veces al lado del mar o mientras iban por el camino. No ordenaba a los discípulos que hiciesen esto o aquello, sino que decía: “Sígueme”. En sus viajes por el campo y las ciudades, los llevaba con él. Compartían su frugal alimento y, como él, a veces pasaban hambre y cansancio. Lo vieron en cada fase de su vida.

La ordenación de los Doce fue el primer paso en la organización de la iglesia. El relato dice: “Luego nombró a doce de ellos y los llamó sus apóstoles. Ellos lo acompañarían, y él los enviaría a predicar” (Mar. 3:14, NTV). Por medio de estos débiles instrumentos, por medio de su palabra y Espíritu, se propuso poner la salvación al alcance de todos. Las palabras habladas por ellos al testificar harían eco de generación en generación, hasta el fin del tiempo.

El ministerio de los discípulos fue el más importante al que los seres humanos hubiesen sido llamados alguna vez, segundo en importancia solo respecto del ministerio de Cristo mismo. Ellos fueron colaboradores con Dios para la salvación de los hombres. Así como los doce patriarcas eran los representantes de Israel, los doce apóstoles son los representantes de la iglesia del evangelio.

Sin “muro” entre judíos y gentiles

Cristo comenzó a derrumbar el “muro de enemistad” (Efe. 2:14) entre judíos y gentiles y a predicar la salvación a toda la humanidad. Se mezclaba con total libertad con los despreciados samaritanos, desechando las costumbres de los judíos. Dormía bajo sus techos, comía en sus mesas y enseñaba en sus calles.

El Salvador anhelaba revelar a sus discípulos la verdad de que “los gentiles son [...] beneficiarios de la misma herencia” con los judíos, y “participantes igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio” (Efe. 3:6). Recompensó la fe del centurión en Capernaum, predicó a los habitantes de Sicar, y en su visita a Fenicia sanó a la hija de la mujer cananea. Entre aquellos a quienes muchos consideraban indignos de salvación, había personas hambrientas por la verdad.

Por esto Cristo buscó enseñar a sus discípulos que en el Reino de Dios no hay fronteras nacionales, ni castas ni aristocracias. Debían llevar a todas las naciones el mensaje del amor del Salvador. Pero solo más tarde se dieron cuenta en plenitud de que Dios “de un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios” (Hech. 17:26).

Estos primeros discípulos representaban diversos tipos de carácter. Como tenían diferentes características naturales, necesitaban unirse. Con este fin, Cristo buscó unirlos a él. Su preocupación por ellos fue expresada en su oración al Padre: “Que todos sean uno. [...] El mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Juan 17:21-23). Él sabía que la verdad triunfaría en la batalla contra el mal, y que la bandera teñida de sangre flamearía triunfantemente sobre sus seguidores.

Como Cristo se daba cuenta de que pronto debería dejar a sus discípulos para que continuaran la obra, buscó prepararlos para el futuro. Sabía que sufrirían persecución, que serían expulsados de las sinagogas y echados en prisión. Algunos sufrirían la muerte. Al hablar de su futuro, fue claro y firme para que al aproximarse las pruebas recordaran sus palabras y fueran fortalecidos para creer en él como Redentor.

“No se angustien”, dijo. “Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Juan 14:1-3). Cuando me vaya seguiré trabajando de todo corazón por ustedes. Voy a mi Padre, y al suyo, para cooperar con él a favor de ustedes.

“El que cree en mí las obras que yo hago también él las hará, y aun las hará mayores, porque yo vuelvo al Padre” (v. 12). Cristo no quiso decir que sus discípulos harían esfuerzos mayores que los que él había hecho, sino que su trabajo tendría mayor amplitud. Se refería a todo lo que sucedería bajo la acción del Espíritu Santo.

Los logros del Espíritu Santo

Estas palabras se cumplieron maravillosamente. Después del descenso del Espíritu Santo, los discípulos estaban tan llenos de amor que los corazones se conmovían por las palabras que hablaban y las oraciones que elevaban. Miles se convirtieron bajo la influencia del Espíritu.

Como representantes de Cristo, los apóstoles tenían que dejar una marca definida en el mundo. Sus palabras de ánimo y confianza asegurarían a todos que no era su propio poder el que obraba, sino el poder de Cristo. Declararían que aquel a quien los judíos habían crucificado era el príncipe de la vida y que en su nombre hacían las obras que él había hecho.

La noche anterior a la crucifixión, el Salvador no se refirió al sufrimiento que había soportado y que aún debería soportar. Buscó fortalecer su fe llevándolos a mirar hacia delante, al gozo que les aguardaba a los triunfadores. Haría por sus seguidores más de lo que había prometido; de él fluiría amor y compasión, haciendo hombres semejantes a él en carácter. Su verdad, armada con el poder del Espíritu, avanzaría venciendo y para conquistar.

Cristo no fracasó ni se desalentó, y los discípulos debían mostrar una fe de la misma naturaleza. Debían trabajar como él trabajó. Por su gracia debían avanzar, sin desanimarse por nada y esperándolo todo.

Cristo había finalizado la obra que le había sido encomendada. Había reunido a quienes continuarían su obra. Y dijo: “No te pido solo por estos discípulos, sino también por todos los que creerán en mí por el mensaje de ellos. Te pido que todos sean uno [...] que el mundo sepa que tú me enviaste y que los amas tanto como me amas a mí” (Juan 17:20-23, NTV). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 3

Las buenas nuevas a todo el mundo

 

Después de la muerte de Cristo, los discípulos estuvieron a punto de ser vencidos por el desánimo. El sol de su esperanza se había puesto, y la noche había descendido sobre sus corazones. Solos y con corazones entristecidos, recordaron las palabras de Cristo: “Pues, si estas cosas suceden cuando el árbol está verde, ¿qué pasará cuando esté seco?” (Luc. 23:31, NTV).

Jesús había intentado varias veces develar el futuro a sus discípulos, pero ellos no se habían interesado en pensar en las cosas que él había dicho. Esto los sumió en la desesperación más profunda al momento de su muerte. Su fe no atravesó la sombra que Satanás había lanzado en medio de su horizonte. Si hubiesen creído las palabras del Salvador, que resucitaría en el tercer día, ¡cuánto dolor se hubiesen ahorrado!

Devastados por el desaliento y la desesperación, los discípulos se reunieron en el aposento alto y trabaron las puertas, por miedo a que el destino de su amado Maestro se convirtiese en el suyo también. Fue allí donde el Salvador, luego de su resurrección, se les apareció.

Por cuarenta días Cristo permaneció en la Tierra, preparando a sus discípulos para la obra que tenían por delante. Habló acerca de las profecías relacionadas con su rechazo por parte de los judíos y con su muerte, y les mostró que cada detalle se había cumplido. “Entonces les abrió la mente”, leemos, “para que entendieran las Escrituras”. Él añadió: “Ustedes son testigos de todas estas cosas” (Luc. 24:45, 48).

Mientras oían el mensaje de su Maestro que explicaba las Escrituras a la luz de todo lo que había sucedido, su fe en él se afirmó completamente. Llegaron al punto de poder decir: “Yo sé en quién he puesto mi confianza” (2 Tim. 1:12). Los eventos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, las profecías que señalaban estos eventos, el plan de salvación y el poder de Jesús para perdonar pecados; de todas estas cosas habían sido testigos, y debían darlas a conocer al mundo.

Antes de ascender al cielo, Cristo les dijo a sus discípulos que debían ejecutar el testamento por el cual legaba al mundo los tesoros de la vida eterna. Aunque los sacerdotes y los gobernantes me han rechazado, decía, aún tendrán otra oportunidad de aceptar al Hijo de Dios. A ustedes, mis discípulos, les dejo este mensaje de misericordia, para que sea dado a Israel en primer lugar, y luego a todas las naciones. Todos los que crean deberán estar unidos en una iglesia.

La comisión del evangelio es la magna carta misionera del Reino de Cristo. Los discípulos debían trabajar fervientemente por las personas e ir a ellas con su mensaje. Cada palabra y acción debía dirigir la atención al nombre de Cristo, que posee el poder vital por el cual los pecadores pueden ser salvos. Su nombre debía ser su insignia distintiva, la autoridad para actuar y la fuente de su éxito.

Las armas del éxito en la gran batalla

Cristo presentó a sus discípulos claramente la necesidad de conservar la sencillez. Cuanto menor fuera su ostentación, mayor sería su influencia para el bien. Los discípulos debían hablar con la misma sencillez con que Cristo había hablado.

Cristo no les dijo a sus discípulos que su trabajo sería fácil. Tendrían que luchar “contra gobernadores malignos y autoridades del mundo invisible, contra fuerzas poderosas de este mundo tenebroso y contra espíritus malignos de los lugares celestiales” (Efe. 6:12, NTV). Pero no serían abandonados para luchar solos; él estaría con ellos. Si avanzaban con fe, había uno más poderoso que los ángeles que pelearía en sus filas: el General de los ejércitos del cielo. Asumió la responsabilidad por su éxito. Mientras trabajasen en conexión con él, no fallarían. Vayan a los lugares más apartados del mundo habitado y tengan la certeza de que mi presencia estará con ustedes aun allí, prometió.

El sacrificio de Cristo fue total y completo. La condición de la expiación había sido cumplida. Él le había arrancado el reino a Satanás y se había convertido en heredero de todas las cosas. Estaba yendo al Trono de Dios, para ser honrado por la hueste celestial. Vestido con autoridad infinita, dio a sus discípulos su comisión: “Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos” (Mat. 28:19, 20, NTV).

Justo antes de despedir a sus discípulos, Cristo declaró una vez más que su objetivo no era establecer un reino temporal, para reinar como un monarca terrenal sobre el trono de David. La tarea de ellos era proclamar el mensaje del evangelio.

La presencia visible de Cristo estaba a punto de retirarse, pero se les daría nuevo poder. Se les daría el Espíritu Santo en su plenitud. “Ahora enviaré al Espíritu Santo, tal como prometió mi Padre”, dijo el Salvador. “Pero quédense aquí en la ciudad hasta que el Espíritu Santo venga y los llene con poder del cielo” (Luc. 24:49, NTV). “Pero recibirán poder cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes; y serán mis testigos, y le hablarán a la gente acerca de mí en todas partes; en Jerusalén, por toda Judea, en Samaria y hasta los lugares más lejanos de la tierra” (Hech. 1:8, NTV).

El Salvador sabía que sus discípulos debían recibir este legado celestial. Las fuerzas de las tinieblas eran comandadas por un líder vigilante, decidido, y los seguidores de Cristo podrían batallar por el bien únicamente con la ayuda que Dios les daría por medio de su Espíritu.

Los discípulos de Cristo debían comenzar su obra en Jerusalén, el escenario de su asombroso sacrificio por la raza humana. En Jerusalén había muchas personas que secretamente creían que Jesús de Nazaret era el Mesías, y muchos que habían sido engañados por los sacerdotes y los gobernantes. Estos serían llamados al arrepentimiento. Y mientras Jerusalén estaba conmovida por los eventos emocionantes de las últimas dos semanas, la predicación de los discípulos grabaría la impresión más profunda.

Durante su ministerio, Jesús había recalcado constantemente a los discípulos que debían ser uno con él en la tarea de recuperar al mundo de la esclavitud del pecado. Y la última lección que dio a sus seguidores fue que debían mantener el legado de las buenas nuevas de salvación para todo el mundo.

Cuando llegó la hora de que Cristo ascendiese a su Padre, llevó a los discípulos hasta Betania. Allí se detuvo, y se reunieron alrededor de él. Con sus manos extendidas, como asegurándoles su amoroso cuidado, ascendió lentamente. “Mientras los bendecía, los dejó y fue levantado al cielo” (Luc. 24:51, NTV).

Mientras los discípulos observaban el cielo para captar el último destello de su Señor, él fue recibido en las filas de los ángeles y escoltado hacia los atrios celestiales. Los discípulos todavía estaban mirando hacia el cielo cuando “dos hombres vestidos con túnicas blancas de repente se pusieron en medio de ellos. ‘Hombres de Galilea’, les dijeron, ‘¿por qué están aquí parados, mirando al cielo? Jesús fue tomado de entre ustedes y llevado al cielo, ¡pero un día volverá del cielo de la misma manera en que lo vieron irse!’ ” (Hech. 1:10, 11, NTV).

La esperanza de la iglesia es la Segunda Venida de Cristo

La promesa de la Segunda Venida de Cristo debía mantenerse siempre fresca en las mentes de los discípulos. El mismo Jesús volvería para llevar consigo a quienes se entregaran a su servicio en la Tierra. Su voz les daría la bienvenida a su Reino.

Así como sucedía en el servicio típico, en que el sumo sacerdote dejaba de lado sus vestiduras pontificias y oficiaba con la túnica de lino blanco de un sacerdote común, así también Cristo dejó de lado sus túnicas reales, se vistió de humanidad y ofreció sacrificio, él mismo como sacerdote y él mismo como víctima. Como el sumo sacerdote, que después de realizar su servicio en el Lugar Santísimo salía para dirigirse a la congregación expectante vestido con sus ropas pontificias, así Cristo vendrá por segunda vez, vestido con su propia gloria y la de su Padre, y todas las huestes angélicas lo escoltarán al pasar.

Así será cumplida la promesa de Cristo: “Vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Juan 14:3). Los muertos justos saldrán de sus tumbas, y aquellos que estén vivos serán arrebatados juntamente con ellos, “para encontrarnos con el Señor en el aire” (1 Tes. 4:17). Oirán la voz de Jesús, más dulce que la música, diciendo: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mat. 25:34).

Bien podían los discípulos regocijarse en la esperanza del regreso de su Señor. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 4

Pentecostés: los apóstoles comienzan su obra

Este capítulo está basado en Hechos 2:1 al 41.

 

Mientras los discípulos regresaban del Monte de los Olivos a Jerusalén, la gente esperaba ver en sus rostros confusión y derrota; pero vieron alegría y triunfo. Los discípulos habían visto al Salvador resucitado, y su promesa de despedida aún resonaba en sus oídos.

En obediencia a la orden de Cristo, esperaron en Jerusalén el derramamiento del Espíritu, “y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios” (Luc. 24:53). Sabían que tenían un Abogado ante el Trono de Dios. Maravillados, se postraban en oración, repitiendo la promesa: “Ese día no necesitarán pedirme nada. Les digo la verdad, le pedirán directamente al Padre, y él les concederá la petición, porque piden en mi nombre” (Juan 16:23, NTV). Extendían la mano de la fe cada vez más alto.

Mientras esperaban, los discípulos humillaron sus corazones en arrepentimiento y confesaron su incredulidad. Las verdades que habían olvidado fueron traídas nuevamente a sus mentes y las repetían unos a otros. Ante ellos pasaba una escena tras otra de la vida del Salvador. Cuando meditaban en su vida sin mancha sentían que ningún esfuerzo sería demasiado duro, ni sacrificio demasiado grande, con tal de que pudiesen dar testimonio del amoroso carácter de Cristo con sus vidas. Si pudieran vivir los últimos tres años otra vez, pensaban, ¡actuarían de forma tan diferente! Pero fueron consolados por el pensamiento de que eran perdonados y decidieron, en la medida de lo posible, expiar su incredulidad por medio de la confesión valiente de Cristo al mundo.

Los discípulos oraron con intenso fervor para ser capacitados para encontrarse con los hombres y predicar palabras que guiaran a los pecadores a Cristo. Dejando de lado todas las diferencias, se unieron. Al acercarse a Dios, se dieron cuenta del privilegio que les había sido dado al asociarse tan cercanamente con Cristo.

Los discípulos no pedían una bendición solo para ellos. Sentían el peso de la responsabilidad por la salvación de las personas. En obediencia a la palabra del Salvador, ofrecieron sus súplicas por el don del Espíritu Santo, y en el cielo Cristo reclamó el don, para que pudiese derramarlo sobre su pueblo.
El derramamiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos” (Hech. 2:1, 2). El Espíritu descendió sobre los discípulos que oraban con una plenitud que alcanzó cada corazón. El cielo se regocijó al poder derramar las riquezas de la gracia del Espíritu. Se mezclaron palabras de arrepentimiento y confesión con melodías de adoración. Estupefactos, los apóstoles se aferraron al regalo impartido.

¿Y qué sucedió a continuación? La espada del Espíritu, afilada con el poder y bañada en rayos celestiales, se abrió paso a través de la incredulidad. Miles se convirtieron en un día.
“Pero cuando venga el Espíritu de la verdad”, dijo Cristo, “él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá solo lo que oiga y les anunciará las cosas por venir” (Juan 16:13).

Cuando Cristo entró por las puertas celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. El Espíritu Santo descendió sobre los discípulos y Cristo fue verdaderamente glorificado. El derramamiento de Pentecostés era la comunicación del cielo de que el Redentor había comenzado su ministerio celestial. El Espíritu Santo fue enviado como una señal de que había recibido, como Sacerdote y como Rey, toda la autoridad en el cielo y en la Tierra y que era el Ungido.

“Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hech. 2:3, 4). El don del Espíritu Santo capacitó a los discípulos para hablar con facilidad en diferentes idiomas que no conocían. La aparición del fuego significaba el poder que acompañaría su obra.

El verdadero don de lenguas

“Estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes de todas las naciones de la tierra” (Hech. 2:5). Esparcidos hasta casi cada rincón de la Tierra, habían aprendido a hablar diferentes idiomas. Muchos de estos estaban en Jerusalén, con motivo de las fiestas religiosas. Estaba representada toda lengua conocida. Esta diversidad de idiomas hubiese sido un tremendo obstáculo para la proclamación del evangelio. Por lo tanto, Dios actuó de forma milagrosa e hizo por los apóstoles lo que ellos no hubiesen logrado por sí mismos en toda su vida. Ahora podían hablar correctamente en los idiomas de aquellos por quienes estaban ministrando; una evidencia marcada de que su comisión llevaba el sello del Cielo. A partir de este momento, el habla de los discípulos fue pura, simple y exacta, tanto en su idioma materno como en idiomas extranjeros.

La multitud estaba desconcertada y maravillada, y decía: “¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su lengua materna?” (2:7, 8).

Los sacerdotes y los gobernantes estaban enfurecidos. Habían dado muerte al Nazareno, pero aquí estaban sus siervos, contando en todos los idiomas que se hablaban en ese momento la historia de su vida y su ministerio. Los sacerdotes declararon que estaban borrachos con el vino nuevo que se había preparado para los festejos. Pero quienes entendían las diferentes lenguas testificaban de la exactitud con la cual estaban siendo utilizadas por los discípulos.

En respuesta a la acusación, Pedro mostró que esto era en cumplimiento de la profecía de Joel. Dijo: “Estos no están borrachos, como suponen ustedes. ¡Apenas son las nueve de la mañana! En realidad, lo que pasa es lo que anunció el profeta Joel: ‘Sucederá que en los últimos días’, dice Dios, ‘derramaré mi Espíritu sobre todo el género humano. Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán, tendrán visiones los jóvenes y sueños los ancianos. En esos días derramaré mi Espíritu aun sobre mis siervos y mis siervas, y profetizarán” (Hech. 2:15-18).

Jesús, el Mesías verdadero

Pedro dio testimonio de la muerte y la resurrección de Cristo con poder. A “Jesús de Nazaret [...] por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en una cruz. Sin embargo, Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” (Hech. 2:22-24).

Pedro, consciente del gran prejuicio de parte de sus oyentes, habló de David, quien era considerado por los judíos como uno de los patriarcas. “David dijo de él: ‘Veía yo al Señor siempre delante de mí, porque él está a mi derecha para que no caiga. [...] No dejarás que mi vida termine en el sepulcro; no permitirás que tu santo sufra corrupción’ ” (2:25, 27).

“Hermanos, permítanme hablarles con franqueza acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y cuyo sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. [...] Afirmó que Dios no dejaría que su vida terminara en el sepulcro, ni que su fin fuera la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos” (2:29, 31, 32).

La gente venía de todos lados, se amontonaba y llenaba el Templo. Los sacerdotes y los gobernantes estaban allí, con corazones aún llenos de odio contra Cristo, con manos manchadas por la sangre derramada cuando crucificaron al Redentor del mundo. Encontraron que los apóstoles habían superado todo temor y que estaban llenos del Espíritu Santo, que proclamaban la divinidad de Jesús de Nazaret y declaraban con valentía que el que recientemente había sido humillado y crucificado por manos crueles, era el Príncipe de vida exaltado a la diestra de Dios.

Algunos de los que escuchaban habían participado en la condenación y la muerte de Cristo y habían clamado por su crucifixión. Cuando Pilato preguntó: “¿A quién quieren que les suelte” (Mat. 27:17), habían gritado: “¡No, no sueltes a ese; suelta a Barrabás!” (Juan 18:40). Cuando Pilato se los entregó, ellos habían contestado: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mat. 27:25).

Ahora oían a los discípulos declarando que el que habían crucificado era el Hijo de Dios. Los sacerdotes y los gobernantes temblaron. La convicción y la angustia se apoderaron del pueblo. Dijeron a Pedro y al resto de los apóstoles: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” (Hech. 2:37). El poder que acompañaba al orador los convenció de que Jesús era realmente el Mesías.

“Arrepiéntanse y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, [...] y recibirán el don del Espíritu Santo” (Hech. 2:38).

La conversión de miles en Jerusalén

Pedro insistió ante el pueblo convencido acerca de la verdad de que habían rechazado a Cristo al haber sido engañados por los sacerdotes y los gobernantes, y que si ellos continuaban siguiendo a estos hombres nunca aceptarían a Cristo. Estos hombres poderosos ambicionaban la gloria terrenal. No estaban dispuestos a ir a Cristo para recibir luz.

Las Escrituras que Cristo había explicado a los discípulos estaban ante ellos con el brillo de la verdad perfecta. El velo había sido descorrido, y comprendieron con perfecta claridad el objetivo de la misión de Cristo y la naturaleza de su Reino. Al revelar a los oyentes el plan de salvación, muchos fueron convencidos y convertidos. Las tradiciones y las supersticiones fueron barridas, y las enseñanzas del Salvador fueron aceptadas.

“Así, pues, los que recibieron su mensaje fueron bautizados, y aquel día se unieron a la iglesia unas tres mil personas” (Hech. 2:41). En Jerusalén, fortaleza del judaísmo, miles declararon abiertamente su fe en Jesús como el Mesías.

Los discípulos estaban atónitos y llenos de gozo. No consideraban que esto fuese resultado de sus propios esfuerzos, sino que se daban cuenta de que estaban tratando con el ministerio de otros hombres. Cristo había sembrado la semilla de la verdad y la había regado con su sangre. Las conversiones del día de Pentecostés eran la cosecha de su obra.

Los argumentos de los apóstoles por sí solos no hubiesen quitado el prejuicio. Pero el Espíritu Santo implantó las palabras de los apóstoles como flechas afiladas del Todopoderoso, y así convenció a los hombres de su terrible culpa al rechazar al Señor de gloria.

Los discípulos ya no eran ignorantes e incultos; ya no eran una colección de unidades independientes y conflictivas. Estaban “juntos” (2:44) y “eran de un solo sentir y pensar” (4:32). En mente y en carácter, se habían hecho como su Maestro, y los hombres reconocieron que “habían estado con Jesús” (Hech. 4:13). Ahora les eran reveladas las verdades que no habían podido comprender cuando Cristo estuvo con ellos. Ya no era un asunto de fe para ellos reconocer a Cristo como el Hijo de Dios. Sabían que verdaderamente él era el Mesías, y contaban su experiencia con una confianza que llevaba consigo la convicción de que Dios estaba con ellos.

Puestos en comunión cercana con Cristo, los discípulos se sentaron con él “en lugares celestiales”. La benevolencia plena, profunda y de gran alcance los impulsaba a ir hasta los fines de la Tierra, llenos de un anhelo intenso de llevar adelante la obra que él había comenzado. El Espíritu los animaba y hablaba por medio de ellos. La paz de Cristo brillaba en sus rostros. Habían consagrado sus vidas a él, y sus facciones daban evidencia de la entrega que habían hecho. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 5

El don del Espíritu es para nosotros

 

Cuando instruyó a sus discípulos en cuanto al don más esencial que otorgaría a sus seguidores, Cristo estaba a la sombra de la cruz, completamente consciente de la carga de culpa que descansaba sobre él como portador del pecado. “Y yo le pediré al Padre, y él les dará otro Consolador para que los acompañe siempre: el Espíritu de verdad [...] porque vive con ustedes y estará en ustedes” (Juan 14:16, 17). La maldad que por siglos se había acumulado sería combatida por el poder divino del Espíritu Santo.

¿Cuál fue el resultado del derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés? Las buenas nuevas de un Salvador resucitado fueron llevadas a las partes más remotas de la Tierra. Los conversos llegaban a las iglesias de todas direcciones. Algunos de los que habían sido los más amargos opositores del evangelio se convirtieron en sus campeones. Prevalecía un solo interés: revelar la semejanza del carácter de Cristo y trabajar para amplificar su Reino.

“Con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos” (Hech. 4:33). Hombres escogidos consagraban sus vidas a la obra de dar a otros la esperanza que llenaba sus corazones de paz y gozo. No podían ser detenidos ni intimidados. Al ir de un lugar a otro, se predicaba el evangelio a los pobres y se efectuaban milagros de la gracia divina.

Desde el día de Pentecostés al presente, el Consolador ha sido enviado a todos los que se entregan por completo al Señor y a su servicio. El Espíritu Santo ha venido como consejero, santificador, guía y testigo. Los hombres y las mujeres que a través de los siglos de persecución gozaron de la presencia del Espíritu en sus vidas, permanecieron como señales y maravillas en el mundo. Han revelado el poder transformador del amor redentor.

Aquellos que en Pentecostés fueron investidos de poder no quedaron libres de tentaciones futuras. Fueron asaltados repetidamente por el enemigo que buscaba robarles su experiencia cristiana. Estaban obligados a luchar con todas las facultades dadas por Dios para alcanzar la estatura de los hombres y las mujeres de Cristo. Oraban diariamente para poder alcanzar una perfección aún mayor. Incluso los más débiles aprendieron a desarrollar el poder que les había sido conferido y a ser santificados, refinados y ennoblecidos. Al someterse humildemente a la influencia modeladora del Espíritu Santo, fueron formados a la semejanza de lo divino.

Un don no restringido

El paso del tiempo no ha cambiado la promesa de Cristo de enviar al Espíritu Santo. Si no vemos el cumplimiento es porque la promesa no es apreciada como debiera serlo. Donde sea que se piense poco en el Espíritu Santo, habrá sequía espiritual, oscuridad espiritual y muerte espiritual. Cuando los asuntos menores ocupen la atención, el poder divino necesario para el crecimiento y la prosperidad de la iglesia escaseará.

¿Por qué no tenemos hambre y sed del Espíritu? El Señor está más dispuesto a dar su Espíritu que los padres están dispuestos a dar buenos regalos a sus hijos. Cada obrero debiera pedir a Dios el bautismo diario del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu en los obreros de Dios dará a la proclamación de la verdad un poder que la gloria del mundo no podría darle.

Las palabras habladas a los discípulos son habladas a nosotros también. El Consolador es tan suyo como nuestro. El Espíritu proporciona la fuerza que sostiene a las personas que luchan en toda emergencia, en medio del odio del mundo y de la consciencia de sus propios fracasos. Cuando la perspectiva parece oscura y el futuro perplejo, y cuando nos sentimos impotentes y solos, el Espíritu Santo trae consuelo al corazón.

Ser santo es vivir cada palabra que proviene de la boca de Dios. Es confiar en Dios tanto en la oscuridad como en la luz, y caminar no por vista, sino por fe.

La naturaleza del Espíritu Santo es un misterio. Los hombres pueden reunir pasajes de las Escrituras y armar interpretaciones humanas sobre la base de ellos, pero la aceptación de esos conceptos no dará fuerza a la iglesia. En cuanto a los misterios que son demasiado profundos para la comprensión humana, el silencio es oro.

El Espíritu Santo convence de pecado (ver Juan 16:8). Si el pecador responde, será llevado al arrepentimiento y despertado a la importancia de obedecer los requerimientos divinos. Al pecador arrepentido, el Espíritu Santo le revela al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Cristo dijo: “Les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Juan 14:26).

El Espíritu es dado como un agente regenerador, para hacer efectiva la salvación obrada por la muerte de nuestro Redentor. El Espíritu está buscando constantemente llamar nuestra atención a la cruz del Calvario, para revelar el amor de Dios y para abrir al corazón arrepentido las preciosas verdades de las Escrituras. Al traer convicción de pecado, el Espíritu Santo quita el amor a las cosas de esta Tierra y llena el corazón con el deseo de santidad. “Él los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13). El Espíritu tomará las cosas de Dios y las grabará en el corazón.

Desde el principio Dios ha estado obrando por su Espíritu Santo mediante instrumentos humanos. En los días de los apóstoles obró con poder por su iglesia por medio del Espíritu Santo. El mismo poder que sostuvo a los patriarcas, que dio a Caleb y a Josué fe y valentía, y que hizo que la obra de la iglesia apostólica fuese eficiente, ha sostenido a los fieles hijos de Dios en toda época posterior. Por medio del Espíritu Santo, en la época del oscurantismo, los cristianos valdenses ayudaron a preparar el camino para la Reforma. El mismo poder hizo que los esfuerzos de hombres y mujeres nobles tuviesen éxito al abrir el camino para las misiones modernas y en la traducción de la Biblia a los idiomas de todas las naciones.

Y hoy los heraldos de la Cruz están yendo de país en país, preparando el camino para la Segunda Venida de Cristo. La Ley de Dios está siendo exaltada. El Espíritu se está moviendo en los corazones de los hombres, y aquellos que respondan se convertirán en testigos de la verdad divina. Hay hombres y mujeres consagrados que comunican la luz que ha puesto de manifiesto el camino de la salvación por medio de Cristo. Y a medida que dejan que su luz brille, reciben más poder del Espíritu. Así, la Tierra va a ser iluminada con la gloria de Dios.

Por otro lado, algunos están esperando despreocupadamente que algún estímulo aumente su capacidad de iluminar a otros. Permiten que su luz brille débilmente mientras esperan el momento en que, sin ningún esfuerzo de su parte, sean transformados y hechos aptos para el servicio.

La lluvia temprana y la lluvia tardía

Es verdad que cuando la obra de Dios en la Tierra esté llegando a su fin, los esfuerzos sinceros de los creyentes consagrados serán acompañados por muestras especiales del favor divino. Bajo la figura de las lluvias temprana y tardía que caen en tierras orientales en la época de la cosecha, los profetas anunciaron el derramamiento del Espíritu. El derramamiento en los días de los apóstoles fue la lluvia temprana o primera, y el resultado fue glorioso.

Pero cerca del fin de la cosecha en la Tierra habrá un derramamiento especial, prometido para preparar a la iglesia para la venida del Hijo del hombre. Este derramamiento es la lluvia tardía, y es por este poder añadido que los cristianos envían sus peticiones al Señor de la cosecha “en tiempo de la lluvia tardía”. En respuesta, “les enviará la lluvia” (Joel 2:23). Pero solo quienes reciban constantemente las nuevas provisiones de la gracia tendrán la capacidad de usar ese poder. Ellos están mejorando diariamente las oportunidades de servicio a su alcance, testificando donde sea que estén, en el hogar o en el campo público de utilidad.

Aun Cristo, durante su vida en la Tierra, buscaba a su Padre diariamente para recibir las provisiones de la gracia. ¡El Hijo de Dios se postraba en oración ante su Padre! Fortalecía su fe por medio de la oración y reunía poder para resistir el mal y servir a los hombres.

El Hermano Mayor de nuestra raza conoce las necesidades de aquellos que viven en un mundo de pecado y tentación. Los mensajeros que considera aptos para enviar son débiles y están llenos de errores, pero promete ayuda divina a todos los que se entreguen a su servicio. Su propio ejemplo es una garantía de que la fe y la consagración sin reservas a su obra traerán la ayuda del Espíritu Santo en la batalla contra el pecado.

Mañana tras mañana, cuando los heraldos del evangelio renueven sus votos de consagración al Señor, él les concederá su Espíritu, junto a su poder revitalizador y santificador. Al avanzar en los deberes diarios, los agentes invisibles del Espíritu Santo los capacitarán para ser “colaboradores junto con Dios”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 6

Se prohíbe a Pedro y a Juan hacer la obra de Cristo

Este capítulo está basado en Hechos 3 y 4:1 al 31.

 

Poco después del descenso del Espíritu Santo, Pedro y Juan iban de camino al Templo, y en la puerta llamada Hermosa vieron un paralítico de cuarenta años de edad, cuya vida había estado llena de dolor desde su nacimiento. Este desdichado hombre había deseado por mucho tiempo ser sanado, pero estaba alejado del escenario donde Jesús obraba. Sus ruegos lograron que finalmente algunos amigos lo llevaran hasta la puerta del Templo, pero se dio cuenta de que habían matado a aquel en quien estaban puestas sus esperanzas.

Los que sabían cuánto había anhelado ser sanado por Jesús lo llevaban al Templo diariamente, para que los transeúntes pudieran darle alguna limosna que aliviara sus necesidades. Al pasar Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro dijo: “Míranos”. El hombre fijó en ellos la mirada, esperando recibir algo. Luego Pedro dijo: “No tengo plata ni oro”. El rostro del paralítico se entristeció. Pero el apóstol continuó: “Pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!”

“Y tomándolo por la mano derecha, lo levantó. Al instante los pies y los tobillos del hombre cobraron fuerza. De un salto se puso en pie y comenzó a caminar. Luego entró con ellos en el templo con sus propios pies, saltando y alabando a Dios. Cuando todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, lo reconocieron como el mismo hombre que acostumbraba pedir limosna sentado junto a la puerta llamada Hermosa”.

Y “toda la gente, que no salía de su asombro, corrió hacia ellos al lugar conocido como Pórtico de Salomón”. Aquí estaba este hombre, quien por cuarenta años había sido un paralítico sin esperanza, regocijándose por su restablecimiento y feliz de creer en Jesús.

Pedro aseguró a la gente que la curación había ocurrido por los méritos de Jesús de Nazaret, a quien Dios había levantado de los muertos. “Por la fe en el nombre de Jesús, él ha restablecido a este hombre a quien ustedes ven y conocen. Esta fe que viene por medio de Jesús lo ha sanado por completo, como les consta a ustedes”.

Se revela la verdadera culpa de los judíos

Los apóstoles hablaron con claridad acerca del gran pecado de los judíos al dar muerte al Príncipe de vida, pero fueron cuidadosos de no llevar a sus oyentes al desánimo. “Rechazaron al Santo y Justo”, dijo Pedro, “y pidieron que se indultara a un asesino. Mataron al autor de la vida, pero Dios lo levantó de entre los muertos, y de eso nosotros somos testigos”. “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes y sus dirigentes actuaron así por ignorancia”.

Declaró que el Espíritu Santo los estaba llamando al arrepentimiento. Solo por fe en aquel a quien habían crucificado podían recibir perdón de sus pecados.

“Arrepiéntanse y vuélvanse a Dios, a fin de que vengan tiempos de descanso de parte del Señor”. “Cuando Dios resucitó a su siervo, lo envió primero a ustedes para darles la bendición de que cada uno se convierta de sus maldades”.

Muchos estaban esperando este testimonio, y cuando lo oyeron creyeron, y se unieron a las filas de los que habían aceptado el evangelio. Mientras los discípulos estaban hablando, se les presentaron “los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo, y los saduceos. Estaban muy disgustados porque los apóstoles enseñaban a la gente y proclamaban la resurrección, que se había hecho evidente en el caso de Jesús”.

Los sacerdotes habían difundido el informe de que el cuerpo de Cristo había sido robado por los discípulos mientras la guardia romana dormía. No es de sorprender que hayan estado disgustados cuando oyeron a Pedro y a Juan predicar la resurrección de aquel a quien ellos habían asesinado. Los saduceos sentían que su doctrina más preciada estaba en peligro.

Los fariseos y los saduceos se habían puesto de acuerdo en que si estos nuevos maestros no eran controlados, su propia influencia estaría en mayor peligro que cuando Jesús estuvo en la Tierra. Por lo tanto, el capitán de la guardia del Templo, con la ayuda de algunos saduceos, arrestó a Pedro y a Juan y los puso en prisión.

Se había dado abundante evidencia a los gobernantes judíos de que los apóstoles estaban hablando y actuando bajo inspiración divina, pero resistieron firmemente la verdad. Aunque en ocasiones habían estado convencidos de que Cristo era el Hijo de Dios, habían ahogado esta convicción y lo habían crucificado. Ahora se les otorgaba otra oportunidad de volver a él. Pero los maestros judíos no quisieron admitir que los hombres que los acusaban de la crucifixión de Cristo hablaban dirigidos por el Espíritu Santo.

Su obstinación se hizo más firme. No es que no pudieran ceder; podían hacerlo, pero no lo harían. Rechazaron la luz una y otra vez, y ahogaron las declaraciones del Espíritu. Su rebelión se intensificó con cada acto sucesivo de resistencia contra el mensaje que Dios había encomendado a sus siervos que declarasen.

Un pecado peor que la crucifixión de Cristo

La ira de Dios no se declara contra los pecadores no arrepentidos solo por los pecados que han cometido, sino porque, cuando son llamados a arrepentirse, eligen seguir resistiendo la luz. Si los líderes judíos se hubiesen sometido al poder convincente del Espíritu Santo, hubiesen sido perdonados. Pero estaban decididos a no ceder.

Al día siguiente de la curación del paralítico, Anás y Caifás se reunieron para el juicio y los prisioneros fueron llevados ante ellos a la misma habitación en la que Pedro, ante algunos de esos mismos hombres, había negado vergonzosamente a su Señor. Ahora tenía una oportunidad de redimir su cobardía. El Pedro que negó a Cristo era impulsivo y confiado en sí mismo, pero después de su caída había sido transformado. Era modesto y no confiaba en sí mismo; estaba lleno del Espíritu Santo y estaba resuelto a quitar la mancha de su apostasía honrando el nombre que una vez había negado.

Los sacerdotes fueron obligados a preguntar a los acusados cómo habían efectuado la curación del paralítico. Con santa osadía, Pedro declaró: “Sepan, pues, todos ustedes y todo el pueblo de Israel que este hombre está aquí delante de ustedes, sano, gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret, crucificado por ustedes, pero resucitado por Dios”.

Los líderes judíos habían supuesto que los discípulos estarían abrumados por el miedo y la confusión cuando fueran traídos ante el Sanedrín. En cambio, estos testigos hablaban con un poder convincente que silenciaba a sus adversarios. No había rastros de temor en la voz de Pedro mientras declaraba acerca de Cristo: “Es la piedra que desecharon ustedes los constructores, y que ha llegado a ser la piedra angular”.

Mientras los sacerdotes escuchaban las voces valientes de los apóstoles, “reconocieron que habían estado con Jesús”. Cuando los discípulos escucharon por primera vez las palabras de Cristo, sintieron la necesidad de él. Lo buscaron, lo encontraron, lo siguieron. En el Templo, alrededor de la mesa, en la ladera de la montaña, en el campo. Eran como alumnos con un maestro, que recibían diariamente de él lecciones de verdad eterna.

Jesús, el Salvador, que había caminado y hablado y orado con ellos, había ascendido al cielo en forma humana. Sabían que estaba ante el Trono de Dios, su Amigo y Salvador, para siempre identificado con la humanidad sufriente. Su unión con él era más fuerte ahora que cuando estaba con ellos en persona. Cristo, que moraba en ellos, brilló por medio de ellos para que los hombres, al contemplarlos, quedaran maravillados.

Junto a Pedro, como un convincente testigo, estaba el hombre que había sido sanado milagrosamente. Su presencia sumó peso a las palabras de Pedro. Los sacerdotes y los gobernantes permanecían en silencio, incapaces de rebatir el testimonio de Pedro; pero decididos, sin embargo, a poner fin a la enseñanza de los discípulos.

Los sacerdotes habían crucificado a Jesús, pero aquí había prueba convincente de que no se habían detenido los milagros en su nombre, ni la proclamación de la verdad que él enseñaba. La curación del paralítico y la predicación de los apóstoles habían llenado de excitación a Jerusalén.

Los sacerdotes y los gobernantes ordenaron que los apóstoles fuesen llevados aparte, para que pudieran consultar entre ellos. Sería inútil negar que el hombre hubiese sido sanado; encubrir el milagro por medio de mentiras era imposible, porque había sucedido frente a una multitud. Sentían que la obra de los discípulos debía ser detenida, o a continuación vendría su propia desgracia.

Llamándolos nuevamente ante el Sanedrín, los sacerdotes les ordenaron que no hablaran ni enseñaran en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron: “¿Es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes en vez de obedecerlo a él? ¡Júzguenlo ustedes mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”. Así que, con nuevas amenazas y órdenes, los apóstoles fueron puestos en libertad.

La santa osadía: un don divino

Mientras Pedro y Juan estaban presos, los otros discípulos oraban incesantemente por sus hermanos, temiendo que la crueldad mostrada hacia Cristo pudiese repetirse. Apenas fueron puestos en libertad, los dos apóstoles les relataron el resultado del juicio. El gozo de los creyentes fue muy grande. “Alzaron unánimes la voz en oración a Dios: “Soberano Señor [...] Toma en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos el proclamar tu palabra sin temor alguno. Por eso, extiende tu mano para sanar y hacer señales y prodigios mediante el nombre de tu santo siervo Jesús”.

Los discípulos vieron que se enfrentarían a la misma oposición que Cristo había sufrido. Mientras sus oraciones unánimes ascendían a los cielos con fe, vino la respuesta. Fueron dotados nuevamente con el Espíritu Santo. Llenos de valentía, nuevamente salieron a proclamar la palabra de Dios. “Los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús”. Y Dios bendijo sus esfuerzos. El principio que los discípulos defendieron tan valientemente es el mismo que los seguidores del evangelio mantuvieron en los días de la Reforma. En la Dieta de Espira, en 1529, se presentó a los príncipes alemanes el decreto del emperador que restringía la libertad religiosa y prohibía una mayor diseminación de las doctrinas reformadas. ¿Aceptarían el decreto los príncipes? ¿Debía apagarse la luz del evangelio para las multitudes aún en oscuridad? Los que habían aceptado la fe reformada se reunieron y su decisión unánime fue: “Rechacemos este decreto. En asuntos de conciencia, la mayoría no tiene poder”.

La bandera de la libertad religiosa llevada en alto por los fundadores de la iglesia del evangelio y por los testigos de Dios durante los siglos que siguieron, ha sido entregada en este último conflicto en nuestras manos. Debemos reconocer el gobierno humano como un ordenamiento divino y enseñar obediencia a él como un deber sagrado, dentro de la esfera de lo legítimo, pero cuando sus demandas entran en conflicto con las demandas divinas, debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Un “Así dice el Señor” no debe ser puesto a un lado y cambiado por un “Así dice la Iglesia” o “Así dice el Estado”.

No debemos desafiar a las autoridades. Nuestras palabras deben ser medidas cuidadosamente para que no parezca que estamos en contra de la ley y el orden. No debemos decir o hacer nada que cierre innecesariamente el camino para defender las verdades que nos han sido confiadas. Si los hombres nos prohíben hacer esta obra, entonces podemos decir, tal como lo hicieron los apóstoles: “¿Es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes en vez de obedecerlo a él? ¡Júzguenlo ustedes mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 7

Un matrimonio deshonesto es castigado

Este capítulo está basado en Hechos 4:32 a 5:11.

 

mientras los discípulos proclamaban el evangelio, una multitud creyó. Muchos de estos primeros creyentes fueron inmediatamente separados de su familia y amigos, y fue necesario proveerles de comida y refugio.

Los creyentes que tenían dinero y posesiones alegremente se sacrificaban para hacer frente a la emergencia. Vendían sus casas o tierras, traían el dinero y lo ponían a los pies de los apóstoles. Su amor por sus hermanos y por la causa que habían abrazado era mayor que su amor al dinero y las posesiones. Creían que las personas eran más preciosas que la riqueza terrenal.

La conducta de Ananías y Safira estaba en marcado contraste. Estos profesos discípulos habían oído el evangelio predicado por los apóstoles. Habían estado presentes cuando “tembló el lugar en que estaban reunidos; todos fueron llenos del Espíritu Santo” (Hech. 4:31). Bajo la influencia directa del Espíritu de Dios, Ananías y Safira habían hecho una promesa de entregar al Señor las ganancias de la venta de cierta propiedad.

Después de eso, comenzaron a arrepentirse de haber hecho esa promesa y cedieron a los sentimientos de avaricia. Pensaron que se habían apresurado mucho, y decidieron no cumplir con su pacto. Sintiendo vergüenza de que sus hermanos supieran que su egoísmo no les permitía entregar lo que habían dedicado solemnemente a Dios, deliberadamente decidieron vender su propiedad y fingir dar el total al fondo común, pero se quedarían con una gran suma. Así se asegurarían el derecho a vivir del fondo común y, a la vez, se ganarían la estima de sus hermanos. Pero Dios nota la hipocresía y el engaño. Ananías y Safira mintieron al Espíritu Santo, y su pecado recibió un juicio rápido. Cuando Ananías fue con su ofrenda, Pedro le dijo: “Ananías, ¿cómo es posible que Satanás haya llenado tu corazón para que le mintieras al Espíritu Santo y te quedaras con parte del dinero que recibiste por el terreno? ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo? Y una vez vendido, ¿no estaba el dinero en tu poder? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¡No has mentido a los hombres, sino a Dios!”

“Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Y un gran temor se apoderó de todos los que se enteraron de lo sucedido”.

Ananías no había estado bajo ninguna influencia indebida cuando sintió el deseo de sacrificar sus posesiones. Había actuado por decisión propia. Pero al intentar engañar a los discípulos, le había mentido al Todopoderoso.

“Unas tres horas más tarde entró la esposa, sin saber lo que había ocurrido”. Y Pedro le dijo: “¿Vendieron ustedes el terreno por tal precio?” Y ella respondió: “Sí, por tal precio”. Pero Pedro le dijo: “¿Por qué se pusieron de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? ¡Mira! Los que sepultaron a tu esposo acaban de regresar y ahora te llevarán a ti”. Inmediatamente, ella cayó a sus pies y murió. Cuando los jóvenes llegaron la encontraron muerta, y la llevaron y enterraron junto a su esposo. Vino un gran miedo sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas.

¿Por qué se manifestó la ira de Dios de esta forma?

La sabiduría infinita vio que esta manifestación de la ira de Dios era necesaria para proteger a la joven iglesia de la desmoralización. La iglesia hubiese estado en peligro si, en el rápido aumento de conversos, los hombres y las mujeres que se sumaban fueran adoradores de Mamón. Este juicio fue una advertencia para que la iglesia evitara la falsedad y la hipocresía y se cuidara de robar a Dios.

Dios ha hecho que la proclamación del evangelio dependa de la labor y los dones de su pueblo, las ofrendas voluntarias y los diezmos. Dios reclama la décima parte. Nos da la libertad de decidir si daremos más que esto. Pero cuando el corazón es movido por el Espíritu Santo y se hace un voto para dar cierta cantidad, quien hizo el voto ya no tiene ningún derecho a la porción que ha sido consagrada. ¿Acaso las promesas hechas a Dios son menos comprometedoras que los acuerdos escritos por los hombres?

Cuando la luz divina está brillando en el corazón con claridad inusual, el egoísmo habitual afloja su asidero y hay disposición para dar a Dios. Pero a Satanás no le agrada ver que crece el Reino del Redentor construido en la Tierra. Comienza a insinuar que el voto fue demasiado, que puede obstaculizar los esfuerzos para adquirir propiedades o satisfacer los deseos de su familia.

Dios bendice a los hombres y las mujeres con propiedades para que puedan dar a su causa. Les da salud y la capacidad de adquirir bienes. A cambio, deberían mostrar su gratitud al devolver diezmos y ofrendas. Si los bienes entraran en la tesorería de acuerdo con el plan divinamente establecido, habría abundancia para el avance de la obra del Señor.

Pero los corazones se endurecen por el egoísmo. Así como Ananías y Safira, muchos gastan dinero abundantemente en la autogratificación, mientras que traen una ofrenda mezquina a Dios, casi sin ganas. Olvidan que la miseria que llevan a la tesorería no será más aceptable que la ofrenda de Ananías y Safira.

Dios quiere que aprendamos cuán profundo es su odio por la hipocresía y el engaño. Ananías y Safira mintieron al Espíritu Santo y perdieron esta vida y la venidera. Dios declara que en la Santa Ciudad “nunca entrará [...] nada impuro, ni los idólatras ni los farsantes” (Apoc. 21:27). Que el decir la verdad sea parte de nuestra vida. Jugar con la verdad implica el naufragio de la fe. “Manténganse firmes, ceñidos con el cinturón de la verdad” (Efe. 6:14). Quien pronuncia mentiras vende su alma al mercado más barato. Puede creer que en los negocios está haciendo progresos que no lograría por medio de negocios justos, pero en realidad no puede confiar en nadie. Siendo él mismo un falsificador, no confía en la palabra de los demás.

En el caso de Ananías y de Safira, el fraude contra Dios fue castigado de forma especial. El mismo pecado es cometido por muchos en nuestros días. No es menos detestable ante su vista que lo que fue en la época de los apóstoles. La advertencia ha sido dada; todos los que se entregan a la hipocresía y la avaricia están destruyendo sus propias vidas. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 8

Pedro y Juan son liberados de la prisión

Este capítulo está basado en Hechos 5:12 al 42.

 

Con la fortaleza de Cristo, los discípulos avanzaron para contar la historia del pesebre y de la Cruz, y del triunfo sobre toda la oposición. De sus labios salieron palabras de elocuencia divina que conmovieron al mundo.

En Jerusalén, donde prevalecían el profundo prejuicio y las ideas confusas con relación a aquel que había sido crucificado como malhechor, los discípulos presentaron a los judíos la misión de Cristo, su crucifixión, resurrección y ascensión. Los sacerdotes y los gobernantes oyeron con asombro el valiente testimonio. El poder del Salvador resucitado realmente había sido derramado sobre los discípulos. Por las calles donde pasarían, la gente llevaba sus enfermos “en colchonetas y camillas para que, al pasar Pedro, por lo menos su sombra cayera sobre alguno de ellos”. Las muchedumbres se reunían alrededor de ellos, y quienes habían sido sanados glorificaban el nombre del Redentor.

Como los saduceos no creían en la resurrección, oían a los apóstoles declarar que Cristo había resucitado de los muertos y se enfurecían. Si a los apóstoles se les permitía predicar al Salvador resucitado, la secta de los saduceos pronto se extinguiría. Los fariseos percibían que las enseñanzas de los discípulos tendían a desautorizar las ceremonias judías. Ahora, tanto saduceos como fariseos decidieron que los discípulos debían ser detenidos. Llenos de indignación, los sacerdotes pusieron a Pedro y a Juan en prisión.

Aquellos a quienes el Señor había hecho depositarios de la verdad habían probado ser infieles, y Dios eligió a otros para hacer su obra. Estos líderes ni siquiera admitían la posibilidad de no entender correctamente la Palabra o haber malinterpretado las Escrituras. “¿Qué derecho tienen estos maestros”, decían, “algunos de ellos simples pescadores, a presentar ideas contrarias a las doctrinas que hemos enseñado al pueblo?”

Los discípulos no se sentían intimidados. El Espíritu Santo les recordó las palabras dichas por Cristo: “Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Juan 15:20). “Viene el día en que cualquiera que los mate pensará que le está prestando un servicio a Dios. [...] Y les digo esto para que cuando llegue ese día se acuerden de que ya se lo había advertido” (16:2, 4).

La Ley de Dios en primer lugar

El poderoso Gobernante del universo tomó el asunto del encarcelamiento de los discípulos en sus propias manos, porque los hombres estaban luchando contra su obra. De noche, el ángel del Señor abrió las puertas de la prisión y dijo a los discípulos: “Vayan, preséntense en el templo y comuniquen al pueblo todo este mensaje de vida”. ¿Dijeron los apóstoles: “No podemos hacer esto hasta que obtengamos permiso de los magistrados”? No. Dios había dicho: “Vayan”, y ellos obedecieron. “Al amanecer entraron en el templo y se pusieron a enseñar”.

Cuando Pedro y Juan se presentaron ante los creyentes y relataron cómo el ángel los había guiado en medio de la guardia de soldados que cuidaban la prisión, y cómo los había instado a reanudar la tarea que habían interrumpido, los hermanos se llenaron de gozo.

Mientras tanto, el sumo sacerdote había convocado al concilio. Los sacerdotes y los gobernantes habían decidido acusar a los discípulos de insurrección, de asesinar a Ananías y a Safira y de conspirar para destituir a los sacerdotes de su autoridad. Anhelaban excitar a la turba para que trataran a los discípulos como habían tratado a Jesús. Los sacerdotes temían que si el pueblo reconocía a Jesús como el Mesías, su enojo contra los líderes religiosos aumentaría y ellos tendrían que responder por la muerte de Cristo. Decidieron tomar algunas fuertes medidas para evitar esto.

Cuando enviaron a buscar a los prisioneros, su asombro fue grande al recibir la noticia de que las puertas de la prisión estaban cerradas y los guardias estaban firmes en sus puestos, pero los prisioneros no estaban en ningún lado.

El informe llegó con prontitud: “Los hombres que ustedes metieron en la cárcel están en el Templo y siguen enseñando al pueblo. Fue entonces el capitán con sus guardias y trajo a los apóstoles sin recurrir a la fuerza, porque temían ser apedreados por la gente”.

Aunque los apóstoles fueron liberados de la prisión, no estaban libres de castigo. Al enviar un ángel para liberarlos, Dios les había dado una muestra de su presencia. Ahora les tocaba sufrir por aquel cuyo evangelio predicaban.

La asombrosa valentía de Pedro

El relato que Pedro y Juan compartieron fue heroico. Al presentarse por segunda vez ante los hombres que ansiaban su destrucción, no se pudo distinguir temor ni vacilación en sus palabras o actitud. Y cuando el sumo sacerdote dijo: “Terminantemente les hemos prohibido enseñar en ese nombre. Sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas, y se han propuesto echarnos la culpa a nosotros de la muerte de ese hombre”, Pedro contestó: “¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!” Un ángel del cielo los había librado de la cárcel, y al seguir sus instrucciones estaban obedeciendo el mandato divino.

Luego el Espíritu descendió sobre los discípulos. Los acusados se convirtieron en acusadores, al culpar por la muerte de Cristo a quienes conformaban el concilio. “El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un madero. Por su poder, Dios lo exaltó como Príncipe y Salvador, para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Nosotros somos testigos de estos acontecimientos, y también lo es el Espíritu Santo que Dios ha dado a quienes le obedecen”.

Tan furiosos estaban los judíos por causa de estas palabras que decidieron, sin más proceso ni autorización de los oficiales romanos, dar muerte a los prisioneros. Ya culpables de la muerte de Cristo, ahora se disponían a manchar sus manos con la sangre de sus discípulos.

Pero en el concilio un hombre reconoció la voz de Dios en las palabras habladas por los discípulos. Gamaliel, un fariseo muy estudioso que ocupaba un cargo muy respetado, vio claramente que el paso violento que los sacerdotes estaban considerando dar tendría terribles consecuencias. Antes de dirigirse a los presentes, solicitó que los prisioneros salieran por un momento. Bien sabía que los asesinos de Cristo no vacilarían en llevar a cabo su propósito.

Luego, con mucha prudencia, dijo: “Hombres de Israel, piensen dos veces en lo que están a punto de hacer con estos hombres. En este caso, les aconsejo que dejen a estos hombres en paz. ¡Suéltenlos! Si lo que se proponen y hacen es de origen humano, fracasará; pero, si es de Dios, no podrán destruirlos, y ustedes se encontrarán luchando contra Dios”.

Los sacerdotes no tuvieron más opción que estar de acuerdo con Gamaliel. Con mucha reticencia, después de golpear a los discípulos y ordenarles nuevamente que no predicaran más en el nombre de Jesús, los soltaron. “Los apóstoles salieron del Consejo, llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre. Y día tras día, en el templo y de casa en casa, no dejaban de enseñar y anunciar las buenas nuevas de que Jesús es el Mesías”.

En el mundo tenemos aflicción

Cristo dijo de sí mismo: “No crean que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer paz, sino espada” (Mat. 10:34). El Príncipe de paz aún era motivo de división. Quien vino a proclamar buenas nuevas originó la controversia que arde profundamente y genera pasiones intensas en el corazón humano. Y advierte a sus seguidores: “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos, y a algunos de ustedes se les dará muerte” (Luc. 21:16).

Todo reproche y crueldad que Satanás pudo llegar a instigar en los corazones humanos, fue padecido por los seguidores de Jesús. El corazón de carne todavía está enemistado con la Ley de Dios. El mundo no está más en armonía con los principios de Cristo hoy de lo que lo estuvo en los días de los apóstoles. El mismo odio que inspiró el grito: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” aún obra en los hijos de la desobediencia. El mismo espíritu que en la Edad Media envió a hombres y mujeres a la prisión, al exilio y a la muerte, que concibió la tortura de la Inquisición, que planeó y ejecutó la masacre de San Bartolomé y que avivó los fuegos de Smithfield, aún obra hoy. La proclamación del evangelio siempre se ha llevado a cabo enfrentando oposición, peligro y sufrimiento.

El oprobio y la persecución han separado a muchos de sus amigos terrenales, pero nunca del amor de Cristo. Nunca una persona probada en la tormenta es más tiernamente amada por su Salvador que cuando sufre humillación a causa de la verdad. Cristo permanece a su lado. Cuando queda confinada tras las paredes de la prisión, Cristo anima su corazón con amor. Cuando sufre la muerte por causa de Cristo, el Salvador le dice: “Pueden matar el cuerpo, pero no pueden herir el alma”. “Así que no temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré y te ayudaré; te sostendré con mi diestra victoriosa” (Isa. 41:10).

“Los librará de la opresión y la violencia, porque considera valiosa su vida” (Sal. 72:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 9

¿Por qué fueron elegidos los siete diáconos?

Este capítulo está basado en Hechos 6:1 al 7.

 

“En aquellos días, al aumentar el número de los discípulos, se quejaron los judíos de habla griega contra los de habla aramea de que sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria de los alimentos”.

La iglesia primitiva estaba conformada por muchas clases de personas, de diversas nacionalidades. En la época de Pentecostés, “estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes de todas las naciones de la tierra” (Hech. 2:5). Dentro del grupo de la fe hebrea, había algunos conocidos como helenistas. Por mucho tiempo había existido desconfianza entre ellos y los judíos de Palestina.

Los que se habían convertido estaban unidos por el amor cristiano. A pesar de los prejuicios anteriores, todos estaban en armonía unos con otros. Pero Satanás buscó sacar ventaja de los antiguos modos de pensar, para introducir desunión en la iglesia.

El enemigo logró levantar sospechas en algunos que habían tenido la costumbre de encontrar errores en sus líderes espirituales, y “se quejaron los judíos de habla griega contra los de habla aramea”. La razón de la queja fue un supuesto descuido de las viudas griegas en la distribución diaria de alimentos. Debían tomarse medidas rápidas para quitar todo motivo de insatisfacción, a fin de que el enemigo no generara división entre los creyentes.

Bajo el sabio liderazgo de los apóstoles la iglesia crecía continuamente, y este crecimiento trajo cargas cada vez más pesadas sobre los hombros de quienes ocupaban puestos de responsabilidad. Era necesario que se distribuyeran las responsabilidades que cada uno había tenido en los primeros días. Los apóstoles debían depositar sobre otros algunas de las cargas que ellos mismos habían llevado.

Reuniendo a los creyentes, los apóstoles declararon que los líderes espirituales debían ser liberados de la tarea de distribución a los pobres y de cargas similares. Debían estar libres para predicar el evangelio. “Hermanos, escojan de entre ustedes a siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu y de sabiduría, para encargarles esta responsabilidad. Así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra”. Se siguió este consejo, y por medio de la oración y de la imposición de manos se consagró a siete hombres escogidos como diáconos.

Los resultados del nuevo plan

El nombramiento de los Siete fue una gran bendición para la iglesia. Estos oficiales vigilaban cuidadosamente las necesidades individuales y también los intereses financieros generales de la iglesia. Ellos contribuyeron grandemente a armonizar en conjunto los diversos intereses de la iglesia.

“Y la palabra de Dios se difundía: el número de los discípulos aumentaba considerablemente en Jerusalén, e incluso muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”. Esto sucedió gracias a la libertad asegurada por los apóstoles y al celo mostrado por estos siete diáconos. Estos hermanos ordenados para atender a las necesidades de los pobres también estaban completamente calificados para instruir a otros en la verdad y se comprometieron con el trabajo con fervor.

La proclamación del evangelio se extendería por todo el mundo, y los mensajeros de la Cruz debían permanecer unidos para revelar al mundo que eran uno con Cristo en Dios (ver Juan 17:11, 14, 21, 23). Su poder dependía de la conexión íntima con aquel que les había ordenado predicar el evangelio.

Mientras trabajaran unidos, los mensajeros celestiales les abrirían el camino, los corazones estarían preparados para la verdad y muchos serían ganados para Cristo. La iglesia avanzaría “bella como la luna, radiante como el sol, majestuosa como las estrellas del cielo” (Cant. 6:10), cumpliendo gloriosamente con su misión divina.

La iglesia en Jerusalén debía servir como modelo para la organización de las iglesias en cada lugar. Aquellos a quienes se les encomendó la responsabilidad del gobierno general de la iglesia debían, como sabios pastores, cuidar “como pastores el rebaño de Dios”, siendo “ejemplos para el rebaño” (1 Ped. 5:2, 3), y los diáconos debían ser “hombres de buena reputación, llenos del Espíritu y de sabiduría”.

Una vez que los grupos de creyentes conformaron iglesias en diferentes partes del mundo, la organización se perfeccionó aún más. Cada miembro debía hacer un uso sabio de los talentos que le habían sido confiados. Algunos fueron dotados de dones especiales, “en primer lugar, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros; luego los que hacen milagros; después los que tienen dones para sanar enfermos, los que ayudan a otros, los que administran y los que hablan en diversas lenguas” (1 Cor. 12:28). Pero todos debían trabajar en armonía.

Cada creyente tiene un don especial del Espíritu

“A cada uno se le da una manifestación especial del Espíritu para el bien de los demás. A unos Dios les da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otros, por el mismo Espíritu, palabra de conocimiento; a otros, fe por medio del mismo Espíritu; a otros, y por ese mismo Espíritu, dones para sanar enfermos; a otros, poderes milagrosos; a otros, profecía; a otros, el discernir espíritus; a otros, el hablar en diversas lenguas; y a otros, el interpretar lenguas. Todo esto lo hace un mismo y único Espíritu, quien reparte a cada uno según él lo determina. De hecho, aunque el cuerpo es uno solo, tiene muchos miembros, y todos los miembros, no obstante ser muchos, forman un solo cuerpo. Así sucede con Cristo” (1 Cor. 12:7-12).

Cuando Moisés se estaba esforzando por llevar las pesadas cargas que pronto lo hubiesen desgastado, Jetro le aconsejó que ideara una distribución sabia de responsabilidades. “Tú debes representar al pueblo ante Dios”, le aconsejó Jetro, “y presentarle los problemas que ellos tienen”. También le aconsejó que asignara a hombres para que actuaran como “jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas” (Éxo. 18:19, 21), para así liberar a Moisés de muchos asuntos menores que podían ser solucionados por ayudantes consagrados.

Los que ocupan cargos de responsabilidad en la iglesia deberían tratar los asuntos de más peso, que requieren sabiduría especial y gran corazón. Tales hombres no deberían manejar los asuntos más pequeños, que otras personas están bien capacitadas para solucionar.

“Moisés escogió entre todos los israelitas hombres capaces” que atendían los casos sencillos, pero remitían a Moisés los casos difíciles (vers. 25, 26). Moisés fue cuidadoso de seleccionar hombres de dignidad, buen juicio y experiencia.

A Salomón, llamado a ocupar un cargo de responsabilidad en el liderazgo, David le asignó una tarea especial: “Y tú, Salomón, hijo mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele de todo corazón y con buena disposición, pues el Señor escudriña todo corazón y discierne todo pensamiento. Si lo buscas, te permitirá que lo encuentres” (1 Crón. 28:9).

Un hermoso plan de organización

Los mismos principios de piedad y justicia que debían guiar al pueblo de Dios en la época de Moisés y de David, debían ser seguidos por aquellos que tenían a cargo la vigilancia de la recientemente organizada iglesia en la proclamación del evangelio. Al acomodar las cosas y consagrar a hombres para que oficiaran, los apóstoles mantuvieron en alto las normas de liderazgo establecidas en el Antiguo Testamento. Aquel que es llamado a ocupar un puesto de responsabilidad en la iglesia “debe ser intachable: no arrogante, ni iracundo, ni borracho, ni violento, ni codicioso de ganancias mal habidas. Al contrario, debe ser hospitalario, amigo del bien, sensato, justo, santo y disciplinado. Debe apegarse a la palabra fiel, según la enseñanza que recibió, de modo que también pueda exhortar a otros con la sana doctrina y refutar a los que se opongan” (Tito 1:7-9).

El orden que había en la iglesia cristiana primitiva hizo que pudiera avanzar como un ejército bien disciplinado. Aunque los creyentes estaban desparramados por un gran territorio, eran un mismo cuerpo y todos se movían en concierto y armonía. Cuando surgían disensiones en una iglesia local, no se permitía que los asuntos crearan división, sino que eran llevados a un concilio general de delegados designados desde las diferentes iglesias, con los apóstoles y los ancianos en los cargos de responsabilidad. De esta forma, los planes de destrucción del enemigo quedaban frustrados.

“Dios no es un Dios de desorden, sino de paz” (1 Cor. 14:33). Él requiere que se observe el orden y el sistema hoy. El cristiano debe estar unido con el cristiano, la iglesia con la iglesia, cada instrumento subordinado al Espíritu Santo, y todos combinados en dar al mundo las buenas nuevas de la gracia de Dios. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 10

Esteban, el primer mártir cristiano

Este capítulo está basado en Hechos 6:4 al 15 y 7.

 

Esteban, el primero de los siete diáconos, hablaba griego y estaba familiarizado con las costumbres griegas, así que encontró oportunidad para predicar el evangelio en las sinagogas de los judíos griegos y proclamó su fe valientemente. Los rabinos estudiosos y los doctores de la ley se enfrentaron a él en discusiones públicas, pero “no podían hacer frente a la sabiduría ni al Espíritu con que hablaba”. Derrotó totalmente a sus oponentes. Para él se cumplió la promesa: “Pues yo mismo les daré tal elocuencia y sabiduría para responder que ningún adversario podrá resistirles ni contradecirles” (Luc. 21:15).

Los sacerdotes y los gobernantes estaban llenos de amargo odio. Decidieron silenciar su voz. En varias ocasiones los judíos sobornaron a las autoridades romanas para que pasaran por alto casos en que aquellos habían juzgado, condenado y ejecutado a prisioneros por su propia mano. Los enemigos de Esteban no dudaron de que nuevamente podrían seguir esa conducta impunemente, y lo llevaron ante el consejo del Sanedrín para juzgarlo.

Se convocó a judíos eruditos con el propósito de refutar los argumentos del prisionero. Saulo de Tarso estaba presente, y aportó su elocuencia y lógica para ser usada, en caso que fuera necesario, para convencer a la gente de que Esteban estaba predicando doctrinas peligrosas. Pero en Esteban encontró a alguien que poseía completo entendimiento del propósito de Dios en la proclamación del evangelio a otras naciones.

Los sacerdotes y los gobernantes decidieron hacer de Esteban un ejemplo. Además de satisfacer su odio vengativo, evitarían que otros adoptaran sus creencias. Se contrataron testigos para que dieran falso testimonio. “Le hemos oído decir”, declararon, “que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dejó Moisés”.

Un santo esplendor brilla en el rostro de Esteban

Mientras Esteban permanecía en pie para contestar a las acusaciones, “todos los que estaban sentados en el Consejo [...] vieron que su rostro se parecía al de un ángel”. Muchos temblaron y cubrieron sus rostros, pero los gobernantes no vacilaron en su terca incredulidad y prejuicio.

Esteban comenzó su defensa con una voz clara y penetrante, que resonó por todo el salón del concilio. Con palabras que mantuvieron cautiva a la asamblea, repasó la historia del pueblo escogido. Demostró tener un conocimiento completo de la economía judía y de su interpretación espiritual, que ahora se hacía manifiesta por medio de Cristo. Dejó en claro su lealtad a Dios y a la fe judía, a la vez que relacionó a Jesucristo con toda la historia judía.

Cuando Esteban vinculó a Cristo con las profecías, el sacerdote, pretendiendo estar horrorizado, rasgó sus vestiduras. Para Esteban, esta fue una señal de que estaba dando su último testimonio. Concluyó abruptamente su sermón.

Volviéndose hacia sus furiosos jueces, clamó: “¡Tercos, duros de corazón y torpes de oídos! Ustedes son iguales que sus antepasados: ¡Siempre resisten al Espíritu Santo! ¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados?

Ellos mataron a los que de antemano anunciaron la venida del Justo, y ahora a este lo han traicionado y asesinado ustedes, que recibieron la ley promulgada por medio de ángeles y no la han obedecido”.

Los sacerdotes y los gobernantes estaban encolerizados. En sus crueles rostros el prisionero leyó su destino, pero no titubeó. El miedo a la muerte había desaparecido para él. La escena que estaba ante él se esfumó de su vista. Las puertas del cielo estaban abiertas, y mirando hacia adentro vio a Cristo, como si justo se hubiese levantado de su Trono para sostener a su siervo. Esteban exclamó: “¡Veo el cielo abierto, y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios!”

Mientras describía la gloriosa escena, sus perseguidores no pudieron soportar más. Se taparon los oídos, corrieron juntos hacia él y lo sacaron fuera de la ciudad. “Mientras lo apedreaban, Esteban oraba. ‘Señor Jesús’, decía, ‘recibe mi espíritu’. Luego cayó de rodillas y gritó: ‘¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado!’ Cuando hubo dicho esto, murió”.

Las autoridades romanas fueron sobornadas con grandes sumas de dinero para que no realizaran ninguna investigación.

El impacto profundo del martirio de Esteban

El recuerdo del rostro de Esteban y de sus palabras, que habían tocado los corazones de aquellos que lo oyeron, permaneció en la mente de los presentes y testificó de la verdad acerca de la cual había proclamado. Su muerte fue una dura prueba para la iglesia, pero resultó en la conversión de Saulo, quien no podía borrar de su memoria la gloria que había iluminado el rostro del mártir.

Saulo estaba enojado por la secreta convicción de que Esteban había sido honrado por Dios y deshonrado por los hombres. Continuó persiguiendo a los seguidores de Cristo, arrestándolos en sus casas y enviándolos a los sacerdotes y los gobernantes para aprisionarlos y darles muerte. Su celo llenó de terror a los cristianos en Jerusalén. Las autoridades romanas ayudaron en esto a los judíos en secreto, con la intención de reconciliarlos con ellos y asegurarse su favor.

Después de la muerte de Esteban, Saulo fue elegido como miembro del Sanedrín gracias al rol que había cumplido. Fue un instrumento poderoso en las manos de Satanás para llevar a cabo su rebelión en contra del Hijo de Dios. Pero uno más poderoso que Satanás había escogido a Saulo para ocupar el lugar del mártir Esteban, para llevar por todos lados las nuevas de salvación por medio de su sangre. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 11

El evangelio llega a Samaria y a Etiopía

Este capítulo está basado en Hechos 8.

 

Después de la muerte de Esteban se levantó una incesante persecución contra los creyentes en Jerusalén. “Todos, excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria”. Saulo “causaba estragos en la iglesia: entrando de casa en casa, arrastraba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel”. Más tarde, refiriéndose a esta obra cruel dijo: “Pues bien, yo mismo estaba convencido de que debía hacer todo lo posible por combatir el nombre de Jesús de Nazaret. [...] Metí en la cárcel a muchos de los santos [...].

Muchas veces anduve de sinagoga en sinagoga castigándolos para obligarlos a blasfemar. Cuando los mataban, yo manifestaba mi aprobación” (Hech. 26:9-11).

En esta hora de peligro, Nicodemo avanzó en su intrépida confesión de fe en el Salvador. Nicodemo era un miembro del Sanedrín. Al presenciar las obras maravillosas de Cristo, la convicción de que era el enviado de Dios se había apoderado de su mente. Demasiado orgulloso para reconocer abiertamente su simpatía por el Maestro galileo, había buscado entrevistarse secretamente con él. Jesús le reveló su misión al mundo, pero aun así Nicodemo vaciló. Por tres años hubo poco fruto aparente, pero en el concilio del Sanedrín en repetidas ocasiones había frustrado los planes para destruir a Cristo. Cuando Cristo fue finalmente levantado en la cruz, Nicodemo recordó las palabras dichas en su entrevista nocturna. “Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre” (Juan 3:14). Y vio en Jesús al Redentor del mundo.

Junto con José de Arimatea, Nicodemo se había hecho cargo de todos los gastos del entierro de Jesús. Los discípulos habían sentido temor de mostrarse abiertamente como seguidores de Cristo, pero Nicodemo y José, hombres respetados y ricos, habían ido valientemente a hacer por su Maestro muerto lo que a los discípulos les hubiese sido imposible realizar. Su riqueza e influencia los habían protegido, en gran medida, de la malicia de los sacerdotes y los gobernantes.

Nicodemo, sin dudas ni cautela

Ahora Nicodemo dio un paso al frente a la hora de defender a la flamante iglesia. Animó la fe de los discípulos, y usó su riqueza para ayudar a mantener la iglesia en Jerusalén y para el avance de la obra. Los que lo habían reverenciado ahora se burlaban de él, y se convirtió en pobre; pero aun así no flaqueó en defender su fe.

La persecución dio gran impulso a la obra del evangelio. El ministerio en Jerusalén había sido acompañado de éxito y había peligro de que los discípulos se quedaran mucho tiempo ahí, sin preocuparse por la comisión que el Salvador les había dado de ir a todo el mundo. En vez de educar a los nuevos conversos para que llevasen el evangelio a quienes no habían oído de él, estaban en peligro de tomar un camino que los llevara a todos a sentirse satisfechos con lo que habían logrado. A fin de dispersar a sus representantes donde pudiesen trabajar por otros, Dios permitió que ocurriese la persecución. Alejados de Jerusalén, los creyentes “predicaban la palabra por dondequiera que iban”.

Cuando fueron esparcidos por la persecución, salieron llenos de celo misionero. Sabían que tenían en sus manos el pan de vida para un mundo hambriento, y estaban unidos por el amor de Cristo para compartir este pan con todos los necesitados. Donde sea que iban, los enfermos eran sanados y a los pobres se les predicaba el evangelio. Felipe, uno de los siete diáconos, estaba entre aquellos que fueron expulsados de Jerusalén. Él “bajó a una ciudad de Samaria y les anunciaba al Mesías. Al oír a Felipe y ver las señales milagrosas que realizaba, mucha gente se reunía y todos prestaban atención a su mensaje [...] Y aquella ciudad se llenó de alegría”.

El mensaje de Cristo a la mujer samaritana en el pozo de Jacob había dado fruto. La mujer había ido a los hombres de la ciudad, diciendo: “¿No será este el Cristo?” Ellos la acompañaron, oyeron a Jesús y creyeron en él. Jesús se quedó dos días con ellos, “y muchos más llegaron a creer por lo que él mismo decía” (Juan 4:29, 41).

Cuando sus discípulos fueron expulsados de Jerusalén, los samaritanos los recibieron y los judíos conversos reunieron una preciosa cosecha entre quienes alguna vez habían sido sus peores enemigos.

Mientras Felipe estaba en Samaria, fue dirigido por un mensajero celestial “hacia el sur, por el camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza. Felipe emprendió el viaje”. No vaciló en obedecer, porque había aprendido a conformarse con la voluntad de Dios.

El bautismo del primer africano

“Se encontró con un etíope eunuco, alto funcionario encargado de todo el tesoro de la Candace, reina de los etíopes. Este había ido a Jerusalén para adorar y, en el viaje de regreso a su país, iba sentado en su carroza, leyendo el libro del profeta Isaías”. Dios vio que este etíope de buena posición y amplia influencia comunicaría a otros la luz que había recibido y ejercería una fuerte influencia en favor del evangelio. Los ángeles asistían a este hombre que buscaba luz, y el Espíritu Santo lo puso en contacto con alguien que lo podría guiar hacia el Salvador.

Felipe fue dirigido hacia el etíope para explicarle la profecía que estaba leyendo. El Espíritu dijo a Felipe: “Acércate y júntate a ese carro”. Felipe le preguntó al eunuco: “ ‘¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?’ y este dijo: ‘¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?’ Así que, invitó a Felipe a subir y sentarse con él”. La escritura que estaba leyendo era la profecía de Isaías con relación a Cristo: “Como oveja, fue llevado al matadero; y como cordero que enmudece ante su trasquilador, ni siquiera abrió su boca. Lo humillaron y no le hicieron justicia. ¿Quién descubrirá su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra”.

“¿De quién habla aquí el profeta?”, preguntó el eunuco, “¿de sí mismo o de algún otro?” Entonces Felipe, comenzando con ese mismo pasaje de la Escritura, le anunció las buenas nuevas acerca de Jesús.

El corazón del hombre estaba maravillado, y estaba listo para aceptar la luz. No hizo de su cargo elevado una excusa para rechazar el evangelio. “Mientras iban por el camino, llegaron a un lugar donde había agua, y dijo el eunuco: ‘Mire usted, aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?’ ‘Si cree usted de todo corazón, bien puede’ le dijo Felipe. ‘Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios’, contestó el hombre. Entonces mandó parar la carroza, y ambos bajaron al agua, y Felipe lo bautizó”.

“Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor lo llevó de repente a Felipe. El eunuco no volvió a verlo, pero siguió alegre su camino”.

Los ángeles aún guían los pasos de la gente

Este etíope representa a un grupo grande de personas que necesita recibir la enseñanza de misioneros como Felipe, hombres que oirán la voz de Dios e irán donde sea que él los envíe. Muchos de los que leen las Escrituras no entienden su verdadero mensaje. Por todo el mundo hay hombres y mujeres que están mirando al cielo con melancolía. Se elevan oraciones, lágrimas y preguntas de los corazones que anhelan la luz. Muchos están a las puertas del Reino, esperando simplemente que se los reúna para entrar.

Un ángel guió a Felipe a alguien que estaba buscando luz, y hoy hay ángeles que guiarán a los obreros que permitan al Espíritu Santo santificar sus lenguas y ennoblecer sus corazones. Él ángel mismo podría haber hecho la obra para el etíope, pero esta no es la forma que Dios tiene de trabajar. Su plan es que los hombres trabajen por su prójimo.

En cada época, todos los que han recibido el evangelio han recibido también una verdad sagrada para impartir al mundo. El pueblo fiel de Dios siempre ha sido activo y ha usado sabiamente sus talentos en su servicio.

Los miembros de la iglesia de Dios deben ser celosos y estar alejados de las ambiciones del mundo. Deben caminar en las pisadas de aquel que iba por todos lados haciendo el bien. Deben ministrar a aquellos que necesitan ayuda y traer a los pecadores al conocimiento del amor del Salvador. Una obra tal trae rica recompensa. Quienes se comprometan en ella verán a las personas ganadas para el Salvador. Todo el que haya recibido a Cristo es llamado a trabajar por la salvación de su prójimo. “El Espíritu y la novia dicen: ‘¡Ven!’ y el que escuche diga: ‘¡Ven!’ ”.

Miles de los que han oído el mensaje aún permanecen perezosos en la plaza, cuando podrían estar involucrados en servicio activo. A estos Cristo les está diciendo: “¿Por qué han estado aquí desocupados todo el día?”, y agrega: “Vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo” (Mat. 20:6, 7).

Dios ha esperado por mucho tiempo que el espíritu de servicio se posesione de la iglesia entera. Cuando los miembros de la iglesia de Dios realicen su tarea asignada en cumplimiento de la comisión del evangelio, el mundo entero será advertido y el Señor Jesús volverá a esta Tierra con poder y gran gloria. “Y este evangelio del reino se predicará en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mat. 24:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 12

De Saulo a Pablo: de perseguidor a discípulo

Este capítulo está basado en Hechos 9:1 al 18.

 

Saulo de Tarso, ciudadano romano de nacimiento, era de linaje judío y había sido educado por los rabinos más eminentes. Era “hebreo de pura cepa; en cuanto a la interpretación de la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que la ley exige, intachable” (Fil. 3:5, 6).

Había muchas esperanzas puestas en este capaz y celoso defensor de la fe antigua. Su elevación a miembro del Sanedrín lo colocó en un cargo de poder.

Saulo había estado en la condena de Esteban, y la sorprendente evidencia de la presencia de Dios con el mártir lo había llevado a dudar de la razón por la cual se había ensañado en contra de los seguidores de Jesús. Pero los argumentos de los sacerdotes finalmente lo convencieron de que Esteban era un blasfemo, que Cristo era un impostor, y que los que estaban en los cargos sagrados debían tener razón.

La educación de Saulo y sus prejuicios, su respeto por sus maestros y su orgullo lo llevaron a rebelarse contra la voz de la conciencia. Habiendo decidido que los sacerdotes y los escribas tenían razón, se volvió más acérrimo en su oposición a los discípulos de Jesús. Sus acciones, que hicieron que mujeres y hombres santos fueran condenados a la prisión y aún a la muerte, trajeron oscuridad a la iglesia recientemente organizada e hicieron que muchos buscaran refugio en la huida.

Los que salieron de Jerusalén “predicaban la palabra por dondequiera que iban” (Hech. 8:4). En Damasco, la nueva fe ganó muchos conversos.

Los sacerdotes y los gobernantes habían anhelado que la herejía fuera reprimida por medio de la severa persecución. Ahora debían tomar en otros lugares las mismas firmes medidas que habían tomado en Jerusalén contra la nueva enseñanza. Saulo ofreció sus servicios para esta obra especial en Damasco. “Respirando aún amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas de extradición para las sinagogas de Damasco. Tenía la intención de encontrar y llevarse presos a Jerusalén a todos los que pertenecieran al Camino, fueran hombres o mujeres”. Salió, por lo tanto, “con la autoridad y la comisión de los jefes de los sacerdotes” (Hech. 26:12). Saulo de Tarso, en la fuerza de su virilidad y encendido con un entusiasmo equivocado, emprendió este memorable viaje.

Una luz demasiado gloriosa para los ojos mortales

Al acercarse a Damasco, los cansados viajeros llegaron al mediodía a una zona de tierras fértiles, jardines hermosos y huertos fructíferos, regados por frescos arroyos provenientes de las montañas. Mientras Saulo contemplaba con admiración la hermosa ciudad bajo el valle, tal como más tarde lo declaró, “una luz del cielo relampagueó de repente a mi alrededor”, “más refulgente que el sol, que con resplandor nos envolvió a mí y a mis acompañantes” (Hech. 22:6; 26:13-15).

Casi cegados por la luz, los acompañantes de Saulo oyeron una voz, pero no vieron a nadie. Saulo, sin embargo, entendió las palabras pronunciadas, y en el glorioso ser que estaba ante él reconoció al Crucificado. En el corazón del afligido judío, la imagen del rostro del Salvador quedó grabada para siempre. En las cámaras oscuras de su mente penetró un rayo de luz que reveló el error de su vida pasada y su necesidad del Espíritu Santo.

Ahora Saulo vio que había estado haciendo la obra de Satanás. Había creído a los sacerdotes y los gobernantes cuando le dijeron que la historia de la resurrección era una creación ingeniosa de los discípulos. Ahora que Jesús mismo se le presentaba, quedó convencido de las declaraciones de los discípulos.

En esa hora, los registros proféticos fueron abiertos para que Saulo los comprendiese. Vio que la crucifixión, la resurrección y la ascensión de Jesús habían sido anunciadas por los profetas y probaban que él era el Mesías. El sermón de Esteban vino a su memoria de forma contundente, y se dio cuenta de que el mártir había contemplado ciertamente “la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios” (Hech. 7:55).

La convicción de Saulo

En ese momento de revelación divina, Saulo recordó con terror que Esteban había sido sacrificado bajo su consentimiento y que muchos otros seguidores de Jesús habían muerto por su culpa. El razonamiento claro de Esteban no presentaba controversias. Los judíos eruditos habían visto el rostro del mártir como si hubiese sido “el rostro de un ángel” (Hech. 6:15). Había sido testigo del perdón que Esteban había otorgado a sus enemigos. También había sido testigo de la fortaleza y la resignación de muchos a los que él había atormentado. Había visto a algunos entregar aun sus vidas con regocijo por causa de la fe.

Todas estas cosas en un momento habían introducido en la mente de Saulo una convicción casi abrumadora de que Jesús era el Mesías prometido. En momentos como ese, él había luchado por noches enteras en contra de esta convicción. Ahora Cristo le había hablado con su propia voz, diciendo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y la pregunta: “¿Quién eres, Señor?” fue respondida por la misma voz: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Aquí Cristo se identificó a sí mismo con su pueblo. Al perseguir a los seguidores de Jesús, Saulo había atacado directamente al Señor de los cielos.

Atónito y temblando, preguntó: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Y el Señor le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, que allí se te dirá lo que tienes que hacer”. Cuando Saulo se levantó del suelo, se encontró completamente privado de la visión. Creyó que esta ceguera era un castigo de Dios. En medio de la terrible oscuridad anduvo a tientas, y sus compañeros, temerosos, “lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco”.

En la mañana de ese día Saulo se había acercado a Damasco con sentimientos de satisfacción por la confianza que el sumo sacerdote había depositado en él. Debía revisar el avance de la nueva fe en Damasco, y había estado esperando con anticipación las experiencias que se presentarían delante de él.

Pero ¡cuán diferentes eran sus expectativas al entrar a la ciudad! Ciego, torturado por el remordimiento, sin saber qué otro castigo lo esperaría, buscó la casa del discípulo Judas, donde en soledad tuvo más que tiempo suficiente para reflexionar y orar.

Por tres días Saulo estuvo ciego, “sin comer ni beber nada”. Una y otra vez recordó con angustia su culpa, al permitirse estar bajo el control de la malicia de los sacerdotes y los gobernantes, aun cuando el rostro de Esteban había estado iluminado con el resplandor del cielo. Recordó las muchas veces que había cerrado sus ojos a la evidencia y había fomentado la persecución de los creyentes en Jesús.

En reclusión solitaria

Pablo pasó estos días de examen propio y humillación en reclusión solitaria. Los creyentes temían que estuviese actuando para engañarlos, y rehusaron mostrarle simpatía. Él no deseaba recurrir a los judíos inconversos, porque sabía que ni siquiera escucharían su historia. Por lo tanto, su única esperanza de ayuda se encontraba en el Dios misericordioso, y a él recurrió con corazón quebrantado. En soledad, ante la presencia de Dios, Saulo recordó muchos pasajes de las Escrituras que hacían referencia a la primera venida de Cristo. Al reflexionar en el significado de estas profecías, quedó sorprendido por su antigua ceguera y la de los judíos en general. El prejuicio y la incredulidad le habían impedido discernir que Jesús era el Mesías de la profecía.

A medida que Saulo cedía lugar al Espíritu Santo, vio los errores de su vida y reconoció los abarcantes requerimientos de la Ley de Dios. Él, que había sido un fariseo orgulloso, confiado en que era justificado por sus buenas obras, ahora se inclinaba ante Dios con humildad, confesando su indignidad e invocando los méritos de un Salvador crucificado y resucitado. Saulo anhelaba estar en completa armonía con el Padre y el Hijo, y con intensidad elevó fervientes súplicas al Trono de la gracia.

Sus oraciones no fueron en vano. Los pensamientos más íntimos de su corazón fueron transformados, y sus facultades más nobles comenzaron a armonizar con los propósitos divinos. Cristo y su justicia se convirtieron en el todo de Saulo.

Él había creído que Jesús había despreciado la Ley de Dios y enseñado a sus discípulos que no tenía efecto, pero después de su conversión reconoció que Jesús era quien había venido al mundo con el propósito de vindicar la Ley de su Padre. Estaba convencido de que Jesús era el originador del sistema judío de sacrificios y que en la crucifixión el tipo se había encontrado con el antitipo.

Cristo tenía planeada para Saulo una obra más importante. Sin embargo, en ningún momento el Señor le habló de la obra que le había asignado. Cuando Saulo preguntó: “¿Qué quieres que haga?”, el Salvador lo puso en contacto con su iglesia para hacerle conocer la voluntad de Dios para él. Cristo había llevado a cabo la obra de revelación y convicción, ahora el penitente tendría que aprender de aquellos a quienes Dios había asignado para que enseñaran su verdad.

Mientras Saulo seguía orando en soledad, el Señor apareció en visión a cierto “discípulo llamado Ananías”. “Anda, ve a la casa de Judas, en la calle llamada Derecha, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entra y pone las manos sobre él para que recobre la vista”.

Apenas podía creer Ananías las palabras del ángel. “Señor, he oído hablar mucho de ese hombre y de todo el mal que ha causado a tus santos en Jerusalén. Y ahora lo tenemos aquí, autorizado por los jefes de los sacerdotes, para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre”. Pero la orden era imperativa: “¡Ve! Porque ese hombre es mi instrumento escogido para dar a conocer mi nombre tanto a las naciones y a sus reyes como al pueblo de Israel”.

Obedientemente, Ananías buscó al hombre que había respirado amenazas contra todos los que creían en Jesús, y poniendo sus manos sobre la cabeza del dolorido penitente dijo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús [...] me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo”.

“Al instante cayó de los ojos de Saulo algo como escamas, y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado; y, habiendo comido, recobró las fuerzas”.

Así vinculó Jesús a Saulo con sus agentes designados en la Tierra. A la iglesia le correspondía la tarea de dirigir al pecador arrepentido al camino de vida.

Muchos tienen la idea de que son responsables solo ante Cristo, independientemente de sus seguidores reconocidos en la Tierra. Jesús es el amigo de los pecadores y tiene todo el poder, pero él respeta los medios que ha asignado para la salvación de los hombres. Dirige a los pecadores a la iglesia que él ha puesto como canal de luz al mundo.

Cuando a Saulo se le dio la revelación de Cristo, fue puesto en comunicación directa con la iglesia. En este caso, Ananías representó a Cristo y también a los ministros de Cristo, que son ordenados para actuar en nombre de él. En nombre de Cristo Ananías tocó los ojos de Saulo. En nombre de Cristo colocó sus manos sobre él, y al orar en el nombre de Cristo Saulo recibió al Espíritu Santo. Todo fue hecho en el nombre y por la autoridad de Cristo. Cristo es la fuente; la iglesia es el canal de comunicación. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 13

Cómo Dios educó a Pablo

Este capítulo está basado Hechos 9:19 al 30.

 

Pablo pasó “varios días con los discípulos que estaban en Damasco, y en seguida se dedicó a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de Dios”, que “murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras” (1 Cor. 15:3, 4).

Los argumentos que presentaba de la profecía eran tan concluyentes que los judíos quedaron confundidos y no fueron capaces de contestarle.

Aquel que había viajado a Damasco para perseguir a los creyentes estaba ahora predicándoles el evangelio, fortaleciendo a sus discípulos y trayendo nuevos conversos. Anteriormente conocido como un celoso defensor de la religión judía, Pablo podía razonar con extraordinaria claridad, y con su fulminante sarcasmo podía poner en evidencia para nada envidiable a un oponente. Ahora los judíos veían a este joven promisorio predicando sin temor en el nombre de Jesús.

Un general caído en batalla representa una pérdida para su ejército, pero su muerte no da fuerza al enemigo. Pero cuando un hombre prominente se une a las fuerzas opositoras, estas ganan una ventaja marcada. Saulo fácilmente podría haber sido partido por un rayo enviado por el Señor y se hubiese perdido mucha fuerza en el poder perseguidor. Pero Dios no solo perdonó la vida a Saulo, sino también lo convirtió, transfiriendo un campeón del bando del enemigo al bando de Cristo. Pablo, orador elocuente y crítico severo, con propósito firme y valentía indomable, poseía las cualidades exactas que la iglesia primitiva necesitaba.

Todos los que lo oyeron en Damasco quedaron maravillados. Proclamaba que su cambio de fe no se había producido por impulso, sino por evidencia aplastante. Mostraba que las profecías relacionadas con la primera venida de Cristo se habían cumplido literalmente en Jesús de Nazaret.

Pablo “cobraba cada vez más fuerza y confundía a los judíos que vivían en Damasco, demostrándoles que Jesús es el Mesías”. Pero muchos endurecieron sus corazones, y pronto su asombro por la conversión de Saulo fue trocado en odio intenso.

La oposición creció tan ferozmente que a Pablo no se le permitió continuar en Damasco. Él fue “a Arabia” (Gál. 1:17), donde encontró un refugio.

La “universidad” de Pablo en el desierto

En la soledad del desierto Pablo tuvo la oportunidad de estudiar y meditar. Repasó con tranquilidad su experiencia pasada y buscó a Dios con todo su corazón, sin descansar hasta saber con certeza que su arrepentimiento era aceptado y su pecado perdonado. Jesús estuvo en comunión con él y lo afirmó en la fe, depositando sobre él una gran medida de sabiduría y gracia. Cuando la mente entra en comunión con la mente de Dios, el efecto sobre el cuerpo, la mente y el alma sobrepasa la imaginación.

Ananías, bajo inspiración del Espíritu Santo, le había dicho a Pablo: “El Dios de nuestros antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad, y para que veas al Justo y oigas las palabras de su boca. Tú le serás testigo ante toda persona de lo que has visto y oído. Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, bautízate y lávate de tus pecados, invocando su nombre” (Hech. 22:14-16).

Jesús mismo, cuando se apareció a Saulo en el viaje a Damasco, declaró: “Ahora, ponte en pie y escúchame. Me he aparecido a ti con el fin de designarte siervo y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te voy a revelar. Te libraré de tu propio pueblo y de los gentiles. Te envío a estos para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados” (26:16-18).

Al meditar en estas cosas, Pablo entendió con mayor claridad su llamado “a ser apóstol de Cristo Jesús” (1 Cor. 1:1). Su llamado había venido “no por investidura ni mediación humanas, sino por Jesucristo y por Dios Padre” (Gál. 1:1). Estudió con dedicación las Escrituras para poder predicar “sin discursos de sabiduría humana, para que la cruz de Cristo no perdiera su eficacia [...] sino con demostración del Espíritu” y poder, para que la fe de todos los que oyeran “no dependiera de la sabiduría humana, sino del poder de Dios” (1 Cor. 1:17; 2:4, 5). Al ver la sabiduría del mundo a la luz de la Cruz, Pablo se propuso “no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado” (1 Cor. 2:2).

Pablo nunca perdió de vista la Fuente de sabiduría y fuerza. Escúchenlo declarar: “Porque para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1:21). “Todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo” (Fil. 3:8).

El experseguidor es perseguido

Desde Arabia, Pablo regresó a Damasco (Gál. 1:17) y predicó con libertad en el nombre de Jesús. Sin poder refutar sus argumentos, los judíos “se pusieron de acuerdo para hacerlo desaparecer”. Día y noche vigilaban de cerca las puertas de la ciudad con el fin de que no escapara. Finalmente, “los discípulos se lo llevaron de noche y lo bajaron en un canasto por una abertura en la muralla”.

Después de su huida fue a Jerusalén, cuando hacía aproximadamente tres años que se había convertido. Su principal objetivo era visitar a Pedro (Gál. 1:18). Al llegar, “trataba de juntarse con los discípulos, pero todos tenían miedo de él, porque no creían que de veras fuera discípulo”. ¿Podía acaso un fariseo tan fanático convertirse en un seguidor sincero de Jesús? “Entonces Bernabé lo tomó a su cargo y lo llevó a los apóstoles. Saulo les describió en detalle cómo en el camino había visto al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había predicado con libertad en el nombre de Jesús”.

Pronto los discípulos tenían evidencias abundantes en relación con la veracidad de su experiencia. El futuro apóstol a los gentiles estaba ahora donde sus antiguos colegas vivían, y anhelaba aclarar a estos dirigentes las profecías concernientes al Mesías. Pablo tenía la seguridad de que estos maestros de Israel eran tan sinceros y honestos como él lo había sido. Pero no estaba en lo correcto. Los que estaban a la cabeza de la iglesia judaica no quisieron creer y “se proponían eliminarlo”.

Su corazón se llenó de tristeza. Con vergüenza pensó en el rol que había jugado en el martirio de Esteban, y ahora buscaba vindicar la verdad por la cual Esteban había dado su vida.

Entristecido por aquellos que no querían creer, Pablo estaba orando en el Templo cuando un mensajero celestial se le apareció y dijo: “¡Date prisa! Sal inmediatamente de Jerusalén, porque no aceptarán tu testimonio acerca de mí” (Hech. 22:18). Pablo creía que huir era un acto de cobardía, y respondió: “Señor, ellos saben que yo andaba de sinagoga en sinagoga encarcelando y azotando a los que creen en ti; y cuando se derramaba la sangre de tu testigo Esteban, ahí estaba yo, dando mi aprobación y cuidando la ropa de quienes lo mataban”. Pero no era el propósito de Dios que su siervo expusiera su vida innecesariamente, y el mensajero celestial replicó: “Vete, yo te enviaré lejos, a los gentiles” (vers. 19-21).

Al enterarse de esta visión, los hermanos se apresuraron a ayudar a Pablo en su huida secreta. “Se lo llevaron a Cesarea y de allí lo mandaron a Tarso”. La partida de Pablo suspendió la violenta oposición de los judíos por un tiempo, y muchos se sumaron al número de creyentes. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 14

El evangelio a los gentiles

Este capítulo está basado en Hechos 9:32 al 11:18.

 

En su ministerio en Lida, Pedro sanó a Eneas, que llevaba ocho años en cama, paralítico. “Eneas, Jesucristo te sana”, le dijo el apóstol. “Levántate y tiende tu cama. Y al instante se levantó. Y todos los que estaban en Lida y en Sarón lo vieron y se convirtieron al Señor”.

En Jope, cerca de Lida, vivía una mujer llamada Dorcas, una digna discípula de Jesús. Su vida estaba llena de hechos de bondad. Ella sabía quiénes necesitaban ropas abrigadas y quiénes simpatía, y ministraba generosamente a los pobres y dolidos. Sus hábiles dedos eran más activos que su lengua.

“Sucedió que en esos días cayó enferma y murió”. Al oír que Pedro estaba en Lida, los creyentes enviaron mensajeros a él a rogarle: “¡Por favor, venga usted a Jope en seguida! Cuando llegó, lo llevaron al cuarto de arriba. Todas las viudas se presentaron, llorando y mostrándole túnicas y otros vestidos que Dorcas había hecho cuando aún estaba con ellas”.

El corazón del apóstol fue conmovido por la compasión. Entonces, ordenando que salieran de la habitación a los amigos que estaban allí lamentándose, se arrodilló y oró para que Dios devolviera la vida a Dorcas. Volviéndose hacia el cuerpo, dijo: “Tabita, levántate. Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó”. A Dios le pareció bueno traerla desde el territorio del enemigo, para que sus habilidades y energías pudieran continuar siendo de bendición para otros.

Mientras Pedro todavía estaba en Jope, fue llamado por Dios para llevar el evangelio a Cornelio en Cesarea. Este centurión romano era un hombre de familia noble y ocupaba un cargo de honor. Por medio de los judíos había conocido a Dios, y lo alababa con corazón sincero. Era muy conocido por su beneficencia y su vida recta. El Libro inspirado describe que “él y toda su familia eran devotos y temerosos de Dios. Realizaba muchas obras de beneficencia para el pueblo de Israel y oraba a Dios constantemente”. Había erigido un altar a Dios en su casa, y no se animaba a llevar a cabo sus planes o a asumir responsabilidades sin la ayuda de Dios.

Aunque Cornelio creía en las profecías, no conocía el evangelio tal como había sido revelado en la vida y la muerte de Cristo. Pero el mismo santo Vigía que dijo de Abraham “Yo lo conozco”, conocía también a Cornelio y le envió un mensaje directo del cielo para él. El ángel se le apareció cuando estaba orando. Al escuchar que se lo llamaba por su nombre, el centurión dijo: “¿Qué quieres, Señor?” El ángel respondió: “Envía de inmediato a algunos hombres a Jope para que hagan venir a un tal Simón, apodado Pedro. Él se hospeda con Simón el curtidor, que tiene su casa junto al mar”. ¡Se menciona hasta la ocupación del hombre con el que se estaba hospedando Pedro! El Cielo conoce la historia y los asuntos de los hombres. Conoce tanto la experiencia y la obra del trabajador humilde como la del rey en su trono.

Los mensajeros son hombres frágiles y sujetos a tentación

El ángel no recibió la orden de contar a Cornelio la historia de la Cruz; un hombre sujeto a fracasos y tentaciones humanas tal como él mismo debía hablarle de un Salvador crucificado y resucitado. Dios no elige a ángeles como sus representantes, sino a seres humanos, hombres de pasiones similares a las de aquellos a quienes busca salvar. Cristo se hizo hombre para alcanzar a la humanidad. Era necesario un Salvador divino y humano para traer salvación al mundo. Y a hombres y mujeres debía encargarse la misión sagrada de hacer conocer “las incalculables riquezas de Cristo” (Efe. 3:8). El Salvador reúne a quienes están buscando la verdad con los que conocen la verdad. Los que han recibido la luz deben impartirla a los que están en las tinieblas. La humanidad debe ser el instrumento por medio del cual el evangelio ejerza su poder transformador.

Cornelio obedeció gustosamente. Cuando el ángel se fue, “Cornelio llamó a dos de sus siervos y a un soldado devoto de los que le servían regularmente. Les explicó todo lo que había sucedido y los envió a Jope”.

Después de su entrevista con Cornelio, el ángel fue a Pedro. En ese momento, él estaba orando en la terraza del lugar donde se estaba alojando, “tenía hambre y quería comer, pero mientras le estaban preparando la comida, tuvo una visión” (DHH). No solo tenía hambre de alimento físico, tenía hambre de la salvación de sus compatriotas. Sentía un deseo intenso de mostrarles las profecías relacionadas con Cristo.

En la visión, Pedro vio “una gran sábana [...] En ella había toda clase de cuadrúpedos, y también reptiles y aves. Y oyó una voz, que le dijo: ‘Levántate, Pedro; mata y come’. Pero Pedro dijo: ‘No, Señor; yo nunca he comido nada profano ni impuro’. La voz le habló de nuevo, y le dijo: ‘Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú profano’. Esto sucedió tres veces, y luego la sábana volvió a subir al cielo”.

Esta visión le reveló a Pedro el propósito de Dios: que los gentiles debían, junto con los judíos, ser herederos de las bendiciones de la salvación.

Ninguno de los discípulos había predicado el evangelio a los gentiles todavía. En sus mentes, los gentiles estaban excluidos de las bendiciones del evangelio. Ahora el Señor buscaba enseñarle a Pedro el alcance mundial del plan divino.

Muchos gentiles habían oído las predicaciones de Pedro y de los otros apóstoles, y muchos judíos griegos se habían hecho creyentes en Cristo, pero la conversión de Cornelio sería la primera de importancia entre los gentiles. La puerta que muchos judíos conversos habían cerrado a los gentiles ahora se abriría. Los gentiles que habían aceptado el evangelio debían ser considerados iguales a los discípulos judíos, sin la necesidad de la circuncisión.

¡Cuán cuidadosamente había obrado el Señor para vencer el prejuicio en la mente de Pedro! Por medio de la visión, él buscaba enseñarle que en el Cielo no hay acepción de personas. Gracias a Cristo, los paganos podían ser partícipes de los privilegios del evangelio.

Mientras Pedro meditaba sobre la visión, los hombres enviados por Cornelio llegaron y se presentaron en la casa donde Pedro se estaba hospedando. Entonces el Espíritu le dijo: “Mira, tres hombres te buscan. Levántate, baja y ve con ellos sin dudarlo, porque yo los he enviado”.

A Pedro le resulta difícil aceptar esta orden

Pedro aceptó esta responsabilidad que recaía sobre él con reticencia, pero no se atrevió a desobedecer. Descendió y dijo: “Aquí estoy; yo soy el que ustedes buscan. ¿Qué asunto los ha traído por acá?” Ellos le dijeron: “Venimos de parte del centurión Cornelio, un hombre justo y temeroso de Dios, respetado por todo el pueblo judío. Un ángel de Dios le dio instrucciones de invitarlo a usted a su casa para escuchar lo que usted tiene que decirle”.

Obedeciendo a Dios, el apóstol salió al día siguiente, acompañado por seis de sus hermanos. Estos debían ser testigos de lo que él dijera o hiciera, porque Pedro sabía que se le llamarían la atención por una violación tan directa de las enseñanzas judías.

Al entrar en la casa de los gentiles, Cornelio lo saludó como a un honrado del Cielo. Lleno de reverencia hacia alguien que había sido enviado por Dios para enseñarle, cayó a los pies del apóstol y lo adoró. Pedro estaba horrorizado. Levantó al centurión y le dijo: “Ponte de pie, que solo soy un hombre como tú”.

Había una gran cantidad de “parientes y amigos íntimos” de Cornelio reunidos, y Pedro les dijo: “Ustedes saben muy bien que nuestra ley prohíbe que un judío se junte con un extranjero o lo visite. Pero Dios me ha hecho ver que a nadie debo llamar impuro o inmundo. Por eso [...] vine sin poner ninguna objeción. Ahora permítanme preguntarles: ¿para qué me hicieron venir?”

Entonces Cornelio relató su experiencia, y en conclusión dijo: “Estamos todos aquí, en la presencia de Dios, para escuchar todo lo que el Señor te ha encomendado que nos digas”.

Pedro dijo: “Comprendo que en realidad para Dios no hay favoritismos, sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia”.

De repente, mientras Pedro estaba hablando, “el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban el mensaje. Los defensores de la circuncisión que habían llegado con Pedro se quedaron asombrados de que el don del Espíritu Santo se hubiera derramado también sobre los gentiles, pues los oían hablar en lenguas y alabar a Dios”.

“Entonces Pedro respondió: ¿Acaso puede alguien negar el agua para que sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros? Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo”.

De esta manera llegó el evangelio a los que habían sido “extranjeros y peregrinos”, convirtiéndolos en miembros de la familia de Dios. Comenzando por la casa de Cornelio, se llevó a cabo una amplia obra de gracia en esa ciudad pagana.

Hoy hay muchos hombres como Cornelio a quienes Dios desea vincular con su obra. Ellos simpatizan con el pueblo de Dios, pero los vínculos que los atan al mundo los retienen con firmeza. Debieran hacerse esfuerzos especiales por estas personas.

Dios llama a obreros sinceros, humildes, que lleven el evangelio a las clases sociales más altas. Los hombres más grandes de esta Tierra no están fuera del alcance del poder de un Dios que obra maravillas. Si los obreros hacen su tarea, Dios convertirá a los hombres que ocupan puestos de responsabilidad, hombres de intelecto e influencia. Una vez convertidos, sentirán una preocupación especial por otras personas de esta clase descuidada. El tiempo y el dinero serán consagrados a la obra, y se añadirá nueva eficiencia y poder a la iglesia.

Muchos en el mundo están más cerca del Reino de lo que creemos. Por todas partes hay personas que se decidirán por Cristo. Movidos por el amor, se unirán unos a otros para ir hacia él.

Pedro presenta el asunto a sus colegas

Cuando los hermanos en Judea oyeron que Pedro había predicado a los gentiles, quedaron sorprendidos, y ofendidos. Al ver a Pedro otra vez, lo reprendieron con severas censuras: “Entraste en casa de hombres incircuncisos y comiste con ellos”.

Pedro relató su experiencia, la visión, la orden de ir a los gentiles, la venida de los mensajeros, su viaje a Cesarea y el encuentro con Cornelio. Relató su entrevista con el centurión, quien le había contado acerca de la visión en la que se le indicaba que llamase a Pedro.

“Cuando comencé a hablarles, el Espíritu Santo descendió sobre ellos tal como al principio descendió sobre nosotros. Entonces recordé lo que había dicho el Señor: ‘Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo’. Por tanto, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros al creer en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para pretender estorbar a Dios?”

Los hermanos quedaron callados. Convencidos de que su prejuicio y espíritu de exclusivismo eran contrarios al evangelio, dijeron: “¡Así que también a los gentiles les ha concedido Dios el arrepentimiento para vida!”

Por lo tanto, el prejuicio fue disipado; el exclusivismo, abandonado; y el camino, abierto para que el evangelio fuese proclamado a los gentiles. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 15

Un ángel libera a Pedro de la prisión

Este capítulo está basado en Hechos 12:1 al 23.

 

“En ese tiempo el rey Herodes hizo arrestar a algunos de la iglesia con el fin de maltratarlos”. Herodes Agripa, bajo Claudio, el emperador romano, profesaba ser un converso a la fe judía. Deseoso de obtener el favor de los judíos y esperando asegurarse su cargo y honor, procedió a perseguir a la iglesia de Cristo. Echó a Santiago, el hermano de Juan, en la cárcel y envió un verdugo para matarlo. Al ver que los judíos quedaban satisfechos, encarceló a Pedro también.

La muerte de Santiago causó consternación entre los creyentes. Cuando Pedro fue enviado a prisión, la iglesia entera se reunió para ayunar y orar.

La acción de Herodes de dar muerte a Santiago fue aplaudida por los judíos; aunque algunos creían que una ejecución pública hubiese intimidado más profundamente a los creyentes. Por lo tanto, Herodes quiso complacer a los judíos aún más con el espectáculo público de la muerte de Pedro; pero no ante toda la gente reunida en Jerusalén, pues algunos temían que al ver cómo lo llevaban a la muerte, la multitud se compadeciese de él.

Los sacerdotes y los ancianos también temían que Pedro hiciese uno de esos poderosos llamados a estudiar la vida y el carácter de Jesús, llamados que ellos no habrían podido rebatir. El celo de Pedro había llevado a muchos a decidirse por el evangelio, y los gobernantes temían que si se le daba la oportunidad de defender su fe, la multitud que había ido a la ciudad a adorar demandara su liberación.

Mientras por diversos pretextos la ejecución de Pedro fue postergada hasta después de la Pascua, la iglesia tuvo tiempo para examinar su corazón.

Oraron sin cesar por Pedro, porque sentían que la causa lo necesitaba para poder avanzar.

Mientras tanto, los adoradores de todas las naciones buscaban el Templo, una visión resplandeciente de belleza y grandeza. Pero Jehová no se encontraba más en ese hermoso lugar. Cuando Cristo observó por última vez el interior del Templo, dijo: “Pues bien, la casa de ustedes va a quedar abandonada” (Mat. 23:38). La presencia de Dios se había retirado para siempre.

Dios responde a las oraciones incesantes de su pueblo

Finalmente se pactó el día de la ejecución de Pedro, pero las oraciones de los creyentes aún ascendían al cielo. Los ángeles estaban cuidando del apóstol encarcelado.

Para prevenir cualquier posibilidad de liberación, se había puesto a Pedro bajo la custodia de 16 soldados que lo vigilaban día y noche. En una celda cavada en la piedra, fue colocado entre dos soldados y atado por dos cadenas, cada una de las cuales estaba ligada a uno de los soldados. No podía moverse sin que ellos se dieran cuenta. Con las puertas de la prisión cerradas y un guardia ante ellas, toda posibilidad de rescate o escape quedaba eliminada.

Pero la situación extrema del hombre es la oportunidad de Dios. Los cerrojos, las barras y la guardia romana harían que el triunfo de Dios en la liberación de Pedro fuese completo. Al levantar su mano contra el Omnipotente, Herodes iba a ser completamente derrotado.

La noche previa a la ejecución, un ángel poderoso fue enviado desde el cielo. Las pesadas puertas se abrieron sin la ayuda de manos humanas. El ángel las atravesó y las puertas se cerraron sin ruido. Entró en la celda, y allí dormía Pedro el apacible sueño de la confianza perfecta.

No fue hasta que el apóstol sintió el toque de la mano del ángel y oyó la voz que le decía: “¡Date prisa, levántate!”, que se despertó lo suficiente como para ver su celda iluminada por el ángel de gloria parado ante él. Obedeció mecánicamente, y al levantarse alzó sus manos, levemente consciente de que las cadenas habían caído de sus muñecas.

Nuevamente la voz lo instó: “Vístete y cálzate las sandalias”. Pedro, aún creyendo que estaba soñando, volvió a obedecer espontáneamente.

Una vez más el ángel le ordenó: “Échate la capa encima y sígueme”. Pedro, generalmente hablador, ahora estaba mudo de asombro mientras se dirigía hacia la puerta. Pasaron por encima de los guardias. La pesada puerta, cerrada con cerrojos, se abrió sola y se cerró de nuevo inmediatamente, mientras los guardias permanecían inmóviles en sus puestos.

La segunda puerta se abrió como la primera, sin chirrido de bisagras ni ruido de cerrojos. De la misma manera pasaron por la tercera puerta y salieron a la calle. No se habló palabra. El ángel se adelantó, rodeado de un resplandor sorprendente, y Pedro, que aún creía que estaba en un sueño, lo siguió. Pasaron por una calle y luego, con su misión ya cumplida, el ángel desapareció.

Por fin Pedro se da cuenta de que es libre

Pedro sintió que estaba en profunda oscuridad, pero a medida que sus ojos se fueron adaptando, la sensación disminuyó y se encontró solo en la silenciosa calle, con la fresca brisa nocturna soplando sobre su frente. Estaba libre, en una parte de la ciudad que conocía, y reconoció el lugar que había frecuentado y por el que esperaba pasar nuevamente al día siguiente por última vez.

Recordó haberse quedado dormido, atado entre los soldados, sin sus sandalias ni su ropa exterior. Se examinó, y vio que estaba completamente vestido. Sus muñecas inflamadas ahora estaban libres de las cadenas. Se dio cuenta de que su libertad no era un sueño o una visión, sino una realidad. ¡Un ángel lo había librado de la cárcel y la muerte! “Ahora estoy completamente seguro de que el Señor ha enviado a su ángel para librarme del poder de Herodes”.

El apóstol se dirigió en seguida a la casa donde en ese momento sus hermanos estaban orando fervientemente por él. “Llamó a la puerta de la calle, y salió a responder una criada llamada Rode. Al reconocer la voz de Pedro, se puso tan contenta que volvió corriendo sin abrir. ‘Pedro está a la puerta’ exclamó. ‘Estás loca’ le dijeron. Ella insistía en que así era, pero los otros decían: ‘Debe de ser su ángel’ Entretanto, Pedro seguía llamando.

Cuando abrieron la puerta y lo vieron, quedaron pasmados. Con la mano Pedro les hizo señas de que se callaran, y les contó cómo el Señor lo había sacado de la cárcel”. Y Pedro “salió y se fue a otro lugar”.

A la mañana, una gran cantidad de personas se reunió para presenciar la ejecución del apóstol. Herodes envió oficiales a la prisión para buscar a Pedro, que sería traído con un gran despliegue de armas, no solo para asegurar que no se escapara, sino también para intimidar a todos los simpatizantes.

Cuando los guardias descubrieron que Pedro había escapado, se llenaron de terror. Se les había dicho expresamente que pagarían con sus vidas por la vida que tenían bajo custodia, y habían vigilado con sumo cuidado. Cuando los oficiales fueron a buscar a Pedro a la prisión, los cerrojos y las barras aún estaban firmes y las cadenas aseguradas a las muñecas de los dos soldados, pero el prisionero se había ido.

Cuando el informe del escape de Pedro llegó a Herodes, se enfureció. Ordenó que se diese muerte a los guardias de la prisión. Estaba decidido a negar que el poder divino había frustrado su designio, y desafió insolentemente a Dios.

Poco después, Herodes fue a un gran festejo en Cesarea, que tenía el objetivo de ganar el aplauso del pueblo. Había mucho banquete y vino. Con pompa y ceremonia se dirigió al pueblo en un elocuente discurso. Vestido con una brillante túnica de oro y plata, que atraía los rayos del sol en sus resplandecientes pliegues, tenía una hermosa apariencia. La majestad de su porte y la fuerza de sus expresiones bien escogidas dominaron a la congregación. Con entusiasmo frenético, lo llenaron de adulación, declarando que ningún mortal podía presentar una apariencia tal o hablar con tanta elocuencia. Declararon que de ahí en más lo adorarían como a un dios.

Algunas de las voces que ahora glorificaban a un pecador vil, unos años antes se habían elevado en el frenético grito: “¡Saca a Jesús! ¡Crucifícalo!” Los judíos no habían podido discernir bajo el humilde aspecto exterior al Señor de vida y gloria, pero estaban listos para adorar como dios al rey cuyas espléndidas vestiduras de plata y oro cubrían un corazón cruel y corrupto.

El rey Herodes es herido por un ángel

Herodes aceptó la idolatría del pueblo como si se la debieran. Su rostro se llenó de un brillo de orgullo satisfecho mientras oía el grito: “Es la voz de un dios, no de hombre”.

Pero repentinamente su rostro palideció como la muerte y se desfiguró con agonía. Grandes gotas de sudor comenzaron a brotar de sus poros. Por un momento permaneció traspasado de dolor y de terror. Luego, volviendo su furioso rostro hacia sus horrorizados amigos, gritó en tono hueco: “Aquel a quien han exaltado como a un dios es golpeado por la muerte”.

Sufriendo una angustia insoportable, fue quitado de la escena de festejo. Hacía un momento había sido el orgulloso receptor de la adoración de una vasta multitud. Ahora se daba cuenta de que estaba en manos de un Gobernador más poderoso que él.

Recordó su persecución a los seguidores de Cristo, su orden de dar muerte a Santiago, su plan para matar al apóstol Pedro. Recordó cómo en su humillación y furia se había vengado de los guardias de la prisión. Sintió que ahora estaba en las manos de Dios. No encontró alivio para el dolor de su cuerpo ni para la angustia de su mente; y tampoco esperaba hallarlo. Herodes supo que al aceptar la adoración del pueblo había llenado la copa de su iniquidad.

El mismo ángel que había ido a rescatar a Pedro llevó a Herodes el mensaje de juicio y humilló su orgullo, trayendo sobre él el castigo del Todopoderoso. Herodes murió en gran agonía de mente y cuerpo.

Las noticias de que los apóstoles de Cristo habían sido liberados de la prisión y la muerte mientras que su perseguidor había sido herido por la maldición de Dios llegaron a todos los territorios e hicieron que muchos creyeran en Cristo.

Qué están haciendo los ángeles hoy

Hoy, así como en los días de los apóstoles, los mensajeros celestiales están buscando consolar al afligido, proteger al pecador arrepentido y ganar corazones para Cristo. Los ángeles están llevando constantemente las oraciones de los necesitados y desesperados al Padre en los cielos, y trayendo esperanza y ánimo a los hijos de los hombres. Estos ángeles crean una atmósfera celestial que rodea todo el ser, elevándonos hacia lo invisible y eterno.

Solo por medio de la visión espiritual podemos discernir las cosas celestiales. Solo el oído espiritual puede oír la armonía de las voces celestiales. “El ángel del Señor acampa en torno a los que le temen; a su lado está para librarlos” (Sal. 34:7). Dios envía ángeles para guardar a sus escogidos de “la peste que acecha en las sombras” y “la plaga que destruye a mediodía” (91:6).

Los ángeles han hablado con los hombres como el hombre habla con un amigo, y los han guiado a lugares seguros. Una y otra vez, las palabras de ánimo de los ángeles han renovado los espíritus decaídos de los fieles.

Los ángeles trabajan sin cesar en favor de aquellos por quienes Cristo murió. “Les digo que así es también en el cielo: habrá más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (Luc. 15:7). Al cielo llega un informe de todo esfuerzo hecho para disipar las tinieblas y esparcir el conocimiento de Cristo.

Los poderes del cielo están observando el conflicto que los siervos de Dios atraviesan. Todos los ángeles celestiales están al servicio de los humildes y creyentes hijos de Dios.

Debemos recordar que cada verdadero hijo de Dios cuenta con la cooperación de los seres celestiales. Hay ejércitos invisibles que atienden a los mansos y humildes que creen y reclaman las promesas de Dios. A la diestra de Dios hay ángeles poderosos en fortaleza “dedicados al servicio divino, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación” (Heb. 1:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 16

Un notable éxito en Antioquía

Este capítulo está basado en Hechos 11:19 al 26; 13:1 al 3.

 

Después de que los discípulos fueran expulsados de Jerusalén por la persecución, el mensaje del evangelio se difundió rápidamente y se formaron muchos pequeños grupos de creyentes en importantes poblaciones. Algunos discípulos “viajaban hasta Fenicia, Chipre y Antioquía” predicando la Palabra, con sus labores generalmente limitadas a los judíos hebreos y griegos que se encontraban en casi todas las ciudades del mundo.

El evangelio fue recibido con alegría en Antioquía, la metrópoli de Siria. El extenso comercio trajo mucha gente de diversas nacionalidades a la ciudad.

Antioquía era bien conocida por su situación saludable, sus hermosos alrededores, su riqueza, cultura y refinamiento. Se había convertido en una ciudad de lujo y vicios.

El evangelio fue enseñado públicamente en Antioquía por discípulos de Chipre y Cirene. Sus fervientes esfuerzos fueron productivos, y “un gran número creyó y se convirtió al Señor”.

Las noticias acerca de esto llegaron a la iglesia en Jerusalén, de donde “mandaron a Bernabé a Antioquía”. Bernabé vio la obra ya realizada allí y “se alegró y animó a todos a hacerse el firme propósito de permanecer fieles al Señor”. Muchos se sumaron a los creyentes de ese lugar. A medida que la obra prosperaba, Bernabé sintió que necesitaba ayuda y fue a Tarso a buscar a Pablo, quien había estado trabajando en “las regiones de Siria y Cilicia”, proclamando “la fe que procuraba destruir” (Gál. 1:21, 23). Bernabé lo convenció de regresar con él.

En la populosa ciudad de Antioquía, el conocimiento y el celo de Pablo ejercieron una influencia poderosa, y Pablo fue precisamente la ayuda que Bernabé necesitaba. Los dos trabajaron unidos durante un año, llevando a muchos al conocimiento del Redentor del mundo.

Fue en Antioquía que los discípulos fueron llamados cristianos por primera vez. El nombre les fue dado porque Cristo era el centro de su predicación y conversación. Continuamente meditaban en sus enseñanzas y milagros de curación. Con labios temblorosos y ojos llenos de lágrimas, hablaban acerca de su traición, juicio y ejecución, la tortura que le impusieron sus enemigos, y la piedad divina con la cual había orado por aquellos que lo perseguían. Su resurrección, ascensión y obra como mediador de la raza humana caída eran temas de los que les encantaba hablar. ¡Con razón los paganos los llamaban cristianos!

El hermoso nombre que Dios dio a los creyentes

Dios les dio el nombre de cristianos, un nombre real dado a todo aquel que se une a Cristo. Acerca de este nombre Santiago escribió más tarde: “¿No son los ricos [...] los que blasfeman el buen nombre de aquel a quien ustedes pertenecen?” (Sant. 2:6,7). Y Pedro declaró: “Dichosos ustedes si los insultan por causa del nombre de Cristo, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre ustedes” (1 Ped. 4:14).

Al vivir en medio de un pueblo que parecía preocuparse poco por las cosas de valor eterno, los creyentes en Antioquía buscaban captar la atención de los sinceros de corazón. En su humilde ministerio, en las diversas ocupaciones de la vida, daban testimonio diariamente de su fe en Cristo.

Así como forma parte del plan de Dios que sus talentosos obreros escogidos se establezcan en las ciudades importantes, también lo es que los miembros de iglesia que viven en esas ciudades usen los talentos que Dios les dio para trabajar por las personas. Tales obreros encontrarán que muchos que nunca podrían haber sido alcanzados de otra forma, están listos para responder al esfuerzo personal inteligente.

Dios está llamando a pastores, médicos, enfermeros, colportores y otros miembros laicos consagrados de talento que conocen la Palabra de Dios y el poder de su gracia, a considerar las necesidades de las ciudades sin amonestar. Deben utilizarse todos los medios para aprovechar sabiamente las oportunidades que se presenten.

El trabajo de Pablo con Bernabé fortaleció en Pablo la convicción de que el Señor lo había llamado a trabajar por el mundo de los gentiles. Cuando Pablo se convirtió, el Señor le había declarado que ministraría a los gentiles para abrirles “los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados” (Hech. 26:18). El ángel había dicho a Ananías: “Es mi instrumento escogido para dar a conocer mi nombre tanto a las naciones y a sus reyes como al pueblo de Israel” (9:15).

Así había dado el Señor su comisión a Pablo para que ingresara en el campo misionero en el mundo de los gentiles, para hacerles conocer “su misterio”, que había mantenido secreto “durante largos siglos” (Rom. 16:25), “que los gentiles son, junto con Israel, beneficiarios de la misma herencia, miembros de un mismo cuerpo y participantes igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio”. Pablo declara: “De este evangelio llegué a ser servidor [...]. Aunque soy el más insignificante de todos los santos, recibí esta gracia de predicar a las naciones las incalculables riquezas de Cristo” (Efe. 3:6-8).

Ni Pablo ni Bernabé habían sido formalmente ordenados al ministerio del evangelio, pero Dios estaba a punto de confiarles una misión difícil, para la que necesitarían cada gramo de ventaja que pudieran obtener por medio de la iglesia.

El significado de la ordenación al evangelismo

“En la iglesia de Antioquía eran profetas y maestros Bernabé; Simeón, apodado el Negro; Lucio de Cirene; Manaén, que se había criado con Herodes el tetrarca; y Saulo. Mientras ayunaban y participaban en el culto al Señor, el Espíritu Santo dijo: ‘Apártenme ahora a Bernabé y a Saulo para el trabajo al que los he llamado’ ” (Hech. 13:1, 2). Estos apóstoles, solemnemente dedicados a Dios por medio del ayuno, la oración y la imposición de manos, estaban autorizados no solamente a enseñar la verdad, sino además a realizar el rito bautismal y a organizar iglesias.

La proclamación del evangelio entre los gentiles debía llevarse a cabo con vigor, y la iglesia sería fortalecida con una gran cosecha de personas. La enseñanza de los apóstoles concerniente a la destrucción del “muro de enemistad” (Efe. 2:14) que separaba los mundos de los judíos y los gentiles, los sometería naturalmente a la acusación de herejía, y su autoridad como ministros del evangelio sería cuestionada por muchos judíos creyentes. A fin de que su obra estuviera por encima de toda crítica, Dios instruyó a la iglesia que los apartara públicamente para la obra del ministerio, en reconocimiento a la orden divina de que llevaran a los gentiles las buenas nuevas del evangelio.

Tanto Pablo como Bernabé ya habían recibido de Dios mismo la comisión, y la imposición de manos no les confería ninguna cualidad nueva. Era una forma de reconocer el llamado a un cargo señalado. Por este medio, el sello de la iglesia era puesto sobre la obra de Dios.

Para los judíos, esta forma era significativa. Cuando un padre bendecía a sus hijos, ponía sus manos reverentemente sobre sus cabezas. Cuando un animal era dedicado al sacrificio, la mano del sacerdote era puesta sobre la cabeza de la víctima. Cuando los ministros en Antioquía impusieron sus manos sobre Pablo y Bernabé, esa acción indicaba que pedían a Dios que derramara su bendición sobre los apóstoles escogidos, al dedicarlos a la obra específica que se les había asignado.

Más adelante, al acto de la imposición de manos se le dio una importancia injustificable, como si un poder viniese de repente sobre aquellos que recibían tal ordenación. Pero al apartar a estos dos apóstoles, no hay registro de que ninguna virtud les fuese impartida meramente por la imposición de las manos.

Años antes, cuando le fuera revelado a Pablo el propósito divino por primera vez, fue puesto en relación con la iglesia recientemente organizada.

Además, la iglesia en Damasco no fue dejada en oscuridad respecto del fariseo convertido. Y ahora el Espíritu Santo nuevamente dejó en manos de la iglesia la responsabilidad de ordenar a Pablo y a su colaborador.

Dios reconoce y honra la organización de la iglesia

Dios ha hecho que su iglesia sea un canal de luz. Él no da a uno de sus siervos una experiencia contraria a la de la iglesia misma. Tampoco da a un hombre conocimiento de su voluntad para toda la iglesia, mientras la iglesia es dejada en tinieblas. Coloca a sus siervos en conexión cercana con su iglesia para que ellos tengan menos confianza en sí mismos y mayor confianza en los otros a quienes está guiando.

Los que continuamente se inclinan en favor de la independencia individual parecen incapaces de darse cuenta de que esa independencia de espíritu puede llevar al agente humano a tener mucha confianza en sí mismo, en vez de respetar el consejo y el juicio de sus hermanos, especialmente de aquellos que están en cargos a los que Dios los ha asignado para liderar. Dios ha investido a su iglesia con una autoridad especial que nadie puede despreciar, porque el que así hace desprecia la voz de Dios.

Satanás se esfuerza en separar a este tipo de personas de aquellos que son canales de luz y por medio de las cuales Dios construyó y extendió su obra. Cuando un obrero en la causa del Señor pasa por alto a aquellos y piensa que la luz divina solo proviene directamente de Dios, se coloca en una situación en la que es propenso a ser engañado y derrotado por el enemigo. El Señor ha dispuesto que exista una relación estrecha entre todos los creyentes. Un cristiano debe estar unido con otro cristiano y una iglesia con otra iglesia, cada persona subordinada al Espíritu Santo. Todos los creyentes estarán unidos en un esfuerzo organizado para dar al mundo las buenas nuevas de la gracia de Dios.

Pablo consideraba que su ordenación marcaba una nueva etapa en su vida. A partir de este momento, dio comienzo a su apostolado.

Mientras la luz brillaba en Antioquía, los apóstoles continuaban una obra importante en Jerusalén. Cada año, muchos judíos llegaban de todos los países a adorar en el Templo. Algunos de estos fervientes peregrinos eran sinceros estudiosos de las profecías, y anhelaban el advenimiento del Mesías. Los apóstoles predicaban a Cristo con valentía inquebrantable, aunque sabían que estaban poniendo sus vidas en peligro. Hubo muchos conversos a la fe que, al volver a sus hogares, diseminaban las semillas de la verdad por todas las naciones y entre todas las clases sociales.

Pedro, Santiago y Juan estaban seguros de que Dios los había asignado para predicar a Cristo entre sus compatriotas. Con fidelidad y sabiduría testificaron de lo que habían visto y oído, recurriendo a “la muy segura palabra de los profetas” (2 Ped. 1:19) para persuadir a “todo Israel que a este Jesús [...] Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hech. 2:36). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 17

Heraldos del evangelio

Este capítulo está basado en Hechos 13:4 al 52.

 

Después de su ordenación, Pablo y Bernabé “bajaron a Seleucia y de allí navegaron a Chipre”. Bernabé era “natural de Chipre” (Hech. 4:36), y ahora él y Pablo, acompañados de Juan Marcos, un pariente de Bernabé, visitaron esta isla. Chipre era uno de los lugares al que los creyentes habían huido por causa de la persecución que siguió a la muerte de Esteban.

La madre de Marcos era una conversa, y en su hogar en Jerusalén los apóstoles siempre eran bienvenidos y tenían un lugar seguro donde descansar. Durante una de estas visitas a la casa de su madre, Marcos propuso a Pablo y a Bernabé la idea de acompañarlos en su gira misionera. Él anhelaba dedicarse a la obra del evangelio.

Cuando los apóstoles “recorrieron toda la isla hasta Pafos [...] se encontraron con un hechicero, un falso profeta judío llamado Barjesús, que estaba con el gobernador Sergio Paulo. El gobernador, hombre inteligente, mandó llamar a Bernabé y a Saulo, en un esfuerzo por escuchar la palabra de Dios. Pero Elimas el hechicero (que es lo que significa su nombre) se les oponía y procuraba apartar de la fe al gobernador”.

Cuando Sergio Paulo estaba escuchando a los apóstoles, las fuerzas del mal actuaron por medio del hechicero Elimas, que buscaba apartarlo de la fe para frustrar el propósito divino. Así obra el enemigo caído para mantener en sus filas a los hombres de influencia que podrían rendir un servicio eficaz en la causa de Dios.

Pablo tuvo el valor de reprender al que estaba siendo instrumento del enemigo. “Lleno del Espíritu Santo”, dijo: “¡Hijo del diablo y enemigo de toda justicia, lleno de todo tipo de engaño y de fraude! ¿Nunca dejarás de torcer los caminos rectos del Señor? Ahora la mano del Señor está contra ti; vas a quedarte ciego y por algún tiempo no podrás ver la luz del sol. Al instante cayeron sobre él sombra y oscuridad, y comenzó a buscar a tientas a alguien que lo llevara de la mano”.

El hechicero había cerrado sus ojos a la verdad del evangelio y el Señor, en su justa ira, hizo que sus ojos naturales se cerraran. Esta ceguera fue solo temporal, para que pudiese arrepentirse y buscar el perdón del Dios a quien había ofendido. El hecho de que fuese obligado a andar a tientas probó a todos que los milagros de los apóstoles, que habían sido denunciados por Elimas como trucos, provenían del poder de Dios. El gobernador, convencido, aceptó el evangelio.

Quienes prediquen la verdad se enfrentarán a Satanás de muchas formas. Es el deber del ministro de Cristo permanecer firme en su puesto, en el temor de Dios. De esta forma él podrá confundir a las huestes de Satanás y triunfar en el nombre del Señor.

Pablo y sus compañeros continuaron su viaje en dirección a Perge de Panfilia. Se encontraron con dificultades y privaciones, y en los pueblos y las ciudades y por los solitarios caminos fueron rodeados de peligros visibles e invisibles. Pero Pablo y Bernabé habían aprendido a confiar en el poder de Dios. Como fieles pastores en busca de la oveja perdida, olvidando el yo, no flaquearon cuando estuvieron cansados, hambrientos y con frío.

Aquí fue donde Marcos, abrumado por el temor y el desaliento y no acostumbrado a las dificultades, se desanimó. En medio de la oposición y los peligros, no pudo soportar las dificultades como buen soldado de la cruz. Aún tenía que aprender a enfrentar el peligro, la persecución y la adversidad con corazón valiente. Perdiendo todo el ánimo, regresó a Jerusalén.

Esto hizo que por un tiempo Pablo juzgara a Marcos con severidad. Bernabé tenía la tendencia a excusarlo. Veía en él cualidades que lo harían apto para ser un obrero útil. En los años siguientes, el joven se entregó a sí mismo sin reservas a la proclamación del evangelio en territorios difíciles, y bajo el sabio entrenamiento de Bernabé, se convirtió en un obrero valioso.

Pablo y Marcos finalmente se reconcilian

Más adelante, Pablo se reconcilió con Marcos y lo recomendó a los colosenses como colaborador “del reino de Dios” y “de mucho consuelo” (Col. 4:11). Habló de Marcos, diciendo que fue “de ayuda” (2 Tim. 4:11).

En Antioquía de Pisidia, Pablo y Bernabé fueron a la sinagoga judía el sábado. “Al terminar la lectura de la ley y los profetas, los jefes de la sinagoga mandaron a decirles: ‘Hermanos, si tienen algún mensaje de aliento para el pueblo, hablen’ ”. Al ser invitado a hablar, “Pablo se puso en pie, hizo una señal con la mano y dijo: ‘Escúchenme, israelitas, y ustedes, los gentiles temerosos de Dios’ ”. Luego procedió a contar la historia de cómo el Señor había obrado con los judíos y cómo les había sido prometido un Salvador, y con valentía declaró: “Dios ha provisto a Israel un Salvador, que es Jesús.

Antes de la venida de Jesús, Juan predicó un bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. Cuando estaba completando su carrera, Juan decía: ‘¿Quién suponen ustedes que soy? No soy aquel. Miren, después de mí viene uno a quien no soy digno ni siquiera de desatarle las sandalias’ ”. Así predicó con poder a Jesús como el Mesías de la profecía.

Pablo habla con toda claridad

Pablo dijo: “Hermanos [...] los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes no reconocieron a Jesús. Por tanto, al condenarlo, cumplieron las palabras de los profetas que se leen todos los sábados”.

Pablo no vaciló en decir la verdad concerniente al rechazamiento del Salvador por parte de los dirigentes judíos. “Aunque no encontraron ninguna causa digna de muerte”, declararon los apóstoles, “le pidieron a Pilato que lo mandara a ejecutar. Después de llevar a cabo todas las cosas que estaban escritas acerca de él, lo bajaron del madero y lo sepultaron. Pero Dios lo levantó de entre los muertos. Durante muchos días lo vieron los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, y ellos son ahora sus testigos ante el pueblo”.

El apóstol continuó: “Nosotros les anunciamos a ustedes las buenas nuevas respecto a la promesa hecha a nuestros antepasados”, que Dios cumplió “al resucitar a Jesús”.

Ahora Pablo predicó acerca del arrepentimiento y el perdón de los pecados por medio de los méritos de Jesús, su Salvador: “Ustedes no pudieron ser justificados de esos pecados por la ley de Moisés, pero todo el que cree es justificado por medio de Jesús”.

La referencia que hizo el apóstol a las profecías del Antiguo Testamento y su declaración de que estas habían sido cumplidas en Jesús de Nazaret, convenció a muchos. Y la seguridad del orador al decir que las “buenas nuevas” eran para judíos y gentiles por igual trajo esperanza y gozo.

“Al salir ellos de la sinagoga, los invitaron a que el siguiente sábado les hablaran más de estas cosas”. “Muchos judíos y devotos convertidos al judaísmo” (NTV) aceptaron las buenas noticias ese día. Pablo y Bernabé “los exhortaban a que continuaran confiando en la gracia de Dios”.

El interés generado por el discurso de Pablo trajo a “casi toda la ciudad [...] para oír la palabra del Señor. Pero cuando los judíos vieron a las multitudes, se llenaron de celos y contradecían con maldiciones lo que Pablo decía”.

“Pablo y Bernabé les contestaron valientemente: ‘Era necesario que les anunciáramos la palabra de Dios primero a ustedes. Como la rechazan y no se consideran dignos de la vida eterna, ahora vamos a dirigirnos a los gentiles’ ”.

“Al oír esto, los gentiles se alegraron y celebraron la palabra del Señor; y creyeron todos los que estaban destinados a la vida eterna”. De esta forma, “la palabra del Señor se difundía por toda la región”.

Siglos antes, la pluma de la inspiración había predicho esta cosecha entre los gentiles (ver Oseas 1:10; 2:23). El Salvador mismo predijo la difusión del evangelio entre ellos (ver Mat. 21:43). Y después de su resurrección, él comisionó a los discípulos a ir “a todo el mundo” (Mar. 16:15) y hacer “discípulos de todas las naciones” (Mat. 28:19).

Los gentiles ven la luz

Más tarde, Pablo y sus compañeros predicaron en centros importantes el evangelio tanto a judíos como a gentiles. Pero sus principales energías estaban dirigidas a los paganos que tenían poco o ningún conocimiento del verdadero Dios y de su Hijo. Por medio del ministerio incansable de los apóstoles a los gentiles, aquellos “separados de Cristo” que “antes estaban lejos” supieron que habían sido “acercados mediante la sangre de Cristo” y que por medio de la fe podían ser “miembros de la familia de Dios” (Efe. 2:12, 13, 19).

Para los que creen, Cristo es un fundamento seguro. Esta piedra viva es lo suficientemente amplia y fuerte como para sostener el peso y la carga de todo el mundo. El apóstol escribió: “Ustedes son [...] edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular” (Efe. 2:19, 20).

A medida que el evangelio se difundía por Pisidia, los judíos incrédulos, en su ciego prejuicio, “incitaron a mujeres muy distinguidas y favorables al judaísmo, y a los hombres más prominentes de la ciudad, y provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé. Por tanto, los expulsaron de la región”.

Los apóstoles no se desanimaron. Recordaron las palabras de su Maestro: “Alégrense y llénense de júbilo, porque les espera una gran recompensa en el cielo. Así también persiguieron a los profetas que los precedieron a ustedes” (Mat. 5:12).

¡El mensaje del evangelio estaba avanzando! 📖

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Los Embajadores | Capítulo 18

Los apóstoles son perseguidos, y adorados

Este capítulo está basado en Hechos 14:1 al 26.

 

Así como en Antioquía, Pablo y Bernabé comenzaron su obra en Iconio en la sinagoga de su propio pueblo. “Creyó una multitud de judíos y de griegos”.

Pero como en otros lugares, “los judíos incrédulos incitaron a los gentiles y les amargaron el ánimo contra los hermanos”.

Sin embargo, al enfrentarse a oposición y prejuicio, los apóstoles avanzaron “hablando valientemente en el nombre del Señor”. Dios “confirmaba el mensaje de su gracia haciendo señales y prodigios por medio de ellos”. El número de convertidos se multiplicaba.

La popularidad del mensaje llenó de envidia a los judíos incrédulos y ellos decidieron frenar a Pablo y a Bernabé. Por medio de informes falsos, hicieron que las autoridades tuvieran miedo de que la ciudad fuera provocada a una insurrección. Sugirieron que detrás de las grandes cantidades de personas que se adherían a los apóstoles, había planes secretos y peligrosos.

Los discípulos fueron traídos repetidas veces ante las autoridades, pero su defensa era tan clara y sensata que los magistrados no se atrevían a condenarlos. No podían sino reconocer que las enseñanzas de Pablo y de Bernabé, si eran aceptadas, mejorarían la moral y el orden de la ciudad.

A causa de la oposición el mensaje de verdad ganó publicidad, y los esfuerzos de los judíos por impedir la obra solo resultaron en que más personas se sumaran a la nueva fe. “La gente de la ciudad estaba dividida: unos estaban de parte de los judíos, y otros de parte de los apóstoles”.

Tan furiosos estaban los judíos, que decidieron lograr sus fines por medio de la violencia. Incitando a la multitud ignorante y ruidosa, crearon un tumulto que atribuyeron a los discípulos. Decidieron que la turba debía apedrear a Pablo y Bernabé.

Los amigos de los apóstoles, aunque no eran creyentes, los exhortaron a que no se expusiesen innecesariamente a esta multitud, sino a que escaparan.

Pablo y Bernabé se fueron de Iconio en secreto, dejando que los creyentes siguieran el trabajo solos. Pero se proponían volver después de que todo el alboroto hubiese acabado.

En toda época y todo lugar, los mensajeros de Dios han enfrentado oposición por parte de quienes rechazan la luz. A menudo, por medio de la distorsión y la mentira, los enemigos del evangelio aparentemente han triunfado, cerrando puertas por las cuales los mensajeros de Dios podían tener acceso al pueblo. Pero estas puertas no pueden permanecer cerradas para siempre.

Agitación en Listra

Una vez fuera de Iconio, los apóstoles fueron a Listra y a Derbe, en Licaonia. En estos pueblos, mayormente paganos y supersticiosos, había algunas personas que estaban dispuestas a aceptar el evangelio y los apóstoles decidieron trabajar allí.

En Listra no había sinagoga, aunque había algunos judíos viviendo en esa ciudad. Muchos de los habitantes adoraban a Júpiter. Cuando Pablo y Bernabé explicaron las simples verdades del evangelio, muchos buscaron conectar estas doctrinas con la adoración a Júpiter.

Los apóstoles se esforzaron por impartir el conocimiento del Creador y de su Hijo. Primeramente dirigieron la atención a las obras de Dios: el sol, la luna, las estrellas, el orden de las estaciones, las imponentes montañas cubiertas de nieve, y otras diversas maravillas de la naturaleza que mostraban una habilidad que iba más allá de la comprensión humana. Por este medio, los apóstoles dirigieron las mentes de los paganos a contemplar al Gobernador del universo.

Cuando ya habían presentado estas verdades fundamentales con claridad, los apóstoles hablaron a los listrenses acerca del Hijo de Dios, que vino del cielo porque amaba a los hijos de los hombres. Hablaron de su vida, su rechazo, su juicio y crucifixión, su resurrección, y su ascensión al cielo para actuar como abogado del hombre.

Mientras Pablo contaba de la obra de Dios como sanador, vio a un lisiado que tenía la vista puesta en él y que creía en sus palabras. El corazón de Pablo fue movido a simpatía por el hombre afligido, en quien veía a uno con “fe para ser sanado”. Pablo le ordenó que se parara. El enfermo solo había podido estar sentado, pero obedeció inmediatamente y por primera vez en su vida se puso de pie. Con su fe vino la fuerza, “dio un salto y empezó a caminar”.

“Al ver lo que Pablo había hecho, la gente comenzó a gritar en el idioma de Licaonia: ‘¡Los dioses han tomado forma humana y han venido a visitarnos!’ ” Su tradición decía que los dioses ocasionalmente visitaban la Tierra.

Bernabé fue llamado Júpiter, padre de los dioses, por su apariencia venerable y digna, su suavidad y bondad. Creyeron que Pablo, activo y elocuente, era Mercurio, “porque era el que dirigía la palabra”.

Los listrenses insistieron en que el sacerdote de Júpiter honrara a los apóstoles, y él “llevó toros y guirnaldas a las puertas y, con toda la multitud, quería ofrecerle sacrificios”. Sin saber de estas preparaciones, Pablo y Bernabé habían ido a descansar. Pronto, sin embargo, les llamó la atención la música y el griterío de una gran multitud que había ido hacia donde ellos se estaban quedando.

Los apóstoles “se rasgaron las vestiduras y se lanzaron por entre la multitud”, con la esperanza de prevenir futuras manifestaciones. Con voz alta, que sobrepasaba el sonido de los gritos, Pablo dijo: “Señores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes. Las buenas nuevas que les anunciamos son que dejen estas cosas sin valor y se vuelvan al Dios viviente, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos”.

A pesar de los esfuerzos de Pablo por dirigir la mente de la gente hacia Dios como único objeto digno de adoración, estos hombres, que creían firmemente que los apóstoles eran realmente dioses, tenían un entusiasmo tan grande que a “duras penas evitaron que la multitud les ofreciera sacrificios”. Los listrenses habían visto regocijarse con perfecta salud y fuerza a un lisiado que nunca había podido caminar. El pueblo se rindió en su propósito solo después de muchas explicaciones cuidadosas de parte de Pablo y de Bernabé con referencia a su misión como representantes del Dios del cielo y de su Hijo, el gran Sanador.

Los judíos incitan a la multitud a apedrear a Pablo

Las labores de Pablo y de Bernabé fueron reprimidas repentinamente. “Llegaron de Antioquía y de Iconio unos judíos” que al enterarse del éxito de los apóstoles decidieron perseguirlos. Al llegar a Listra, estos judíos inspiraron al pueblo con la misma amargura que dominaba sus mentes. Los que recientemente habían considerado a Pablo y Bernabé como dioses, fueron convencidos de que en realidad los apóstoles merecían la muerte y se volvieron contra ellos con un entusiasmo parecido al que habían tenido al alabarlos.

Planeaban atacar a los apóstoles por la fuerza. Los judíos les encomendaron que no le permitieran hablar a Pablo, alegando que los hechizaría.

Los listrenses fueron poseídos por una furia satánica y, agarrando a Pablo, lo apedrearon. El apóstol pensó que había llegado su fin. El recuerdo del cruel rol que había jugado él mismo en el martirio de Esteban acudió vívidamente a su mente. Cubierto de golpes y desmayando de dolor, cayó al suelo y la turba enfurecida lo arrastró “fuera de la ciudad, creyendo que estaba muerto”.

En esta hora de prueba, los creyentes listrenses que se habían convertido a la fe de Jesús permanecieron leales y fieles. La cruel persecución por parte de sus enemigos confirmó la fe de estos hermanos devotos y ahora, al enfrentar el peligro, mostraron su lealtad reuniéndose alrededor de quien creían muerto.

En medio de sus lamentos, el apóstol se levantó repentinamente con alabanzas a Dios en sus labios. Este milagro inesperado pareció poner el sello del Cielo sobre su cambio de creencias y alabaron a Dios con fe renovada.

Entre los que se habían convertido en Listra, había uno que compartiría con el apóstol las pruebas y los gozos del servicio pionero en territorios difíciles: Timoteo. Este joven estaba entre los que se habían mantenido firmes al lado del cuerpo aparentemente sin vida de Pablo y lo habían visto levantarse, magullado y cubierto de sangre, pero con alabanzas en sus labios porque se le había permitido sufrir por Cristo.

Al día siguiente, los apóstoles se fueron de Derbe, donde muchos habían recibido al Salvador. Pero ni Pablo ni Bernabé estaban contentos con emprender la obra en otra parte sin confirmar la fe de los conversos en los lugares donde habían trabajado recientemente. Así que, sin miedo al peligro, “regresaron a Listra, a Iconio y a Antioquía, fortaleciendo a los discípulos y animándolos a perseverar en la fe”. Muchos habían aceptado el evangelio, y a estos querían los apóstoles establecer en la fe.

La instrucción y la organización son esenciales para el éxito

Los apóstoles se esforzaron por rodear a los nuevos conversos con la salvaguardia del orden del evangelio. Se organizaron iglesias en todos los lugares donde había creyentes. Se asignaron directores, y se estableció un orden y un sistema apropiados para el bienestar espiritual de los creyentes.

Pablo tuvo cuidado de seguir a lo largo de su ministerio el plan evangélico de unir a todos los creyentes en Cristo en un solo cuerpo. Aun cuando los creyentes eran pocos en número, al debido tiempo se los organizaba como iglesia y se les enseñaba a ayudarse unos a otros, recordando la promesa: “Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mat. 18:20).

Pablo sentía una carga cada vez mayor por el cuidado de estas iglesias. Sin importar el tamaño de las congregaciones, eran el objeto de su constante atención. Él cuidaba de las pequeñas iglesias con ternura para que los miembros fueran cabalmente confirmados en la verdad, y les enseñaba a realizar esfuerzos desinteresados por los que los rodeaban.

Pablo y Bernabé buscaban seguir el ejemplo de Cristo de sacrificio voluntario. Siempre despiertos e infatigables, no buscaban su bien personal, sino que con anhelante oración sembraban la semilla de la verdad y daban valiosísmas instrucciones a todos los que se decidían por el evangelio. Este fervor dejó una impresión duradera en las mentes de sus nuevos discípulos.

Cuando se convertían hombres capaces, como en el caso de Timoteo, Pablo y Bernabé buscaban mostrarles la necesidad de trabajar en la viña del Señor. Cuando los apóstoles se iban, la fe de estos hombres no disminuía, sino que aumentaba. Habían sido instruidos fielmente en cuanto a cómo trabajar abnegada y perseverantemente en favor de su prójimo. Este entrenamiento dedicado de los nuevos conversos fue un factor importante en el tremendo éxito que obtuvieron Pablo y Bernabé.

El primer viaje misionero estaba llegando a su fin. Encomendando las nuevas iglesias organizadas al Señor, los apóstoles “bajaron a Atalía” y de ahí “navegaron a Antioquía”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 19

El Espíritu Santo soluciona las dificultades

Este capítulo está basado en Hechos 15:1 al 35.

 

Al llegar a Antioquía, en Siria, Pablo y Bernabé reunieron a los creyentes e “informaron de todo lo que Dios había hecho por medio de ellos, y de cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles” (Hech. 14:27). La gran y creciente iglesia en Antioquía era un centro de actividad misionera y estaba compuesta por judíos y gentiles.

Mientras los apóstoles se unían con los miembros laicos para ganar a otras personas, ciertos creyentes judíos de Judea “que pertenecían a la secta de los fariseos” introdujeron con éxito una pregunta que produjo consternación en los creyentes gentiles. Estos maestros judaizantes declaraban que para ser salvos debían estar circuncidados y cumplir con la ley ceremonial.

Pablo y Bernabé se oponían a esta falsa doctrina, pero muchos de los creyentes judíos de Antioquía favorecieron la postura de los hermanos que habían llegado recientemente de Judea. Muchos de los judíos que se habían convertido a Cristo aún sentían que ya que Dios había detallado una vez la forma hebrea de culto, era improbable que autorizara cambios. Insistían en que las ceremonias judías debían ser incorporadas a la religión cristiana. Eran lentos para discernir que las ofrendas sacrificiales habían prefigurado la muerte del Hijo de Dios, en la cual el tipo se encontró con el antitipo, y que ellas ya no eran obligatorias.

Pablo había adquirido una concepción clara de la misión del Salvador como Redentor tanto de gentiles como de judíos, y había entendido la diferencia entre una fe viva y un formalismo muerto. A la luz del evangelio, las ceremonias confiadas a Israel ahora tenían un nuevo significado. Lo que habían anunciado ya había pasado, y los que vivían bajo la dispensación del evangelio habían sido liberados de su observancia. Sin embargo, Pablo aún guardaba la Ley inalterable de Dios de los Diez Mandamientos en espíritu y en letra.

La cuestión de la circuncisión generó gran discusión y pelea. Finalmente, los miembros de la iglesia decidieron enviar a Pablo y a Bernabé, con algunos hombres responsables, a Jerusalén para presentar el asunto ante los apóstoles y los ancianos. Las diferentes iglesias aceptarían la decisión final tomada por el concilio general.

El primer Concilio General de la iglesia

En Jerusalén, los delegados de Antioquía relataron el éxito que había tenido su ministerio entre los gentiles. Entonces presentaron un bosquejo claro de la confusión que se había generado cuando ciertos fariseos conversos declararon que los conversos gentiles debían circuncidarse y guardar la ley de Moisés.

Se debatió acaloradamente esta cuestión en la asamblea; además del problema de las carnes ofrecidas a los ídolos. Muchos conversos gentiles estaban viviendo en medio de gente supersticiosa que frecuentemente realizaba sacrificios y daba ofrendas a los ídolos. Los judíos temían que los conversos gentiles deshonraran el cristianismo al comprar lo que había sido ofrecido a los ídolos, sancionando de esa manera las costumbres idólatras.

Además, los gentiles estaban acostumbrados a comer la carne de animales estrangulados, pero Dios había instruido a los judíos que cuando las bestias eran matadas para el consumo, debían desangrarse. Dios había dado estas instrucciones para preservar su salud. Los judíos veían como algo pecaminoso usar la sangre como parte de su dieta. Los gentiles, por otro lado, acostumbraban recoger la sangre de la víctima del sacrificio y usarla en la preparación de la comida. Por lo tanto, si un judío y un gentil comían en la misma mesa, el primero estaría impresionado e indignado con el segundo.

Los gentiles, especialmente los griegos, eran licenciosos, y se corría el peligro de que algunos profesaran la fe sin renunciar a sus malas prácticas. Los judíos cristianos no podían tolerar la inmoralidad que los paganos ni siquiera consideraban criminal. Los judíos creían que, como prueba de sinceridad, los gentiles conversos debían adoptar la circuncisión y la observancia de la ley ceremonial. Esto evitaría, según ellos creían, que se sumaran a la iglesia personas que después traerían deshonra a la causa por su inmoralidad.

Los diversos puntos involucrados parecían presentar al concilio dificultades insuperables. “Después de una larga discusión, Pedro tomó la palabra: ‘Hermanos, ustedes saben que desde un principio Dios me escogió de entre ustedes para que por mi boca los gentiles oyeran el mensaje del evangelio y creyeran’ ”. Él consideraba que el Espíritu Santo ya había decidido el asunto en disputa al descender con poder sobre gentiles y judíos por igual. Relató su visión y su llamamiento a ir al centurión e instruirlo en la fe de Cristo. Este mensaje mostraba que Dios aceptaba a todos los que lo temían. Pedro refirió su asombro al presenciar cómo el Espíritu Santo se posesionaba de los gentiles y de los judíos. La luz y la gloria brillaron de igual forma en los rostros de los gentiles incircuncisos. Esta era la advertencia divina dada a Pedro para que no considerara inferiores a los otros, porque la sangre de Cristo podía limpiar toda impureza.

En una ocasión anterior, Pedro había relatado cómo el Espíritu Santo había sido derramado sobre los gentiles. Declaró: “Por tanto, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros al creer en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para pretender estorbar a Dios?” (Hech. 11:17). Ahora, con la misma fuerza, él dijo: “Dios, que conoce el corazón humano, mostró que los aceptaba dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros. Sin hacer distinción alguna entre nosotros y ellos, purificó sus corazones por la fe.

Entonces, ¿por qué tratan ahora de provocar a Dios poniendo sobre el cuello de esos discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos podido soportar?” Con este yugo no se refería a los Diez Mandamientos; Pedro se estaba refiriendo aquí a la ley de las ceremonias, que había perdido su vigencia por la crucifixión de Cristo.

“Toda la asamblea guardó silencio para escuchar a Bernabé y a Pablo, que les contaron las señales y prodigios que Dios había hecho por medio de ellos entre los gentiles”.

La dirección del Espíritu Santo en el Concilio

El Espíritu Santo vio que no era bueno imponer la ley ceremonial a los conversos gentiles, y la mente de los apóstoles estaba en comunión con la mente del Espíritu de Dios. Santiago presidía el Concilio, y su decisión fue: “Debemos dejar de ponerles trabas a los gentiles que se convierten a Dios”.

Esto puso fin a la discusión, y esto refuta la doctrina que sostiene que Pedro era cabeza de la iglesia. Los que han declarado ser sus sucesores no tienen fundamento bíblico para la demanda de que Pedro fue elevado por sobre sus hermanos como representante del Altísimo. Si los que se declaran sucesores de Pedro hubiesen seguido su ejemplo, siempre hubiesen permanecido en igualdad con sus hermanos.

Santiago intentó grabar en la mente de sus hermanos la idea de que los gentiles habían hecho un gran cambio en sus vidas y que no debían ser molestados con cuestiones de menor importancia, no fuera que se desanimaran al seguir a Cristo.

Los conversos gentiles, por su parte, debían abandonar las costumbres que eran incongruentes con el cristianismo. Debían abstenerse de carnes ofrecidas a los ídolos, de fornicación, de cosas estranguladas y de sangre. Debían guardar los Mandamientos y vivir vidas santas.

Judas y Silas fueron enviados con Pablo y Bernabé para declarar a los gentiles por testimonio de sus propias bocas la decisión del Concilio. El mensaje que debía poner fin a toda la controversia venía de la voz de la autoridad más elevada en la Tierra.

El concilio que decidió este caso estaba compuesto por apóstoles y maestros prominentes en la educación de las iglesias cristianas judíás y gentiles, con delegados de varios lugares. Las iglesias más influyentes estaban representadas. El Concilio procedió con la dignidad de una iglesia establecida por voluntad divina. Como resultado de sus deliberaciones, todos vieron que Dios mismo había respondido a la pregunta en cuestión al derramar el Espíritu Santo sobre los gentiles. Era responsabilidad de ellos seguir la dirección del Espíritu.

No fue llamado a votar el cuerpo entero de cristianos. Los “apóstoles y ancianos” redactaron y promulgaron el decreto que desde ese momento fue generalmente aceptado por las iglesias. Sin embargo, no todos estaban satisfechos. Un bando de hermanos insistió en murmurar y encontrar fallas, buscando derribar la obra de los hombres que Dios había ordenado para anunciar el evangelio. La iglesia se enfrentará a tales obstáculos hasta el fin de los tiempos.

Problemas en Jerusalén

Jerusalén era la capital del exclusivismo y la intolerancia. Cuando los judíos cristianos que vivían cerca del Templo vieron que la iglesia cristiana se alejaba de las ceremonias del judaísmo, y cuando percibieron que por la nueva fe las costumbres judías pronto serían perdidas de vista, muchos se indignaron con Pablo. Ni siquiera los discípulos estaban del todo preparados para aceptar voluntariamente la decisión del Concilio. Algunos, celosos de la ley ceremonial, miraban a Pablo con desagrado. Pensaban que sus principios en relación con la ley judía eran flojos.

Las decisiones de gran alcance del Concilio General infundieron confianza en los creyentes gentiles, y la causa de Dios prosperó. En Antioquía, Judas y Silas “hablaron extensamente para animarlos y fortalecerlos”.

Más tarde, cuando Pedro visitó Antioquía se ganó la confianza de muchos gracias a su conducta prudente hacia los conversos gentiles. De acuerdo con la luz recibida del Cielo, se sentó a la mesa con ellos. Pero cuando algunos judíos, celosos de la ley ceremonial, vinieron desde Jerusalén, Pedro cambió su actitud de manera imprudente. Hubo judíos que “se unieron a Pedro en su hipocresía, y hasta el mismo Bernabé se dejó arrastrar por esa conducta hipócrita” (Gál. 2:13). Esta debilidad de parte de aquellos que habían sido amados y respetados como dirigentes dejó una dolorosa impresión en los creyentes gentiles. La iglesia estaba amenazada por la división. Pero Pablo, que vio la influencia subversiva del mal que había causado la conducta ambigua de Pedro, lo reprendió abiertamente. En presencia de la iglesia,

Pablo le preguntó a Pedro: “Si tú, que eres judío, vives como si no lo fueras, ¿por qué obligas a los gentiles a practicar el judaísmo?” (2:14).

Pedro vio su error, e inmediatamente se puso a reparar el mal que había hecho, en la medida que pudo. Dios permitió que Pedro revelara esta debilidad para que viera que no había nada en él de lo que pudiera enorgullecerse. Aun los mejores hombres, si sucumben al yo, se equivocarán. Dios también vio que más adelante algunos darían a Pedro y a sus pretendidos sucesores atribuciones exaltadas que pertenecen únicamente a Dios. Este registro de la debilidad de Pedro era prueba de su falibilidad y falta de superioridad sobre los otros apóstoles.

Cuanto mayores son las responsabilidades encomendadas al agente humano y mayores las oportunidades para ejercer dominio y control, mayor daño puede hacer si no sigue cuidadosamente el camino del Señor y trabaja en armonía con las decisiones que vienen del cuerpo general de creyentes en consejo unánime.

Después de la caída y la restauración de Pedro, de su vínculo íntimo con Cristo, de todo el conocimiento e influencia que había obtenido al enseñar la Palabra, ¿no es extraño que buscara disimular y evadir los principios del evangelio a fin de ganar estima? Que Dios dé a cada hombre comprensión de su impotencia, de su incapacidad para guiar su propia embarcación sana y salva al puerto.

A menudo Pablo se veía obligado a estar solo. No se atrevía a ceder en nada que comprometiera los principios. A veces, la carga era pesada. Las tradiciones de los hombres no debían ocupar el lugar de la verdad revelada.

Se dio cuenta de que la iglesia no debe nunca caer bajo el control del poder humano.

Pablo había recibido el evangelio directamente del Cielo y se mantenía en conexión vital con los agentes celestiales. Había sido instruido por Dios en cuanto a la imposición de cargas innecesarias sobre los cristianos gentiles. Por lo tanto, conocía la actitud del Espíritu concerniente a esta enseñanza y adoptó una postura inamovible y firme que trajo a las iglesias libertad de los ritos judaicos.

Pese al hecho de que Pablo había sido instruido personalmente por Dios, siempre estaba listo para reconocer la autoridad otorgada al cuerpo de creyentes unidos en el compañerismo de la iglesia. Cuando surgían asuntos de importancia, estaba feliz de unirse con sus hermanos para buscar a Dios a fin de obtener sabiduría y tomar decisiones acertadas. “Dios no es un Dios de desorden, sino de paz. Como es costumbre en las congregaciones de los creyentes” (1 Cor. 14:33). Todos los que están unidos como miembros de iglesia deben estar “sumisos unos a otros” (1 Ped. 5:5, RVR). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 20

El secreto de Pablo: exaltar la cruz

Este capítulo está basado en Hechos 15:36 al 41; 16:1 al 6

 

Después de pasar algún tiempo en Antioquía, Pablo le propuso a su colaborador Bernabé: “Volvamos a visitar a los creyentes en todas las ciudades en donde hemos anunciado la palabra del Señor, y veamos cómo están”.

Tanto Pablo como Bernabé mostraban un tierno cuidado por quienes habían aceptado el evangelio bajo su ministerio, y anhelaban verlos una vez más.

Aun cuando estaba alejado del escenario de su primera labor, Pablo intentaba ayudar a estos conversos a fortalecerse en la fe y a ser incondicionales en su consagración a Dios.

Bernabé estaba listo para ir, pero quería llevar a Marcos con ellos. Pablo se opuso. “No le pareció prudente llevarlo” a él, quien los había abandonado en su primer viaje misionero para volver a la seguridad y comodidad de su hogar. Insistió en que alguien con tan poca resistencia no era apto para un trabajo que requería abnegación, valentía, fe y disposición a sacrificarse a sí mismo. Tan fuerte fue la discusión que “Bernabé se llevó a Marcos y se embarcó rumbo a Chipre, mientras que Pablo escogió a Silas”.

Pablo y Silas llegaron a Derbe y Listra. En Listra Pablo había sido apedreado, pero aun así estaba ansioso por ver cómo los que habían aceptado el evangelio estaban soportando las pruebas. No se decepcionó, porque los creyentes listrenses habían permanecido firmes frente a violenta oposición.

Allí Pablo se encontró nuevamente con Timoteo, que estaba convencido de que era su deber entregarse por completo a la obra del ministerio y anhelaba compartir las labores del apóstol. Silas, el compañero de Pablo, era un trabajador probado, dotado del espíritu de profecía, pero la obra era tan grande que se necesitaban más trabajadores. En Timoteo Pablo veía a alguien que comprendía la santidad de la obra y que no se horrorizaba ante la perspectiva de la persecución. Sin embargo, el apóstol no se atrevió a tomar a Timoteo, un joven inexperto, sin asegurarse de su carácter y vida pasada.

Las dos mujeres que entrenaron a un hombre de Dios

Desde la niñez, Timoteo había conocido las Escrituras. La fe de su madre y su abuela era un recordatorio constante de la bendición que viene al hacer la voluntad de Dios. Las lecciones que él había recibido de ellas lo mantuvieron puro en su hablar y limpio de las influencias del maligno que lo rodeaban.

Así habían cooperado sus instructoras con Dios en prepararlo para llevar responsabilidades.

Pablo vio que Timoteo era firme, y lo eligió como acompañante en sus tareas y viajes. Las que habían enseñado a Timoteo en la niñez fueron recompensadas al verlo vinculado con el gran apóstol. Timoteo era solo un joven, pero era apto para ocupar el lugar como ayudante de Pablo. A pesar de su corta edad, asumió sus responsabilidades con mansedumbre cristiana.

Pablo aconsejó prudentemente a Timoteo que se circuncidase, para eliminar de las mentes de los judíos lo que podría ser una objeción contra el ministerio de Timoteo. Si se llegaba a saber que uno de sus colaboradores era incircunciso, su obra podía llegar a ser obstaculizada por el prejuicio y el fanatismo. Él deseaba llevar tanto a sus hermanos judíos como a los gentiles el conocimiento del evangelio, y quería quitar cualquier pretexto de oposición. Y aunque concedió este favor al prejuicio judío, creía y enseñaba que la circuncisión o la incircuncisión no eran nada, y que el evangelio de Cristo lo era todo.

Pablo amaba a Timoteo, su “verdadero hijo en la fe” (1 Tim. 1:2). Mientras viabajan, él le enseñó cuidadosamente cómo trabajar con éxito, para ahondar la impresión ya grabada en su mente respecto de la naturaleza sagrada de la obra del ministerio del evangelio.

Constantemente Timoteo buscaba el consejo y la instrucción de Pablo. Era calmo y reflexivo, y se cuestionaba a cada paso: “¿Este es el camino del Señor?” El Espíritu Santo encontró en él a uno que podía ser moldeado y formado como un templo donde la divina presencia habitase.

Timoteo no tenía talentos especialmente brillantes, pero su conocimiento experimental de la piedad le daba influencia. Los que trabajan por las personas deben poner todas sus energías en la obra, deben aferrarse firmemente de Dios y recibir diariamente gracia y poder.

Antes de entrar en un nuevo territorio, Pablo y sus acompañantes visitaron las iglesias en Pisidia y en las regiones de los alrededores. “Al pasar por las ciudades, entregaban los acuerdos tomados por los apóstoles y los ancianos de Jerusalén, para que los pusieran en práctica. Y así las iglesias se fortalecían en la fe y crecían en número día tras día”.

El apóstol Pablo sentía una profunda responsabilidad por aquellos que se convertían por sus labores. Sabía que la predicación por sí sola no sería suficiente a fin de educar a los creyentes para que proclamaran la palabra de vida. Sabía que línea sobre línea, un poquito aquí y otro poquito allá, ellos debían ser enseñados a avanzar en la obra de Cristo.

Cuando alguien se niega a usar los poderes que Dios le ha dado, estos poderes decaen. La verdad que no se vive, que no se imparte, pierde su poder dador de vida, su virtud sanadora. El conocimiento de Pablo, su elocuencia, sus milagros, todo hubiese sido inútil si por la infidelidad en su obra aquellos por los que había trabajado caían fuera de la gracia de Dios. Así que, rogaba a los que habían aceptado a Cristo que sean “intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada [...], manteniendo en alto la palabra de vida” (Fil. 2:15, 16).

Todo verdadero ministro siente una pesada responsabilidad por los creyentes confiados a su cuidado, para que sean colaboradores con Dios. De su tarea depende en gran medida el bienestar de la iglesia. El ministro busca con fervor inspirar a los creyentes a ganar personas, recordando que cada persona que se suma a la iglesia debiera ser un agente más para llevar a cabo el plan de redención.

La Cruz y la justicia por la fe

Después de visitar las iglesias en Pisidia, Pablo y Silas, junto con Timoteo, entraron en Frigia y Galacia, donde proclamaron las buenas nuevas. Los gálatas eran idólatras, pero se regocijaron en el mensaje que prometía libertad de la esclavitud del pecado. Pablo y sus acompañantes proclamaban la doctrina de la justicia por la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo. Al considerar la condición impotente de la raza caída, Cristo vino a redimir a hombres y mujeres mediante una vida de obediencia a la Ley de Dios y pagando el castigo de la desobediencia. A la luz de la Cruz, muchos comenzaron a comprender la grandeza del amor del Padre. “Por la fe con que aceptaron el mensaje” recibieron el Espíritu de Dios y se convirtieron en “hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús” (Gál. 3:2, 26).

Pablo vivió entre los gálatas de forma tal que más tarde pudo decir: “Les ruego que vivan como yo” (4:12, NTV). Se le permitió sobreponerse a las enfermedades corporales y presentar a Jesús como la única esperanza para el pecador. Los que lo oían sabían que había estado con Jesús. Fue capaz de derribar las fortalezas de Satanás. Los corazones eran quebrantados por su presentación del amor de Dios revelado en el sacrificio de su Hijo unigénito.

A lo largo de su ministerio entre los gentiles, el apóstol mantuvo ante ellos la cruz del Calvario. Los mensajeros consagrados que llevaron las buenas nuevas de salvación al mundo moribundo no permitieron que ninguna exaltación propia estropeara su presentación de Cristo y su crucifixión. No codiciaban ni la autoridad ni la preeminencia. Escondiéndose en el Salvador, exaltaban el gran plan de salvación, y la vida de Cristo, el autor y consumador de ese plan. Cristo, el mismo ayer, hoy y por siempre, era la nota tónica de su enseñanza.

Si los que hoy enseñan la Palabra de Dios elevaran más la Cruz de Cristo, su ministerio sería muchísimo más exitoso. La muerte de Cristo prueba el amor de Dios por el hombre. Es nuestra garantía de salvación. Quitarle la cruz al cristiano sería como borrar el sol del cielo. La Cruz nos acerca a Dios, nos reconcilia con él.

Desde la cruz brilla la luz del amor del Salvador, y cuando el pecador mira al que murió para salvarlo, puede regocijarse porque sus pecados son perdonados. Al arrodillarse por fe al pie de la cruz, alcanza el lugar más elevado que el hombre pueda alcanzar.

¿Acaso nos sorprende que Pablo haya exclamado: “En cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo”? (6:14) Es también nuestro privilegio gloriarnos en la cruz.

Entonces, con la luz que fluye del Calvario brillando en nuestros rostros, podremos avanzar para revelar esta luz a los que están en tinieblas. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 21

Los ángeles abren una prisión filipense

Este capítulo está basado en Hechos 16:7 al 40.

 

Había llegado la hora de que el evangelio fuese proclamado en Europa. En Troas, “durante la noche, Pablo tuvo una visión en la que un hombre de Macedonia, puesto de pie, le rogaba: ‘Pasa a Macedonia y ayúdanos’ ”.

El llamado era imperativo. “Después de que Pablo tuvo la visión”, declara Lucas, que acompañó a Pablo, Silas y Timoteo a Europa, “en seguida nos preparamos para partir hacia Macedonia, convencidos de que Dios nos había llamado a anunciar el evangelio a los macedonios. Zarpando [...], navegamos [...] a Filipos”.

“El sábado”, continúa Lucas, “salimos a las afueras de la ciudad, y fuimos por la orilla del río, donde esperábamos encontrar un lugar de oración. Nos sentamos y nos pusimos a conversar con las mujeres que se habían reunido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, adoraba a Dios. Era de la ciudad de Tiatira y vendía telas de púrpura. Mientras escuchaba, el Señor le abrió el corazón”. Lidia y su familia recibieron la verdad con alegría y fueron bautizados.

Mientras los mensajeros de la cruz continuaban con su labor, una mujer los siguió, gritando: “ ‘Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y les anuncian a ustedes el camino de salvación’. Así continuó durante muchos días”. Esta mujer era un agente especial de Satanás que había dado muchas ganancias a sus amos por medio de la adivinación. Satanás sabía que su reino estaba siendo invadido, y esperaba mezclar su sofistería con las verdades enseñadas por quienes proclamaban el evangelio. Las palabras de recomendación pronunciadas por esta mujer eran una ofensa a la causa de la verdad, traían deshonra al evangelio, y por ellas muchos fueron llevados a creer que los apóstoles actuaban movidos por el mismo espíritu que esta emisaria de Satanás.

Durante algún tiempo los apóstoles soportaron esto. Luego Pablo ordenó al espíritu maligno que abandonara a la mujer. Su silencio inmediato dio testimonio de que el demonio reconocía que los apóstoles eran siervos de Dios. Una vez liberada del mal espíritu y restaurada a su sano juicio, la mujer escogió seguir a Cristo. Entonces sus amos se alarmaron. Se les terminó toda esperanza de recibir dinero por sus adivinaciones, y vieron que sus ingresos pronto desaparecerían por completo si a los apóstoles se les permitía continuar su labor.

Muchos otros en la ciudad estaban interesados en ganar dinero por medio de engaños satánicos, y llevaron a los siervos de Dios ante los magistrados y dijeron: “Estos hombres son judíos, y están alborotando a nuestra ciudad, enseñando costumbres que a los romanos se nos prohíbe admitir o practicar”.

Una multitud frenética

El espíritu exaltado de la turba prevaleció, y las autoridades sancionaron esta actitud ordenando que los apóstoles fuesen azotados. “Los echaron en la cárcel, y ordenaron al carcelero que los custodiara con la mayor seguridad. Al recibir tal orden, este los metió en el calabozo interior y les sujetó los pies en el cepo”.

Los apóstoles sufrieron extrema tortura, pero no murmuraron. En cambio, en la oscuridad del calabozo, se animaron el uno al otro y cantaron alabanzas a Dios. Sus corazones fueron alentados por el profundo amor a su Redentor. Pablo pensó en la persecución que había hecho sufrir a los discípulos de Cristo y se regocijó porque su corazón había sido abierto para sentir el poder de las verdades gloriosas que una vez había despreciado.

Con asombro, los demás prisioneros oyeron el sonido de las oraciones y los cantos desde dentro de la prisión. Habían estado acostumbrados a oír gritos, gemidos y maldiciones, pero nunca palabras de oración y alabanza en la oscura celda. Los guardias y los prisioneros estaban maravillados. ¿Quiénes eran estos hombres, que aun sufriendo frío, hambre y tortura, podían, sin embargo, regocijarse?

Mientras volvían a sus casas, los magistrados oyeron más detalles acerca de los hombres que habían condenado a los azotes y a la cárcel. Vieron que la mujer que había sido librada de la influencia satánica mostraba un gran cambio en su semblante y apariencia. Ahora era tranquila y pacífica. Estaban indignados consigo mismos, y decidieron que en la mañana darían la orden de que los apóstoles fueran liberados en privado y escoltados fuera de la ciudad, lejos del peligro de la turba.

Pero mientras los hombres eran crueles y vengativos, o criminalmente negligentes en cuanto a sus solemnes responsabilidades, Dios no había olvidado a sus siervos, que sufrían por causa de Cristo. Fueron enviados ángeles a la prisión. A su paso, la tierra tembló. Las puertas de la prisión, fuertemente aseguradas, se abrieron. Las cadenas y los grillos cayeron de los presos y una luz brillante inundó la prisión.

El carcelero había oído las oraciones y los cantos de los apóstoles encarcelados. Había visto sus heridas inflamadas y sangrientas, y él mismo había ajustado los cepos en sus pies. Había esperado oír gemidos amargos y maldiciones, pero en cambio oyó cantos de gozo. Se había dormido con estos sonidos en sus oídos.

Se despertó por el terremoto y el temblor de las paredes de la prisión. Alarmado, vio que las puertas de la cárcel estaban abiertas, y el temor a que los presos hubiesen escapado se apoderó de él. La noche anterior se le había confiado el cuidado de Pablo y de Silas, y estaba seguro de que el castigo de su aparente infidelidad sería la muerte. Era mejor quitarse la vida que someterse a una ejecución vergonzosa.

Estaba a punto de suicidarse, cuando oyó la voz de Pablo: “¡No te hagas ningún daño! ¡Todos estamos aquí!” Todos estaban en sus lugares, refrenados por el poder de Dios. Los apóstoles no se habían resentido por el tratamiento severo que el carcelero les había aplicado. Llenos del amor del Salvador, no tenían lugar para la malicia.

Un carcelero cruel se convierte

El carcelero, pidiendo luz, se apresuró a entrar en el calabozo. ¿De qué naturaleza eran estos hombres, que pagaban la crueldad con bondad?

Lanzándose ante los apóstoles, suplicó su perdón. Entonces, trayéndolos hacia el patio abierto, les preguntó: “Señores, ¿qué tengo que hacer para ser salvo?”

Todas las cosas parecían insignificantes en comparación con su deseo de poseer la tranquilidad y el ánimo manifestado por aquellos apóstoles que habían estado bajo el sufrimiento. Vio en sus rostros la luz del Cielo, y con fuerza especial vinieron a su mente las palabras de la mujer: “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y les anuncian a ustedes el camino de salvación”. Pidió a los discípulos que le mostrasen el camino de vida.

“Cree en el Señor Jesús; así tú y tu familia serán salvos”, contestaron los apóstoles. Y “les expusieron la palabra de Dios a él y a todos los demás que estaban en su casa”. Entonces el carcelero lavó las heridas de los apóstoles y los atendió, y luego fue bautizado por ellos, con toda su casa. Las mentes de los presos fueron abiertas a escuchar a los apóstoles. El Dios a quien estos hombres servían los había librado milagrosamente de las cadenas.

Las autoridades se disculpan

Los ciudadanos de Filipos habían quedado aterrorizados por el terremoto y al amanecer, cuando los oficiales de la cárcel les dijeron a los magistrados lo que había ocurrido durante la noche, estos enviaron guardias a que liberaran a los apóstoles. Pero Pablo declaró: “¿Cómo? A nosotros, que somos ciudadanos romanos, que nos han azotado públicamente y sin proceso alguno, y nos han echado en la cárcel, ¿ahora quieren expulsarnos a escondidas? ¡Nada de eso! Que vengan ellos personalmente a escoltarnos hasta la salida”.

A no ser por un crimen evidente, era ilegal azotar a un romano o privarlo de la libertad sin un juicio. Pablo y Silas, encarcelados públicamente, se negaron a ser liberados en privado, sin la debida explicación por parte de los magistrados.

Las autoridades estaban alarmadas. ¿Acaso los apóstoles se quejarían ante el emperador? Fueron inmediatamente hacia la prisión, se disculparon con Pablo y Silas y personalmente los sacaron de la cárcel y les rogaron que se fueran de la ciudad. Temían la influencia de los apóstoles sobre el pueblo. Y temían al Poder que había intervenido en su favor.

Los apóstoles no impondrían su presencia donde no fuera deseada. “Al salir de la cárcel, Pablo y Silas se dirigieron a la casa de Lidia, donde se vieron con los hermanos y los animaron. Después se fueron”.

Habían enfrentado oposición y persecución en Filipos, pero la conversión del carcelero y su familia compensó grandemente la desgracia y el sufrimiento que habían soportado. Las noticias de su encarcelamiento injusto y su liberación milagrosa se hicieron conocidas en toda la región, y llevaron la obra de los apóstoles a un gran número de personas que de otra forma no hubieran sido alcanzadas.

El ejemplo de Pablo se convierte en una influencia duradera

Las labores de Pablo en Filipos dieron como resultado una iglesia cuya membresía aumentaba constantemente. La disposición de Pablo a sufrir por Cristo ejerció una influencia duradera en los conversos. Se entregaron a sí mismos con devoción incondicional a la causa de su Redentor. Tal era su firmeza en la fe que Pablo declaró: “Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de ustedes. En todas mis oraciones por todos ustedes, siempre oro con alegría, porque han participado en el evangelio desde el primer día hasta ahora” (Fil. 1:3-5).

La batalla entre las fuerzas del bien y del mal es terrible. “Porque nuestra lucha no es contra seres humanos”, declara Pablo, “sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efe. 6:12). Hasta el fin del tiempo habrá conflicto entre la iglesia y las personas que están bajo el control de los ángeles del mal.

Los primeros cristianos a menudo fueron llamados a enfrentarse cara a cara con los poderes de las tinieblas. En el presente, mientras el fin de las cosas terrenales se aproxima con rapidez, Satanás realiza desesperados esfuerzos por entrampar al mundo, y está inventando muchos planes para ocupar las mentes y distraer la atención de las verdades esenciales para la salvación. En cada ciudad, sus agentes están ocupados en organizar a los que se oponen a la Ley de Dios. El archiengañador está trabajando para introducir elementos de confusión y rebelión.

La maldad está llegando a niveles nunca alcanzados, y aun así muchos ministros del evangelio están clamando: “Paz y seguridad”. Pero vestidos de la armadura celestial, los fieles mensajeros de Dios avanzarán sin temor y victoriosamente, sin cejar en su lucha hasta que cada persona dentro de su alcance haya recibido el mensaje de la verdad para este tiempo. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 22

Un reavivamiento y un motín en Tesalónica

Este capítulo está basado en Hechos 17:1 al 10.

 

Luego de dejar Filipos, Pablo y Silas se dirigieron hacia Tesalónica. Allí hablaron a grandes congregaciones en la sinagoga judía. Su apariencia daba evidencia del trato vergonzoso que habían recibido y demandaba una explicación. Sin exaltarse a sí mismos, magnificaron a quien les había traído su liberación.

Al predicar, Pablo apeló a las profecías del Antiguo Testamento que predecían el nacimiento, los sufrimientos, la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo. Probó con claridad la identidad de Jesús de Nazaret como el Mesías, y mostró que era la voz de Cristo la que había estado hablando por medio de los patriarcas y los profetas:

1.   La sentencia pronunciada sobre Satanás: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (Gén. 3:15), fue para nuestros primeros padres una promesa de la redención por medio de Cristo.

2.   A Abraham le fue dada la promesa de que un Salvador vendría: “Todas las naciones del mundo serán bendecidas por medio de tu descendencia” (Gál. 22:18). “ ‘Y a tu descendencia’ [...]”, dijo, “que es Cristo” (3:16).

3.   Moisés profetizó del Mesías que vendría: “El Señor tu Dios levantará de entre tus hermanos un profeta como yo. A él sí lo escucharás” (Deut. 18:15).

4.   El Mesías sería de linaje real, porque Jacob dijo: “El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey, quien merece la obediencia de los pueblos” (Gén. 49:10).

5.   Isaías profetizó: “Del tronco de Isaí brotará un retoño; un vástago nacerá de sus raíces” (Isa. 11:1).

6.   Jeremías también dio testimonio del Redentor que vendría: “Vienen días, afirma el Señor, en que de la simiente de David haré surgir un vástago justo; él reinará con sabiduría en el país, y practicará el derecho y la justicia. En esos días Judá será salvada, Israel morará seguro. Y este es el nombre que se le dará: ‘El Señor es nuestra salvación’ ” (Jer. 23:5, 6).

7.   Incluso el lugar de nacimiento del Mesías fue predicho: “Pero de ti, Belén Efrata, pequeña entre los clanes de Judá, saldrá el que gobernará a Israel; sus orígenes se remontan hasta la antigüedad, hasta tiempos inmemoriales” (Miq. 5:2).

8.   La obra que el Salvador realizaría estaba detallada con claridad: “Anunciar buenas nuevas a los pobres [...] sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros, a pregonar el año del favor del Señor y el día de la venganza de nuestro Dios, a consolar a todos los que están de duelo” (Isa. 61:1, 2).

“Este es mi siervo, a quien sostengo, mi escogido, en quien me deleito; sobre él he puesto mi Espíritu, y llevará justicia a las naciones. [...] No vacilará ni se desanimará hasta implantar la justicia en la tierra” (Isa. 42:1, 4).

9.   Con poder convincente Pablo explicó, basado en las Escrituras, que “era necesario que el Mesías padeciera y resucitara”. El Prometido, por medio de Isaías, había profetizado de sí mismo: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que me arrancaban la barba; ante las burlas y los escupitajos no escondí mi rostro” (Isa. 50:6). Mediante el salmista, Cristo había anunciado la forma en que los hombres lo recibirían: “Pero [...] la gente se burla de mí, el pueblo me desprecia. Cuantos me ven, se ríen de mí; lanzan insultos, meneando la cabeza: ‘Este confía en el Señor, ¡pues que el Señor lo ponga a salvo! Ya que en él se deleita, ¡que sea él quien lo libre!’ ” “Puedo contar todos mis huesos; con satisfacción perversa la gente se detiene a mirarme. Se reparten entre ellos mis vestidos y sobre mi ropa echan suertes” (Sal. 22:6-8, 17, 18).

10.   Las profecías de Isaías acerca de los sufrimientos y la muerte de Cristo eran inequívocamente claras: “¿Quién ha creído a nuestro mensaje y a quién se le ha revelado el poder del Señor? [...] No había en él belleza [...] y nada en su apariencia lo hacía deseable. Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento. Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos. [...] Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; [...] nadie se preocupó” de que haya sido “golpeado por la transgresión de mi pueblo” (Isa. 53:1-8).

11.   Hasta la forma de su muerte había sido revelada. Así como la serpiente de bronce había sido levantada en el desierto, así el Redentor debía ser “levantado” (Juan 3:14). “Y, si alguien le pregunta: ‘¿Por qué tienes esas heridas en las manos?’, él responderá: ‘Son las heridas que me hicieron en casa de mis amigos’ ” (Zac. 13:6).

12.   Pero aquel que sufriría la muerte a manos de hombres malvados se levantaría nuevamente como triunfador: “Todo mi ser se llena de confianza. No dejarás que mi vida termine en el sepulcro; no permitirás que sufra corrupción tu siervo fiel” (Sal. 16:9, 10).

13.   Pablo mostró cuán cercanamente había unido Dios el servicio sacrificial con las profecías relacionadas a quien “como cordero fue llevado al matadero”. El Mesías daría su vida “en expiación”. Isaías había testificado que el Cordero de Dios “derramó su vida hasta la muerte, y [...] cargó con el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores” (Isa. 53:7, 10, 12).

De esta forma, el Salvador no vendría como rey temporal a liberar a la nación judía de opresores terrenales, sino a vivir una vida de pobreza y humildad, y al final sería despreciado, rechazado y asesinado. El Salvador se ofrecería a sí mismo como sacrificio en favor de la raza caída, cumpliendo cada requisito de la Ley que había sido quebrantada. En él, los tipos sacrificiales encontrarían su antitipo, y su muerte en la cruz daría significado a toda la economía judía.

Pablo relata la historia de su conversión

Pablo relató a los judíos tesalonicenses su maravillosa experiencia en la puerta de Damasco. Antes de su conversión, su fe no había estado anclada en Cristo; había confiado en formas y ceremonias. Mientras hacía alarde de ser intachable en su accionar en cuanto a los hechos de la ley, había rechazado al que daba valor a la ley.

Pero al convertirse todo había cambiado. El perseguidor vio a Jesús como Hijo de Dios, en quien se habían cumplido todas las especificaciones de las Sagradas Escrituras.

A medida que Pablo predicaba valientemente el evangelio en Tesalónica, se derramaba un raudal de luz sobre el verdadero significado del servicio del Tabernáculo. Él dirigía las mentes de sus oyentes más allá del ministerio de Cristo en el Santuario celestial, al momento cuando vendría en poder y gran gloria para establecer su Reino. Pablo creía en la Segunda Venida. Presentó las verdades concernientes a este evento con tanta claridad que en la mente de muchos esto dejó una honda impresión, que nunca se borraría.

Durante tres sábados sucesivos Pablo predicó, basado en las Escrituras, acerca del “Cordero que fue sacrificado desde la creación del mundo” (Apoc. 13:8). Exaltó a Cristo. Si se lo entiende debidamente, su ministerio es la llave que abre las Escrituras del Antiguo Testamento y da acceso a sus ricos tesoros.

Con esto se captó la atención de grandes multitudes. “Algunos de los judíos se convencieron y se unieron a Pablo y a Silas, como también lo hicieron un buen número de mujeres prominentes y muchos griegos que adoraban a Dios”.

Pero así como había sucedido en otros lugares a los que fueron, los apóstoles se enfrentaron a la oposición. Al unirse con “unos maleantes callejeros, con los que armaron una turba”, los judíos “empezaron a alborotar la ciudad” con éxito. “Asaltaron la casa de Jasón”, pero no pudieron encontrar ni a Pablo ni a Silas. En su rabiosa decepción, los de la turba “arrastraron a Jasón y a algunos otros hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: ‘¡Estos que han trastornado el mundo entero han venido también acá, y Jasón los ha recibido en su casa! Todos ellos actúan en contra de los decretos del emperador, afirmando que hay otro rey, uno que se llama Jesús’ ”.

Los magistrados encadenaron a los creyentes acusados para mantener la paz. Temiendo que se desatara mayor violencia, “tan pronto como se hizo de noche, los hermanos enviaron a Pablo y a Silas a Berea”.

A veces, los que enseñan verdades poco populares se encuentran con una recepción no más favorable que la que encontraron Pablo y sus colaboradores, aun de parte de quienes dicen ser cristianos. Pero los mensajeros de la cruz deben avanzar con fe y valentía en el nombre de Jesús. Deben exaltar a Cristo como el Mediador del hombre en el Santuario celestial, en quien los transgresores de la Ley de Dios pueden encontrar paz y perdón. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 23

Pablo predica en Berea y Atenas

Este capítulo está basado en Hechos 17:11 al 34.

 

En Berea, Pablo encontró judíos que estaban dispuestos a investigar la verdad. “Estos eran de sentimientos más nobles que los de Tesalónica, de modo que recibieron el mensaje con toda avidez y todos los días examinaban las Escrituras para ver si era verdad lo que se les anunciaba. Muchos de los judíos creyeron, y también un buen número de griegos, incluso mujeres distinguidas y no pocos hombres”.

Los bereanos estudiaban la Biblia no por curiosidad, sino para aprender lo que había sido escrito concerniente al Mesías prometido. Al comparar diariamente escritura con escritura, los ángeles celestiales iluminaron sus mentes.

Si las personas a quienes les son proclamadas las verdades probatorias siguieran el ejemplo de los bereanos, hoy habría un número mayor de personas leales a la Ley de Dios. Pero cuando se presentan verdades bíblicas impopulares, muchos manifiestan reticencia a estudiar las evidencias que se presentan. Algunos arguyen que aunque estas doctrinas sean ciertas, importa poco si ellos aceptan nueva luz o no. De esta forma se separan del cielo. Los que buscan con sinceridad la verdad harán una investigación cuidadosa, a la luz de la Palabra de Dios, de las doctrinas que se les presentan.

Los judíos incrédulos de Tesalónica, llenos de odio, siguieron a los apóstoles a Berea y despertaron las pasiones excitadas de la clase baja para que se les opusieran. Por temor a la violencia, los hermanos enviaron a Pablo a Atenas, acompañado de algunos bereanos que habían aceptado recientemente la fe. Los enemigos de Cristo no pudieron evitar el avance del evangelio, pero hicieron que la obra de los discípulos fuese extremadamente difícil. De todas formas, Pablo avanzó fielmente.

Al llegar a Atenas, envió de regreso a sus hermanos bereanos con el mensaje a Silas y Timoteo de que se le unieran inmediatamente. Timoteo había ido a Berea antes que Pablo se fuera, y se había quedado con Silas para instruir a los nuevos conversos.

La gran ciudad del paganismo

Atenas era la metrópoli del paganismo. Allí, Pablo se encontró con gente famosa por su inteligencia y cultura, no con ignorantes y crédulos. Por todos lados había estatuas y héroes deificados a la vista, mientras la magnífica arquitectura y las pinturas representaban la gloria nacional y la adoración a las deidades paganas. Los sentidos de las personas eran seducidos por el esplendor del arte. Por todos lados los santuarios y los templos, de invaluable costo, levantaban sus grandes formas. Las esculturas y los templos conmemoraban las victorias del ejército y los hechos de hombres célebres.

Mientras Pablo contemplaba la belleza y observaba la ciudad entregada por completo a la idolatría, se agitó su espíritu y su corazón fue movido a compasión por las personas que, a pesar de su cultura, no conocían al verdadero Dios. Su naturaleza espiritual estaba tan despierta a la atracción de las cosas celestiales, que la gloria de las riquezas que nunca perecerán hacía que el esplendor del que estaba rodeado quedara sin valor ante sus ojos. Al contemplar la magnificencia de Atenas, quedó profundamente impresionado por la importancia de la obra que se presentaba ante él.

Mientras esperaba a Silas y a Timoteo, Pablo no estuvo ocioso. “Discutía en la sinagoga con los judíos y con los griegos que adoraban a Dios, y a diario hablaba en la plaza con los que se encontraban por allí”. Pero el apóstol estaba a punto de conocer el paganismo en su forma más sutil y atrayente.

La gente se enteró de que había un maestro muy particular que estaba presentando a la gente doctrinas nuevas y extrañas. Algunos de los grandes hombres de Atenas buscaron a Pablo y entablaron una conversación con él. Pronto se reunió una multitud. Algunos ridiculizaron al apóstol como si fuese muy inferior a ellos social e intelectualmente, y se burlaron diciendo: “¿Qué querrá decir este charlatán?” Otros comentaban: “Parece que es predicador de dioses extranjeros”.

Los filósofos epicúreos y estoicos y otros que entraron en contacto con él, pronto vieron que tenía un caudal de conocimiento mayor que el de ellos. Su poder intelectual despertó el respeto de los eruditos, mientras que su razonamiento sincero y lógico cautivó la atención de todos en la audiencia.

Pudo llegar a todas las clases con argumentos convincentes. Así permaneció el apóstol, inmutable, haciendo frente a la lógica con la lógica, a la filosofía con la filosofía.

Sus opositores paganos llamaron su atención al destino de Sócrates, que por haber presentado dioses falsos había sido condenado a la muerte.

Aconsejaron a Pablo que no arriesgara su vida de la misma forma. Pero, convencidos de que estaba decidido a llevar a cabo su misión entre ellos y dar su mensaje bajo cualquier riesgo, decidieron darle una justa audiencia en el Aerópago.

El impresionante discurso de Pablo en el Aerópago

Este era uno de los lugares más sagrados de Atenas, considerado con supersticiosa reverencia. En este lugar, los asuntos relacionados con la religión a menudo eran considerados cuidadosamente por hombres que actuaban como jueces supremos en cuestiones tanto morales como civiles. Aquí, lejos del ruido y el bullicio de las congestionadas calles, se podía oír al apóstol sin interrupción. A él se dirigieron poetas, artistas, filósofos, estudiosos y sabios de Atenas, preguntando: “¿Se puede saber qué nueva enseñanza es esta que usted presenta? Porque nos viene usted con ideas que nos suenan extrañas, y queremos saber qué significan”.

El apóstol estaba calmo y controlado, y sus palabras convencieron a sus oyentes de que no era un simple charlatán. “¡Ciudadanos atenienses! Observo que ustedes son sumamente religiosos en todo lo que hacen. Al pasar y fijarme en sus lugares sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: A un Dios no conocido. Pues bien, eso que ustedes adoran como algo desconocido es lo que yo les anuncio”. Con todo su conocimiento general, no conocían al Dios que creó el universo. Y a pesar de todo, algunos anhelaban más luz.

Con una mano extendida hacia el templo saturado de ídolos, Pablo expuso las falacias de la religión de los atenienses. Sus oyentes estaban asombrados. Demostró estar familiarizado con su arte, su literatura y su religión.

Señalando a su santuario y a sus ídolos, declaró que Dios no podía hacerse semejante a esas imágenes esculpidas. Estas imágenes no tenían vida, se movían solo cuando las manos de los hombres las movían, por lo tanto, quienes las adoraban eran, en todo, superiores a aquello que estaban adorando.

Pablo dirigió las mentes de sus oyentes a la deidad que llamaban “Dios desconocido”. Este ser no necesitaba que las manos humanas le añadiesen poder y gloria.

La gente quedaba admirada por la presentación lógica de Pablo de los atributos del verdadero Dios. Con elocuencia, el apóstol declaró: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él es Señor del cielo y de la tierra. No vive en templos construidos por hombres, ni se deja servir por manos humanas, como si necesitara de algo. Por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas”.

En esa época en que a menudo no se reconocían los derechos humanos, Pablo presentó la gran verdad de la fraternidad humana y declaró que Dios “de un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra”. Todos están en igualdad, y cada ser humano le debe suprema lealtad al Creador. Entonces el apóstol mostró cómo, a través de todo su trato con el hombre, su propósito de gracia y misericordia corre como un hilo de oro. Él “determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios. Esto lo hizo Dios para que todos lo busquen y, aunque sea a tientas, lo encuentren. En verdad, él no está lejos de ninguno de nosotros”.

Con palabras prestadas de uno de sus poetas, mostró a Dios como un Padre, de quien eran hijos. “En él vivimos, nos movemos y existimos”, declaró, “como algunos de sus propios poetas griegos han dicho: De él somos descendientes. Por tanto, siendo descendientes de Dios, no debemos pensar que la divinidad sea como el oro, la plata o la piedra: escultura hecha como resultado del ingenio y de la destreza del ser humano”.

Los grandes filósofos rechazaron el evangelio

En las épocas de oscuridad que precedieron al advenimiento de Cristo, el Gobernante divino había pasado por alto la idolatría de los paganos, pero ahora esperaba arrepentimiento no solo de los pobres y humildes, sino también de los orgullosos filósofos y príncipes. “Él ha fijado un día en que juzgará al mundo con justicia, por medio del hombre que ha designado. De ello ha dado pruebas a todos al levantarlo de entre los muertos”. Mientras Pablo hablaba acerca de la resurrección de los muertos, “unos se burlaron, pero otros le dijeron: ‘Queremos que usted nos hable en otra ocasión sobre este tema’ ”.

Así, los atenienses, aferrándose a su idolatría, se apartaron de la luz. Orgullosos de su conocimiento y refinamiento, se estaban haciendo cada vez más corruptos y más conformes a los vagos misterios de la idolatría.

Algunos de los que escuchaban a Pablo fueron convencidos, pero no quisieron humillarse a sí mismos para aceptar el plan de salvación. No hay elocuencia ni argumentos que puedan convertir al pecador. Solo el poder de Dios puede aplicar la verdad al corazón. Los griegos buscaban la sabiduría, pero el mensaje de la Cruz era para ellos locura.

En su orgullo intelectual podemos encontrar la razón por la cual el evangelio obtuvo tan poco éxito entre los atenienses. Los hombres de sabiduría que vayan a Cristo como perdidos pecadores se harán sabios para salvación, pero los que exalten su propia sabiduría fracasarán en recibir la luz y el conocimiento que solo él puede dar.

Así afrontó Pablo el paganismo esa vez. Sus labores en Atenas no fueron completamente en vano. Dionisio, uno de los ciudadanos más prominentes, y algunos otros, aceptaron el evangelio.

Los atenienses, con todo su conocimiento, refinamiento y arte, estaban hundidos en los vicios. Dios, por medio de su siervo, reprendió los pecados de un pueblo orgulloso y confiado en sí mismo. Las palabras del apóstol, tal como fueron trazadas por la pluma inspirada, dan testimonio de su valentía en la soledad y la adversidad, y de la victoria que ganó para el cristianismo en el corazón mismo del paganismo.

La verdad debe ser enseñada con tacto

Si el discurso de Pablo hubiese sido un ataque directo a los dioses y a los grandes hombres de la ciudad, habría estado expuesto a correr la misma suerte de Sócrates. Pero con tacto proveniente del amor divino, apartó cuidadosamente sus mentes de las deidades paganas y les reveló al Dios verdadero, que desconocían.

Hoy las verdades de las Escrituras deben ser traídas ante los grandes hombres del mundo, para que puedan escoger entre la obediencia a la Ley de Dios o la lealtad al príncipe del mal. Dios no los fuerza a aceptar la verdad, pero si se apartan de ella deja que se llenen del fruto de sus propias obras.

“El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios. [...] Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos” (1 Cor. 1:18, 27). Muchos de los grandes eruditos y estadistas, los hombres más eminentes del mundo, en estos últimos días se apartarán de la luz. Pero aun así los siervos de Dios deben comunicar la verdad a estos hombres. Algunos ocuparán su lugar como humildes alumnos a los pies de Jesús, el Maestro de maestros.

En la hora más oscura hay luz de lo alto. La fuerza de quienes aman y sirven a Dios será renovada día tras día. La comprensión del Infinito se pone a su servicio, para que no se equivoquen. La luz de la verdad divina brillará en medio de la oscuridad que envuelve nuestro mundo.

No habrá desaliento en el servicio de Dios. Dios es capaz de otorgar a sus siervos la fuerza que necesitan, y está dispuesto a hacerlo. Hará más que cumplir las más altas expectativas de los que confían en él. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 24

La predicación del poder de la Cruz en Corinto

Este capítulo está basado en Hechos 18:1 al 18.

 

Corinto era una de las ciudades más importantes del mundo. Viajeros de todas partes llenaban sus calles con el propósito de hacer negocios y por placer. Era un lugar importante donde establecer monumentos para Dios y su verdad.

Entre los judíos que se habían mudado allí estaban Aquila y Priscila, fervientes trabajadores para Cristo. Al conocer el carácter de estas personas, Pablo se quedó y trabajó con ellos.

En este sitio turístico, Venus era la diosa favorita y había muchos ritos desmoralizadores conectados a su adoración. Aun entre los paganos, los corintios se habían hecho conocidos por su grosera inmoralidad.

En Corinto, el apóstol siguió un plan diferente del que había usado en Atenas, donde había hecho frente a la lógica con la lógica, a la filosofía con la filosofía. Se dio cuenta de que su enseñanza en Atenas había producido solo unos pocos frutos. En cambio, en Corinto, en sus esfuerzos por captar la atención de los desinteresados e indiferentes decidió evitar los argumentos elaborados, y “no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado”. No les predicaría “con palabras sabias y elocuentes, sino con demostración del poder del Espíritu” (1 Cor. 2:2, 4).

Jesús, a quien Pablo estaba a punto de presentar como el Cristo, fue criado en una ciudad conocidísima por su maldad. Había sido rechazado por su propia nación y, por último, crucificado como malhechor. Los griegos de Corinto consideraban la filosofía y la ciencia como los únicos medios para obtener la verdadera elevación y honor de la humanidad. ¿Acaso podía Pablo guiarlos a creer que la fe en este extraño judío los elevaría y ennoblecería?

Para las multitudes que viven en el presente, la cruz del Calvario está rodeada de recuerdos sagrados; pero en los días de Pablo, la cruz era considerada con horror. Exaltar al Salvador como alguien que había muerto en una cruz naturalmente generaría ridículo y oposición.

Pablo sabía bien cómo sería tomado su mensaje. Los oyentes judíos se enojarían; para los griegos, sus palabras serían absurdas. ¿Cómo podía la cruz tener conexión con la elevación de la raza o la salvación de la humanidad?

El objeto de supremo interés

Desde que Pablo fuera detenido en su carrera de persecución contra los seguidores del Nazareno crucificado, nunca había cesado de gloriarse en la Cruz. Le había sido dada una revelación del infinito amor de Dios tal como se reveló en la muerte de Cristo, y una maravillosa transformación había ocurrido en su vida, la cual puso todos sus planes y propósitos en armonía con el Cielo. Sabía por experiencia que cuando un pecador se rinde al amor del Padre, como se lo ve en el sacrificio de su Hijo, ocurre un cambio de corazón y Cristo es todo y en todo.

Desde ese momento la vida de Pablo estuvo dedicada al esfuerzo de reflejar el amor y el poder del Crucificado. “Estoy en deuda”, declaró, “con todos, sean cultos o incultos, instruidos o ignorantes” (Rom. 1:14). Si en algún momento su ardor decayó, una mirada a la Cruz y al maravilloso amor allí revelado fue suficiente para hacerlo avanzar en el sendero de la abnegación.

Contemplemos al apóstol en la sinagoga de Corinto, razonando con las escrituras de Moisés y los profetas y trayendo a sus oyentes al advenimiento del Mesías prometido. Escuchémoslo mientras presenta con claridad la obra de aquel que por medio del sacrificio de su propia vida haría expiación por el pecado y llevaría su ministerio al Santuario celestial. La llegada del Mesías que los oyentes de Pablo habían estado esperando, ya había sucedido. Su muerte fue el antitipo de todas las ofrendas sacrificiales, y su ministerio en el Santuario celestial proyectaba su sombra hacia el pasado y aclaraba el significado del ministerio del sacerdocio judío.

A partir de las Escrituras del Antiguo Testamento Pablo trazó la descendencia de Jesús desde Abraham a través del rey salmista, de cuyo linaje provenía. Leyó el testimonio de los profetas concerniente al carácter y la obra del Mesías prometido, y mostró que todas estas predicciones se habían cumplido en Jesús de Nazaret.

Cristo había venido a ofrecer salvación primeramente a toda la nación que estaba esperando la venida del Mesías. Pero esa nación lo había rechazado y había escogido a otro guía, cuyo reino terminaría en la muerte. Solo el arrepentimiento podía salvar a la nación judía de la ruina inminente.

Pablo relató la historia de su propia conversión milagrosa. Los que lo oyeron percibieron que Pablo amaba con todo su corazón al Salvador crucificado y resucitado. Vieron que su vida entera estaba ligada a su Señor. Solo los que estaban llenos del odio más amargo permanecieron inconmovibles ante sus palabras.

Los judíos nuevamente rechazan el evangelio

Pero los judíos en Corinto cerraron sus ojos a la evidencia presentada por el apóstol y se negaron a escuchar sus llamados. El mismo espíritu que los había llevado a rechazar a Jesús los llenó de furia contra su siervo, y si Dios no lo hubiese protegido, hubiesen puesto fin a su vida.

“Pero, cuando los judíos se opusieron a Pablo y lo insultaron, este se sacudió la ropa en señal de protesta y les dijo: ‘¡Caiga la sangre de ustedes sobre su propia cabeza! Estoy libre de responsabilidad. De ahora en adelante me dirigiré a los gentiles’. Entonces Pablo salió de la sinagoga y se fue a la casa de un tal Ticio Justo, que adoraba a Dios”.

Silas y Timoteo habían venido a ayudar a Pablo, y juntos predicaron a Cristo como el Salvador. Evitando razonamientos complicados y rebuscados, los mensajeros de la Cruz apelaron a los paganos para que contemplaran el sacrificio infinito hecho en favor de los hombres. Si los que caminaban a tientas en las tinieblas del paganismo hubieran podido ver la luz que refulgía de la cruz del Calvario, habrían sido atraídos, “a mí mismo”, había declarado el Salvador (Juan 12:32).

Su mensaje era claro, simple y firme. Y el evangelio no se revelaba solo en sus palabras, sino en sus vidas diarias. Los ángeles cooperaban con ellos, y la gracia y el poder de Dios se manifestaron en la conversión de muchos. “Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia.

También creyeron y fueron bautizados muchos de los corintios que oyeron a Pablo”.

Pablo es duramente atacado

El odio de los judíos se intensificó. El bautismo de Crispo exasperó a estos testarudos opositores. Blasfemaron en contra del evangelio y del nombre de Jesús. No había palabras demasiado amargas o vulgares que no usaran.

Afirmaron con osadía que las maravillosas obras de Pablo eran logradas por medio del poder de Satanás.

La impiedad que Pablo vio en la corrupta Corinto casi lo dejó descorazonado. La depravación que vio entre los gentiles y el insulto que recibió de parte de los judíos le causaron tremenda angustia. Dudó de si sería prudente construir una iglesia con el material que se encontraba allí.

A medida que se preparaba para salir hacia un campo más promisorio, el Señor se le apareció en visión y le dijo: “No tengas miedo; sigue hablando y no te calles, pues estoy contigo. [...] Porque tengo mucha gente en esta ciudad”. Pablo entendió que esta era una garantía de que el Señor haría crecer la semilla sembrada en Corinto. Animado, continuó su labor allí con celo.

El apóstol pasaba mucho tiempo trabajando casa por casa. Visitaba a los enfermos y sufrientes, consolaba a los afligidos y levantaba a los oprimidos. Temblaba al pensar que su enseñanza pudiese llegar a dejar la impresión de lo humano, en vez de lo divino.

“En cambio, hablamos con sabiduría entre los que han alcanzado madurez, pero no con la sabiduría de este mundo ni con la de sus gobernantes, los cuales terminarán en nada. Más bien, exponemos el misterio de la sabiduría de Dios, una sabiduría que ha estado escondida y que Dios había destinado para nuestra gloria desde la eternidad. Ninguno de los gobernantes de este mundo la entendió, porque de haberla entendido no habrían crucificado al Señor de la gloria. [...] Esto es precisamente de lo que hablamos, no con las palabras que enseña la sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu” (1 Cor. 2:6-8, 13).

Pablo habló de sí mismo, diciendo: “Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor. 4:10). En las enseñanzas de los apóstoles, Cristo era la figura central. “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2:20).

Pablo era un orador elocuente. Pero ahora dejó de lado todas sus cualidades de oratoria. En vez de ceder a representaciones poéticas y sofisticadas, que podrían complacer los sentidos pero no impactar en la experiencia diaria, buscó traer a los corazones las verdades de importancia vital por medio de un lenguaje simple. Las pruebas presentes de las personas que luchan deben enfrentarse con instrucción práctica relacionada con los principios fundamentales del cristianismo.

Muchos en Corinto abandonaron los ídolos para servir al Dios viviente, y una gran iglesia se enroló bajo el estandarte de Cristo. Algunos de los gentiles más licenciosos se convirtieron en monumentos de la eficacia de la sangre de Cristo que limpia el pecado.

Un gobernador romano se niega a ser engañado por los judíos

El éxito de Pablo iba en aumento, y despertó en los judíos incrédulos una oposición más decidida. “Los judíos a una atacaron a Pablo y lo condujeron al tribunal” de Galión, gobernador de Acaya. Con voces fuertes y enojadas, se quejaron: “Este hombre [...] anda persuadiendo a la gente a adorar a Dios de una manera que va en contra de nuestra ley”.

Los acusadores de Pablo pensaban que si podían probar que era culpable de violar las leyes de la religión judía, que estaban bajo la protección del poder romano, probablemente les sería entregado a ellos para que lo juzgaran y sentenciaran. Pero Galión, un hombre de integridad, se rehusó a hacerlo. Disgustado por su fanatismo y justicia propia, no quiso tener en cuenta esta acusación. Mientras Pablo se preparaba para hablar en defensa propia, Galión le dijo que no era necesario. Luego, volviéndose hacia los airados acusadores dijo:

“ ‘Si ustedes los judíos estuvieran entablando una demanda sobre algún delito o algún crimen grave, sería razonable que los escuchara. Pero, como se trata de cuestiones de palabras, de nombres y de su propia ley, arréglense entre ustedes. No quiero ser juez de tales cosas’. Así que mandó que los expulsaran del tribunal”.

El rechazo inmediato del caso por parte de Galión fue una señal para que los judíos se retirasen, desconcertados y enojados. La actitud decidida y la decisión definitiva del gobernador abrieron los ojos de la muchedumbre clamorosa que había estado apoyando a los judíos. Por primera vez durante las labores de Pablo en Europa, la turba se puso de su lado. “Entonces se abalanzaron todos sobre Sóstenes, el jefe de la sinagoga, y lo golpearon delante del tribunal. Pero Galión no le dio ninguna importancia al asunto”.

“Pablo permaneció en Corinto algún tiempo más” con los creyentes. Si el apóstol hubiese sido obligado a irse de Corinto en ese momento, los conversos hubiesen quedado en una posición peligrosa. Los judíos se hubiesen esforzado por aprovechar la ventaja lograda, hasta el punto de exterminar el cristianismo de esa región. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 25

Dos cartas importantes a los tesalonicenses

Este capítulo está basado en 1 y 2 Tesalonicenses.

 

La llegada de Silas y Timoteo a Corinto había animado grandemente a Pablo. Le trajeron “buenas noticias” de la “fe y amor” de quienes habían aceptado el evangelio en Tesalónica. Estos creyentes habían permanecido fieles en medio de la prueba y la adversidad. Él anhelaba visitarlos, pero como le era imposible, les escribió: “Hermanos, en medio de todas nuestras angustias y sufrimientos ustedes nos han dado ánimo por su fe. ¡Ahora sí que vivimos al saber que están firmes en el Señor! ¿Cómo podemos agradecer bastante a nuestro Dios por ustedes y por toda la alegría que nos han proporcionado delante de él?”

Muchos en Tesalónica habían abandonado los ídolos y “recibieron el mensaje [...] a pesar del gran sufrimiento que les trajo” (NTV), y sus corazones estaban llenos de la “alegría que infunde el Espíritu Santo”. En su fidelidad, eran “ejemplo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya”. El apóstol declaró: “El mensaje del Señor se ha proclamado no solo en Macedonia y en Acaya, sino en todo lugar”.

Los corazones de los creyentes tesalonicenses ardían de celo por su Salvador. Se había producido una transformación maravillosa en sus vidas, y los corazones eran ganados por las verdades que ellos presentaban.

En esta primera carta, Pablo declaró que no había buscado ganar conversos por medio del engaño o con malas intenciones. “Como saben, nunca hemos recurrido a las adulaciones ni a las excusas para obtener dinero; Dios es testigo. [...] Los tratamos con delicadeza. Como una madre que amamanta y cuida a sus hijos, [...] nos deleitamos en compartir con ustedes no solo el evangelio de Dios, sino también nuestra vida. ¡Tanto llegamos a quererlos!”

“Saben también que a cada uno de ustedes lo hemos tratado como trata un padre a sus propios hijos. Los hemos animado, consolado y exhortado a llevar una vida digna de Dios, que los llama a su reino y a su gloria”.

“¿Cuál es nuestra esperanza, alegría o motivo de orgullo delante de nuestro Señor Jesús para cuando él venga? ¿Quién más, sino ustedes? Sí, ustedes son nuestro orgullo y alegría”.

¿Dónde están los muertos?
Pablo se esforzó por instruir a los creyentes tesalonicenses en cuanto al verdadero estado de los muertos. Habló de los que mueren como si estuviesen dormidos, en un estado de inconciencia. “Hermanos, no queremos que ignoren lo que va a pasar con los que ya han muerto, para que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza. ¿Acaso no creemos que Jesús murió y resucitó? Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él. [...] El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre”.

Los tesalonicenses habían comprendido la idea de que Cristo vendría a transformar a los fieles que estaban vivos para llevarlos con él. Pero uno a uno sus amados les habían sido quitados, y difícilmente los tesalonicenses se animaban a esperar encontrarlos en la vida futura.

Al abrir y leer la carta de Pablo, las palabras referentes al verdadero estado de los muertos trajeron gran gozo y consuelo. Los que viviesen cuando Cristo volviera no irían a encontrarse con su Señor antes que los que habían ido a dormir en Jesús. Los muertos en Cristo se levantarían primero, antes que se diese el toque de inmortalidad a los vivos. “Por lo tanto, anímense unos a otros con estas palabras”.

Difícilmente podamos comprender la esperanza y el gozo que esta seguridad trajo a la joven iglesia de Tesalónica. Valoraron la carta enviada

por su padre en el evangelio, y sus corazones se llenaron de amor a él. Les había dicho estas cosas antes, pero en ese momento sus mentes se estaban esforzando por entender las doctrinas que les parecían nuevas y extrañas. La carta de Pablo les proporcionó una nueva esperanza, y un afecto más profundo por aquel cuya muerte había traído vida e inmortalidad. Sus amigos creyentes serían levantados de la tumba para vivir para siempre en el Reino de Dios. Las tinieblas que habían rodeado el lugar de descanso de los muertos fueron disipadas. Un nuevo esplendor coronó la fe cristiana.

“Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él”, escribió Pablo. Muchos interpretan que esto significa que los que duermen serán traídos del cielo, pero Pablo quiso decir que así como Cristo fue resucitado de los muertos, así Dios llamará a los santos que duermen en sus tumbas.

Señales de la venida de Cristo
Mientras estaba en Tesalónica, Pablo había explicado tan plenamente el asunto de las señales de los tiempos y lo que ocurriría antes de la manifestación del Hijo del hombre en las nubes de los cielos, que no escribió mucho acerca de este asunto. No obstante, se refirió enfáticamente a sus enseñanzas anteriores: “Ahora bien, hermanos, ustedes no necesitan que se les escriba acerca de tiempos y fechas, porque ya saben que el día del Señor llegará como ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: ‘Paz y seguridad’, vendrá de improviso sobre ellos la destrucción, como le llegan a la mujer encinta los dolores de parto. De ninguna manera podrán escapar”.

Hoy las señales del fin se están cumpliendo rápidamente. Pablo enseña que es pecaminoso ser indiferentes a las señales que precederán a la Segunda Venida de Cristo. A los culpables de esto, los llama hijos de las tinieblas. “Ustedes, en cambio, hermanos, no están en la oscuridad para que ese día los sorprenda como un ladrón. Todos ustedes son hijos de la luz y del día. No somos de la noche ni de la oscuridad”.

Para los que están viviendo tan cerca de la gran consumación, las palabras de Pablo deberían llegar con notable fuerza: “Nosotros que somos del día, por el contrario, estemos siempre en nuestro sano juicio, protegidos por la coraza de la fe y del amor, y por el casco de la esperanza de la salvación; pues Dios no nos destinó a sufrir el castigo, sino a recibir la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él murió por nosotros para que, en la vida o en la muerte, vivamos junto con él”.

El cristiano vigilante busca hacer todo lo que está en su poder para el avance del evangelio. Enfrenta pruebas severas, pero no permite que la aflicción amargue su temperamento o destruya su paz mental. Sabe que la prueba, si se soporta bien, lo purificará y lo llevará a una comunión más cercana con Cristo.

Los creyentes tesalonicenses estaban molestos por los hombres que venían con ideas fanáticas. Algunos eran “vagos, sin trabajar en nada” y se ocupaban en lo ajeno. Otros, obstinados e impetuosos, rechazaban subordinarse a aquellos que tenían autoridad en la iglesia. Reclamaban su derecho a un juicio individual y a imponer públicamente sus opiniones a la iglesia. Pablo llamó la atención de los tesalonicenses al respeto debido a los que habían sido elegidos para ocupar cargos de autoridad en la iglesia.

El apóstol les suplicó que revelaran piedad práctica en la vida diaria: “Ustedes saben cuáles son las instrucciones que les dimos de parte del Señor Jesús. La voluntad de Dios es que sean santificados; que se aparten de la inmoralidad sexual”. “Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad”.

El deseo del apóstol era que pudiesen conocer más a Jesucristo. A menudo se encontraba con grupos de hombres y mujeres que amaban a Jesús y se postraba con ellos en oración, pidiéndole a Dios que les enseñara cómo mantenerse en conexión viva con él. Y a menudo rogaba a Dios que los guardara del mal y los ayudara a ser misioneros activos y fervientes.

Una de las más fuertes evidencias de la verdadera conversión es el amor a Dios y a los hombres. “En cuanto al amor fraternal”, escribió el apóstol, “no necesitan que les escribamos, porque Dios mismo les ha enseñado a amarse unos a otros. [...] Les animamos [...] a procurar vivir en paz con todos, a ocuparse de sus propias responsabilidades y a trabajar con sus propias manos.

Así les he mandado, para que por su modo de vivir se ganen el respeto de los que no son creyentes, y no tengan que depender de nadie”.

“Que el Señor los haga crecer para que se amen más y más unos a otros, y a todos, tal como nosotros los amamos a ustedes. Que los fortalezca interiormente para que, cuando nuestro Señor Jesús venga con todos sus santos, la santidad de ustedes sea intachable delante de nuestro Dios y Padre”.

Los apóstoles advirtieron a los tesalonicenses que no despreciaran el don de profecía: “No apaguen el Espíritu, no desprecien las profecías, sométanlo todo a prueba, aférrense a lo bueno, eviten toda clase de mal”. Ordenó que diferenciaran cuidadosamente lo falso de lo verdadero, y cerró su carta con la oración a Dios para que los santificara completamente; para que en “espíritu, alma y cuerpo” ellos fueran guardados “irreprochables para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Y añadió: “Así lo hará”.

¿Esperaba Pablo presenciar en vida el regreso de Cristo?
Algunos de los hermanos tesalonicenses entendieron que Pablo había expresado la esperanza de que él mismo fuera testigo presencial del advenimiento del Salvador, y esto aumentó su entusiasmo y excitación. Los que anteriormente habían descuidado sus tareas se volvieron más perseverantes en imponer sus conceptos erróneos.

En su segunda carta, Pablo buscó corregir este malentendido. Antes de la venida de Cristo, se daría una sucesión de eventos importantes predichos por la profecía: “Les pedimos que no pierdan la cabeza ni se alarmen por ciertas profecías, ni por mensajes orales o escritos supuestamente nuestros, que digan: ‘¡Ya llegó el día del Señor!’ No se dejen engañar de ninguna manera, porque primero tiene que llegar la rebelión contra Dios y manifestarse el hombre de maldad, el destructor por naturaleza. Este se opone y se levanta contra todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de adoración, hasta el punto de adueñarse del templo de Dios y pretender ser Dios”.

No debía enseñarse que Pablo había advertido a los tesalonicenses acerca de

la inmediata venida de Cristo. Por eso, el apóstol advirtió a los hermanos que no recibieran un mensaje tal como si viniese de él. Enfatizó el hecho de que el poder papal descrito por el profeta Daniel aún debía levantarse en contra del pueblo de Dios. Hasta que este poder no realizase su obra blasfema, sería inútil que la iglesia estuviese esperando la Venida de su Señor.

Las pruebas que recaerían sobre la iglesia verdadera serían terribles. El “misterio de la maldad” ya había comenzado a trabajar. Los sucesos futuros serían “por obra de Satanás, con toda clase de milagros, señales y prodigios falsos. Con toda perversidad engañará a los que se pierden”. Declaró que para todos aquellos que deliberadamente rechazan la verdad, “Dios permite que, por el poder del engaño, crean en la mentira”. Dios retira su Espíritu, y los deja a la merced de los engaños que aman.

Así bosquejó Pablo la obra del poder del enemigo, que continuaría a lo largo de los siglos de oscuridad y persecución antes de la Segunda Venida de Cristo. Los creyentes tesalonicenses fueron amonestados a llevar a cabo valientemente la obra que tenían por delante, y a no descuidar sus deberes ni dejarse caer en la espera ociosa.

Después de sus brillantes expectativas de liberación inmediata, la rutina de la vida diaria parecería muy pesada, por eso los exhortó: “Así que, hermanos, sigan firmes y manténganse fieles a las enseñanzas que, oralmente o por carta, les hemos transmitido. Que nuestro Señor Jesucristo mismo y Dios nuestro Padre, que nos amó y por su gracia nos dio consuelo eterno y una buena esperanza, los anime y les fortalezca el corazón, para que tanto en palabra como en obra hagan todo lo que sea bueno”. “Que el Señor los lleve a amar como Dios ama, y a perseverar como Cristo perseveró”.

El apóstol señaló su propio ejemplo de diligencia en los asuntos temporales mientras trabajaba en la causa de Cristo. Reprobó a los que se habían entregado a la pereza y a la excitación sin propósito, e indicó que “tranquilamente se pongan a trabajar para ganarse la vida”.

Pablo concluyó esta carta con una oración para que en medio de las preocupaciones y las pruebas de la vida, la paz de Dios y la gracia del Señor Jesucristo fueran su consuelo y sostén. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 26

Políticas eclesiásticas en Corinto

Este capítulo está basado en Hechos 18:18 al 28.

 

Después de que se fue de Corinto, el siguiente lugar de trabajo de Pablo fue Éfeso. Estaba yendo hacia Jerusalén para asistir a la próxima fiesta, y su estadía allí fue necesariamente breve. La impresión que dejó en los judíos en la sinagoga fue tan favorable que lo invitaron a que se quedara entre ellos.

Prometió volver, “si Dios” así lo quería, y dejó a Aquila y a Priscila para continuar la obra.

Por aquel entonces, “llegó a Éfeso un judío llamado Apolos, natural de Alejandría. Era un hombre ilustrado y convincente en el uso de las Escrituras”. Había oído la predicación de Juan el Bautista y era un testigo viviente de que la obra del profeta no había sido en vano. Apolos “había sido instruido en el camino del Señor, y con gran fervor hablaba y enseñaba con la mayor exactitud acerca de Jesús, aunque conocía solo el bautismo de Juan”.

En Éfeso, “comenzó a hablar valientemente en la sinagoga”. Al oírlo Priscila y Aquila y percibiendo que aún no había recibido la luz completa del evangelio, “lo tomaron a su cargo y le explicaron con mayor precisión el camino de Dios”. Se convirtió en uno de los defensores más capaces de la fe cristiana.

Apolos fue a Corinto, donde “refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús es el Mesías”. Pablo había plantado la semilla de la verdad y Apolos la regaba. Su éxito llevó a algunos de los creyentes a exaltar sus labores por encima de las de Pablo. Esto produjo un espíritu de división que amenazó con obstaculizar el evangelio.

Durante el año y medio que Pablo pasó en Corinto, había presentado el

evangelio en su simpleza intencionalmente. “Con demostración del poder del Espíritu”, él había declarado “el testimonio de Dios”, para que su “fe [...] no dependiera de la sabiduría humana, sino del poder de Dios” (1 Cor. 2:4, 5).

“Les di leche porque no podían asimilar alimento sólido, ni pueden todavía, pues aún son inmaduros” (3:2), explicó más adelante. Muchos creyentes corintios habían sido lentos para aprender. Su avance en el conocimiento espiritual no había sido proporcional a sus oportunidades. Cuando debieran haber sido capaces de comprender verdades más profundas, estaban en la misma situación que los discípulos cuando Cristo dijo: “Muchas cosas me quedan aún por decirles, que por ahora no podrían soportar” (Juan 16:12).

Los celos y las suspicacias y las críticas habían cerrado los corazones de muchos a la obra completa del Espíritu Santo. Eran niños en el conocimiento de Cristo.

Pablo había instruido a los corintios en el alfabeto de la fe, como a quienes ignoraban el poder divino en el corazón. Aquellos que lo siguieran tendrían que llevar adelante la obra, dando luz espiritual en la medida en que la iglesia fuese capaz de recibirla.

Cómo trató Pablo el tema de la inmoralidad sexual
El apóstol sabía que entre sus oyentes en Corinto habría orgullosos creyentes en las teorías humanas, que esperarían encontrar en la naturaleza teorías que contradijeran las Escrituras. También sabía que los críticos se esforzarían por refutar la interpretación cristiana de la Palabra y que los escépticos tratarían el evangelio de Cristo con burla.

Mientras se esforzaba por llevar personas a la Cruz, Pablo no corrió el riesgo de rebatir directamente a los que eran licenciosos o de mostrar cuán odioso era su pecado a la vista de un Dios santo. En vez de eso, se detuvo especialmente en la piedad práctica y en la santidad que deben alcanzar quienes serán hallados dignos de un lugar en el Reino de los cielos. A la luz del evangelio de Cristo, ellos debían ver cuán ofensivas eran sus prácticas inmorales a los ojos de Dios. Por eso, la nota tónica de su enseñanza era Cristo y él crucificado.

El filósofo se aleja de la luz porque cubre de vergüenza sus orgullosas teorías; el mundano la rechaza porque lo separaría de sus ídolos. Pablo vio que el carácter de Cristo debía ser comprendido antes de que los hombres pudieran amarlo o ver la Cruz con los ojos de la fe. Únicamente a la luz de la Cruz puede estimarse el valor verdadero del corazón humano.

La influencia refinadora de la gracia de Dios cambia el temperamento natural del hombre. El cielo no sería deseable para las personas carnales, y si pudiesen entrar, no encontrarían nada que les agradase. Las propensiones que dominan el corazón natural, irregenerado, deben ser subyugadas por la gracia de Cristo antes de que el hombre sea apto para disfrutar de la compañía de los ángeles puros y santos.

Pablo había buscado impresionar a sus hermanos corintios con la idea de que él y los ministros que estaban con él estaban todos comprometidos en la misma obra, y que dependían igualmente de Dios para el éxito. La discusión en la iglesia referente a los méritos relativos de los diferentes ministros era el resultado de valorar los atributos del corazón natural. “Cuando uno afirma: ‘Yo sigo a Pablo’, y otro: ‘Yo sigo a Apolos’, ¿no es porque están actuando con criterios humanos? [...] Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que, no cuenta ni el que siembra ni el que riega, sino solo Dios, quien es el que hace crecer” (1 Cor. 3:4-7).

Fue Pablo quien primeramente predicó el evangelio en Corinto y organizó la iglesia. La semilla plantada debía ser regada, y esto es lo que hizo Apolos. Él dio más instrucción, pero fue Dios quien dio el crecimiento. Los que plantan y los que riegan no producen el crecimiento de la semilla; al Maestro de la obra le pertenece el honor y la gloria que viene con el éxito.

Dios ha dado a cada uno de sus mensajeros una obra individual. Todos deben combinarse con armonía, controlados por el Espíritu Santo. Al dar a conocer el evangelio, el instrumento humano se esconde y Cristo aparece como el principal entre diez mil; él, todo codiciable.

“Nosotros somos colaboradores al servicio de Dios; y ustedes son el campo de cultivo de Dios, son el edificio de Dios” (1 Cor. 3:9). El apóstol compara

la iglesia con un campo de cultivo y también con un edificio, que debe crecer hasta convertirse en templo para el Señor. Él da a sus obreros tacto y habilidad, y si ellos acatan sus instrucciones, coronará de éxito sus esfuerzos.

Los siervos de Dios deben trabajar juntos, en orden y armonía, cortés y amablemente, “respetándose y honrándose mutuamente” (Rom. 12:10). No debe destrozarse el trabajo de otros y no debe haber partidos separados. Cada uno debe cumplir su labor asignada, siendo respetado, amado y animado por otros. Juntos deben llevar a cabo la obra hasta completarla.

La Carta a los Corintios es oportuna para hoy
En la primera carta a la iglesia de los corintios, Pablo se refirió a las comparaciones hechas entre sus obras y las de Apolos: “Amados hermanos, puse el caso de Apolos y el mío propio como ilustración de lo que les vengo diciendo. Si prestan atención a lo que les cité de las Escrituras, no estarán orgullosos de uno de sus líderes a costa de otro. Pues, ¿qué derecho tienen a juzgar así? ¿Qué tienen que Dios no les haya dado? Y si todo lo que tienen proviene de Dios, ¿por qué se jactan como si no fuera un regalo?” (1 Cor.

4:6, 7, NTV).

Pablo presentó a las iglesias las dificultades que él y sus colaboradores habían soportado. “Incluso ahora mismo pasamos hambre y tenemos sed y nos falta ropa para abrigarnos. A menudo somos golpeados y no tenemos casa. Nos cansamos trabajando con nuestras manos para ganarnos la vida. Bendecimos a los que nos maldicen. Somos pacientes con los que nos maltratan. Respondemos con gentileza cuando dicen cosas malas de nosotros. Aun así, se nos trata como la basura del mundo, como el desperdicio de todos, hasta este preciso momento. No les escribo estas cosas para avergonzarlos, sino para advertirles como mis amados hijos. Pues, aunque tuvieran diez mil maestros que les enseñaran acerca de Cristo, tienen solo un padre espiritual. Pues me convertí en su padre en Cristo Jesús cuando les prediqué la Buena Noticia” (1 Cor. 4:11-15, NTV).

El que envía a los obreros del evangelio es deshonrado cuando hay un apego tan fuerte a algún ministro favorito, al punto que después no haya

disposición para aceptar a algún nuevo maestro. El Señor envía ayuda a su pueblo no siempre para que ellos elijan, pero sí según lo que necesitan, porque los hombres no pueden discernir qué es para su mayor beneficio. Muy rara vez un ministro posee todas las cualidades necesarias para perfeccionar una iglesia, por lo tanto, Dios envía a otros, cada uno con cualidades de las que otros carecían.

La iglesia debería aceptar con gratitud a estos siervos de Cristo. Deberían buscar obtener todo el beneficio posible de cada pastor. Las verdades que los siervos de Dios traen deben ser aceptadas con humildad, pero ningún pastor debe ser idolatrado.

Cuando los pastores reciban la investidura del Espíritu Santo para extender los triunfos de la Cruz, verán fruto; realizarán la obra que soportará los ataques de Satanás. Muchas personas se volverán de las tinieblas a la luz, convertidas no al instrumento humano sino a Cristo. Solo Jesús, el Hombre del Calvario, aparecerá. Y Dios está tan dispuesto a dar el poder a sus siervos hoy como estaba dispuesto a darlo a Pablo y Apolos, a Silas y Timoteo, a Pedro, Santiago y Juan.

El peligro de intentar ser independiente
En los días de los apóstoles, había algunas personas confundidas que decían creer en Cristo pero rehusaban mostrar respeto a sus embajadores.

Declaraban que Cristo mismo les enseñaba directamente, sin la ayuda de los ministros del evangelio. No estaban dispuestos a someterse a la voz de la iglesia. Los tales estaban en grave peligro de ser engañados.

Dios ha puesto en la iglesia hombres de diversos talentos, para que por medio del esfuerzo combinado de muchos pueda cumplirse la voluntad del Espíritu. Los hombres que rehúsen unirse a otros con más experiencia en la obra de Dios serán incapaces de discernir entre lo falso y lo verdadero. Si son elegidos como dirigentes en la iglesia seguirán su propio juicio, sin importar el criterio de sus hermanos. Es fácil para el enemigo trabajar por medio de ellos. Las impresiones personales por sí solas no son una guía segura del deber. El enemigo persuade a los hombres a creer que Dios los está guiando,

cuando en realidad están siguiendo solo un impulso humano. Pero si consultamos a nuestros hermanos, se nos dará comprensión de la voluntad del Señor.

En la iglesia primitiva, algunos se negaban a reconocer a Pablo o a Apolos, pero sostenían que Pedro era su líder. Afirmaban que Pedro había sido más cercano a Cristo, mientras que Pablo había sido perseguidor de los creyentes. Cegados por el prejuicio, no mostraban la generosidad y la ternura que revelan que Cristo mora en el corazón.

Pablo fue instruido por el Señor para emitir palabras de protesta. A quienes estaban diciendo: “Yo sigo a Pablo” o “Yo, a Apolos”, o “Yo, a Cefas”, y otros “Yo, a Cristo”, les preguntó: “¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O es que fueron bautizados en el nombre de Pablo?” “¡Que nadie base su orgullo en el hombre!” suplicó. “Ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el universo, o la vida, o la muerte, o lo presente o lo por venir; todo es de ustedes, y ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Cor. 1:12, 13; 3:21-23).

Apolos se lamentó por causa de la disensión en Corinto; no la fomentó, sino que abandonó rápidamente el campo de contienda. Cuando más adelante Pablo lo alentó a visitar Corinto nuevamente, él rehusó hacerlo hasta mucho tiempo después, cuando la iglesia había alcanzado una mejor condición espiritual. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 27

Se queman libros de hechicería

Este capítulo está basado en Hechos 19:1 al 20.

 

En la época de los apóstoles, Éfeso era la capital de la provincia romana de Asia. Su puerto estaba atestado de embarcaciones y sus calles abarrotadas de gente de todos los países. Así como Corinto, presentaba un campo promisorio para la obra misionera.

Los judíos, ampliamente esparcidos por todos los territorios civilizados, en general esperaban al Mesías. Muchos, en sus visitas a Jerusalén, habían ido al Jordán para escuchar a Juan el Bautista cuando predicaba. Allí habían oído a Jesús ser proclamado como el Prometido, y habían llevado las nuevas a todas partes del mundo. De esta forma, la Providencia había preparado el camino para los apóstoles.

En Éfeso, Pablo encontró doce hermanos que habían sido discípulos de Juan el Bautista y que habían adquirido conocimiento de la misión de Cristo; pero no sabían nada de la misión del Espíritu Santo. Cuando Pablo les preguntó si habían recibido el Espíritu Santo, contestaron: “No, ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. “¿Qué bautismo recibieron?”, preguntó Pablo.

Ellos dijeron: “El bautismo de Juan”.

Entonces el apóstol les contó acerca de la vida de Cristo y su vergonzosa muerte cruel, y cómo él se había levantado triunfante de la muerte. Repitió la comisión dada por el Salvador: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mat. 28:18, 19). Les habló también de la promesa de Cristo de enviar al Consolador, y describió cuán gloriosamente esa promesa se había cumplido el Día de Pentecostés.

Los hermanos escuchaban con gozo maravillado. Aceptaron la verdad del sacrificio expiatorio de Cristo y lo recibieron como su Redentor. Entonces fueron bautizados en el nombre de Jesús, y cuando Pablo “les impuso las manos”, recibieron el Espíritu Santo y fueron capacitados para hablar las lenguas de otras naciones y profetizar. Así fueron calificados para proclamar el evangelio en Asia Menor.

Al abrigar un espíritu humilde y susceptible a la enseñanza, estos hombres obtuvieron la experiencia que los capacitó para salir como obreros al campo de cosecha. Su ejemplo presenta una lección de gran valor. Muchos realizan solo un pequeño progreso en la vida divina porque son muy autosuficientes. Se contentan con un conocimiento superficial de la Palabra de Dios.

Si los seguidores de Cristo fuesen fervientes buscadores de la sabiduría, serían dirigidos a ricos campos de verdad aún completamente desconocidos por ellos. Quien se entregue enteramente a Dios será guiado por la mano divina. A medida que atesore las lecciones de la sabiduría divina, se le confiará un cometido sagrado y será capacitado para hacer que su vida honre a Dios y sea una bendición para el mundo.

El Espíritu Santo produce fruto en el creyente
Cristo llama nuestra atención al crecimiento del mundo vegetal como una ilustración de la obra de su Espíritu en el sostén de la vida espiritual. La savia de la viña, que asciende desde la raíz, se difunde por las ramas, produciendo fruto. De la misma manera, el poder vivificador del Espíritu Santo, que proviene del Salvador, llena el corazón, renueva los motivos e incluso pone los pensamientos en obediencia a la voluntad de Dios, lo cual permite al receptor llevar precioso fruto de acciones santas.

El método exacto por medio del cual se imparte la vida espiritual está más allá de lo que cualquier filosofía humana puede explicar. Aun así, las operaciones del Espíritu siempre están en armonía con la Palabra escrita. Así como la vida natural no se sostiene por un milagro directo, sino por el uso de las bendiciones colocadas a nuestro alcance, de la misma forma la vida espiritual se sostiene por el uso de los medios que la Providencia ha provisto.

Los seguidores de Cristo deben comer del pan de vida y beber del agua de la salvación, y prestar oídos en todas las cosas a las instrucciones de Dios en su Palabra.

Hay otra lección en la experiencia de aquellos judíos conversos. Cuando recibieron el bautismo de mano de Juan, no comprendieron completamente la misión de Jesús como Expiador del pecado. Pero cuando recibieron luz más clara, aceptaron alegremente a Cristo como su Redentor; y al recibir una fe más pura, se dio el cambio correspondiente en su vida. Como señal de este cambio y como reconocimiento de su fe en Cristo, fueron rebautizados en el nombre de Jesús.

Pablo continuó su obra en Éfeso por tres meses, y en la sinagoga “habló [...] con toda valentía [...]. Discutía acerca del reino de Dios”. Como en otros lugares, pronto se encontró con violenta oposición. “Algunos se negaron obstinadamente a creer, y ante la congregación hablaban mal del Camino”. Al ver que perseveraban en su rechazo al evangelio, el apóstol dejó de predicar en la sinagoga.

Se había presentado evidencia suficiente para convencer a todos los que desearan sinceramente la verdad, pero muchos rehusaron ceder aun a la evidencia más concluyente. Temiendo que los creyentes estuvieran en peligro por la continua asociación con estos opositores de la verdad, Pablo reunió a los discípulos en un cuerpo aparte, y continuó sus instrucciones públicas en la escuela de Tirano.

La batalla entre Cristo y Satanás en Éfeso
Pablo vio que se había “presentado una gran oportunidad para un trabajo eficaz” ante él, aunque había “muchos en [...] contra” (1 Cor. 16:9). Éfeso no solo era la más magnífica, sino también la más corrupta de las ciudades de Asia. Predominaban la superstición y el placer sensual. Bajo la sombra de sus templos los criminales de todos los niveles encontraban refugio, y abundaban los vicios degradantes.

La fama del magnífico templo de Diana de los efesios se extendía por todo

el mundo. Su esplendor era el orgullo de la nación. El ídolo dentro del templo fue declarado como caído del cielo. Se habían escrito libros para explicar el significado de los símbolos inscriptos en ella. Entre los que estudiaban con detenimiento estos libros, había muchos magos que ejercían una influencia poderosa sobre los supersticiosos adoradores de la imagen que estaba en el templo.

El poder de Dios acompañó los esfuerzos de Pablo en Éfeso, y muchos fueron sanados de sus enfermedades físicas. Estas manifestaciones de poder sobrenatural fueron mucho más potentes que lo que alguna vez se hubiese visto en Éfeso y no pudieron ser imitadas por la habilidad de prestidigitadores ni los encantamientos del brujo. Como estos milagros fueron realizados en el nombre de Jesús, la gente tuvo la oportunidad de ver que el Dios del cielo era más poderoso que los magos de la diosa Diana. De esta forma, Dios exaltó a su siervo inmensurablemente por encima del más poderoso de los magos.

Pero aquel a quien todos los espíritus del mal están sujetos estaba a punto de traer una derrota aún mayor sobre aquellos que despreciaban y profanaban su santo nombre. La brujería había sido prohibida por la ley mosaica, pero había sido practicada en secreto por los judíos apóstatas. Había en Éfeso “algunos judíos que andaban expulsando espíritus malignos”, quienes, viendo las maravillosas obras por Pablo, “intentaron invocar sobre los endemoniados el nombre del Señor Jesús”. “Esto lo hacían siete hijos de un tal Esceva, que era uno de los jefes de los sacerdotes judíos”. Al encontrar un hombre poseído por un demonio, le dijeron: “¡En el nombre de Jesús, a quien Pablo predica, les ordeno que salgan!” Pero “el espíritu maligno les replicó: ‘Conozco a Jesús, y sé quién es Pablo, pero ustedes, ¿quiénes son?’ Y abalanzándose sobre ellos, el hombre que tenía el espíritu maligno los dominó a todos. Los maltrató con tanta violencia que huyeron de la casa desnudos y heridos”.

De esta forma se dio prueba irrefutable de la santidad del nombre de Cristo y del peligro de invocarlo sin fe en la divinidad de la misión del Salvador. “El temor se apoderó de todos ellos, y el nombre del Señor Jesús era glorificado”.

Los hechos previamente escondidos ahora fueron traídos a la luz. En cierta

medida, algunos de los creyentes aún continuaban la práctica de la magia. Convencidos de su error, muchos creyentes “llegaban ahora y confesaban públicamente sus prácticas malvadas. Un buen número de los que practicaban la hechicería juntaron sus libros en un montón y los quemaron delante de todos. Cuando calcularon el precio de aquellos libros, resultó un total de cincuenta mil monedas de plata. Así la palabra del Señor crecía y se difundía con poder arrollador”.

Al quemar sus libros de magia, los conversos efesios mostraron que ahora aborrecían las cosas en las que una vez se habían deleitado. Por medio de la magia, habían ofendido especialmente a Dios y puesto en peligro sus vidas, y ahora mostraron contra ella su indignación. Así dieron evidencia de su verdadera conversión.

Por qué fueron quemados los libros satánicos
Estos tratados de adivinación eran los reglamentos de la adoración a Satanás, instrucciones para solicitar su ayuda y obtener información acerca de él. Al retener estos libros, los discípulos se hubiesen expuesto a la tentación; al venderlos, hubiesen expuesto a la tentación a otras personas. A fin de destruir el poder del reino de las tinieblas, no vacilaron en realizar ningún sacrificio. Así triunfó la verdad por encima de su amor al dinero. Se ganó una victoria poderosa en cada fortaleza de la superstición. La influencia de lo que había acontecido ahora se esparcía mucho más de lo que Pablo se imaginaba.

La hechicería se practica en esta época de la misma forma que en los días de los magos de la antigüedad. Por medio del espiritismo moderno, Satanás se presenta bajo el disfraz de amigos que ya no están. Las Escrituras declaran que “los muertos no saben nada” (Ecl. 9:5). No se comunican con los vivos.

Pero Satanás emplea este recurso para ganar control sobre las mentes. Por medio del espiritismo, muchos de los enfermos, los afligidos y los curiosos se están comunicando con espíritus del mal. Todos los que hacen esto están en terreno peligroso.

Los magos de los tiempos paganos tienen su contraparte en los médiums espiritistas y en los adivinos de hoy. Las voces místicas de Endor y Éfeso aún

están engañando a los hijos de los hombres por medio de sus palabras mentirosas. Los ángeles malignos están empleando todas sus artes para engañar y destruir. Donde sea que una influencia haga que los hombres olviden a Dios, ahí está Satanás ejerciendo su poder hechicero. Cuando los hombres se rinden a su influencia, la mente se confunde y el corazón se contamina. “No tengan nada que ver con las obras infructuosas de la oscuridad, sino más bien denúncienlas” (Efe. 5:11). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 28

El motín del platero en Éfeso

Este capítulo está basado en Hechos 19:21 al 41; 20:1.

 

Durante más de tres años, Éfeso fue el centro de la obra de Pablo. Se levantó una iglesia próspera, y desde esta ciudad el evangelio se esparció por toda Asia entre judíos y gentiles.

El apóstol “tomó la determinación de ir a Jerusalén, pasando por Macedonia y Acaya. Decía: ‘Después de estar allí, tengo que visitar Roma’ ”. De acuerdo con este plan, “envió a Macedonia a dos de sus ayudantes, Timoteo y Erasto”. Pero sintiendo que Éfeso aún demandaba su presencia, decidió permanecer allí hasta después de Pentecostés. Pronto sucedió algo que apresuró su partida.

Una vez al año se celebraba en Éfeso unas ceremonias especiales en honor a la diosa Diana, que atraían grandes multitudes. Este tiempo de fiesta era un momento de prueba para los que recién habían entrado en la fe. Los creyentes que se encontraban en la escuela de Tirano eran una nota discordante en el coro festivo, y se los hacía objeto del ridículo y los insultos.

Las labores de Pablo habían dado un golpe eficaz a la adoración pagana, y hubo un decaimiento notorio en la asistencia a las fiestas nacionales y en el entusiasmo de los adoradores. La influencia de sus enseñanzas se extendió mucho más allá de los conversos. Muchos de aquellos que no habían aceptado las nuevas doctrinas llegaron a iluminarse a punto tal que perdieron toda confianza en sus dioses paganos.

También había otra causa de descontento. Había crecido el negocio lucrativo de la venta de pequeños santuarios e imágenes moldeados a semejanza del templo y de la imagen de Diana. Pero ahora, los que estaban

en esta industria vieron que sus ganancias disminuían, y atribuyeron el desagradable cambio a las labores de Pablo.

Demetrio, un fabricante de templos de plata, reunió a los demás hombres que trabajaban en este oficio y les dijo: “Compañeros, ustedes saben que obtenemos buenos ingresos de este oficio. Les consta, además, que el tal Pablo ha logrado persuadir a mucha gente no solo en Éfeso, sino en casi toda la provincia de Asia. Él sostiene que no son dioses los que se hacen con las manos. Ahora bien, no solo hay el peligro de que se desprestigie nuestro oficio, sino también de que el templo de la gran diosa Artemisa [Diana] sea menospreciado, y que la diosa misma, a quien adora toda la provincia de Asia y el mundo entero, sea despojada de su divina majestad”. El pueblo fue así excitado, y “se enfurecieron y comenzaron a gritar: ‘¡Grande es Artemisa [Diana] de los efesios!’ ”

Rápidamente comenzó a circular el informe de este discurso y “toda la ciudad se alborotó”. Buscaron a Pablo, pero no lo encontraron. Sus hermanos se habían apresurado para sacarlo de ese lugar. Habían sido enviados ángeles para cuidar del apóstol; su hora de morir como mártir aún no había llegado.

Al fracasar en encontrar el objeto de su ira, la turba apresó a “Gayo y a Aristarco, compañeros de viaje de Pablo, que eran de Macedonia”, y se precipitaron en el teatro.

El apóstol estaba ansioso por defender la verdad ante la multitud
Pablo, a una distancia no muy grande, pronto se enteró del peligro que corrían sus hermanos. Olvidando su propia seguridad, deseó ir de una vez al teatro para dirigirse a los rebeldes. Pero “los discípulos no se lo permitieron”. No se hizo un daño grave a Gayo ni a Aristarco, pues no eran ellos su objetivo; pero si hubiesen visto al agobiado apóstol se hubiesen despertado las peores pasiones en la turba, y no hubiese habido posibilidad humana alguna de salvar su vida.

Finalmente Pablo fue disuadido por un mensaje del teatro. Algunos amigos

suyos le rogaron “que no se arriesgara a entrar en el teatro”.

El tumulto crecía cada vez más. “Había confusión en la asamblea. Cada uno gritaba una cosa distinta, y la mayoría ni siquiera sabía para qué se habían reunido”. Los judíos, ansiosos por mostrar que no eran simpatizantes de Pablo y su obra, trajeron a algunos de su grupo para presentar el asunto ante el pueblo. El orador elegido fue Alejandro, un herrero que Pablo más adelante mencionó como alguien que le hizo mucho daño (ver 2 Tim. 4:14). Alejandro empleó todas sus energías en dirigir la ira del pueblo en contra de Pablo y sus colaboradores. Pero la multitud, viendo que era judío, lo echó a un lado, y “todos se pusieron a gritar al unísono como por dos horas: ‘¡Grande es Artemisa [Diana] de los efesios!’ ”

Finalmente hubo un silencio momentáneo. Luego, el secretario del concejo municipal, en virtud de su cargo, hizo que lo escucharan. Mostró que no había motivo para el presente tumulto y apeló a su razón.

“ ‘¿Acaso no sabe todo el mundo que la ciudad de Éfeso es guardiana del templo de la gran Artemisa y de su estatua bajada del cielo? Ya que estos hechos son innegables, es preciso que ustedes se calmen y no hagan nada precipitadamente. Ustedes han traído a estos hombres, aunque ellos no han cometido ningún sacrilegio ni han blasfemado contra nuestra diosa. Así que, si Demetrio y sus compañeros de oficio tienen alguna queja contra alguien, para eso hay tribunales y gobernadores. Vayan y presenten allí sus acusaciones unos contra otros. Si tienen alguna otra demanda, que se resuelva en legítima asamblea. Tal y como están las cosas, con los sucesos de hoy corremos el riesgo de que nos acusen de causar disturbios. ¿Qué razón podríamos dar de este alboroto, si no hay ninguna?’ Dicho esto, despidió la asamblea”.

En su discurso, Demetrio reveló la razón real del tumulto, y también de mucha de la persecución que siguió a los apóstoles: “Hay el peligro de que se desprestigie nuestro oficio”. Por el avance del evangelio, el negocio de la fabricación de imágenes estaba en peligro. Los ingresos de los sacerdotes y los artesanos paganos estaban en juego.

La decisión del escribano y de los demás en la ciudad había presentado a Pablo ante la gente como inocente de cualquier acto ilegal. Dios había levantado a un gran magistrado para vindicar a su apóstol y mantener en orden a la turba. El corazón de Pablo estaba lleno de gratitud a Dios porque su vida había sido preservada y el cristianismo no había caído en deshonra por el tumulto en Éfeso.

“Cuando cesó el alboroto, Pablo mandó llamar a los discípulos y, después de animarlos, se despidió y salió rumbo a Macedonia”.

Pablo soporta oposición de enemigos y deserción de amigos
El ministerio de Pablo en Éfeso había sido de incesante labor, muchas pruebas y profunda angustia. Había enseñado en público y de casa en casa, instruyendo y amonestando. Continuamente había recibido oposición de parte de los judíos; y mientras luchaba así contra la oposición, impulsaba incansablemente la obra evangélica y velaba por la iglesia naciente, soportaba sobre sí una pesada carga por todas las iglesias. Las noticias de apostasía en algunas de las iglesias le causaron gran pesar. Muchas noches pasó en desvelo, para orar fervientemente al enterarse de los métodos utilizados para contrarrestar su tarea.

Siempre que tenía oportunidad, escribía a las iglesias, amonestando, aconsejando, advirtiendo y animando. En estas cartas, a veces se vislumbran destellos ocasionales de sus sufrimientos por la causa de Cristo. Soportó azotes y prisiones, frío, hambre y sed, peligros en tierra y mar, en la ciudad y en el desierto, de parte de sus propios compatriotas, de los paganos y de falsos hermanos; todo, por el evangelio. Fue difamado, maldecido, considerado como el desecho de todos, angustiado, perseguido, atribulado en todas las cosas, en peligro a toda hora, siempre librado a la muerte por causa de Jesús.

El intrépido apóstol casi se desanimaba. Pero miraba al Calvario, y con nuevo ardor avanzaba en la extensión del conocimiento del Crucificado. Estaba atravesando el sendero manchado con sangre que Cristo había atravesado antes que él. No buscó desertar de la batalla hasta que pudiese entregar su armadura a los pies de su Redentor. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 29

Desafío a las demandas y a la inmoralidad sexual

Este capítulo está basado en 1 Corintios.

 

Durante un año y medio Pablo había trabajado entre los creyentes de Corinto, señalándoles al Salvador crucificado y resucitado e instándolos a descansar plenamente en el poder transformador de su gracia. Antes de aceptarlos en la comunidad de la iglesia, había sido cuidadoso en instruirlos acerca de los deberes de los creyentes cristianos, y se había esforzado por ayudarlos a ser fieles a sus votos bautismales.

Pablo tenía una percepción aguda del conflicto que cada persona debía atravesar con los agentes del mal, y había trabajado incansablemente para fortalecer a estas personas jóvenes en la fe. Les había suplicado que se entregaran por completo a Dios, porque sabía que cuando la persona no llega a hacer una entrega completa, los pecados no son abandonados y las tentaciones confunden la conciencia. Toda persona débil, rodeada de dudas y de luchas, que se entrega enteramente al Señor es colocada en contacto directo con los agentes que le permiten vencer; cuenta con la ayuda de ángeles en todo momento de necesidad.

Los miembros de la iglesia de Corinto estaban rodeados de idolatría y sensualidad. Mientras los apóstoles estaban con ellos, estas influencias tenían poco poder sobre ellos. Las oraciones de Pablo, las palabras fervientes de instrucción y la vida piadosa los ayudaban a negarse a sí mismos, por causa de Cristo, en vez de disfrutar de los placeres del pecado.

Después de la partida de Pablo, sin embargo, muchos fueron volviéndose descuidados, y permitieron que los gustos naturales y las inclinaciones los controlaran. No fueron pocos los que en su conversión habían dejado de lado los hábitos del mal, pero ahora volvían a los degradantes pecados del

paganismo. Pablo había escrito brevemente, amonestándolos a que no se asociaran con los miembros que aún persistían en el libertinaje; pero muchos objetaron sus palabras y se excusaron a sí mismos por descuidar su instrucción.

La iglesia envió una carta a Pablo, pidiendo consejo en relación con varios asuntos, pero sin mencionar ninguno de los graves pecados que había entre ellos. El apóstol, sin embargo, recibió la impresión del Espíritu Santo de que el verdadero estado de la iglesia había sido ocultado.

Por esa época, llegaron a Éfeso miembros de la casa de Cloé, una familia cristiana de Corinto. Le dijeron a Pablo que la iglesia estaba dividida, y que las peleas que habían prevalecido durante la visita de Apolos habían aumentado grandemente. Los falsos maestros estaban llevando a los miembros a despreciar las instrucciones de Pablo. El orgullo, la idolatría y la sensualidad estaban aumentando de forma constante.

Pablo vio que sus peores miedos se habían convertido en más que una realidad. Pero no dio lugar al pensamiento de que esta obra había sido un fracaso. Con “gran angustia de corazón y con muchas lágrimas” (2 Cor. 2:4), buscó consejo en Dios. Con alegría hubiese visitado Corinto de inmediato, pero sabía que en su condición actual los creyentes no se beneficiarían de su tarea; por lo tanto, envió a Tito para preparar el camino para la visita que él mismo haría más adelante. Luego, el apóstol escribió a la iglesia de Corinto una de las cartas más ricas, instructivas y poderosas.

Con notable claridad contestó las preguntas y asentó principios generales que, si se ponían en práctica, los llevarían a un plano espiritual más elevado. Les advirtió fielmente acerca de los peligros y los reprendió por sus pecados. Les recordó los dones del Espíritu Santo que habían recibido, y les mostró que era su privilegio avanzar en la vida cristiana hasta que alcanzaran la pureza y la santidad de Cristo.

Pablo habló sin rodeos acerca de las peleas en la iglesia de Corinto. “Les suplico, hermanos”, les escribió, “que todos vivan en armonía y que no haya divisiones ente ustedes, sino que se mantengan unidos en un mismo pensar y

en un mismo propósito”. “Algunos de la familia de Cloé me han informado que hay rivalidades entre ustedes”.

La esencia de la inspiración de un profeta
Pablo fue un apóstol inspirado. La verdad que enseñaba la había recibido “por revelación”, pero aun así Dios no siempre le reveló la condición de su pueblo. Quienes estaban interesados en la iglesia habían presentado este asunto ante el apóstol, y por revelaciones divinas que había recibido anteriormente estuvo preparado para juzgar el carácter de esos fenómenos. Aunque Dios no le otorgó una nueva revelación para esta ocasión especial, los que buscaban la luz aceptaron su mensaje como si estuviese de acuerdo con la voluntad de Cristo. A medida que los males se fueron desarrollando, el apóstol reconoció su significado. Había sido puesto para defender a la iglesia.

¿No era correcto que hiciera caso de los informes de anarquía y divisiones entre ellos? Por supuesto que sí. Y la reprensión que envió fue escrita bajo la inspiración del Espíritu de Dios, como lo fueron sus otras cartas.

El apóstol no hizo mención de los falsos maestros que buscaban destruir el fruto de su labor. Con prudencia, evitó irritarlos con esas referencias. Llamó la atención a su propia obra como “maestro constructor”, que había puesto el fundamento sobre el cual otros construirían. “Somos colaboradores al servicio de Dios”. Él reconoció que solo el poder divino lo había capacitado para presentar la verdad de una forma que agradara a Dios. Pablo había comunicado lecciones que se aplicarían a todos los tiempos, en todos los lugares y bajo todas las circunstancias.

Un exconverso había apostatado de tal manera, que su vida licenciosa violentaba aun el estándar más bajo de moralidad establecido por los gentiles. El apóstol rogó a la iglesia que quitara a ese hombre de en medio de ellos. “Desháganse de la vieja levadura para que sean masa nueva, panes sin levadura, como lo son en realidad”.

Cómo tratar con las demandas entre miembros de iglesia
“Si alguno de ustedes tiene un pleito con otro, ¿cómo se atreve a presentar

demanda ante los inconversos, en vez de acudir a los creyentes?”, preguntó Pablo. “¿Acaso no saben que los creyentes juzgarán al mundo? Y, si ustedes han de juzgar al mundo, ¿cómo no van a ser capaces de juzgar casos insignificantes? ¿No saben que aun a los ángeles los juzgaremos? ¡Cuánto más los asuntos de esta vida! [...] Digo esto para que les dé vergüenza.

¿Acaso no hay entre ustedes nadie lo bastante sabio como para juzgar un pleito entre creyentes? Al contrario, un hermano demanda a otro, ¡y esto ante los incrédulos! En realidad, ya es una grave falla el solo hecho de que haya pleitos entre ustedes. ¿No sería mejor soportar la injusticia?”

Satanás está buscando constantemente introducir desconfianza, separación y malicia dentro del pueblo de Dios. A menudo seremos tentados a sentir que nuestros derechos son invadidos, aun cuando no haya una causa real para tales sentimientos. Los que colocan sus intereses en primer lugar recurrirán a cualquier recurso para mantenerlos así. Muchos, a causa del orgullo y la estima propia, son impedidos de ir en privado a quienes creen que están en el error, para hablar con ellos en el espíritu de Cristo y orar juntos. Cuando se sientan heridos por sus hermanos, algunos incluso recurrirán a la ley, en vez de seguir el mandato del Salvador.

Los cristianos no deberían recurrir a los tribunales civiles para solucionar las diferencias entre los miembros de iglesia. Aunque pueda haberse hecho injusticia, el seguidor del Jesús humilde y manso sufrirá solo y soportará la injusticia, en vez de exponer ante el mundo los pecados de sus hermanos de iglesia.

Los cristianos que recurren a la ley unos contra otros exponen a la iglesia al ridículo de sus enemigos. Están hiriendo a Cristo nuevamente y avergonzándolo. Al ignorar la autoridad de la iglesia, muestran desprecio hacia Dios, quien confirió a la iglesia su autoridad.

En su carta, Pablo se esforzó por mostrar a los corintios el poder de Cristo para alejarlos del mal. A fin de ayudarlos a romper la esclavitud del pecado, Pablo los instó a recordar los requerimientos de aquel a quien habían dedicado sus vidas: “Ustedes no son sus propios dueños; fueron comprados por un precio. Por tanto, honren con su cuerpo a Dios”.

Cómo vivir vidas puras en un mar de impureza
Pablo les rogó que controlaran sus pasiones y apetitos más bajos. Exaltó su naturaleza más elevada y los inspiró a esforzarse por tener una vida mejor.

Sabía que a cada paso del sendero cristiano los creyentes corintios enfrentarían oposición de Satanás, y tendrían que involucrarse en conflictos diariamente. Deberían rechazar los viejos hábitos y las inclinaciones naturales, siempre constantes en la oración y en la vigilancia. Pero Pablo también sabía que en Cristo crucificado se les ofrecía poder suficiente para capacitarlos para resistir toda tentación al mal.

Los creyentes corintios habían visto los primeros rayos del temprano amanecer de la gloria de Dios. El deseo de Pablo para ellos era que pudiesen seguir conociendo a aquel cuya salida se prepara como la mañana, y aprender de él hasta que llegaran a la plenitud del mediodía de la perfecta fe del evangelio. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 30

Pablo fortalece a la iglesia para todos los tiempos

Este capítulo está basado en 1 Corintios.

 

De todos los juegos instituidos entre los griegos y los romanos, las antiguas carreras pedestres de atletismo cerca de Corinto eran las más estimadas. Eran presenciadas por reyes, nobles y estadistas. Los jóvenes de clase alta participaban y ponían todo el esfuerzo y la disciplina necesarios para obtener el premio.

Los torneos se regían por regulaciones estrictas, a las que no se podía apelar. Los que deseaban participar tenían que pasar por un severo entrenamiento preparatorio. Estaban prohibidas las indulgencias dañinas en el apetito o cualquier cosa que disminuyera el vigor mental o físico. Los músculos debían estar fuertes, y los nervios bajo control. Las facultades físicas debían alcanzar el punto más alto.

A medida que los concursantes aparecían ante la expectante multitud, sus nombres eran celebrados y se establecían las reglas de la carrera con claridad. Entonces comenzaban todos juntos, y la atención de los espectadores fija en ellos los inspiraba en su determinación de ganar. Los jueces se sentaban cerca de la meta, para observar la carrera desde principio a fin y entregar el premio al verdadero ganador.

Se corrían grandes riesgos. Algunos competidores nunca se recuperaban de la tremenda exigencia física. No era inusual que los hombres cayeran durante el trayecto, con sus bocas y narices sangrando. A veces, los competidores caían muertos cuando estaban a punto de alcanzar la meta.

Cuando el ganador llegaba a la meta, los aplausos llenaban el aire. El juez le presentaba los emblemas de la victoria: una corona de laurel y una rama de

palmera para que llevara en su mano. Se lo alababa en todo el territorio, sus padres recibían honor y la ciudad en la que vivía era tenida en gran estima, por haber engendrado tan grande atleta.

Pablo se refirió a estas carreras como una figura de la batalla cristiana. “Todos los deportistas”, declaró, “se entrenan con mucha disciplina”. Los corredores ponen de lado cualquier indulgencia que los llevaría a debilitar los poderes físicos. ¡Cuánto más importante es que el cristiano tenga sus apetitos y pasiones bajo control y en conformidad con la voluntad de Dios! Nunca debe permitir que su atención se desvíe por los entretenimientos, los lujos o el ocio. La razón, iluminada por la Palabra de Dios y guiada por su Espíritu, debe llevar las riendas del control.

En los juegos corintios, las últimas zancadas de los competidores en la carrera se hacían con un esfuerzo agonizante para mantener la velocidad, sin que disminuyera. De la misma forma el cristiano, al aproximarse a la meta, debe avanzar con aún más determinación que al principio del trayecto.

Pablo contrasta la corona de laurel pasajera recibida en las carreras pedestres con la corona inmortal de gloria que será entregada al que corra con triunfo la carrera cristiana. “Ellos lo hacen”, él declara, “para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre”. Los corredores griegos no escatimaban ningún esfuerzo o disciplina. ¡Cuánto más cuidadoso y dispuesto debiera ser nuestro sacrificio y negación personal!

“Quitémonos todo peso que nos impida correr, especialmente el pecado que tan fácilmente nos hace tropezar. Y corramos con perseverancia la carrera que Dios nos ha puesto por delante. Esto lo hacemos al fijar la mirada en Jesús, el campeón que inicia y perfecciona nuestra fe” (Heb. 12:1, 2, NTV). La envidia, la malicia, los malos pensamientos, las malas palabras, la codicia: todos estos son los pesos que el cristiano debe dejar de lado. Cada práctica que trae deshonor a Cristo debe ser puesta aparte, sin importar el sacrificio.

Un solo pecado acariciado es suficiente para obrar la degradación del carácter y desviar a otros.

Ni siquiera después de haberse sometido a la renuncia personal y a una disciplina rígida, Los competidores de los juegos antiguos estaban seguros de la victoria. “En una carrera todos los corredores compiten, pero solo uno obtiene el premio”. Solo una mano podía asir la guirnalda codiciada. A medida que algunos se extendían hacia adelante para asegurarse el premio, un instante antes que ellos otro podía llegar a apoderarse del codiciado tesoro.

La carrera en la que todos pueden ganar
En la batalla del cristiano, ni una sola persona que actúe de acuerdo con las condiciones quedará decepcionada al final de la carrera. Tanto el santo más débil como el más fuerte puede usar la corona de gloria inmortal. Muy a menudo los principios establecidos en la Palabra de Dios son pasados por alto como si no tuviesen importancia, como si fuesen muy triviales para demandar atención. Pero nada es tan pequeño que no pueda ayudar o estorbar. Y la recompensa dada a aquellos que ganan será proporcional a la energía y el esfuerzo con el que hayan luchado.

El apóstol se comparó a sí mismo con un hombre que corre en una carrera, esforzando cada nervio para ganar. “Así que yo no corro como quien no tiene meta”, dice. “No lucho como quien da golpes al aire. Más bien, golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado”. La frase “golpeo mi cuerpo” literalmente significa someter los deseos, los impulsos y las pasiones a una severa disciplina.

Pablo se daba cuenta de que su conversación, su influencia, su rechazo a rendirse a la autogratificación, debían mostrar que su religión no era una mera profesión, sino una conexión viva y diaria con Dios. Una meta que siempre buscó alcanzar: “la que se obtiene mediante la fe en Cristo” (Fil. 3:9).

Pablo se daba cuenta de la necesidad de poner una cuidadosa guardia sobre sí mismo, para que los deseos terrenales no superaran el celo espiritual.

Siguió luchando contra las inclinaciones naturales. Sus palabras, sus prácticas, sus pasiones, todas fueron puestas bajo el dominio del Espíritu de Dios.

Pablo sabía que los creyentes corintios tenían ante ellos una vida de lucha, de la cual no habría liberación. Les rogó que dejaran de lado todo peso y que avanzaran hacia la meta de la perfección en Cristo.

Les recordó la forma milagrosa por la que los hebreos fueron guiados fuera de Egipto y conducidos a través del mar Rojo, mientras que los egipcios, intentando cruzar de la misma forma, murieron todos ahogados. Los israelitas “comieron el mismo alimento espiritual y tomaron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los acompañaba, y la roca era Cristo”. Los hebreos tenían a Cristo como jefe. La roca golpeada lo tipificó, herida por las transgresiones de los hombres a fin de que la corriente de salvación pudiera fluir para todos.

Aun así, por causa del anhelo de los hebreos por los lujos que habían dejado atrás en Egipto, y debido a su rebelión, los juicios de Dios vinieron sobre ellos. “Todo eso sucedió”, declaró el apóstol, “para servirnos de ejemplo, a fin de que no nos apasionemos por lo malo, como lo hicieron ellos”. El amor por la comodidad y el placer había preparado el camino para pecados que reclamaban la venganza de Dios. Cuando los hijos de Israel se sentaron para comer y beber y se levantaron para jugar, pusieron de lado el temor a Dios.

Haciendo un becerro de oro, lo adoraron. Y fue después de una lujuriosa fiesta conectada con la adoración a Baal-peor que muchos hebreos cayeron en una conducta licenciosa. La ira de Dios se despertó, y en un día veintitrés mil fueron asesinados por la plaga.

Si los corintios se enorgullecían y confiaban mucho en sí mismos, caerían en un grave pecado. A pesar de eso, Pablo les aseguró: “Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida, a fin de que puedan resistir”.

Pablo instó a sus hermanos a no hacer nada, sin importar cuán inocente fuera, que aparentase fomentar la idolatría u ofender a aquellos que pudiesen estar débiles en la fe. “Ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios. No hagan tropezar a nadie, ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios”.

Las palabras del apóstol son especialmente aplicables en nuestros días. Por idolatría él entendía no solo la adoración a los ídolos, sino al servicio a uno mismo, el amor a la comodidad, la gratificación de los apetitos y las pasiones. Una religión que santifica la indulgencia propia no es la religión de Cristo.

Al comparar a la iglesia con el cuerpo humano, el apóstol ilustró la relación cercana que debería existir entre todos los miembros de la iglesia. “El cuerpo no consta de un solo miembro, sino de muchos. Si el pie dijera: ‘Como no soy mano, no soy del cuerpo’, no por eso dejaría de ser parte del cuerpo. Y, si la oreja dijera: ‘Como no soy ojo, no soy del cuerpo’, no por eso dejaría de ser parte del cuerpo. [...] En realidad, Dios colocó cada miembro del cuerpo como mejor le pareció. [...] Así Dios ha dispuesto los miembros de nuestro cuerpo, dando mayor honra a los que menos tenían, a fin de que no haya división en el cuerpo, sino que sus miembros se preocupen por igual unos por otros. Si uno de los miembros sufre, los demás comparten su sufrimiento; y, si uno de ellos recibe honor, los demás se alegran con él. Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro de ese cuerpo”.

La importancia del amor
Y luego Pablo presentó la importancia del amor, en palabras que desde entonces han sido fuente de inspiración y aliento: “Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso”.

No importa cuán noble sea lo profesado, aquel cuyo corazón no está lleno de amor a Dios y su prójimo, no es un verdadero discípulo de Cristo. En su celo, puede incluso llegar a sufrir una muerte de mártir, pero si no lo hace por amor, será un entusiasta iluso o un hipócrita ambicioso.

“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso”. Los caracteres más nobles se construyen sobre el fundamento de la paciencia, el amor y la sumisión a la voluntad de Dios.

El amor “no se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor”. El amor similar al de Cristo concibe de la mejor forma los motivos y las acciones de los demás. No escucha ansiosamente informes desfavorables, sino que busca traer a la mente las buenas cualidades de los demás.

Este amor “jamás se extingue”. Como un precioso tesoro, su portador lo introducirá a través de las puertas de la ciudad de Dios.

La resurrección clarifica toda la verdad de las Escrituras
Entre los creyentes corintios, algunos habían llegado a negar la doctrina de la resurrección. Pablo enfrentó esta herejía con un testimonio muy contundente respecto de la evidencia incuestionable de la resurrección de Cristo. Él “resucitó al tercer día según las Escrituras, y [...] se apareció a Cefas, y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía, aunque algunos han muerto.

Luego se apareció a Jacobo, más tarde a todos los apóstoles, y, por último, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí”.

“Si no hay resurrección”, argumentó Pablo, “entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y, si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve para nada, como tampoco la fe de ustedes. [...] Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y, si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía están en sus pecados. En este caso, también están perdidos los que murieron en Cristo. Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera solo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales”.

“Fíjense bien en el misterio que les voy a revelar: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad”.

El apóstol buscaba presentar a los creyentes corintios algo que los elevara del egoísmo y la sensualidad y glorificara la vida con la esperanza de inmortalidad. “Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano”.

Así habló el apóstol con firmeza, pero con amor. La luz del Trono de Dios estaba brillando para revelar los pecados ocultos que estaban arruinando sus vidas. ¿Cómo recibirían esto?

Pablo temía que los hubiese herido muy profundamente y se alejaran más aún, y en ocasiones quiso retirar lo dicho. Quienes se hayan sentido responsables por iglesias o instituciones, pueden entender su depresión y sentido de culpa. Los siervos de Dios que llevan la carga de su obra para este tiempo entienden un poco de la misma experiencia de trabajo, conflicto y cuidado ansioso. Preocupado por las divisiones de la iglesia, consciente del peligro que corrían las iglesias que habían abrigado la iniquidad, llamado a dar un testimonio directo para reprender el pecado, Pablo estaba además atravesando el temor de haber sido demasiado severo. Con ansiedad, esperó recibir alguna noticia en cuanto a la recepción de su mensaje. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 31

Corinto acepta el consejo de Pablo

Este capítulo está basado en 2 Corintios.

 

La “preocupación por todas las iglesias”, y en particular por la iglesia en Corinto, pesaba grandemente sobre el corazón de Pablo. Él había anhelado encontrarse con Tito en Troas, y escuchar de él cómo los hermanos corintios habían recibido el consejo y la reprensión que había enviado, pero quedó decepcionado. “Me sentí intranquilo”, escribió, “por no haber encontrado allí a mi hermano Tito”. Así que, se fue de Troas y cruzó hacia Macedonia, donde se encontró con Timoteo en Filipos.

En ocasiones Pablo se sentía abrumado por una profunda tristeza, al pensar que su amonestación a la iglesia de Corinto podría haber sido malinterpretada. Más tarde escribió: “Nos vimos acosados por todas partes; conflictos por fuera, temores por dentro. Pero Dios, que consuela a los abatidos, nos consoló con la llegada de Tito”.

Este mensajero fiel trajo las animadoras noticias de que se había producido un cambio maravilloso entre los creyentes corintios. Muchos habían aceptado la instrucción de la carta de Pablo y se habían arrepentido. Sus vidas ya no eran una deshonra para el cristianismo.

Lleno de gozo, el apóstol envió otra carta, expresando la alegría de su corazón: “Si bien los entristecí con mi carta, no me pesa. Es verdad que antes me pesó”. Hubo veces en que Pablo se arrepintió por lo que había escrito tan severamente. “Sin embargo, ahora me alegro, no porque se hayan entristecido, sino porque su tristeza los llevó al arrepentimiento. [...] La tristeza que proviene de Dios produce el arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse”. El arrepentimiento producido por la gracia divina llevará a la confesión y al abandono del pecado.

Pablo había estado llevando una pesada carga, casi insoportable, en su corazón por las iglesias. Los falsos maestros habían buscado imponer sus propias doctrinas, en lugar de la verdad del evangelio. El desánimo que rodeaba a Pablo se revela en las palabras: “Estábamos tan agobiados bajo tanta presión que hasta perdimos la esperanza de salir con vida”.

Pero ahora se le había quitado un motivo de ansiedad. Pablo exclamó con gozo: “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren. [...] Firme es la esperanza que tenemos en cuanto a ustedes, porque sabemos que, así como participan de nuestros sufrimientos, así también participan de nuestro consuelo”.

El gozo de Pablo por su reconversión
Pablo atribuyó a Dios toda la alabanza por su reconversión y transformación de corazón y de vida: “Gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros, esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque para Dios nosotros somos el aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden”. Era costumbre que un general, al salir victorioso en la guerra, al regresar trajera consigo una caravana de cautivos. Se asignaban portadores de incienso, y a medida que el ejército marchaba triunfantemente hacia su hogar el olor fragante era, para los cautivos destinados a morir, un aroma de muerte, que mostraba que se estaban aproximando al momento de su ejecución; pero para los prisioneros cuyas vidas habían sido favorecidas por el vencedor, era un aroma de vida, porque mostraba que su libertad estaba cerca.

Pablo sentía que esta vez Satanás no triunfaría en Corinto. Él y sus colaboradores celebrarían la victoria avanzando con nuevo celo para difundir, como el incienso, la fragancia del evangelio por todo el mundo. Para los que aceptaran a Cristo, el mensaje sería un aroma de vida, pero para los que perseveraran en la incredulidad, sería un aroma de muerte.

Al darse cuenta de la magnitud abrumadora de la obra, Pablo exclamó: “¿Y quién es competente para semejante tarea?” ¿Quién es capaz de predicar a Cristo de tal forma que sus enemigos no tengan justa causa para menospreciar al mensajero o al mensaje? La fidelidad en predicar la Palabra, unida a una vida pura y consecuente, puede por sí misma hacer que los esfuerzos de los ministros sean aceptables para Dios.

Hubo algunos que acusaron a Pablo de alabarse a sí mismo al escribir su primera carta: “¿Acaso comenzamos otra vez a recomendarnos a nosotros mismos?” preguntó. “¿O acaso tenemos que presentarles o pedirles a ustedes cartas de recomendación, como hacen algunos?” Los creyentes que se mudaban a nuevos lugares a menudo llevaban consigo cartas de recomendación de la iglesia, pero los fundadores de estas iglesias no necesitaban una recomendación como esta. Los creyentes corintios, que habían sido guiados de la adoración de los ídolos al evangelio, eran toda la recomendación que Pablo necesitaba. La reforma en sus vidas daba testimonio elocuente de su labor y su autoridad como ministro de Cristo. “Ustedes mismos son nuestra carta, escrita en nuestro corazón, conocida y leída por todos. Es evidente que ustedes son una carta de Cristo, expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones”.

La carrera más maravillosa
La conversión de los pecadores y su santificación por medio de la verdad es la prueba más fuerte que un ministro puede tener de que Dios lo ha llamado. La evidencia de su apostolado está escrita en los corazones de los convertidos, y da testimonio de sus vidas renovadas. Un ministro es grandemente fortalecido por estas pruebas de su ministerio.

Aunque en esta época existen muchos predicadores, hay gran escasez de ministros capaces, santos, hombres llenos del amor que moraba en el corazón de Cristo. El orgullo, la autosuficiencia, el amor al mundo, la crítica, son el fruto que producen muchos de los que, mientras profesan la religión de Cristo, dan con sus vidas un testimonio triste del carácter de la obra ministerial bajo la cual se “convirtieron”.

Un hombre no puede tener mayor honor que el ser aceptado por Dios como ministro del evangelio. Pero aquellos a quienes Dios bendice con poder y éxito reconocen su dependencia completa de él; no tienen poder en sí mismos. Con Pablo, dicen: “No es que nos consideremos competentes en nosotros mismos. Nuestra capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado para ser servidores de un nuevo pacto”. Un verdadero ministro se da cuenta de que mantiene con la iglesia y con el mundo una relación similar a la que Cristo mantenía. Trabaja incansablemente para llevar a los pecadores a una vida más noble y elevada. Exalta a Jesús como la única esperanza del pecador. Los que lo oyen saben que se ha acercado a Dios por la oración ferviente y eficaz. El Espíritu Santo ha reposado sobre él. Su corazón ha sentido el fuego vital y celestial. Los corazones son quebrantados por su presentación del amor de Dios y muchos son llevados a preguntar: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”

“No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor; nosotros no somos más que servidores de ustedes por causa de Jesús. Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo”.

Así magnificaba el apóstol la gracia y la misericordia de Dios, manifestada por el sagrado cometido a él asignado. Él y sus hermanos habían sido sustentados en aflicción y peligro por la abundante misericordia de Dios. No habían escondido la verdad para hacer que su enseñanza fuese atractiva.

Habían hecho que su conducta estuviese en armonía con su enseñanza, para que la verdad pudiera ser aceptable a la conciencia de cada hombre.

“Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro”, continuó el apóstol, “para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros”. No fue el plan de Dios proclamar su verdad por medio de ángeles sin pecado. El tesoro invaluable es colocado en vasijas de barro, seres humanos. Por medio de ellos debe brillar su gloria. Deben encontrar al pecador y al necesitado, y guiarlos a la Cruz.

Pablo mostró que al elegir el servicio de Cristo no había sido inducido por motivos egoístas. “Por todos lados nos presionan las dificultades”, escribió,

“pero no nos aplastan. Estamos perplejos, pero no caemos en la desesperación. Somos perseguidos pero nunca abandonados por Dios. Somos derribados, pero no destruidos. Mediante el sufrimiento, nuestro cuerpo sigue participando de la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús también pueda verse en nuestro cuerpo” (NTV).

Como mensajeros de Cristo, él y sus colaboradores estaban continuamente en peligro. “Pues a nosotros, los que vivimos, siempre se nos entrega a la muerte por causa de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo mortal”. Por medio de la privación y el esfuerzo, estos ministros se estaban conformando a la muerte de Cristo, pero aquello que estaba obrando la muerte en ellos estaba trayendo vida a los corintios. Ante esta perspectiva, los seguidores de Jesús no debían aumentar las cargas y las pruebas de los obreros mediante el descuido y el desafecto.

Nada podía inducir a Pablo a esconder la convicción de su corazón. Él no buscaría las riquezas o los placeres por medio de la conformidad a las opiniones del mundo. Aunque estaba en constante peligro de martirio, no fue intimidado porque sabía que el que había muerto y resucitado lo levantaría de la tumba y lo presentaría ante el Padre.

La Cruz logra una verdadera conversión
Los apóstoles no predicaban el evangelio para engrandecerse a sí mismos. La esperanza de salvar a las personas hacía que no cesaran en sus esfuerzos a pesar del peligro o del sufrimiento.

“Por tanto no nos desanimamos”, declaró Pablo. “Aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día”. Aunque su fuerza física estaba disminuyendo, proclamó el evangelio inquebrantablemente. Este héroe de la Cruz avanzaba en el conflicto. “Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno”.

El apóstol exhortó a sus hermanos corintios a que consideraran nuevamente el incomparable amor de su Redentor: “Ya conocen la gracia de nuestro

Señor Jesucristo, que, aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos”. Conocen la altura desde la que se rebajó, la profundidad de la humillación a la cual descendió. No hubo descanso para él entre el Trono y la Cruz.

Pablo se detuvo en cada punto, para que aquellos que leyeran su carta pudieran comprender la condescendencia del Salvador. El apóstol trazó la historia de Cristo en su igualdad con Dios y la adoración de los ángeles junto con el Padre, hasta que alcanzó las profundidades de la humillación. Pablo estaba convencido de que si podían comprender el maravilloso sacrificio hecho por la Majestad del cielo, todo egoísmo sería erradicado de sus vidas. El Hijo de Dios se había humillado a sí mismo como un siervo, haciéndose obediente hasta la muerte, “y muerte de cruz” (Fil. 2:8), con el propósito de que pudiese levantar a los hombres caídos de la degradación.

Cuando estudiamos el carácter divino a la luz de la Cruz, vemos misericordia, ternura y perdón fusionados con equidad y justicia. Vemos en medio del trono a uno que lleva en sus manos y pies y costado las marcas del sufrimiento soportado para reconciliar al hombre con Dios. Vemos a un Padre que nos recibe por los méritos de su Hijo. La nube de venganza que amenazaba solo con la miseria y la desesperación revela, gracias a la luz reflejada por la Cruz, la escritura de Dios: ¡Vive, creyente arrepentido! He pagado el rescate.

Al contemplar a Cristo, descansamos en la orilla de un amor que es inmensurable. Intentamos hablar de él, pero las palabras no alcanzan. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1 Juan 4:10). Y este amor arderá en el altar del corazón del verdadero discípulo.

Fue en la Tierra que el amor de Dios se reveló por medio de Cristo. Es en la Tierra que sus hijos deberán reflejar su amor por medio de vidas sin mancha. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 32

El gozo de dar generosamente

 

En su primera carta a los creyentes corintios, Pablo les dio instrucción acerca de cómo sostener la obra de Dios. Preguntó: “¿Qué soldado presta servicio militar pagándose sus propios gastos? ¿Qué agricultor planta un viñedo y no come de sus uvas? ¿Qué pastor cuida un rebaño y no toma de la leche que ordeña? No piensen que digo esto solamente desde un punto de vista humano. [...] Porque en la ley de Moisés está escrito: ‘No le pongas bozal al buey mientras esté trillando’. ¿Acaso se preocupa Dios por los bueyes, o lo dice más bien por nosotros? Por supuesto que lo dice por nosotros, porque cuando el labrador ara y el segador trilla, deben hacerlo con la esperanza de participar de la cosecha” (1 Cor. 9:7-10).

El apóstol preguntó después: “¿No saben que los que sirven en el templo reciben su alimento del templo, y que los que atienden el altar participan de lo que se ofrece en el altar? Así también el Señor ha ordenado que quienes predican el evangelio vivan de este ministerio” (1 Cor. 9:13, 14).

Los sacerdotes que ministraban en el Templo eran mantenidos por sus hermanos, a quienes les ministraban bendiciones espirituales. “Los descendientes de Leví que reciben el sacerdocio tienen, por ley, el mandato de cobrar los diezmos del pueblo” (Heb. 7:5). La tribu de Leví fue elegida por el Señor para el sacerdocio (ver Deut. 18:5). Dios reclamaba un décimo de todas las ganancias, y consideraba como robo la retención del diezmo.

Pablo se refirió a este plan para el sostén del ministerio cuando dijo: “Así también el Señor ha ordenado que quienes predican el evangelio vivan de este ministerio”. “El trabajador merece que se le pague su salario” (1 Tim. 5:18).

El pago del diezmo era solo una parte del plan de Dios para el sostén de su servicio. Se enseñaba a la gente a tener un espíritu de generosidad. Se especificaban numerosos regalos y ofrendas. En la cosecha y en la vendimia, los primeros frutos del campo eran consagrados al Señor. Las espigas y los bordes de los campos estaban reservados para los pobres. Las primicias de la lana cuando se esquilaba a las ovejas y del grano cuando el trigo era trillado, se apartaban para Dios. De la misma forma sucedía con el primogénito de los animales, y se pagaba un precio de redención por el hijo primogénito.

De esta forma se recordaba a la gente que Dios era el propietario de sus campos, rebaños y manadas; era él quien enviaba el sol y la lluvia que maduraba la cosecha. Ellos eran, simplemente, mayordomos de sus bienes.

¿Deberían dar menos los seguidores de Cristo?

La generosidad que se requería de los hebreos era en gran parte para beneficiar a su propia nación; hoy, Cristo ha puesto sobre sus seguidores la responsabilidad de dar las buenas noticias de la salvación al mundo. Nuestras obligaciones son mucho mayores que las de aquellos del antiguo Israel. A medida que la obra de Dios se extiende, vendrán pedidos de ayuda con más frecuencia. Los cristianos deberían prestar atención a la orden: “Traigan íntegro el diezmo para los fondos del templo, y así habrá alimento en mi casa” (Mal. 3:10). Si los profesos cristianos dieran fielmente a Dios sus diezmos y ofrendas, no habría necesidad de recurrir a ferias, loterías o fiestas de placer para recaudar fondos.

Muchos miembros de iglesia no dudan en hacer gastos extravagantes para la gratificación del apetito, el adorno personal o el embellecimiento de sus hogares. Pero cuando se les pide que den a la tesorería de Dios, objetan y entregan una suma mucho más pequeña que la que a menudo gastan en gustos innecesarios. No manifiestan amor real por el servicio a Cristo ni un interés sincero por la salvación de las personas. La vida cristiana de esas personas es una existencia enfermiza y empequeñecida.

El corazón que está encendido con el amor de Cristo considerará que es un placer ayudar en el avance de la obra más elevada y santa alguna vez encomendada a los hombres: presentar al mundo las riquezas de la bondad, la misericordia y la verdad. El espíritu de generosidad es el espíritu del cielo.

Este espíritu encuentra su manifestación más elevada en el sacrificio de Cristo en la cruz. El Padre dio a su Hijo unigénito, y Cristo se dio a sí mismo para que el hombre pudiese ser salvo. La cruz del Calvario debería despertar la benevolencia de todo seguidor del Salvador. El principio allí ilustrado es dar y dar.

El espíritu de egoísmo es el espíritu de Satanás. El principio ilustrado en las vidas de los mundanos es conseguir y conseguir, esperando hallar la felicidad. Pero el fruto de su siembra es miseria y muerte.

Bendiciones de las ofrendas de gratitud
Los hijos de Dios no solo deberían rendir al Señor la porción que le pertenece, sino además deberían traer una ofrenda de gratitud, los primeros frutos de su abundancia: sus más selectas posesiones, su mejor y más santo servicio. Así obtendrán ricas bendiciones. Dios hará que sus corazones sean un jardín de riego. Y las gavillas que puedan llevar al Maestro serán la recompensa de su uso desinteresado de los talentos que les fueron prestados.

Los mensajeros escogidos de Dios nunca deberían ser llamados a servir a sus propias expensas, sin la ayuda cordial de sus hermanos. Los miembros de iglesia deben tratar generosamente a los que dejan un empleo secular para entregarse al ministerio. Cuando se anima a los ministros de Dios, su causa avanza mucho.

El desagrado de Dios se enciende en contra de quienes permiten que los trabajadores consagrados sufran por las necesidades de la vida. Estos egoístas serán llamados a rendir cuentas por su mal uso del dinero, y la depresión que recayó sobre sus siervos fieles. Los que al ser llamados al deber entregan todo para consagrase al servicio de Dios deberían recibir salarios suficientes para sostenerse a sí mismos y a sus familias.

En la labor secular, los hombres pueden recibir buenos salarios. ¿No es la obra de llevar personas a Cristo de mayor importancia que cualquier otro negocio común? ¿No tienen derecho a un salario suficiente los que trabajan fielmente en esta obra?

Sobre los ministros descansa la solemne responsabilidad de presentar a las iglesias las necesidades de la causa de Dios y enseñarles a ser dadivosos.

Cuando las iglesias dejan de dar no solo sufre la obra del Señor, sino también se retiene la bendición que deberían recibir los creyentes.

¿Por qué son valiosas las ofrendas de los pobres?
Aun los pobres deberían traer sus ofrendas a Dios. Ellos serán beneficiarios de la gracia de Cristo al ayudar a los que tienen necesidades mayores que las suyas. La ofrenda del hombre pobre, fruto de la abnegación, sube a Dios como un incienso fragante. Y cada acto de sacrificio propio lo vincula más estrechamente a quien era rico pero por nuestro bien se hizo pobre.

Cristo llamó la atención de los discípulos hacia la viuda que puso dos moneditas de muy poco valor, “todo lo que tenía” (Mar. 12:44), en la tesorería. El Señor estimó su ofrenda como de más valor que las grandes ofrendas de aquellos cuyas limosnas no exigían abnegación. La viuda se había privado hasta de lo que necesitaba para vivir, confiando en que Dios supliría sus necesidades. “Les aseguro que esta viuda pobre ha echado en el tesoro más que todos los demás” (vers. 43). El valor de la ofrenda se estima no por la cantidad, sino por la proporción que se da y el motivo con que actúa el dador.

El apóstol Pablo dijo: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hech. 20:35). “El que siembra escasamente, escasamente cosechará, y el que siembra en abundancia, en abundancia cosechará. Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor. 9:6, 7).

Casi todos los creyentes macedonios eran pobres en los bienes de este mundo, pero daban alegremente para el sostén del evangelio. La generosidad de los conversos en Macedonia fue puesta como ejemplo para las otras iglesias. “En medio de las pruebas más difíciles, su desbordante alegría y su extrema pobreza abundaron en rica generosidad” (2 Cor. 8:2).

Movidos por el Espíritu de Dios, ellos “se entregaron a sí mismos

primeramente al Señor” (2 Cor. 8:5). Entonces estaban dispuestos a dar generosamente de sus medios para el sostén del evangelio. No era necesario instarlos a hacerlo, sino que se regocijaban en el privilegio de privarse aun de cosas necesarias a fin de suplir las necesidades de los demás.

Cuando Pablo envió a Tito a Corinto para fortalecer a los creyentes allí, en una carta personal añadió su propio llamado: “Pero ustedes, así como sobresalen en todo, en fe, en palabras, en conocimiento, en dedicación y en su amor hacia nosotros, procuren también sobresalir en esta gracia de dar”

(2 Cor. 8:7). “Y Dios puede hacer que toda gracia abunde para ustedes, de manera que siempre, en toda circunstancia, tengan todo lo necesario, y toda buena obra abunde en ustedes. [...] Ustedes serán enriquecidos en todo sentido para que en toda ocasión puedan ser generosos, y para que por medio de nosotros la generosidad de ustedes resulte en acciones de gracias a Dios” (2 Cor. 9:8-11).

La generosidad desinteresada hizo que la iglesia primitiva pasara por varias experiencias de gozo; los creyentes sabían que sus esfuerzos estaban ayudando a enviar el evangelio a los que estaban en tinieblas. Su benevolencia testificaba que no habían recibido la gracia de Dios en vano. A los ojos de los creyentes y los incrédulos, tal generosidad era un milagro de la gracia.

La prosperidad espiritual está fuertemente relacionada con la generosidad cristiana. A medida que los seguidores de Cristo dan para el Señor, tienen la seguridad de que su tesoro va delante de ellos a las cortes celestiales.

¿Asegurarías tu propiedad? Colócala en las manos que llevan las marcas de la crucifixión. ¿Quisieras disfrutar de tus bienes? Úsalos para bendecir a los necesitados. ¿Quisieras aumentar tus posesiones? “Honra al Señor con tus riquezas y con los primeros frutos de tus cosechas. Así tus graneros se llenarán a reventar y tus bodegas rebosarán de vino nuevo” (Prov. 3:9, 10).

Busquen retener posesiones con propósitos egoístas, y serán de pérdida eterna. Pero el tesoro que se entrega a Dios lleva su inscripción.

“Unos dan a manos llenas, y reciben más de lo que dan; otros ni sus deudas pagan, y acaban en la miseria” (11:24). El sembrador multiplica su semilla al lanzarla. De la misma forma, los que están impartiendo fielmente los dones divinos aumentan sus bendiciones (ver Luc. 6:38). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 33

Trabajando en circunstancias difíciles

 

Entre los judíos, se consideraba pecado permitir que un joven creciese sin conocer el trabajo físico, la vida práctica. Todo joven, con padres ricos o pobres, debía aprender un oficio. Pablo había aprendido temprano el oficio de hacer tiendas.

Antes de ser discípulo de Cristo, ocupaba un puesto de importancia y no dependía del trabajo manual para su sostén. Pero más tarde, cuando ya había usado todos sus medios en el avance de la causa de Cristo, en ocasiones recurrió a su oficio para ganarse la vida.

En Tesalónica Pablo trabajó con sus manos para sostenerse mientras predicaba la Palabra. Al escribir a los creyentes allí, les recordó: “Recordarán, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas para proclamarles el evangelio de Dios, y cómo trabajamos día y noche para no serles una carga” (1 Tes. 2:9). Y, nuevamente, declaró que “ni comimos el pan de nadie sin pagarlo. Al contrario, día y noche trabajamos arduamente y sin descanso para no ser una carga a ninguno de ustedes. Y lo hicimos así no porque no tuviéramos derecho a tal ayuda, sino para darles buen ejemplo” (2 Tes. 3:8, 9).

En Tesalónica Pablo se había encontrado con algunas personas que se negaban a trabajar con sus manos. “Nos hemos enterado de que entre ustedes hay algunos que andan de vagos, sin trabajar en nada, y que solo se meten en lo que no les importa. A tales personas les ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que tranquilamente se pongan a trabajar para ganarse la vida. [...] Porque, incluso cuando estábamos con ustedes”, escribió, “les ordenamos: El que no quiera trabajar, que tampoco coma” (vers. 11, 12, 10).

En todas las épocas Satanás ha buscado introducir el fanatismo en la iglesia. Lo mismo sucedió en los días de Pablo y más adelante, durante la Reforma.

Wiclef, Lutero y muchos otros se encontraron con mentes demasiado entusiastas, desequilibradas y no santificadas. Algunas personas extremistas habían enseñado que es un pecado trabajar, que los cristianos debían dedicar sus vidas por completo a las cosas espirituales. La enseñanza y el ejemplo de Pablo reprenden estas opiniones extremistas.

Pablo no dependía completamente del trabajo con sus manos mientras estaba en Tesalónica. Escribió a los creyentes filipenses reconociendo los regalos que había recibido de ellos, diciendo: “Incluso a Tesalónica me enviaron ayuda una y otra vez para suplir mis necesidades” (Fil. 4:16).

Aunque recibió esa ayuda, les mostró su dedicación y diligencia para que los que tenían un concepto fanático del trabajo manual recibiesen una reprensión práctica.

Los griegos habían sido comerciantes dedicados, entrenados en las prácticas comerciales. Habían llegado a creer que ganar dinero, ya fuera por métodos justos o tramposos, era digno de admiración. Pablo no les daría ocasión para decir que predicaba el evangelio para enriquecerse. Estaba dispuesto a renunciar al apoyo de sus oyentes corintios, con tal de que su utilidad como ministro no fuera dañada o que cayera en la sospecha de que estaba predicando para ganar algo.

Priscila y Aquila animan a Pablo
En Corinto, Pablo se encontró con “un judío llamado Aquila, natural del Ponto, y con su esposa, Priscila. Hacía poco habían llegado de Italia”. Ellos tenían el mismo oficio que él. Habían establecido un negocio como fabricantes de tiendas de campaña. Al enterarse de que temían a Dios y que buscaban evitar las influencias contaminantes que los rodeaban, “se quedó para que trabajaran juntos. Todos los sábados discutía en la sinagoga, tratando de persuadir a judíos y a griegos” (Hech. 18:2-4).

En su segunda carta a los creyentes de Corinto, Pablo repasó su forma de vida entre ellos. “Cuando estuve entre ustedes y necesité algo, no fui una carga para nadie, ya que los hermanos que llegaron de Macedonia suplieron mis necesidades. He evitado serles una carga en cualquier sentido, y seguiré

evitándolo” (2 Cor. 11:9).

Durante el tiempo que trabajó haciendo tiendas, Pablo también proclamó fielmente el evangelio. Declara acerca de sus labores: “¿En qué fueron ustedes inferiores a las demás iglesias? Pues solo en que yo mismo nunca les fui una carga. ¡Perdónenme si los ofendo! Miren que por tercera vez estoy listo para visitarlos, y no les seré una carga, pues no me interesa lo que ustedes tienen, sino lo que ustedes son. [...] Así que, de buena gana gastaré todo lo que tengo, y hasta yo mismo me desgastaré del todo por ustedes”

(2 Cor. 12:13-15).

Cuando estuvo ministrando en Éfeso, Pablo nuevamente trabajó en este oficio. Así como en Corinto, el apóstol fue animado por la presencia de Aquila y de Priscila, quienes lo habían acompañado a Asia al finalizar su segundo viaje misionero.

Algunos criticaban a Pablo porque trabajaba con sus manos, declarando que era incompatible con el trabajo de un ministro del evangelio. ¿Por qué debía Pablo vincular un trabajo manual con la predicación de la Palabra? ¿Por qué debía emplear en hacer tiendas el tiempo que podía dedicar a algo mejor?

Pero Pablo no consideraba que lo que hacía fuera una pérdida de tiempo. Su mente siempre estaba buscando el conocimiento espiritual. Brindaba a sus compañeros de trabajo instrucción acerca de las cosas espirituales, y también daba un ejemplo de laboriosidad. Era un trabajador rápido y habilidoso, diligente en los negocios, servía “con el fervor que da el Espíritu” (Rom.

12:11). En su oficio, el apóstol tenía acceso a personas a las que no hubiese podido llegar de otra manera. Demostraba que la habilidad en las artes comunes es un don de Dios, quien provee tanto el talento como la sabiduría para usarlo correctamente. Las manos endurecidas por el arduo trabajo no restaban ninguna fuerza a los llamados que hacía como ministro cristiano.

A veces Pablo trabajaba noche y día, no solo para el sostén propio, sino para poder ayudar a sus compañeros de trabajo. Hasta pasaba hambre, en ocasiones, para poder aliviar las necesidades de los otros. La suya fue una vida abnegada. Cuando llegó el momento de su discurso de despedida a los

ancianos de Éfeso, pudo levantar sus manos gastadas y decir: “No he codiciado ni la plata ni el oro ni la ropa de nadie. Ustedes mismos saben bien que estas manos se han ocupado de mis propias necesidades y de las de mis compañeros. Con mi ejemplo les he mostrado que es preciso trabajar duro para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’ ” (Hech. 20:33-35).

Una sugerencia para los ministros del evangelio modernos
Si los ministros sienten que están pasando por dificultades, visiten con su imaginación el taller de Pablo. Recuerden que mientras este hombre de Dios confeccionaba tiendas, estaba trabajando para ganarse el pan que tan justamente ya había ganado por sus labores como apóstol.

El trabajo es una bendición, no una maldición. El ocio entristece al Espíritu de Dios. Una pileta estancada causa repulsión, pero una corriente pura que fluye, esparce salud y alegría por toda la tierra. Pablo deseaba enseñar a los ministros jóvenes que por el ejercicio de sus músculos y nervios podían llegar a hacerse fuertes para soportar las pruebas y las privaciones que los esperaban. Sus propias enseñanzas carecerían de vitalidad y fuerza si él no las practicaba.

Hay miles de seres humanos que existen solo para consumir los beneficios que Dios derrama sobre ellos. Olvidan que deben ser productores, además de consumidores.

Los jóvenes escogidos por Dios para el ministerio darán prueba de su elevado llamado. Se esforzarán para adquirir experiencias que los hagan aptos para planear, organizar y ejecutar. Por medio de la autodisciplina, serán cada vez más parecidos a su Maestro, y revelarán su bondad, amor y verdad.

No todos los que se sienten llamados a predicar deberían depender de la iglesia para su sostén financiero y el de su familia. Los recursos dedicados a la obra de Dios no deberían ser consumidos por hombres que desean predicar solamente para poder recibir sostén.

Aunque era un orador elocuente, elegido por Dios para hacer una obra

especial, Pablo nunca estuvo por encima del trabajo ni se cansó de sacrificarse por la causa que amaba. “Hasta el momento”, escribió a los corintios, “pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir. Con estas manos nos matamos trabajando” (1 Cor. 4:11, 12). Él trabajaba en su oficio, pero siempre estaba listo para dejar de lado su trabajo secular con el fin de oponerse a los enemigos del evangelio o ganar personas para Jesús. Su celo y laboriosidad eran un reproche a la pereza y al deseo de comodidad.

Pablo ilustró lo que los laicos consagrados podían hacer en muchos lugares. Muchos pueden hacer avanzar la causa de Dios mientras se sostienen a sí mismos por medio de sus labores cotidianas. Aquila y Priscila fueron usados por Dios para mostrarle a Apolos el camino a la verdad más perfectamente. Si bien se escoge a algunas personas con talentos especiales para dedicar todas sus energías a la obra del evangelismo, muchos que no fueron ordenados formalmente son llamados para cumplir una tarea importante en la salvación de las personas.

Hay un campo grande abierto para el obrero del evangelio de sostén propio. Muchos pueden adquirir experiencias valiosas en el ministerio mientras dedican una porción de su tiempo al trabajo manual. Por este método, pueden desarrollarse fuertes trabajadores para brindar un servicio importante en campos necesitados.

La carga de corazón que llevan los siervos de Cristo
El siervo de Dios que se sacrifica no mide su trabajo por horas. Su salario no influye en su labor. Recibió su comisión del Cielo, y espera del Cielo su recompensa.

Tales obreros deberían liberarse de ansiedad innecesaria. Aunque deberían ser cuidadosos y ejercitarse para mantener su mente y cuerpo vigorosos, no deberían verse obligados a pasar una parte importante de su tiempo en un empleo secular. Estos trabajadores fieles no están libres de tentación. Cuando están cargados por la ansiedad porque la iglesia no les da un sostén financiero apropiado, algunos son terriblemente acosados por el tentador. Se deprimen.

Sus familias deben recibir comida y ropa. Si pudieran sentirse libres de la comisión divina, estarían dispuestos a hacer trabajo manual. Pero se dan cuenta de que su tiempo pertenece a Dios, y continúan en el avance de la causa que les es más preciosa que la vida misma. Pueden, sin embargo, verse forzados a involucrarse en alguna labor manual por un tiempo, mientras llevan a cabo la obra ministerial.

A veces parece imposible llevar a cabo la obra que debe hacerse, por causa de la falta de recursos. Algunos temen que no van a poder hacer todo lo que sienten que deberían hacer. Pero si avanzan con fe, la prosperidad acompañará sus esfuerzos. El que ha ordenado a sus seguidores que vayan por todo el mundo, sostendrá a todo obrero que busque proclamar su mensaje.

En la edificación de su obra, el Señor a veces prueba la confianza de su pueblo al hacerlo pasar por circunstancias que lo obligan a avanzar por fe. A menudo les ordena avanzar cuando sus pies parecen estar tocando ya las aguas del Jordán (ver Jos. 3:14-17). En esos momentos, cuando las oraciones ascienden con ferviente fe, Dios abre el camino ante ellos y los lleva a un lugar grande. Los ángeles prepararán el camino y proveerán los recursos necesarios para llevar a cabo la obra. Los que sean iluminados darán generosamente para sostener la obra. El Espíritu de Dios se moverá en sus corazones para que sostengan la causa del Señor, no solo en los campos locales, sino en las regiones más lejanas. De esta forma, la obra del Señor avanzará de la forma que él designó. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 34

El gozo de trabajar con Cristo

 

Dios no vive para sí mismo. “Él hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos” (Mat. 5:45). Por su ejemplo, Jesús debía enseñar qué significa ministrar. Él servía a todos, ministraba a todos.

Una y otra vez intentó establecer este principio entre sus discípulos. “El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás; así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mat. 20:26-28).

Desde su ascensión, Cristo ha llevado adelante su obra por medio de embajadores escogidos, a través de los cuales habla a los hijos de los hombres y ministra a sus necesidades. En el nombre de Cristo ellos deben suplicar a hombres y mujeres que se reconcilien con Dios.

Su trabajo se ha comparado con el de un centinela. En los tiempos antiguos, los centinelas estaban parados en las murallas de las ciudades, desde donde podían observar en puntos estratégicos los puestos que debían proteger, y advertir a todos cuando el enemigo se aproximaba. A intervalos determinados se llamaban entre ellos, para asegurarse de que estuviesen todos despiertos y de que ningún peligro los había alcanzado. Cada uno transmitía al otro el llamado de buen ánimo o de advertencia, hasta que se había hecho resonar por toda la ciudad.

Las palabras del profeta Ezequiel declaran la solemne responsabilidad de quienes son asignados como guardias de la iglesia: “A ti, hijo de hombre, te he puesto por centinela del pueblo de Israel. Por lo tanto, oirás la palabra de mi boca, y advertirás de mi parte al pueblo. Cuando yo le diga al malvado: ‘¡Vas a morir!’, si tú no le adviertes que cambie su mala conducta, el malvado morirá por su pecado, pero a ti te pediré cuentas de su sangre. En

cambio, si le adviertes al malvado que cambie su mala conducta, [...] tú habrás salvado tu vida” (Eze. 33:7-9).

Las personas están en peligro de caer en la tentación, y morirán a menos que los ministros de Dios sean fieles; si sus sentidos espirituales quedan tan adormecidos que no les permiten discernir el peligro, Dios requerirá de sus manos la sangre de aquellos que se pierdan.

El amor de Dios es una mayor motivación que el dinero
Los centinelas de los muros de Sión pueden vivir tan cerca de Dios y ser tan susceptibles a las impresiones de su Espíritu, que él pueda obrar por medio de ellos para contarles a hombres y mujeres del peligro que corren y señalarles el camino a la seguridad. En ningún momento pueden relajarse en su vigilia, y nunca pueden dar una nota vacilante o incierta. No deben trabajar por un salario, sino porque se dan cuenta de que caerá la desgracia sobre ellos si no predican el evangelio. Los escogidos de Dios y consagrados deben rescatar a los hombres y a las mujeres de la destrucción.

Un colaborador de Cristo no considera su propia comodidad o conveniencia. Se olvida de sí mismo. En su búsqueda de las ovejas perdidas, no se da cuenta de que él mismo está cansado, con frío y hambre. Solo tiene un objetivo en vista: salvar a los perdidos.

El soldado de la Cruz permanece inconmovible en el frente de batalla. Mientras el enemigo lo ataca, vuelve a la Fortaleza para recibir ayuda, y es fortalecido para las tareas de esa hora. Las victorias que gana no lo llevan a la exaltación propia, sino que lo hacen depender cada vez más del Poderoso. Al confiar en ese poder, es capacitado para presentar el mensaje de salvación tan contundentemente que vibre en las otras mentes.

El que enseña la Palabra debe vivir en comunión con Dios a cada hora por medio de la oración y el estudio de su Palabra. Esto dará a sus esfuerzos un poder mayor que la influencia de su predicación. No puede privarse de recibir este poder. Debe rogar a Dios que lo fortalezca y que toque sus labios con el fuego vivo. Por el poder y la luz que Dios imparte, puede comprender más y

alcanzar más de lo que su juicio finito considera posible.

La astucia de Satanás tiene más éxito contra los que están deprimidos. Cuando lo amenace el desánimo, que el ministro derrame ante Dios sus necesidades. Cuando más oprimido se sentía Pablo, más plenamente confiaba en Dios. Él conocía la aflicción, pero escuchen su grito triunfante: “Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento. Así que, no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible” (2 Cor. 4:17, 18). Al ver al Invisible, el corazón obtiene fuerza y vigor.

Acérquense a la gente
Cuando un ministro ha predicado un sermón su obra recién comienza. Debería visitar a la gente en sus hogares y señalarles el camino más elevado. Que los ministros enseñen la verdad en las familias, acercándose a aquellos por quienes trabajan. Cristo les dará palabras que impresionarán profundamente los corazones de los oyentes. Pablo dijo: “Ustedes saben que no he vacilado en predicarles todo lo que les fuera de provecho, sino que les he enseñado públicamente y en las casas [...] a convertirse a Dios y a creer en nuestro Señor Jesús” (Hech. 20:20, 21).

El Salvador iba de casa en casa, sanando a los enfermos y llevando paz a los desconsolados. Tomaba a los pequeños niños en sus brazos y hablaba palabras de esperanza y consuelo a las madres cansadas. Él fue siervo de todos. Y mientras los hombres y las mujeres escuchaban las verdades que brotaban de sus labios, la esperanza renacía en sus corazones. Había un fervor que hacía que las palabras entraran en los corazones con poder convincente.

Los ministros de Dios deben aprender el método de trabajo de Cristo. Solo así pueden cumplir su cometido. El mismo Espíritu que habitó en Cristo debe ser la fuente de su conocimiento y el secreto de su poder.

Algunos han fracasado en obtener éxito porque no han entregado por completo sus intereses a la obra del Señor. Los ministros no deberían tener

otros intereses aparte de la gran obra de llevar personas al Salvador. Los pescadores que Cristo llamó dejaron sus redes y lo siguieron. Los ministros no pueden trabajar para Dios y al mismo tiempo llevar la carga de una gran empresa de negocios personales. Se necesitan todas las energías del ministro en este elevado llamado. Su mayor potencial pertenece a Dios.

El peligro de los negocios paralelos
“Ningún soldado que quiera agradar a su superior se enreda en cuestiones civiles” (2 Tim. 2:4). De esta forma enfatizó el apóstol la necesidad de que el ministro esté consagrado sin reservas al servicio del Maestro. No debe buscar riquezas terrenales. Su más exaltado deseo debe ser presentar a los indiferentes y desleales las realidades de la eternidad. Puede pedírsele que se ocupe en empresas que prometan grandes riquezas terrenales, pero debe responder: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?” (Mar. 8:36).

Satanás presentó esta insinuación a Cristo, sabiendo que si la aceptaba el mundo nunca sería rescatado. Y bajo diferentes disfraces presenta la misma tentación a los ministros de Dios hoy, sabiendo que los que sean engañados por ella traicionarán su cometido.

“Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos sinsabores.

Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso”. Por ejemplo y por precepto, el embajador de Cristo debe mandar “a los ricos de este mundo [...] que no sean arrogantes ni pongan su esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos. Mándales que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, y generosos, dispuestos a compartir lo que tienen” (1 Tim. 6:10, 11, 17, 18).

El corazón de Pablo ardía de amor por los pecadores y puso todas sus energías en la obra de salvar personas. Las bendiciones que recibía las usaba para bendecir a otros. Iba de lugar en lugar estableciendo iglesias. Donde podía, buscaba contrarrestar el error y hacer que hombres y mujeres volviesen a la justicia.

El apóstol incorporó como parte de su tarea la educación de los jóvenes para el ministerio. Los llevaba en sus viajes misioneros, y así adquirían experiencia que los capacitaba para ocupar cargos de responsabilidad.

Cuando se separaban de él, se mantenía en contacto con el trabajo de ellos.

Pablo nunca olvidaba que si las personas se perdían por infidelidad de su parte, Dios lo haría responsable de esto. “A este Cristo proclamamos, aconsejando y enseñando con toda sabiduría a todos los seres humanos, para presentarlos a todos perfectos en él. Con este fin trabajo y lucho fortalecido por el poder de Cristo que obra en mí” (Col. 1:28, 29).

Todos aquellos que se coloquen bajo el control del gran Maestro pueden alcanzar esta elevada norma. El ministro que se esconde en el Señor puede estar seguro de que recibirá lo que para sus oyentes será un sabor de vida para vida. De su propia obra, Pablo nos ha dejado una imagen en su carta a los corintios: “Más bien, en todo y con mucha paciencia nos acreditamos como servidores de Dios: en sufrimientos, privaciones y angustias; en azotes, cárceles y tumultos; en trabajos pesados, desvelos y hambre. [...] Por honra y por deshonra, por mala y por buena fama; veraces, pero tenidos por engañadores; conocidos, pero tenidos por desconocidos; como moribundos, pero aún con vida; golpeados, pero no muertos; aparentemente tristes, pero siempre alegres; pobres en apariencia, pero enriqueciendo a muchos; como si no tuviéramos nada, pero poseyéndolo todo” (2 Cor. 6:4-10).

No hay nada más precioso a la vista de Dios que sus ministros, que avanzan en los desiertos de la tierra para sembrar las semillas de la verdad. Les otorga su Espíritu para llevar a las personas del pecado a la justicia. Dios está llamando a hombres que estén dispuestos a dejar sus granjas, sus negocios, y aun sus familias si fuese necesario, para convertirse en misioneros para él. Y el llamado será respondido. En el pasado, los hombres han dejado casas y amigos, y aun esposa e hijos, para ir entre idólatras y salvajes a proclamar el mensaje de misericordia. En ese intento, muchos han perdido sus vidas, pero otros se han levantado para continuar la tarea. Así, la semilla sembrada con dolor ha dado una cosecha abundante. El conocimiento de Dios ha sido ampliamente extendido, y se ha plantado el estandarte de la Cruz en tierras paganas.

Si Cristo dejó las noventa y nueve para poder buscar y salvar a una oveja perdida, ¿hará menos hoy? ¿No es una negligencia y una traición a las órdenes sagradas dejar de trabajar como Cristo trabajó, sacrificarse como él se sacrificó?

El corazón del verdadero ministro está lleno de un anhelo intenso por salvar a las personas, sin escatimar penosos esfuerzos. Los otros deben oír las verdades que trajeron a su propia vida esa paz y gozo. Con sus ojos puestos en la cruz del Calvario, creyendo que el Salvador estará con él hasta el fin, busca ganar personas para Jesús, y en el cielo se cuenta entre los que son “sus llamados, sus escogidos y sus fieles” (Apoc. 17:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 35

El plan especial de Dios para los judíos

Este capítulo está basado en Romanos.

 

Después de muchas demoras, Pablo llegó a Corinto, escenario de mucha de su obra en el pasado. Muchos de los primeros creyentes todavía sentían afecto por quien les había presentado el evangelio por primera vez. Al ver las evidencias de su fidelidad, se regocijó porque su obra en Corinto no había sido en vano. Los creyentes corintios habían desarrollado fortaleza de carácter cristiano, y ahora eran una potencia para el bien en el centro mismo del paganismo y la superstición. En la compañía de estos conversos fieles, el espíritu cansado y preocupado del apóstol encontró descanso.

El viaje que Pablo planeaba hacer a Roma ocupó sus pensamientos mientras estaba en Corinto. Una de sus esperanzas más preciadas era ver la fe cristiana firmemente establecida en el gran centro del mundo conocido. El apóstol deseaba que la iglesia ya establecida en Roma cooperara con la obra que debía realizar en Italia y otros países. A fin de preparar el camino, envió a estos hermanos una carta anunciando el propósito de su visita a Roma y su esperanza de plantar el estandarte de la Cruz en España.

En su carta, Pablo presentó la doctrina de la justificación por la fe en Cristo con claridad y poder. Anhelaba que otras iglesias también se beneficiaran por la instrucción, pero preveía muy confusamente la influencia de gran alcance que tendrían sus palabras.

A través de todas las épocas, la gran verdad de la justificación por la fe se ha mantenido como una poderosa antorcha para guiar a los pecadores al camino de la vida. Esta luz disipó las tinieblas que rodeaban la mente de Lutero y le reveló el poder de la sangre de Cristo para limpiar del pecado. La misma luz ha guiado a miles a la verdadera Fuente de perdón y paz.

Desde su conversión, Pablo había anhelado ayudar a sus hermanos judíos a obtener una comprensión clara del evangelio. “El deseo de mi corazón, y mi oración a Dios por los israelitas”, declaró, “es que lleguen a ser salvos”. Los israelitas no habían reconocido a Jesús de Nazaret como el Mesías prometido. Pablo aseguró a los creyentes en Roma: “Desearía yo mismo ser maldecido y separado de Cristo por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza”. Por medio de los judíos Dios se había propuesto bendecir a toda la raza humana. Entre ellos, muchos profetas habían predicho la venida de un Redentor que sería rechazado y muerto por aquellos que deberían haberlo reconocido como el Prometido.

Pero aunque Israel rechazó a su Hijo, Dios no los rechazó a ellos. Pablo continúa: “Por lo tanto, pregunto: ¿Acaso rechazó Dios a su pueblo? ¡De ninguna manera! Yo mismo soy israelita, descendiente de Abraham, de la tribu de Benjamín. Dios no rechazó a su pueblo, al que de antemano conoció. [...] Así también hay en la actualidad un remanente escogido por gracia”.

Los que caen pueden volver a levantarse
Israel había tropezado y caído, pero esto no hacía imposible que se levantasen otra vez. En respuesta a la pregunta: “¿Acaso tropezaron para no volver a levantarse? ¡De ninguna manera! Más bien, gracias a su transgresión ha venido la salvación a los gentiles, para que Israel sienta celos. [...] Si su fracaso ha enriquecido a los gentiles, ¡cuánto mayor será la riqueza que su plena restauración producirá!”

Era el propósito de Dios que su gracia se revelara tanto entre los gentiles como entre los israelitas. “¿No tiene derecho el alfarero de hacer del mismo barro unas vasijas para usos especiales y otras para fines ordinarios?”, preguntó. “¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia a los que eran objeto de su castigo y estaban destinados a la destrucción? ¿Qué, si lo hizo para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia, y a quienes de antemano preparó para esa gloria? Esos somos nosotros, a quienes Dios llamó no solo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles”.

A pesar del fracaso de Israel como nación, hubo hombres y mujeres fieles que habían recibido con alegría el mensaje de Juan el Bautista y que habían sido guiados a estudiar nuevamente las profecías concernientes al Mesías. La iglesia cristiana primitiva estaba compuesta de estos judíos fieles. De este “remanente”, Pablo dice: “Si se consagra la parte de la masa que se ofrece como primicias, también se consagra toda la masa; si la raíz es santa, también lo son las ramas”.

Pablo compara a los gentiles con las ramas de un olivo silvestre, injertadas en la cepa madre. “Ahora bien, es verdad que algunas de las ramas han sido desgajadas”, escribe, “y que tú, siendo de olivo silvestre, has sido injertado entre las otras ramas. Ahora participas de la savia nutritiva de la raíz del olivo. Sin embargo, no te vayas a creer mejor que las ramas originales. [...] Pero ellas fueron desgajadas por su falta de fe, y tú, por la fe te mantienes firme. Así que no seas arrogante, sino temeroso; porque, si Dios no tuvo miramientos con las ramas originales, tampoco los tendrá contigo”.

Todos los que creen forman parte del Israel  verdadero
Israel como nación, debido a su incredulidad y al rechazar el propósito celestial para él, había perdido su relación con Dios. Pero Dios era capaz de unir a la verdadera cepa de Israel con las ramas que habían sido separadas de la cepa madre. “Después de todo, si tú fuiste cortado de un olivo silvestre, al que por naturaleza pertenecías, y contra tu condición natural fuiste injertado en un olivo cultivado, ¡con cuánta mayor facilidad las ramas naturales de ese olivo serán injertadas de nuevo en él! [...] Parte de Israel se ha endurecido, y así permanecerá hasta que haya entrado la totalidad de los gentiles.

“Todo Israel será salvo [...] porque las dádivas de Dios son irrevocables, como lo es también su llamamiento. De hecho, en otro tiempo ustedes fueron desobedientes a Dios; pero ahora, por la desobediencia de los israelitas, han sido objeto de su misericordia. Así mismo, estos que han desobedecido recibirán misericordia ahora, como resultado de la misericordia de Dios hacia ustedes.

“¡Qué profundas son las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de

Dios! ¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!” (Rom. 11:24-33).

Dios es abundantemente capaz de transformar los corazones tanto de judíos como de gentiles. “Porque plenamente y sin demora el Señor cumplirá su sentencia en la tierra”.

Cuando Jerusalén fue destruida y el Templo reducido a ruinas, muchos judíos fueron vendidos como esclavos en tierras paganas, esparcidos entre las naciones como restos de naufragio en una orilla desierta. Maldecidos, perseguidos, de siglo en siglo la suya ha sido una herencia de sufrimiento.

A pesar de la sentencia pronunciada sobre la nación, de generación en generación han vivido muchos judíos nobles, temerosos de Dios. Dios ha consolado sus corazones afligidos y ha contemplado con piedad su terrible situación. Algunos de los que lo han buscado para obtener una comprensión correcta de su Palabra han aprendido a ver en el humilde nazareno al verdadero Mesías. Al percibir el significado de las profecías por mucho tiempo oscurecidas por la tradición y la interpretación errónea, sus corazones se han llenado con gratitud a Dios por el indecible don de Cristo como Salvador personal.

Qué es necesario para despertar a los judíos sinceros
Isaías dijo en su profecía: “El remanente será salvo”. Desde los días de Pablo hasta el presente, el Espíritu Santo ha estado llamando a judíos y gentiles. “Dios no juzga las apariencias” (Gál. 2:6), declara Pablo. “El evangelio [...] es poder de Dios para la salvación de todos los que creen: de los judíos primeramente, pero también de los gentiles. De hecho, en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’ ”. Este evangelio es igualmente eficaz para judíos y para gentiles.

Cuando este evangelio sea presentado en su totalidad a los judíos, muchos aceptarán a Cristo. Solo unos pocos ministros cristianos sienten el llamado a trabajar por el pueblo judío, pero el mensaje de Cristo llegará para estos que

muchas veces fueron pasados por alto.

En la proclamación final del evangelio, Dios espera que sus mensajeros manifiesten particular interés por el pueblo judío. Cuando muchos judíos vean al Cristo del evangelio en las páginas del Antiguo Testamento y perciban cómo el Nuevo Testamento explica el Antiguo Testamento, reconocerán a Cristo como el Salvador del mundo. Para ellos se cumplirán las palabras: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).

Algunos judíos, así como Saulo de Tarso, son poderosos en las Escrituras y proclamarán con maravilloso poder la inmutabilidad de la Ley de Dios. El Dios de Israel hará que esto suceda en nuestros días. Cuando sus siervos trabajen con fe por aquellos que por mucho tiempo han sido descuidados, su salvación se revelará. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 36

La carta atemporal a los gálatas

Este capítulo e stá basado en Gálatas.

 

Por medio de la influencia de los falsos maestros, la herejía y la sensualidad estaban ganando terreno entre los creyentes de Galacia. Estos falsos maestros estaban mezclando las tradiciones judías con las verdades del evangelio. Los males introducidos amenazaban con destruir las iglesias gálatas.

Pablo estaba herido en su corazón. Inmediatamente escribió a los creyentes engañados, exponiéndoles las falsas teorías que habían aceptado.

“Me asombra que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio. No es que haya otro evangelio, sino que ciertos individuos están sembrando confusión entre ustedes y quieren tergiversar el evangelio de Cristo. Pero, aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición!” El Espíritu Santo había sido testigo de sus labores; por lo tanto, advirtió a sus hermanos que no escucharan a nadie que contradijera las verdades que él había enseñado.

“¡Gálatas torpes!” exclamó. “¿Quién los ha hechizado a ustedes, ante quienes Jesucristo crucificado ha sido presentado tan claramente?” Rehusando reconocer las doctrinas de los maestros apóstatas, el apóstol se esforzó por llevar a los conversos a ver que habían sido terriblemente engañados, pero que si volvían a su fe anterior en el evangelio aún podían frustrar los planes de Satanás. Su confianza suprema en el mensaje que llevaba ayudó a que muchos cuya fe había flaqueado volviesen al Salvador.

¡Cuán diferente la manera en que actuó Pablo con los gálatas, de la que escribió a la iglesia de los corintios! A los corintios los reprendió con ternura;

a los gálatas, con palabras de reproche implacable. Para enseñar a los corintios a distinguir la falsa doctrina de la verdadera, necesitaba precaución y paciencia. En las iglesias gálatas, el error abierto, desenmascarado, estaba suplantando el evangelio. Se había reemplazado virtualmente a Cristo por las ceremonias del judaísmo. El apóstol vio que para salvar a estos creyentes de las influencias peligrosas que los amenazaban, debían tomarse medidas decididas.

Por qué fue tan brusco Pablo
En su carta, Pablo brevemente repasó los incidentes relacionados con su propia conversión y primera experiencia cristiana. Por medio de esto buscaba mostrar que había llegado a ver las grandes verdades del evangelio gracias a una manifestación especial del poder divino. La amonestación tan enfática de Pablo a los gálatas fue por dirección divina. Con firme convicción y conocimiento absoluto, detalló claramente la diferencia entre ser enseñado por el hombre y recibir instrucción directamente de Cristo.

Los hombres que habían intentado desviar a los gálatas del evangelio eran hipócritas, impuros de corazón y corruptos en sus vidas. Esperaban ganar el favor de Dios por medio de una rutina de ceremonias. No sentían deseos de un evangelio que los llamara a la obediencia a la Palabra. “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Les parecía que una religión basada en una doctrina tal requería un sacrificio demasiado grande, y ellos se aferraron a sus errores.

Sustituir la santidad del corazón y la vida por formalidades externas es algo que aún hoy complace a la naturaleza no renovada. El esfuerzo premeditado de Satanás consiste en desviar las mentes de la esperanza de la salvación por la fe en Cristo y la obediencia a la Ley de Dios. El archienemigo adapta sus tentaciones a las inclinaciones de aquellos a quienes busca engañar. En los tiempos apostólicos, llevó a los judíos a exaltar la ley ceremonial y rechazar a Cristo; en el presente, induce a los cristianos profesos a despreciar la Ley moral y enseñar que puede ser transgredida sin castigo. Todo siervo de Dios debe resistir con firmeza a estos pervertidores de la fe y exponer sus errores.

La carta fue acompañada por el éxito
Pablo vindicó con habilidad su condición como apóstol de Cristo, “no por investidura ni mediación humanas, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que lo levantó de entre los muertos”. Recibió su comisión de la autoridad más alta en los cielos, y su cargo había sido reconocido por el concilio general en Jerusalén. Los que buscaban desprestigiar su llamado y obra estaban peleando contra Cristo, cuya gracia y poder se manifestaban por medio de él. El apóstol se vio forzado, por la oposición de sus enemigos, a defender decididamente su posición y autoridad, no para exaltarse a sí mismo, sino para magnificar la gracia de Dios.

Pablo rogó a quienes una vez habían conocido el poder de Dios que volvieran a su primer amor por la verdad del evangelio. Les presentó el privilegio de ser libres en Cristo por medio de esa gracia expiatoria que viste con el manto de su justicia a todos los que se entregan por completo. Toda persona que quiera ser salva debe tener una experiencia personal genuina en las cosas de Dios.

Las fervientes palabras del apóstol no fueron estériles. Muchos pies que se habían alejado por senderos extraños volvieron a su fe primera. De ahí en más, se mantuvieron firmes en la libertad con la que Cristo los había hecho libres. Dios fue glorificado, y muchos se sumaron al grupo de creyentes por toda esa región. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 37

El viaje de despedida de Pablo a Jerusalén

Este capítulo está basado en Hechos 20:4 al 21:16.

 

Pablo siempre acariciaba la esperanza de poder ser instrumento para remover el prejuicio de sus compatriotas incrédulos, a fin de que aceptaran el evangelio. También deseaba encontrarse con la iglesia en Jerusalén y entregarle las ofrendas que enviaban las iglesias de los gentiles. Y anhelaba generar una unión más firme entre los conversos judíos y los gentiles.

Estaba a punto de subir a un barco para navegar hacia uno de los puertos de Palestina, cuando se le anunció que había un complot de parte de los judíos para matarlo. En el pasado, los esfuerzos de estos opositores por interrumpir la obra del apóstol se habían frustrado.

El éxito que acompañaba la predicación del evangelio despertó la ira de los judíos una vez más. Para esta nueva doctrina, los judíos eran libres de la ley ceremonial, y los gentiles eran equiparados a los judíos en sus privilegios como hijos de Abraham. La declaración enfática de Pablo: “No hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso” (Col. 3:11), era considerada por sus enemigos como una blasfemia desafiante, y estaban decididos a callar su voz.

Al ser advertido del complot, Pablo decidió ir por Macedonia. Tuvo que abandonar su plan de llegar a Jerusalén a tiempo para la Pascua, pero esperaba llegar para Pentecostés. Llevaba consigo una gran suma de dinero de las iglesias gentiles, y por causa de esto hizo arreglos para que lo acompañaran hermanos representantes de varias de las iglesias contribuyentes.

En Filipos se detuvo para pasar la Pascua. Solo Lucas se quedó con él; los demás pasaron a Troas, para esperarlo allí. De los conversos del apóstol, los

filipenses eran los más amorosos y sinceros, y él disfrutaba la feliz comunión con ellos.

Pablo y Lucas salieron de Filipos y llegaron a Troas cinco días más tarde, y se quedaron allí siete días con los creyentes.

La reunión de despedida del sábado de tarde
En la última tarde, los hermanos se reunieron “para partir el pan”. El hecho de que su amado maestro estuviese por partir había reunido un grupo más grande que lo habitual. Se reunieron en el salón de un tercer piso. Allí, con el fervor de su cuidado por ellos, el apóstol predicó hasta la medianoche.

En una de las ventanas abiertas se había sentado un joven llamado Eutico, que se quedó dormido y cayó al patio. El joven fue encontrado muerto, y muchos se reunieron alrededor de él con llanto y lamentos. Pero Pabló elevó una oración sincera y fervorosa para que Dios le restaurara la vida. Por encima del sonido de los lamentos, se escuchó la voz del apóstol: “¡No se alarmen! ¡Está vivo!” Con gozo, los creyentes nuevamente se reunieron en el piso superior. Participaron de la comunión, y luego Pablo “siguió hablando hasta el amanecer, y entonces se fue”.

El barco estaba a punto de partir, y los hermanos se apresuraron para llegar a bordo. Sin embargo, el apóstol eligió tomar la ruta más directa por tierra, para encontrar a sus compañeros en Asón. Las dificultades vinculadas con su visita a Jerusalén, la actitud de la iglesia hacia él y los intereses de la obra del evangelio en otros lugares, eran temas de ansioso pensamiento y aprovechó esta oportunidad especial para buscar a Dios a fin de encontrar fortaleza y dirección.

Mientras los viajeros navegaban al sur desde Asón, pasaron por Éfeso. Pablo había deseado visitar la iglesia allí, pero decidió avanzar, pues deseaba “llegar a Jerusalén para el día de Pentecostés”. Sin embargo, en Mileto, a unos cincuenta kilómetros de Éfeso, se enteró de que existía la posibilidad de comunicarse con la iglesia antes de que el barco zarpara. Entonces envió un mensaje a los ancianos, instándolos a que se apresuraran para llegar a Mileto

y que él los vería allí.

Ellos fueron, y él les habló palabras conmovedoras de amonestación y despedida. “Ustedes saben”, dijo, “cómo me porté todo el tiempo que estuve con ustedes, desde el primer día que vine a la provincia de Asia [...] que no he vacilado en predicarles todo lo que les fuera de provecho, sino que les he enseñado públicamente y en las casas. A judíos y a griegos les he instado a convertirse a Dios y a creer en nuestro Señor Jesús”.

Pablo siempre había exaltado la ley divina. Había mostrado a los que estaban obrando mal que debían arrepentirse y humillarse a sí mismos ante Dios y ejercer fe en la sangre de Cristo. El Hijo de Dios había muerto como sacrificio y había ascendido al cielo como su abogado. Por medio del arrepentimiento y la fe, ellos podían ser liberados de la condenación, y por medio de la gracia de Cristo podían ser capacitados para obedecer la Ley de Dios.

“Y ahora”, Pablo continuó, “tengan en cuenta que voy a Jerusalén obligado por el Espíritu, sin saber lo que allí me espera. Lo único que sé es que en todas las ciudades el Espíritu Santo me asegura que me esperan prisiones y sufrimientos. [...] Yo sé que ninguno de ustedes, entre quienes he andado predicando el reino de Dios, volverá a verme”.

El Espíritu Santo impulsa a Pablo a despedirse
Mientras estaba hablando, el Espíritu de la inspiración vino sobre él, confirmando sus temores de que esta sería su última reunión con los hermanos efesios.

“Sin vacilar les he proclamado todo el propósito de Dios”. Ningún temor a ofender podía inducir a Pablo a retener las palabras que Dios le había dado para advertir o corregir. Si el ministro de Cristo ve que uno de su rebaño está acariciando el pecado, debe dar, como fiel pastor, las palabras de instrucción divinas que se apliquen a su caso. El pastor debe dar a su pueblo instrucción fiel, mostrándole cómo debe ser y qué debe hacer a fin de ser hallado perfecto en el día de Dios. Un maestro fiel de la verdad, al acercarse al final de su

labor, debe ser capaz de decir con Pablo: “Soy inocente de la sangre de todos”.

“Entonces cuídense a sí mismos y cuiden al pueblo de Dios. Alimenten y pastoreen al rebaño de Dios, su iglesia, comprada con su propia sangre, sobre quien el Espíritu Santo los ha designado ancianos” (NTV). Los pastores están tratando con lo que ha sido comprado con la sangre de Cristo, y esto da un profundo sentido a la importancia de su obra. Como representantes de Cristo, deben mantener el honor de su nombre. Por medio de la pureza de su vida deben probar que son dignos de su elevado llamado.

Los peligros acosarían a la iglesia de Éfeso: “Sé que después de mi partida entrarán en medio de ustedes lobos feroces que procurarán acabar con el rebaño. Aun de entre ustedes mismos se levantarán algunos que enseñarán falsedades para arrastrar a los discípulos que los sigan”. Mirando hacia el futuro, Pablo vio los ataques que la iglesia sufriría tanto por los engañadores externos como por los internos. “Así que estén alerta. Recuerden que día y noche, durante tres años, no he dejado de amonestar con lágrimas a cada uno en particular”.

“Ahora”, continuó, “los encomiendo a Dios y al mensaje de su gracia, mensaje que tiene poder para edificarlos y darles herencia entre todos los santificados. No he codiciado ni la plata ni el oro ni la ropa de nadie”. Pablo nunca había buscado obtener beneficio personal de los hermanos efesios ricos. “Estas manos”, declaró, “se han ocupado de mis propias necesidades y de las de mis compañeros. Con mi ejemplo les he mostrado que es preciso trabajar duro para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’ ”.

“Después de decir esto, Pablo se puso de rodillas con todos ellos y oró. Todos lloraban inconsolablemente mientras lo abrazaban y lo besaban. Lo que más los entristecía era su declaración de que ellos no volverían a verlo. Luego, lo acompañaron hasta el barco”.

Desde Mileto los viajeros navegaron hacia Pátara, donde encontraron “un barco que iba para Fenicia”; subieron a bordo y zarparon. En Tiro, donde

descargaron el barco, unos discípulos fueron advertidos por el Espíritu Santo acerca de los peligros que esperaban a Pablo en Jerusalén. Le insistieron en que no fuera. Pero el apóstol no dejó que ningún temor lo distrajera de su propósito.

En Cesarea, Pablo pasó unos días muy pacíficos y felices; los últimos de perfecta libertad que disfrutaría por un largo tiempo. Mientras estaba en Cesarea, “bajó de Judea un profeta llamado Ágabo. Este vino a vernos”, cuenta Lucas, “y, tomando el cinturón de Pablo, se ató con él de pies y manos, y dijo: ‘Así dice el Espíritu Santo: De esta manera atarán los judíos de Jerusalén al dueño de este cinturón, y lo entregarán en manos de los gentiles’ ”.

Pablo no se apartó de su deber
Pero Pablo no se apartó del sendero de su deber. Seguiría a Cristo a la prisión y a la muerte, si era necesario. “¿Por qué lloran? ¡Me parten el alma! [...] Por el nombre del Señor Jesús estoy dispuesto no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén”.

Pronto llegó el fin de su corta estadía en Cesarea, y Pablo y sus colaboradores partieron hacia Jerusalén, con sus corazones ensombrecidos por el presentimiento de una desgracia inminente.

El apóstol sabía que encontraría pocos amigos y muchos enemigos en Jerusalén. Recordando su propio prejuicio amargo en contra de los seguidores de Cristo, sintió la más profunda compasión por sus compatriotas engañados. Y aun así, ¡cuán poca esperanza tenía de ser capaz de ayudarlos! La misma ira ciega que una vez había ardido en su propio corazón ahora encendía los corazones de una nación entera contral él.

Y ni siquiera podía contar con la simpatía de sus propios hermanos en la fe. Algunos, incluso entre los apóstoles y los ancianos, habían aceptado como ciertos los informes más desfavorables acerca de él, sin intentar contradecirlos ni manifestar deseos de estar de acuerdo con él.

Aun así, el apóstol no estaba desanimado. Confiaba en que la voz que había

hablado a su corazón hablaría a los corazones de sus compatriotas, y que el Maestro a quien sus compañeros discípulos habían servido uniría sus corazones con el suyo en la obra del evangelio. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 38

Los hermanos de Pablo le dan malos consejos

Este capítulo está basado en Hechos 21:17 al 23:35.

 

Pablo presentó a los dirigentes en Jerusalén las ofrendas enviadas por las iglesias de los gentiles para el sostén de los pobres que vivían entre los hermanos judíos. La suma excedía por lejos las expectativas de los ancianos de Jerusalén, y representaba graves privaciones de parte de los creyentes gentiles.

Estas ofrendas dadas voluntariamente eran una señal de la lealtad de los conversos gentiles a la obra organizada de Dios en todo el mundo. Y aun así, era evidente que algunos eran incapaces de apreciar el espíritu de amor fraternal que había generado estas ofrendas.

En años anteriores, algunos de los hermanos dirigentes de Jerusalén no habían cooperado alegremente con Pablo. En su ansiedad por conservar algunas formas y ceremonias sin importancia, habían perdido de vista la bendición que acaecería por medio del esfuerzo de unir todas las partes de la obra del Señor. Habían fallado en mantenerse al día con la marcha de las providencias de Dios, y habían intentado imponer a los obreros muchas restricciones innecesarias. Los hombres que no estaban familiarizados con las necesidades particulares de los campos más distantes insistieron en que tenían la autoridad de ordenar a los hermanos de esos lugares que siguieran ciertos métodos específicos de trabajo, según su opinión.

Habían pasado varios años desde que los hermanos en Jerusalén consideraran cuidadosamente los métodos seguidos por aquellos que estaban trabajando para los gentiles e hicieran recomendaciones con relación a algunos ritos y costumbres. En este concilio general, los hermanos también habían recomendado unánimemente a Bernabé y a Pablo como trabajadores

dignos de la plena confianza de cada creyente. En esta reunión, algunos habían criticado severamente a los apóstoles sobre quienes pesaba la principal responsabilidad de llevar el evangelio al mundo gentil, pero durante el Concilio, sus conceptos del propósito de Dios se habían ampliado y ellos se habían unido para tomar decisiones que hacían posible la unificación del cuerpo entero de creyentes.

Los hermanos dirigentes siguen hiriendo el ministerio de Pablo
Más adelante, al ver que el número de conversos entre los gentiles aumentaba rápidamente, algunos hermanos líderes en Jerusalén comenzaron a acariciar nuevamente sus antiguos prejuicios contra los métodos de Pablo.

Algunos de los líderes decidieron que la obra debía realizarse de acuerdo con sus propias ideas de ahí en más. Si Pablo actuaba en conformidad a estas políticas que ellos defendían, reconocerían y sostendrían su trabajo; de lo contrario, ya no podrían garantizar su aceptación y apoyo.

Estos hombres habían perdido de vista el hecho de que Dios es el maestro de su pueblo; todo aquel que trabaje en su causa debe seguir al Líder divino, sin mirar al hombre para buscar dirección. Sus colaboradores deben ser moldeados a semejanza de lo divino.

Pablo había enseñado a la gente “no [...] con palabras sabias y elocuentes, sino con demostración del poder del Espíritu” (1 Cor. 2:4). Había buscado a Dios para obtener dirección, pero había sido cuidadoso de trabajar en armonía con las decisiones del concilio general de Jerusalén. Como resultado, las iglesias “se fortalecían en la fe y crecían en número día tras día” (Hech.

16:5). A pesar de la falta de simpatía que algunos le demostraban, había animado a sus conversos a tener un espíritu de lealtad, generosidad y amor fraternal, características que quedaron reveladas en las ofrendas generosas que entregó ante los ancianos judíos.

Pablo “relató detalladamente lo que Dios había hecho entre los gentiles por medio de su ministerio”. Esto trajo, aun a los que habían estado dudando, la convicción de que la bendición del cielo había acompañado sus labores. “Al oírlo, alabaron a Dios”. Los métodos utilizados por el apóstol portaban el

sello del Cielo. Los hombres que habían insistido en que se tomaran medidas arbitrarias de control vieron el ministerio de Pablo desde otro punto de vista, y se convencieron de que su accionar había estado equivocado. Habían sido esclavos de las costumbres y las tradiciones judías, y el evangelio había sido estorbado porque no habían comprendido que el muro de división entre judíos y gentiles había sido destruido por la muerte de Cristo.

Esta era la oportunidad perfecta para que todos los líderes confesaran con sinceridad que Dios había actuado por medio de Pablo, y que se habían equivocado al permitir que los enemigos de él encendieran celos y prejuicios en ellos. Pero en vez de hacer justicia a aquel que habían herido, mostraron que aún acariciaban la idea de que Pablo fuese considerado responsable por los prejuicios existentes. No lo defendieron noblemente, sino que intentaron comprometerlo.

El consejo que llevó al desastre
“Ya ves, hermano”, dijeron en respuesta a su testimonio, “cuántos miles de judíos han creído, y todos ellos siguen aferrados a la ley. Ahora bien, han oído decir que tú enseñas que se aparten de Moisés todos los judíos que viven entre los gentiles. Les recomiendas que no circunciden a sus hijos ni vivan según nuestras costumbres. [...] Por eso, será mejor que sigas nuestro consejo. Hay aquí entre nosotros cuatro hombres que tienen que cumplir un voto.

Llévatelos, toma parte en sus ritos de purificación y paga los gastos que corresponden al voto de rasurarse la cabeza. Así todos sabrán que no son ciertos esos informes acerca de ti, sino que tú también vives en obediencia a la ley. En cuanto a los creyentes gentiles, ya les hemos comunicado por escrito nuestra decisión de que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de la carne de animales estrangulados y de la inmoralidad sexual”.

Los hermanos aseguraron a Pablo que la decisión del concilio anterior en relación con los conversos gentiles y con la ley ceremonial aún se mantenía en vigor. Pero el consejo que ahora le dieron no era coherente con esa decisión. El Espíritu de Dios no había inspirado esta instrucción; era fruto de la cobardía.

Muchos de los judíos que habían aceptado el evangelio aún atesoraban la ley ceremonial, y estaban muy dispuestos a hacer concesiones imprudentes, esperando de esa forma quitar el prejuicio y ganar a sus compatriotas a la fe de Cristo como Redentor del mundo. Pablo se dio cuenta de que mientras muchos de los miembros dirigentes de la iglesia de Jerusalén continuaran teniendo prejuicios contra él, trabajarían incesantemente para contrarrestar su influencia. Sintió que si por una concesión razonable podía ganarlos a la verdad, quitaría un gran obstáculo para el éxito del evangelio en otros lugares. Pero no estaba autorizado por Dios para conceder lo que le habían pedido.

Cuando pensamos en el gran deseo de Pablo de estar en armonía con sus hermanos, su ternura hacia los débiles en la fe y su reverencia por los apóstoles que habían estado con Cristo, nos resulta menos sorprendente que se haya sentido forzado a desviarse del curso decidido que hasta ese momento había seguido. Pero sus esfuerzos por la conciliación solo apresuraron su predicho sufrimiento, lo separaron de sus hermanos y privaron a la iglesia de uno de sus más fuertes pilares.

Al día siguiente, Pablo comenzó a llevar a cabo el consejo de los ancianos. Los cuatro hombres que estaban bajo el voto del nazareato (ver Núm. 6) fueron llevados por Pablo al Templo. Aquellos que habían aconsejado a Pablo que diera este paso no habían considerado el gran peligro al que estaría expuesto. Había visitado muchas de las ciudades más grandes del mundo, y era bien conocido por miles que habían ido a Jerusalén para asistir a la fiesta. Entre ellos, había hombres llenos de amargo odio hacia Pablo. Para él, entrar en el Templo en una ocasión pública como esa representaba poner en riesgo su vida. Por varios días, aparentemente, pasó inadvertido, pero mientras estaba hablando con un sacerdote acerca de los sacrificios que se ofrecerían, algunos judíos de Asia lo reconocieron.

Con furia demoníaca se precipitaron sobre él: “¡Israelitas! ¡Ayúdennos! Este es el individuo que anda por todas partes enseñando a toda la gente contra nuestro pueblo, nuestra ley y este lugar”. Y mientras la gente respondía a este llamado de ayuda, se añadió otra acusación: “Además, hasta ha metido a unos griegos en el templo, y ha profanado este lugar santo”.

Según la ley judía, era un crimen punible de muerte que un incircunciso entrara en los atrios interiores del sagrado edificio. Se lo había visto a Pablo en la ciudad con Trófimo, un efesio, y suponían que él lo había traído al Templo. Pero no había hecho esto, y siendo él mismo judío, no violaba la ley al entrar al Templo.

El odio mostrado a Cristo se repite contra Pablo
Aunque la acusación era totalmente falsa, sirvió para encender el prejuicio popular. Se esparció una salvaje excitación por todo Jerusalén. “Toda la ciudad se alborotó. La gente se precipitó en masa, agarró a Pablo y lo sacó del templo a rastras, e inmediatamente se cerraron las puertas”.

“Estaban por matarlo, cuando se le informó al comandante del batallón romano que toda la ciudad de Jerusalén estaba amotinada”. Claudio Lisias “en seguida tomó algunos centuriones con sus tropas, y bajó corriendo hacia la multitud. Al ver al comandante y a sus soldados, los amotinados dejaron de golpear a Pablo”. Viendo que la furia de la multitud estaba dirigida hacia Pablo, el capitán romano “se abrió paso, lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Luego preguntó quién era y qué había hecho”.

Inmediatamente muchas voces se elevaron en fuerte y airada acusación, y “como no pudo averiguar la verdad a causa del alboroto, mandó que condujeran a Pablo al cuartel. [...] El pueblo en masa iba detrás gritando: ‘¡Que lo maten!’ ”.

El apóstol estaba calmo y bajo control. Sabía que los ángeles del cielo estaban con él. Cuando estaba a punto de ser llevado al cuartel, preguntó al comandante: “¿Me permite decirle algo?” Lisias respondió: “¿No eres el egipcio que hace algún tiempo provocó una rebelión y llevó al desierto a cuatro mil guerrilleros?”

En respuesta, Pablo dijo: “Yo soy judío, natural de Tarso, una ciudad muy importante de Cilicia [...]. Por favor, permítame hablarle al pueblo”.

La malicia irrazonable de los enemigos de Pablo
El pedido le fue concedido, y “Pablo se puso de pie en las gradas e hizo una señal con la mano a la multitud”. Su porte inspiraba respeto. “Cuando todos guardaron silencio, les dijo en arameo: ‘Padres y hermanos, escuchen ahora mi defensa’ ”. En medio del completo silencio, continuó: “Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad. Bajo la tutela de Gamaliel recibí instrucción cabal en la ley de nuestros antepasados, y fui tan celoso de Dios como cualquiera de ustedes lo es hoy día”. Los hechos que refirió eran bien conocidos. Luego habló acerca de su antiguo celo al perseguir a los discípulos de Cristo y narró las circunstancias de su posterior conversión, diciendo cómo su corazón orgulloso había sido inducido a postrarse ante el Nazareno crucificado. El relato de su experiencia pareció enternecer y subyugar los corazones de sus oponentes.

Luego les mostró que él había deseado trabajar por su propia nación, pero que en ese mismo templo la voz de Dios le había hablado, dirigiendo su camino “lejos, a los gentiles”.

La furia del exclusivismo
El pueblo había escuchado con mucha atención, pero cuando Pablo llegó al punto de su relato en que dijo que había sido designado como embajador a los gentiles, la furia del pueblo se despertó nuevamente. No estaban dispuestos a permitir que los despreciables gentiles compartieran los privilegios que hasta ese momento habían sido considerados como exclusivamente suyos. Gritaron: “¡Bórralo de la tierra! ¡Ese tipo no merece vivir!”

“Como seguían gritando, [...] el comandante ordenó que metieran a Pablo en el cuartel. Mandó que lo interrogaran a latigazos, con el fin de averiguar por qué gritaban así contra él”.

“Cuando lo estaban sujetando con cadenas para azotarlo, Pablo le dijo al centurión que estaba allí: ‘¿Permite la ley que ustedes azoten a un ciudadano romano antes de ser juzgado?’ Al oír esto, el centurión fue y avisó al comandante. ‘¿Qué va a hacer usted? Resulta que ese hombre es ciudadano romano’. El comandante se acercó a Pablo y le dijo: ‘Dime, ¿eres ciudadano

romano?’ ” Y Pablo dijo: “Sí, lo soy”. El comandante contestó: “A mí me costó una fortuna adquirir mi ciudadanía”. Pablo dijo: “Pues yo la tengo de nacimiento”. Los que iban a interrogarlo se retiraron en seguida. Al darse cuenta de que Pablo era ciudadano romano, el comandante mismo se asustó de haberlo encadenado.

“Al día siguiente, como el comandante quería saber con certeza de qué acusaban los judíos a Pablo, lo desató y mandó que se reunieran los jefes de los sacerdotes y el Consejo en pleno. Luego llevó a Pablo para que compareciera ante ellos” (Hech. 22:25-30).

Pablo ante el tribunal
Mientras comparecía ante las autoridades judías, el rostro de Pablo revelaba la paz de Cristo. Mirándolos fijamente, arguyó: “ ‘Hermanos, hasta hoy yo he actuado delante de Dios con toda buena conciencia’. Ante esto, el sumo sacerdote Ananías ordenó a los que estaban cerca de Pablo que lo golpearan en la boca”. Ante esta orden inhumana, Pablo exclamó: “ ‘¡Hipócrita, a usted también lo va a golpear Dios! [...] ¡Ahí está sentado para juzgarme según la ley!, ¿y usted mismo viola la ley al mandar que me golpeen?’ ” “Los que estaban junto a Pablo le interpelaron: ‘¿Cómo te atreves a insultar al sumo sacerdote de Dios?’ ” Con su habitual cortesía, Pablo respondió: “Hermanos, no me había dado cuenta de que es el sumo sacerdote [...]; de hecho está escrito: ‘No hables mal del jefe de tu pueblo’ ”.

“Pablo, sabiendo que una parte era saduceo y los demás fariseos, exclamó en el Consejo: ‘Hermanos, yo soy fariseo de pura cepa. Me están juzgando porque he puesto mi esperanza en la resurrección de los muertos’ ”.

Los saduceos estaban buscando desesperadamente apoderarse del apóstol para darle muerte, y los fariseos luchaban con todo ardor por protegerlo. “El comandante tuvo miedo de que hicieran pedazos a Pablo. Así que ordenó a los soldados que bajaran para sacarlo de allí por la fuerza y llevárselo al cuartel”.

Más tarde, Pablo comenzó a temer que su comportamiento no hubiese sido

agradable a los ojos de Dios. ¿Había cometido un error al visitar Jerusalén?

¿Acaso su gran deseo por estar unido con sus hermanos había llevado a este resultado desastroso?

¿Cómo los mirarían aquellos oficiales paganos? Profesaban ser el pueblo de Dios y pretendían ocupar cargos sagrados, pero se entregaban a la ira ciega, buscaban destruir aun a sus hermanos que se atrevían a disentir con ellos en la fe religiosa, y convirtieron su solemne concilio en un escenario de salvaje confusión. El nombre de Dios había sido deshonrado a la vista de los paganos.

Y ahora él sabía que sus enemigos recurrirían a cualquier medio para darle muerte. ¿Podía ser que su trabajo por las iglesias estuviera terminado, y que los lobos voraces entraran en ellas ahora? Pensó en los peligros que correrían las iglesias esparcidas, expuestas a las persecuciones de hombres como los que se había encontrado en el concilio del Sanedrín. En su angustia, lloró y oró.

En esta hora oscura, el Señor se reveló a su testigo fiel, en respuesta a las fervientes oraciones por dirección.

“A la noche siguiente el Señor se apareció a Pablo, y le dijo: ‘¡Ánimo! Así como has dado testimonio de mí en Jerusalén, es necesario que lo des también en Roma’ ”.

Mientras el Señor animaba a su siervo, los enemigos de Pablo tramaban su destrucción. Los conspiradores “se presentaron ante los jefes de los sacerdotes y los ancianos, y les dijeron: ‘Nosotros hemos jurado bajo maldición no comer nada hasta que logremos matar a Pablo. Ahora, con el respaldo del Consejo, pídanle al comandante que haga comparecer al reo ante ustedes, con el pretexto de obtener información más precisa sobre su caso.

Nosotros estaremos listos para matarlo en el camino’ ”.

Los sacerdotes y los gobernantes aceptaron ansiosos. Pablo había dicho la verdad cuando comparó a Ananías con un “sepulcro blanqueado”.

El sobrino de Pablo detiene el complot
Pero Dios intervino para salvar a su siervo. El hijo de la hermana de Pablo, al escuchar de la emboscada de los asesinos, “entró en el cuartel y avisó a Pablo. Este llamó entonces a uno de los centuriones y le pidió: ‘Lleve a este joven al comandante, porque tiene algo que decirle’. Así que el centurión lo llevó al comandante, y le dijo: ‘El preso Pablo me llamó y me pidió que le trajera este joven, porque tiene algo que decirle’ ”.

Claudio Lisias recibió al joven amablemente. “¿Qué quieres decirme?” Entonces el joven respondió: “Los judíos se han puesto de acuerdo para pedirle a usted que mañana lleve a Pablo ante el Consejo con el pretexto de obtener información más precisa acerca de él. No se deje convencer, porque más de cuarenta de ellos lo esperan emboscados. Han jurado bajo maldición no comer ni beber hasta que hayan logrado matarlo. Ya están listos; solo aguardan a que usted les conceda su petición”.

“El comandante despidió al joven con esta advertencia: ‘No le digas a nadie que me has informado de esto’ ”.

Lisias “llamó a dos de sus centuriones y les ordenó: ‘Alisten un destacamento de doscientos soldados de infantería, setenta a caballería y doscientos lanceros para que vayan a Cesarea esta noche a las nueve. Y preparen cabalgaduras para llevar a Pablo sano y salvo al gobernador Félix’ ” (Hech. 23:20-24).

No se podía perder tiempo. “Así que los soldados, según se les había ordenado, tomaron a Pablo y lo llevaron de noche hasta Antípatris”. Los hombres de a caballo avanzaron con el prisionero a Cesarea. El comandante en cargo entregó su prisionero a Félix, presentando también una carta:

“Claudio Lisias, a su excelencia el gobernador Félix: Saludos. Los judíos prendieron a este hombre y estaban a punto de matarlo, pero yo llegué con mis soldados y lo rescaté, porque me había enterado de que es ciudadano romano. [...] Cuando me informaron que se tramaba una conspiración contra este hombre, decidí enviarlo a usted en seguida. También les ordené a sus acusadores que expongan delante de usted los cargos que tengan contra él”.

Crimen sobre crimen
En su ira contra Pablo, los judíos habían añadido otro crimen a la oscura lista que caracterizaba su historia y habían asegurado su condena. Cristo, en la sinagoga de Nazaret, recordó a sus oyentes que en el pasado Dios se había alejado de su pueblo escogido por su incredulidad y rebelión, y se había manifestado a los que estaban en tierras paganas y no habían rechazado la luz del cielo. En el Israel apóstata no había seguridad para el fiel mensajero de Dios. Los dirigentes judíos estaban dirigiendo al pueblo cada vez más lejos de la obediencia a Dios, donde él no podría ser su defensor en el día de angustia.

Las palabras de reproche de parte del Salvador a los hombres de Nazaret se aplicaban, en el caso de Pablo, a sus propios hermanos en la fe. Si los líderes de la iglesia hubiesen abandonado completamente su amargura contra el apóstol y lo hubiesen aceptado como a uno llamado por Dios para llevar el evangelio a los gentiles, el Señor hubiese permitido que lo tuvieran por más tiempo. No era el plan de Dios que las labores de Pablo terminaran tan pronto.

El mismo espíritu aún está privando a la iglesia de muchas bendiciones. Cuántas veces hubiese prolongado el Señor la obra de algún ministro fiel, si sus labores hubiesen sido apreciadas. Pero si los miembros de iglesia falsifican o malinterpretan las palabras y los hechos del siervo de Cristo, si ellos obstruyen su camino, ocasionalmente el Señor les quita la bendición que les había dado.

Aquellos a quienes Dios ha escogido para realizar una grande y buena obra pueden estar listos para sacrificar la vida misma por causa de Cristo, pero el gran engañador sugerirá a sus hermanos dudas concernientes a ellos, que destruirán la confianza en su integridad y estropearán su utilidad. Demasiado a menudo, obtiene éxito al acarrear sobre sus obreros, por medio de sus mismos hermanos, una angustia tal de corazón que Dios, en su gracia, interviene para dar descanso a estos siervos perseguidos. Después de que la voz de advertencia y ánimo es silenciada, entonces la persona obstinada puede ver y valorar las bendiciones que se le han quitado. Su muerte puede realizar lo que no logró hacer su vida. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 39

El juicio de Pablo en Cesarea

Este capítulo está basado en Hechos 24.

 

Cinco días después de la llegada de Pablo a Cesarea, sus acusadores llegaron desde Jerusalén, acompañados de Tértulo, su abogado. Pablo fue traído ante la asamblea y Tértulo “expuso su caso ante Félix”. El astuto orador comenzó su discurso adulando a Félix: “Excelentísimo Félix, bajo su mandato hemos disfrutado de un largo período de paz, y gracias a la previsión suya se han llevado a cabo reformas en pro de esta nación. En todas partes y en toda ocasión reconocemos esto con profunda gratitud”.

En esto Tértulo descendió a la mentira descarada, porque el carácter de Félix era despreciable. Los que oyeron a Tértulo sabían que sus palabras no eran ciertas.

Tértulo acusó a Pablo de alta traición en contra del gobierno: “Hemos descubierto que este hombre es una plaga que por todas partes anda provocando disturbios entre los judíos. Es cabecilla de la secta de los nazarenos. Incluso trató de profanar el templo”. Todas las acusaciones fueron vehementemente sostenidas por los judíos presentes, que no hicieron ningún esfuerzo por ocultar su odio hacia el prisionero.

Félix era lo suficientemente perspicaz para saber con qué motivo los acusadores de Pablo lo halagaban. Vio también que no habían fundamentado sus cargos. Volviéndose a Pablo, le hizo señas de que se defendiese.

Pablo no desperdició palabras en elogios. Refiriéndose a los cargos que se le imponían, explicó con claridad que ninguno de ellos era cierto. No había causado disturbios en ninguna parte de Jerusalén, ni había profanado el Santuario. Mientras confesaba que adoraba a Dios “siguiendo este Camino”,

declaró que siempre había creído “todo lo que enseña la ley y [...] lo que está escrito en los profetas”, y sostuvo la fe en la resurrección de los muertos. El propósito principal de su vida era “conservar siempre limpia” su “conciencia delante de Dios y de los hombres”.

De forma clara presentó el objetivo de su visita a Jerusalén y las circunstancias de su arresto y juicio: “Volví a Jerusalén para traer donativos a mi pueblo y presentar ofrendas. En esto estaba, habiéndome ya purificado, cuando me encontraron en el templo. No me acompañaba ninguna multitud, ni estaba implicado en ningún disturbio”.

Las palabras del apóstol eran convincentes. Claudio Lisias, en su carta a Félix, había dado un testimonio similar con relación a la conducta de Pablo. La declaración sencilla de Pablo acerca de los hechos permitió a Félix comprender los motivos por los cuales los judíos estaban decididos a intentar inculpar al apóstol de sedición y traición. El gobernador no los complacería condenando injustamente a un ciudadano romano, ni se los entregaría a ellos. Y, sin embargo, la motivación de Félix era siempre regida por el interés propio. El miedo a ofender a los judíos le impidió hacer plena justicia al hombre que sabía que era inocente. Por lo tanto, decidió suspender el juicio hasta que Lisias estuviese presente.

El apóstol permaneció preso, pero Félix mandó que se “le diera cierta libertad y [...] sus amigos lo atendieran”.

Félix y Drusila escuchan las maravillosas buenas nuevas
Poco después de esto, Félix y su esposa, Drusila, enviaron a buscar a Pablo para escucharlo hablar “acerca de la fe en Cristo Jesús”. Estaban ansiosos por escuchar estas nuevas verdades; verdades que si eran rechazadas testificarían en contra de ellos en el día de Dios.

Pablo sabía que estaba en presencia de alguien que tenía poder de darle muerte o de darle libertad, pero aun así no se dirigió a Félix y a Drusila con adulaciones. Olvidando todas las consideraciones egoístas, buscó despertar en ellos una noción del peligro que corrían. El apóstol comprendía que un día

estarían entre los santos alrededor del gran Trono blanco, o entre aquellos a quienes Cristo diría: “¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!” (Mat. 7:23).

Pocos se habían animado antes a insinuar que el carácter y la conducta de Félix no eran intachables. Pero Pablo no tenía miedo del hombre. Fue dirigido a hablar acerca de aquellas virtudes esenciales para el carácter cristiano; de las cuales la arrogante pareja estaba tan destituida.

Presentó a Félix y a Drusila la justicia de Dios y la naturaleza de su Ley. Les mostró que es deber del hombre vivir una vida sobria y temperante, en conformidad a la Ley de Dios, preservando las facultades físicas y mentales en una condición saludable. Con certeza vendría un día de juicio en que se revelaría que la riqueza, los cargos o los títulos son incapaces de librar al hombre de los resultados del pecado. Esta vida es el tiempo de preparación que el hombre tiene para la vida futura. Si el gobernador negase las oportunidades presentes, sufriría pérdida eterna y no se le daría un nuevo tiempo de prueba.

Pablo mostró especialmente cómo la Ley de Dios alcanza los secretos más profundos de la naturaleza moral del hombre. La Ley examina sus pensamientos, motivos y propósitos. Las pasiones oscuras escondidas de la vista de los hombres, como los celos, el odio, la lujuria y la ambición, aquellas acciones malvadas que, aunque meditadas, nunca son ejectuadas por falta de oportunidad; todo esto condena la Ley de Dios.

Pablo señaló al único y gran sacrificio por el pecado: Cristo, única fuente de vida y esperanza para el hombre caído. Al observar las agonías de muerte de las víctimas sacrificiales, los hombres de la antigüedad veían a través de las edades al Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo.

Dios reclama con derecho el amor y la obediencia de sus criaturas. Pero muchos olvidan a su Hacedor y responden al amor con enemistad. Dios no puede rebajar los requisitos de su Ley, ni puede el hombre, por su propio poder, satisfacer las demandas de la ley. El pecador puede ser limpiado de culpa y capacitado para obedecer a la Ley de su Hacedor solo por la fe en Cristo.

Así recalcó Pablo, el preso, las demandas de la Ley divina y presentó a Jesús como Hijo de Dios, Redentor del mundo.

Félix y su esposa rechazan su oportunidad
La princesa judía entendía la Ley que tan desvergonzadamente había transgredido, pero su prejuicio contra el Hombre del Calvario endureció su corazón a la palabra de vida. Félix, profundamente perturbado, sintió que las palabras de Pablo eran verdaderas. Con terrible claridad vinieron a su mente los secretos de su vida. Se vio licencioso, cruel, codicioso. Nunca antes la verdad había impresionado tanto su corazón. El pensamiento de que su carrera criminal estaba abierta ante los ojos de Dios y que sería juzgado de acuerdo con sus acciones, lo hizo temblar.

Pero en vez de permitir que sus convicciones lo llevaran al arrepentimiento, trató de ahuyentar estas reflexiones desagradables. “¡Basta por ahora! Puedes retirarte. Cuando sea oportuno te mandaré llamar otra vez”.

¡Cuán contrastante fue el proceder de Félix con el del carcelero de Filipos! Los siervos del Señor fueron traídos en cadenas al carcelero, así como Pablo fue llevado a Félix. La evidencia que dieron de ser sostenidos por un poder divino y el espíritu perdonador que manifestaro trajeron convicción al corazón del carcelero. Con temblor confesó sus pecados, y encontró perdón. Félix tembló, pero no se arrepintió. El carcelero dio la bienvenida al Espíritu de Dios; Félix le pidió al mensajero divino que se fuera. Uno eligió convertirse en heredero del cielo, el otro eligió su destino con los hacedores de maldad.

Pablo quedó preso durante dos años. Félix lo visitó varias veces, e insinuó que por la paga de una gran suma de dinero Pablo podría asegurarse su libertad. Sin embargo, el apóstol era demasiado noble para liberarse por medio de un soborno. No se rebajaría a cometer un mal a fin de obtener su libertad. Sintió que estaba en las manos de Dios y que no interferiría en los propósitos divinos respecto a él.

Finalmente Félix fue llevado a Roma por los terribles actos de injusticia

perpetrados contra los judíos. Antes de irse de Cesarea, pensó en “congraciarse con los judíos” dejando que Pablo quedase preso. Pero Félix no tuvo éxito en este intento de recuperar la confianza de los judíos. Fue removido vergonzosamente de su cargo y se asignó a Porcio Festo para que lo sucediera.

Un rayo de luz celestial había brillado sobre Félix cuando Pablo razonó con él “sobre la justicia, el dominio propio y el juicio venidero”. Pero le dijo al mensajero de Dios: “¡Basta por ahora! Puedes retirarte. Cuando sea oportuno te mandaré llamar otra vez”.

Nunca más recibiría otro llamado de Dios. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 40

Pablo apela a César

Este capítulo está basado en Hechos 25:1 al 16.

 

“Tres días después de llegar a la provincia, Festo subió de Cesarea a Jerusalén. Entonces los jefes de los sacerdotes y los dirigentes de los judíos presentaron sus acusaciones contra Pablo. Insistentemente le pidieron a Festo que les hiciera el favor de trasladar a Pablo a Jerusalén”. Al hacer este pedido, se proponían asaltar a Pablo en el camino y matarlo.

Pero Festo tenía un gran sentido de responsabilidad y rechazó esto cortésmente. Declaró que “no es costumbre de los romanos entregar a ninguna persona sin antes concederle al acusado un careo con sus acusadores, y darle la oportunidad de defenderse de los cargos” (Hech. 25:16).

Los judíos no habían olvidado su antigua derrota en Cesarea. Nuevamente insistieron en que Pablo fuera traído a Jerusalén para el juicio, pero Festo se mantuvo firme en su propósito de otorgar a Pablo un juicio justo en Cesarea. Dios controló la decisión de Festo para que la vida del apóstol pudiese ser prolongada.

Inmediatamente los líderes judíos se prepararon para testificar en contra de Pablo en la corte del procurador. Festo “bajó a Cesarea, y al día siguiente convocó al tribunal y mandó que le trajeran a Pablo. [...] Los judíos que habían bajado de Jerusalén lo rodearon, formulando contra él muchas acusaciones graves que no podían probar”. A medida que el juicio avanzaba, el acusado mostraba claramente, con calma y candor, la falsedad de sus acusaciones.

Festo se dio cuenta de que no había nada en los cargos presentados contra Pablo que pudiesen hacerlo digno de muerte o de encarcelamiento. Sin embargo, vio claramente la tormenta de ira que se levantaría si Pablo no era condenado o entregado en manos de ellos. Y así, “queriendo congraciarse con los judíos”, Festo le preguntó a Pablo si estaba dispuesto a subir a Jerusalén, bajo su protección, para ser juzgado allí por el Sanedrín.

El apóstol sabía que estaría más seguro entre los paganos que entre aquellos que habían rechazado la luz del cielo y endurecido sus corazones contra el evangelio. Por lo tanto, decidió ejercer su privilegio, como ciudadano romano, de apelar al César: “Ya estoy ante el tribunal del emperador [César], que es donde se me debe juzgar. No les he hecho ningún agravio a los judíos, como usted sabe muy bien. Si soy culpable de haber hecho algo que merezca la muerte, no me niego a morir. Pero, si no son ciertas las acusaciones que estos judíos formulan contra mí, nadie tiene el derecho de entregarme a ellos para complacerlos. ¡Apelo al emperador!”

Festo no sabía nada de las conspiraciones de los judíos para asesinar a Pablo, y quedó sorprendido por esta apelación a César. Sin embargo, las palabras del apóstol detuvieron el proceso de la corte. “Festo declaró: ‘Has apelado al emperador. ¡Al emperador irás!’ ”

Los que sirven a Dios necesitan valentía firme
Una vez más, a causa del odio, un siervo de Dios fue llevado a buscar protección entre los paganos. Este mismo odio forzó a Elías a huir hacia la viuda de Sarepta, y forzó a los heraldos del evangelio a volverse de los judíos a los gentiles. Y el pueblo de Dios que vive en esta época aún debe enfrentar este odio. Los hombres que dicen ser los representantes de Cristo adoptarán una actitud similar a aquella de los sacerdotes y los gobernantes en su trato a Cristo y los apóstoles. Siervos fieles de Dios se encontrarán con la misma dureza de corazón, la misma determinación cruel y el mismo odio inquebrantable.

Aquellos que permanezcan fieles a Dios serán perseguidos, sus motivos serán condenados, sus mejores esfuerzos malinterpretados y sus nombres denigrados como si fuesen malvados. Satanás trabajará con todo su poder engañador para hacer que lo malo parezca bueno y lo bueno, malo. Tratará fieramente de encender contra el pueblo de Dios la furia de aquellos que, aunque dicen ser justos, pisotean la Ley de Dios. Aferrarse a la fe una vez entregada a los santos requerirá la confianza más firme y el propósito más heroico.

Preparado o no, el pueblo de Dios debe enfrentarse a la crisis que se aproxima, y solo aquellos que hayan puesto sus vidas en conformidad con la norma divina permanecerán firmes. Cuando los gobernantes seculares se unan con los ministros de la religión para legislar en asuntos de conciencia, entonces se verá quiénes realmente temen y sirven a Dios. Y mientras los enemigos de la verdad observan a los siervos de Dios para mal, Dios los cuidará para bien. Será para ellos como la sombra de una gran roca en tierra desierta. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 41

El rey que rechazó la Cruz

Este capítulo está basado en Hechos 25:13 al 27; 26.

 

A Festo no le quedaba otra opción que enviar a Pablo a Roma. Pero pasó un tiempo antes de que se encontrara un barco apropiado. Esto le dio a Pablo la oportunidad de presentar las razones de su fe a los hombres principales de Cesarea, y también ante el rey Agripa II, último de los Herodes.

“Pasados algunos días, el rey Agripa y Berenice llegaron a Cesarea para saludar a Festo”. Festo relató las circunstancias que llevaron al preso a apelar a César, describió el reciente juicio de Pablo ante él y dijo que los judíos habían presentado contra Pablo “algunas cuestiones [...] de su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, que Pablo sostiene que está vivo”.

Agripa se interesó y dijo: “A mí también me gustaría oír a ese hombre”. Se coordinó un encuentro para el día siguiente, y “Festo mandó que le trajeran a Pablo”.

Festo había intentado hacer que esta ocasión fuese de gran pompa, en honor de sus visitantes. Las vestiduras ricas del procurador y sus invitados, las espadas de los soldados y la reluciente armadura de sus comandantes otorgaban brillo a la escena.

Y ahora Pablo, aún esposado, estaba ante la compañía. ¡Qué contraste! Agripa y Berenice poseían poder y jerarquía, pero carecían del carácter que Dios estima. Eran transgresores de su ley, corruptos de corazón y vida.

El anciano preso, encadenado a su soldado, en su apariencia no tenía nada que hiciera que el mundo le rindiera homenaje. Sin embargo, en este hombre aparentemente sin amigos, riqueza ni cargos, estaba interesado todo el cielo.

Los ángeles lo atendían. Si la gloria de uno solo de esos brillantes mensajeros se hubiese manifestado, el rey y los cortesanos hubiesen caído en tierra, como sucedió con los guardias romanos en el sepulcro de Cristo.

Festo presentó a Pablo a la asamblea con las palabras: “Rey Agripa y todos los presentes: aquí tienen a este hombre. Todo el pueblo judío me ha presentado una demanda contra él, tanto en Jerusalén como aquí en Cesarea, pidiendo a gritos su muerte. He llegado a la conclusión de que él no ha hecho nada que merezca la muerte, pero, como apeló al emperador, he decidido enviarlo a Roma. El problema es que no tengo definido nada que escribir al soberano acerca de él. [...] Me parece absurdo enviar un preso sin especificar los cargos contra él”.

Pablo no se intimida ante la pompa terrenal
Agripa entonces le dio a Pablo la libertad de hablar. El apóstol no estaba desconcertado por el brillante despliegue o por la alta jerarquía de su audiencia. La pompa terrenal no podía intimidar su valentía o robarle su dominio propio.

“Para mí es un privilegio presentarme hoy ante usted para defenderme de las acusaciones de los judíos, sobre todo porque usted está bien informado de todas las tradiciones y controversias de los judíos”. Pablo relató la historia de su conversión. Describió su visión celestial, una revelación de la gloria divina, en medio de la cual se sentaba entronizado aquel a quien habían despreciado y odiado, cuyos seguidores él estaba intentando destruir. Desde ese momento, Pablo había sido un ferviente creyente en Jesús.

Con poder, Pablo detalló ante Agripa los eventos principales de la vida de Cristo. Testificó que el Mesías ya había aparecido en la persona de Jesús de Nazaret. Las Escrituras del Antiguo Testamento habían declarado que el Mesías aparecería como hombre entre los hombres; en Jesús se había cumplido toda especificación señalada por Moisés y los profetas. El Hijo de Dios había soportado la cruz y había ascendido al cielo triunfante sobre la muerte.

Antes le había parecido increíble que Cristo pudiese levantarse de los muertos, pero ¿cómo podía dudar de quien él mismo había visto y oído? A la puerta de Damasco había contemplado al Cristo crucificado y resucitado. Lo había visto y había hablado con él. La Voz lo había enviado a predicar el evangelio de un Salvador resucitado, y ¿cómo podría desobedecer? Por toda Judea y en las regiones más lejanas había dado testimonio del Jesús crucificado, exhortando a todos a “que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, y que demostraran su arrepentimiento con sus buenas obras”.

“Solo por eso los judíos me prendieron en el templo y trataron de matarme. Pero Dios me ha ayudado hasta hoy, y así me mantengo firme, testificando a grandes y pequeños. No he dicho sino lo que los profetas y Moisés ya dijeron que sucedería”.

“Grandes” personajes del mundo rechazan la Cruz
Toda la audiencia escuchaba cautivada. Pero el apóstol fue interrumpido por Festo, quien gritó: “¡Estás loco, Pablo! [...] El mucho estudio te ha hecho perder la cabeza”.

El apóstol contestó: “No estoy loco, excelentísimo Festo [...]. Lo que digo es cierto y sensato. El rey está familiarizado con estas cosas”. Entonces, volviéndose a Agripa, se dirigió a él directamente: “Rey Agripa, ¿cree usted en los profetas? ¡A mí me consta que sí!”

Por un momento Agripa perdió noción de su entorno y dignidad. Contemplando solo al humilde prisionero que estaba parado ante él como embajador de Dios, contestó involuntariamente: “Un poco más, y me convences a hacerme cristiano”.

El apóstol respondió: Por poco o por mucho, “le pido a Dios que no solo usted, sino también todos los que me están escuchando hoy lleguen a ser como yo”, y agregó, mientras levantaba sus manos esposadas, “aunque sin estas cadenas”.

Festo, Agripa y Berenice, todos culpables de graves crímenes, habían escuchado ese día la oferta de salvación a través del nombre de Cristo. Uno,

por lo menos, casi había sido convencido a aceptar. Pero Agripa rechazó la cruz del Redentor crucificado.

La curiosidad del rey había quedado satisfecha, y dio a entender que la entrevista había llegado a su fin. Aunque Agripa era judío, no compartía el prejuicio ciego de los fariseos. “Se le podría poner en libertad a este hombre si no hubiera apelado al emperador”, le dijo a Festo.

Pero ahora el caso estaba más allá de la jurisdicción de Festo o de Agripa. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 42

Pablo sufre naufragio en una tormenta

Este capítulo está basado en Hechos 27; 28:1 al 10.

 

Finalmente Pablo estaba de camino a Roma. “Entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, que pertenecía al batallón imperial [Compañía Augusta]. Subimos”, escribe Lucas, “a bordo de un barco, con matrícula de Adramitio [...], y nos hicimos a la mar”.

En el siglo primero, los viajes por mar eran peligrosos. Los marineros se guiaban mayormente por el sol y las estrellas, y cuando había señales de tormenta, los dueños de los barcos temían ir mar abierto. Durante una parte del año, la navegación segura era casi imposible.

El apóstol ahora tendría que soportar las experiencias difíciles de un preso encadenado durante un largo viaje a Italia. Aristarco voluntariamente compartió esa prisión de Pablo para que pudiese servirle en sus aflicciones. (Ver Colosenses 4:10.)

El viaje comenzó con prosperidad. Al día siguiente echaron anclas en el puerto de Sidón. Aquí, “con mucha amabilidad”, Julio “le permitió a Pablo visitar a sus amigos para que lo atendieran”. El apóstol apreció esto, porque estaba débil de salud.

Partiendo de Sidón, el barco se enfrentó con vientos contrarios. En Mira, el centurión encontró un gran barco de Alejandría que iba hacia Italia y transbordó sus prisioneros allí. Pero los vientos continuaban siendo contrarios. Lucas escribe: “Durante muchos días la navegación fue lenta [...]. Seguimos con dificultad a lo largo de la costa y llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos”.

Allí se quedaron un tiempo, esperando vientos favorables. El invierno se aproximaba rápidamente, y “era peligrosa la navegación”. La cuestión que debía decidirse ahora era si permanecer en Buenos Puertos o intentar llegar a un lugar más favorable donde invernar.

Rechazan el consejo inspirado de Pablo
Finalmente el centurión refirió esta cuestión a Pablo, quien se había ganado el respeto de marineros y soldados. El apóstol aconsejó sin vacilar que se quedaran allí donde estaban. “Veo que nuestro viaje va a ser desastroso y que va a causar mucho perjuicio tanto para el barco y su carga como para nuestras propias vidas”. Pero el “dueño del barco” y la mayoría de los pasajeros y de la tripulación no estaban dispuestos a aceptar este consejo. Le aconsejaron que debían “seguir adelante, con la esperanza de llegar a Fenice [...], y pasar allí el invierno”.

El centurión decidió seguir el juicio de la mayoría. “Cuando comenzó a soplar un viento suave del sur, [...] levaron anclas y navegaron junto a la costa de Creta. Poco después se nos vino encima un viento huracanado [...], que venía desde la isla”. “El barco quedó atrapado por la tempestad y no podía hacerle frente al viento”.

Impulsado por la tempestad, el barco se acercó a la pequeña isla de Clauda, y los marineros se prepararon para lo peor. El bote salvavidas, su único medio de escape, iba a remolque y corría peligro de ser partido en pedazos en cualquier momento. Su primer trabajo era subir este bote a bordo. Se tomaron todas las precauciones posibles para preparar el barco a fin de que soportase la tempestad. La escasa protección que les brindaba la pequeña isla no duró mucho, y pronto estaban nuevamente expuestos a la completa violencia de la tormenta.

La tempestad rugió toda la noche. El barco hacía agua. Llegó la noche otra vez, pero el viento no amainó. El navío, golpeado por la tormenta, con sus velas y su mástil destrozados, era lanzado de aquí para allá. Parecía que los crujientes tablones cederían al balanceo del barco en medio de la tormenta. El agua entraba cada vez más, y los pasajeros y la tripulación trabajaban

continuamente para sacarla. Lucas escribe: “Como pasaron muchos días sin que apareciere ni el sol ni las estrellas, y la tempestad seguía arreciando, perdimos al fin toda esperanza de salvarnos”.

Estuvieron catorce días a la deriva. El apóstol, aunque sufría físicamente, tenía palabras de esperanza para la hora más oscura y una mano ayudadora en toda emergencia. Se aferró por fe del brazo del Poder Infinito, y su corazón se apoyaba en Dios. Sabía que Dios lo preservaría para dar testimonio en Roma de la verdad de Cristo, pero su corazón clamaba por las pobres personas a su alrededor, pecadoras y sin preparación para morir. Clamó con fervor a Dios para que les perdonara la vida, y su petición fue concedida.

El desastre del barco
Aprovechando que la tempestad se había calmado, Pablo se paró en la cubierta y dijo: “Los exhorto a cobrar ánimo, porque ninguno de ustedes perderá la vida; solo se perderá el barco. Anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo, y me dijo: ‘No tengas miedo, Pablo. Tienes que comparecer ante el emperador; y Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo’. Así que, ¡ánimo, señores! Confío en Dios que sucederá tal y como se me dijo. Sin embargo, tenemos que encallar en alguna isla”.

Ante estas palabras, los pasajeros y la tripulación se despertaron de su apatía. Debían poner todos sus esfuerzos en evitar la destrucción.

En la decimocuarta noche de ser presa de las negras olas, a medianoche los marineros oyeron el ruido de rompientes. “Temiendo que fuéramos a estrellarnos contra las rocas”, escribe Lucas, “echaron cuatro anclas por la popa y se pusieron a rogar que amaneciera”.

Al despuntar el alba, se divisó con dificultad los contornos de una costa azotada por la tormenta, pero la perspectiva era tan sombría que los marineros paganos, perdiendo todo coraje, intentaron “escapar del barco”. Fingiendo “echar algunas anclas desde la proa”, habían bajado el bote salvavidas, cuando Pablo, percibiendo su plan, les dijo al centurión y a los

soldados: “Si esos no se quedan en el barco, no podrán salvarse ustedes”. Los soldados inmediatamente “cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua”.

Aún no había llegado la hora más crítica. El apóstol nuevamente habló palabras de ánimo, y rogó a los marineros y a los pasajeros que comieran algo. “Hoy hace ya catorce días que ustedes están con la vida en un hilo, y siguen sin probar bocado. Les ruego que coman algo, pues lo necesitan para sobrevivir. Ninguno de ustedes perderá ni un solo cabello de la cabeza”.

“Dicho esto, tomó pan y dio gracias a Dios delante de todos. Luego lo partió y comenzó a comer”. Luego la compañía, de 275 personas, cansada y desanimada, que si no hubiese sido por Pablo hubiese desesperado, se unió al apóstol para comer. “Una vez satisfechos, aligeraron el barco echando el trigo al mar”.

Ya había llegado la luz del día. “Vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco. Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa; pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos” (NTV).

Los prisioneros estuvieron a punto de morir
Los prisioneros ahora estaban amenazados por un destino más terrible que el naufragio. Los soldados vieron que para llegar a la orilla tendrían que hacer todo lo posible por salvarse a sí mismos. Pero si cualquier prisionero escapaba, los que estaban a cargo de ellos deberían responder con sus vidas.

Por eso los soldados deseaban dar muerte a todos los prisioneros. La ley romana sancionaba este cruel recurso, pero Julio sabía que Pablo había sido el medio para salvar las vidas de todos a bordo y, convencido de que el Señor estaba con él, temía hacerle daño. Por lo tanto, “dio orden de que los que pudieran nadar saltaran primero por la borda para llegar a la tierra, y de que los demás salieran valiéndose de tablas o de restos del barco. De esta manera

todos llegamos sanos y salvos a tierra”. Cuando se pasó lista, no faltaba ninguno.

Los habitantes bárbaros de Malta “encendieron una fogata”, escribe Lucas, “y nos invitaron a acercarnos, porque estaba lloviendo y hacía frío. Pablo recogió “un montón de leña y la estaba echando al fuego, cuando una víbora venenosa que huía del calor se le prendió en la mano”. Al ver las cadenas, quienes lo rodeaban se dieron cuenta de que Pablo era prisionero y dijeron: “Sin duda este hombre es un asesino, pues aunque se salvó del mar, la justicia divina no va a consentir que siga con vida. [...] Pero, después de esperar un buen rato y de ver que nada extraño le sucedía, cambiaron de parecer y decían que era un dios”.

Durante los tres meses que permanecieron en Malta Pablo tuvo muchas oportunidades de predicar el evangelio, y el Señor obró mediante él. Por su causa, la compañía entera del naufragio fue tratada con bondad y, al dejar Malta, se les proveyó de todo lo que podían llegar a necesitar para su viaje. Lucas dice: “Publio”, hombre principal de la isla, “[...] nos hospedó durante tres días. El padre de Publio estaba en cama, enfermo con fiebre y disentería. Pablo entró a verlo y, después de orar, le impuso las manos y lo sanó. Como consecuencia de esto, los demás enfermos de la isla también acudían y eran sanados. Nos colmaron de muchas atenciones y nos proveyeron de todo lo necesario para el viaje”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 43

Pablo en Roma: el evangelista de las grandes ciudades encadenado

Este capítulo está basado en Hechos 28:11 al 31 y Filemón.

 

Al reanudarse el tránsito marítimo, el centurión y sus prisioneros zarparon en su viaje hacia Roma. Un barco de Alejandría había invernado en Malta de camino hacia el oeste, y los viajeros se embarcaron en él. El viaje se realizó con seguridad, y el barco ancló en el hermoso puerto de Puteolos, en Italia, donde algunos cristianos insistieron en que el apóstol se quedara con ellos por siete días, privilegio gentilmente concedido por el centurión.

Desde el momento en que recibieron la Carta de Pablo a los Romanos, los cristianos de Italia habían estado esperando ansiosamente una visita del apóstol. Sus sufrimientos como prisionero lo hacían aún más querido para ellos. El puerto estaba a unos 225 kilómetros de Roma, y algunos de los cristianos comenzaron a llegar y a darle la bienvenida.

Al octavo día del desembarco, el centurión y sus prisioneros salieron hacia Roma. Julio le concedió voluntariamente todos los favores que estaba en su poder otorgar a Pablo, pero no podía cambiar su condición de preso. Con corazón apesadumbrado, Pablo partió hacia la metrópoli del mundo. ¿Cómo podría él, encadenado y estigmatizado, proclamar el evangelio?

Finalmente los viajeros llegaron al Foro de Apio, a 60 kilómetros de Roma. El anciano de cabello gris, encadenado junto a un grupo de criminales de aspecto hostil, recibió muchas miradas de burla y fue objeto de gestos rudos.

Repentinamente se oyó un grito de gozo, y un hombre salió desde la multitud y se arrojó al cuello del prisionero. Lo abrazó con lágrimas y regocijo, como un hijo hubiese recibido a su padre ausente por mucho

tiempo. Una y otra vez se repitió la escena. Muchos reconocieron en el cautivo esposado a alguien que en Corinto, Filipos y Éfeso les había hablado palabras de vida.

Mientras los discípulos, con corazones enternecidos, se reunían ansiosamente alrededor de su padre en el evangelio, toda la compañía se detuvo. Los soldados, aunque impacientes por el retraso, no se atrevieron a interrumpir este encuentro feliz porque también habían aprendido a estimar a este preso. En ese rostro golpeado por el dolor, los discípulos vieron reflejada la imagen de Cristo. Aseguraron a Pablo que no habían dejado de amarlo. En el ardor de su amor, lo hubiesen llevado sobre sus hombres todo el camino hasta la ciudad, si hubiesen tenido el privilegio.

Cuando Pablo vio a sus hermanos, “dio gracias a Dios y cobró ánimo”. Los creyentes, llorosos y simpatizantes con él, no se avergonzaban de sus cadenas; Pablo alabó a Dios en alta voz. La nube de tristeza que había reposado sobre su espíritu fue disipada. Lo esperaban cadenas y aflicciones, pero sabía que había podido librar a las personas de unas cadenas infinitamente más terribles y se regocijó en sus sufrimientos por la causa de Cristo.

Pablo, encadenado, apela a los judíos
En Roma, Julio entregó sus prisioneros al capitán de la guardia del emperador. El buen informe que dio de Pablo, con la carta de Festo, hizo que el apóstol fuese considerado favorablemente por el capitán principal, y en vez de ser echado en prisión se le permitió vivir en su propia casa alquilada.

Aunque todavía estaba encadenado a un soldado, tenía la libertad de recibir a sus amigos y de trabajar por la causa de Cristo.

A muchos de los judíos que antes habían sido echados de Roma se les había permitido regresar. A estos, en primer lugar, Pablo estaba decidido a presentarles los hechos relacionados con sí mismo y con su obra, antes de que sus enemigos tuviesen la oportunidad de predisponerlos en su contra. Tres días después de su llegada, llamó a los principales dirigentes y les dijo:

“A mí, hermanos, a pesar de no haber hecho nada contra mi pueblo ni contra las costumbres de nuestros antepasados, me arrestaron en Jerusalén y me entregaron a los romanos. Estos me interrogaron y quisieron soltarme por no ser yo culpable de ningún delito que mereciera la muerte. Cuando los judíos se opusieron, me vi obligado a apelar al emperador [...]. Precisamente por la esperanza de Israel estoy encadenado”.

No dijo nada acerca de los repetidos complots para asesinarlo. No estaba buscando ganarse la simpatía, sino defender la verdad y mantener el honor del evangelio.

Sus oyentes declararon que ninguno de los judíos que había ido a Roma lo había acusado de crimen. También expresaron un fuerte deseo de escuchar por sí mismos las razones de su fe en Cristo. Pablo les pidió que fijaran una fecha, y a la hora señalada muchos se reunieron. “Desde la mañana hasta la tarde estuvo explicándoles y testificándoles acerca del reino de Dios y tratando de convencerlos respecto a Jesús, partiendo de la ley de Moisés y de los profetas”. Relató su propia experiencia y presentó argumentos de las Escrituras del Antiguo Testamento.

La religión es práctica y experiencial
El apóstol mostró que la religión es un positivo poder salvador, un principio divino, una experiencia práctica, personal, del poder renovador de Dios en el corazón. Moisés había mostrado al pueblo de Israel a Cristo como el profeta al que debían escuchar, y de quien todos los profetas habían testificado como aquel sin culpa que llevaría los pecados de los culpables. Mostró que mientras mantuvieran el servicio ritual con gran exactitud, estarían rechazando a quien fue el antitipo de todo ese sistema.

Pablo declaró que él había rechazado a Jesús de Nazaret como un impostor porque no había cumplido con su idea acariciada del Mesías que vendría.

Pero ahora su visión de Cristo era más espiritual porque se había convertido. Debían desear comprender a Cristo por fe, tener un conocimiento espiritual de él, más que tener un contacto personal con él tal como apareció en la Tierra: una simple compañía terrenal y humana.

Mientras Pablo hablaba, aquellos que sinceramente estaban buscando la verdad fueron convencidos. Sus palabras dejaron sobre algunas mentes una impresión que nunca se borró. Pero otros rehusaron obstinadamente aceptar el testimonio de las Escrituras. No podían refutar los argumentos de Pablo, pero se negaron a aceptar sus conclusiones.

Pablo tuvo una influencia más fuerte como preso
Pasaron muchos meses antes de que aparecieran los judíos de Jerusalén para presentar sus acusaciones contra el prisionero. Ahora que Pablo sería juzgado ante el tribunal más elevado del Imperio Romano, no tenían deseos de arriesgar otra derrota. La demora les daría algún tiempo para buscar una intriga, como su única esperanza de influenciar al emperador en su favor; así que, esperaron un tiempo antes de presentar sus acusaciones contra el apóstol.

Este aplazamiento resultó en el avance del evangelio. Se permitió a Pablo vivir en una casa cómoda, donde podía presentar diariamente la verdad a quienes iban a escuchar. Por dos años continuó de esta forma sus labores, “predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo sin impedimento y temor alguno”.

Durante ese tiempo, no olvidó a las iglesias que había establecido en muchos lugares. El apóstol buscaba suplir sus necesidades por medio de cartas e instrucción práctica, y desde Roma envió trabajadores consagrados a los campos de labor que no había visitado. Se mantuvo informado por una comunicación constante con ellos, y pudo ejercer una sabia supervisión sobre todos.

De esta forma Pablo ejerció una influencia más amplia y más duradera que si hubiese sido libre de viajar por las iglesias como en los años anteriores.

Como “prisionero de Cristo Jesús”, era objeto del profundo afecto de sus hermanos, y sus palabras imponían mayor atención y respeto que cuando estaba personalmente con ellos. En otros tiempos, los creyentes se habían excusado de la responsabilidad y la carga que suponía esta labor porque carecían de su sabiduría, tacto y energía indómita, pero ahora valoraron sus advertencias e instrucciones como no habían valorado su trabajo personal. Al

enterarse de su fe y valentía durante su largo encarcelamiento, fueron estimulados a una mayor fidelidad en la causa de Cristo.

En Roma, Lucas, “el querido médico”, que lo había atendido en su viaje a Jerusalén, en los dos años de su encarcelamiento en Cesarea y en su peligroso viaje a Roma, estaba todavía con él. Timoteo también velaba por su comodidad. Tíquico permanecía noblemente al lado del apóstol. Demas y Marcos estaban con él también. Aristarco y Epafras eran sus “compañeros de cárcel” (ver Col. 4:7-14).

La experiencia cristiana de Marcos se profundizó a medida que había estudiado más cuidadosamente la vida y la muerte de Cristo. Ahora, compartiendo la suerte del prisionero Pablo, entendió mejor que nunca que ganar a Cristo es una ganancia infinita, y que ganar el mundo y perder el alma es una pérdida infinita. Ante las severas pruebas, Marcos continuó firme, como sabio y amado colaborador del apóstol.

Pablo escribió: “Demas, por amor a este mundo, me ha abandonado” (2 Tim. 4:10). Demas trocó toda consideración elevada y noble por las

ganancias terrenales. Marcos, eligiendo sufrir por causa de Cristo, poseyó riquezas eternas.

La hermosa historia del esclavo Onésimo
Entre los que entregaron sus corazones a Dios en Roma estaba Onésimo, un esclavo pagano que había perjudicado a su amo Filemón, un creyente cristiano en Colosas, y había escapado a Roma. En la bondad de su corazón, Pablo quiso aliviar la angustia del miserable fugitivo y se esforzó por derramar la luz de la verdad sobre su oscura mente. Onésimo escuchó, confesó sus pecados y fue convertido a Cristo.

Onésimo se hizo apreciar por Pablo a causa de su tierno cuidado por la comodidad del apóstol y su celo en la proclamación del evangelio. Pablo vio en él un colaborador útil en la obra misionera, y le aconsejó que volviese sin demora a Filemón, le pidiera perdón e hiciera planes para el futuro. A punto de despedir a Tíquico con cartas a varias iglesias en Asia Menor, envió a

Onésimo con él para que fuera a ver al amo que había perjudicado. Era una prueba severa, pero este siervo se había convertido verdaderamente y no se apartó de su deber.

Pablo encargó a Onésimo que llevara una carta en la que el apóstol defendía la causa del esclavo arrepentido. Recordó a Filemón que todo lo que poseía se debía a la gracia de Cristo, y este solo hecho lo hacía diferente de los perversos y pecadores. La misma gracia podía hacer del criminal un hijo de Dios y un útil colaborador en el evangelio.

El apóstol le pidió a Filemón que recibiera al esclavo arrepentido como a su propio hijo, “ya no como a esclavo, sino como algo mejor: como a un hermano querido”. Expresó su deseo de retener a Onésimo para cuidarlo en su encarcelamiento, así como Filemón mismo hubiese hecho, aunque no deseaba sus servicios a menos que Filemón quisiese por decisión propia dejar al esclavo en libertad.

El apóstol era consciente de la severidad con la que los amos trataban a sus esclavos. También sabía que Filemón estaba irritado por la conducta de su siervo. Intentó escribirle de una manera que pudiese despertar sus sentimientos más tiernos como cristiano. Cualquier castigo infligido sobre este nuevo converso sería considerado por Pablo como un castigo infligido a él mismo.

Pablo se ofreció a hacerse cargo de la deuda de Onésimo, a fin de que el culpable pudiese ser perdonado de la vergüenza del castigo. “Si me tienes por compañero”, le escribió a Filemón, “recíbelo como a mí mismo. Si te ha perjudicado o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo escribo de mi puño y letra: te lo pagaré”.

¡Qué ilustración apropiada del amor de Cristo! El pecador que había robado a Dios años de servicio no tenía recursos para cancelar su deuda. Jesús dice: Yo pagaré la deuda. Yo sufriré en su lugar.

Pablo recordó a Filemón cuán grandemente se debía él al apóstol. Dios había usado a Pablo como instrumento para su conversión. Así como por su generosidad había reconfortado a los santos, también reconfortaría el espíritu

del apóstol al darle este motivo de alegría. “Te escribo confiado en tu obediencia, seguro de que harás aún más de lo que te pido”.

La carta de Pablo a Filemón muestra la influencia del evangelio en una relación entre amo y esclavo. La esclavitud era una institución establecida por todo el Imperio Romano, y en la mayoría de las iglesias se encontraban amos y esclavos por los que Pablo había trabajado. En las ciudades donde el número de esclavos era mayor que el de la población libre, se creía necesario tener leyes terriblemente severas para mantenerlos en sujeción. A menudo, un romano rico poseía cientos de esclavos. Con un control total sobre los corazones y los cuerpos de estos seres indefensos, podía infligir sobre ellos cualquier castigo que quisiera. Si alguno de estos, en venganza o en defensa propia, se atrevía a levantar su mano contra su amo, la familia entera del ofensor podía ser sacrificada de forma inhumana.

Algunos amos eran más humanos que otros, pero la mayoría, dado a la lujuria, la pasión y el apetito, hacía de sus esclavos víctimas miserables de la tiranía. Todo el sistema era desesperadamente degradante.

La obra del apóstol no consistía en revertir repentinamente el orden establecido de la sociedad. Intentar hacer esto hubiese impedido el éxito del evangelio. Pero enseñó principios que golpeaban el fundamento de la esclavitud y que seguramente minarían todo el sistema. “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Cor. 3:17). Una vez convertido, el esclavo llegaba a ser miembro del cuerpo de Cristo, para ser amado y tratado como un hermano, un coheredero de su amo en las bendiciones de Dios. Por otro lado, los siervos debían realizar sus deberes “no [...] solo cuando los estén mirando, como los que quieren ganarse el favor humano, sino como esclavos de Cristo, haciendo de todo corazón la voluntad de Dios” (Efe. 6:6).

Amo y esclavo, rey y súbdito, han sido lavados en la misma sangre, vivificados por el mismo Espíritu y son hechos uno en Cristo. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 44

Pablo gana conversos en el palacio de César

 

El evangelio siempre ha alcanzado su mayor éxito entre las clases más humildes. “No muchos de ustedes son sabios, según criterios humanos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna” (1 Cor. 1:26). No podía esperarse que Pablo, un prisionero pobre y solitario, fuese capaz de ganar la atención de las clases más ricas de los ciudadanos romanos. El vicio los tenía cautivos. Pero muchos de los afligidos y necesitados, víctimas de su opresión, e incluso los esclavos pobres, escuchaban con alegría a Pablo, y en Cristo encontraron esperanza y paz. La obra del apóstol comenzó con los más humildes, pero su influencia se extendió hasta que alcanzó el palacio del emperador.

Roma era la metrópoli del mundo. Los arrogantes Césares dictaban leyes a casi cada nación de la Tierra. El rey y los cortesanos o no conocían al humilde Nazareno o lo miraban con odio y burla. Y aun así, en menos de dos años el evangelio se propagó por las cortes del imperio. “La palabra de Dios no está encadenada”, dijo Pablo (2 Tim. 2:9).

En años anteriores, el apóstol había proclamado públicamente la fe de Cristo con persuasivo poder ante los sabios de Grecia y ante reyes y gobernantes. Los arrogantes gobernadores temblaron como si ya estuviesen contemplando los terrores del Día de Dios. Ahora el apóstol, confinado en su propia morada, podía proclamar la verdad solo a quienes lo buscaban allí. Sin embargo, en ese mismo momento, cuando el defensor principal del evangelio estaba fuera de la labor pública, se ganó una gran victoria para la causa de Dios: de la misma casa del rey se sumaban miembros a la iglesia.

En la corte romana, Nerón parecía haber borrado de su corazón el último vestigio tanto de lo divino como de lo humano. Sus cortesanos, en general, tenían el mismo carácter: cruel, degradado y corrompido. Pero dentro de la corte de Nerón se ganaron trofeos de la Cruz. De entre los más perversos

siervos de un rey aún más vil, se ganaron conversos que se convirtieron en hijos de Dios abiertamente, en cristianos que no se avergonzaban de su fe.

Las aflicciones de Pablo no obstaculizan el evangelio
¿Por qué medios se abrió paso el cristianismo donde parecía imposible que sucediera? Pablo atribuyó a su encarcelamiento el éxito en la ganancia de conversos en la corte de Nerón. Aseguró a los filipenses: “Hermanos, quiero que sepan que, en realidad, lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio” (Fil. 1:12).

Cuando las iglesias cristianas se enteraron por primera vez de que Pablo visitaría Roma, esperaron que el evangelio triunfara en la ciudad. ¿Acaso este campeón de la fe no tendría éxito en ganar personas aun en la metrópoli del mundo? Pero Pablo había ido a Roma como prisionero. ¡Cuán grande fue su decepción! Las expectativas humanas habían fallado. Pero el propósito de Dios no. Como cautivo, Pablo rompió las cadenas que mantenían muchos corazones en la esclavitud del pecado. Su ánimo durante su largo e injusto encarcelamiento, su valentía y su fe, eran un sermón constante. Por medio de su ejemplo, los cristianos eran impulsados con mayor energía a defender la causa, y cuando la utilidad de Pablo parecía acabada, fue ahí que juntó gavillas para Cristo en campos de los cuales parecía totalmente excluido.

Antes de que finalizaran los dos años de encarcelamiento, Pablo pudo decir: “Se ha hecho evidente a toda la guardia del palacio y a todos los demás que estoy encadenado por causa de Cristo” (Fil. 1:13). Entre los que enviaron saludos a los filipenses, menciona “los de la casa del emperador” (Fil. 4:22).

El cristiano que manifiesta paciencia bajo la aflicción y el sufrimiento, que se enfrenta aun a la muerte con la calma de una fe inquebrantable, puede lograr así por el evangelio más de lo que podría lograr por una larga vida de trabajo fiel. A menudo, la misteriosa providencia que lamentaríamos en nuestra visión estrecha es designada por Dios para lograr una obra que de otra forma nunca se realizaría.

Los verdaderos testigos de Cristo nunca son puestos de lado. En salud y

enfermedad, en vida y muerte, Dios los usa igualmente. Cuando por medio de la malicia de Satanás los siervos de Cristo fueron perseguidos, cuando fueron echados en prisión o arrastrados al patíbulo, allí fue que la verdad pudo ganar un triunfo mayor. Las personas que hasta ese momento estaban en duda fueron convencidas de la fe de Cristo y tomaron una decisión por él. Desde las cenizas de los mártires ha brotado la cosecha para Dios.

El apóstol podría haber discutido que sería en vano llamar a los siervos de Nerón al arrepentimiento y la fe en Cristo, siendo que estaban rodeados de formidables obstáculos. Aunque fuesen convencidos de la verdad, ¿cómo podrían obedecer? Pero por fe Pablo presentó el evangelio a estas personas, y algunos decidieron obedecer a cualquier costo. Aceptaron la luz, y confiaron en que Dios los ayudaría a hacerla brillar para otros.

Después de su conversión permanecieron en la casa de César. No se sentían en libertad de abandonar su puesto de deber solo porque su entorno ya no les resultara agradable. La verdad los había encontrado allí y allí permanecerían, testificando del poder transformador de la nueva fe.

Ninguna circunstancia sirve de excusa para no testificar por Cristo
Consideren la situación de los discípulos de la casa de César, la depravación del emperador, el libertinaje de la corte. Y aun así mantuvieron su fidelidad en medio de dificultades y peligros. Por causa de obstáculos que parecen insuperables, el cristiano puede buscar excusarse de obedecer la verdad tal como es en Jesús, pero no hay excusas razonables para esto. Si las encontrara, probaría que Dios es injusto al imponer a sus hijos condiciones de salvación que no son capaces de cumplir.

Las dificultades no tendrán poder para detener a quien busca primeramente el Reino de Dios y su justicia. Por la fuerza que se obtiene en la oración y el estudio de la Palabra, buscará la virtud y renunciará al vicio. Dios, cuya palabra es verdadera, promete ayuda y gracia suficiente para cada circunstancia. En su cuidado podemos descansar seguros, diciendo: “Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza” (Sal. 56:3).

Por su propio ejemplo el Salvador ha mostrado que el cristiano puede mantenerse incontaminado bajo cualquier situación. No es fuera de la prueba, sino en medio de ella, donde se desarrolla el carácter cristiano. Las dificultades y la oposición inducen al seguidor de Cristo a orar más fervientemente al poderoso Ayudador. La prueba severa desarrolla paciencia, fortaleza y una profunda confianza en Dios. La fe cristiana capacita a su seguidor a sufrir y ser fuerte, a someterse y entonces triunfar, a ser llevado a la muerte todo el tiempo y aun así vivir, a llevar la Cruz y así ganar la corona de gloria. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 45

Las cartas que Pablo escribió desde Roma

Este capítulo está basado en Colosenses y en Filipenses.

 

Pablo reconoció que muchas “visiones y revelaciones” le habían sido dadas “del Señor”. Su comprensión del evangelio era igual a la de los grandes apóstoles (2 Cor. 12:1, 11). Él tenía una comprensión clara de “cuán ancho y largo, alto y profundo” es “el amor de Cristo [...] que sobrepasa nuestro conocimiento” (Efe. 3:18, 19).

Pablo no podía contar todo lo que había visto en visión; algunos oyentes hubiesen aplicado incorrectamente sus palabras. Pero lo que le fue revelado moldeó los mensajes que envió a las iglesias años más tarde. Llevó un mensaje que desde ese entonces ha traído fortaleza a la iglesia de Dios. Para los creyentes de hoy, este mensaje habla claramente de los peligros que amenazarán a la iglesia.

El deseo del apóstol para aquellos a quienes dirigía sus cartas era que ya no fueran “niños, zarandeados por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza”, sino que llegaran “a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo” (Efe. 4:14, 13). Cristo, que “amó a la iglesia y se entregó por ella”, la presentaría “a sí mismo [...] sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección”, como una iglesia “santa e intachable” (Efe. 5:25, 27).

En estos mensajes, escritos no con poder humano sino de Dios, se establecen principios que deben ser estudiados y seguidos por cada iglesia, y se presenta claramente el camino que lleva a la vida eterna.

En su carta a “los santos” en Colosas, escrita mientras estaba preso en

Roma, Pablo menciona el gozo que siente por la fe de ellos. “Desde el día en que lo supimos, no hemos dejado de orar por ustedes. Pedimos que Dios les haga conocer plenamente su voluntad con toda sabiduría y comprensión espiritual, para que vivan de manera digna del Señor, agradándole en todo.

Esto implica dar fruto en toda buena obra, crecer en el conocimiento de Dios”.

No hay límite para las bendiciones que los hijos de Dios pueden recibir. Pueden ir avanzando en fuerza hasta “participar de la herencia de los santos en el reino de la luz”.

Cristo, el Creador
El apóstol exaltó a Cristo como aquel por medio de quien Dios creó todas las cosas. La mano que sostiene el mundo en su lugar es la mano que fue clavada en la cruz, “porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, [...] todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente”.

El Hijo de Dios vino a esta Tierra para ser “traspasado por nuestras rebeliones y molido por nuestras iniquidades” (Isa. 53:5). Él fue hecho igual a sus hermanos en todas las cosas. Se hizo carne, así como nosotros. Sabía lo que significaba estar hambriento, sediento y cansado. Fue sostenido por el alimento y renovado por el descanso. Fue tentado y probado como los hombres y las mujeres de hoy son tentados y probados, y aun así vivió una vida libre de pecado. Rodeados de las influencias del paganismo, los creyentes colosenses estaban en peligro de alejarse de la sencillez del evangelio. Pablo les señaló a Cristo como su único guía seguro: “Les digo esto para que nadie los engañe con argumentos capciosos. [...] Por eso, de la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, vivan ahora en él, arraigados y edificados en él, confirmados en la fe como se les enseñó [...].

Cuídense de que nadie los cautive con la vana y engañosa filosofía que sigue tradiciones humanas, la que está de acuerdo con los principios de este mundo y no conforme a Cristo”.

Cristo había anunciado que se levantarían engañadores, por medio de cuya influencia habría “tanta maldad que el amor de muchos” se enfriaría (Mat.

24:12). La iglesia estaría en mayor peligro de sufrir por este mal que por la persecución de sus enemigos. Al recibir a los falsos maestros, abrirían la puerta a errores que el enemigo usaría para hacer tambalear la confianza de los nuevos conversos a la fe. Debían rechazar todo lo que no estuviese en armonía con las enseñanzas de Cristo.

Así como en los días de los apóstoles los hombres intentaron por la filosofía destruir la fe en las Escrituras, hoy, por medio de los agradables conceptos de la Alta Crítica, la Evolución, el espiritismo, la teosofía y el panteísmo, el enemigo de la justicia está buscando llevar a las personas por caminos prohibidos. Para muchos, la Biblia es una lámpara sin aceite, porque han desviado sus mentes hacia canales de creencias especulativas que traen confusión. La obra de la Alta Crítica, al criticar, conjeturar y reconstruir, está destruyendo la fe, quitando a la Palabra de Dios el poder de guiar e inspirar las vidas humanas. El espiritismo enseña que el deseo es la ley máxima, que la licencia es libertad, y que el hombre solo es responsable ante sí mismo.

El seguidor de Cristo se encontrará con interpretaciones espiritualistas de las Escrituras, pero no debe aceptarlas. Debe descartar todas las ideas que no estén en armonía con las enseñanzas de Cristo. Debe considerar la Biblia como la voz de Dios que le habla directamente. Todo el que se salve debe poseer el conocimiento de Dios tal como es revelado en Cristo. Este conocimiento obra una transformación del carácter. En comparación con este conocimiento, todo lo demás es vano y nulo.

En cada generación y en cada país, el verdadero fundamento para la edificación del carácter ha sido el mismo: los principios contenidos en la Palabra de Dios. Con la Palabra los apóstoles hicieron frente a las falsas teorías de sus días, diciendo: “Nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo” (1 Cor. 3:11).

En su carta, Pablo suplicó a los creyentes colosenses que no olvidaran que debían hacer un esfuerzo constante. “Ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.

Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios”.

Cómo romper las cadenas del hábito
Por medio del poder de Cristo, los hombres y las mujeres han roto las cadenas de los hábitos pecaminosos. Han renunciado al egoísmo. Los profanos se han hecho reverentes; los borrachos, sobrios; los libertinos, puros. Este cambio es el milagro de los milagros: “Cristo en ustedes, la esperanza de gloria”.

Cuando el Espíritu de Dios controla la mente y el corazón, el converso prorrumpe en una nueva canción: la promesa de Dios ha sido cumplida y la transgresión del pecador ha sido perdonada. Ha sentido arrepentimiento ante Dios por la violación de su Ley divina y ha experimentado fe en Cristo, que murió por la justificación del hombre.

Pero entonces el cristiano no debe quedarse de brazos cruzados, conforme con lo que se ha logrado para él. Encontrará que todos los poderes y las pasiones de la naturaleza no regenerada están preparados para atacarlo. Cada día debe renovar su consagración. Los antiguos hábitos y las tendencias hereditarias hacia el mal lucharán por predominar; contra estas cosas debe luchar con la fuerza de Cristo.

“Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia, de modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes”.

Nuestra mayor necesidad es la del poder de una vida más elevada y pura. El mundo abarca demasiado de nuestros pensamientos; el Reino de los cielos, muy poco. El cristiano no debe desanimarse en sus esfuerzos por alcanzar el ideal de Dios. A todos se promete la perfección moral y espiritual por medio de la gracia de Cristo. Jesús es la fuente de poder. Él nos trae su Palabra.

Pone en nuestros labios una oración, por medio de la cual somos puestos en contacto más cercano con él mismo. Pone a trabajar a los agentes

todopoderosos del cielo en nuestro favor. A cada paso palpamos su vivo poder.

A los filipenses: Cómo se alcanza la perfección
La iglesia de Filipos había enviado regalos a Pablo por medio de Epafrodito, a quien Pablo llama “mi hermano, colaborador”. Mientras estaba en Roma, Epafrodito estuvo enfermo “al borde de la muerte; pero Dios se compadeció de él, y no solo de él, sino también de mí, para no añadir tristeza a mi tristeza”. Los creyentes en Filipos estaban llenos de ansiedad respecto a Epafrodito, y él decidió volver a ellos. “Él los extraña mucho a todos y está afligido porque ustedes se enteraron de que estaba enfermo [...] a punto de morir por la obra de Cristo, arriesgando la vida para suplir el servicio que ustedes no podían prestarme”.

Con él, Pablo envió a los creyentes filipenses una carta. De todas las iglesias, Filipos había sido la más generosa a la hora de suplir las necesidades de Pablo. “No digo esto porque esté tratando de conseguir más ofrendas, sino que trato de aumentar el crédito a su cuenta. Ya he recibido todo lo que necesito y aún más; tengo hasta de sobra ahora que he recibido de Epafrodito lo que me enviaron”.

“Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de ustedes. En todas mis oraciones por todos ustedes, siempre oro con alegría, porque han participado en el evangelio desde el primer día hasta ahora. Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús. [...] Esto es lo que pido en oración: que el amor de ustedes abunde cada vez más en conocimiento y en buen juicio, para que [...] sean puros e irreprochables para el día de Cristo”.

El encarcelamiento de Pablo había resultado en el avance del evangelio. “En realidad, lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio. Es más, se ha hecho evidente a toda la guardia del palacio y a todos los demás”.

Hay una lección para nosotros en esta experiencia. El Señor puede traer victorias de lo que a nosotros nos pueden parecer derrotas. Cuando viene la

desgracia o la calamidad, estamos listos para acusar a Dios de negligencia o crueldad. Si a él le parece adecuado interrumpir nuestro servicio en alguna actividad, nos lamentamos, sin detenernos a pensar que puede estar obrando para nuestro bien. La corrección es parte de su gran plan. Bajo la vara de la aflicción, a veces el cristiano puede hacer más por el Maestro que cuando está ocupado en el servicio activo.

Pablo señaló a los filipenses a Cristo como su ejemplo para la experiencia cristiana, quien, “siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!”

“Así que, mis queridos hermanos, [...] Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad. Háganlo todo sin quejas ni contiendas, para que sean intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada”.

Pablo presenta el estándar de perfección, y muestra cómo puede ser alcanzado: “Esfuércense por demostrar los resultados de su salvación [...]. Pues Dios trabaja en ustedes” (NTV). La obra de ganar la salvación es una operación conjunta entre Dios y el pecador arrepentido. El hombre debe hacer esfuerzos sinceros para vencer, pero depende completamente de Dios para alcanzar el éxito. Sin la ayuda del poder divino, los esfuerzos humanos no valen nada. Dios obra y el hombre obra. La resistencia a la tentación debe venir del hombre, quien debe obtener su poder de Dios.

Dios desea que tengamos dominio propio, pero no puede ayudarnos sin nuestro consentimiento y cooperación. El Espiritu divino trabaja por medio de las facultades dadas al hombre. No somos capaces de poner los deseos y las inclinaciones en armonía con la voluntad de Dios por nosotros mismos, pero si estamos dispuestos a que Dios cree en nosotros la disposición, el Salvador lo hará por nosotros, destruyendo “argumentos” y llevando “cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo” (2 Cor. 10:5).

Quien quiera ser un cristiano equilibrado, deberá entregar todo a Cristo y hacer todo para él. Diariamente debe aprender el significado de la entrega propia. Debe estudiar la Palabra de Dios y obedecer su Ley. Día a día Dios obra en él, perfeccionando el carácter que soportará la prueba final. Y día a día el creyente efectúa ante los hombres y los ángeles un experimento sublime, mostrando lo que el evangelio puede hacer por los seres humanos caídos.

El verdadero motivo que lleva a la perfección
“Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado ya. Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús”. En todas las actividades absorbentes de su vida, Pablo nunca perdió de vista el gran propósito: avanzar hacia el premio de su llamamiento celestial. Exaltar la Cruz: este era el motivo absorbente que inspiraba sus palabras y acciones.

Aunque era un prisionero, Pablo no se sentía desanimado. En las cartas que escribió desde Roma resuena una nota de triunfo. “Alégrense”, escribió. “En toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”.

“Así que mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 46

Pablo es liberado otra vez

 

Se estaban acumulando nubes que amenazaban no solo la integridad de Pablo, sino también la prosperidad de la iglesia. En Roma había sido puesto bajo la custodia del capitán de la guardia imperial, un hombre íntegro, por cuya clemencia se le había permitido una relativa libertad para realizar la obra del evangelio. Pero este hombre fue reemplazado por un oficial de quien el apóstol no podía esperar ningún favor especial.

En sus esfuerzos contra Pablo, los judíos encontraron que la segunda esposa de Nerón, una libertina mujer, prosélita judía, podía ser su colaboradora.

Pablo podía esperar poca justicia de parte de Nerón, de moral degradada y capaz de una crueldad atroz. El primer año de su reinado estuvo marcado por el envenenamiento de su hermanastro, el justo heredero al trono. Nerón había asesinado a su propia madre y a su esposa. En toda mente noble él inspiraba solo abominación y desprecio.

Su malvada impiedad creó disgusto y aversión aun en muchos de los que fueron obligados a participar en sus crímenes. Sentían constante temor de lo que sucedería después. Pero, a pesar de todo, Nerón era reconocido como el gobernante absoluto del mundo civilizado; más que esto, era adorado como un dios.

La condena de Pablo ante un juez como este parecía segura. Pero el apóstol sentía que mientras fuese fiel a Dios, no tenía nada que temer. Su Protector lo escudaría de la malicia de los judíos y del poder de César.

Y Dios protegió a su siervo. Cuando se examinaron las acusaciones en contra de Pablo, no fueron fundamentadas. Con una consideración por la justicia totalmente contraria a su carácter, Nerón declaró inocente al prisionero. Pablo era nuevamente un hombre libre.

Si hubiese quedado detenido en Roma hasta el año siguiente, sin duda hubiese perecido en la persecución que ocurrió. Durante el encarcelamiento de Pablo, los conversos se habían hecho tan numerosos que se despertó la enemistad de las autoridades. El enojo del emperador se encendió especialmente por la conversión de miembros de su propia casa, y pronto encontró un pretexto para hacer de los cristianos el objeto de su crueldad despiadada.

Estalló un terrible incendio en Roma; casi la mitad de la ciudad fue quemada. Se rumoreaba que Nerón mismo lo había causado, pero fingió gran generosidad al asistir a los destituidos y a las personas que habían quedado sin hogar. No obstante, fue acusado del crimen. El pueblo estaba enfurecido, y para desviar la atención del pueblo y hacer desaparecer a esa gente que temía y odiaba, Nerón desvió la acusación hacia los cristianos. Miles de seguidores de Cristo, hombres, mujeres y niños, fueron asesinados cruelmente.

El último período de libertad de Pablo
Poco después de su liberación Pablo se fue de Roma. Trabajó entre las iglesias, buscando establecer una unión más firme entre las iglesias griegas y orientales y fortalecer a los creyentes contra las falsas doctrinas que surgían para corromper la fe.

Las pruebas que Pablo había sufrido debilitaron sus fuerzas físicas. Sentía que estaba realizando su última tarea, y a medida que le quedaba menos tiempo, sus esfuerzos se hacían más intensos. Su celo parecía no tener límite. Fuerte en la fe, viajó de iglesia en iglesia por varios países con el objetivo de fortalecer a los creyentes, para que en los tiempos de prueba que estaban comenzando pudiesen ganar personas y permanecer firmes en el evangelio, testificando fielmente por Cristo. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 47

Arresto y encarcelamiento final de Pablo

 

El trabajo de Pablo entre las iglesias no escapó a la observación de sus enemigos. Bajo el gobierno de Nerón, los cristianos habían sido proscritos. Después de un tiempo, a los judíos incrédulos se les ocurrió la idea de adjudicar a Pablo el crimen de incitar el incendio de Roma. Ninguno de ellos creía que fuese culpable, pero sabían que una acusación como esa pronto sellaría su destino. Pablo fue arrestado nuevamente y llevado en seguida hacia Roma para su encarcelamiento final.

Lo acompañaron varios colaboradores, pero él se negó a que pusieran sus vidas en peligro. Miles de cristianos en Roma habían sido martirizados por su fe; muchos se habían ido de la ciudad, y los que quedaban estaban tremendamente deprimidos.

En Roma, Pablo fue puesto en un oscuro calabozo. Acusado de instigar uno de los crímenes más terribles contra la ciudad y la nación, era objeto de la abominación universal.

Sus pocos amigos comenzaron a irse, algunos por deserción, otros en misiones a diversas iglesias. Demas, desanimado por las crecientes nubes de peligro, abandonó al perseguido apóstol. Al escribir a Timoteo, Pablo dijo: “Solo Lucas está conmigo” (2 Tim. 4:11). El apóstol, debilitado por la edad, el trabajo y las enfermedades, y confinado a las cámaras húmedas y oscuras de la prisión romana, nunca había necesitado a sus hermanos tanto como ahora. Lucas, el amado discípulo y fiel amigo, fue de gran consuelo y ayudó a Pablo a comunicarse con sus hermanos.

En esta hora de prueba, el corazón de Pablo fue animado por las frecuentes visitas de Onesíforo. Este amable efesio no escatimó ningún esfuerzo por hacer que la suerte de Pablo fuese más soportable. En su última carta, el apóstol escribió lo siguiente: “Que el Señor le conceda misericordia a la

familia de Onesíforo, porque muchas veces me dio ánimo y no se avergonzó de mis cadenas. Al contrario, cuando estuvo en Roma me buscó sin descanso hasta encontrarme. Que el Señor le conceda hallar misericordia divina en aquel día” (2 Tim. 1:16-18).

Cristo anheló la simpatía de sus discípulos en su hora de agonía en Getsemaní. Y Pablo anheló la simpatía y el compañerismo en su hora de soledad y abandono. Onesíforo trajo alegría y ánimo a quien había dedicado su vida a servir a los demás. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 48

Pablo nuevamente ante Nerón

 

Cuando Pablo fue convocado ante Nerón para el juicio, tenía la perspectiva de una muerte segura. Entre los griegos y los romanos era costumbre permitir al acusado un defensor que, por fuerza de argumento, elocuencia apasionada o súplicas y lágrimas, generalmente aseguraba una decisión a favor del prisionero o lograba mitigar la severidad de la sentencia. Pero ningún hombre se aventuró a actuar como defensor de Pablo. Ningún amigo estaba disponible siquiera para hacer un informe de la acusación contra él o los argumentos que ahora presentaba como su defensa. Entre los cristianos de Roma, ninguno se adelantó para defenderlo en esa hora de prueba.

El único informe seguro de esa ocasión es dado por Pablo mismo: “En mi primera defensa, nadie me respaldó, sino que todos me abandonaron. Que no les sea tomado en cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que por medio de mí se llevara a cabo la predicación del mensaje y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de la boca del león” (2 Tim. 4:16, 17).

Nerón había alcanzado la cima del poder terrenal, de la autoridad y la riqueza; así como el abismo más profundo de iniquidad. No había nadie que cuestionara su autoridad. Los decretos de los senadores y las decisiones de los jueces eran un simple eco de su voluntad. El nombre de Nerón hacía que el mundo temblara. Caer en su desagrado significaba perder propiedades, libertad y vida.

Sin dinero, amigos ni consejo, el anciano prisionero se presentó ante Nerón, cuyo rostro mostraba el registro vergonzoso de las pasiones que bramaban dentro de él; mientras que el rostro del acusado mostraba un corazón en paz con Dios. A pesar de las falsas declaraciones, el reproche y el abuso, Pablo había mantenido enhiesto el estandarte de la Cruz sin temor. Como su Maestro, había vivido para bendecir a la humanidad. ¿Cómo podía Nerón

entender o apreciar el carácter y los motivos de este hijo de Dios?

El amplio salón rebosaba de una multitud ansiosa que se agolpaba en el frente. Altos y bajos, ricos y pobres, letrados e ignorantes, orgullosos y humildes, todos por igual estaban destituidos del verdadero conocimiento del camino de vida y salvación.

Los judíos presentaron contra Pablo las viejas acusaciones de rebelión y herejía, y tanto judíos como romanos lo acusaron de provocar el incendio de la ciudad. El pueblo y los jueces miraban a Pablo sorprendidos. Habían visto a muchos criminales, pero nunca habían visto a un hombre con una mirada de tan santa calma. Las agudas miradas de los jueces buscaban en vano en el rostro de Pablo alguna evidencia de culpa. Cuando se le permitió hablar en defensa propia, todos escucharon con ansioso interés.

Una vez más, Pablo levantó ante la asombrada multitud la bandera de la Cruz, con el corazón conmovido por un intenso deseo por su salvación.

Perdiendo de vista el terrible destino que parecía tan cercano, solo vio a Jesús, el Intercesor, suplicando en favor de los hombres pecadores. Con elocuencia y poder, Pablo señaló al sacrificio hecho por la raza caída. Un precio infinito había sido pagado por la redención del hombre. Se había hecho provisión para que compartiera el trono de Dios. Manifestó que por medio de los ángeles mensajeros, la Tierra está conectada con el cielo y todos los hechos de los hombres están ante el ojo de la Justicia Infinita. Las palabras de Pablo eran como un grito de victoria que se elevaba por encima del estruendo de la batalla. Aunque él pereciera, el evangelio no perecería.

Esa multitud nunca había escuchado palabras como estas. Estas pulsaron una cuerda que vibró hasta en los corazones de los más endurecidos. La luz brilló en las mentes de muchos que después siguieron alegremente sus rayos. Las verdades habladas ese día estaban destinadas a conmover a las naciones y perdurar a través de todos los tiempos, influenciando a los hombres aun cuando los labios que las habían pronunciado fuesen silenciados en una tumba de mártir.

Nerón escucha el último llamado de Dios
Nunca había escuchado Nerón la verdad como la oyó en esa ocasión. Tembló de terror al pensar en el Tribunal ante el cual él, el gobernante del mundo, finalmente tendría que comparecer. Temía al Dios del apóstol, y no se atrevió a emitir sentencia contra Pablo. Una sensación de asombro refrenó su espíritu sanguinario.

Por un momento, el cielo fue abierto para el endurecido Nerón, y su paz y pureza le parecieron deseables. Pero solo por un momento dio la bienvenida al pensamiento del perdón. Luego dio la orden de que Pablo fuese llevado nuevamente a su calabozo. Al cerrarse la puerta tras el mensajero de Dios, se cerró para siempre la puerta del arrepentimiento para el emperador de Roma. Nunca más un rayo de luz penetraría la oscuridad que lo rodeaba.

Poco después de esto, Nerón zarpó en su infame expedición a Grecia, donde se deshonró a sí mismo y a su reino por su despreciable y vil frivolidad. Al regresar a Roma, se dedicó a cometer escenas de repugnante corrupción. En medio de la orgía, se oyó una voz de tumulto en las calles. Galba, al frente de un ejército, estaba marchando rápidamente hacia Roma. Se había levantado una insurrección en la ciudad, y las calles estaban llenas de una turba enfurecida que amenazaba con dar muerte al emperador y a sus colaboradores.

Temeroso de la tortura a manos de la turba, el miserable tirano pensó en quitarse la vida, pero en el momento crítico le faltó valor. Huyó vergonzosamente de la ciudad y buscó refugio en una casa de campo a pocos kilómetros de distancia. Pero su lugar de escondite pronto fue descubierto, y como los soldados de a caballo que lo perseguían se acercaban, llamó a su esclavo para que lo ayudara a ocasionarse una herida mortal. Así murió el tirano Nerón, a la edad de 32 años. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 49

Pablo derrama su corazón en su última carta

Este capítulo está basado en 2 Timoteo.

 

Desde la sala de juicio, Pablo volvió a su celda, consciente de que sus enemigos no descansarían hasta matarlo. Pero por un momento la verdad había triunfado. El hecho de haber proclamado al Salvador crucificado y resucitado ante esa vasta multitud era de por sí una victoria. Ese día había comenzado una obra que crecería, y que Nerón y todos los demás enemigos de Cristo intentarían destruir en vano.

Sentado día tras día en su lóbrega celda, sabiendo que a la orden de Nerón su vida podía ser sacrificada, Pablo pensó en Timoteo y decidió hacerlo venir. Timoteo se había quedado en Éfeso cuando Pablo hizo su último viaje a Roma. Había compartido las labores y los sufrimientos de Pablo, y su amistad se había profundizado y hecho cada vez más sagrada, al punto que Timoteo se convirtió para Pablo en todo lo que un hijo podía ser para un padre honrado. En su soledad, Pablo anhelaba verlo.

En las circunstancias más favorables, debían pasar varios meses hasta que Timoteo pudiese llegar a Roma desde Asia Menor. Pablo sabía que su vida era incierta, y aunque le pedía que fuera sin demora, dictó el testimonio que quizá no llegaría a pronunciar. Su corazón estaba lleno de amoroso afecto por su hijo en el evangelio, y por la iglesia que este tenía bajo su cuidado.

El apóstol exhortó a Timoteo: “Te recomiendo que avives la llama del don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos. Pues Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de poder, de amor y de dominio propio. Así que no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí, que por su causa soy prisionero. Al contrario, tú también, con el poder de Dios, debes soportar sufrimientos por el evangelio”. “Por ese motivo padezco estos

sufrimientos. Pero no me avergüenzo, porque sé en quién he creído, y estoy seguro de que tiene poder para guardar hasta aquel día lo que le he confiado”.

A lo largo de su dedicado servicio, la lealtad de Pablo a su Salvador nunca había vacilado. Ya fuera ante los enfadados fariseos o las autoridades romanas, o ante los pecadores conversos en el calabozo de Macedonia, o razonando con los atemorizados tripulantes en el barco náufrago, o solo ante Nerón, nunca había estado avergonzado de la causa que defendía. Ninguna oposición o persecución había podido apartarlo.

“Así que tú, hijo mío, fortalécete por la gracia que tenemos en Cristo Jesús. [...] Comparte nuestros sufrimientos, como buen soldado de Cristo Jesús”.

La gracia aumenta las capacidades del ministro
El verdadero ministro de Dios no evita las dificultades. De la Fuente que nunca falla saca fuerzas para vencer la tentación y realizar las tareas que Dios le encomienda. Anhela realizar un servicio aceptable. “La gracia que tenemos en Cristo Jesús” lo capacita para ser un testigo fiel de las cosas que ha oído.

Encomienda este conocimiento a hombres fieles, que a su vez enseñan a otros.

En esta carta, Pablo presentó ante el joven obrero un alto ideal: “Esfuérzate por presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse y que interpreta rectamente la palabra de verdad”. “Huye de las malas pasiones de la juventud, y esmérate en seguir la justicia, la fe, el amor y la paz, junto con los que invocan al Señor con un corazón limpio. No tengas nada que ver con discusiones necias y sin sentido, pues ya sabes que terminan en pleitos”. Sé “capaz de enseñar”, de reprender y animar “con paciencia [...] a los adversarios, con la esperanza de que Dios les conceda el arrepentimiento para conocer la verdad”.

El apóstol advirtió a Timoteo acerca de los falsos maestros que buscarían entrar en la iglesia. “Ten en cuenta que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. La gente estará llena de egoísmo y avaricia; serán jactanciosos, arrogantes, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos [...].

Aparentarán ser piadosos, pero su conducta desmentirá el poder de la piedad.

¡Con esa gente ni te metas!”

“Pero tú permanece firme en lo que has aprendido y de lo cual estás convencido, pues sabes de quién lo aprendiste. Desde tu niñez conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría necesaria para la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra”. La Biblia es el arsenal con el que podemos equiparnos para la batalla. El escudo de la fe debe estar en nuestra mano, y con la espada del Espíritu, la Palabra de Dios, debemos abrirnos paso a través de los obstáculos y los enredos del pecado.

El llamado de Timoteo a predicar
Pablo sabía que debía realizarse una obra fiel y fervorosa en las iglesias y escribió a Timoteo: “Predica la Palabra, persiste en hacerlo, sea o no sea oportuno; corrige, reprende y anima con mucha paciencia, sin dejar de enseñar”. Convocando a Timoteo ante el Tribunal de Dios, Pablo le suplicó que estuviese preparado para dar testimonio de Dios ante grandes congregaciones y círculos privados, por el camino y en los hogares, a amigos y a enemigos, en seguridad o en medio de dificultad y peligro.

Temiendo que la tolerancia de Timoteo y su disposición condescendiente lo llevaran a negarse a cumplir una parte esencial de su tarea, Pablo lo exhortó a ser fiel a la hora de reprobar el pecado. Pero tendría que hacer esto “con mucha paciencia, sin dejar de enseñar”, explicando sus reprensiones con la Palabra.

Es difícil odiar el pecado y a la misma vez mostrar ternura hacia el pecador. Debemos tener cuidado de no ejercer severidad indebida hacia los que obran mal, pero no debemos perder de vista la tremenda pecaminosidad del pecado. Hay peligro en mostrar una tolerancia tan grande hacia el error que el que está equivocado piense que no merece el reproche.

Cómo pueden los ministros convertirse en herramientas de Satanás
Los ministros del evangelio a veces permiten que la paciencia con los que pecan degenere en tolerancia por el pecado, y hasta en su participación en ellos. Excusan lo que Dios condena, y después de un tiempo se vuelven tan ciegos que elogian a quienes Dios les ordenó reprender. Quien ha embotado sus percepciones espirituales por la indulgencia pecaminosa hacia quienes Dios condena cometerá un pecado más grande al mostrar severidad y hostilidad hacia aquellos a quienes Dios aprueba.

Por el orgullo de la sabiduría humana y la antipatía a las verdades de la Palabra de Dios, muchos que se sienten competentes para enseñar a otros se alejarán de los requisitos de Dios. “Llegará el tiempo en que la gente no escuchará más la sólida y sana enseñanza. Seguirán sus propios deseos y buscarán maestros que les digan lo que sus oídos se mueren por oír.

Rechazarán la verdad e irán tras los mitos” (NTV).

Aquí el apóstol se refiere a los profesos cristianos que se dejan guiar por sus deseos y por eso se hacen esclavos de sí mismos. Están dispuestos a escuchar solo doctrinas que no reprendan el pecado ni condenen su vida de amor a los placeres. Eligen maestros que los elogien. Y entre los profesos ministros hay quienes predican las opiniones de los hombres, en vez de predicar la Palabra de Dios.

Dios ha declarado que hasta el final del tiempo su santa Ley, que no ha cambiado ni en una jota ni en un tilde, sostendrá su vigencia ante los seres humanos. Cristo vino a mostrar que está basada en el amplio conocimiento del amor a Dios y al hombre, y que el deber del hombre es obedecer sus mandatos. En su propia vida dio un ejemplo de obediencia a la Ley de Dios.

Pero el enemigo de toda justicia ha instigado a hombres y mujeres a desobedecer la ley. Así como Pablo lo anticipó, multitudes han elegido a maestros que presentan las fábulas que desean. Muchos, tanto ministros como creyentes, están pisoteando los Mandamientos de Dios. El Creador es así insultado, y Satanás se ríe triunfante por su éxito.

El verdadero remedio para los males sociales
Con el desprecio a la Ley de Dios, hay un desagrado mayor por la religión, un aumento del orgullo, del amor al placer, la desobediencia a los padres y la indulgencia, y por todos lados los pensadores se preguntan: ¿Qué se puede hacer para corregir estos males? La respuesta es: “Predica la Palabra”. La Biblia es la transcripción de la voluntad de Dios, una expresión de la sabiduría divina. Guiará a todos los que guarden su Ley y hará que no desperdicien sus vidas en esfuerzos mal direccionados.

Después de que la Sabiduría infinita ha hablado, los hombres no pueden tener dudas para aclarar. Todo lo que se requiere es obediencia, como el mayor imperativo de la razón y de la conciencia.

Pablo estaba a punto de terminar su carrera, y deseaba que Timoteo ocupara su lugar, cuidando a la iglesia de las fábulas y las herejías. Lo amonestó a que rechazara toda ocupación y complicación que evitase su entrega completa a la obra de Dios. Lo animó a que soportara con alegría la oposición, el reproche y la persecución, y a que pusiera en plena evidencia su ministerio.

Pablo se aferró de la Cruz como su única garantía de éxito. El amor del Salvador era el motivo que lo sostenía en sus conflictos consigo mismo y en sus luchas contra la enemistad del mundo y la oposición de sus enemigos.

En estos días de peligro, la iglesia necesita un ejército de trabajadores que se hayan educado para el servicio y que tenga una experiencia profunda en las cosas de Dios. Se necesitan hombres que no den la espalda a la prueba y a la responsabilidad, que sean valientes y fieles y que, con labios tocados por el fuego santo, prediquen la Palabra. Por falta de trabajadores tales, se cometen errores fatales, que como veneno mortal contaminan la moral y arruinan la esperanza de gran parte de la raza humana.

¿Aceptarán los jóvenes la tarea sagrada? ¿Se prestará atención a las recomendaciones del apóstol? ¿Se escuchará el llamado, en medio de los engaños del egoísmo y la ambición?

Pablo concluye su carta con el pedido urgente de que Timoteo fuese pronto,

en lo posible, antes del invierno. Habló de su soledad, y declaró que había enviado a Tíquico a Éfeso. Después de hablar de su juicio ante Nerón, de la deserción de sus hermanos y de la sustentadora gracia del Dios que cumple el pacto, Pablo finalizó encomendando a Timoteo al Jefe de los pastores, quien, aunque los subpastores cayesen en la lucha, seguiría cuidando su rebaño. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 50

Pablo muere por quien murió por él

 

Durante el juicio final de Pablo, Nerón había quedado tan fuertemente impresionado por el poder de las palabras del apóstol que postergó la toma de la decisión, sin absolver ni condenar al siervo de Dios. Pero la malicia del emperador pronto regresó. Exasperado por su incapacidad de controlar la difusión de la religión cristiana aun en su Casa Imperial, Nerón condenó a Pablo a una muerte de mártir. Ya que como ciudadano romano no podía ser sometido a tortura, el apóstol fue sentenciado a la decapitación.

Se permitió que hubiese pocos espectadores en el lugar de la ejecución, porque los perseguidores de Pablo temían que se ganasen conversos al cristianismo por la escena de su muerte. Pero aun los endurecidos soldados escucharon sus palabras, y con asombro lo vieron animado, aun gozoso, ante la perspectiva de la muerte. A partir de ahí, más de uno aceptó al Salvador y selló sin temor su fe con su sangre.

Hasta la última hora de su vida, Pablo dio testimonio de la verdad de sus palabras a los corintios. “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. [...] Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos” (2 Cor. 4:6-9).

Pablo llevaba consigo la atmósfera del cielo, y la paz celestial expresada en su semblante ganó a muchos al evangelio. Todos los que se relacionaron con él sintieron la influencia de su unión con Cristo. Su propia vida daba un poder convincente a su predicación. En esto yace el poder de la verdad. La influencia espontánea e inconsciente de una vida santa es el sermón más convincente que pueda darse a favor del cristianismo. Puede ser que los argumentos solo provoquen oposición, pero un ejemplo piadoso es imposible de resistir.

El apóstol se olvidó de los sufrimientos que se aproximaban para atender a quienes estaba a punto de dejar, que se enfrentarían al prejuicio, al odio y a la persecución. Aseguró a los pocos cristianos que lo acompañaron al lugar de ejecución que ninguna de las promesas dadas a los probados y fieles hijos del Señor dejaría de cumplirse. Por un período de tiempo podían llegar a estar privados de comodidades terrenales, pero debían animar sus corazones con la certeza de la fidelidad de Dios. Pronto llegaría la feliz mañana de paz y el día perfecto.

Por qué Pablo no tenía miedo
El apóstol estaba contemplando el más allá con esperanza gozosa y expectativa anhelante. Mientras permanecía de pie en el lugar de martirio, no vio la espada del verdugo ni la tierra que pronto recibiría su sangre; miró hacia arriba, a través del cielo calmo y azul de ese día de verano, al Trono del Eterno.

Este hombre de fe contempló la escalera del sueño de Jacob, a Cristo conectando la Tierra con el cielo. Recordó cómo los patriarcas y los profetas confiaron en uno que fue su sostén, y de estos hombres santos oyó la confirmación de que Dios es real. Oyó a sus compañeros apóstoles que no apreciaron sus propias vidas a fin de llevar la luz de la Cruz en medio de los laberintos oscuros de la infidelidad, y de testificar de Jesús como el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Del potro, la estaca y el calabozo, de fosos y cavernas de la tierra, llegaban a sus oídos los gritos de triunfo de los mártires que declaraban: “Sé en quién he creído”.

Rescatado por el sacrificio de Cristo y vestido en su justicia, Pablo tenía en sí mismo el testimonio de que quien venció a la muerte es capaz de guardar lo que se le confió. Su mente se aferró de la promesa del Salvador: “Yo lo resucitaré en el día final” (Juan 6:40). Sus esperanzas se centraron en la segunda venida de su Señor. Y mientras la espada del verdugo descendía, el pensamiento del mártir se elevaba para encontrarse con el Dador de vida.

Casi veinte siglos han pasado desde que Pablo derramó su sangre por la Palabra de Dios y el testimonio de Jesús. No hubo una mano fiel que registrase las escenas finales de la vida de este hombre santo, pero la Inspiración ha preservado su último testimonio. Como una trompeta, su voz ha resonado por todas las edades, entusiasmando con valentía a miles de testigos para Cristo y despertando a los corazones golpeados por el sufrimiento para que hagan eco de su triunfante gozo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe. Por lo demás, me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que con amor hayan esperado su venida” (2 Tim. 4:7, 8). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 51

El apóstol Pedro, un fiel subpastor

Este capítulo está basado en 1 Pedro.

 

Durante los atareados años que siguieron al Día de Pentecostés, el apóstol Pedro realizó incansables esfuerzos para alcanzar a los judíos que llegaban a Jerusalén en ocasión de las fiestas anuales. Los talentos que él poseía probaron ser de un valor incalculable para la iglesia cristiana primitiva. Sobre él se había depositado una doble responsabilidad: daba testimonio positivo acerca del Mesías ante los no creyentes y, a la vez, fortalecía a los creyentes en la fe de Cristo.

Después de que Pedro fue llevado a negarse a sí mismo y a depender completamente del poder divino, recibió su llamado como subpastor. Las palabras de Cristo a Pedro antes de su negación: “Y tú, cuando te hayas vuelto a mí, fortalece a tus hermanos” (Luc. 22:32), indicaban la obra que haría por aquellos que vinieran a la fe. La experiencia de pecado y arrepentimiento de Pedro lo habían preparado para esta obra. Recién cuando reconoció su debilidad pudo entender la necesidad de dependencia de Cristo que tiene el creyente. Había llegado a entender que el hombre puede caminar con seguridad solo si desconfía completamente de sí mismo y confía en el Salvador.

Después del último encuentro a orillas del mar, Pedro, probado por la pregunta repetida tres veces: “¿Me amas?” (Juan 21:15-17), fue restaurado a su lugar entre los Doce. Se le asignó su obra: no solo debía ir a buscar a aquellos fuera del redil, sino también debía ser un pastor de las ovejas.

Cristo mencionó una sola condición para el servicio: “¿Me amas?” El conocimiento, la benevolencia, la elocuencia y el celo son esenciales, pero sin el amor de Cristo en el corazón, el ministro cristiano es un fracaso. Este amor

es un principio vivo que se manifiesta en el corazón. Si el carácter del pastor ejemplifica la verdad que defiende, el Señor pondrá el sello de su aprobación en esa obra.

La paciencia de Cristo con Pedro es una lección
Aunque Pedro había negado a su Señor, el amor que Jesús le profesaba nunca vaciló. Y al recordar su propia debilidad y fracaso, el apóstol debía tratar a las ovejas y los corderos tan tiernamente como Jesús lo había tratado a él.

Los seres humanos son propensos a tratar duramente a los que se equivocan. No pueden leer el corazón, no conocen su lucha y dolor. Necesitan entender el reproche que es amor y la advertencia que habla de esperanza.

A lo largo de su ministerio, Pedro vigiló fielmente al rebaño y demostró ser digno de la responsabilidad que se le había encomendado. Exaltó a Jesús como el Salvador y puso su propia vida bajo la disciplina del Obrero Maestro. Buscó educar a los creyentes para el servicio activo, e inspiró a muchos jóvenes a entregarse a la obra del ministerio. Su influencia como educador y conductor aumentó. Si bien nunca abandonó su responsabilidad con relación a los judíos, dio testimonio en muchos países.

En los últimos años de su ministerio, sus cartas fortalecieron la fe de aquellos que estaban pasando por pruebas y aflicciones y de aquellos que estaban en peligro de alejarse de Dios. Estas cartas llevan la marca de alguien cuyo ser entero había sido transformado por la gracia y cuya esperanza de vida eterna era firme.

Los primeros cristianos se regocijaron, aun en dura aflicción, en esta esperanza de una herencia en la Tierra Nueva. “Así que alégrense de verdad. Les espera una alegría inmensa”, escribió Pedro, “aunque tienen que soportar muchas pruebas por un tiempo breve. Estas pruebas demostrarán que su fe es auténtica. Está siendo probada de la misma manera que el fuego prueba y purifica el oro, aunque la fe de ustedes es mucho más preciosa que el mismo oro. Entonces su fe, al permanecer firme en tantas pruebas, les traerá mucha

alabanza, gloria y honra en el día que Jesucristo sea revelado a todo el mundo” (NTV).

Las palabras del apóstol tienen un significado especial para los que viven cuando “se acerca el fin de todas las cosas”. Sus palabras de ánimo son necesarias para cada persona que mantendrá su fe “hasta el fin” (Heb. 3:14).

El apóstol quiso enseñar a los creyentes a mantener la mente alejada de temas prohibidos o de gastar sus energías en asuntos insignificantes. Deben evitar leer, ver o escuchar cualquier cosa que sugiera pensamientos impuros. El corazón debe ser vigilado fielmente, o los males de afuera despertarán males de adentro y el corazón vagará por las tinieblas. “Dispónganse para actuar con inteligencia”, escribió Pedro, “tengan dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo . [...] No se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia”.

“Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto”.

Si la plata y el oro hubiesen sido suficientes para comprar la salvación del hombre, cuán fácilmente podría haber sido obtenida por aquel que dice: “Mía es la plata, y mío es el oro” (Hag. 2:8). Pero solo por la sangre del Hijo de Dios podía ser redimido el transgresor. Y como bendición suprema de la salvación, “la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom. 6:23).

El fruto producido por el amor a la verdad
Pedro continuó: “Ámense de todo corazón los unos a los otros”. La Palabra de Dios es el canal por medio del cual el Señor manifiesta su Espíritu y poder. La obediencia a la Palabra produce fruto: “amor sincero por sus hermanos”. Cuando la verdad se convierte en un principio permanente en la vida, la persona ha “nacido de nuevo, pero no a una vida que pronto se

acabará. Su nueva vida durará para siempre porque proviene de la eterna y viviente palabra de Dios” (NTV). Este nuevo nacimiento es el resultado de recibir a Cristo como la Palabra de Dios. Cuando el Espíritu Santo impresiona verdades divinas en el corazón, la comprensión y la energía que hasta ese momento estaban dormidas se despiertan para cooperar con Dios.

Muchas de las más preciosas lecciones del Gran Maestro fueron habladas a quienes no podían entenderlas en ese momento. Cuando, después de su ascensión, el Espíritu Santo trajo esas enseñanzas a la memoria, los sentidos adormecidos se despertaron. El significado de estas verdades brilló en sus mentes como una nueva revelación. Entonces los hombres que él había elegido proclamaron la poderosa verdad. “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros [...] lleno de gracia y de verdad. [...] De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia” (Juan 1:14, 16).

El apóstol exhortó a los creyentes a estudiar las Escrituras. Pedro se dio cuenta de que toda persona que finalmente obtiene la victoria experimentará perplejidad y prueba, pero la comprensión de las Escrituras traerá a su mente promesas que confortarán el corazón y fortalecerán la fe en el Poderoso.

Muchos a los que Pedro se dirigió en sus cartas estaban viviendo en medio de paganos, y su permanencia en la verdad dependía mucho de que ellos permanecieran leales a su llamado. “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. [...] Queridos hermanos, les ruego como a extranjeros y peregrinos en este mundo que se aparten de los deseos pecaminosos que combaten contra la vida”.

Nuestro deber hacia el gobierno
El apóstol detalló la actitud que los creyentes deberían tener hacia las autoridades civiles: “Sométanse por causa del Señor a toda autoridad humana, ya sea al rey como suprema autoridad, o a los gobernadores que él envía para castigar a los que hacen el mal y reconocer a los que hacen el bien. Porque esta es la voluntad de Dios: que, practicando el bien, hagan callar la

ignorancia de los insensatos”.

Los que eran siervos debían permanecer sujetos a sus amos, “pues Dios se complace”, explicó el apóstol, “cuando ustedes, siendo conscientes de su voluntad, sufren con paciencia cuando reciben un trato injusto. Es obvio que no hay mérito en ser paciente si a uno lo golpean por haber actuado mal, pero si sufren por hacer el bien y lo soportan con paciencia, Dios se agrada de ustedes. [...] Cristo sufrió por ustedes. Él es su ejemplo, y deben seguir sus pasos. Él nunca pecó y jamás engañó a nadie. No respondía cuando lo insultaban ni amenazaba con vengarse cuando sufría. Dejaba su causa en manos de Dios, quien siempre juzga con justicia” (NTV).

El apóstol exhortó a las mujeres en la fe a ser modestas: “No se interesen tanto por la belleza externa: los peinados extravagantes, las joyas costosas o la ropa elegante. En cambio, vístanse con la belleza interior, la que no se desvanece, la belleza de un espíritu tierno y sereno, que es tan precioso a los ojos de Dios” (NTV).

La lección aplica a todas las edades. En la vida del verdadero cristiano, el adorno exterior está siempre en armonía con la paz y la santidad interior. La renuncia al yo y el sacrificio serán las características de la vida del cristiano. La evidencia de que el gusto está convertido se verá en el vestido. Es correcto amar la belleza y desearla, pero Dios desea que amemos primero la belleza más elevada, esa que es imperecedera, la de “vestidos de lino fino, blanco y limpio” (Apoc. 19:14), que todos los santos de la Tierra usarán. Estas ropas los harán amados aquí y serán su credencial de admisión al palacio del Rey.

Mirando hacia delante, a los tiempos peligrosos en los que entraría la iglesia, el apóstol escribió: “No se extrañen del fuego de la prueba que están soportando”. La prueba purificará a los hijos de Dios de los desechos terrenales. Las experiencias de prueba vienen a los hijos de Dios porque él los está guiando. Las pruebas y los obstáculos son los métodos de disciplina que él elige y la condición para el éxito. Algunas personas tienen cualidades que si fueran direccionadas correctamente podrían ser usadas en su obra. El Señor coloca a estas personas en diferentes cargos y circunstancias para que puedan descubrir los defectos ocultos a su propio conocimiento. Les da la

oportunidad de superar estos defectos. A menudo permite que los fuegos de la aflicción ardan, para que puedan ser purificados.

Dios no tolera que venga aflicción sobre sus hijos que no sea esencial para su bien presente y eterno. Todo lo que trae en forma de prueba y aflicción es para que puedan hacerse más piadosos y más fuertes para llevar adelante los triunfos de la Cruz.

Hubo un momento en que Pedro no estuvo dispuesto a aceptar la cruz en la obra de Cristo. Cuando el Salvador les comunicó acerca de su cercano sufrimiento y su muerte, Pedro exclamó: “¡De ninguna manera, Señor! ¡Esto no te sucederá jamás!” (Mat. 16:22). Para este discípulo, aprender que el sendero de Cristo en la Tierra pasaba por agonía y humillación fue una lección amarga, que aprendió lentamente. Ahora, cuando su cuerpo activo estaba doblado por la carga de los años, pudo escribir: “Queridos hermanos, [...] alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también sea inmensa su alegría cuando se revele la gloria de Cristo”.

Los subpastores deben ser vigilantes
Al dirigirse a los ancianos de iglesia, refiriéndose a sus responsabilidades como subpastores del rebaño de Cristo, el apóstol escribió: “Cuiden del rebaño que Dios les ha encomendado. Háganlo con gusto, no de mala gana ni por el beneficio personal que puedan obtener de ello, sino porque están deseosos de servir a Dios. No abusen de la autoridad que tienen sobre los que están a su cargo, sino guíenlos con su buen ejemplo. Así, cuando venga el Gran Pastor, recibirán una corona de gloria y honor eternos” (NTV).

El ministerio implica labor personal y esforzada. Se necesitan pastores, pastores fieles, que no halaguen al pueblo de Dios ni lo traten hostilmente, sino que lo alimenten con el Pan de vida.

El subpastor está llamado a realizar una obra llena de tacto al enfrentar alienación, amargura y celos en la iglesia, y deberá trabajar con el espíritu de Cristo. El siervo de Dios puede ser juzgado erróneamente y criticado. Que recuerde que “la sabiduría que desciende del cielo es ante todo pura, y

además pacífica, bondadosa, dócil [...]. En fin, el fruto de la justicia se siembra en paz para los que hacen la paz” (Sant. 3:17, 18).

Si el ministro del evangelio elige la parte menos sacrificada, se contenta con predicar, y deja la obra del ministerio pastoral personal para que alguien más la cumpla, sus labores no serán aceptables ante Dios. Si no está dispuesto a hacer el trabajo personal que el cuidado del rebaño requiere, ha confundido su vocación.

El verdadero pastor es abnegado. Al ministrar personalmente en las casas de la gente, se entera de sus necesidades y consuela sus aflicciones, alivia sus corazones hambrientos y los gana para Dios. Los ángeles del cielo asisten al ministro en esta obra.

El apóstol detalló algunos principios generales que toda la hermandad de la iglesia debía seguir. Los miembros más jóvenes debían seguir el ejemplo de sus ancianos en la práctica de la humildad de Cristo: “Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes. Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo. Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes”.

Eso escribió Pedro en un momento peculiar de prueba para la iglesia. Pronto la iglesia atravesaría terrible persecución. En los años siguientes, muchos dirigentes entregarían sus vidas por el evangelio. Pronto entrarían “lobos” rapaces que no perdonarían al rebaño. Pero con palabras de ánimo y alegría, Pedro dirigió a los creyentes de los sufrimientos presentes y futuros a “una herencia indestructible, incontaminada e inmarchitable”. “El Dios de toda gracia”, oró fervientemente, “después de que ustedes hayan sufrido un poco de tiempo, [...] los restaurará y los hará fuertes, firmes y estables”. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 52

Pedro crucificado en Roma

Este capítulo está basado en 2 Pedro.

 

En su segunda carta, el apóstol Pedro presentó el plan divino para el desarrollo del carácter cristiano. Él escribe: Dios “nos ha entregado sus preciosas y magníficas promesas para que ustedes, luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina”.

“Esfuércense por añadir a su fe, virtud; a su virtud, entendimiento; al entendimiento, dominio propio; al dominio propio, constancia; a la constancia, devoción a Dios; a la devoción a Dios, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor”.

El apóstol presenta a los creyentes la escalera del progreso cristiano. Cada paso representa un avance en el conocimiento de Dios. Somos salvos al ascender escalón tras escalón hasta el más alto ideal que Cristo tiene para nosotros. Dios desea ver a hombres y mujeres alcanzar el ideal más elevado, y cuando por fe se aferren de Cristo, cuando reclamen sus promesas como suyas, cuando busquen el Espíritu Santo, serán hechos completos en él.

Habiendo recibido la fe del evangelio, el creyente debe añadir a su carácter virtud, y así preparar la mente para el conocimiento de Dios. Este conocimiento es el fundamento de todo servicio verdadero y es la única defensa contra la tentación. Solo esto puede hacer que uno sea igual a Dios en carácter. No se niega ningún buen don a quien sinceramente desea la justicia de Dios.

A nadie se le impide alcanzar, en su esfera, la perfección del carácter cristiano. Dios coloca ante nosotros el ejemplo del carácter de Cristo. En su

humanidad, perfeccionado por una vida de constante resistencia al mal, el Salvador mostró que por medio de la cooperación con la deidad los seres humanos pueden en esta vida alcanzar la perfección de carácter. Podemos obtener una victoria completa.

La superación de las faltas por la gracia
Ante el creyente se presenta la maravillosa posibilidad de ser semejante a Cristo, obediente a todos los principios de la Ley. Pero por sí mismo el hombre es incapaz de alcanzar esta condición. La santidad que debe tener es resultado de la obra de la gracia divina, a medida que se someta a la disciplina y a las influencias protectoras del Espíritu de verdad. El incienso de la justicia de Cristo llena con fragancia divina cada acto de obediencia. El cristiano debe perseverar en sobreponerse a cada falta. Debe orar constantemente al Salvador para sanar las dolencias de su corazón enfermo de pecado. El Señor otorga a aquellos que en arrepentimiento lo buscan por ayuda fortaleza para vencer.

La obra de la transformación de la impiedad a la santidad es continua. Día a día Dios trabaja por la santificación del hombre y el hombre debe cooperar con él. Nuestro Salvador siempre está listo para contestar la oración del arrepentido. Alegremente le otorga las bendiciones necesarias para su lucha contra los males que lo rodean.

Es triste la condición de quienes, al cansarse en el camino, permiten que el enemigo les robe las virtudes cristianas que se han ido desarrollando en sus corazones y vidas. “El que no las tiene”, declara el apóstol, “es tan corto de vista que ya ni ve, y se olvida de que ha sido limpiado de sus antiguos pecados”.

La fe de Pedro en el poder de Dios para salvar se había fortalecido con los años. Había demostrado que no hay posibilidad de fracaso para quien, avanzando por fe, asciende hacia el escalón más alto de la escalera. Sabiendo que pronto sufriría el martirio por su fe, una vez más Pedro exhortó a sus hermanos a tener firmeza de propósito: “Por lo tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del llamado de Dios, que fue quien los eligió. Si

hacen estas cosas, no caerán jamás, y se les abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”.

“Además, considero que tengo la obligación de refrescarles la memoria mientras viva en esta habitación pasajera que es mi cuerpo; porque sé que dentro de poco tendré que abandonarlo, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo. También me esforzaré con empeño para que aun después de mi partida ustedes puedan recordar estas cosas en todo tiempo”.

Por qué Pedro estaba seguro de la verdad del  evangelio
“No estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos” acerca de Jesús, recordó a los creyentes, “sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos. Él recibió honor y gloria de parte de Dios el Padre, cuando desde la majestuosa gloria se le dirigió aquella voz que dijo: ‘Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él’. Nosotros mismos oímos esa voz que vino del cielo cuando estábamos con él en el monte santo”.

Pero había un testigo aún más convincente. “Esto ha venido a confirmarnos la palabra de los profetas, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en sus corazones. [...] Porque la profecía no ha tenido su origen en la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo”.

A la vez que exaltaba la verdadera profecía, el apóstol advirtió solemnemente a la iglesia en contra de la antorcha de la falsa profecía, levantada por los “falsos maestros” que traerían “herejías destructivas, al extremo de negar al mismo Señor que los rescató”. Estos falsos maestros, considerados como verdaderos por muchos de sus hermanos en la fe, fueron comparados por el apóstol con “fuentes sin agua, niebla empujada por la tormenta, para quienes está reservada la más densa oscuridad. [...] Más les hubiera valido no conocer el camino de la justicia que abandonarlo después de haber conocido el santo mandamiento que se les dio”.

Mirando hacia adelante, Pedro fue inspirado a detallar las condiciones en

que estaría el mundo justo antes de la segunda venida de Cristo. “Vendrán burladores”, escribió, “que se reirán de la verdad y seguirán sus propios deseos. Dirán: ‘¿Qué pasó con la promesa de que Jesús iba a volver?’ ” (NTV). Sin embargo, no todos serán engañados por las estrategias del enemigo. Habrá fieles que distinguirán las señales de los tiempos, un remanente que soportará hasta el final.

La fe de Pedro en la Segunda Venida de Cristo
Pedro mantuvo viva en su corazón la esperanza del regreso de Cristo, y aseguró a la iglesia el cumplimiento seguro de la promesa del Salvador: “Vendré para llevármelos conmigo” (Juan 14:3). La Venida podría parecer demorada por mucho tiempo, pero el apóstol les aseguró: “El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan”.

“Ya que todo será destruido de esa manera, ¿no deberían vivir ustedes como Dios manda, siguiendo una conducta intachable y esperando ansiosamente la venida del día del Señor? Ese día los cielos serán destruidos por el fuego, y los elementos se derretirán con el calor de las llamas. Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia”.

“Así que ustedes, queridos hermanos, puesto que ya saben esto de antemano, manténganse alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos libertinos, pierdan la estabilidad y caigan. Más bien, crezcan en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”.

Pedro finalizó su ministerio en Roma, donde fue encarcelado por orden del emperador Nerón aproximadamente en la misma época en que Pablo fue arrestado por última vez. De esta forma, los dos apóstoles, por muchos años separados en sus labores, darían su testimonio final por Cristo en la metrópoli del mundo, y sobre este suelo derramarían su sangre como semilla de una grandiosa cosecha de santos.

Pedro había soportado con valentía el peligro y había mostrado noble coraje al predicar al Salvador crucificado, resucitado y ascendido. Mientras yacía en su celda recordó las palabras de Cristo: “De veras te aseguro que cuando eras más joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir” (Juan 21:18). Jesús había predicho que las manos del apóstol serían extendidas en una cruz.

Como judío y como extranjero, Pedro fue condenado para ser azotado y crucificado. Ante la perspectiva de esta temible muerte, el apóstol recordó su pecado: negar a Jesús en la hora de su juicio. Aunque una vez no había estado preparado para reconocer la Cruz, ahora consideraba con gozo entregar su vida por el evangelio. Pero sintió que morir de la misma manera que su Maestro era un honor demasiado grande. Había sido perdonado por Cristo, pero nunca pudo perdonarse a sí mismo. Nada podía aliviar la amargura de su sufrimiento y arrepentimiento. Como un último favor, suplicó a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo. Este pedido le fue concedido, y así murió el gran apóstol Pedro. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 53

Juan, el discípulo amado

 

Juan es reconocido como “el discípulo a quien Jesús amaba” (Juan 21:20). Era uno de los tres a los cuales se permitió presenciar la gloria de Cristo en el monte de la transfiguración y su agonía en el Getsemaní, y fue a su cuidado que el Señor confió a su madre en esas últimas horas de agonía en la cruz.

Juan se aferró de Cristo como la parra se aferra a su columna. Desafió los peligros de la sala del tribunal y permaneció al lado de la cruz. Ante las noticias de que Cristo había resucitado, se apresuró para ir al sepulcro, adelantándose aun al impetuoso Pedro.

Juan no poseía naturalmente belleza de carácter. Era orgulloso, pretencioso, ambicioso de honor, impetuoso y resentido ante las ofensas. Él y su hermano fueron llamados “hijos del trueno” (Mar. 3:17). En el discípulo amado se encontraba un temperamento malvado, iracundo y crítico, y el deseo de venganza. Pero debajo de esto, su Maestro divino discernía un corazón sincero y amoroso. Jesús reprendió su egoísmo, frustró sus ambiciones y probó su fe, pero le reveló la belleza de la santidad y el poder transformador del amor.

Los defectos de Juan fueron muy evidentes en varias ocasiones. Cierta vez, Cristo envió mensajeros a una aldea de los samaritanos, solicitando alimentos para él y sus discípulos. Pero cuando el Salvador se acercó al pueblo, en vez de invitarlo a ser su huésped, los samaritanos no le concedieron la cortesía con la que hubiesen tratado a un viajero común.

La frialdad y la falta de respeto manifestadas hacia su Maestro llenaron al discípulo de indignación. En su celo, Santiago y Juan dijeron: “Señor,

¿quieres que hagamos caer fuego del cielo, como hizo Elías, para que los destruya?” Jesús quedó dolido por sus palabras. “Ustedes no saben de qué espíritu son, [...] porque el Hijo del hombre no vino para destruir la vida de las personas, sino para salvarla” (Luc. 9:54-56).

Cristo solo quiere una entrega voluntaria
Cristo no obliga a los hombres a recibirlo; Satanás y los hombres que actúan por su espíritu son los que obligan a la conciencia. Pretendiendo manifestar celo por la justicia, los hombres que se unen con los ángeles caídos traen sufrimiento a sus semejantes a fin de “convertirlos” a sus ideas religiosas.

Pero Cristo siempre busca ganar por medio de la revelación de su amor. Él desea solo la entrega voluntaria del corazón por la fuerza del amor.

En otra ocasión, Santiago y Juan pidieron, por medio de su madre, que se les permitiera ocupar los puestos más elevados en el reino de Cristo. Estos jóvenes discípulos acariciaban la esperanza de que él se sentara en el trono y tomara el poder real según los deseos de los hombres.

Pero el Salvador contestó: “No saben lo que están pidiendo [...]. ¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado?” Aunque recordaron el misterioso prenuncio de Cristo sobe sus sufrimientos y pruebas, contestaron confiadamente: “Sí, podemos”.

“Ustedes beberán de la copa que yo bebo [...] y pasarán por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado”, declaró Cristo. Ante él había una cruz en vez de un trono. Santiago y Juan compartirían el sufrimiento de su Maestro. Uno estaba destinado a una muerte prematura por la espada; el otro, seguiría a su Maestro en trabajos, vituperio y persecución por más tiempo que todos los demás discípulos. “Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda”, continuó, “no me corresponde a mí concederlo. Eso ya está decidido” (Mar. 10:38-40).

Jesús reprendió el orgullo y la ambición de los dos discípulos: “El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás” (Mat. 20:26, 27). En el Reino de Dios, el puesto es el resultado del carácter. La corona y el trono son señales de la conquista propia, por medio de la gracia de Cristo.

Mucho después, el Señor Jesús reveló a Juan la condición que nos acerca a su Reino: “Al que salga vencedor le daré el derecho de sentarse conmigo en mi trono, como también yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc. 3:21). Aquel que permanezca más cerca de Cristo será quien haya bebido más profundamente de su espíritu de amor abnegado, amor que mueve al discípulo al trabajo y al sacrificio, aun hasta la muerte, para salvar a la humanidad.

Juan aprendió bien sus lecciones
En otra ocasión, Santiago y Juan conocieron a alguien que si bien no era un seguidor reconocido de Cristo, estaba echando demonios en su nombre. Los discípulos prohibieron al hombre que obrase y pensaron que estaban en lo correcto. Pero Cristo los reprendió: “No se lo impidan [...]. Nadie que haga un milagro en mi nombre puede a la vez hablar mal de mí” (Mar. 9:39).

Santiago y Juan pensaron que tenían en mente el honor de Cristo, pero comenzaron a ver que estaban celosos de su propio honor. Reconocieron su error y aceptaron el reto.

Juan atesoraba cada lección, y buscaba hacer que su vida estuviese en armonía con el ejemplo divino. Había comenzado a discernir la gloria de Cristo, “gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

El afecto de Juan por su Maestro no era la causa por la cual Cristo lo amaba, era el efecto, la consecuencia, de ese amor. Juan quería ser semejante a Jesús, y bajo el amor transformador de Cristo él se había hecho manso y humilde. El yo estaba escondido en Jesús. Sobre todos sus compañeros, Juan se entregó al poder de esa vida maravillosa. Las lecciones de su Maestro quedaron grabadas en su corazón. Cuando testificaba de la gracia del Salvador, su lenguaje sencillo era elocuente gracias al amor que inundaba todo su ser.

El Salvador amaba a los doce, pero el espíritu de Juan era el más receptivo. Era más joven que los demás, y con mayor confianza infantil abrió su corazón a Jesús. Así llegó a simpatizar más con Cristo, y mediante él Cristo comunicó las más profundas lecciones espirituales al pueblo. Juan podía hablar del amor del Padre como ningún otro discípulo podía hacerlo. La belleza de la santidad que lo había transformado brillaba en su rostro con un resplandor semejante al de Cristo, y el compañerismo con él llegó a ser su único deseo.

“Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 54

Juan, testigo fiel por Cristo

Este capítulo está basado en 1, 2 y 3 Juan.

 

Junto a los demás discípulos, Juan disfrutó del derramamiento del Espíritu en el Día de Pentecostés, y con poder renovado continuó hablando a la gente las palabras de vida. Era un predicador poderoso, ferviente y profundamente esforzado. En un lenguaje hermoso y con una voz musical, contaba de Cristo en una forma que impresionaba los corazones. El poder sublime de las verdades que pronunciaba y el fervor que caracterizaba sus enseñanzas le dieron acceso a todas las clases. Su vida estaba en armonía con sus enseñanzas.

Cristo había rogado a sus discípulos que se amasen los unos a los otros como él los había amado. “Este mandamiento nuevo les doy”, les había dicho, “que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros” (Juan 13:34). Después de presenciar los sufrimientos de Cristo y después de que el Espíritu Santo descendiera sobre ellos en Pentecostés, tuvieron un concepto más claro de la naturaleza del amor que debían tener unos por otros. Luego Juan pudo decir: “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1 Juan 3:16).

Después de Pentecostés, cuando descendió el Espíritu Santo, al salir para proclamar al Salvador viviente el único deseo de los discípulos era la salvación de las almas. Se regocijaban en la dulzura de la comunión con los santos. Eran tiernos, considerados, abnegados, y revelaban el amor con que Cristo los había unido. Por medio de palabras y hechos desinteresados, se esforzaban por despertar este sentimiento en otros corazones.

Los creyentes debían cultivar un amor así siempre. Sus vidas debían magnificar al Salvador que podía justificarlos por su justicia. Pero gradualmente sobrevino el cambio. Al concentrarse en los errores y al dar lugar a la crítica cruel, los creyentes perdieron de vista al Salvador y su amor. Se hicieron más exactos en la teoría que en la práctica de la fe. Perdieron el amor fraternal, y lo más triste de todo fue que no se dieron cuenta de su pérdida. No eran conscientes de que la felicidad y el gozo se estaban retirando de sus vidas y que pronto caminarían en tinieblas.

Un cambio trágico en la iglesia primitiva
Juan se dio cuenta de que el amor fraternal estaba escaseando en la iglesia. “Queridos hermanos”, escribe, “amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados. Queridos hermanos, ya que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros”.

“Todo el que odia a su hermano es un asesino, y ustedes saben que en ningún asesino permanece la vida eterna. En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos”.

Lo que pone en mayor peligro a la iglesia no es la oposición del mundo. Es el mal acariciado en los corazones de los creyentes lo que obra el desastre más grave y lo que con mayor seguridad detiene el progreso de la causa de Dios. No hay una forma más segura de debilitar la espiritualidad que permitir que la envidia, la crítica y las malas sospechas hallen cabida en el corazón.

Por otro lado, el testimonio más fuerte de que Dios ha enviado a su Hijo al mundo es la existencia de la armonía y la unión entre las personas de distintos caracteres que forman su iglesia. Pero para dar este testimonio, sus caracteres deben amoldarse al carácter de Cristo y la voluntad de ellos debe amoldarse a la suya.

En la iglesia de hoy, muchos de los que profesan amar al Salvador no se aman entre ellos. Los no creyentes están observando para ver si la fe de los profesos cristianos está ejerciendo una influencia santificadora en sus vidas. Que los cristianos no permitan que el enemigo diga: Estas personas se odian las unas a las otras. El vínculo que une a todos los hijos del mismo Padre celestial debería ser muy cercano y tierno.

El amor divino nos llama a manifestar la misma compasión que Cristo manifestó. El verdadero cristiano no permitirá voluntariamente que una persona en peligro y en necesidad pase inadvertida o sea descuidada. No mostrará desinterés, dejando que el errante se hunda en la tristeza y el desánimo.

Los que nunca han experimentado el tierno amor de Cristo no pueden llevar a otros a la fuente de vida. El amor de Cristo en el corazón lleva a los hombres a revelarlo en la conversación, en un espíritu compasivo, en vidas elevadas. En el cielo se mide su idoneidad como obreros cristianos por su capacidad de amar como Cristo amó.

“No amemos de palabra ni de labios para afuera”, escribe el apóstol, “sino con hechos y de verdad”. La plenitud del carácter se obtiene cuando el impulso de ayudar a otros brota constantemente desde adentro. Este es el amor que hace del creyente “un perfume que da vida” (2 Cor. 2:16, NTV), y permite que Dios bendiga su obra.

El amor verdadero, el mejor don que Dios puede darnos
El mejor regalo que nuestro Padre celestial nos puede otorgar es el amor supremo por Dios y el amor desinteresado por nuestros semejantes. Este amor no es un impulso, sino un principio divino. Se encuentra solo en el corazón donde Jesús reina. “Nosotros amamos porque él nos amó primero”. El amor modifica el carácter, gobierna los impulsos y las pasiones y ennoblece los afectos. Este amor, albergado en el alma, endulza la vida y difunde una influencia refinadora alrededor.

Juan se esforzó por dirigir a los creyentes a entender que este amor, si llenaba el corazón, controlaría todos los demás impulsos y elevaría a sus poseedores por encima de las influencias corruptoras del mundo. A medida que este amor se convirtiera en el poder motivador de la vida, su confianza en Dios sería completa. Podían saber que recibirían de él todo lo que necesitaran para su bien presente y eterno. “Ese amor se manifiesta plenamente entre nosotros”, escribe Juan, “para que en el día del juicio comparezcamos con toda confianza, porque en este mundo hemos vivido como vivió Jesús. En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor”. “Si pedimos conforme a su voluntad, él nos oye. Y, si sabemos que Dios oye todas nuestras oraciones, podemos estar seguros de que ya tenemos lo que le hemos pedido”.

“Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad”. El Señor no requiere que hagamos alguna cosa difícil para obtener el perdón. No necesitamos hacer peregrinaciones largas y cansadoras o penitencias dolorosas para encomendar nuestras almas al Dios del cielo o para expiar nuestra transgresión. El que confiesa y abandona su pecado, recibirá misericordia (Prov. 28:13).

En las cortes celestiales, Cristo está intercediendo por su iglesia, aquellos por quienes pagó el precio de la redención con su sangre. Ni la vida ni la muerte pueden separarnos del amor de Dios, no porque estamos tan fuertemente asidos de él, sino porque él nos sostiene con seguridad. Si nuestra salvación dependiese de nuestros propios esfuerzos, no podríamos ser salvos. Pero depende de aquel que se hace cargo de todas las promesas. La forma en que nos aferrarnos de él puede parecer débil, pero mientras mantengamos nuestra unión con él nadie puede arrebatarnos de su mano.

Al pasar los años y al aumentar el número de creyentes, Juan trabajó con cada vez más fidelidad y fervor. Los engaños satánicos estaban por todas partes. Por medio del engaño y la falsedad, los emisarios de Satanás intentaron despertar oposición contra las doctrinas de Cristo, y como consecuencia, hubo disensiones y herejías que pusieron en peligro a la iglesia. Algunos de los que creían en Dios decían que su amor los liberaba de obedecer la Ley divina. Por otro lado, muchos enseñaban que una mera observancia de la Ley, sin fe en la sangre de Cristo, era suficiente para la salvación. Otros sostenían que Cristo era un buen hombre, pero negaban su divinidad. Algunos que vivían en transgresión, estaban trayendo herejías a la iglesia. Así, muchos estaban siendo extraviados en la incredulidad y el engaño.

Juan vio los peligros que amenazaban a la iglesia
Juan estaba triste al ver estos errores venenosos introducirse en la iglesia, y se enfrentó a la emergencia con prontitud y decisión. Sus cartas respiraban un espíritu de amor, como si escribiese con una pluma embebida en amor, pero cuando entraba en contacto con aquellos que estaban quebrantando la Ley de Dios y aun así decían vivir sin pecado, no vacilaba en advertirles de este temible engaño.

A una colaboradora en la obra evangélica de gran influencia, le escribió: “Es que han salido por el mundo muchos engañadores que no reconocen que Jesucristo ha venido en cuerpo humano. El que así actúa es el engañador y el anticristo. [...] Todo el que se descarría y no permanece en la enseñanza de Cristo no tiene a Dios; el que permanece en la enseñanza sí tiene al Padre y al Hijo. Si alguien los visita y no lleva esta enseñanza, no lo reciban en casa ni le den la bienvenida, pues quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas obras”.

Existen en estos días peligros similares a los que amenazaban la iglesia primitiva. “Deben tener amor”, es el grito que se escucha por todos lados, especialmente de parte de aquellos que profesan la santificación. Pero el amor verdadero es demasiado puro como para encubrir el pecado no confesado.

Aunque debemos amar a las personas, no debemos comprometernos con el mal. No debemos unirnos con los rebeldes y llamar a esto amor. Dios requiere que su pueblo se mantenga de parte de lo justo tan firmemente como lo hizo Juan cuando se opuso a los errores destructores.

El apóstol enseña que debemos tratar con el pecado y con los pecadores en términos claros; esto no es incompatible con el verdadero amor. “Todo el que comete pecado”, escribe, “quebranta la ley; de hecho, el pecado es transgresión de la ley. Pero ustedes saben que Jesucristo se manifestó para quitar nuestros pecados. Y él no tiene pecado. Todo el que permanece en él no practica el pecado. Todo el que practica el pecado no lo ha visto ni lo ha conocido”.

Como testigo de Cristo, Juan no se implicó en debates cansadores. Declaró lo que sabía. Había estado íntimamente asociado con Cristo, oído sus enseñanzas y presenciado sus milagros. Pocos pudieron ver como él la belleza del carácter de Cristo. Para él, la oscuridad había pasado y brillaba la luz verdadera. Hablaba desde la abundancia de un corazón rebosante de amor por el Salvador y no había poder que pudiese detener sus palabras.

“Lo que ha sido desde el principio”, declaró, “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida”.

Que cada verdadero creyente pueda dar testimonio de lo que ha visto y oído y sentido del poder de Cristo. 📖

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Los Embajadores | Capítulo 55

El secreto de Juan para la verdadera santificación

 

La verdadera santificación se ejemplifica en la vida de Juan. Durante sus años de íntima asociación con Cristo, el Salvador lo reprendió varias veces y él aceptó estas reprensiones. Vio sus deficiencias y fue humillado por la revelación. Día a día su corazón fue atraído hacia Cristo, hasta que se olvidó de sí mismo por amor a su Maestro. La fuerza y la paciencia que vio en el Hijo de Dios llenaron su corazón de admiración. Entregó su temperamento rencoroso y ambicioso, y el amor divino transformó su carácter.

En marcado contraste está la experiencia de Judas, quien decía ser un discípulo de Cristo pero poseía solo una apariencia de piedad. A menudo, mientras escuchaba las palabras del Salvador se convencía, pero no humillaba su corazón ni confesaba sus pecados. Al resistir la influencia divina, deshonró al Maestro a quien profesaba amar.

Juan luchó fervientemente contra sus faltas, pero Judas violó su conciencia, afianzándose cada vez más en sus malos hábitos. La verdad que Cristo enseñaba estaba en discordancia con sus deseos y propósitos, y no pudo renunciar a sus ideas, para recibir la sabiduría del Cielo. En vez de caminar en la luz, albergó deseos perversos, codicia, las pasiones de venganza, y pensamientos oscuros y hostiles, hasta que Satanás obtuvo completo control sobre él.

Juan y Judas tuvieron las mismas oportunidades. Ambos se relacionaron íntimamente con Jesús. Cada uno poseía serios defectos de carácter y cada uno tuvo acceso a la gracia divina. Pero mientras que uno estaba aprendiendo de Jesús, el otro era simplemente un oyente. Uno, venciendo diariamente el pecado, fue santificado por medio de la verdad; el otro, resistiendo el poder de la gracia transformadora y consintiendo a los deseos egoístas, fue esclavizado por Satanás.

La transformación, como la vemos en Juan, es el resultado de la comunión con Cristo. Puede haber defectos en el carácter, pero cuando uno se convierte en un verdadero discípulo de Cristo, se transforma hasta que se vuelve similar a aquel a quien adora.

En sus cartas, Juan escribió: “Todo el que tiene esta esperanza en Cristo se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). “El que afirma que permanece en él debe vivir como él vivió” (1 Juan 2:6). Así como Dios es santo en su esfera, los hombres caídos, por medio de la fe en Cristo, deben ser santos en su esfera.

La santificación es el propósito de Dios en su trato con su pueblo. Los ha elegido desde la eternidad para que fueran santos. Él dio a su Hijo para que muriese por ellos para que fuesen santificados por la obediencia a la verdad y para que sean librados de todo egoísmo. Pueden honrar a Dios solo en la medida en que se asemejan a su imagen y son controlados por su Espíritu.

Así pueden mostrar lo que la gracia divina ha hecho por ellos.

La verdadera santificación es consecuencia de ejercitar el principio del amor. “Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16). La vida de aquel en cuyo corazón mora Cristo será ennoblecida. La doctrina pura se fusionará con las obras de justicia.

Los que obtengan las bendiciones de la santificación primero deben aprender el significado de la abnegación. La cruz de Cristo es la columna central sobre la cual descansa la “gloria eterna” (2 Cor. 4:17). “Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme” (Mat. 16:24). Dios sostiene y fortalece a quien está dispuesto a seguir en el camino de Cristo.

La verdadera santificación es obra de toda la vida
La santificación no es obra de un instante, una hora, un día, sino de toda la vida. No se obtiene por un feliz impulso de los sentimientos, sino que es el resultado de morir constantemente al pecado y vivir cada momento para Cristo. No venceremos por esfuerzos intermitentes, sino por disciplina

perseverante y duro conflicto. Mientras reine Satanás, habrá un yo que subyugar, un pecado que nos asedia que superar. Mientras dure la vida, no habrá un momento en que podamos decir: Lo he alcanzado por completo. La santificación es el resultado de una vida entera de obediencia.

Ninguno de los apóstoles o los profetas pretendió alguna vez estar sin pecado. Los hombres que más cerca han vivido de Dios, que sacrificaron la vida misma antes de cometer un acto malo conscientemente, confesaron la pecaminosidad de su naturaleza. No han pretendido poseer una justicia propia, sino que han confiado plenamente en la justicia de Cristo.

Cuanto más claramente discernamos la pureza del carácter de Cristo, veremos con más claridad la excesiva pecaminosidad del pecado. Habrá una continua confesión de pecado y humillación de corazón ante él. En cada paso que avancemos, nuestro arrepentimiento se hará más profundo.

Confesaremos: “Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo” (Rom. 7:18). “En cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gál. 6:14). Que Dios no sea deshonrado por la declaración de labios humanos: “Estoy sin pecado, soy santo”. Los labios santificados nunca pronunciarán palabras tan presuntuosas.

Que todos los que se sientan inclinados a hacer una elevada profesión de santidad se miren en el espejo de la Ley de Dios. A medida que comprendan cómo la Ley divina discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, no se jactarán de ser impecables. Juan dice: “Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad”. “Si afirmamos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso”. “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad” (1 Juan 1:8, 10, 9).

Hay algunos que dicen ser santos, que reclaman el derecho a las promesas de Dios, mientras rehúsan obedecer sus Mandamientos. Pero esto es presunción. El verdadero amor por Dios se revelará en la obediencia a todos sus Mandamientos: “El que afirma: ‘Lo conozco’, pero no obedece sus

mandamientos, es un mentiroso y no tiene la verdad” (1 Juan 2:4). “El que obedece sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él. ¿Cómo sabemos que él permanece en nosotros? Por el Espíritu que nos dio” (1 Juan 3:24).

Juan no enseñó que la salvación debe ganarse por la obediencia, pero la obediencia es el fruto de la fe y el amor. “Pero ustedes saben que Jesucristo se manifestó para quitar nuestros pecados. Y él no tiene pecado. Todo el que permanece en él no practica el pecado. Todo el que practica el pecado no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Juan 3:5, 6). Si permanecemos en Cristo, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones, estarán en armonía con la voluntad de Dios. El corazón santificado está en armonía con los mandatos de la Ley de Dios.

La fe es la clave para vencer
Muchos, aunque luchan por obedecer los Mandamientos divinos, tienen poca paz o gozo. Ellos no representan correctamente la santificación que resulta de la obediencia a la verdad. El Señor quiere que todos sus hijos e hijas sean felices, apacibles y obedientes. El creyente posee estas bendiciones por medio de la fe, y por medio de la fe cada defecto de carácter puede ser transformado, cada impureza puede ser limpiada, cada falta puede ser corregida, cada excelencia puede ser desarrollada.

La oración es el medio ordenado por el Cielo para obtener éxito en el desarrollo del carácter. Podemos pedir el perdón por el pecado, el Espíritu Santo, un temperamento semejante al de Cristo, sabiduría y poder para realizar su obra, cualquier don que él haya prometido, y la promesa es: “Y recibirán”.

Es en el lugar secreto de oración que contemplaremos el glorioso ideal de Dios para la humanidad. En todas las edades, por medio de la comunión con el Cielo Dios ha cumplido su propósito para sus hijos al revelar progresivamente en sus mentes las doctrinas de la gracia.

La santificación verdadera significa amor perfecto, obediencia perfecta, conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Seremos santificados por

medio de la obediencia a la verdad. Es nuestro privilegio salir de los lazos del yo y del pecado y avanzar hacia la perfección.

Muchos interpretan que la voluntad de Dios es lo que ellos desean hacer. No tienen conflictos consigo mismos. Otros luchan sinceramente por un tiempo contra el deseo egoísta de placer y comodidad, pero se cansan de la crisis constante, de morir al yo todos los días. La muerte al yo parece repulsiva y caen bajo el poder de la tentación, en vez de resistirla.

La Palabra de Dios no da lugar para transigir con el mal. Sus hijos deben batallar constantemente consigo mismos, sin importar el sacrificio de las comodidades o de las satisfacciones egoístas, el costo del trabajo o el sufrimiento.

La mayor alabanza que podemos traer a Dios es que nos convirtamos en canales consagrados por medio de los cuales él pueda trabajar. No le neguemos a Dios lo que, aunque no puede ser dado con mérito, no puede ser negado sin ruina. Él pide el corazón completo; entrégaselo. Es suyo, tanto por creación como por redención. Él pide tu intelecto; entrégaselo. Es suyo. Él pide tu dinero; entrégaselo. Es suyo. “Ustedes no son sus propios dueños; fueron comprados por un precio” (1 Cor. 6:19, 20). Dios pone ante nosotros el más elevado ideal: la perfección. Pide de nosotros que estemos absoluta y completamente a favor de él en este mundo, así como él está a favor de nosotros ante la presencia de Dios.

“La voluntad de Dios es”, en relación con ustedes, “que sean santificados” (1 Tes. 4:3). ¿Esa es la voluntad de ustedes también? Si humillan sus corazones y confiesan sus pecados, confiando en los méritos de Jesús, él los perdonará y limpiará. Dios demanda completa sumisión a su Ley. Que sus corazones se llenen de un intenso anhelo por su justicia.

A medida que contemplen las incomprensibles riquezas de la gracia de Dios, entrarán en posesión de ellas y revelarán los méritos del sacrificio del Salvador, la protección de su justicia y su poder para presentarse ante el Padre “sin mancha y sin defecto” (2 Ped. 3:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 56

Juan es exiliado a la solitaria isla de Patmos

 

Después de más de medio siglo, los enemigos del evangelio lograron que el poder del emperador romano se pusiera en contra de los cristianos. En la terrible persecución que siguió, el apóstol Juan hizo mucho para ayudar a sus hermanos a enfrentar con valentía las pruebas que vinieron sobre ellos. El anciano y probado siervo de Jesús repitió con poder y elocuencia la historia del Salvador crucificado y resucitado. De sus labios vino el mismo alegre mensaje: “Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida. [...] Les anunciamos lo que hemos visto y oído” (1 Juan 1:1-3).

Juan vivió hasta ser muy anciano. Presenció la destrucción de Jerusalén y del Templo. Como último sobreviviente de los discípulos que estuvieron íntimamente conectados con el Salvador, su mensaje tuvo gran influencia. Por medio de sus enseñanzas muchos fueron llevados a salir de la incredulidad.

Los judíos estaban llenos de amargo odio contra él. Declararon que sus esfuerzos serían en vano mientras el testimonio de Juan siguiese resonando en los oídos del pueblo. La voz del valiente testigo debía ser silenciada, si querían que los milagros y las enseñanzas de Jesús se olvidasen. Por lo tanto, Juan fue convocado a Roma. Sus enemigos anhelaban darle muerte al acusarlo de enseñar herejías agitadoras.

Juan se defendió de manera clara y convincente. Pero cuanto más convincente era su testimonio, más profundo se hacía el odio de sus opositores. El emperador Domiciano estaba lleno de ira. No podía rebatir el razonamiento del fiel defensor de Cristo, pero estaba decidido a silenciar su voz.

Echaron a Juan en una caldera de aceite hirviendo. Pero el Señor preservó a su siervo fiel como preservó a los tres hebreos en el horno ardiente. Mientras se pronunciaban las palabras: “Así muere todo el que cree en ese engañador, Jesucristo”, Juan declaró: “Mi Maestro dio su vida para salvar al mundo.

Tengo el honor de sufrir por su causa. Soy un hombre débil y pecador. Cristo, en cambio, fue santo, inocente, puro”.

Salvado del aceite hirviendo
Estas palabras tuvieron influencia y Juan fue retirado de la caldera por los mismos hombres que lo habían echado allí.

Nuevamente por decreto del emperador, Juan fue exiliado a la isla de Patmos, “por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Apoc. 1:9). Aquí, pensaron sus enemigos, moriría por la aflicción y la angustia.

Patmos, una isla desierta en el Mar Egeo, era un lugar de destierro para los criminales; pero para el siervo de Dios esta lóbrega residencia se convirtió en la puerta del cielo. Aislado de las labores activas de años anteriores, disfrutó de la compañía de Dios y de los ángeles celestiales. Los eventos que sucederían en las escenas finales de la historia de la Tierra fueron bosquejados ante él, y allí escribió las visiones que recibió de Dios. Los mensajes que le fueron dados en esa costa estéril declararían el propósito seguro del Señor concerniente a cada nación de la Tierra.

Entre los acantilados y las rocas de Patmos, Juan mantuvo comunión con su Hacedor. La paz llenó su corazón. Pudo decir con fe: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida” (1 Juan 3:14).

En este aislado hogar, Juan pudo estudiar más cuidadosamente el libro de la naturaleza. Estaba rodeado de escenas que a muchos podían parecerles lóbregas o sin interés, pero para Juan eran lo contrario. Si bien su entorno podía ser desolado, el cielo azul era tan hermoso como los cielos que se extendían sobre su amada Jerusalén. Leyó importantes lecciones del poder y la gloria de Dios en las rocas salvajes y resistentes, en los misterios de la profundidad y en las glorias del firmamento.

Juan estaba feliz en su exilio
En todo su derredor el apóstol contemplaba testigos del diluvio que había inundado la Tierra: rocas sacadas desde lo más profundo y desde la tierra por la irrupción de las aguas. Las poderosas olas conmovidas terriblemente, frenadas por una mano invisible, hablaban del control de un Poder infinito. Y en contraste, reconocía la debilidad y la insensatez de los mortales que se glorían en su supuesta sabiduría y fortaleza, y ponen sus corazones en contra del Gobernador del universo. Del corazón del apóstol exiliado surgía el anhelo más intenso hacia Dios y las más fervientes oraciones.

La historia de Juan ilustra la forma en que Dios puede usar a los trabajadores ancianos. Muchos pensaban que él ya era incapaz de continuar su servicio, como una caña vieja y quebrada, lista para caer en cualquier momento. Pero el Señor consideró conveniente seguir usándolo. En Patmos se hizo de amigos, y conversos. Su mensaje era de gozo, proclamaba un Salvador resucitado que intercede por su pueblo hasta que vuelva para llevarlo consigo. Después de envejecer sirviendo a su Señor, Juan recibió más comunicaciones del Cielo que durante todos sus anteriores años de vida.

Los obreros de edad cuya vida e interés han estado ligados a la obra de Dios pueden tener enfermedades, pero aún poseen talentos que los califican para seguir en su lugar en la causa de Dios. De sus fracasos han aprendido a evitar errores y peligros, y por lo tanto, son competentes para dar sabios consejos.

Aunque han perdido un poco de su vigor, el Señor no los pone a un lado. Les da gracia especial y sabiduría.

Aquellos que soportaron la pobreza y se mantuvieron fieles cuando solo unos pocos defendían la verdad deben ser honrados y respetados. El Señor desea que los obreros jóvenes adquieran sabiduría y madurez por medio de la asociación con estos hombres fieles, que los jóvenes les den un puesto de honor en los concilios. Dios desea que los trabajadores ancianos y probados hagan su parte para salvar hombres y mujeres de ser arrastrados por la corriente poderosa de mal. Desea que mantengan ceñida la armadura hasta que les pida que se la quiten.

Las pruebas valen la pena
En la experiencia del apóstol Juan hay una lección de maravilloso poder y consuelo. Dios hace que los planes de los hombres impíos obren para el bien de aquellos que mantienen su fe y lealtad en medio de las tormentas de persecución, de amarga oposición y de reproche injusto. Dios acerca a sus hijos hacia él para poder enseñarles a apoyarse en él. Así los prepara para ocupar puestos de confianza y para cumplir el gran propósito para el que les concedió sus poderes.

En todas las épocas, los testigos de Dios se han expuesto a la reprensión y a la persecución. José fue acusado y perseguido porque preservó su virtud e integridad. David fue cazado como una bestia. Daniel fue echado en un foso de leones porque se mantuvo fiel al Cielo. Job estuvo tan enfermo que sus parientes y amigos lo despreciaron. El testimonio de Jeremías enfureció tanto al rey y a los príncipes que fue echado en un pozo repugnante. Esteban fue apedreado. Pablo fue encarcelado, golpeado, apedreado y, finalmente, asesinado. Y Juan fue desterrado a Patmos.

Estos ejemplos de firmeza humana dan testimonio de la continua presencia de Dios y su gracia sustentadora. Testifican del poder de la fe para resistir a las potestades del mundo, para confiar en Dios, y sentir que aun en la hora más oscura nuestro Padre está al timón. Jesús llama a su pueblo a seguirlo en el sendero de la abnegación y el vituperio. Se enfrentó a la oposición de hombres malvados y de ángeles caídos confederados despiadadamente. El hecho de ser diferente del mundo provocó la más amarga hostilidad. Así sucederá con todos los que están llenos del Espíritu de Cristo. El carácter de la persecución cambia con el tiempo, pero el espíritu subyacente es el mismo que hirió al Elegido de Dios desde los días de Abel.

Satanás ha torturado y dado muerte al pueblo de Dios, pero al morir ellos dieron testimonio del poder de Alguien más poderoso que Satanás. Los hombres impíos no pueden tocar la vida que está escondida con Cristo en Dios. Las paredes de la prisión no pueden encadenar el espíritu.

Los creyentes, perseguidos por el mundo, son educados y disciplinados en la escuela de Cristo. En la Tierra ellos siguen a Cristo en medio de dolorosas dificultades, soportan la abnegación y amargas decepciones, pero así conocen la aflicción del pecado y lo detestan. Al participar de los sufrimientos de Cristo, miran más allá de la oscuridad hacia la gloria, diciendo: “Considero que en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en nosotros” (Rom. 8:18). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 57

Juan recibe las visiones de Apocalipsis

 

Tan incansablemente trabajaban los cristianos en los días de los apóstoles a pesar de la feroz oposición, que en un corto período de tiempo el evangelio alcanzó toda la Tierra habitada. Su dedicación ha quedado registrada para animar a los creyentes de cada época. El Señor Jesús usó la iglesia de Éfeso como símbolo de la iglesia de la época apostólica:

“Conozco tus obras, tu duro trabajo y tu perseverancia. Sé que no puedes soportar a los malvados, y que has puesto a prueba a los que dicen ser apóstoles, pero no lo son; y has descubierto que son falsos. Has perseverado y sufrido por mi nombre, sin desanimarte” (Apoc. 2:2, 3).

Al principio los creyentes buscaban obedecer toda la palabra de Dios. Estaban llenos de amor por su Redentor, y su mayor aspiración era ganar a otras personas. No pensaban en esconder el precioso tesoro de la gracia de Cristo. Cargados con el mensaje: “Paz en la tierra, buena voluntad para con los hombres”, ardían en deseos de llevar las buenas noticias a los lugares más lejanos de la Tierra. Hombres pecadores, arrepentidos, perdonados, limpiados y santificados, eran puestos en comunión con Dios. La obra avanzaba en todas las ciudades. Las personas se convertían y sentían que no podían descansar hasta que la luz no estuviese brillando en otras personas. Se hacían inspiradas súplicas personales a los errantes, a los parias y a quienes, profesando conocer la verdad, eran más amadores de los placeres que de Dios.

Pero después de un tiempo, el celo de los creyentes y el amor por Dios y por los otros disminuyeron. Uno a uno los abanderados antiguos cayeron de sus puestos. Algunos de los trabajadores más jóvenes que podrían haber compartido las cargas de estos pioneros y así haberse preparado para un liderazgo sabio, se cansaron de las verdades tan repetidas. En su deseo por algo novedoso y sorprendente, intentaron introducir doctrinas que no estaban

en armonía con los principios fundamentales del evangelio. En su ceguera espiritual, no pudieron discernir que estos engaños harían que muchos cuestionaran las experiencias del pasado y así producirían confusión e incredulidad.

La revelación llega cuando es necesaria
A medida que se insistía en las falsas doctrinas, comenzaron a surgir las diferencias. La discusión de asuntos sin importancia ocupaba tiempo que debería haber sido usado en proclamar el evangelio. Las masas no eran advertidas. La piedad estaba muriendo rápidamente, y Satanás parecía estar a punto de ganar el dominio. En este momento crítico, Juan fue sentenciado al exilio. Casi todos sus antiguos asociados habían sufrido el martirio. Según las apariencias, no estaba lejano el día cuando los enemigos de la iglesia triunfarían.

Pero la mano del Señor se estaba moviendo invisiblemente en las tinieblas. Juan fue colocado donde Cristo podría darle una revelación maravillosa de sí mismo y de la verdad divina para las iglesias. El discípulo exiliado recibió un mensaje de influencia, que fortalecería a la iglesia hasta el final de los tiempos. Aquellos que desterraron a Juan se convirtieron en instrumentos en la mano de Dios para llevar a cabo el propósito celestial, y el mismo esfuerzo empleado para extinguir la luz puso la verdad a salvo.

Fue un día sábado que el Señor de gloria se le apareció al apóstol exiliado. Juan observaba el sábado en Patmos de forma tan sagrada como cuando estaba en Judea. Él reclamaba las preciosas promesas dadas en relación con ese día: “En el día del Señor vino sobre mí el Espíritu, y oí detrás de mí una voz fuerte, como de trompeta [...]. Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba y, al volverme, vi siete candelabros de oro. En medio de los candelabros estaba alguien semejante al Hijo del hombre” (Apoc. 1:10-13).

Este discípulo amado había visto a su Maestro en Getsemaní. Su rostro estaba marcado con las gotas de sangre de agonía. Su semblante estaba desfigurado; “¡Nada de humano tenía su aspecto!” (Isa. 52:14). Lo había visto colgando en la cruz, objeto de burla y abuso.

Ahora Juan contempla una vez más a su Señor. Pero ya no es un varón de dolores, humillado por los hombres. Está vestido con vestiduras de brillo celestial. “Sus ojos [...] como llama de fuego” (Apoc. 1:14). De su boca sale una aguda espada de doble filo, emblema del poder de su palabra.

Entonces, ante la maravillada vista de Juan, se abrieron las glorias del cielo. Se le permitió ver el Trono de Dios y, más allá de los conflictos de la Tierra, contemplar las huestes de los redimidos con vestiduras blancas. Escuchó la música de los ángeles y los cantos triunfantes de los que habían vencido por la sangre del Cordero. Se desplegó una escena tras otra, de interés atrapante, hasta el fin del tiempo. En figuras y símbolos, se presentaron temas de mucha importancia, para que el pueblo de Dios en esta época y en épocas futuras pudiese tener guía, consuelo y una comprensión inteligente de los peligros y los conflictos que los esperaban.

Los estudiantes sinceros pueden entender la revelación
Hay maestros religiosos que han declarado que Apocalipsis es un libro sellado y que sus secretos no pueden ser explicados. Pero Dios no quiere que su pueblo considere este libro de esa manera. Es “la revelación de Jesucristo, que Dios le dio para mostrar a sus siervos lo que sin demora tiene que suceder”. “Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de este mensaje profético y hacen caso de lo que aquí está escrito, porque el tiempo de su cumplimiento está cerca” (Apoc. 1:1, 3). “El que da testimonio de estas cosas, dice: ‘Sí, vengo pronto’ ” (22:20).

El nombre mismo que se le da a las páginas inspiradas: El Apocalipsis, o la Revelación, contradice la declaración de que este es un libro sellado. Una revelación es algo aclarado. Sus verdades están dirigidas tanto a aquellos que viven en los últimos días como a quienes vivían en los días de Juan. Algunas de las escenas descritas están en el pasado, otras están sucediendo ahora; otras, además, nos traen una visión del cierre del Gran Conflicto; y algunas revelan los gozos de los redimidos en la Tierra Nueva.

Que nadie piense que es inútil estudiar este libro para conocer el significado de la verdad que contiene. Aquellos cuyos corazones están abiertos a la

verdad serán capacitados para entender sus enseñanzas.

En el Apocalipsis todos los libros de la Biblia se encuentran y terminan. Aquí está el complemento del libro de Daniel. Uno es una profecía, el otro, una revelación. El libro que fue sellado no es el de Apocalipsis. El ángel ordenó: “Tú, Daniel, guarda estas cosas en secreto y sella el libro hasta la hora final, pues muchos andarán de un lado a otro en busca de cualquier conocimiento” (Dan. 12:4).

“Escribe en un libro lo que veas”, Cristo ordenó a Juan, “y envíalo a las siete iglesias”. “Escribe [...] lo que sucede ahora y lo que sucederá después. [...] Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias” (Apoc. 1:11, 19, 20).

Los nombres de las siete iglesias simbolizan la condición de la iglesia en diferentes períodos de la historia. El número siete indica algo completo, y el mensaje se extiende hasta el fin del tiempo.

Cristo camina en medio de los candelabros de oro. Así se simboliza su constante comunicación con su pueblo. Él conoce su verdadera condición, su orden, su devoción. Aunque es el Sumo Sacerdote en el Santuario arriba, está representado como caminando en medio de sus iglesias en la Tierra. Con constante vigilancia él observa. Si los candelabros fuesen dejados al cuidado humano, la llama vacilante se debilitaría y moriría, pero él es el verdadero guardián. Su cuidado continuo y su gracia sustentadora son la fuente de vida y luz.

“Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha” (2:1). Estas palabras fueron habladas a los maestros en la iglesia, aquellos a quienes se les habían confiado pesadas responsabilidades. Las estrellas del cielo están bajo el control divino. Él las llena de luz, él guía sus movimientos. Si no lo hiciera, se convertirían en estrellas caídas. Lo mismo sucede con sus ministros. Su luz debe brillar por medio de ellos. Si miran a su Salvador así como él miraba al Padre, les dará su brillo para que lo reflejen al mundo.

Cristo preserva su iglesia hoy
En el comienzo de la historia de la iglesia, el misterio de la iniquidad, predicho por Pablo, comenzó su nefasta obra, y muchos fueron engañados por falsas doctrinas. Cuando se dio esta revelación a Juan, muchos habían perdido su primer amor por el evangelio. “¡Recuerda”, suplicó Dios, “de dónde has caído! Arrepiéntete y vuelve a practicar las obras que hacías al principio” (2:5).

La iglesia necesitaba reprensión y castigo. Pero siempre la reprensión que Dios envía es dicha con tierno amor, y con la promesa de paz a cada creyente arrepentido. “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo” (3:20). Los creyentes fueron amonestados: “¡Despierta!

Reaviva lo que aún es rescatable”. “Vengo pronto. Aférrate a lo que tienes, para que nadie te quite la corona” (vers. 2, 11).

Al mirar hacia los largos siglos de tinieblas, el exiliado anciano vio multitudes sufriendo el martirio. Pero también vio que quien sostuvo a sus primeros testigos no abandonaría a sus fieles seguidores durante los siglos que vendrían antes del fin del tiempo. “No tengas miedo de lo que estás por sufrir”, declaró el Señor. “Te advierto que a algunos de ustedes el diablo los meterá en la cárcel para ponerlos a prueba, y sufrirán persecución [...]. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10).

Juan escuchó las promesas: “Al que salga vencedor le daré derecho a comer del árbol de la vida”. “Jamás borraré su nombre del libro de la vida, sino que reconoceré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles”. “Le daré el derecho de sentarse conmigo en mi trono, como también yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc. 2:7; 3:5, 21). Juan vio que los pecadores encontraban un Padre en aquel a quien sus pecados les había hecho temer.

El Salvador se presentó ante Juan bajo los símbolos de “el León de la tribu de Judá” y el “Cordero que [...] parecía haber sido sacrificado” (Apoc. 5:5, 6). Estos símbolos representan la unión del poder omnipotente y el amor abnegado. El León de Judá, terrible para los que rechacen la gracia de Dios, será el Cordero de Dios para los fieles. La columna de fuego que proclama terror e ira al transgresor de la Ley de Dios es el símbolo de misericordia y

liberación de aquellos que han guardado sus Mandamientos. Los ángeles de Dios “reunirán de los cuatro vientos a los elegidos, de un extremo al otro del cielo” (Mat. 24:31).

El pueblo de Dios será mayoría
En comparación con los miles de millones del mundo, el pueblo de Dios será un pequeño rebaño, pero Dios será su refugio. Cuando el sonido de la última trompeta penetre la casa de prisión de los muertos y los justos salgan triunfantes y se unan con Dios, con Cristo, con los ángeles y con los leales y fieles de todas las edades, los hijos de Dios serán una gran mayoría.

Los discípulos verdaderos de Cristo lo siguen a través de la abnegación y la amarga decepción, pero esto les enseña a mirar la culpa y la aflicción del pecado con desprecio. Como participantes de los sufrimientos de Cristo, están destinados a ser participantes de su gloria. En santa visión, el profeta vio el triunfo último de la iglesia remanente de Dios.

“Vi también un mar como de vidrio mezclado con fuego. De pie, a la orilla del mar, estaban los que habían vencido [...]. Tenían las arpas que Dios les había dado” (Apoc. 15:2).

“Luego miré, y apareció el Cordero. Estaba de pie sobre el monte Sión, en compañía de ciento cuarenta y cuatro mil personas que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y de su Padre” (14:1). En este mundo sirvieron a Dios con el intelecto y con el corazón, y ahora él puede poner su nombre “en la frente”. Cristo les da la bienvenida como hijos suyos, diciendo: “¡Ven a compartir la felicidad de tu Señor!” (Mat. 25:21).

“Estos [...] son los que siguen al Cordero por dondequiera que va” (Apoc. 14:4). Pero todos los que siguen al Cordero en el cielo deben primero seguirlo en la Tierra, no inquieta ni caprichosamente, sino en amor, en obediencia voluntaria, como el rebaño sigue al pastor. “No se encontró mentira alguna en su boca, pues son intachables” (vers. 5).

“Vi además la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su prometido” (Apoc. 21:2).

Dichosos los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de la vida y para poder entrar por las puertas de la ciudad” (Apoc. 22:14). 📖

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Los Embajadores | Capítulo 58

Nos espera un glorioso futuro

 

Más de veinte siglos han pasado desde que los apóstoles descansaron de sus labores, pero la historia de sus sacrificios por Cristo aún está entre los más preciosos tesoros de la iglesia. A medida que estos mensajeros de la cruz avanzaban para proclamar el evangelio, hubo mucha revelación de la gloria de Dios, como nunca antes se había visto. El evangelio fue llevado a todas las naciones en una sola generación.

Al principio, algunos de los apóstoles eran hombres incultos, pero bajo la instrucción de su Maestro obtuvieron una preparación para la gran tarea que se les encomendó. La gracia y la verdad reinaban en sus corazones y el yo se perdió de vista.

¡Cuán cerca estaban de Dios y cuán estrechamente ligaban su honor personal a su Trono! Cualquier ataque contra el evangelio parecía herir profundamente sus corazones, y batallaban con todo poder por la causa de Cristo. Esperaban mucho, y mucho alcanzaron. Su comprensión de la verdad y de su poder para soportar la oposición era proporcional a su conformidad a la voluntad de Dios. Jesucristo era el tema de todos sus discursos y conversaciones. Al proclamar a Cristo, sus palabras conmovían los corazones, y las multitudes que habían deshonrado el nombre del Salvador ahora confesaban que eran discípulos del Crucificado.

Los apóstoles se enfrentaron con dificultades, dolor, mentira y persecución, pero se regocijaron por haber sido llamados a sufrir por Cristo. Estaban dispuestos a gastar y ser gastados, y la gracia del cielo fue revelada en las victorias que lograron para Cristo. Dios obraba por intermedio de ellos con el poder de la omnipotencia para el triunfo del evangelio.

Sobre el fundamento que Cristo había establecido, los apóstoles construyeron la iglesia. Pedro dijo: “Cristo es la piedra viva, rechazada por los seres humanos, pero escogida y preciosa ante Dios. Al acercarse a él, también ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegan a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo” (1 Ped. 2:4, 5).

En la cantera del mundo de los judíos y los gentiles los apóstoles trabajaron, trayendo “piedras” para poner sobre el fundamento. Pablo dijo: “Ustedes [...] son [...] edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor” (Efe. 2:19-21).

“Eché los cimientos, y otro construye sobre ellos. Pero cada uno tenga cuidado de cómo construye, porque nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo” (1 Cor. 3:10, 11).

Los apóstoles construyeron sobre la Roca de los siglos. Sobre este fundamento colocaron las piedras que habían extraído del mundo. Los enemigos de Cristo hicieron que su obra fuera sumamente difícil. Tuvieron que luchar contra el fanatismo, el prejuicio y el odio. Los reyes y los gobernantes, los sacerdotes y los legisladores, buscaron destruir el templo de Dios. Pero hombres fieles llevaron a cabo la obra y la estructura creció hermosa y simétrica. A veces los trabajadores estaban casi ciegos por la neblina de la superstición a su alrededor, o casi abrumados por la violencia de sus opositores. Pero con fe y valentía avanzaron.

Uno tras otro cayeron los constructores. Esteban fue apedreado; Santiago fue asesinado por la espada; Pablo fue decapitado; Pedro fue crucificado; Juan fue exiliado. Pero aun así la iglesia creció. Nuevos trabajadores tomaron el lugar de los que habían caído, y al edificio se sumó piedra sobre piedra.

Siguieron siglos de fiera persecución, pero siempre hubo hombres que consideraron el edificio del templo de Dios como algo más preciado que la vida misma. El enemigo hizo todo lo posible por detener la obra comisionada a los constructores del Señor. Pero Dios levantó trabajadores que defendieron hábilmente la fe. Así como los apóstoles, muchos cayeron en su puesto, pero la edificación del templo avanzó con firmeza.

Los valdenses, Juan Wiclef, Huss y Jerónimo, Martín Lutero y Zwinglio, Cranmer, Látimer, Knox, los Hugonotes, Juan y Carlos Wesley, y una hueste de otros más, trajeron al fundamento materiales que durarían por toda la eternidad. Y aquellos que tan noblemente promovieron la circulación de la Palabra de Dios en tierras paganas prepararon el camino para el último mensaje final. Ellos también ayudaron a levantar la estructura.

Podemos mirar hacia atrás a través de los siglos, y ver que las piedras vivas de las que está compuesto el templo de Dios brillan como luces en medio de la oscuridad. Por toda la eternidad estas preciosas joyas brillarán con creciente resplandor, revelando el contraste entre el oro de la verdad y el residuo del error.

Cómo podemos ayudar nosotros en la construcción
Pablo, los demás apóstoles y todos los justos después de ellos han cumplido su rol en construir el templo. Pero la estructura aún no está completa. Los que vivimos en esta época debemos traer al fundamento material que resista la prueba del fuego: oro, plata y piedras preciosas. A quienes edifiquen así para Dios, Pablo les habla palabras de ánimo. “Si la obra permanece, ese constructor recibirá una recompensa, pero si la obra se consume, el constructor sufrirá una gran pérdida. El constructor se salvará, pero como quien apenas se escapa atravesando un muro de llamas” (1 Cor. 3:14, 15). El cristiano que presenta fielmente la palabra de vida está trayendo al fundamento material que perdurará, y en el reino será honrado como un constructor sabio.

Así como Cristo envió a sus discípulos, hoy envía a los miembros de su iglesia. Si hacen de Dios su fortaleza, no trabajarán en vano. Dios dijo a Jeremías: “No digas: ‘Soy demasiado joven’ [...] porque debes ir dondequiera que te mande y decir todo lo que te diga”. Luego el Señor tocó la boca de su siervo, diciendo: “¡Mira, he puesto mis palabras en tu boca!” (Jer. 1:7, 9). Y nos ruega que vayamos para pronunciar las palabras que él nos da, sintiendo su santo toque en nuestros labios. No hay nada que el Salvador desee tanto como tener agentes que representen al mundo su Espíritu y su carácter.

La iglesia es el instrumento de Dios para la proclamación de la verdad, y si es leal a él, obediente a todos sus Mandamientos, no hay poder que pueda hacerle frente.

El celo por Dios y por su causa impulsó a los discípulos a testificar del evangelio con majestuoso poder. ¿No debería un celo similar encender nuestros corazones con la determinación de contar la historia de Cristo y de él crucificado? Es privilegio de todo cristiano no solo esperar, sino apresurar la venida del Salvador.

Nada puede detener el triunfo de la verdad
Si la iglesia se viste con el manto de la justicia de Cristo, y se aleja de toda alianza con el mundo, ante ella se verá el amanecer de un día glorioso. La verdad, pasando por alto a aquellos que la rechazan, triunfará. Cuando el mensaje de Dios se encuentra con oposición, él brinda fuerza adicional para que pueda ejercer mayor influencia. Revestido de energía divina, se abrirá camino a través de las barreras más fuertes y triunfará sobre todo obstáculo.

¿Qué sostuvo al Hijo de Dios durante su vida de aflicciones y sacrificio? Al mirar a la eternidad, contempló la felicidad de aquellos que por medio de su humillación habían recibido perdón y vida eterna.

Podemos tener una visión del futuro, de la bienaventuranza del cielo. Por fe podemos estar a las puertas de la ciudad eterna y oír la bondadosa bienvenida dada a aquellos que durante su vida cooperaron con Cristo. Al decirse las palabras: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido” (Mat. 25:34), lanzan sus coronas a los pies del Redentor, exclamando: “¡Digno es el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y la honra, la gloria y la alabanza!” (Apoc. 5:12).

Entonces los redimidos saludan a quienes los llevaron al Salvador, y todos se unen en alabanza a aquel que murió para que los seres humanos pudiesen tener la vida que se mide con la de Dios. El conflicto ha terminado. Todo el cielo está lleno de cantos de victoria. “Aquellos son los que están saliendo de

la gran tribulación; han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, y día y noche le sirven en su templo; y el que está sentado en el trono les dará refugio en su santuario. [...] Porque el Cordero que está en el trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva; y Dios les enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7:14-17). 📖

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Dios los bendiga!!!

COMENTARIOS

BLOGGER: 1
  1. Me encanta esta pagina! esta todo lo que busques. Estoy viendo que la lección de juveniles no se actualiza como las otras, va una lección atrasada al igual que la lectura del libro "Los Embajadores" Lo comento para que puedan verlo. Muy buen trabajo hacen Dios los bendiga ricamente.

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10 Días de Oración y 10 Horas de Ayuno,37,1er Trimestre 2013,12,1er Trimestre 2014,27,1er Trimestre 2015,32,1er Trimestre 2016,36,1er Trimestre 2017,42,1er Trimestre 2018,62,1er Trimestre 2019,64,1er Trimestre 2020,53,1er Trimestre 2021,81,1er Trimestre 2022,63,1er Trimestre 2023,89,1er Trimestre 2024,99,1st Quarter 2018,2,24h Mayordomía,2,2do Trimestre 2013,18,2do Trimestre 2014,27,2do Trimestre 2015,33,2do Trimestre 2016,37,2do Trimestre 2017,40,2do Trimestre 2018,61,2do Trimestre 2019,64,2do Trimestre 2020,54,2do Trimestre 2021,97,2do Trimestre 2022,58,2do Trimestre 2023,88,2do Trimestre 2024,74,2nd Quarter 2018,2,3D Bible Pictures,2,3er Trimestre 2012,1,3er Trimestre 2013,17,3er Trimestre 2014,23,3er Trimestre 2015,30,3er Trimestre 2016,28,3er Trimestre 2017,36,3er Trimestre 2018,55,3er Trimestre 2019,45,3er Trimestre 2020,54,3er Trimestre 2021,87,3er Trimestre 2022,58,3er Trimestre 2023,93,3er Trimestre 2024,88,3rd Quarter 2018,3,40 Jornadas,1,4to Trimestre 2012,4,4to Trimestre 2013,21,4to Trimestre 2014,24,4to Trimestre 2015,34,4to Trimestre 2016,37,4to Trimestre 2017,46,4to Trimestre 2018,67,4to Trimestre 2019,80,4to Trimestre 2020,31,4to Trimestre 2021,94,4to Trimestre 2022,77,4to Trimestre 2023,95,4to Trimestre 2024,75,Acción Joven,39,Acción Solidaria Adventista,9,Actividades Bíblicas,5,Actividades para niños,23,Administrador,7,Adoración en Familia,7,Adoración Infantil,14,Adventist Academy,1,Adventist World,80,AFAM,23,Alejandro Bullón,104,Alfredo Padilla,18,Alumnos,6,Amazing Facts,9,Amigos de Esperanza,3,Ancianos,16,Ancianos de Iglesia,98,Andy Esqueche,1,Aniversario,1,Aniversario de Escuela Sabática,6,Aniversario ES,2,ANoP,2,Anthony Araujo,1,Año Bíblico,10,APCSur,4,Apocalipsis,10,Apps,1,Aquí entre nos,9,ASA,12,Asociación Metropolitana,12,Asociación Ministerial,9,Aspirante,2,Atlas Bíblico,1,Audio,14,AudioLibro,11,Auxiliar,12,Auxiliar Cuna,8,Auxiliar de ES,31,Auxiliar de Maestros,42,Auxiliar Fe Real,8,Auxiliar Infantes,8,Auxiliar Intermediarios,10,Auxiliar Juveniles,10,Auxiliar Menores,16,Auxiliar Niños,31,Auxiliar Primarios,10,Aventureros,18,Ayuno y Oración,6,Basta de Silencio,9,Bautismo de primavera,5,Bible Paper Toys,4,Bible Timeline,1,Biblia,22,Biblia Dinámica,9,Biblia Fácil,14,Biblia para Niños,1,Biblia+,30,Biblioteca Cristiana,1,Blog,1,Books,10,Bosquejo,4,Bosquejos de Escuela Sabática,91,Calendario de Actividades,8,Cantos,49,Capacitación,27,Carlos Puyol,1,CD Joven,8,CDR,1,Ciclo de Discipulado,3,Ciclo del Discipulado,2,Clase Bíblica,2,Clase de Maestros,1,Clase Modelo,2,Clases de Escuela Sabática,6,Club de Aventureros,38,Club de Conquistadores,49,Código Abierto,4,Comentario,5,Comentario Bíblico,3,Comentario Bullón,45,Comentarios de Escuela Sabática,96,Comentarios en Audio,41,Comentarios en Video,178,Concilio,1,Concordancia,1,Concurso,1,Conexión 2.0,3,Conpaz Compuesto,1,Conquistadores,17,Conservación,1,Coordinadores,1,Creación,2,Creencias Adventistas,22,cronograma,2,Cronograma de Actividades,6,Cuaderno Actividades,4,Cuaderno Cuna A 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