Libro: Los Escogidos | Serie Conflicto | EGW
Los Escogidos
Serie Conflicto
Prefacio
Este libro es una traducción y adaptación del libro From Eternity Past, la edición condensada del clásico de Elena de White Patriarcas y profetas. El libro condensado incluía todos los relatos y principales aplicaciones contenidas en el libro original, y utilizaba las palabras de Elena de White, pero con un texto reducido.
Esta adaptación, Los Escogidos, da un paso más en ese sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto de la edición condensada frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White. Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.
Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Versión Internacional. Otras versiones utilizadas son la Reina-Valera, revisión de 1960 (RVR); la Torres Amat (Torres Amat); la Dios Habla Hoy (DHH); la Reina-Valera Contemporánea (RVC); la Versión Moderna (VM); la Reina-Valera, revisión de 2015 (RV2015); la Nueva Traducción Viviente (NTV); y la Traducción en Lenguaje Actual (TLA).
Muchos de los capítulos están basados en textos bíblicos, explicitados al comienzo. Las citas bíblicas que están dentro de esos textos se detallan solo con número de capítulo y de versículo.
Los Escogidos es un libro rico en informaciones sobre el relato bíblico de los orígenes: el origen de este mundo, del pecado, del plan de salvación y del pueblo de Dios. Vuelve accesibles a más personas los tesoros que se hallan en Patriarcas y profetas. De esa forma, ayuda a hacer más conocido el inicio de la historia del “conflicto de los siglos” que Elena de White relató de forma tan convincente en los cinco volúmenes de la serie de “El Gran Conflicto”.
Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos. LOS EDITORES.
Indice de capítulos del Libro Los Escogidos
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Los Escogidos | Capítulo 1
El origen del mal
“Dios es amor”. Su naturaleza, su Ley, es amor. Lo ha sido siempre, y lo será para siempre. Cada manifestación del poder creador es una expresión del amor infinito. La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que comenzó en el cielo, es también una demostración del inmutable amor de Dios.
El Soberano del universo no estaba solo en su obra de beneficencia. Tuvo un asociado; un colaborador que podía apreciar sus propósitos, y que podía compartir su regocijo al brindar felicidad a los seres creados (ver Juan 1:1, 2).
Cristo, el Verbo, era uno con el Padre eterno en naturaleza, en carácter y en propósito. “Y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. “Sus orígenes se remontan hasta la antigüedad, hasta tiempos inmemoriales” (Isa. 9:6; Miq. 5:2).
El Padre obró por medio de su Hijo en la creación de todos los seres celestiales. “Porque por medio de él fueron creadas todas las cosas [...], sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él” (Col. 1:16). Los ángeles son ministros de Dios, que se apresuran a ejecutar la voluntad de Dios. Pero el Hijo, “la fiel imagen de lo que él es”, “el resplandor de la gloria de Dios” y “el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb. 1:3), tiene la supremacía sobre todos ellos.
Dios desea de todas sus criaturas el servicio por amor, servicio que brota de un aprecio de su carácter. No halla placer en una obediencia forzada; y a todos otorga libre albedrío para que puedan rendirle un servicio voluntario.
Mientras todos los seres creados reconocieron la lealtad del amor, hubo perfecta armonía en el universo de Dios. No había nota de discordia que echara a perder las armonías celestiales. Pero se produjo un cambio en ese estado de felicidad. Hubo uno que pervirtió la libertad que Dios había otorgado a sus criaturas. El pecado se originó en aquel que, después de Cristo, había sido el más honrado por Dios y el más exaltado en poder y en gloria entre los habitantes del cielo. Lucifer, el “hijo de la mañana” (Isa. 14:12), era santo e inmaculado. “Así dice el Señor omnipotente: ‘Eras un modelo de perfección, lleno de sabiduría y de hermosura perfecta. Estabas en Edén, en el jardín de Dios, adornado con toda clase de piedras preciosas [...]. Fuiste elegido querubín protector, porque yo así lo dispuse. Estabas en el santo monte de Dios, y caminabas sobre piedras de fuego. Desde el día en que fuiste creado tu conducta fue irreprochable, hasta que la maldad halló cabida en ti’ ” (Eze. 28:12-15).
Poco a poco Lucifer llegó a albergar el deseo de exaltarse a sí mismo. Las Escrituras dicen: “A causa de tu hermosura te llenaste de orgullo. A causa de tu esplendor, corrompiste tu sabiduría” (vers. 17). “Decías en tu corazón: [...] ¡Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios! [...] Seré semejante al Altísimo” (Isa. 14:13, 14). A pesar de ser el ángel que recibía más honores entre las huestes celestiales, se aventuró a codiciar el homenaje que solo debe darse al Creador. Este príncipe de los ángeles aspiraba al poder que solo era un privilegio de Cristo.
Ahora la perfecta armonía del cielo estaba quebrada. Reunidos en concilio celestial, los ángeles debatieron con Lucifer. El Hijo de Dios presentó ante él la bondad y la justicia del Creador, y la naturaleza sagrada e inmutable de su Ley. Al separarse de ella, Lucifer deshonraría a su Creador y acarrearía la ruina sobre sí mismo. Pero la amonestación, hecha con misericordia y amor infinitos, solo despertó un espíritu de resistencia. Lucifer permitió que su envidia hacia Cristo prevaleciese, y se volvió más obstinado.
El Rey del universo convocó a los ejércitos celestiales a comparecer ante él, con el fin de que en su presencia él pudiese manifestar cuál era la verdadera posición de su Hijo y mostrar cuál era la relación que él mantenía con todos los seres creados. El Hijo de Dios compartió el trono del Padre, y la gloria del eterno, del Único que existe por sí mismo, cubrió a ambos. Alrededor del trono se congregaron los santos ángeles, “millones de millones” (Apoc. 5:11). Ante los habitantes del cielo, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, podía penetrar plenamente en sus designios y llevar a cabo los grandes propósitos de su voluntad. Cristo aun habría de ejercer el poder divino en la Creación de la Tierra y sus habitantes.
La batalla en el corazón de Lucifer
Los ángeles reconocieron gozosamente la supremacía de Cristo y, postrándose ante él, le rindieron su amor y adoración. Lucifer se inclinó con ellos, pero en su corazón se libraba un extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos. Mientras se elevaban himnos de alabanza, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; su alma se llenó de amor por el Padre y el Hijo. Pero de nuevo volvió su deseo de supremacía, y una vez más dio cabida a su envidia de Cristo. Los altos honores conferidos a Lucifer no produjeron gratitud alguna hacia su Creador. Se jactaba de su esplendor y exaltación, y aspiraba a ser igual a Dios. Los ángeles se deleitaban en cumplir sus órdenes, y estaba dotado de más sabiduría y gloria que todos ellos. Sin embargo, el Hijo de Dios ocupaba una posición más exaltada que él. “¿Por qué –se preguntaba el poderoso ángel– debe Cristo tener la supremacía?”
Lucifer salió a difundir el espíritu de descontento entre los ángeles. Por algún tiempo ocultó sus verdaderos propósitos bajo una aparente reverencia hacia Dios. Comenzó por insinuar dudas acerca de las leyes que gobernaban a los seres celestiales, sugiriendo que los ángeles no necesitaban semejantes restricciones, porque su propia sabiduría bastaba para guiarlos: ellos no eran seres que pudieran acarrear deshonra a Dios; todos sus pensamientos eran santos, y errar era tan imposible para ellos como para Dios mismo. La exaltación del Hijo de Dios como igual con el Padre fue presentada como una injusticia hacia Lucifer. Si este príncipe de los ángeles pudiese alcanzar su verdadera y elevada posición, ello redundaría en grandes beneficios para toda la hueste celestial; pues era su objetivo asegurar la libertad para todos. Tales fueron los sutiles engaños que por medio de las astucias de Lucifer cundían rápidamente por los atrios celestiales.
La verdadera posición del Hijo de Dios había sido la misma desde el principio. Sin embargo, muchos ángeles fueron cegados por los engaños de Lucifer. Había inculcado tan insidiosamente en su mente su propia desconfianza y descontento, que su influencia no fue discernida. Lucifer había presentado los designios de Dios torcida y erróneamente con el fin de producir disensión y descontento. Mientras aseveraba tener perfecta lealtad hacia Dios, insistía en que era necesario que se hiciesen cambios para la estabilidad del gobierno divino. Mientras secretamente fomentaba discordia y rebelión, con pericia consumada aparentaba que su único fin era promover la lealtad y preservar la armonía y la paz.
Aunque no había rebelión abierta, imperceptiblemente aumentó la división de opiniones entre los ángeles. Algunos recibían favorablemente las insinuaciones de Lucifer. Estaban descontentos y les desagradaba el propósito de Dios de exaltar a Cristo. Pero los ángeles que permanecieron leales y fieles apoyaron la sabiduría y la justicia del decreto divino. Cristo era el Hijo de Dios; había sido uno con el Padre antes que los ángeles fuesen creados. Siempre estuvo a la diestra del Padre. ¿Por qué ahora debía haber discordia?
Dios soportó por mucho tiempo a Lucifer. El espíritu de descontento era un elemento nuevo, extraño, inexplicable. Lucifer mismo no veía el alcance de su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo podían sugerir la sabiduría y el amor infinitos. Se le hizo ver cuál sería el resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vio que “justo es Jehová en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras”
(Sal. 145:17); que los estatutos divinos son justos, y que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo hecho, podría haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Si hubiese querido volver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose con ocupar el lugar que se le asignara en el gran plan de Dios, habría sido restablecido en su cargo. Había llegado el momento de hacer una decisión final; debía someterse completamente a la soberanía divina o colocarse en abierta rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el orgullo se lo impidió. Era un sacrificio demasiado grande, para quien había sido honrado tan altamente, tener que confesar que había errado.
Lucifer señaló la longanimidad de Dios como una prueba evidente de su propia superioridad, una indicación de que el Rey del universo aún accedería a sus exigencias. Si los ángeles se mantenían firmes de su parte, dijo, aún podrían conseguir todo lo que deseaban. Se dedicó de lleno al gran conflicto contra su Creador. Así fue como Lucifer, el “portaluz”, se convirtió en Satanás, el “adversario” de Dios y de los seres santos.
Rechazando con desdén los argumentos y las súplicas de los ángeles leales, los tildó de esclavos engañados. Nunca más reconocería la supremacía de Cristo. Había decidido reclamar el honor que se le debía haber dado; y prometió a quienes entrasen en sus filas un gobierno nuevo y mejor, bajo el cual todos gozarían de libertad. Gran número de ángeles manifestó su decisión de aceptarlo como su líder. Esperaba atraer a su lado a todos los ángeles, hacerse igual a Dios mismo y ser obedecido por toda la hueste celestial.
Los ángeles leales volvieron a instar a Satanás y a sus simpatizantes a some-terse a Dios; les presentaron el resultado inevitable en caso de rehusarse. Advirtieron y aconsejaron a todos que hiciesen oídos sordos a los razonamientos engañosos de Lucifer, e instaron a él y a sus seguidores que buscaran sin demora la presencia de Dios y confesaran el error de cuestionar la sabiduría y la autoridad divinas.
Muchos estuvieron dispuestos a arrepentirse de su deslealtad, y a pedir que se les admitiese de nuevo en el favor del Padre y del Hijo. Pero Lucifer declaró entonces que los ángeles que se le habían unido habían ido demasiado lejos para retroceder; Dios no los perdonaría. En cuanto a él se refería, estaba dispuesto a no reconocer nunca más la autoridad de Cristo. La única salida que les quedaba era declarar su libertad, y obtener por medio de la fuerza los derechos que no se les había querido otorgar.
Dios permitió que Satanás siguiese con su obra hasta que el espíritu de descontento resultara en una rebelión activa. Era necesario que sus planes se desarrollasen en toda su plenitud, para que su verdadera naturaleza pudiera ser vista por todos. El gobierno de Dios incluía no solo los habitantes del cielo, sino también los de todos los mundos que había creado; y Lucifer llegó a la conclusión de que si pudiera arrastrar a los ángeles celestiales en su rebelión, también podría arrastrar a todos los mundos. Todo cuanto hacía estaba tan revestido de misterio que era muy difícil exponer la verdadera naturaleza de su obra. Aun los ángeles leales no podían discernir bien su carácter, ni ver a dónde se encaminaba su obra. Cubría de misterio todo lo sencillo, y por medio de astuta perversión ponía en duda las declaraciones más claras de Dios. Y su elevada posición daba mayor fuerza a sus pretensiones.
Por qué Dios no destruyó a Satanás
Dios podía emplear solo aquellos medios que fuesen compatibles con la verdad y la justicia. Satanás podía valerse de medios que Dios no podía usar: la adulación y el engaño. Por tanto, era necesario demostrar ante los habitantes del cielo y de todos los mundos que el gobierno de Dios es justo, y su Ley, perfecta. Satanás había fingido que procuraba fomentar el bien del universo. El verdadero carácter del usurpador y su verdadero objetivo debían ser comprendidos por todos. Debía dársele tiempo suficiente para que se revelase por medio de sus propias obras inicuas.
Todo lo malo, decía, era resultado de la administración divina. Alegaba que su propósito era mejorar los estatutos de Jehová. Por consiguiente, Dios le permitió demostrar la naturaleza de sus pretensiones para que se viese el resultado de los cambios que él proponía hacer en la Ley divina. Su propia labor habría de condenarlo. El universo entero debía ver al engañador desenmascarado.
Aun cuando Satanás fue arrojado del cielo, la Sabiduría infinita no lo aniquiló. La lealtad de sus criaturas debe basarse en la convicción de su justicia y benevolencia. Los habitantes del cielo y de los mundos no podrían haber discernido la justicia de Dios en la destrucción de Satanás. Si se lo hubiese suprimido inmediatamente, algunos habrían servido a Dios por temor más bien que por amor. La influencia del engañador no habría sido destruida totalmente, ni se habría extirpado por completo el espíritu de rebelión. Por el bien del universo entero a través de los siglos sin fin, era necesario que Satanás desarrollase más ampliamente sus principios, para que todos los seres creados pudiesen reconocer la naturaleza de sus acusaciones contra el gobierno divino, y para que la justicia y la misericordia de Dios y la inmutabilidad de su Ley quedasen establecidas para siempre más allá de todo cuestionamiento.
La rebelión de Satanás habría de ser una lección para el universo a través de todos los siglos venideros; un testimonio perpetuo acerca de la naturaleza del pecado y sus terribles consecuencias. De esta manera la historia de este terri-ble experimento de rebelión iba a ser una perpetua salvaguardia para todos los seres santos, para prevenirlos de ser engañados acerca de la naturaleza de la transgresión.
“Él es la Roca, sus obras son perfectas, y todos sus caminos son justos. Dios es fiel; no practica la injusticia. Él es recto y justo” (Deut. 32:4). 📖
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Los Escogidos | Capítulo 2
La Creación
Este capítulo está basado en Génesis 1 y 2.
“Por la palabra del Señor fueron creados los cielos, y por el soplo de su boca, las estrellas [...]. Porque él habló, y todo fue creado; dio una orden, y todo quedó firme” (Sal. 33:6, 9).
Cuando salió de las manos del Creador, la tierra era sumamente hermosa. La tierra fértil producía por doquiera una exuberante vegetación verde. No había repugnantes pantanos ni desiertos estériles. Agraciados arbustos y delicadas flores saludaban la vista por dondequiera. El aire era claro y saludable. El paisaje entero sobrepujaba en hermosura los adornados jardines del más suntuoso palacio.
Una vez que la tierra con su abundante vida vegetal y animal fuera llamada a la existencia, se introdujo en el escenario al hombre, corona de la obra del - Creador. “Y dijo: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza.
Que tenga dominio sobre [...] los animales [...]’. Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Gén. 1:26, 27).
Aquí se expone con claridad el origen de la raza humana. Dios creó al hombre a su propia imagen. No existe fundamento alguno para la suposición de que el hombre llegó a existir mediante un lento proceso evolutivo de las formas inferiores de la vida animal o vegetal. En la Palabra inspirada, los orígenes de nuestra raza no se remontan al desarrollo de gérmenes, moluscos o cuadrúpedos, sino al gran Creador. Aunque Adán fue formado del polvo, era “hijo de Dios” (Luc. 3:38).
Las categorías de seres más inferiores no pueden comprender ni reconocer la soberanía de Dios; sin embargo, estos fueron creados con la capacidad de amar y servir al hombre. “Lo entronizaste sobre la obra de tus manos, todo lo sometiste a su dominio; [...] todos los animales del campo, las aves del cielo” (Sal. 8:6-8).
Solo Cristo es “la fiel imagen” del Padre (Heb. 1:3); pero el hombre fue formado a semejanza de Dios. Su naturaleza estaba en armonía con la voluntad de Dios. Su mente era capaz de comprender las cosas divinas. Sus afectos eran puros; sus apetitos y pasiones estaban bajo el dominio de la razón. Era santo y se sentía feliz de llevar la imagen de Dios y de andar en perfecta obediencia a la voluntad divina.
Cuando el hombre salió de las manos de su Creador, su semblante brillaba con la luz y el regocijo de la vida. La estatura de Adán era mucho mayor que la de los hombres que habitan la Tierra en la actualidad. Eva era algo más baja de estatura que Adán; no obstante, su forma era noble y plena de belleza. La inmaculada pareja no llevaba vestiduras artificiales; estaban vestidos con una envoltura de luz y gloria, como la que llevan los ángeles.
La primera boda
Después de la creación de Adán, “Dios el
Señor dijo: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda
adecuada’ ” (2:18). Dios mismo dio a Adán una compañera. Le proveyó de una
“ayuda adecuada”, una persona apropiada para ser su compañera y que podría ser
una sola cosa con él en amor y simpatía. Eva fue creada de una costilla tomada
del costado de Adán. Ella no debía dominarlo como cabeza, ni tampoco debía ser
pisada bajo sus pies como inferior, sino que debía estar a su lado como su
igual, para ser amada y protegida por él. Ella era su segundo yo, lo que
dejaba en evidencia la unión íntima que debía existir en esa relación. “Pues
nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo; al contrario, lo alimenta y lo
cuida” (Efe. 5:29). “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une
a su mujer, y los dos se funden en un solo ser” (2:24).
“Honroso es en todos el matrimonio” (Heb. 13:4, RVR). Es una de las dos instituciones que, después de la caída, llevó Adán consigo al salir del paraíso.
Cuando se reconocen y obedecen los principios divinos en esta relación, el matrimonio es una bendición: salvaguarda la felicidad y la pureza de la raza, y eleva su naturaleza física, intelectual y moral.
“Dios el Señor plantó un jardín al oriente del Edén, y allí puso al hombre que había formado” (2:8). En ese huerto había árboles de toda variedad, muchos de ellos cargados de fragantes y deliciosas frutas. Había vides hermosas, plantas trepadoras, que presentaban un aspecto agradable y hermoso con sus ramas inclinadas bajo el peso de tentadora fruta. El trabajo de Adán y Eva consistía en adaptar las ramas de las vides para formar glorietas, haciendo así su propia morada con árboles vivos cubiertos de follaje y frutos. En medio del huerto estaba el árbol de la vida, que superaba en gloria a todos los demás árboles. Sus frutos tenían el poder de perpetuar la vida.
“Así quedaron terminados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos”. “Dios miró todo lo que había hecho, y consideró que era muy bueno” (2:1; 1:31). Ninguna mancha de pecado o sombra de muerte desfiguraba la bella Creación. “Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38:7, RVR).
La bendición del sábado
La gran obra de la Creación fue realizada en seis días. “Al llegar el séptimo día, Dios descansó porque había terminado la obra que había emprendido.
Dios bendijo el séptimo día, y lo santificó, porque en ese día descansó de toda su obra creadora” (2:2, 3). Todo era perfecto, digno de su divino Autor, y él descansó, no como quien estuviera fatigado, sino satisfecho con los frutos de su sabiduría y bondad.
Después de descansar el séptimo día, Dios lo apartó, como un día de descanso. Siguiendo el ejemplo del Creador, el hombre debía reposar durante ese día sagrado, para que pudiese reflexionar sobre la grandiosa obra de la Creación de Dios y su corazón se llenase de amor y reverencia hacia su Hacedor.
El sábado fue confiado a toda la familia humana. Su observancia debía ser un acto de agradecido reconocimiento de que Dios era su Creador y su legítimo Soberano; de que ellos eran la obra de sus manos y los súbditos de su autoridad.
Dios vio que el sábado era esencial para el hombre, aun en el paraíso. Necesitaba dejar a un lado sus propios intereses y actividades durante un día de cada siete. Necesitaba el sábado para que le recordase de Dios y despertase su gratitud, pues todo lo que disfrutaba procedía de la mano del Creador.
Dios diseñó el sábado para que dirija la mente de los hombres hacia la contemplación de sus obras creadas. La belleza que viste la tierra es una demostración del amor de Dios. Las colinas eternas, los árboles corpulentos, los capullos que se abren y las delicadas flores, todo nos habla de Dios. El sábado, señalando hacia el que lo creó todo, manda a los hombres que abran el gran libro de la naturaleza y escudriñen allí la sabiduría, el poder y el amor del Creador.
Nuestros primeros padres, a pesar de que fueron creados inocentes y santos, no fueron colocados fuera de la posibilidad de pecar. Dios los hizo entes morales libres, y les dejó plena libertad para prestarle o negarle obediencia.
Pero antes de darles seguridad eterna, era necesario que su lealtad fuese probada. En el mismo principio de la existencia del hombre se le puso freno al egoísmo, la pasión fatal que fue el fundamento de la caída de Satanás. El árbol del conocimiento habría de probar la obediencia, la fe y el amor de nuestros primeros padres. Se les prohibió comer de ese, bajo pena de muerte. Iban a estar expuestos a las tentaciones de Satanás; pero si soportaban con éxito la prueba, serían colocados fuera del alcance de su poder, para gozar del perpetuo favor de Dios.
El hermoso Jardín del Edén
Dios puso al hombre bajo la Ley, como súbdito del gobierno divino. Él podría haber creado al hombre sin el poder para transgredir su Ley; podría haber detenido la mano de Adán para que no tocara el fruto prohibido; pero en ese caso el hombre hubiese sido un mero autómata. Sin libertad de elección, su obediencia habría sido forzada. Semejante procedimiento habría sido contrario al plan de Dios, indigno del hombre como ser inteligente, y hubiese dado base a las acusaciones de Satanás de que el gobierno de Dios era arbitrario.
Dios hizo al hombre recto, sin inclinación hacia el mal. Presentó ante él los más fuertes incentivos posibles para que pudiera ser fiel a su lealtad. La obediencia era la condición para la felicidad eterna y el acceso al árbol de la vida.
El hogar de nuestros primeros padres habría de ser un modelo para otros hogares cuando sus hijos saliesen para ocupar la tierra. Los hombres, en su orgullo, se deleitan en tener magníficos y costosos edificios y se enorgullecen de las obras de sus propias manos; pero Dios puso a Adán en un huerto. Esta fue una lección para todos los tiempos; a saber, que la verdadera felicidad se encuentra no en dar rienda suelta al orgullo y al lujo, sino en la comunión con Dios a través de sus obras creadas. El orgullo y la ambición jamás se satisfacen, pero los que realmente son inteligentes encontrarán placer en las fuentes de gozo que Dios ha puesto al alcance de todos.
A los moradores del Edén se les encomendó el cuidado del jardín, para que lo
labraran y lo guardasen. Dios estableció el trabajo como una bendición para el
hombre, para ocupar su mente, fortalecer su cuerpo y desarrollar sus
facultades. En la actividad mental y física, Adán encontró uno de los placeres
más elevados de su santa existencia. Están en gran error los que consideran
una maldición el trabajo, aunque venga acompañado por dolor y fatiga. A menudo
los ricos miran con desdén a las clases trabajadoras; pero esto está
enteramente en desacuerdo con los designios de Dios al crear al hombre.
Adán
no debía estar ocioso. Nuestro Creador, que sabe lo que constituye la
felicidad del hombre, señaló a Adán su trabajo. El verdadero regocijo de la
vida lo encuentran solo los hombres y las mujeres que trabajan. En el plan del
Creador no cabía la paralizante práctica de la indolencia.
La santa pareja era no solo hijos bajo el cuidado paternal de Dios, sino
también estudiantes que recibían instrucción de parte del Creador omnis-
ciente. Eran visitados por ángeles, y se gozaban en la comunión directa con su
Hacedor, sin ningún velo oscurecedor de por medio. Estaban llenos del vigor
que procedía del árbol de la vida, y su poder intelectual era apenas un poco
menor que el de los ángeles. Las leyes de la naturaleza fueron puestas al
alcance de su mente por el infinito Forjador y Sustentador de todo. Adán
estaba familiarizado con toda criatura viviente, desde el poderoso leviatán
que juega entre las aguas hasta el más diminuto insecto que flota en el rayo
del sol. A cada uno les había dado nombre, y conocía su naturaleza y sus
hábitos. El nombre de Dios estaba escrito en cada hoja del bosque, en cada
brillante estrella, en la tierra, en el aire y en el cielo. El orden y la
armonía de la Creación les hablaba de una sabiduría y un poder infinitos.
Mientras permaneciesen fieles a la divina Ley, constantemente obtendrían nuevos tesoros de sabiduría, descubrirían frescos manantiales de felicidad, y obtendrían un concepto cada vez más claro del inconmensurable e infalible amor de Dios. 📖
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Los Escogidos | Capítulo 3
La difícil situación del ser humano
Este capítulo está basado en Génesis 3.
No siéndole posible continuar con su rebelión en el cielo, Satanás halló un nuevo campo de acción al tramar la ruina de la raza humana. Estimulado por la envidia, resolvió inducirlos a desobedecer, y atraer sobre ellos la culpa y el castigo del pecado. Cambiaría su amor en desconfianza y sus cantos de alabanza en reproches contra su Creador. De esta manera no solo arrojaría a estos inocentes seres en la misma miseria en que él se encontraba, sino que también arrojaría deshonra sobre Dios y ocasionaría pesar en los cielos.
Mensajeros celestiales expusieron ante nuestros primeros padres la historia de la caída de Satanás y sus maquinaciones para destruirlos, para lo cual les explicaron más ampliamente la naturaleza del gobierno divino, que el príncipe del mal trataba de derrocar.
La Ley de Dios es una revelación de su voluntad, un reflejo de su carácter, la expresión de su amor y sabiduría. La armonía de la Creación depende de la perfecta conformidad a la Ley del Creador. Todo obedece a leyes fijas, que no pueden eludirse. Pero solo el hombre, entre todos los habitantes de la Tierra, está sujeto a la Ley moral. Al hombre, Dios le dio la facultad de comprender la justicia y la benevolencia de su Ley; y del hombre se exige una respuesta obediente.
Como los ángeles, los moradores del Edén debían ser probados. Podían obedecer y vivir, o desobedecer y perecer. Aquel que no perdonó a los ángeles que pecaron no los perdonaría tampoco a ellos; la transgresión los privaría de todos sus dones, y les acarrearía miseria y ruina.
Los ángeles amonestaron a Adán y Eva para que estuviesen en guardia contra los artilugios de Satanás. Si ellos rechazaban firmemente sus primeras insinuaciones, estarían seguros. Pero si cedían a la tentación, su naturaleza se depravaría, y no tendrían en sí mismos poder ni disposición para resistir a Satanás.
El árbol del conocimiento había sido puesto como una prueba de su obediencia y de su amor a Dios. Si menospreciaban su voluntad en este punto en particular, se harían culpables de transgresión. Satanás no los seguiría continuamente con sus tentaciones; solo podría acercarse a ellos junto al árbol prohibido.
Para conseguir lo que quería y pasar inadvertido, Satanás escogió un disfraz. La serpiente era uno de los seres más sabios y bellos de la Tierra. Tenía una apariencia deslumbradora. Posada en las cargadas ramas del árbol prohibido, mientras comía su delicioso fruto, cautivaba la atención y deleitaba la vista que la contemplaba. Así, en el huerto de paz, el destructor acechaba a su presa.
Los ángeles habían prevenido a Eva que tuviese cuidado de no separarse de su esposo; estando con él correría menos peligro que estando sola. Pero inconscientemente se alejó del lado de su esposo. Desdeñando la advertencia de los ángeles, muy pronto se encontró extasiada, mirando con curiosidad y admiración el árbol prohibido. El fruto era muy bello, y ella se preguntaba por qué Dios se los había vedado.
Esta fue la oportunidad del tentador. “¿Es verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín?” (Gén. 3:1). Eva quedó sorprendida al oír el eco de sus pensamientos. La serpiente siguió con sutiles alabanzas de su hermosura; y sus palabras no le fueron desagradables. En lugar de huir del lugar, permaneció en él. No se imaginó que la encantadora serpiente pudiera ser la médium del adversario caído.
Eva contestó:
–Podemos comer del fruto de todos los árboles. Pero, en cuanto al fruto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: “No coman de ese árbol, ni lo toquen; de lo contrario, morirán” (3:3).
“Pero la serpiente le dijo a la mujer:
–¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (3:4).
Le dijo que al comer del fruto de este árbol alcanzarían una esfera de existencia más elevada. Él mismo había comido de ese fruto prohibido, y como resultado había adquirido el don del habla. Insinuó que, por egoísmo, el Señor no quería que comiesen del fruto, pues entonces serían exaltados a un plano de igualdad con él. Que Dios les había prohibido que gustasen del fruto, o que lo tocasen, debido a que podía impartir sabiduría y poder. La divina advertencia les fue hecha meramente para intimidarlos. ¿Cómo sería posible que ellos muriesen? ¿No habían comido del árbol de la vida? Dios estaba tratando de impedirles alcanzar un desarrollo superior y una felicidad mayor.
Desde los días de Adán hasta el presente, tal ha sido la labor que Satanás ha llevado adelante. Tienta a los hombres a desconfiar del amor de Dios y a dudar de su sabiduría. En sus esfuerzos por escudriñar aquello que Dios tuvo a bien ocultarnos, muchos pasan por alto verdades que son esenciales para nuestra salvación. Satanás induce a los hombres a la desobediencia llevándolos a creer que están entrando en un maravilloso campo de conocimiento. Pero todo esto es un engaño. Caminan por la ruta que los lleva a la degradación y la muerte.
La sutileza del engaño de Satanás
Satanás hizo creer a la santa pareja que ellos se beneficiarían violando la Ley de Dios. Hoy día muchos hablan de la mente cerrada de los que obedecen los mandamientos de Dios, mientras pretenden tener ideas más amplias y gozar de mayor libertad. ¿Qué es esto sino el eco de la voz proveniente del Edén?: “El día que coman de él –es decir, el día que violen el requerimiento divino– serán como Dios”. Satanás nunca dejó ver que por la transgresión había sido expulsado del cielo. Ocultó su propia miseria para atraer a otros a la misma situación. Así también ahora el pecador trata de disfrazar su verdadero carácter; pero está del lado de Satanás, pisoteando la Ley de Dios e induciendo a otros a hacer lo mismo.
Eva no creyó en las palabras de Dios, y esto la condujo a su caída. En el Juicio final, los hombres no serán condenados porque concienzudamente creyeron una mentira, sino porque no creyeron la verdad. Debemos aplicar nuestro corazón a conocer lo que es verdad. Todo lo que contradiga la Palabra de Dios procede de Satanás.
La serpiente tomó del fruto del árbol prohibido y lo puso en las manos de una Eva vacilante. Entonces le recordó sus propias palabras referentes a que Dios les había prohibido tocarlo, bajo pena de muerte. No experimentando ningún mal, Eva se atrevió a más. “Vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría; así que tomó de su fruto, y comió” (3:6). A medida que comía se imaginó que entraba en un estado más elevado de existencia.
Y ahora, habiendo pecado, ella se convirtió en el agente de Satanás para causar la ruina de su esposo. En un estado de excitación extraño y anormal, y con las manos llenas del fruto prohibido, lo buscó.
Adán quedó atónito y alarmado. A las palabras de Eva replicó que ese debía ser el enemigo contra quien se los había prevenido. Conforme a la sentencia divina ella debía morir. En contestación, Eva le instó a comer, repitiendo las palabras de la serpiente de que no morirían. No sentía ninguna evidencia del desagrado de Dios, sino que, al contrario, experimentaba una deliciosa y estimulante influencia, que conmovía todas sus facultades con una nueva vida.
Adán comprendió que su compañera había transgredido el mandato de Dios. Se desató una terrible lucha en su mente. Lamentó haber dejado a Eva separarse de su lado. Pero ahora el error estaba cometido; debía separarse de ella, cuya compañía había sido su gozo.
¿Cómo podía hacer eso? Adán había gozado del compañerismo de Dios y de los santos ángeles. Comprendía el elevado destino que aguardaba al linaje humano si los hombres permanecían fieles a Dios. Sin embargo, perdió de vista todas estas bendiciones ante el temor de perder el don que apreciaba más que todos los demás. El amor, la gratitud y la lealtad al Creador, todo fue sofocado por amor a Eva. Ella era una parte de sí mismo, y Adán no podía soportar la idea de una separación. Si ella debía morir, él moriría con ella. ¿No podrían ser verídicas las palabras de la sabia serpiente? Ninguna señal de muerte se notaba en Eva, y así decidió hacer frente a las consecuencias. Tomó el fruto y lo comió apresuradamente.
Después de su transgresión, Adán se imaginó al principio que entraba en un plano superior de existencia. Pero pronto la idea de su pecado lo llenó de terror. El amor y la paz que habían disfrutado desapareció, y en su lugar sintieron el remordimiento del pecado, el temor al futuro y la desnudez del alma. El manto de luz que los había cubierto desapareció, y para reemplazarlo intentaron cubrirse con hojas de higuera. No podían presentarse desnudos a la vista de Dios y los santos ángeles.
Ahora comenzaron a ver el verdadero carácter de su pecado. Adán reprochó a su compañera por su locura de apartarse de su lado y dejarse engañar por la serpiente. Pero ambos presumían que aquel que les había dado tantas evidencias de su amor perdonaría esa sola y única transgresión, o que no se verían sometidos al castigo tan terrible que habían temido.
Satanás se regocijó. Había tentado a la mujer a desconfiar del amor de Dios, a dudar de su sabiduría y a violar su Ley, y por su medio, causar la caída de Adán.
El triste cambio producido por el pecado
Pero el gran Legislador iba a dar a conocer a Adán y a Eva las consecuencias de su transgresión. En su inocencia y santidad solían dar alegremente la bienvenida a la presencia de su Creador; pero ahora huyeron aterrorizados. “Dios el Señor llamó al hombre y le dijo:
–¿Dónde estás?
El hombre contestó:
–Escuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí.
–¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? –le preguntó Dios–. ¿Acaso has comido del fruto del árbol que yo te prohibí comer?” (3:9-11).
Adán culpó a su esposa, y de esa manera al mismo Dios:
“–La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí” (3:12).
Por amor a Eva, había escogido deliberadamente perder la aprobación de Dios y una vida de eterno regocijo; ahora, culpaba a su compañera y aun a su mismo Creador como responsable por la transgresión.
Cuando la mujer fue interrogada: “¿Qué es lo que has hecho?”, contestó: “La serpiente me engañó, y comí” (3:13). Pero las preguntas implícitas en su disculpa por su pecado eran: “¿Por qué creaste la serpiente? ¿Por qué la dejaste entrar en Edén?” El espíritu de autojustificación lo manifestaron nuestros primeros padres tan pronto como se sometieron a la influencia de Satanás, y se ha visto en todos los hijos e hijas de Adán.
Entonces el Señor sentenció a la serpiente: “Por causa de lo que has hecho, ¡maldita serás entre todos los animales, tanto domésticos como salvajes! Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida” (3:14). Después de ser la más bella y admirada criatura del campo, iba a ser la más rebajada y detestada de todas, temida y odiada tanto por hombres como por animales. Las palabras dichas a la serpiente se aplican directamente al mismo Satanás, y señalan su derrota y destrucción final: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (3:15).
A Eva se le habló de la tristeza y los dolores que sufriría. “Desearás a tu marido, y él te dominará” (3:15). En la Creación, Dios la había hecho igual a Adán. Pero el pecado había traído discordia, y ahora su unión podía ser mantenida y la armonía preservada solo mediante la sumisión del uno o del otro. Eva había sido la primera en pecar. Adán pecó a instancias de Eva, y ahora ella fue puesta en sujeción a su marido. El abuso por parte del hombre de la supremacía que se le dio a menudo ha hecho muy amarga la suerte de la mujer y ha convertido su vida en una carga.
Eva había sido feliz junto a su esposo; pero se ilusionaba con la esperanza de entrar en una esfera superior a la que Dios le asignara. En su afán por ascender más allá de su posición original, descendió a un nivel más bajo. En su esfuerzo por alcanzar posiciones para las cuales Dios no las ha preparado, muchas personas dejan vacío el lugar donde podrían ser una bendición.
Dios manifestó a Adán: “Por cuanto le hiciste caso a tu mujer, y comiste del árbol del que te prohibí comer, ¡maldita será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos comerás de ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y espinas, y comerás hierbas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás” (3:17-19).
Dios les había dado abundantemente el bien, y vedado el mal. Pero habían comido del fruto prohibido, y ahora tendrían el conocimiento del mal todos los días de su vida. En lugar de agradables labores, ansiedad y duro trabajo serían su suerte. Estarían sujetos a desengaños, aflicciones, dolor y, al fin, a la muerte.
Dios creó al hombre señor de toda la Tierra y de todas sus criaturas vivientes. Pero cuando se rebeló contra la Ley divina, las criaturas inferiores se rebelaron contra su dominio. Así el Señor, en su misericordia, quiso enseñar al hombre la santidad de su Ley e inducirle a ver por su propia experiencia el peligro de hacerla a un lado, aun en lo más mínimo.
Un plan para rescatar al hombre
La vida de afanes y cuidados, que en lo sucesivo sería el destino del hombre, le fue asignada por amor. Era una disciplina que su pecado había hecho necesaria para frenar la tendencia a ceder a los apetitos y las pasiones, y para desarrollar hábitos de dominio propio. Era parte del gran plan de Dios para rescatar al hombre.
La advertencia hecha a nuestros primeros padres –“El día que de él comas, ciertamente morirás” (Gén. 2:17)– no implicaba que morirían el mismo día en que comiesen del fruto prohibido, sino que en ese día se dictaría la irrevocable sentencia. El mismo día en que pecaran serían condenados a la muerte.
Para poseer una existencia sin fin, el hombre debía continuar comiendo del árbol de la vida. Privado de él, su vitalidad disminuiría gradualmente hasta extinguirse la vida. Era el plan de Satanás que Adán y Eva siguiesen comiendo del árbol de la vida, y así perpetuasen una vida de pecado y miseria. Pero se encomendó a los santos ángeles custodiar el árbol de la vida. Alrededor de estos ángeles relampagueaban rayos de luz semejantes a espadas resplandecientes. A ningún miembro de la familia de Adán se le permitió traspasar esa barrera; de ahí que no exista pecador inmortal.
¿Es demasiado severo Dios?
La ola de angustia que siguió a la transgresión de nuestros primeros padres es considerada por muchos como una consecuencia demasiado severa para un pecado tan insignificante. Pero si estudiasen el asunto más profundamente, discernirían su error. En su gran misericordia, Dios no señaló a Adán una prueba severa. La misma levedad de la prohibición hizo al pecado sumamente grave. Si Adán hubiese sido sometido a una prueba mayor, entonces aquellos cuyo corazón se inclina hacia el mal se hubiesen disculpado diciendo: “Esto es algo insignificante, y Dios no es tan exigente acerca de las cosas pequeñas”.
Muchos que enseñan que la Ley de Dios no es obligatoria para el hombre, alegan que es imposible obedecer sus preceptos. Pero si eso fuese cierto, ¿por qué sufrió Adán el castigo por su pecado? El pecado de nuestros primeros padres trajo sobre el mundo la culpa y la angustia, y si no se hubiesen manifestado la misericordia y la bondad de Dios, la raza humana se habría sumido en irremediable desesperación. Nadie se autoengañe. “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23).
Después de su pecado, Adán y Eva suplicaron fervientemente que se les permitiese permanecer en el hogar de su inocencia y gozo. Prometieron prestar estricta obediencia a Dios en el futuro. Pero se les dijo que su naturaleza se había depravado por causa del pecado, que había disminuido su fortaleza para resistir al mal. Ahora, en un estado de consciente culpabilidad, tendrían menos fuerza para mantener su integridad.
Con tristeza se despidieron de su bello hogar, y fueron a morar en la tierra, sobre la cual ya estaba presente la maldición del pecado. La atmósfera estaba ahora sujeta a grandes cambios, y misericordiosamente el Señor les proveyó de vestidos de pieles para protegerlos del frío.
Cuando vieron en la caída de las flores y las hojas los primeros signos de la decadencia, Adán y su compañera se apenaron más profundamente de lo que hoy se apenan los hombres que lloran a sus muertos. Cuando los bellos árboles dejaron caer sus hojas, la escena les recordó vivamente la dura realidad de que la muerte es el destino de todo lo que tiene vida.
El Jardín del Edén permaneció sobre la Tierra mucho tiempo después de que el hombre fuera expulsado de sus agradables senderos. Pero, cuando la maldad de los hombres determinó que fueran destruidos por medio de las aguas de un diluvio, la mano que había plantado el Edén lo quitó de la Tierra. En la restitución final, cuando haya “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apoc. 21:1), se lo ha de restaurar más gloriosamente embellecido que al principio. 📖
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Los Escogidos | Capítulo 4
El plan revelado
LLa caída del hombre llenó todo el cielo de tristeza. Parecía no existir escapatoria para quienes habían quebrantado la Ley. Los ángeles suspendieron sus himnos de alabanza.
El Hijo de Dios se conmovió de compasión por la raza caída al evocar las desgracias de un mundo perdido. El amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido. La quebrantada Ley de Dios exigía la vida del pecador. Solo uno igual a Dios podría expiar su transgresión. Ninguno sino Cristo podía redimir al hombre de la maldición de la Ley, y colocarlo otra vez en armonía con el Cielo. Cristo cargaría con la culpa y la vergüenza del pecado, para rescatar a la raza caída.
El plan de la salvación había sido concebido antes de la creación de la Tierra, pues Cristo es el Cordero que “fue sacrificado desde la creación del mundo” (Apoc. 13:8); sin embargo, fue una lucha, aun para el mismo Rey del universo, entregar a su Hijo a la muerte por la raza culpable. Pero “tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). ¡Oh, el misterio de la redención!, ¡el amor de Dios hacia un mundo que no lo amaba!
Dios se iba a manifestar en Cristo, “reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Cor. 5:19). El hombre se había envilecido tanto por causa del pecado que le era imposible por sí mismo ponerse en armonía con aquel cuya naturaleza es pureza y bondad. Pero Cristo podría impartir poder divino para unirlo al esfuerzo humano. Así, mediante el arrepentimiento hacia Dios y la fe en Cristo, los caídos hijos de Adán pueden convertirse nuevamente en “hijos de Dios” (1 Juan 3:2).
Los ángeles no podían regocijarse mientras Cristo les explicaba el plan de la Redención. Llenos de asombro y pesar lo escucharon cuando les dijo que debía bajar a la degradación de la Tierra, para soportar dolor, vergüenza y muerte. Se humillaría como hombre, y se familiarizaría con las tristezas y tentaciones que el hombre tendría que soportar, para que pudiese socorrer a los que iban a ser tentados (Heb. 2:18). Cuando hubiese terminado su misión como maestro, sería entregado en manos de los impíos y sometido a todo insulto y tortura que Satanás pudiera inspirarles infligir. Sufriría la más cruel de las muertes como un pecador culpable. Mientras el peso de los pecados del mundo entero pesara sobre él, tendría que sufrir angustia del alma y hasta su Padre ocultaría de él su rostro.
Los ángeles se ofrecieron ellos mismos como sacrificio por el hombre. Pero solo aquel que había creado al hombre tenía poder para redimirlo. Cristo iba a ser hecho “un poco [...] inferior a los ángeles, para que [...] gustase la muerte” (Heb. 2:9, VM). Cuando adoptara la naturaleza humana, su poder no sería igual al de los ángeles, y ellos habrían de fortalecerlo y mitigar su profundo sufrimiento. Asimismo, los ángeles guardarían a los súbditos de la gracia del poder de los malos ángeles.
Cuando los ángeles fueran testigos de la agonía y humillación de su Señor, desearían librarlo de sus verdugos; mas no debían interponerse. Era parte del plan que Cristo sufriese el escarnio y el abuso de los impíos.
Cristo aseguró a los ángeles que mediante su muerte iba a rescatar a muchos. Recobraría el reino que el hombre había perdido por su transgresión, y que los redimidos habrían de heredar juntamente con él. El pecado y los pecadores serían exterminados, para nunca más perturbar la paz del cielo o la Tierra.
Entonces un gozo inenarrable llenó el cielo. Por los atrios celestiales repercutieron los acordes de esa canción que más tarde habría de oírse sobre las colinas de Belén: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Luc. 2:14). “Cantaban a coro las estrellas matutinas y todos los ángeles gritaban de alegría” (Job 38:7).
Dios promete un Salvador
En la sentencia pronunciada contra Satanás en el Jardín, el Señor declaró: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (Gén. 3:15). Esta fue una promesa que el poder del gran adversario finalmente sería destruido. Adán y Eva estaban como criminales ante el Juez justo, pero antes de oír hablar de la vida de trabajo y angustia que sería su destino, o del decreto que determinaba que volverían al polvo, escucharon palabras que no podían menos que infundirles esperanza. Podían esperar una victoria final.
Satanás supo que su obra de depravación de la naturaleza humana sería interrumpida; que de alguna manera el hombre sería capacitado para resistir su poder. Sin embargo, Satanás se regocijó con sus ángeles de que, por haber causado la caída del hombre, haría descender al Hijo de Dios de su elevada posición. Cuando Cristo tomase la naturaleza humana, él también podría ser vencido.
Los ángeles celestiales explicaron más completamente a nuestros primeros padres el plan para su redención. No se los abandonaría al control de Satanás. Mediante el arrepentimiento y la fe en Cristo, nuevamente podían llegar a ser hijos de Dios.
Adán y Eva vieron, como nunca antes, la culpa del pecado y sus resultados. Rogaron que la pena no cayese sobre aquel cuyo amor había sido la fuente de todo su regocijo; que más bien cayera sobre ellos y su descendencia.
Se les dijo que, como la Ley de Jehová es el fundamento de su gobierno, ni aun la vida de un ángel podía aceptarse como sacrificio por su transgresión. Pero el Hijo de Dios, que había creado al hombre, podía hacer expiación por él. Así como la transgresión de Adán había traído desgracia y muerte, así el sacrificio de Cristo traería vida e inmortalidad.
Al ser creado, Adán recibió el señorío de la Tierra. Pero al ceder a la tentación, cayó bajo el poder de Satanás. El dominio pasó a su conquistador. De esa manera Satanás llegó a ser “el dios de este mundo” (2 Cor. 4:4). Pero Cristo, mediante su sacrificio, no solo redimiría al hombre, sino que también recuperaría el dominio que este había perdido. Todo lo que perdió el primer Adán sería recuperado por el segundo (ver Miq. 4:8).
Dios creó la Tierra para que fuese la morada de seres santos y felices. Ese propósito se cumplirá cuando, renovada por el poder de Dios y libertada del pecado y el dolor, se convertirá en la morada eterna de los redimidos.
Las terribles consecuencias del pecado
El pecado produjo separación entre Dios y el hombre, y solo la expiación de Cristo podía salvar el abismo. Dios se comunicaría con él por medio de Cristo y los ángeles.
Se le mostró a Adán que, si bien el sacrificio de Cristo tendría suficiente valor para salvar a todo el mundo, muchos elegirían una vida de pecado más bien que de arrepentimiento y obediencia. Los crímenes aumentarían en las sucesivas generaciones, y la maldición del pecado pesaría cada vez más sobre la raza humana y la tierra. La vida del hombre sería acortada por su propio pecado; disminuirían su estatura y resistencia física, y su poder moral e intelectual, hasta que el mundo se llenase con todo tipo de miserias. Por medio de la complacencia del apetito y las pasiones, los hombres se incapacitarían para apreciar las grandes verdades del plan de la Redención.
Sin embargo, Cristo supliría las necesidades de todos los que fuesen a él con fe. Siempre habría unos pocos que preservarían el conocimiento de Dios y permanecerían incólumes.
Los sacrificios de animales fueron ordenados para que fuesen un penitente reconocimiento del pecado y una confesión de fe en el Redentor prometido. Para Adán, el ofrecimiento del primer sacrificio fue una ceremonia muy dolorosa. Tuvo que alzar la mano para quitar una vida que solo Dios podía dar. Por primera vez iba a presenciar la muerte, y sabía que si hubiese sido obediente a Dios no la habrían conocido el hombre o las bestias. Tembló al pensar que su pecado haría derramar la sangre del inmaculado Cordero de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar. Una estrella de esperanza iluminó el oscuro futuro.
El propósito más amplio de la Redención
Pero el plan de la Redención tenía un propósito todavía más amplio y profundo que el de salvar al hombre. Cristo no vino a la Tierra meramente para que los habitantes de este pequeño mundo pudiesen acatar la Ley de Dios como debe ser acatada; sino que vino para vindicar el carácter de Dios ante el universo. A este resultado se refirió el Salvador cuando poco antes de su crucifixión dijo: “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado” (Juan 12:31, 32). El acto de Cristo de morir por la salvación del hombre justificaría a Dios y a su Hijo en su trato con la rebelión de Satanás. Establecería la perpetuidad de la Ley de Dios, y revelaría la naturaleza y los resultados del pecado.
Desde el principio, el Gran Conflicto giró en derredor de la Ley de Dios. Satanás había procurado probar que Dios era injusto, que su Ley era defectuosa y que el bien del universo requería que fuese cambiada. Al atacar la Ley procuró derribar la autoridad de su Autor.
Cuando Satanás venció a Adán y a Eva, pensó que había conquistado la posesión de este mundo; “porque me han escogido como su soberano”, dijo él. Alegaba que era imposible que se otorgase perdón al pecador; los miembros del género humano caído eran legítimamente sus súbditos y el mundo era suyo. Pero Dios dio a su propio amado Hijo para que sufriese la pena de la transgresión, y así proveyó un camino mediante el cual ellos pudiesen ser devueltos a su favor y a su hogar edénico. El Gran Conflicto que principió en el cielo iba a ser decidido en el mismo mundo, en el terreno que Satanás reclamaba como suyo.
El universo entero se maravilló al ver que Cristo debía humillarse a sí mismo para salvar al hombre caído. Cuando Cristo vino a nuestro mundo en forma humana todos estaban interesados en seguirlo mientras recorría paso a paso su sendero salpicado de sangre desde el pesebre hasta el Calvario. El Cielo notó los insultos y las burlas que recibía, y supo que eran por instigación de Satanás. Observaron la batalla entre la luz y las tinieblas a medida que se reñía con más ardor. Cuando Cristo exclamó sobre la cruz en su expirante agonía: “Consumado es” (Juan 19:30, RVR), un grito de triunfo resonó a través de todos los mundos, y a través del mismo cielo. Se había decidido la gran contienda y Cristo era el vencedor. Su muerte había respondido la pregunta de si el Padre y el Hijo tenían suficiente amor hacia el hombre como para obrar con tal abnegación y espíritu de sacrificio. Satanás había revelado su verdadero carácter de mentiroso y asesino. Al unísono, el universo leal se unió para ensalzar la administración divina.
Si la Ley hubiese sido abolida en la cruz, como muchos aseveran, entonces la agonía y la muerte del amado Hijo de Dios habrían sido sufridas solo para dar a Satanás justo lo que pedía; entonces el príncipe del mal habría triunfado, y sus acusaciones contra el gobierno divino hubieran quedado probadas. Pero el mismo hecho de que Cristo cargara la penalidad de la transgresión del hombre es un poderoso argumento para todas las inteligencias creadas de que la Ley es incambiable; que Dios es justo, misericordioso y abnegado; y que la justicia y la misericordia infinitas se unieron en la administración de su gobierno. 📖
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Los Escogidos | Capítulo 5
El primer asesino
Este capítulo está basado en Génesis 4:1-15.
Caín y Abel, los hijos de Adán, eran muy distintos en carácter. Abel veía justicia y misericordia en el trato del Creador hacia la raza caída, y aceptaba agradecido la esperanza de la Redención. Pero Caín permitió que su mente corriera por el mismo cauce que condujo a la caída de Satanás: cuestionar la justicia y la autoridad divinas.
Estos hermanos fueron probados para comprobar si habrían de creer y obedecer la palabra de Dios. Entendían el sistema de ofrendas que Dios había ordenado. Sabían que mediante esas ofrendas podían expresar su fe en el Salvador a quien estas representaban, y al mismo tiempo reconocer su completa dependencia de él para obtener perdón. Sin derramamiento de sangre no podía haber perdón del pecado. Habían de mostrar su fe en la sangre de Cristo como la Expiación prometida al ofrecer en sacrificio las primicias del ganado.
Los dos hermanos erigieron altares semejantes, y cada uno de ellos trajo una ofrenda. Abel presentó un sacrificio de su ganado. “Y el Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda” (Gén. 4:4). Descendió fuego del cielo y consumió el sacrificio. Pero Caín, desobedeciendo el directo y expreso mandamiento del Señor, presentó solo una ofrenda de frutos. No hubo señal del cielo de que fuera aceptado. Abel rogó a su hermano que se acercase a Dios en la forma que él había prescrito; pero sus súplicas crearon en Caín mayor obstinación para seguir su propia voluntad. Como era el mayor, no le parecía apropiado que le amonestase su hermano, y desdeñó su consejo.
Caín se presentó a Dios con murmuración y escepticismo en el corazón. Su ofrenda no expresó arrepentimiento, pues seguir exactamente el plan indicado por Dios y confiar plenamente en la expiación del Salvador prometido para su salvación sería reconocer su debilidad. Se presentaría confiando en sus propios méritos. No traería el cordero para mezclar su sangre con su ofrenda, sino que presentaría sus frutos, el producto de su trabajo, como un favor que hacía a Dios. Caín obedeció al construir el altar, obedeció al traer una ofrenda; pero rindió una obediencia solo parcial. Omitió el reconocimiento de que necesitaba un Salvador.
Ambos hermanos eran pecadores, y ambos reconocían que Dios demandaba reverencia y adoración. En su apariencia exterior, su religión era la misma hasta cierto punto; pero más allá de esto, la diferencia entre los dos era grande.
La gran diferencia entre Caín y Abel
“Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín” (Heb. 11:4). Abel se veía pecador, y vio que el pecado y su pena de muerte se interponían entre su alma y la comunión con Dios. Trajo la víctima inmolada, la vida sacrificada, y así reconoció las demandas de la Ley que había sido transgredida. En la sangre derramada contempló a Cristo muriendo en la cruz del Calvario. Al confiar en la expiación que iba a realizarse allí, obtuvo testimonio de que era justo, y de que su ofrenda era aceptada.
Caín tuvo la misma oportunidad que Abel para aceptar estas verdades. No fue elegido un hermano para ser aceptado por Dios y el otro para ser desechado. Abel eligió la fe y la obediencia; Caín, la incredulidad y la rebelión.
Caín y Abel representan dos clases de personas que existirán en el mundo hasta el fin del tiempo. Una clase se acoge al sacrificio indicado para el pecado; la otra se aventura a depender de sus propios méritos. Quienes sienten que no necesitan la sangre de Cristo, y que pueden obtener el favor de Dios por sus propias obras, están cometiendo el mismo error que Caín.
Casi toda religión falsa se basa en el mismo principio: que el hombre puede depender de sus propios esfuerzos para salvarse. Afirman algunos que la humanidad puede refinarse, elevarse y regenerarse por sí misma. Así como Caín pensó lograr el favor divino mediante una ofrenda que carecía de la sangre del sacrificio, así obran los que esperan elevar a la humanidad a la altura del ideal divino sin la expiación. La historia de Caín demuestra que la humanidad no tiende a subir, hacia lo divino, sino a descender, hacia lo satánico. Cristo es nuestra única esperanza (ver Hech. 4:12).
La fe verdadera se manifestará mediante la obediencia a todos los requerimientos de Dios. Desde los días de Adán hasta el presente, el motivo del Gran Conflicto ha sido la obediencia a la Ley de Dios. En todo tiempo hubo individuos que pretendían el favor de Dios, aun cuando menospreciaban algunos de sus mandamientos. Pero “la fe se perfeccionó por las obras”, y sin las obras de obediencia, la fe “es muerta” (Sant. 2:22, 17). “El que afirma: Lo conozco, pero no obedece sus mandamientos, es un mentiroso y no tiene la verdad” (1 Juan 2:4).
Cuando Caín vio que su ofrenda era desechada, se disgustó porque Dios no aceptó el sustituto humano en lugar del sacrificio divinamente ordenado, y se disgustó con su hermano porque este decidió obedecer a Dios en vez de unírsele en la rebelión contra él.
Dios no lo abandonó a sus propias fuerzas; sino que condescendió en razonar con el hombre que se había mostrado tan obstinado. “Entonces el Señor le dijo: “¿Por qué estás tan enojado? ¿Por qué andas cabizbajo? Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero si haces lo malo, el pecado te acecha” (4:6, 7). Si confiaba en los méritos del Salvador prometido, y obedecía los requerimientos de Dios, gozaría su favor. Pero si persistía en su incredulidad y transgresión, no tendría fundamento para quejarse al ser rechazado por el Señor.
Pero en lugar de reconocer su pecado, Caín siguió quejándose de la injusticia de Dios, y abrigando envidia y odio contra Abel. Con mansedumbre, pero firmemente, Abel defendió la justicia y la bondad de Dios. Señaló a Caín su error, y trató de convencerlo de que el mal estaba en él. Le recordó la compasión de Dios al perdonar la vida a sus padres cuando podía haberlos castigado con la muerte instantánea, e insistió en que Dios los amaba, pues de otra manera no entregaría a su Hijo, inocente y santo, para que sufriera el castigo que ellos merecían. Todo esto encendió aún más la ira de Caín. La razón y la conciencia le decían que Abel estaba en lo cierto; pero se enfurecía al ver que no lograba despertar simpatía hacia su rebelión. En furia dio muerte a su hermano.
Asimismo odiaron los impíos en todo tiempo a los que eran mejores que ellos. “Pues todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto” (Juan 3:20).
El asesinato de Abel fue el primer ejemplo de la enemistad que Dios predijo que existiría entre la serpiente y la simiente de la mujer; entre Satanás y sus súbditos, y Cristo y sus seguidores. Siempre que por la fe en el Cordero de Dios un alma renuncie a servir al pecado, se enciende la ira de Satanás. La vida santa de Abel desmentía el aserto de Satanás de que es imposible para el hombre guardar la Ley de Dios. Cuando Caín vio que no podía controlar a Abel, se enfureció tanto que le quitó la vida. Y dondequiera que haya quienes se levanten para vindicar la justicia de la Ley de Dios, el mismo espíritu se manifestará contra ellos. Todo mártir de Jesús murió vencedor (ver Apoc. 12:9, 11).
El fratricida Caín tuvo pronto que rendir cuenta por su crimen. “El Señor le preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? No lo sé –respondió–. ¿Acaso soy yo el que debe cuidar a mi hermano?” (4:9). Recurrió a la mentira para ocultar su culpa.
El castigo de Caín
Nuevamente el Señor dijo a Caín: “¡Qué has hecho! [...] Desde la tierra, la sangre de tu hermano reclama justicia” (4:10). Caín había tenido tiempo para reflexionar. Conocía la enormidad de la acción que había hecho y de la mentira que había proferido para esconderla; pero aún seguía en rebeldía, y la sentencia no se hizo esperar. La voz divina pronunció las terribles palabras: “Por eso, ahora quedarás bajo la maldición de la tierra, la cual ha abierto sus fauces para recibir la sangre de tu hermano, que tú has derramado. Cuando cultives la tierra, no te dará sus frutos, y en el mundo serás un fugitivo errante” (4:11, 12).
El misericordioso Creador le perdonó la vida y le dio oportunidad para arrepentirse. Pero Caín vivió solo para endurecer su corazón, para alentar la rebelión contra la divina autoridad, y para convertirse en jefe de un linaje de osados y réprobos pecadores. Su ejemplo e influencia hicieron sentir su fuerza desmoralizadora, hasta que la Tierra llegó a estar tan corrompida y llena de violencia que fue necesario destruirla.
La sombría historia de Caín y sus descendientes fue una ilustración de lo que habría sido el resultado si se hubiese permitido que el pecador viviera para siempre, y continuara su rebelión contra Dios. La paciencia de Dios solo indujo a los impíos a ser más osados y provocadores en su iniquidad. Quince siglos después de dictarse la sentencia contra Caín, el crimen y la corrupción inundaron la Tierra. Se puso en claro que la sentencia de muerte contra la raza caída era justa y misericordiosa. Cuanto más tiempo vivían los hombres en el pecado, tanto más réprobos se tornaban.
Satanás obra constantemente para desfigurar el carácter y el gobierno de Dios, y mantener engañados a los habitantes del mundo. Dios ve el fin desde el principio. Trazó planes extensos y de gran alcance, no solo para aplastar la rebelión, sino también para demostrar a todo el universo la naturaleza de la rebelión y vindicar plenamente la sabiduría y la justicia de Dios en su trato con el mal.
Los habitantes de otros mundos observaban con profundo interés las condiciones en el mundo antediluviano. Vieron ilustradas las consecuencias de la administración que Lucifer había tratado de establecer en el cielo, al desechar la Ley de Dios. Todos los pensamientos del ser humano tendían siempre hacia el mal (Gén. 6:5), en pugna con los divinos principios de pureza, paz y amor. Era un ejemplo de terrible depravación.
Mediante los hechos manifestados en el desarrollo del Gran Conflicto, Dios tiene la simpatía y la aprobación del universo entero a medida que paso a paso su plan progresa hacia la final extirpación de la rebelión. Se verá que todos los que desecharon los preceptos divinos se colocaron del lado de Satanás en guerra contra Cristo. Cuando el príncipe de este mundo sea juzgado, y todos los que se unieron con él compartan su destino, el universo entero testificará: “Justos y verdaderos son tus caminos, Rey de las naciones” (Apoc. 15:3). 📖
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Los Escogidos | Capítulo 6
Hombres fieles a Dios
Este capítulo está basado en Génesis 4:25 a 6:2.
Adán tuvo otro hijo, quien debía ser el heredero de la primogenitura espiritual. El nombre dado a este hijo, Set, significa “señalado” o “compensación”; pues, dijo la madre: “Dios me ha concedido otro hijo en lugar de Abel, al que mató Caín” (Gén. 4:25). Set se parecía a su padre Adán más que sus otros hermanos. Tenía un carácter digno, y seguía las huellas de Abel. Sin embargo, no habría heredado más bondad natural que Caín. Set, así como Caín, heredó la naturaleza caída de sus padres. Pero también recibió el conocimiento del Redentor, e instrucción acerca de la justicia. Trabajó, como Abel lo hubiera hecho, por cambiar la mente de hombres pecadores para que reverencien y obedezcan a su Creador.
“También Set tuvo un hijo, a quien llamó Enós. Desde entonces se comenzó a invocar el nombre del Señor” (4:26). La distinción entre las dos clases se hizo más notoria: franca lealtad hacia Dios por parte de una clase, desprecio y desobediencia por parte de la otra.
Antes de la Caída, nuestros primeros padres habían guardado el sábado que había sido instituido en el Edén; y después de su expulsión del Paraíso continuaron observándolo. Habían aprendido lo que tarde o temprano aprenderán todos: que los preceptos divinos son sagrados e inmutables, y que la pena por la transgresión será infligida ineludiblemente. El sábado fue honrado por todos los que permanecieron leales a Dios. Pero Caín y sus descendientes no respetaron el día en el cual Dios había reposado.
Caín luego fundó una ciudad, a la que dio el nombre de su hijo mayor. Se había retirado de la presencia del Señor para buscar riquezas y placer en la Tierra, y se destacó como caudillo de la gran multitud que adora al dios de este mundo. Sus descendientes se destacaron en todo lo referido al mero progreso terrenal y material. Pero se opusieron a los propósitos de Dios para con el hombre. Al homicidio, Lamec, su quinto descendiente, agregó la poligamia. Abel había llevado una vida pastoril, y los descendientes de Set hicieron lo mismo, y se consideraron “extranjeros y peregrinos en la tierra”, quienes buscaban una patria “mejor, es decir, la celestial” (Heb. 11:13, 16).
Durante algún tiempo las dos clases permanecieron separadas. Esparciéndose del lugar en que se establecieron primeramente, los descendientes de Caín se dispersaron por todos los llanos y valles donde habían habitado los hijos de Set; y estos, para escapar a la influencia contaminante de aquellos, se retiraron a las montañas, y allí mantuvieron el culto a Dios en toda su pureza. Pero con el transcurso del tiempo se aventuraron poco a poco a mezclarse con los habitantes de los valles. Vieron “los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas” (6:2, RVR). Los hijos de Set desagradaron al Señor aliándose con ellas en matrimonio.
Muchos de los que adoraban a Dios fueron inducidos a pecar mediante las seducciones que ahora estaban constantemente ante ellos, y perdieron su carácter peculiar y santo. Al mezclarse con los depravados, llegaron a ser semejantes a ellos; menospreciaron las restricciones del séptimo mandamiento, y “tomaron como mujeres a todas las que desearon” (6:2). Los hijos de Set siguieron “el camino de Caín” (Jud. 11); fijaron su atención en la prosperidad y el gozo mundanales y descuidaron los mandamientos del Señor. El pecado se extendió por toda la Tierra.
La vida larga de Adán
Adán vivió casi mil años y trató de poner freno a la corriente del mal. Se le había ordenado instruir a su descendencia en el camino del Señor; y cuidadosamente atesoró lo que Dios le había revelado, y lo repetía a las generaciones que se sucedían. Hasta la novena generación, pudo describir el estado santo y feliz del hombre en el Paraíso, y repitiéndoles la historia de su Caída, les refirió los sufrimientos mediante los cuales Dios le había enseñado la necesidad de adherir estrictamente a su Ley, y les explicó las misericordiosas medidas tomadas para su salvación. Pero a menudo le hacían amargos reproches por el pecado que había traído tal calamidad sobre sus descendientes.
Cuando salió del Edén, la idea de que tendría que morir le hacía estremecerse de terror. Lleno del más agudo remordimiento por su propio pecado, y doblemente acongojado por la muerte de Abel y el rechazo de Caín, Adán estaba abrumado por la angustia. A pesar de que la sentencia de muerte pronunciada sobre él por su Hacedor le había parecido terrible al principio, después de presenciar durante casi mil años los resultados del pecado, Adán sintió que era un acto de misericordia el que Dios pusiera fin a su vida de sufrimiento y pesar.
No obstante la iniquidad del mundo antediluviano, esa época no fue, como a menudo se ha supuesto, una era de ignorancia y barbarie. Los hombres poseían gran fortaleza física y mental, y sus ventajas fueron incomparables.
Sus facultades mentales se desarrollaban temprano, y los que abrigaban el temor de Dios y vivían en armonía con su voluntad continuaban aumentando en conocimiento y en sabiduría durante toda su vida. Los más ilustres eruditos de nuestro tiempo parecerían muy inferiores en vigor mental y físico. A medida que se ha acortado la vida del hombre y disminuido su vigor físico, también se ha aminorado su capacidad mental.
Es verdad que los hombres de los tiempos modernos tienen el beneficio de los logros alcanzados por sus predecesores. Los genios que proyectaron, estudiaron y escribieron han legado sus trabajos a quienes les siguieron. Pero, ¡cuán superiores fueron las ventajas de los hombres de aquella edad antigua! Tuvieron entre ellos durante siglos a aquel que Dios había formado según su propia imagen. Adán había aprendido del Creador la historia de la Creación; él mismo había presenciado los acontecimientos de nueve siglos. Los antediluvianos disponían de una memoria poderosa, que les permitía comprender y retener lo que se les comunicaba, para luego transmitirlo con toda precisión a sus descendientes. Durante varios siglos hubo siete generaciones que vivieron contemporáneamente, y tuvieron la oportunidad de aprovechar cada una los conocimientos y la experiencia de las demás.
Lejos de ser una era de tinieblas religiosas, fue una edad de grandes luces. Todo el mundo tuvo la oportunidad de recibir instrucción del mismo Adán, y los que temían al Señor tuvieron también a Cristo y a los ángeles por maestros. Y tuvieron un silencioso testimonio de la verdad en el Jardín de Dios, que permaneció entre los hombres por muchos siglos. El Edén estaba a la vista, con su entrada vedada por los ángeles custodios. El objeto del Jardín, la historia de sus dos árboles, eran hechos indiscutibles. Y la existencia y suprema autoridad de Dios eran verdades que nadie podía poner en tela de juicio mientras Adán vivía entre ellos.
A pesar de la iniquidad que prevalecía, había un número de hombres santos que vivían en compañerismo con el Cielo. Eran hombres de intelecto sólido, de logros admirables. Tenían una misión grande: desarrollar un carácter de justicia y enseñar una lección de piedad, no solo a los hombres de su tiempo, sino también a las generaciones futuras. Solo algunos de los más destacados se mencionan en las Escrituras; pero a través de todos los tiempos, Dios tuvo testigos fieles y adoradores sinceros.
El primer hombre que nunca murió
Enoc a los 65 años tuvo un hijo. Después caminó con Dios durante 300 años. Pertenecía a los depositarios de la fe verdadera, a los progenitores de la simiente prometida. De labios de Adán había aprendido la triste historia de la Caída y de la gracia de Dios contenida en la promesa; y confiaba en el Redentor que vendría.
Pero después del nacimiento de su primer hijo, Enoc alcanzó una experiencia más elevada. Cuando vio el amor de su hijo por su padre, su sencilla confianza en su protección; cuando sintió la profunda ternura de su corazón hacia su primogénito, aprendió la preciosa lección del maravilloso amor de Dios en la dádiva de su Hijo. El infinito amor de Dios, manifestado mediante Cristo, se convirtió en el tema de su meditación de día y de noche; y trató de manifestar ese amor a la gente entre la cual vivía.
El caminar de Enoc con Dios no era en arrobamiento o en visión, sino en los deberes de su vida diaria. Como esposo o padre, como amigo o ciudadano, fue un firme y constante siervo de Dios.
Su corazón estaba en armonía con la voluntad de Dios; pues, “¿pueden dos caminar juntos sin antes ponerse de acuerdo?” (Amós 3:3). Y este santo caminar continuó durante 300 años. Su fe se fortalecía y su amor se hacía más ardiente a medida que pasaban los siglos.
Enoc poseía profundos conocimientos, y fue honrado con revelaciones especiales por parte de Dios; sin embargo, fue uno de los hombres más humildes. Esperaba ante el Señor. Para él la oración era el aliento del alma; vivía en la misma atmósfera del cielo.
Por medio de santos ángeles, Dios reveló a Enoc su propósito de destruir al mundo mediante un diluvio. También le desplegó más plenamente el plan de la Redención y le mostró los grandes eventos relacionados con la segunda venida de Cristo y el fin del mundo.
Enoc había estado preocupado acerca de los muertos. Le había parecido que los justos y los impíos se convertirían igualmente en polvo, y que ese sería su fin. No podía concebir que los justos vivieran más allá de la tumba. En visión profética se le instruyó concerniente a la muerte de Cristo y se le mostró su Venida en gloria, acompañado de todos los santos ángeles, para rescatar a su pueblo de la tumba. También vio la corrupción que habría en el mundo cuando Cristo viniera por segunda vez; que habría una generación presumida, jactanciosa y empecinada, pisoteando la ley y despreciando la Redención. Vio a los justos coronados de gloria y honor, y a los impíos destruidos por el fuego.
Enoc se convirtió en el predicador de la justicia, e hizo saber los mensajes de Dios a todos los que querían oír. En la tierra adonde Caín había tratado de huir de la divina presencia, el profeta de Dios dio a conocer las maravillosas escenas que había presenciado en visión. “Miren –dijo–, el Señor viene con millares y millares de sus ángeles para someter a juicio a todos y para reprender a todos los pecadores impíos por todas las malas obras que han cometido” (Jud. 14, 15).
Mientras predicaba el amor de Dios en Cristo, reprobaba la prevaleciente iniquidad, y advertía que con toda seguridad el juicio caería sobre los transgresores. Los santos hombres no hablan solo palabras halagadoras. Dios pone en los labios de sus mensajeros verdades agudas y cortantes como una espada de dos filos.
Algunos prestaban oídos a la amonestación, pero las multitudes seguían más osadamente en sus malos caminos. De la misma manera hará la última generación con las advertencias de los mensajeros del Señor.
En medio de una vida de activa labor, Enoc mantenía fielmente su comunión con Dios. Después de permanecer algún tiempo entre la gente, se retiraba, con el fin de estar solo, para satisfacer su sed y hambre de sabiduría divina. Manteniéndose así en comunión con Dios, Enoc llegó a reflejar más y más la imagen divina. Tenía el rostro radiante de la luz que resplandece en el rostro de Jesús.
A medida que pasaban los años, crecía más y más la ola de culpabilidad humana, y se volvían más y más oscuras las nubes del juicio divino. Con todo, Enoc perseveró en su camino, suplicando, amonestando, implorando, tratando de retrasar la ola de culpabilidad. Aunque sus amonestaciones eran menospreciadas por el pueblo pecaminoso y amante del placer, tenía el testimonio que Dios aprobaba, y continuó fielmente la lucha contra la iniquidad reinante, hasta que Dios lo trasladó de un mundo de pecado al puro gozo del cielo.
Enoc es trasladado al cielo
Los hombres de aquel entonces se burlaron del que no procuraba acumular bienes terrenales. Pero el corazón de Enoc estaba puesto en los tesoros eternos. Había visto al Rey en su gloria en medio de Sion. Su mente, su conversación, se concentraban en el cielo. Cuanto mayor era la iniquidad prevaleciente, tanto más intensa era su nostalgia del hogar de Dios.
Durante 300 años Enoc caminó con Dios. Día tras día anheló una unión más íntima; esa comunión creció y se hizo más y más estrecha, hasta que Dios lo llevó consigo. Continuando su andar con Dios, tanto tiempo ejercido en la Tierra, entró por las puertas de la santa ciudad. Fue el primero de los hombres en entrar allí.
La desaparición de Enoc se sintió en la Tierra. Algunos, entre los justos y los impíos, presenciaron su partida. Los que le amaban hicieron una diligente búsqueda, pero fue en vano. Informaron que no estaba en ninguna parte, porque Dios lo había llevado.
Mediante la traslación de Enoc, el Señor se propuso enseñar una lección importante. Existía el peligro de que los hombres cedieran al desaliento debido a los temibles resultados del pecado de Adán. Muchos estaban listos para exclamar: “¿De qué nos sirve haber temido al Señor y guardado sus ordenanzas, ya que una terrible maldición pesa sobre la humanidad, y a todos nos espera la muerte?” Satanás procuraba inculcar en los hombres la creencia de que no había premio para los justos ni castigo para los impíos, y de que era imposible para los hombres obedecer los estatutos divinos. Pero en el caso de Enoc, Dios revela lo que hará en bien de los que guardan sus mandamientos. A los hombres se les demostró que se puede obedecer la Ley de Dios; que eran capaces, mediante la gracia, de resistir la tentación y llegar a ser puros y santos. Su traslación fue una evidencia de la veracidad de su profecía acerca del porvenir, que traerá un galardón de vida eterna para los obedientes, y de condenación y muerte para el transgresor.
“Por la fe Enoc fue sacado de este mundo sin experimentar la muerte; [...] pero antes de ser llevado recibió testimonio de haber agradado a Dios” (Heb. 11:5). El piadoso carácter de este profeta representa el estado de santidad que deben alcanzar todos los que serán “rescatados de la tierra” (Apoc. 14:3) en ocasión de la segunda venida de Cristo. En ese entonces, así como en el mundo antediluviano, prevalecerá la iniquidad. El hombre se rebelará contra la autoridad del Cielo. Pero, así como Enoc, el pueblo de Dios buscará la pureza de corazón y la conformidad con la voluntad de su Señor, hasta que refleje la imagen de Cristo. Tal como lo hizo Enoc, anunciarán al mundo la segunda venida del Señor, y los juicios que merecerá la transgresión; y mediante su conversación y ejemplo santos condenarán los pecados de los impíos. Así como Enoc fue trasladado al cielo, así también los justos vivos serán traspuestos de la Tierra antes de la destrucción por medio del fuego (ver 1 Cor. 15:51, 52; 1 Tes. 4:16-18). 📖
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Los Escogidos | Capítulo 7
El Diluvio
Este capítulo está basado en Génesis 6 y 7.
En los días de Noé pesaba sobre la tierra una doble maldición: como consecuencia de la transgresión de Adán y del asesinato cometido por Caín. No obstante, la tierra todavía era bella. Las colinas estaban coronadas de majestuosos árboles; las planicies estaban endulzadas con la fragancia de miles de flores. Los frutos de la tierra eran de una abundancia casi ilimitada. Los árboles superaban en tamaño, belleza y perfecta proporción a los más hermosos del presente; su madera era de magnífica fibra y dura sustancia, muy parecida a la piedra, y apenas un poco menos durable que esta. Además, abundaban el oro, la plata y las piedras preciosas.
l linaje humano aun conservaba mucho de su vigor original. Había muchos gigantes, renombrados por su sabiduría, hábiles para proyectar las obras más sutiles y maravillosas, pero que daban rienda suelta a la iniquidad.
Dios otorgó ricos y variados dones a esos antediluvianos; pero los usaron para glorificarse a sí mismos, y los trocaron en maldición poniendo sus afectos en ellos más bien que en aquel que se los había dado. Trataron de superarse unos a otros en el embellecimiento de sus moradas con las más hábiles obras del ingenio humano. Se aturdían en escenas de placer y perversidad. No deseando conservar a Dios en su memoria, no tardaron en negar su existencia. Glorificaban al ingenio humano, adoraban las obras de sus propias manos, y enseñaban a sus hijos a postrarse ante imágenes esculpidas.
El salmista describe el efecto producido por la adoración de ídolos en quienes la practican. “Semejantes a ellos son sus hacedores, y todos los que confían en ellos” (Sal. 115:8). Es una ley de la mente humana que somos transformados por medio de la contemplación. Si la mente no sube nunca más arriba que el nivel humano, si no se eleva mediante la fe para contemplar la sabiduría y el amor infinitos, el hombre irá hundiéndose cada vez más. “Dios vio que la tierra estaba corrompida y llena de violencia [...]; que la maldad del ser humano en la tierra era muy grande, y que todos sus pensamientos tendían siempre hacia el mal” (Gén. 6:11, 5). Su Ley fue transgredida, y como resultado cometieron todo pecado concebible. La justicia fue pisoteada en el polvo, y el clamor de los oprimidos ascendió hasta el Cielo.
Indiferencia hacia la vida humana
La poligamia había sido introducida desde temprano, contra la divina voluntad manifestada en el principio. El Señor dio a Adán una mujer. Pero después de la Caída, los hombres prefirieron seguir sus deseos pecaminosos, y como consecuencia, aumentaron rápidamente los delitos y la desgracia. No se respetaba el vínculo matrimonial ni los derechos de propiedad. Los hombres se regocijaban en sus hechos de violencia. Gozaban matando a los animales; y el consumo de la carne como alimento los volvía aún más crueles y sedientos de sangre, hasta que llegaron a considerar la vida humana con indiferencia.
El mundo estaba en su infancia; no obstante, la iniquidad se había hecho tan profunda y general que Dios dijo: “Voy a borrar de la tierra al ser humano que he creado” (6:7). Declaró que su Espíritu no contendería para siempre con la humanidad culpable. Si los hombres no cesaban de pecar, los borraría de su creación; arrebataría las bestias de los campos, y la vegetación que les suministraba abundante abastecimiento de alimentos, y transformaría la bella Tierra en un vasto panorama de desolación y ruina.
Un barco para preservar la vida
Ciento veinte años antes del Diluvio, el Señor comunicó a Noé su propósito, y le ordenó que construyese un arca. Debía predicar que Dios iba a traer sobre la tierra un diluvio. Los que creyeran en el mensaje, y se preparasen mediante el arrepentimiento y la reforma, obtendrían perdón y serían salvos. Matusalén y sus hijos, que alcanzaron a oír las prédicas de Noé, le ayudaron en la construcción del arca.
Dios dio a Noé las dimensiones exactas del arca, y explícitas instrucciones acerca de su construcción. La sabiduría humana no podría haber ideado una estructura de tanta solidez y durabilidad. Dios fue el diseñador, y Noé, el maestro constructor. Tenía tres pisos, pero con solo una puerta en un costado. La luz entraba por la parte superior, y las distintas secciones estaban arregladas de tal modo que todas recibían luz. Se empleó madera de ciprés, que duraría cientos de años. La construcción de esta estructura fue un proceso lento y trabajoso. Debido al gran tamaño de los árboles y la naturaleza de su madera, se necesitó mucho más tiempo que ahora para prepararla. Se hizo todo lo humanamente posible para que la obra resultase perfecta; sin embargo, el arca de por sí no hubiera podido soportar la tempestad que vendría sobre la Tierra. Solo Dios podía preservar a sus siervos de las aguas borrascosas.
“Por la fe Noé, advertido sobre cosas que aún no se veían, con temor reverente construyó un arca para salvar a su familia. Por esa fe condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia que viene por la fe” (Heb. 11:7). Mientras Noé daba al mundo su mensaje de amonestación, se perfeccionó y manifestó su fe, ejemplo de creer exactamente lo que Dios dice. Todo lo que poseía lo invirtió en el arca. Cuando empezó a construir aquel inmenso barco en tierra seca, multitudes vinieron de todas las direcciones para ver aquella extraña escena y oír las palabras serias, fervientes, de aquel singular predicador.
Al principio pareció que muchos recibirían la advertencia; sin embargo, no se volvieron a Dios con verdadero arrepentimiento. Vencidos por la incredulidad reinante, se unieron a sus antiguos camaradas para rechazar el solemne mensaje. Algunos estaban profundamente convencidos, y hubieran aceptado las palabras de advertencia; pero eran tantos los que los ridiculizaban, que terminaron por participar del mismo espíritu, resistieron las invitaciones de misericordia, y pronto se hallaron entre los más atrevidos burladores. Nadie se hunde tanto en el pecado como los que una vez tuvieron luz, pero resistieron al convincente Espíritu de Dios.
No todos los hombres de aquella generación eran idólatras. Muchos profesaban ser adoradores de Dios. Alegaban que sus ídolos eran imágenes de la Deidad, y que por su medio el pueblo podía formarse una concepción más clara del Ser divino. Esta clase sobresalía en el menosprecio del mensaje de Noé, y finalmente declararon que la Ley divina ya no estaba en vigor; que era contrario al carácter de Dios castigar la transgresión. Su mente se había vuelto tan ciega, que creyeron de veras que el mensaje de Noé era un engaño.
El mundo se puso contra la justicia y las leyes de Dios, y Noé fue considerado un fanático. Grandes hombres del mundo, honrados y sabios, dijeron: “Las amenazas de Dios tienen como finalidad el intimidarnos, y nunca se realizarán. Nunca se producirá la destrucción del mundo por parte del Dios que la hizo ni el castigo de los seres que él creó. No teman, Noé es un descabellado fanático”. Persistieron en su desobediencia e impiedad, como si Dios no les hubiera hablado a través de su siervo.
Pero Noé se mantuvo como una roca en medio de la tempestad. Su relación con Dios le comunicaba la fuerza del poder infinito. Durante 120 años, su voz solemne anunciaba a oídos de esa generación acontecimientos que, en cuanto podía juzgar la sabiduría humana, eran imposibles.
Hasta entonces nunca había llovido; la tierra había sido regada por una niebla o el rocío. Los ríos nunca habían salido de sus cauces, sino que habían llevado sus aguas libremente hacia el mar. Leyes fijas habían mantenido las aguas dentro de sus límites naturales (ver Job 38:11).
A medida que transcurría el tiempo, los hombres, cuyo corazón a veces había temblado de temor, comenzaron a tranquilizarse. Razonaron que la naturaleza está por encima del Dios de la naturaleza. Si el mensaje de Noé fuese correcto, la naturaleza tendría que cambiar su curso. Demostraron su desdén por la amonestación de Dios haciendo exactamente las mismas cosas que habían hecho antes de recibir la advertencia. Continuaron sus fiestas y glotonerías; siguieron comiendo y bebiendo, plantando y edificando, haciendo planes con referencia al futuro. Afirmaban que si fuese cierto lo que Noé había dicho, los hombres de renombre –los sabios, los prudentes y los grandes– lo habrían comprendido.
Su tiempo de gracia estaba casi por concluir. El arca se terminó en todos sus aspectos como Dios lo había mandado, y fue provista de alimentos para hombres y bestias. Y entonces el siervo de Dios dirigió su última y solemne súplica a la gente. Les rogó que buscasen refugio mientras era posible encontrarlo. Nuevamente rechazaron sus palabras, y alzaron sus voces en son de burla y de mofa.
De repente, se vieron animales de toda especie viniendo desde las montañas y los bosques, y dirigiéndose tranquilamente hacia el arca. Los pájaros venían de todas las direcciones, y entraron en el arca en perfecto orden. Los animales, “de dos en dos entraron con Noé en el arca”, y de los animales limpios “siete parejas” (7:9, 2, RVR). Llamaron a los filósofos para que explicasen ese singular suceso, pero fue en vano. La raza condenada ahuyentó sus crecientes temores mediante ruidosas diversiones y pareció atraer sobre sí la ya despierta ira de Dios.
Dios mandó a Noé: “Entra en el arca con toda tu familia, porque tú eres el único hombre justo que he encontrado en esta generación” (7:1). Su influencia y su ejemplo habían sido una bendición para su familia. Dios salvó con él a todos los miembros de su familia.
Un ángel cierra la puerta
Las bestias del campo y las aves del aire habían entrado en su refugio. Noé y su familia estaban en el arca; y “el Señor cerró la puerta del arca” (7:16). La maciza puerta, que no podían cerrar los que estaban dentro, fue puesta lentamente en su sitio por manos invisibles. Noé quedó adentro y los que habían desechado la misericordia de Dios quedaron afuera. Asimismo, cuando Cristo deje de interceder por los hombres culpables, antes de su Venida en las nubes del cielo, la puerta de la misericordia será cerrada.
Entonces la gracia divina ya no refrenará más a los impíos, y Satanás tendrá dominio absoluto sobre los que hayan rechazado la misericordia. Pugnarán ellos por destruir al pueblo de Dios; pero así como Noé fue guardado en el arca, los justos serán escudados por el poder divino.
Durante siete días después que Noé y su familia entraran en el arca, no
aparecieron señales de la inminente tempestad. Durante ese tiempo se probó su fe. Fue un momento de triunfo para el mundo exterior. Se mofaron de las manifiestas señales del poder de Dios. Se reunieron en multitudes alrededor del arca para ridiculizar a sus ocupantes con una audacia violenta que no se habían atrevido a manifestar antes.
Pero al octavo día oscuros nubarrones cubrieron los cielos; y comenzó el estallido de los truenos y el centellear de los relámpagos. Pronto comenzaron a caer grandes gotas de agua. Nunca había presenciado el mundo cosa semejante, y el temor se apoderó del corazón de los hombres. Todos se preguntaban secretamente: “¿Será posible que Noé tenga razón y que el mundo se halle condenado a la destrucción?” Las bestias rondaban presas de terror. Entonces “se reventaron las fuentes del mar profundo y se abrieron las compuertas del cielo” (7:11). El agua se veía caer de las nubes cual enormes cataratas. Los ríos se salieron de cause e inundaron los valles. Torrentes de aguas brotaban de la tierra con fuerza indescriptible.
La gente presenció primero la destrucción de sus espléndidos edificios, sus bellos jardines y alamedas donde habían colocado sus ídolos, por los rayos. Los altares donde habían ofrecido sacrificios humanos fueron destruidos, y los adoradores temblaron ante el poder del Dios viviente.
A medida que la violencia de la tempestad aumentaba, el terror de los hombres y los animales era indescriptible. Por encima del rugido de la tempestad podían escucharse los lamentos de un pueblo que había despreciado la autoridad de Dios. El mismo Satanás, obligado a permanecer en medio de los revueltos elementos, temió por su propia existencia. Ahora lanzaba maldiciones contra Dios. Muchos, como Satanás, blasfemaban contra Dios. Otros, locos de terror, extendían las manos hacia el arca, implorando que les permitieran entrar. Finalmente, su conciencia despertó y se convencieron de que hay en los cielos un Dios que lo gobierna todo.
Le invocaron con fervor, pero los oídos del Creador no escucharon sus súplicas. En aquella terrible hora vieron que la transgresión de la Ley de Dios había ocasionado su ruina. Pero no sentían verdadero arrepentimiento ni verdadera repugnancia hacia el mal. Si se los hubiese librado del castigo, habrían vuelto a su desafío contra el Cielo.
Algunos se asieron del arca, hasta que fueron arrancados de ella por las embravecidas aguas, o por los choques contra las rocas y los árboles. Todas las fibras de la maciza arca temblaban cuando era golpeada por los vientos inmisericordes. Los rugidos de los animales que estaban dentro del arca expresaban su miedo y dolor. Pero continuaba flotando con toda seguridad. Ángeles habían sido enviados para preservarla.
Algunas personas se ataron, juntamente con sus hijos, sobre animales poderosos, sabiendo que estos subirían a los picos más altos para escapar de las crecientes aguas. Otros se ataron a árboles majestuosos en la cumbre de las colinas o montañas; pero los árboles fueron desarraigados, y lanzados a las bullentes olas. A medida que las aguas subían más y más, la gente huía a las más elevadas montañas en busca de refugio. En muchos lugares podía verse a hombres y animales que luchaban por asentar pie en un mismo sitio hasta que al fin unos y otros eran barridos por la furia de los elementos.
Desde las cimas más altas, los hombres contemplaban un enorme océano sin playas. Las solemnes amonestaciones del siervo de Dios ya no eran objeto de ridículo y mofa. ¡Cuánto habrían deseado estos pecadores condenados a morir que se les diera una hora más de gracia, otra invitación de labios de Noé! Pero el amor, no menos que la justicia, exigía que los juicios de Dios pusiesen término al pecado. Los que habían despreciado a Dios perecieron en las oscuras profundidades.
Condiciones antes del Diluvio
Los pecados que acarrearon la venganza sobre el mundo antediluviano existen hoy. El temor de Dios ha desaparecido del corazón de los hombres, y su Ley se trata con indiferencia y desdén. “Porque en los días antes del diluvio comían, bebían y se casaban y daban en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no supieron nada de lo que sucedería hasta que llegó el diluvio y se los llevó a todos. Así será en la venida del Hijo del hombre” (Mat. 24:38, 39). Dios no condenó a los antediluvianos por comer y beber; les había dado los frutos de la tierra en gran abundancia para satisfacer sus necesidades físicas. Su pecado consistió en que tomaron estas dádivas sin ninguna gratitud hacia el Dador, entregándose desenfrenadamente a la glotonería. Era lícito que se casaran. Dios dio instrucciones especiales tocantes a esa institución, revistiéndola de santidad y belleza. Pero el matrimonio fue pervertido y puesto al servicio de las pasiones humanas.
Condiciones semejantes hoy
Condiciones semejantes prevalecen hoy. Se complace al apetito sin restricción. Muchos de los que profesan ser cristianos comen y beben en compañía de los borrachos. La intemperancia entorpece los poderes morales y espirituales, y prepara el camino para la indulgencia de las pasiones bajas. Multitudes de personas se vuelven esclavos de sus pasiones, viven solo para el placer de los sentidos. El despilfarro permea todos los círculos sociales. La integridad se sacrifica a causa de la lujuria y la ostentación. El fraude, el soborno y el robo se cometen libremente. La prensa abunda en crónicas de crímenes ejecutados tan a sangre fría y sin causa, que parece que todo instinto de humanidad hubiese desaparecido. Esos crímenes atroces son sucesos tan comunes que apenas causan sorpresa. El espíritu de anarquía y los disturbios, una vez que escapen al dominio de las leyes, llenarán el mundo de miseria y desolación. El mundo antediluviano representa la condición a la cual la sociedad moderna está llegando rápidamente.
Dios mandó a Noé que diese aviso al mundo para que los hombres fuesen llevados al arrepentimiento, y para que así escapasen a la destrucción amenazante. A medida que se aproxima el momento de la segunda venida de Cristo, el Señor envía a sus siervos al mundo con una amonestación para que los hombres se preparen para ese gran acontecimiento. Multitudes han vivido transgrediendo la Ley de Dios, y ahora, con toda misericordia, las llama para que obedezcan sus sagrados preceptos. A todos los que abandonen sus pecados mediante el arrepentimiento hacia Dios y la fe en Cristo, se les ofrece perdón. Pero muchos rechazan sus amonestaciones y niegan la autoridad de su Ley.
Solo ocho almas de la vasta población antediluviana creyeron y obedecieron la palabra de Dios hablada a través de Noé. Antes que el Legislador venga a castigar a los desobedientes, exhorta a los transgresores a que se arrepientan y vuelvan a su lealtad; pero para la mayoría estas advertencias serán en vano. “En los últimos días vendrá gente burlona que, siguiendo sus malos deseos, se mofará: ‘¿Qué hubo de esa promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y nada ha cambiado desde el principio de la creación’ ” (2 Ped. 3:3, 4).
Jesús hizo esta pregunta significativa: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Luc. 18:8). “El Espíritu dice claramente que, en los últimos tiempos, algunos abandonarán la fe para seguir a inspiraciones engañosas y doctrinas diabólicas” (1 Tim. 4:1). “En los últimos días vendrán tiempos difíciles” (2 Tim. 3:1).
Cuando termine el tiempo de gracia
Mientras su tiempo de gracia estaba concluyendo, los antediluvianos se entregaban a una vida agitada de diversiones y festividades. Hoy, el mundo está absorto en los placeres y las diversiones. Hay constantemente abundancia de excitaciones que impiden que la gente sea impresionada por las únicas verdades que podrían salvarla de la destrucción que se avecina.
En los días de Noé, los filósofos declararon que era imposible que el mundo fuese destruido por el agua; asimismo hay ahora hombres de ciencia que tratan de probar que el mundo no puede ser destruido por fuego. Pero, cuando todos consideraban que la profecía de Noé era un engaño, entonces llegó la hora de Dios. El Legislador es superior a las leyes de la naturaleza. “Tal como sucedió en tiempos de Noé, así será el día en que se manifieste el Hijo del hombre” (Luc. 17:26, 30). “El día del Señor vendrá como un ladrón. En aquel día los cielos desaparecerán con un estruendo espantoso [...] y la tierra, con todo lo que hay en ella, será quemada” (2 Ped. 3:10).
Cuando los maestros de religión nos hablen de largos siglos de paz y prosperidad, y el mundo se halle absorbido por completo en plantar y edificar, en fiestas y diversiones, desechando las amonestaciones de Dios y burlándose de sus mensajeros, “entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina [...] y no escaparán” (1 Tes. 5:3, RVR). 📖
Los Escogidos | Capítulo 8
Después del Diluvio
Este capítulo está basado en Génesis 7:20 a 9:7.
Las aguas subieron quince codos por sobre las montañas más altas. A la familia del arca a menudo le pareció que todos perecerían, pues durante cinco largos meses su buque flotó de un lado para otro. Fue una prueba grave; pero la fe de Noé no vaciló.
Cuando las aguas comenzaron a bajar, el Señor guió el arca hacia un lugar protegido por un grupo de montañas preservadas por su poder. Esas montañas estaban muy poco separadas entre sí, y el arca se mecía en ese quieto refugio sin que el inmenso océano la agitara. Eso alivió a los cansados y sacudidos viajeros.
Noé y su familia anhelaban volver a pisar tierra firme. Cuarenta días después que se hicieran visibles las cimas de las montañas, enviaron un cuervo, para ver si la tierra ya estaba seca. No encontrando más que agua, el ave continuó yendo y viniendo. Siete días después se envió una paloma, la cual, al no encontrar dónde posarse, regresó al arca. Noé esperó siete días más, y nuevamente envió la paloma. Cuando esta regresó por la tarde con una hoja de olivo en el pico, hubo gran alborozo en el arca. Noé todavía esperó pacientemente hasta recibir instrucciones especiales para salir.
Finalmente un ángel del cielo abrió la maciza puerta y mandó al patriarca y a su familia que salieran a tierra y llevasen consigo todo ser viviente. Noé no se olvidó de aquel en virtud de cuyo misericordioso cuidado habían sido protegidos. Su primer acto después de salir del arca fue construir un altar y ofrecer un sacrificio, con lo que manifestó su gratitud hacia Dios por su liberación, y su fe en Cristo, el gran Sacrificio. Esta ofrenda agradó al Señor y de esto derivó una bendición, no solo para el patriarca y su familia, sino también para todos los que habrían de vivir en la Tierra. “El Señor se dijo a sí mismo: [...] ‘Nunca más volveré a maldecir la tierra por culpa [del ser humano]. [...] Mientras la tierra exista, habrá siembra y cosecha, frío y calor, verano e invierno, y días y noches” (Gén. 7:21, 22). Noé había vuelto a una tierra desolada, pero antes de preparar una casa para sí, construyó un altar para Dios. Su ganado era poco. No obstante, con alegría dio una parte al Señor, en reconocimiento de que todo era de él. Asimismo su misericordia hacia nosotros debe ser reconocida mediante actos de devoción y ofrendas para su causa.
La señal de bondad de Dios
Para evitar que los hombres temieran otro diluvio, el Señor animó a la familia de Noé mediante una promesa: “Estableceré mi pacto con vosotros [...] ni habrá más diluvio para destruir la tierra. [...] Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal del pacto entre mí y la tierra. Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver entonces mi arco en las nubes [...] y lo veré, y me acordaré del pacto perpetuo entre Dios y todo ser viviente” (Gén. 9:11-16, RVR).
¡Cuán grandes fueron la condescendencia y compasión que Dios manifestó hacia sus criaturas descarriadas!
Esto no significa que olvidaría, sino que nos habla en nuestro propio lenguaje. Cuando los niños preguntasen por el significado del glorioso arco que se extiende por el cielo, sus padres deberían repetir la historia del Diluvio, y explicarles que el Altísimo había colocado el arco en las nubes para asegurarles que las aguas no volverían jamás a inundar la Tierra. Sería un testimonio del amor divino hacia el hombre, y fortalecería su confianza en Dios.
En el cielo una semejanza del arco iris rodea el trono y recubre la cabeza de Cristo (Eze. 1:28; Apoc. 4:2, 3). Cuando por su impiedad el hombre provoca los juicios divinos, el Salvador intercede ante el Padre en su favor y señala el arco en las nubes, el arco iris que está en torno al trono, como recuerdo de la misericordia de Dios hacia el pecador arrepentido.
“Como en los días de Noé, cuando juré que las aguas del diluvio no volverían a cubrir la tierra. Así he jurado no enojarme más contigo, ni volver a reprenderte. [...] No cambiará mi fiel amor por ti ni vacilará mi pacto de paz, dice el Señor, que de ti se compadece” (Isa. 54:9, 10).
Cuando Noé miró las poderosas fieras que salían con él del arca, el Señor envió un ángel a su siervo con este mensaje de seguridad: “Todos los animales de la tierra sentirán temor y miedo ante ustedes: las aves, las bestias salvajes, los animales que se arrastran por el suelo, y los peces del mar.
Todos estarán bajo su dominio. Todo lo que se mueve y tiene vida, al igual que las verduras, les servirá de alimento. Yo les doy todo esto” (9:2, 3).
Antes de ese tiempo, Dios no había permitido al hombre que comiera carne; pero ahora que toda cosa verde había sido destruida, les dio permiso para que consumieran la carne de los animales limpios que habían sido preservados en el arca.
Toda la superficie de la Tierra fue cambiada por el Diluvio. Por doquiera yacían cadáveres de hombres y animales. El Señor no iba a permitir que permaneciesen allí para infectar el aire por su descomposición. Un viento violento, enviado para secar las aguas, las agitó con gran fuerza, de modo que en algunos casos derribaron las cumbres de las montañas y amontonaron árboles, rocas y tierra sobre los cadáveres. De la misma manera, la plata y el oro, las maderas escogidas y las piedras preciosas, que habían enriquecido y adornado el mundo antediluviano, fueron ocultados; la violenta acción de las aguas amontonó tierra y rocas sobre estos tesoros, y en algunos casos se formaron montañas sobre ellos. Dios vio que cuanto más enriquecía y hacía prosperar a los impíos, tanto más corrompían sus caminos delante de él.
Las montañas, una vez tan bellas en su perfecta simetría, ahora eran quebradas e irregulares. Piedras, riscos y rocas escabrosas estaban ahora diseminados por la superficie de la Tierra. Donde habían estado los tesoros más valiosos de oro, plata y piedras preciosas, se veían las mayores señales de la maldición. Pero en las regiones deshabitadas, y donde había habido menos crímenes, la maldición descendió más levemente. Las más terribles manifestaciones que el mundo jamás haya visto hasta ahora serán presenciadas cuando Cristo vuelva por segunda vez. Cuando los rayos del cielo se unan con el fuego de la Tierra, las montañas arderán como un horno, y arrojarán terroríficos torrentes de lava que cubrirán jardines y campos, aldeas y ciudades. Por doquiera habrá espantosos terremotos y erupciones.
Así Dios destruirá a los impíos de la Tierra. Pero los justos serán preservados, como lo fue Noé en el arca. El salmista dice: “Ya que has puesto al Señor por tu refugio, al Altísimo por tu protección, ningún mal habrá de sobrevenirte, ninguna calamidad llegará a tu hogar” (Sal. 91:9, 10; ver vers. 14; y Sal. 27:5). 📖
Los Escogidos | Capítulo 9
La semana literal
Así como el sábado, la semana se originó en la Creación, y fue preservada a través de la historia bíblica. Dios mismo dio la primera semana. Consistió en siete días literales. Se emplearon seis días en la obra de la Creación; en el séptimo, Dios reposó y luego bendijo ese día y lo puso aparte como día de descanso para el hombre. “Por cuanto el Señor en seis días hizo el cielo, y la tierra, y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó en el día séptimo; por esto bendijo el Señor el día del sábado, y le santificó” (Éxo. 20:8, 11, Torres Amat).
Esta razón resulta bella y plausible cuando entendemos que los días de la Creación son literales. Los primeros seis días de la semana fueron dados al hombre para trabajar. En el día séptimo el hombre ha de abstenerse de trabajar, en conmemoración del reposo del Creador.
Pero la suposición de que los acontecimientos de la primera semana requirieron miles y miles de años es escepticismo en su forma más insidiosa y, por tanto, más peligrosa. Su verdadero carácter está disfrazado de tal manera que la sostienen y enseñan muchos que dicen creer en la Biblia. “Por la palabra del Señor fueron creados los cielos, y por el soplo de su boca, las estrellas” (Sal. 33:6). La Biblia no reconoce largos períodos en los cuales la tierra fuera saliendo lentamente del caos. Acerca de cada día de la Creación, las Santas Escrituras declaran que consistía en una tarde y una mañana, como todos los demás días que siguieron desde entonces.
Los geólogos alegan que en la misma tierra se encuentra la evidencia de que esta es mucho más vieja de lo que enseña el relato del Génesis. Han descubierto huesos de seres humanos y de animales mucho mayores que los que existen hoy día, y de esto infieren que la tierra estaba poblada mucho tiempo antes de lo observado en el registro de la Creación. Semejante razonamiento ha llevado a muchos profesos creyentes de la Biblia a adoptar la posición de que los días de la Creación fueron períodos larguísimos e indefinidos.
Pero sin la historia bíblica, la geología no puede probar nada. Los vestigios que se encuentran en la tierra dan evidencia de condiciones que, en muchos aspectos, son muy diferentes de las actuales; pero el tiempo en que imperaron esas condiciones solo puede saberse mediante el Registro Inspirado. En la historia del Diluvio, la inspiración explicó lo que la geología sola jamás podría desentrañar. En los días de Noé, hombres, animales y árboles, de un tamaño muchas veces mayor que el de los existentes actualmente, fueron sepultados, y de ese modo preservados como una evidencia para las generaciones posteriores de que los antediluvianos perecieron por un diluvio. Dios quiso que el descubrimiento de esas cosas estableciese la fe de los hombres en la historia sagrada; pero estos, con su vano raciocinio, caen en el mismo error en que cayeron los antediluvianos: al hacer un mal uso de las cosas que Dios les dio para su beneficio, las tornan en maldición.
Algunos realizan un esfuerzo constante por explicar la obra de la Creación como resultado de causas naturales; y el razonamiento humano es aceptado aun por profesos cristianos. Hay muchos que se oponen a la investigación de las profecías, especialmente las de Daniel y el Apocalipsis, diciendo que son tan oscuras que no las podemos comprender; sin embargo, esas mismas personas reciben ansiosamente las suposiciones de los geólogos, que están en contradicción con el relato de Moisés. Nunca Dios reveló a los hombres la manera precisa en que llevó a cabo la obra de la Creación; la ciencia humana no puede escudriñar los secretos del Altísimo (ver Deut. 29:29).
Quienes dejan a un lado la Palabra de Dios y pugnan por explicar las obras creadas de acuerdo con principios científicos, flotan sin carta de navegación o brújula en un océano ignoto. Aun los cerebros más notables, si en sus investigaciones no son guiados por la Palabra de Dios, se confunden en sus intentos por delinear las relaciones de la ciencia y la revelación. Los que dudan de la certeza de los relatos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento serán inducidos a dar un paso más y a dudar de la existencia de Dios; y luego, habiendo perdido sus anclas, se verán entregados a su propia suerte para encallar finalmente en las rocas del escepticismo.
La Biblia no se ha de probar por medio de las ideas de los hombres de ciencia. Los escépticos que leen la Biblia para poder cavilar acerca de ella pueden, mediante una comprensión imperfecta de la ciencia o de la revelación, sostener que encuentran contradicciones entre ellas; pero cuando se las entiende correctamente, están en perfecta armonía. Moisés escribió bajo la dirección del Espíritu de Dios; y una teoría geológica correcta nunca presentará descubrimientos que no puedan conciliarse con los asertos inspirados.
La ciencia verdadera coincide con la Biblia
En la Palabra de Dios hay muchos interrogantes que los más profundos eruditos jamás podrán contestar. Aun en las cosas comunes de la vida diaria, hay mucho que las mentes finitas, con toda su jactanciosa sabiduría, no podrán jamás comprender plenamente.
Sin embargo, los hombres de ciencia creen que ellos pueden comprender la sabiduría de Dios. Se ha generalizado mucho la idea de que Dios está limitado por sus propias leyes. Los hombres niegan o ignoran su existencia, o piensan que pueden explicarlo todo, aun la acción de su Espíritu sobre el corazón humano; y ya no reverencian su nombre.
Muchos enseñan que las operaciones de la naturaleza se llevan a cabo en armonía con leyes fijas, en las que Dios mismo no puede intervenir. Esta es una ciencia falsa. La naturaleza es la sierva de su Creador. Dios no anula sus leyes; las usa continuamente como sus instrumentos. Existe en la naturaleza la acción continua del Padre y el Hijo. Cristo dice: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17, RVR).
En cuanto se refiere a este mundo, la obra de la Creación de Dios está terminada, pues “su trabajo quedó terminado con la creación del mundo” (Heb. 4:3). Pero su energía sigue ejerciendo su influencia para sustentar los objetos de su Creación. Toda respiración, toda palpitación del corazón, es una evidencia del completo cuidado que tiene de todo lo creado aquel en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hech. 17:28). La mano de Dios dirige los planetas, y los mantiene en su puesto. Él “ordena la multitud de estrellas una por una, y llama a cada una por su nombre. ¡Es tan grande su poder, y tan poderosa su fuerza, que no falta ninguna de ellas!” (Isa. 40:26). En virtud de su poder la vegetación florece, aparecen las hojas, y las flores se abren. Es él quien “hace crecer la hierba en los montes” (Sal. 147:8), y por su poder los valles se fertilizan. “Los animales del bosque [...] piden que Dios les dé su comida” (104:20, 21, DHH), y toda criatura viviente, desde el diminuto insecto hasta el hombre, dependen diariamente de su divina providencia.
Toda ciencia verdadera está en armonía con sus obras; toda educación verdadera nos induce a obedecer a su gobierno. La ciencia abre nuevas maravillas ante nuestra vista; se remonta alto, y explora nuevas profundidades; pero de su búsqueda no trae nada que esté en conflicto con la revelación divina. El libro de la naturaleza y la Palabra escrita se iluminan mutuamente.
Los hombres podrán investigar y aprender siempre, pero habrá siempre un infinito inalcanzable para ellos. Las obras de la Creación testifican del poder y la grandeza de Dios (ver Sal. 19:1). Los que reciben la Palabra escrita como su consejera encontrarán en la ciencia un auxiliar para comprender a Dios. “Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Rom. 1:20). 📖
Los Escogidos | Capítulo 10
Idiomas confundidos
Este capítulo está basado en Génesis 9:25-27 y 11:1-9.
Para repoblar la Tierra, de la cual el Diluvio había barrido toda corrupción moral, Dios había preservado una sola familia, la casa de Noé, a quien había manifestado: “Tú eres el único hombre justo que he encontrado en esta generación” (Gén. 7:1). Sin embargo, entre los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, se pudo prever el carácter de sus descendientes.
Hablando por inspiración divina, Noé predijo la historia de las tres grandes razas que habrían de proceder de estos padres de la humanidad. Al hablar de los descendientes de Cam, refiriéndose al hijo más que al padre, Noé manifestó: “¡Maldito sea Canaán! Será de sus dos hermanos el más bajo de sus esclavos” (Gén. 9:25). El monstruoso crimen de Cam reveló la vileza de su carácter. Estas características malignas se perpetuaron en Canaán y su posteridad.
En cambio, la reverencia manifestada por Sem y Jafet hacia los estatutos divinos prometía un futuro más brillante a sus descendientes. Acerca de estos hijos fue declarado: “Que el Señor mi Dios bendiga a Sem, y que Canaán sea su siervo. Que engrandezca Dios a Jafet; que habite en las tiendas de Sem, y que Canaán sea su siervo” (9:26, 27, RVC). El linaje de Sem iba a ser el del pueblo escogido. De él iban a descender Abraham y el pueblo de Israel, por medio del cual habría de venir Cristo. Y Jafet “habite en las tiendas de Sem”. Los descendientes de Jafet disfrutarían muy especialmente de las bendiciones del evangelio.
La posteridad de Canaán bajó hasta las formas más degradantes del paganismo. A pesar de que la maldición profética los había condenado a la esclavitud, Dios sobrellevó su impiedad y corrupción hasta que traspasaron los límites de la paciencia divina. Entonces, llegaron a ser esclavos de los descendientes de Sem y de Jafet.
La profecía de Noé no fijó el carácter y el destino de sus hijos. Pero reveló cuál sería el resultado de la conducta que habían escogido individualmente, y el carácter que habían desarrollado. Por regla general, los niños heredan la disposición y las tendencias de sus padres, e imitan su ejemplo. Así la vileza y la irreverencia de Cam se reprodujeron en su posteridad, y le acarrearon maldición durante muchas generaciones.
Por otro lado, ¡cuán ricamente fue premiado el respeto de Sem hacia su padre; y qué ilustre serie de hombres santos se ve en su posteridad!
Durante algún tiempo los descendientes de Noé continuaron habitando en las montañas donde el arca se había asentado. Pero a medida que se multiplicaban, la apostasía no tardó en causar división entre ellos. Los que deseaban olvidar a su Creador y desechar las restricciones de su Ley sintieron una constante molestia por las enseñanzas y el ejemplo de sus piadosos compañeros, y después de un tiempo decidieron separarse de quienes adoraban a Dios. Para lograr su fin emigraron a la llanura de Sinar, que estaba a orillas del río Éufrates. Les atraían la hermosa ubicación y la fertilidad del terreno.
Decidieron construir allí una ciudad, y en ella una torre de tan estupenda altura que fuera la maravilla del mundo. Dios había mandado a los hombres que se diseminaran por toda la Tierra; pero estos constructores de Babel decidieron mantener su comunidad unida y fundar una monarquía que a su tiempo abarcara toda la Tierra. Así su ciudad se convertiría en la metrópoli de un imperio universal; su gloria demandaría la admiración y el homenaje del mundo. La magnífica torre, que debía alcanzar hasta los cielos, estaba destinada a ser un monumento del poder y la sabiduría de sus constructores.
Los moradores de la llanura de Sinar no creyeron en el pacto de Dios que prometía no traer otro diluvio sobre la Tierra. Uno de sus fines, al construir la torre, fue el de conseguir su propia seguridad si ocurría otro diluvio. Y al poder ascender a la región de las nubes, esperaban descubrir la causa del Diluvio. Toda la empresa tenía por objeto exaltar aun más el orgullo de quienes la proyectaron, y apartar de Dios a las generaciones futuras.
Cuando la torre estuvo parcialmente completa, de repente, la obra que avanzaba tan prósperamente se interrumpió. Fueron enviados ángeles para anular los propósitos de los edificadores. La torre había alcanzado una gran altura; por tanto, fueron colocados hombres en diferentes puntos para recibir y transmitir al siguiente las órdenes acerca del material que se necesitaba.
Entonces se les confundió el lenguaje, de modo que al pasar los mensajes a menudo las instrucciones dadas eran contrarias a las recibidas. Toda la obra se detuvo. Los edificadores no podían explicarse esas extrañas equivocaciones entre ellos, y en su ira y desengaño se dirigían reproches unos a otros. Como prueba del desagrado de Dios, cayeron rayos del cielo que destruyeron la parte superior de la torre y la derribaron a tierra.
Hasta esa época, todos los hombres habían hablado el mismo idioma; ahora los que podían entenderse se reunieron en grupos y unos tomaron un camino, y otros, otro. “Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra” (11:8). Esta dispersión obligó a los hombres a poblar la Tierra, y así el propósito de Dios se alcanzó por el medio empleado por ellos para evitarlo.
Pero ¡a costa de cuánta pérdida! Era el propósito del Creador que a medida que los hombres fuesen a fundar naciones en distintas partes de la Tierra, llevasen consigo la luz de la verdad. Noé, el fiel predicador de la justicia, vivió 350 años después del Diluvio, Sem vivió 500 años, y así sus descendientes tuvieron oportunidad de conocer los requerimientos de Dios y la historia de su trato con sus padres. Pero no querían retener a Dios en su conocimiento; y, en gran medida, por causa de la confusión de lenguas fueron excluidos de la comunicación con quienes podrían haberles dado luz.
Satanás trató de acarrear menosprecio sobre las ofrendas expiatorias que prefiguraban la muerte de Cristo; y a medida que la mente de los hombres iba entenebreciéndose con la idolatría, los indujo a falsificar esas ofrendas, y a sacrificar a sus propios hijos sobre los altares de sus dioses. A medida que los hombres se alejaban de Dios, los atributos divinos –la justicia, la pureza y el amor– fueron reemplazados por la opresión, la violencia y la brutalidad.
Los hombres de Babel habían decidido establecer un gobierno independiente de Dios. Sin embargo, algunos entre ellos temían al Señor. Por amor a estos el Señor retardó sus juicios, y dio tiempo a los seres humanos para que revelasen su carácter verdadero. Los hijos de Dios obraban para hacerles cambiar su propósito; pero aquellos estaban plenamente unidos en su atrevida empresa contra el Cielo. Si no se los hubiese reprimido, habrían desmoralizado al mundo cuando todavía era joven. Si se hubiese permitido esta confederación, un formidable poder habría procurado desterrar la justicia –y con ello la paz, la felicidad y la seguridad– de este mundo.
Los que temían al Señor le imploraron que intercediese. “Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres” (11:5). Por misericordia hacia el mundo, Dios frustró el propósito de los edificadores de la torre. Por misericordia, confundió su lenguaje y estorbó sus propósitos de rebelión. Dios soporta pacientemente la perversidad de los hombres, dándoles oportunidad para arrepentirse. De vez en cuando la mano invisible se extiende para reprimir la iniquidad. Se da evidencia inequívoca de que el Creador del universo es el Gobernante supremo del cielo y de la Tierra, cuyo poder nadie puede desafiar impunemente.
Hay constructores de torres en nuestros días. Los incrédulos pretenden juzgar el gobierno moral de Dios; desprecian su Ley y se jactan de la suficiencia de la razón humana. Y, “cuando no se ejecuta rápidamente la sentencia de un delito, el corazón del pueblo se llena de razones para hacer lo malo” (Ecl. 8:11).
La torre de Babel de hoy
Muchos se alejan de las claras enseñanzas de la Biblia y construyen un credo fundado en especulaciones humanas y fábulas agradables, y señalan a su “torre” como una manera de subir al cielo. Labios elocuentes enseñan que el transgresor no morirá, que la salvación se puede obtener sin obedecer la Ley de Dios. Si los que profesan ser discípulos de Cristo aceptaran las normas de Dios, se unirían entre sí; pero mientras se ensalce la sabiduría humana por encima de la santa Palabra, habrá divisiones y disensiones. La confusión existente entre credos y sectas contrarias se representa adecuadamente por medio del término “Babilonia”, que la profecía aplica a las iglesias mundanas de los últimos días (ver Apoc. 14:8; 18:2).
El tiempo de la investigación de Dios ha llegado. Su poder soberano se revelará; las obras del orgullo humano serán abatidas. 📖
Los Escogidos | Capítulo 11
El padre de la fe
Este capítulo está basado en Génesis 12.
Después de Babel, la idolatría llegó a ser otra vez casi universal, y el Señor dejó finalmente que los transgresores empedernidos siguiesen sus malos caminos, mientras elegía a Abraham, del linaje de Sem, con el fin de hacerle depositario de su Ley para las futuras generaciones. Dios siempre preservó un remanente para conservar las preciosas revelaciones de su voluntad. El hijo de Taré se convirtió en el heredero de este santo cometido. Incorrupto en medio de la apostasía prevaleciente, se mantuvo firme en la adoración del único Dios verdadero. Él comunicó su voluntad a Abraham, y le dio un conocimiento de su Ley y de la salvación a través de Cristo.
A Abraham se le dio la promesa: “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; haré famoso tu nombre, y serás una bendición” (Gén. 12:2). Y a esto se le agregó la seguridad de que de su linaje descendería el Redentor del mundo: “Por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra” (12:3). Sin embargo, como condición primordial para su cumplimiento, su fe iba a ser probada; se le exigiría un sacrificio.
El mensaje de Dios a Abraham fue: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (12:1). Su carácter debía ser peculiar, diferente del de todo el mundo. Ni siquiera podía explicar su manera de obrar para que la entendiesen sus amigos. Sus motivos y acciones no fueron comprendidos por sus parientes idólatras.
La obediencia incondicional de Abraham es una de las más notables evidencias de fe de toda la Sagrada Escritura (ver Heb. 11:8). Confiando en la promesa divina, abandonó su hogar, sus parientes y su tierra nativa; y salió, sin saber adónde iba, para andar por donde Dios lo condujera. “Por la fe se radicó como extranjero en la tierra prometida, y habitó en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, herederos también de la misma promesa” (12:9).
Había fuertes vínculos que lo ataban a su tierra, a sus parientes y a su hogar. Pero no vaciló en obedecer el llamado. Nada preguntó en cuanto a la tierra prometida; si el suelo era fértil y el clima saludable. El lugar más feliz de la Tierra era donde Dios quería que estuviese.
Muchos continúan siendo probados como lo fue Abraham. No oyen la voz de Dios hablándoles directamente desde el cielo; pero, en cambio, son llamados mediante las enseñanzas de su Palabra y los acontecimientos de su Providencia. Se les puede pedir que abandonen una carrera que promete riquezas y honores, que dejen afables y provechosas amistades, y que se separen de sus parientes, para entrar en lo que parezca ser solo un sendero de abnegación, trabajos y sacrificios. Dios tiene una obra para ellos; pero una vida fácil y la influencia de las amistades y los parientes impediría el desarrollo de los rasgos esenciales para su realización.
¿Quién está listo para renunciar a los planes que ha abrigado en cuanto le llame la Providencia? ¿Quién aceptará nuevas obligaciones y entrará en campos inexplorados para hacer la obra de Dios? El que haga esto tiene la fe de Abraham, y compartirá con él “un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Cor. 4:17, RVR; ver también Rom. 8:18).
El llamamiento del cielo le llegó a Abraham por primera vez mientras vivía en “Ur de los caldeos” (Gén. 11:31), y, obediente, se trasladó a Harán. Hasta allí lo acompañó la familia de su padre, pues ellos mezclaban la adoración del Dios verdadero con su idolatría. Allí permaneció Abraham hasta la muerte de Taré.
A lo desconocido
Pero después de la muerte de su padre la voz divina le ordenó proseguir su peregrinación. Además de Sara, la esposa de Abraham, solo Lot escogió participar de la vida de peregrinaje del patriarca. Abraham poseía gran cantidad de ganado y un gran número de criados. Se alejaba de la tierra de sus padres para nunca más volver, y llevó consigo todo lo que poseía, “todos sus bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán” (12:5, RVR). En Harán, Abraham y Sara habían inducido a otros a adorar y servir al Dios verdadero. Estos lo acompañaron a la Tierra Prometida.
El sitio donde primero se detuvieron fue Siquem. A la sombra de las encinas de Moré, en un ancho y herboso valle, con olivares y manantiales borboteantes, entre los montes de Ebal y Gerizim, Abraham estableció su campamento. El patriarca había entrado en un país hermoso y bueno; “tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivas, de aceite y de miel” (Deut. 8:7, 8). Pero, una espesa sombra reposaba sobre las arboladas colinas y el fructífero valle. En los bosques había altares consagrados a los dioses falsos, y se ofrecían sacrificios humanos en las alturas vecinas.
Entonces “el Señor se le apareció a Abram y le dijo: Yo le daré esta tierra a tu descendencia” (12:7). Su fe se fortaleció con esta seguridad de que la divina presencia estaba con él, y de que no estaba abandonado a merced de los impíos. “Entonces Abram erigió un altar al Señor, porque se le había aparecido” (12:7). Continuando aún como peregrino, pronto se marchó a un lugar cerca de Betel, y de nuevo erigió un altar e invocó el nombre del Señor.
Abraham nos dio un digno ejemplo. La suya fue una vida de oración. Dondequiera que establecía su campamento, muy cerca de él también levantaba su altar, y llamaba a todos los que le acompañaban al sacrificio matutino y vespertino. Cuando retiraba su tienda, el altar permanecía. En años siguientes hubo entre los errantes cananeos algunos que habían sido instruidos por Abraham; y siempre que uno de ellos llegaba al altar, sabía quién había estado allí y adoraba al Dios viviente.
Abraham continuó su viaje hacia el sur; y otra vez fue probada su fe. Los cielos retuvieron la lluvia, y los ganados y las manadas no encontraban pastos. El hambre amenazaba a todo el campamento. ¿No pondría ahora el patriarca en tela de juicio la dirección de la Providencia? ¿No miraría hacia atrás anhelando la abundancia de las llanuras caldeas? A medida que una dificultad sucedía a la otra, todos observaban ansiosamente para ver qué haría Abraham. Al ver su confianza inquebrantable, sintieron que había esperanza; fueron confirmados de que Dios era su Amigo y seguía guiándole.
Abraham no podía explicar las directivas de la Providencia; sus expectativas no se habían cumplido; pero mantuvo su confianza en la promesa: “Y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición” (12:2). Con oraciones fervientes consideró la manera de preservar la vida de su pueblo y de su ganado, pero no permitió que las circunstancias perturbaran su fe en la palabra de Dios. Para escapar del hambre fue a Egipto. No abandonó Canaán, ni tampoco en su extrema necesidad se volvió a la tierra caldea de la cual había venido, donde no había escasez de pan; sino que buscó refugio temporal tan cerca de la Tierra Prometida como fuese posible, con la intención de regresar pronto al sitio donde Dios le había puesto.
En su providencia, el Señor proporcionó esta prueba a Abraham para enseñarle lecciones de sumisión, paciencia y fe; lecciones que habían de conservarse por escrito para beneficio de todos los que posteriormente iban a ser llamados a soportar aflicciones. Dios conduce a sus hijos por senderos que ellos desconocen, pero no olvida ni desecha a los que depositan su confianza en él. Los mismos sufrimientos que prueban tan severamente nuestra fe, y que nos hacen pensar que Dios nos ha olvidado, sirven para llevarnos más cerca de Cristo, para que echemos todas nuestras cargas a sus pies y experimentemos la paz que nos ha de dar en cambio.
Es en el fuego del crisol donde la escoria se separa del oro puro del carácter cristiano. Es por medio de pruebas estrictas y reveladoras como Dios disciplina a sus siervos. Él ve que algunos tienen aptitudes que pueden usarse en el progreso de su obra, los coloca en situaciones que prueban su carácter, y revelan defectos y debilidades que estaban ocultos para ellos mismos. Les da la oportunidad de corregir esos defectos, y de prepararse para su servicio. Les muestra sus propias debilidades, y les enseña a depender de él; pues él es su única ayuda y salvaguardia. Así alcanza su objetivo. Son educados, adiestrados, disciplinados y preparados para cumplir el gran propósito para el cual recibieron sus capacidades. Cuando Dios los llama a actuar, están listos, y los ángeles celestiales pueden ayudarlos en la obra que debe hacerse en la Tierra.
El triste error de Abraham
En Egipto, Abraham dio evidencias de que no estaba libre de la debilidad y la imperfección humanas. Al ocultar el hecho de que Sara era su esposa, reveló desconfianza en el amparo divino, una falta de esa fe y ese valor elevadísimos tan frecuente y noblemente manifestados en su vida. Sara era una “mujer muy hermosa”, y Abraham no dudó de que los egipcios de piel oscura codiciarían a la hermosa extranjera, y que para conseguirla no tendrían escrúpulos en matar a su esposo. Razonó que no mentía al presentar a Sara como su hermana, pues ella era hija de su padre, aunque no de su madre.
Pero esto era un engaño. Ningún desvío de la estricta integridad puede merecer la aprobación de Dios. A causa de la falta de fe de Abraham, Sara se vio en gran peligro. El rey de Egipto, habiendo oído hablar de su belleza, la hizo llevar a su palacio, pensando hacerla su esposa. Pero el Señor, en su gran misericordia, protegió a Sara, enviando plagas sobre la familia real. Por este medio supo el monarca la verdad del asunto, e indignado por el engaño de que había sido objeto, devolvió su esposa a Abraham reprendiéndole así: “¿Qué me has hecho? ¿Por qué no me dijiste que era tu esposa? ¿Por qué dijiste que era tu hermana? ¡Yo pude haberla tomado por esposa! ¡Anda, toma a tu esposa y vete!” (12:18, 19).
La despedida que Faraón dio a Abraham fue amable y generosa; pero le pidió que saliera de Egipto, pues no se atrevía a permitirle permanecer en el país. Sin saberlo, el rey había estado a punto de hacerle un gran daño; pero Dios se había interpuesto, y había salvado al monarca de cometer tan grande pecado. Faraón vio en este extranjero a un hombre honrado por el Dios del cielo, y temió tener en su reino a una persona que tan evidentemente gozaba del favor divino. Si Abraham se quedaba en Egipto, su creciente riqueza y honor podrían despertar la envidia y la codicia de los egipcios, quienes podrían causarle algún daño, por el cual el monarca sería considerado responsable, lo cual podría atraer nuevamente juicios sobre la familia real.
La amonestación dada a Faraón resultó ser una protección para Abraham en sus relaciones futuras con los pueblos paganos; pues el asunto no pudo conservarse en secreto, y era evidente que el Dios a quien Abraham adoraba protegía a su siervo, y que cualquier daño que se le hiciese sería vengado. Es asunto peligroso dañar a uno de los hijos del Rey del cielo. El salmista dijo que Dios “a nadie permitió que los oprimiera, sino que por ellos reprendió a los reyes: No toquen a mis ungidos; no hagan daño a mis profetas” (Sal. 105:14, 15). 📖
Los Escogidos | Capítulo 12
Un buen vecino en Canaán
Este capítulo está basado en Génesis 13 al 15; 17:1-16; y 18.
Abraham volvió a Canaán “muy rico en ganado, plata y oro” (Gén. 13:2). Lot aún estaba con él, y de nuevo llegaron a Betel, y establecieron su campamento. En medio de las penurias y pruebas habían vivido juntos en perfecta armonía, pero en su prosperidad había peligro de discordias entre ellos. Los pastos no eran suficientes para el ganado de ambos. Era evidente que debían separarse. Abraham fue el primero en sugerir planes para mantener la paz. A pesar de que Dios mismo le había dado toda esa tierra, muy cortésmente renunció a su derecho.
“No debe haber pleitos entre nosotros, ni entre nuestros pastores, porque somos parientes. Allí tienes toda la tierra a tu disposición. Por favor, aléjate de mí. Si te vas a la izquierda, yo me iré a la derecha, y si te vas a la derecha, yo me iré a la izquierda” (13:8, 9).
¡Cuántos, en circunstancias semejantes, habrían procurado a toda costa sus derechos y preferencias personales! ¡Cuántas familias se han desintegrado por esa razón! ¡Cuántas iglesias se han dividido, dando lugar a que la causa de la verdad sea objeto de burlas y menosprecio entre los impíos! Los hijos de Dios forman una sola familia en todo el mundo, y debería guiarlos el mismo espíritu de amor y concordia. “Ámense los unos a los otros con amor fraternal; respetándose y honrándose mutuamente” (Rom. 12:10). La voluntad de tratar a otros como deseamos ser tratados nosotros eliminaría la mitad de las dificultades de la vida. El espíritu de ensalzamiento propio es el espíritu de Satanás; pero el corazón que abriga el amor de Cristo poseerá esa caridad que no busca lo suyo.
Lot no manifestó gratitud hacia su bienhechor. Trató egoístamente de apoderarse de las mejores ventajas. “Lot levantó la vista y observó que todo el valle del Jordán, hasta Zoar, era tierra de regadío, como el jardín del Señor o como la tierra de Egipto” (13:10). La región más feraz de toda Palestina era el valle del Jordán, que a quienes lo veían les recordaba el Paraíso perdido, pues igualaba en hermosura y producción a las llanuras fertilizadas por el Nilo que habían dejado poco tiempo atrás. También había ciudades, ricas y hermosas, que invitaban a hacer negocios provechosos en sus concurridos mercados. Encandilado por sus visiones de ganancias materiales, Lot pasó por alto los males morales y espirituales que encontraría allí. “Entonces Lot escogió para sí todo el valle del Jordán, y [...] se fue a vivir entre las ciudades del valle, estableciendo su campamento cerca de la ciudad de Sodoma” (13:11, 12). ¡Cuán mal previó los terribles resultados de esa elección egoísta!
En esas frescas y altas mesetas –con sus olivares y viñedos, sus campos de granos y las amplias tierras de pastoreo circundadas de colinas– habitó Abraham, satisfecho con su vida sencilla, dejando a Lot el peligroso lujo del valle de Sodoma.
Abraham no dejó de ejercer su influencia entre sus vecinos. Su vida y su carácter, en marcado contraste con la de los idólatras, ejercían una influencia notable en favor de la fe verdadera. Su fidelidad hacia Dios era inquebrantable, en tanto que su afabilidad y benevolencia inspiraban confianza y amistad.
Mientras Cristo more en el corazón, será imposible esconder la luz de su presencia. Brillará cada vez más a medida que las nieblas del egoísmo y del pecado que envuelven el alma sean disipadas por los brillantes rayos del Sol de justicia.
Los hijos de Dios son luces en medio de las tinieblas morales de este mundo. Esparcidos por todos los ámbitos de la tierra, en pueblos, ciudades y aldeas, son testigos de Dios, los canales a través de los cuales él ha de comunicar a un mundo incrédulo el conocimiento de su voluntad y las maravillas de su gracia. Él se propone que todos los que participan de la salvación sean luces que brillan en el carácter ante el mundo, y ponen de manifiesto el contraste que existe con las tinieblas que proceden del egoísmo del corazón natural.
Abraham era sabio en la diplomacia, y valiente y diestro en la guerra. A pesar de ser conocido como maestro de una nueva religión, tres príncipes, hermanos entre sí y soberanos de las llanuras de los amorreos donde él vivía, le demostraron su amistad invitándolo a aliarse con ellos para alcanzar mayor seguridad; pues el país estaba lleno de violencia y opresión. Muy pronto se le presentó una oportunidad para valerse de esta alianza.
Lot es rescatado por Abraham
Quedorlaomer, rey de Elam, había invadido la tierra de Canaán hacía catorce años, y la había hecho su tributario. Ahora varios de los príncipes se habían rebelado, y el rey elamita, con cuatro aliados, marchó de nuevo contra el país con el fin de someterlo. Cinco reyes de Canaán salieron al encuentro de los invasores, pero solo para ser derrotados. Los invasores victoriosos saquearon las ciudades de la llanura, y se marcharon llevándose un rico botín y muchos prisioneros, entre los cuales estaban Lot y su familia.
Abraham fue enterado por un fugitivo de lo ocurrido en aquella batalla y de la desgracia en que había caído su sobrino. Se despertó por él todo su afecto, y decidió que lo rescataría. Abraham buscó, ante todo, el consejo divino, y se preparó para la guerra. De su propio campamento reunió a 318 siervos adiestrados, hombres educados en el temor de Dios, en el servicio de su señor y en el uso de las armas. Sus aliados –Mamre, Escol y Aner– se le unieron con sus grupos, y juntos salieron en persecución de los invasores. Los elamitas y sus aliados habían acampado en Dan, en la frontera septentrional de Canaán. Envalentonados por su victoria, y sin temer un asalto de parte de sus enemigos vencidos, se habían entregado por completo a la orgía. El patriarca dividió sus fuerzas de tal manera que estas se aproximaran por distintos puntos, y convergieran en el campamento enemigo, y lo atacaran durante la noche. Su ataque, vigoroso e inesperado, logró una rápida victoria. El rey de Elam fue muerto, y sus fuerzas, presas de pánico, fueron totalmente derrotadas. Lot y su familia, con todos los demás prisioneros y sus bienes, fueron recuperados, y un rico botín de guerra cayó en poder de los vencedores.
Abraham no solo había prestado un gran servicio al país, sino que además se reveló como hombre de valor. Se vio que la justicia no es cobardía, y que la religión de Abraham le daba valor para mantener el derecho y defender a los oprimidos. A su regreso, el rey de Sodoma le salió al encuentro, y le solicitó solo la entrega de los prisioneros. Conforme a las leyes de la guerra, el botín pertenecía a los vencedores; pero Abraham no había emprendido esta expedición con el objeto de obtener lucro, y rehusó aprovecharse de los desdichados; solo estipuló que sus aliados recibiesen la porción a que tenían derecho.
Muy pocos, si fueran sometidos a la misma prueba, hubiesen resistido la tentación de asegurarse tan rico botín. Su ejemplo es un reproche para los espíritus egoístas. “He jurado –dijo Abraham– por el Señor, el Dios altísimo, creador del cielo y de la tierra, que no tomaré nada de lo que es tuyo, ni siquiera un hilo ni la correa de una sandalia. Así nunca podrás decir: Yo hice rico a Abram” (14:22, 23). Dios había prometido bendecir a Abraham, y a él debía adjudicársele la gloria.
Otro que salió a dar la bienvenida al victorioso patriarca fue Melquisedec, rey de Salem. Como “sacerdote del Dios altísimo”, bendijo a Abraham, y dio gracias al Señor, quien había obrado tan grande liberación por medio de su siervo. Y “Abram le dio el diezmo de todo” (18:18, 20).
Abraham había sido hombre de paz, y, hasta donde había podido, había evitado toda enemistad y contienda; y con horror recordaba la escena de matanza que había presenciado. Sin duda, las naciones cuyas fuerzas había derrotado intentarían invadir de nuevo Canaán, y le harían a él objeto especial de su venganza. Por otro lado, no había tomado posesión de Canaán, ni podía esperar ya un heredero en quien la promesa se hubiese de cumplir.
En una visión nocturna, Abraham oyó otra vez la voz divina: “No temas, Abram. Yo soy tu escudo, y muy grande será tu recompensa” (15:1). ¿Cómo iba a cumplirse la promesa del pacto, mientras se le negaba la dádiva de un hijo? “Señor y Dios, ¿para qué vas a darme algo, si aún sigo sin tener hijos? [...] Mi herencia la recibirá uno de mis criados” (15: 2, 3). Se proponía adoptar a su fiel siervo Eliezer como hijo y heredero. Pero se le aseguró que un hijo propio habría de ser su heredero. Entonces Dios lo llevó fuera de su tienda, y le dijo que mirara las innumerables estrellas que brillaban en los cielos; y mientras lo hacía, le fueron dirigidas las siguientes palabras: “Así será tu descendencia”. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (15:5; Rom. 4:3).
El Señor se dignó concertar un pacto con su siervo. Y oyó la voz de Dios diciéndole que no esperase la inmediata posesión de la Tierra Prometida, y anunciándole los sufrimientos que su posteridad tendría que soportar antes de tomar posesión de Canaán. Le fue revelado el plan de la Redención, en la muerte de Cristo, el gran Sacrificio, y su venida en gloria. También vio Abraham la tierra restaurada a su belleza edénica, que se le daría a él por posesión perpetua, como el pleno y final cumplimiento de la promesa.
Cuando hacía casi 25 años que Abraham estaba en Canaán, el Señor se le apareció y le dijo: “Éste es el pacto que establezco contigo: Tú serás el padre de una multitud de naciones” (17:4). Como garantía del cumplimiento de este pacto, su nombre, Abram, fue cambiado en Abraham, que significa “padre de una multitud de naciones” (17:5). El nombre de Sarai se cambió por el de Sara, “princesa”; pues “será madre de naciones, y de ella surgirán reyes de pueblos” (17:16).
En ese tiempo le fue dado a Abraham el rito de la circuncisión. Este rito debía ser observado por el patriarca y sus descendientes como señal de que estaban separados de los idólatras y aceptos por Dios como su tesoro especial. Por ese rito se comprometían a cumplir, por su parte, las condiciones del pacto hecho con Abraham. No debían contraer matrimonio con los paganos; pues haciéndolo serían tentados a participar de las prácticas pecaminosas de otras naciones, y serían inducidos a la idolatría.
Abraham hospeda ángeles sin saberlo
Dios confirió un gran honor a Abraham. Los ángeles del cielo anduvieron y hablaron con él como con un amigo. Cuando los juicios de Dios estaban por caer sobre Sodoma, este hecho no le fue ocultado, y él se convirtió en intercesor de los pecadores para con Dios.
Un caluroso mediodía estival el patriarca estaba sentado a la puerta de su tienda y vio a lo lejos a tres viajeros que se aproximaban. Antes de llegar a su tienda, los forasteros se detuvieron. Sin esperar que le solicitasen favor alguno, Abraham con la mayor cortesía les pidió que le honrasen deteniéndose en su casa para descansar. Con sus propias manos les trajo agua para que se lavasen los pies y se quitasen el polvo del camino. Él mismo escogió los alimentos para los visitantes y, mientras descansaban bajo la sombra refrescante, se sirvió la mesa, y él se mantuvo respetuosamente al lado de ellos, mientras participaban de su hospitalidad. Este acto de cortesía fue considerado por Dios de suficiente importancia como para registrarlo en su Palabra; y mil años más tarde, un apóstol inspirado se refirió a él, diciendo: “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb. 13:2).
Abraham no había visto en sus huéspedes más que tres viajeros cansados, sin imaginarse que entre ellos había Uno a quien podía adorar sin cometer pecado. En ese momento le fue revelado el verdadero carácter de los mensajeros celestiales. Aunque iban en camino como mensajeros de ira, a Abraham, el hombre de fe, le hablaron primeramente de bendiciones.
“La comunión íntima de Jehová es con los que le temen” (Sal. 25:14). Abraham había honrado a Dios, y el Señor le honró, haciéndolo partícipe de sus consejos, y revelándole sus propósitos: “¿Le ocultaré a Abraham lo que estoy por hacer? [...] El clamor contra Sodoma y Gomorra resulta ya insoportable, y su pecado es gravísimo. Por eso bajaré, a ver si realmente sus acciones son tan malas como el clamor contra ellas me lo indica; y si no, he de saberlo” (18:17, 20). Dios conocía bien la medida de la culpabilidad de Sodoma; pero se expresó a la manera de los hombres, para que la justicia de su trato fuese comprendida. Antes de descargar sus juicios sobre los transgresores, iría él mismo a examinar su conducta; si no habían traspasado los límites de la misericordia divina, les concedería todavía más tiempo para que se arrepintieran.
Dos de los mensajeros celestiales se marcharon dejando a Abraham solo con aquel a quien reconocía ahora como el Hijo de Dios. Y el hombre de fe intercedió por los habitantes de Sodoma. Una vez los había salvado mediante su espada, ahora trató de salvarlos por medio de la oración. Lot y su familia habitaban aún allí; y el amor desinteresado que movió a Abraham a rescatarlo de los elamitas trató ahora de salvarlo de la tempestad del juicio divino, si era la voluntad de Dios.
Con profunda reverencia y humildad rogó: “Reconozco que he sido muy atrevido al dirigirme a mi Señor, yo, que apenas soy polvo y ceniza” (18:27). En su súplica no había confianza en sí mismo, ni jactancia de su propia justicia. No pidió un favor basado en su obediencia, o en los sacrificios que había hecho en cumplimiento de la voluntad de Dios. Siendo él mismo un pecador, intercedió en favor de los pecadores. Semejante espíritu deben tener todos los que se acercan a Dios. Abraham manifestó la confianza de un niño que suplica a un padre a quien ama. Se aproximó al Mensajero celestial, y fervientemente le hizo su petición. A pesar de que Lot habitaba en Sodoma, no participaba de la iniquidad de sus habitantes. Abraham pensó que en aquella populosa ciudad debía haber otros adoradores del verdadero Dios. Y tomando en consideración este hecho, suplicó: “¡Lejos de ti el hacer tal cosa!
¿Matar al justo junto con el malvado, y que ambos sean tratados de la misma manera? ¡Jamás hagas tal cosa! Tú, que eres el Juez de toda la tierra, ¿no harás justicia?” (18:25). Abraham no imploró solo una vez, sino muchas.
Atreviéndose a más a medida que se le concedía lo pedido, persistió hasta que obtuvo la seguridad de que aunque hubiese allí solo diez personas justas, la ciudad sería perdonada.
La oración de Abraham por Sodoma demuestra la ansiedad que debemos experimentar por los impíos. Debemos sentir odio por el pecado, pero compasión y amor por el pecador. En derredor nuestro hay almas que van hacia una ruina tan desesperada y terrible como la que sobrevino a Sodoma. Cada día termina el tiempo de gracia para algunos. Cada hora, algunos pasan más allá del alcance de la misericordia. ¿Dónde están las voces de amonestación y súplica que induzcan a los pecadores a huir de esta pavorosa condenación?
¿Quién ora por “Sodoma” hoy?
El espíritu de Abraham fue el espíritu de Cristo, el gran Intercesor en favor del pecador. Cristo manifestó por el pecador un amor que solo la bondad infinita podía concebir. En la agonía de la crucifixión, él mismo, cargado con el espantoso peso de los pecados del mundo, oró por sus vilipendiadores y asesinos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34).
El testimonio de Dios acerca de este fiel patriarca es: “Abraham me obedeció y cumplió mis preceptos y mis mandamientos, mis normas y mis enseñanzas”. “Sé que mandará a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, practicando la justicia y el derecho, para que el Señor haga venir sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Gén. 26:5; 18:19, RV2015). Fue un gran honor para Abraham ser el padre del pueblo que fue guardián y preservador de la verdad de Dios para el mundo, por medio del cual todas las naciones de la tierra iban a ser bendecidas con el advenimiento del Mesías. Abraham guardaría la Ley y se conduciría recta y justamente. Y no solo temería al Señor, sino que también cultivaría la religión en su hogar. Instruiría a su familia en la justicia. La Ley de Dios sería la norma de su hogar.
La familia de Abraham comprendía más de mil almas. Allí, como en una escuela, recibían una instrucción que los preparaba para ser representantes de la fe verdadera. Así que pesaba sobre Abraham una gran responsabilidad. Educaba a los padres de familia, y sus métodos de gobierno eran puestos en práctica en las casas que ellos presidían.
Era necesario vincular a los miembros de la familia, para construir una barrera contra la idolatría tan generalizada y arraigada en aquel entonces. Abraham trataba de evitar que los habitantes de su campamento se mezclaran con los paganos y presenciaran sus prácticas idólatras. Ponía el mayor cuidado en excluir toda forma de religión falsa y en impresionar las mentes con la majestad y gloria del Dios viviente como único objeto del culto.
Dios mismo había separado a Abraham de sus parientes idólatras, para que el patriarca pudiese adiestrar y educar a su familia alejada de las influencias seductoras que la hubieran rodeado en Mesopotamia, y para que la fe verdadera fuese preservada en su pureza por sus descendientes.
La influencia de la vida diaria
Abraham enseñó a sus hijos y su casa que estaban bajo el gobierno del Dios del cielo. No debía haber opresión por parte de los padres, ni desobediencia por parte de los hijos. La silenciosa influencia de su vida cotidiana era una lección constante. Había en esa vida una fragancia, una nobleza y una dulzura de carácter que revelaban a todos que Abraham estaba conectado con el Cielo. No descuidaba siquiera al más humilde de sus siervos. En su casa no había una ley para el amo y otra para el siervo; no había un camino real para el rico y otro para el pobre. Todos eran tratados con justicia y compasión, como coherederos de la gracia de la vida.
¡Cuán pocos siguen este ejemplo actualmente! Muchos padres manifiestan un sentimentalismo ciego y egoísta, mal llamado amor, que deja a los niños gobernarse por su propia voluntad cuando su juicio no se ha formado aún y los dominan pasiones indisciplinadas. Esto es una crueldad muy grande hacia la juventud, y un gran mal contra el mundo. La indulgencia de los padres provoca muchos desórdenes en las familias y en la sociedad. Confirma en los jóvenes el deseo de seguir sus inclinaciones, en lugar de someterse a los requerimientos divinos. Así crecen con aversión a cumplir la voluntad de Dios, y transmiten su espíritu irreligioso e insubordinado a sus hijos y a sus nietos. Enséñese a los niños a obedecer a la autoridad de sus padres, e impóngase esta obediencia como primer paso en la obediencia a la autoridad de Dios.
La enseñanza tan generalizada de que los estatutos divinos ya no están en vigor es, en sus efectos morales sobre las personas, semejante a la idolatría. Los padres no mandan a su familia que siga el camino del Señor. No hacen de la Ley de Dios la norma de la vida. Los hijos, al fundar sus propios hogares, no se sienten obligados a enseñar a sus propios hijos lo que nunca se les enseñó a ellos. Y este es el motivo porque hay tantas familias impías; esta es la razón porque la depravación se ha arraigado y extendido tanto.
Es necesario hacer una reforma amplia y profunda. Los padres, los ministros necesitan reformarse; necesitan a Dios en sus hogares. Deben dar la Palabra de Dios a sus familias, y deben instruir con paciencia a sus hijos; bondadosa e incesantemente deben enseñarles a vivir para agradar a Dios. Los hijos de tales familias tienen un fundamento que no puede ser barrido por la ola de escepticismo que se avecina.
En muchos hogares se descuida la oración. Los padres creen que no disponen de tiempo para unos pocos momentos en dar gracias a Dios por el bendito sol y las abundantes lluvias, y por el cuidado de los santos ángeles. No tienen tiempo para orar y pedir la ayuda y la dirección divinas, y la permanente presencia de Jesús en el hogar. Salen a trabajar como va el buey o el caballo, sin dedicar un solo pensamiento a Dios o al cielo. Poseen almas tan preciosas que para que no sucumbieran en la perdición eterna, el Hijo de Dios dio su vida por su rescate; sin embargo, aprecian las grandes bondades del Señor muy poco más que las bestias que perecen.
Si alguna vez hubo un tiempo cuando todo hogar debería ser una casa de oración, es ahora. Que el padre, como sacerdote de la familia, ponga sobre el altar de Dios el sacrificio de la mañana y de la noche, mientras la esposa y los niños se le unen en oración y alabanza. Jesús se complace en morar en un hogar tal.
De todo hogar cristiano, el amor debe revelarse en una amabilidad atenta, en una suave y desinteresada cortesía. Hay hogares donde se adora a Dios, y donde reina el amor verdadero. Las misericordias y las bendiciones de Dios descienden sobre los suplicantes como el rocío de la mañana.
Un hogar piadoso y bien dirigido constituye un argumento poderoso en favor de la religión cristiana. Una influencia que obra en la familia y afecta a los hijos. El Dios de Abraham está con ellos. El Dios del cielo habla a todo padre fiel por medio de las palabras dirigidas a Abraham: “Yo lo he elegido para que instruya a sus hijos y a su familia, a fin de que se mantengan en el camino del Señor y pongan en práctica lo que es justo y recto. Así el Señor cumplirá lo que le ha prometido” (18:19). 📖
Los Escogidos | Capítulo 13
La prueba de la fe
Este capítulo está basado en Génesis 16; 17:18-20; 21:1-14; y 22:1-19.
Abraham había aceptado sin hacer pregunta alguna la promesa de un hijo, pero no esperó a que Dios cumpliese su palabra en su tiempo y a su manera. Fue permitida una tardanza, para probar su fe en el poder de Dios, pero fracasó en la prueba. Pensando que era imposible que se le diera un hijo en su vejez, Sara sugirió, como plan mediante el cual se cumpliría el propósito divino, que una de sus siervas fuese tomada por Abraham como esposa secundaria. La poligamia se había difundido tanto que había dejado de considerarse pecado; sin embargo, violaba la Ley de Dios, y destruía la santidad y la paz de las relaciones familiares. El casamiento de Abraham con Agar resultó en un mal, no solo para su propia casa, sino también para las generaciones futuras.
Halagada por el honor de su nueva posición como esposa de Abraham, y esperanzada de ser la madre de la gran nación que descendería de él, Agar se llenó de orgullo y jactancia, y trató a su ama con menosprecio. Los celos mutuos perturbaron la paz del hogar que una vez había sido feliz. Viéndose forzado a escuchar las quejas de ambas, Abraham trató en vano de restaurar la armonía. Aunque él se había casado con Agar a instancias de Sara, ahora ella le hacía cargos como si fuera el culpable. Sara deseaba desterrar a su rival; pero Abraham se negó a permitirlo; pues Agar iba a ser madre de su hijo, que él esperaba tiernamente sería el hijo de la promesa. Sin embargo, era la sierva de Sara, y él la dejó todavía bajo el mando de su ama. El espíritu arrogante de Agar no quiso soportar la aspereza que su insolencia había provocado. “Y de tal manera comenzó Saray a maltratar a Agar, que esta huyó al desierto” (Gén. 16:6).
Se fue al desierto y mientras, solitaria y sin amigos, descansaba al lado de una fuente, un ángel del Señor se le apareció en forma humana. Dirigiéndose a ella como “Agar, sierva de Sarai”, para recordarle su posición y su deber, le mandó: “Vuelve junto a ella y sométete a su autoridad” (16:9). No obstante, con el reproche se mezclaron palabras de consolación. “El Señor ha escuchado tu aflicción”. “De tal manera multiplicaré tu descendencia, que no se podrá contar” (16:11, 10). Y como recordatorio perpetuo de su misericordia, se le mandó que llamara a su hijo Ismael, o sea: “Dios oye”.
Cuando Abraham tenía casi 100 años, se le repitió la promesa de un hijo: “¡Pero es Sara, tu esposa, la que te dará un hijo, al que llamarás Isaac! Yo estableceré mi pacto con él [...]. En cuanto a Ismael, ya te he escuchado, Yo lo bendeciré, lo haré fecundo y [...] haré de él una nación muy grande” (16:19, 20).
El nacimiento de Isaac –al traer, después de una espera de toda la vida, el cumplimiento de las más caras esperanzas de Abraham y de Sara– llenó de felicidad su campamento. Pero para Agar representó el fin de sus más caras ambiciones. Ismael, ahora adolescente, había sido considerado por todo el campamento como el heredero de las riquezas de Abraham, así como de las bendiciones prometidas a sus descendientes. Ahora era repentinamente puesto a un lado; y en su desengaño, madre e hijo odiaron al hijo de Sara. La alegría general aumentó sus celos, hasta que Ismael osó burlarse abiertamente del heredero de la promesa de Dios. Sara vio en la inclinación turbulenta de Ismael una fuente perpetua de discordia, y le pidió a Abraham que alejara del campamento a Ismael y a Agar. El patriarca se llenó de angustia. ¿Cómo podría desterrar a Ismael, su hijo, a quien todavía amaba entrañablemente?
En su perplejidad, Abraham pidió la dirección divina. Mediante un santo ángel, el Señor le ordenó que accediera a la petición de Sara; que su amor por Ismael o Agar no debía interponerse, pues solo así podría restablecer la armonía y la felicidad en su familia. Y el ángel le dio la promesa consoladora de que aunque estuviese separado del hogar de su padre, Ismael no sería abandonado por Dios; su vida sería preservada, y llegaría a ser padre de una gran nación. Abraham obedeció la palabra del ángel, aunque no sin sufrir gran pena. Su corazón de padre se llenó de indecible pesar al separar de su casa a Agar y a su hijo.
La santidad de la relación matrimonial debía ser una lección para todas las edades. Declara que los derechos y la felicidad de esta relación deben resguardarse cuidadosamente, aun a costa de un gran sacrificio. Sara era la única esposa verdadera de Abraham. Ninguna otra persona debía compartir sus derechos de esposa y madre. Ella no quería que el afecto de Abraham fuese dado a otra; y el Señor no la reprendió por haber exigido el destierro de su rival.
Un ejemplo para todas las generaciones
Abraham debía servir como ejemplo de fe para las generaciones futuras. Pero su fe no había sido perfecta. Había manifestado desconfianza para con Dios al casarse con Agar. Para que pudiera alcanzar la norma más alta, Dios lo sometió a otra prueba, la mayor que se haya impuesto jamás a hombre alguno. En una visión nocturna se le ordenó ofrecer a su hijo en holocausto sobre un monte que se le mostraría.
Abraham había llegado a los 120 años. Se había desvanecido el ardor de su juventud. En el vigor de la virilidad, uno puede enfrentar con valor dificultades y aflicciones capaces de hacerlo desmayar en la vejez, cuando sus pies se acercan vacilantes hacia la tumba. Pero Dios había reservado a Abraham su última y más aflictiva prueba para el tiempo cuando la carga de los años pesaba sobre él, cuando anhelaba descansar.
El patriarca era muy rico, y los soberanos de aquella tierra lo honraban como a un príncipe poderoso. El Cielo parecía haber coronado de bendiciones la vida de sacrificio y paciencia frente a la esperanza aplazada.
Se ordena a Abraham que sacrifique a Isaac
Por obedecer con fe, Abraham había abandonado su país natal y había andado errante como peregrino por la tierra que sería su heredad. Había esperado durante mucho tiempo el nacimiento del heredero prometido. Por mandato de Dios había desterrado a su hijo Ismael. Y ahora, cuando el patriarca parecía estar a punto de gozar de lo que había esperado, se hallaba frente a una prueba mayor que todas las demás.
La orden fue expresada con palabras que debieron torturar angustiosamente el corazón de ese padre: “Toma a tu hijo, el único que tienes y al que tanto amas, y [...] ofrécelo como holocausto” (22:2). Isaac era la luz de su casa, el solaz de su vejez y el heredero de la bendición prometida; pero se le ordenaba que con su propia mano derramara la sangre de ese hijo. Le parecía que se trataba de una espantosa imposibilidad.
Satanás estaba listo para sugerirle que se engañaba, pues la Ley divina mandaba: “No matarás”, y Dios no habría de exigir lo que una vez había prohibido. Abraham salió de su tienda y miró hacia el sereno resplandor del firmamento despejado, y recordó la promesa que se le había hecho casi 50 años antes: que su simiente sería innumerable como las estrellas. Si se debía cumplir esta promesa por medio de Isaac, ¿cómo podía matarlo? Abraham estuvo tentado a creer que se encontraba en un estado de delirio. Dominado por la duda y la angustia, se postró de hinojos y oró, como nunca lo había hecho antes, por alguna confirmación de la orden, si debía llevar a cabo o no ese terrible deber. Recordó a los ángeles que se le enviaron para revelarle el propósito de Dios acerca de la destrucción de Sodoma, y que le prometieron este mismo hijo Isaac. Fue al sitio donde varias veces se había encontrado con los mensajeros celestiales, esperando hallarlos allí otra vez y recibir más instrucción; pero ninguno de ellos vino en su ayuda. Parecía que las tinieblas lo habían cercado; pero la orden de Dios resonaba en sus oídos: “Toma a tu hijo, el único que tienes y al que tanto amas”. Ese mandato debía ser obedecido, y no se atrevió a demorarse. La luz del día se aproximaba, y debía ponerse en marcha.
Isaac dormía profundamente el tranquilo sueño de la juventud y la inocencia. Durante unos instantes el padre miró el amado rostro de su hijo, y se alejó temblando. Fue al lado de Sara, quien también dormía. ¿Debía despertarla? Anhelaba descargar su corazón compartiendo con su esposa esta terrible responsabilidad; pero se vio cohibido. Isaac era la delicia y el orgullo de Sara; el amor materno podría rehusar el sacrificio.
Tres días tristes
Abraham, al fin, llamó a su hijo y le comunicó que había recibido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña distante. A menudo Isaac había acompañado a su padre para adorar, de modo que no le sorprendió el pedido. Pronto terminaron los preparativos para el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un asno, y acompañados de dos siervos comenzaron el viaje.
Padre e hijo caminaban el uno junto al otro en silencio. El patriarca, reflexionando en su pesado secreto, no tenía ánimo para hablar. Pensaba en la amante y orgullosa madre, y en el día en que él habría de regresar solo adonde ella estaba. Sabía muy bien que, al quitarle la vida a su hijo, el cuchillo heriría el corazón de ella.
Ese día –el más largo de todos los que había experimentado Abraham– llegó lentamente a su fin. Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en oración, todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial viniese a decirle que la prueba era suficiente, que el joven podía regresar sano y salvo a su madre. Pero su alma torturada no recibió alivio. Pasó otro largo día y otra noche de humillación y oración, mientras la orden que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos. Satanás estaba muy cerca de él susurrándole dudas e incredulidad; pero Abraham rechazó sus sugerencias.
Cuando se disponían a iniciar la jornada del tercer día, el patriarca, mirando hacia el norte, vio la señal prometida, una nube de gloria que cubría el monte Moriah, y comprendió que la voz que le había hablado procedía del cielo.
Ni aun entonces murmuró Abraham contra Dios, sino que fortaleció su alma espaciándose en las evidencias de la bondad y la fidelidad de Dios. Se le había dado este hijo inesperadamente; y el que le había dado este precioso regalo, ¿no tenía derecho a reclamar lo que era suyo? Entonces su fe le repitió la promesa: “Tu descendencia se establecerá por medio de Isaac” (21:12); una descendencia incontable, numerosa como la arena de las playas del mar. Isaac era el hijo de un milagro, y ¿no podía devolverle la vida el poder que se la había dado? Mirando más allá de lo visible, Abraham comprendió la divina palabra, “considerando que aun de entre los muertos podía Dios resucitarle” (Heb. 11:19, VM).
No obstante, nadie sino Dios pudo comprender cuán grande era el sacrificio de aquel padre al acceder a que su hijo muriese; Abraham deseó que nadie más sino solo Dios presenciase la escena de la despedida. Ordenó a sus siervos que permaneciesen atrás, diciéndoles: “El muchacho y yo seguiremos adelante para adorar a Dios, y luego regresaremos junto a ustedes”. Isaac, que iba a ser sacrificado, cargó con la leña; el padre tomó el cuchillo y el fuego, y juntos ascendieron a la cima del monte. El joven dijo: “¡Padre! [...] Aquí tenemos el fuego y la leña [...]; pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?” ¡Oh, qué prueba tan terrible era esta! ¡Cómo hirió el corazón de Abraham esa dulce palabra: “¡Padre !” No, todavía no podía decirle; así que le contestó: “El cordero, hijo mío, lo proveerá Dios” (22:3-8).
En el sitio indicado construyeron el altar, y sobre él pusieron la leña. Entonces, con voz temblorosa, Abraham reveló a su hijo el mensaje divino.
Entrenado para obedecer
Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero no ofreció resistencia. Habría podido escapar a esa suerte si lo hubiera querido; el anciano, agobiado de dolor, cansado por la lucha de esos tres días terribles, no habría podido oponerse a la voluntad del joven vigoroso. Pero desde la niñez se le había enseñado a Isaac a obedecer pronta y confiadamente, y cuando el propósito de Dios le fue manifestado, lo aceptó con sumisión voluntaria. Participaba de la fe de Abraham, y consideraba como un honor el ser llamado a dar su vida en holocausto a Dios.
Al fin se dicen las últimas palabras de amor, derraman las últimas lágrimas y se dan el último abrazo. El padre levanta el cuchillo para dar muerte a su hijo, y de repente su brazo es detenido. Un ángel del Señor llama al patriarca desde el cielo: “¡Abraham! ¡Abraham!” Él contesta enseguida: “Aquí estoy”. De nuevo se oye la voz: “No pongas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque ni siquiera te has negado a darme a tu único hijo” (22:11, 12).
Entonces Abraham “alzó la vista y, en un matorral, vio un carnero enredado por los cuernos”, y enseguida trajo la nueva víctima y la ofreció “en lugar de su hijo”. Lleno de felicidad y gratitud, Abraham dio un nuevo nombre a aquel sitio sagrado: “El Señor provee” (22:13, 14).
La promesa es repetida
En el monte Moriah Dios renovó su pacto con Abraham y confirmó con un solemne juramento la bendición que se le había prometido a él y a su simiente por todas las generaciones futuras. “Como has hecho esto, y no me has negado a tu único hijo, juro por mí mismo –afirma el Señor– que te bendeciré en gran manera, y que multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena del mar. Además, tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos. Puesto que me has obedecido, todas las naciones del mundo serán bendecidas por medio de tu descendencia” (22:16-18).
El gran acto de fe de Abraham se destaca como un fanal de luz e ilumina el sendero de los siervos de Dios en las edades siguientes. Abraham no buscó excusas para no hacer la voluntad de Dios. Durante ese viaje de tres días tuvo tiempo suficiente para razonar, y para dudar de Dios si hubiese estado dispuesto a hacerlo. Podía haber razonado que si mataba a su hijo, se lo consideraría un asesino, un segundo Caín; lo cual haría que sus enseñanzas fuesen desechadas y menospreciadas, y de esa manera se destruiría su poder para beneficiar a sus semejantes. Podía haber alegado que la edad lo dispensaba de obedecer. Pero el patriarca no se refugió en ninguna de esas excusas. Abraham era humano, y sus pasiones y sus inclinaciones eran como las nuestras; pero no se detuvo a inquirir cómo se cumpliría la promesa si Isaac muriera. No se detuvo a discutir con su dolorido corazón. Sabía que Dios es justo y recto en todos sus requerimientos, y obedeció el mandato al pie de la letra.
“Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia, y fue llamado amigo de Dios” (Sant. 2:23). San Pablo dice: “Los descendientes de Abraham son aquellos que viven por la fe” (Gál. 3:7). Pero la fe de Abraham se manifestó por medio de sus obras. “¿No fue declarado justo nuestro padre Abraham por lo que hizo cuando ofreció sobre el altar a su hijo Isaac? Ya lo ves: Su fe y sus obras actuaban conjuntamente, y su fe llegó a la perfección por las obras que hizo” (Sant. 2:21, 22). Muchos fracasan en comprender la relación que existe entre fe y obras.
Dicen: “Solo cree en Cristo, y estarás seguro. No tienes necesidad de guardar la Ley”. Pero la fe verdadera se manifiesta mediante la obediencia. Tocante al padre de los fieles el Señor declara: “Abraham me obedeció y cumplió mis preceptos y mis mandamientos, mis normas y mis enseñanzas” (Gén. 26:5).
El apóstol Santiago dice: “La fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Sant. 2:17). Y Juan, que habla tan minuciosamente acerca del amor, nos dice: “En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos. Y estos no son difíciles de cumplir” (1 Juan 5:3).
Dios “anunció de antemano el evangelio a Abraham” (Gál. 3:8). Y la fe del patriarca se fijó en el Redentor que habría de venir. Cristo dijo a los judíos: “Abraham, el padre de ustedes, se regocijó al pensar que vería mi día; y lo vio y se alegró” (Juan 8:56). El carnero ofrecido en lugar de Isaac representaba al Hijo de Dios, que habría de ser sacrificado en nuestro lugar. El Padre, mirando a su Hijo, dijo al pecador: “Vive: he hallado un rescate”.
La agonía que sufrió Abraham durante los oscuros días de aquella terrible prueba fue permitida para que comprendiera por su propia experiencia algo de la grandeza del sacrificio hecho por el Dios infinito en favor de la redención del hombre. Ninguna otra prueba podría haber causado a Abraham tanta tortura como la que le causó el ofrecer a su hijo. Dios dio a su Hijo para que muriera en la agonía y la vergüenza. A los ángeles no se les permitió interponerse, como en el caso de Isaac. No hubo voz que clamara: “¡Basta!” El Rey de la gloria dio su vida para salvar a la raza caída. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Rom. 8:32).
El libro de texto del universo
El sacrificio exigido a Abraham no fue solo para su propio bien, ni tampoco exclusivamente para beneficio de las futuras generaciones; sino también para instruir a los seres sin pecado del cielo y de otros mundos. El campo de batalla en el cual se desarrolla el plan de la Redención es el libro de texto del universo. Por haber demostrado Abraham falta de fe, Satanás le había acusado ante los ángeles y ante Dios. Dios deseaba probar la lealtad de su siervo ante todo el cielo, para demostrar que no se puede aceptar algo inferior a la obediencia perfecta, y para revelar más plenamente el plan de la salvación.
La prueba impuesta a Adán no implicaba ningún sufrimiento; pero la orden dada a Abraham exigía el sacrificio más agonizante. Todo el cielo presenció, absorto y maravillado, la intachable obediencia de Abraham. Todo el cielo aplaudió su fidelidad. Se demostró que las acusaciones de Satanás eran falsas.
Cuando a Abraham se le mandó ofrecer a su hijo en sacrificio, todos los seres celestiales observaron cada paso dado en cumplimiento de ese mandato. Se derramó luz sobre el misterio de la Redención, y aun los ángeles comprendieron más claramente las medidas admirables que había tomado Dios para salvar al hombre (ver 1 Ped. 1:12). 📖
Los Escogidos | Capítulo 14
La destrucción de Sodoma
Este capítulo está basado en Génesis 19.
La más bella entre las ciudades del valle del Jordán era Sodoma, situada en una llanura que era como el “huerto de Jehová” (Gén. 13:10) por su fertilidad y hermosura. Abundantes cosechas revestían los campos, y muchos rebaños lanares y vacunos cubrían las colinas circundantes. El arte y el comercio contribuían a enriquecer la orgullosa ciudad de la llanura. Los tesoros del Oriente adornaban sus palacios, y las caravanas del desierto proveían a sus mercados de preciosos artículos. Con poco trabajo mental o físico se podían satisfacer todas las necesidades de la vida, y todo el año parecía una larga serie de festividades.
La abundancia general dio origen al lujo y al orgullo. La ociosidad y las riquezas endurecen el corazón que nunca ha estado oprimido por la necesidad ni sobrecargado por el pesar. El amor a los placeres fue fomentado por la riqueza y la ociosidad, y la gente se entregó a la complacencia sensual. “Sodoma y sus aldeas pecaron de soberbia, gula, apatía, e indiferencia hacia el pobre y el indigente. Se creían superiores a otras, y en mi presencia se entregaron a prácticas repugnantes. Por eso, tal como lo has visto, las he destruido” (Eze. 16:49, 50). Satanás nunca tiene más éxito que cuando se aproxima a los hombres en sus horas ociosas.
En Sodoma reinaban el alboroto y el júbilo, los festines y las borracheras. Las más viles y más brutales pasiones imperaban desenfrenadas. Los habitantes desafiaban públicamente a Dios y su Ley, y encontraban deleite en los actos de violencia. Aunque tenían ante si el ejemplo del mundo antediluviano, y sabían cómo se había manifestado la ira de Dios en su destrucción, seguían la misma conducta impía.
Cuando Lot se trasladó a Sodoma, la corrupción no se había generalizado, y Dios en su misericordia permitió que rayos de luz brillasen entre las tinieblas morales. Abraham no era desconocido para los habitantes de Sodoma, y su victoria sobre fuerzas muy superiores despertaron admiración y asombro.
Nadie pudo evitar la convicción de que un poder divino le había dado la victoria. Y su espíritu noble y desinteresado, tan extraño para los egoístas habitantes de Sodoma, fue otra prueba de la superioridad de la religión a la que había honrado. Dios estaba hablando a aquel pueblo por medio de su providencia, pero el último rayo de luz fue rechazado como todos los anteriores.
Y ahora se acercaba la última noche de Sodoma. Pero los hombres no las percibieron. Mientras se acercaban los ángeles con su misión destructora, los hombres soñaban con prosperidad y placer. El último día fue como todos los demás que habían llegado y desaparecido. Los rayos del sol poniente inundaron un panorama de incomparable belleza. Las multitudes amantes del placer se paseaban de aquí para allá gozando de ese momento.
A la caída de la tarde, dos forasteros se acercaron a la puerta de la ciudad. Nadie pudo reconocer en esos humildes caminantes a los poderosos heraldos del juicio divino, y poco pensaba la alegre e indiferente muchedumbre que, en su trato con esos mensajeros celestiales, esa misma noche colmaría la culpabilidad que condenaba a su orgullosa ciudad.
Lot hospeda ángeles sin saberlo
Pero hubo un hombre que demostró por los forasteros una amable atención, invitándolos a su casa. Lot no conocía su verdadero carácter, pero la cortesía y la hospitalidad eran habituales en él, lecciones que había aprendido de Abraham. Si no hubiese cultivado ese espíritu de cortesía, habría sido abandonado para que pereciera con los demás habitantes de Sodoma. Muchas familias, al cerrar sus puertas a un forastero, han excluido a algún mensajero de Dios, quien les habría proporcionado bendición, esperanza y paz. Los actos humildes de abnegación cotidiana, realizados con un corazón alegre y voluntarioso, Dios mira con una sonrisa complaciente.
Conociendo Lot el abuso al que los forasteros estarían expuestos en Sodoma, consideró deber suyo protegerlos, ofreciéndoles hospedaje en su propia casa. Estaba sentado a la puerta de la ciudad cuando los viajeros se acercaron y, al verlos, se dirigió a su encuentro, se inclinó cortésmente y les dijo: “Por favor, señores, les ruego que pasen la noche en la casa de este servidor suyo” (Gén. 19:2). Pareció que rehusaban su hospitalidad cuando contestaron: “No [...]. Pasaremos la noche en la plaza”. La intención de esa contestación era doble: probar la sinceridad de Lot, y también aparentar que ignoraban el carácter de los hombres de Sodoma, como si supusieran que había seguridad en quedarse en la calle durante la noche. Repitió su invitación hasta que cedieron y lo acompañaron a su casa.
La vacilación y tardanza de ellos, así como su insistencia, dieron tiempo a que los observaran; y antes que se acostaran esa noche, un gentío desenfrenado se reunió alrededor de la casa. Era una inmensa multitud de jóvenes y ancianos, todos igualmente enardecidos por las pasiones más viles. Los forasteros se habían informado del carácter de la ciudad. En ese momento se oyeron los gritos y las mofas de la gentuza, que exigía que sacara afuera a los hombres.
Lot salió a ver si podía conseguir algo mediante la persuasión: “Por favor, amigos míos, no cometan tal perversidad” (19:7); sirviéndose de la palabra “amigos”, esperaba conciliárselos. Pero la ira de la turba creció como una rugiente tempestad. Se burlaron de Lot y lo amenazaron con tratarlo peor de como intentaban tratar a sus huéspedes. Se abalanzaron sobre él, y lo habrían despedazado si los ángeles de Dios no lo hubiesen librado. Los mensajeros celestiales “extendieron los brazos, metieron a Lot en la casa y cerraron la puerta. Luego, a los jóvenes y ancianos que se agolparon contra la puerta de la casa los dejaron ciegos, de modo que ya no podían encontrar la puerta” (19:10, 11). Si por el endurecimiento de su corazón no hubiesen sido afectados por doble ceguedad, el golpe que Dios les asestara los habría atemorizado y hecho desistir de sus obras impías. Esa última noche no se distinguió por mayores pecados que en otras noches anteriores; pero la misericordia, tanto tiempo despreciada, al fin cesó de interceder por ellos. Los fuegos de la venganza de Dios estaban por encenderse.
Los ángeles manifestaron a Lot el objetivo de su misión: “El clamor contra esta gente ha llegado hasta el Señor, y ya resulta insoportable. Por eso nos ha enviado a destruirla” (19:13). Los forasteros a quienes Lot había tratado de proteger le prometieron a su vez protegerlo a él y salvar también a todos los miembros de su familia que huyeran con él de la ciudad impía. La cansada turba se había marchado, y Lot salió para avisar a sus hijos. Repitió las palabras de los ángeles: “¡Apúrense! [...] ¡Abandonen la ciudad, porque el Señor está por destruirla” (19:14). Pero a ellos les pareció que Lot bromeaba. Se rieron de lo que llamaron sus temores supersticiosos. Sus hijas se dejaron convencer por sus maridos. Se encontraban perfectamente bien donde estaban. No podían ver señal alguna de peligro. Todo estaba exactamente como había sido. Tenían grandes propiedades, y no les parecía posible que la hermosa Sodoma iba a ser destruida.
Lot pierde todo salvo su vida
Lleno de dolor, Lot regresó a su casa y contó su fracaso. Entonces los ángeles le mandaron levantarse, llevar a su esposa y a sus dos hijas que estaban aún en la casa, y abandonar la ciudad. Pero Lot se demoraba. Aunque diariamente se afligía al presenciar los actos de violencia, no tenía un verdadero concepto de la depravación e iniquidad abominables que se practicaban en esa vil ciudad. No comprendía la terrible necesidad de que los juicios de Dios pusiesen freno al pecado. Algunos de sus hijos se aferraban a Sodoma, y su esposa se negaba a marcharse sin ellos. A Lot le parecía insoportable la idea de dejar a los que más quería en la tierra. Le apenaba abandonar su suntuosa morada y la riqueza adquirida con el trabajo de toda su vida, para salir como un pobre peregrino. Aturdido por el dolor, se demoraba, renuente a marcharse. Si no hubiese sido por los ángeles de Dios, todos habrían perecido en la ruina de Sodoma. Los mensajeros celestiales asieron de la mano a Lot, a su mujer y a sus hijas y los llevaron fuera de la ciudad.
En todas las ciudades de la llanura no se habían encontrado ni siquiera diez justos; pero en respuesta al ruego del patriarca, el hombre que temía a Dios fue preservado de la destrucción. Con vehemencia aterradora se le dio la orden: “¡Escápate! No mires hacia atrás, ni te detengas en ninguna parte del valle. Huye a las montañas, no sea que perezcas” (19:17). Ahora cualquier tardanza o vacilación sería fatal. Retrasarse para echar una sola mirada a la ciudad condenada, detenerse un solo momento, sintiendo dejar un hogar tan hermoso, les habría costado la vida. La tempestad del juicio divino solo esperaba que estos pobres fugitivos escapasen.
Pero Lot, confuso y aterrado, protestó que no podía hacer lo que se le exigía. Mientras vivía en esa ciudad impía, su fe había disminuido. El Príncipe del cielo estaba a su lado, y sin embargo rogaba por su vida como si Dios, que había manifestado tanto cuidado y amor hacia él, no estuviese dispuesto a seguir protegiéndolo. Debería haber confiado plenamente en el Mensajero divino. “Cerca de aquí hay una ciudad pequeña, en la que podría refugiarme. ¿Por qué no dejan que me escape hacia allá? Es una ciudad muy pequeña, y en ella me pondré a salvo” (19:20). Zoar estaba a pocos kilómetros de Sodoma, era tan corrompida como esta y también estaba condenada a la destrucción. Pero Lot rogó que fuese conservada, insistiendo en que era poco lo que pedía; y lo que deseaba le fue otorgado. El Señor le aseguró: “Está bien; también esta petición te la concederé. No destruiré la ciudad de que hablas” (19:21).
Otra vez se le dio la solemne orden de apresurarse, pues la tempestad de fuego tardaría muy poco en llegar. Pero una de las fugitivas se atrevió a mirar hacia atrás, hacia la ciudad condenada, y se convirtió en un monumento del juicio de Dios. Si Lot mismo no hubiera vacilado en obedecer la advertencia del ángel y hubiese huido con prontitud a las montañas, sin una palabra de súplica o de protesta, su esposa también habría podido escapar. La influencia del ejemplo de él la habría salvado del pecado que selló su condenación. Pero la vacilación y la tardanza de él la indujeron a ella a considerar livianamente la amonestación divina. Mientras su cuerpo estaba en la llanura, su corazón se asía de Sodoma, y con Sodoma pereció. Se rebeló contra Dios porque sus juicios involucraban a sus hijos y sus bienes en la ruina. Sintió que se la trataban duramente, porque tenía que dejar para ser destruidas las riquezas que le habían costado años de trabajo acumular. En vez de aceptar la salvación con gratitud, miró hacia atrás presuntuosamente deseando la vida de los que habían despreciado la advertencia divina.
Hay cristianos que dicen: “No me interesa ser salvo si mi esposa y mis hijos no se salvan conmigo”. Sienten que sin la presencia de los que les son tan queridos, el cielo no sería el cielo para ellos. Pero, ¿han olvidado que están obligados por los lazos más fuertes del amor, del honor y de la fidelidad a servir a su Creador y Salvador? Cristo pagó un precio infinito por nuestra salvación, y ninguna persona que aprecie el valor de ese gran sacrificio, o el valor del alma, despreciará la misericordia de Dios porque otros la desechen. El mismo hecho de que otros desprecien los justos requerimientos de Dios debiera inducirnos a honrar al Creador con más diligencia, y a llevar a todos los que alcance nuestra influencia a aceptar su amor.
La destrucción de Sodoma
“Lot llegó a Zoar cuando estaba amaneciendo” (19:23). Los claros rayos matutinos parecían anunciar solo prosperidad y paz para las ciudades de la llanura. Empezó el ajetreo de la vida diaria por las calles; los hombres iban por sus distintos caminos, a su negocio o a los placeres del día. Los yernos de Lot se burlaban de los temores y advertencias del caduco anciano.
De repente, como un trueno en un cielo despejado, se desató la tempestad. El Señor hizo llover fuego y azufre del cielo sobre las ciudades y la fértil llanura. Sus palacios y templos, las costosas moradas, los jardines y viñedos, la muchedumbre amante del placer, que la noche anterior había injuriado a los mensajeros del cielo, todo fue consumido. El humo de la conflagración ascendió al cielo como si fuera el humo de un gran horno. Y el hermoso valle de Sidim se convirtió en un desierto, un sitio que jamás habría de ser reconstruido ni habitado; un testimonio para todas las generaciones de la certeza con que el juicio de Dios castiga el pecado.
Hay pecados mayores que aquellos por los cuales fueron destruidas Sodoma y Gomorra. Los que oyen la invitación del evangelio que llama a los pecadores al arrepentimiento, y no hacen caso de ella, son más culpables ante Dios que los habitantes del valle de Sidim. La suerte de Sodoma es una solemne admonición, no meramente para los que son culpables de pecados manifiestos, sino para todos los que están jugando con la luz y los privilegios que vienen del cielo.
Con una compasión más tierna que la que conmueve el corazón de un padre terrenal que perdona a su hijo pródigo y doliente, el Salvador anhela que respondamos a su ofrecimiento de amor y perdón. Dice a los extraviados: “Vuélvanse a mí, y yo me volveré a ustedes” (Mal. 3:7). Pero si el pecador se niega obstinadamente a responder a la voz que lo llama con amor tierno y compasivo, será abandonado al fin en las tinieblas. El corazón que ha menospreciado por mucho tiempo la misericordia de Dios se endurece en el pecado, y ya no es susceptible a la influencia de la gracia de Dios. Terrible será la suerte de aquel de quien por último el suplicante Salvador declare: “Es dado a ídolos; déjalo” (Ose. 4:17, RVR). En el día del Juicio, la suerte de las ciudades de la llanura será más tolerable que la de los que conocieron el amor de Cristo y, sin embargo, se apartaron para seguir los placeres de un mundo pecador. En los libros del cielo se registra la impiedad de las naciones, las familias y los individuos. Dios puede soportar mucho mientras se lleva la cuenta, y puede enviar llamados al arrepentimiento y ofrecer perdón; sin embargo, llegará el momento cuando se habrá completado la cuenta; cuando el alma habrá hecho su elección; cuando por su propia elección el hombre habrá fijado su destino. Entonces se dará la señal para ejecutar el juicio.
Otra sodoma
Hay motivo para inquietarse por el estado religioso del mundo actual. Se ha jugado con la gracia de Dios. Las multitudes han anulado la Ley de Dios “enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mat. 15:9, RVR). El escepticismo prevalece en muchas iglesias de nuestra tierra; no es un escepticismo en el sentido más amplio –que niegue abiertamente la Biblia–, sino un escepticismo envuelto con el traje de cristianismo, mientras mina la fe en la Biblia como revelación de Dios. La devoción ferviente y la piedad viva han cedido el lugar a un formalismo hueco. Como resultado prevalece la apostasía y el sensualismo. Cristo declaró: “Asimismo, como sucedió en los días de Lot [...] así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste” (Luc. 17:28-30, RVR). El mundo está madurando rápidamente para la destrucción.
Dijo nuestro Salvador: “Tengan cuidado, no sea que se les endurezca el corazón por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida. De otra manera, aquel día caerá de improviso sobre ustedes, pues vendrá como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Estén siempre vigilantes, y oren para que puedan escapar de todo lo que está por suceder, y presentarse delante del Hijo del hombre” (Luc. 21:34-36).
Antes de destruir a Sodoma, Dios mandó un mensaje a Lot: “Escapa por tu vida”. La misma voz de advertencia fue oída por los discípulos de Cristo antes de la destrucción de Jerusalén: “Cuando vean a Jerusalén rodeada de ejércitos, sepan que su desolación ya está cerca. Entonces los que estén en Judea huyan a las montañas” (Luc. 21:20, 21). No debían detenerse, sino escapar.
Hubo una salida, una separación decidida de los impíos, una fuga para salvar la vida. Así fue en los días de Noé; así ocurrió en el caso de Lot; así en el de los discípulos antes de la destrucción de Jerusalén; y así será en los últimos días. De nuevo se oye la voz de Dios en un mensaje de advertencia, que manda a su pueblo a separarse de la iniquidad prevaleciente.
El estado de corrupción y apostasía que existirá en los últimos días en el mundo religioso se le presentó al profeta Juan en la visión de Babilonia, “aquella gran ciudad que tiene poder de gobernar sobre los reyes de la tierra” (Apoc. 17:18). Antes de que sea destruida se oye el llamado del cielo: “Salgan de ella, pueblo mío, para que no sean cómplices de sus pecados, ni los alcance ninguna de sus plagas” (Apoc. 18:4). Como en días de Noé y Lot, no puede haber transigencia entre Dios y el mundo, ni se puede volver atrás para conseguir tesoros terrenales. “No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas” (Mat. 6:24).
La gente sueña con prosperidad y paz. Las multitudes vocean: “Paz y seguridad”, mientras el Cielo declara que una rápida destrucción está por caer sobre el transgresor. En la noche previa a su destrucción, las ciudades de la llanura se entregaron desenfrenadamente a los placeres, y se burlaron de los temores y las advertencias del mensajero de Dios; pero esos burladores perecieron en las llamas; esa misma noche la puerta de la misericordia se cerró para siempre para los impíos y descuidados habitantes de Sodoma. Dios no será siempre objeto de burla. La inmensa mayoría del mundo desechará la misericordia de Dios, y será sumida en pronta e irremisible ruina. Pero el que presta oídos a la advertencia y “habita al abrigo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso” (Sal. 91:1).
Poco después Zoar fue destruida, tal como Dios lo había proyectado. Lot se fue a los montes y vivió en una cueva.
Pero hasta allí lo siguió la maldición de Sodoma. La infame conducta de sus hijas fue la consecuencia de las malas compañías que habían tenido en aquel vil lugar. Lot había elegido Sodoma en busca de placer y beneficios; sin embargo, había conservado en su corazón el temor de Dios. Al fin fue salvado como “un carbón encendido sacado de entre las brasas” (Zac. 3:2, DHH); sin embargo, fue privado de sus posesiones, perdió a su esposa y a hijos, moró en cuevas como las fieras, cubierto de infamia en su vejez; y dio al mundo no una raza de hombres justos, sino dos naciones idólatras, en enemistad contra Dios y en guerra contra su pueblo, hasta que, cuando la medida de su impiedad estuvo llena, fueron condenadas a la destrucción. ¡Qué terribles fueron las consecuencias que siguieron a un solo paso imprudente!
“No te afanes acumulando riquezas; no te obsesiones con ellas”. “El ambicioso acarrea mal sobre su familia; el que aborrece el soborno vivirá” (Prov. 23:4; 15:27). “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción” (1 Tim. 6:9).
Cuando Lot se estableció en Sodoma, estaba completamente decidido a abstenerse de la impiedad y a mandar a su casa después de sí. Pero fracasó. El resultado está ante nosotros.
Como Lot, muchos ven a sus hijos arruinados, y apenas salvan su propia alma. La obra de su vida se pierde; es un triste fracaso. Si hubiesen ejercido verdadera sabiduría, sus hijos habrían tenido menos prosperidad mundanal, pero tendrían en cambio seguro derecho a la herencia inmortal.
La herencia que Dios prometió no está en este mundo. Abraham “por la fe se radicó como extranjero en la tierra prometida, y habitó en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, herederos también de la misma promesa, porque
esperaba la ciudad de cimientos sólidos, de la cual Dios es arquitecto y constructor”. Debemos vivir aquí como extranjeros, si deseamos la “patria mejor, es decir, la celestial” (Heb. 11:9, 10, 16). 📖
Los Escogidos | Capítulo 15
El casamiento más feliz
Este capítulo está basado en Génesis 24.
Abraham había llegado a la ancianidad y sabía que pronto moriría, pero aún le quedaba un acto por cumplir, para asegurar a su descendencia el cumplimiento de la promesa. Isaac era el que Dios había designado para sucederle como depositario de la Ley de Dios y padre del pueblo escogido; pero todavía era soltero. Los habitantes de Canaán estaban entregados a la idolatría, y Dios, sabiendo que tales uniones conducirían a la apostasía, había prohibido el matrimonio entre ellos y su pueblo. Isaac era de afectos profundos, y de naturaleza benigna y condescendiente. Si se unía con una mujer que no temiera a Dios, se vería en peligro de sacrificar sus principios en aras de la armonía. En la mente de Abraham la elección de una esposa para su hijo era un asunto de suma importancia; anhelaba que se casara con quien no lo apartase de Dios.
En tiempos antiguos, los compromisos matrimoniales eran realizados generalmente por los padres; y esta era la costumbre también entre los que adoraban a Dios. No se exigía a nadie que se casara con una persona a quien no pudiese amar; pero en la entrega de sus afectos, los jóvenes eran guiados por el juicio de sus padres piadosos y experimentados. Obrar de otro modo era como deshonrar a los padres, y hasta cometer un crimen.
Isaac, confiando en la sabiduría y el cariño de su padre, estaba conforme con dejarle a él la solución del asunto, creyendo también que Dios mismo lo guiaría en la elección. Los pensamientos del patriarca se dirigieron hacia los parientes de su padre que estaban en Mesopotamia. Aunque no estaban libres de idolatría, apreciaban el conocimiento y el culto del Dios verdadero. Isaac no debía dejar Canaán para ir adonde estaban ellos; pero quizá se podía hallar entre ellos una mujer dispuesta a dejar su hogar y unirse con él para conservar puro el culto del Dios viviente. Abraham confió este importante asunto al servidor más anciano de su casa, hombre piadoso, experimentado y de juicio sano, que le había dado fiel y largo servicio. Hizo prestar a este servidor el solemne juramento ante el Señor: que no tomaría para Isaac una mujer cananea, sino que elegiría a una doncella de la familia de Nacor, en Mesopotamia. Le encargó que no llevara allá a Isaac. En caso de que no se encontrase una doncella que quisiese dejar a sus parientes, el mensajero quedaría absuelto de su juramento. El patriarca lo animó en su difícil y delicada empresa, asegurándole que Dios coronaría su misión con éxito. “El Señor, el Dios del cielo, que me sacó de la casa de mi padre [...] enviará su ángel delante de ti” (Gén. 24:7).
El mensajero se puso en camino sin demora. Llevando consigo diez camellos para el uso de su propia comitiva y para la comitiva de la novia que vendría con él, se proveyó también de regalos para la futura esposa y sus amistades, y emprendió el largo viaje más allá de Damasco, por las llanuras que lindan con el gran río del este. Al llegar a Harán, “la ciudad de Nacor”, se detuvo fuera de las murallas, cerca del pozo donde al atardecer iban las mujeres del lugar a sacar agua. Esos fueron para él momentos de ansiosa reflexión. La elección que hiciera tendría consecuencias importantes, no solo para la familia de su señor, sino también para las generaciones venideras; y ¿cómo elegiría sabiamente entre gente completamente desconocida? Acordándose de las palabras de Abraham, referentes a que Dios enviaría su ángel con él, rogó a Dios con fervor para pedirle que lo dirigiera en forma positiva. En la familia de su amo estaba acostumbrado a ver de continuo manifestaciones de amabilidad y hospitalidad, y rogó ahora que un acto de cortesía le señalase la doncella que Dios había elegido.
Apenas hubo formulado su oración, le fue otorgada la respuesta. Entre las mujeres que se habían reunido cerca del pozo, había una cuyos modales corteses llamaron su atención. Mientras ella se alejaba del pozo, el forastero fue a su encuentro y le pidió un poco de agua del cántaro que llevaba al hombro. Le fue concedido amablemente lo que pedía, y se le ofreció sacar agua también para los camellos, un servicio que hasta las hijas de los príncipes solían prestar para atender a los ganados de sus padres. Era la señal deseada. “La joven era muy hermosa” (24:16), y su presta cortesía daba testimonio de que poseía un corazón bondadoso y una naturaleza activa, enérgica. Hasta aquí la mano divina había estado con Eliezer. Después de retribuir la bondad de la joven dándole ricos regalos, el forastero le preguntó por su parentela, y al enterarse que era hija de Betuel, sobrino de Abraham, “el criado de Abraham se arrodilló y adoró al Señor” (24:26).
Eliezer había solicitado hospedaje en la casa del padre de la joven, y al agradecerle había revelado su relación con Abraham. Al volver a su casa; la joven refirió lo que había sucedido, y su hermano Labán se apresuró a buscar al forastero y a sus compañeros para que compartieran su hospitalidad.
Eliezer no quiso probar alimento antes de hablarles de su misión, de su oración junto al pozo y de todos los demás detalles. Luego dijo: “Y ahora, si desean mostrarle lealtad y fidelidad a mi amo, díganmelo; y, si no, díganmelo también. Así yo sabré qué hacer” (24:49). La contestación fue: “Sin duda todo esto proviene del Señor, y nosotros no podemos decir ni que sí ni que no. Aquí está Rebeca; tómela usted y llévesela para que sea la esposa del hijo de su amo, tal como el Señor lo ha dispuesto” (24:50, 51).
Rebeca entiende que Dios la llamó
Obtenido el consentimiento de la familia, preguntaron a Rebeca misma si iría tan lejos de la casa de su padre, para casarse con el hijo de Abraham. Después de lo que había sucedido, ella creyó que Dios la había elegido para que fuese la esposa de Isaac, y dijo: “Sí, iré”.
El criado, previendo la alegría de su amo por el éxito de su misión, no pudo contener sus deseos de irse, y a la mañana siguiente se pusieron en camino hacia su país. Abraham vivía en Beerseba, e Isaac, después de apacentar el ganado en los campos vecinos, había vuelto a la tienda de su padre, para esperar la llegada del mensajero de Harán. “Ahora bien, Isaac había vuelto del pozo de Lajay Roí, porque vivía en la región del Néguev. Una tarde, salió a dar un paseo por el campo. De pronto, al levantar la vista, vio que se acercaban unos camellos. También Rebeca levantó la vista y, al ver a Isaac, se bajó del camello y le preguntó al criado: ‘¿Quién es ese hombre que viene por el campo a nuestro encuentro?’ ‘Es mi amo’, contestó el criado. Entonces ella tomó el velo y se cubrió. El criado le contó a Isaac todo lo que había hecho. Luego Isaac llevó a Rebeca a la carpa de Sara, su madre, y la tomó por esposa. Isaac amó a Rebeca, y así se consoló de la muerte de su madre” (24:62-67).
Abraham había notado los resultados que desde los días de Caín hasta su propio tiempo dieran los casamientos entre los que temían a Dios y los que no le temían. Tenía ante los ojos las consecuencias de su propio matrimonio con Agar, y las de los lazos matrimoniales de Ismael y de Lot. La influencia del padre sobre su hijo era contrarrestada por la de los idólatras parientes de su madre, y por la unión de Ismael con mujeres paganas. Los celos de Agar, y de las esposas que ella había elegido para Ismael, rodeaban a su familia con una barrera que Abraham trató en vano de romper.
Las anteriores enseñanzas de Abraham no habían quedado sin efecto sobre Ismael, pero la influencia de sus esposas determinó la introducción de la idolatría en su familia. Separado de su padre, e irritado por las riñas y discordias de su familia destituida del amor y del temor de Dios, Ismael fue incitado a escoger la vida de pillaje salvaje como jefe del desierto, y fue “su mano será contra todos, y la mano de todos contra él” (Gén. 16:12, RVR). En sus últimos días se arrepintió de sus malos caminos, y volvió al Dios de su padre, pero quedó el sello del carácter legado a su posteridad. La nación poderosa que descendió de él fue un pueblo turbulento y pagano.
La esposa de Lot era una mujer egoísta e irreligiosa, que ejerció su influencia para separar a su marido de Abraham. Si no hubiera sido por ella, Lot no habría permanecido en Sodoma, privado de los consejos del sabio y piadoso patriarca. La influencia de su esposa y las amistades que tuvo en esa ciudad impía lo habrían inducido a apostatar de Dios, de no haber sido por la instrucción fiel que antes había recibido de Abraham.
Nadie que tema a Dios puede unirse sin peligro con quien no le teme. “¿Pueden dos caminar juntos sin antes ponerse de acuerdo?” (Amós 3:3). La felicidad y la prosperidad del matrimonio dependen de la unidad que haya entre los esposos; pero entre el creyente y el incrédulo hay una diferencia radical de gustos, inclinaciones y propósitos. Por puros y rectos que sean los principios de una persona, la influencia de un cónyuge incrédulo tenderá a apartarla de Dios.
El que contrajo matrimonio antes de convertirse tiene después de su conversión mayor obligación de ser fiel a su cónyuge, por mucho que difieran en sus convicciones religiosas. Sin embargo, las exigencias del Señor deben estar por encima de toda relación terrenal, aunque como resultado vengan pruebas y persecuciones. Manifestada en un espíritu de amor y mansedumbre, esta fidelidad puede influir para ganar al cónyuge incrédulo.
Pero el matrimonio de cristianos con infieles está prohibido en la Sagrada Escritura. El mandamiento del Señor dice: “No se asocien íntimamente con los que son incrédulos” (2 Cor. 6:14, NTV; ver también los vers. 17, 18).
Antes de casarse
Isaac fue sumamente honrado por Dios, al ser hecho heredero de las promesas por las cuales sería bendecida la tierra; sin embargo, a la edad de 40 años, se sometió al juicio de su padre cuando envió a un servidor experto y piadoso a buscarle esposa. Y el resultado de ese casamiento, que se nos presenta en las Escrituras, es un tierno y hermoso cuadro de la felicidad doméstica: “Y llevó a Rebeca a la carpa de Sara, su madre, y la tomó por esposa. Isaac amó a Rebeca, y así se consoló de la muerte de su madre” (24:67).
Con demasiada frecuencia los jóvenes sienten que la entrega de sus afectos es un asunto en el que tienen que consultarse únicamente a sí mismos. Se creen competentes para hacer su propia elección sin la ayuda de sus padres. Suelen bastarles unos años de matrimonio para convencerlos de su error; pero muchas veces es demasiado tarde. La falta de sabiduría y dominio propio que los indujo a hacer una elección apresurada agrava el mal, hasta que el matrimonio llega a ser un amargo yugo. Así han arruinado muchos su felicidad en esta vida y su esperanza de una vida venidera.
Si alguna vez se necesita la Biblia como consejera, si alguna vez se debe buscar en oración la dirección divina, es antes de dar un paso que ha de vincular a dos personas para toda la vida.
Los padres nunca deben perder de vista su propia responsabilidad acerca de la felicidad futura de sus hijos. Al mismo tiempo que Abraham exigía a sus hijos que respetasen la autoridad paterna, su vida diaria daba testimonio de que esta autoridad no era un control egoísta o arbitrario, sino que se basaba en el amor, y que procuraba su bienestar y dicha.
Los padres y las madres deberían guiar el afecto de los jóvenes, para que contraigan amistades con quienes serán compañías adecuadas. Es su deber moldear el carácter de sus hijos desde la más tierna infancia, de tal manera que sean puros y nobles y se sientan atraídos por lo bueno y verdadero.
¡Planten el amor a la verdad, la pureza y la bondad temprano en las almas, y la juventud buscará la compañía de quienes poseen esas características!
Procuren los padres ejemplificar el amor y la benevolencia del Padre celestial. Llenen el hogar de alegría. Para vuestros hijos esto valdrá más que tierras o dinero. Cultívese en su corazón el amor al hogar, para que puedan mirar hacia atrás, al hogar de su niñez, y ver en él un lugar de paz y felicidad, superado solo por el cielo.
El amor verdadero es un principio santo y elevado, por completo diferente en su carácter del amor despertado por el impulso, que muere de repente cuando es severamente probado. En la casa paterna, los jóvenes se preparan para formar su propio hogar. Practiquen allí la abnegación propia, la amabilidad, la cortesía y la compasión cristiana. Los que salgan de tal hogar para ponerse al frente de su propia familia sabrán promover la felicidad de la persona a quien hayan escogido por compañero o compañera de su vida. Entonces el matrimonio, en vez de ser el fin del amor, será su verdadero comienzo. 📖
Los Escogidos | Capítulo 16
Jacob y Esaú
Este capítulo está basado en Génesis 25:19-34; y 27.
Jacob y Esaú, los hijos gemelos de Isaac, presentan un contraste sorprendente tanto en su vida como en su carácter. Esta desigualdad fue predicha por el ángel de Dios antes que nacieran. Cuando él contestó la atribulada oración de Rebeca, le anunció que tendría dos hijos y le reveló su historia futura, diciéndole que cada uno sería jefe de una nación poderosa, pero que uno de ellos sería más grande que el otro, y que el menor tendría la preeminencia.
Esaú se crió deleitándose en la complacencia propia y concentrando todo su interés en lo presente. Contrario a toda restricción, se deleitaba en la vida de cazador. Sin embargo, era el hijo favorito de su padre. Corría sin temor por montes y desiertos, y volvía con caza para su padre y con relatos palpitantes de su vida aventurera. Jacob, reflexivo, aplicado y cuidadoso, pensando siempre más en el porvenir que en el presente, se conformaba con vivir en casa, ocupado en cuidar los rebaños y en labrar la tierra. Su perseverancia paciente, su economía y su previsión eran apreciadas por su madre. Sus atenciones contribuían mucho más a su felicidad que la amabilidad bulliciosa y ocasional de Esaú. Para Rebeca, Jacob era el hijo predilecto.
A Esaú y Jacob se les había enseñado a considerar la primogenitura como asunto de gran importancia, porque no solo abarcaba la herencia de las riquezas terrenales, sino también la preeminencia espiritual. El que la recibía debía ser el sacerdote de la familia, y de su linaje descendería el Redentor del mundo. Por otra parte, también pesaban obligaciones sobre el poseedor de la primogenitura. El que heredaba sus bendiciones debía dedicar su vida al servicio de Dios. En el casamiento, en las relaciones de familia y en la vida pública, debía consultar la voluntad de Dios.
Isaac presentó a sus hijos estos privilegios y condiciones, y les indicó claramente que Esaú, por ser el mayor, tenía el derecho a la primogenitura. Pero Esaú no amaba la devoción, ni tenía inclinación por la vida religiosa. Las exigencias que acompañaban a la primogenitura espiritual eran para él una restricción desagradable y hasta odiosa. La Ley de Dios, condición del pacto divino con Abraham, era considerada por Esaú como un yugo servil. Inclinado a la complacencia propia, nada deseaba tanto como la libertad para hacer su gusto. Para él, el poder y la riqueza, los festines y el alboroto, constituían la felicidad. Se jactaba de la libertad ilimitada de su vida indómita y vagabunda. Rebeca recordaba las palabras del ángel, y, con percepción más clara que la de su esposo, interpretaba el carácter de sus hijos. Estaba convencida de que Jacob estaba destinado a heredar la promesa divina. Repitió a Isaac las palabras del ángel; pero los afectos del padre se concentraban en su hijo mayor, y se mantuvo firme en su propósito.
Jacob había aprendido de su madre que él recibiría la primogenitura, y desde entonces tuvo un deseo indecible de alcanzar los privilegios que esta confería. No era la riqueza de su padre lo que ansiaba; el objeto de sus anhelos era la primogenitura espiritual. Tener comunión con Dios, como el justo Abraham, ofrecer el sacrificio expiatorio por su familia, ser el progenitor del pueblo escogido y del Mesías prometido, y heredar las posesiones inmortales que estaban contenidas en las bendiciones del pacto; estos eran los honores y las prerrogativas que encendían sus deseos más ardientes.
Escuchaba todo lo que su padre decía acerca de la primogenitura espiritual; atesoraba cuidadosamente lo que aprendía de su madre. Se convirtió en el interés absorbente de su vida. Pero, Jacob no tenía un conocimiento experimental del Dios a quien adoraba. Su corazón no había sido renovado por la gracia divina. Constantemente estudiaba los medios para obtener la bendición que su hermano consideraba de poca importancia, pero que era tan preciosa para él.
Esaú vende su tesoro
Esaú, al volver un día de la caza, cansado y desfallecido, le pidió a Jacob la comida que estaba preparando. Este último aprovechó la oportunidad y ofreció saciar el hambre de su hermano a cambio de la primogenitura. “Me estoy muriendo de hambre” –exclamó el temerario y desenfrenado cazador–; “¿de qué me sirven los derechos de promegénito?” (Gén. 25:32). Y por un plato de lentejas se deshizo de su primogenitura, y confirmó la transacción mediante un juramento. Para satisfacer el deseo del momento, Esaú cedió descuidadamente la gloriosa herencia que Dios mismo había prometido a sus padres. Todo su interés se concentraba en el presente. Estaba dispuesto a sacrificar lo celestial por lo terrenal, a cambiar un bien futuro por una satisfacción momentánea.
“Así menospreció Esaú la primogenitura” (25:34, RVR). Al deshacerse de ella, tuvo un sentimiento de alivio. Ahora su camino estaba libre; podría hacer lo que se le antojara. ¡Cuántos aun hoy día, por causa de ese placer insensato, mal llamado libertad, venden su derecho de nacimiento a una herencia pura, inmaculada y eterna en el cielo!
Esaú se casó con dos mujeres de las hijas de Het. Estas adoraban dioses falsos, y su idolatría causaba amarga pena a Isaac y Rebeca. Esaú había violado una de las condiciones del pacto, que prohibía el matrimonio entre el pueblo escogido y los paganos; pero Isaac no vacilaba en su determinación de conferirle la primogenitura.
Pasaron los años. Isaac, anciano y ciego, y esperando morir pronto, decidió no demorar más en conferir la bendición a su hijo mayor. Pero conociendo la resistencia de Rebeca y de Jacob, decidió realizar secretamente la solemne ceremonia. En conformidad con la costumbre de hacer un festín en tales ocasiones, el patriarca mandó a Esaú: “Ve al campo a cazarme algún animal. Prepárame luego un buen guiso [...]. Entonces te bendeciré antes de que muera” (27:3, 4).
Rebeca refirió a Jacob lo que había sucedido, y le apremió con la necesidad de obrar enseguida, para impedir que la bendición se diera definitiva e irrevocablemente a Esaú. Le aseguró que si seguía sus instrucciones, obtendría la bendición, como Dios lo había prometido. Jacob no consintió enseguida con el plan que ella proponía. La idea de engañar a su padre le causaba mucha aflicción. Le parecía que tal pecado le traería una maldición más bien que una bendición. Pero sus escrúpulos fueron vencidos, y procedió a hacer lo que le sugería su madre. No era su intención pronunciar una mentira directa, pero cuando estuvo ante su padre le pareció que había ido demasiado lejos como para retroceder, y valiéndose de un engaño obtuvo la codiciada bendición.
Las consecuencias del engaño
Jacob y Rebeca triunfaron en su propósito, pero por su engaño solo se granjearon tristeza y aflicción. Dios había declarado que Jacob debía recibir la primogenitura, y si hubiesen esperado con confianza hasta que Dios obrara, la promesa se habría cumplido a su debido tiempo. Rebeca se arrepintió amargamente del mal consejo que había dado a su hijo. Jacob se sintió agobiado por la condenación propia. Había pecado contra su padre, contra su hermano, contra su propia alma y contra Dios. En solo una hora se había acarreado una larga vida de arrepentimiento. Esta escena estuvo siempre presente ante él en sus años posteriores, cuando la mala conducta de sus propios hijos oprimía su alma.
Ni bien hubo dejado Jacob la tienda de su padre, entró Esaú. Aunque había vendido su primogenitura, ahora estaba decidido a conseguir sus bendiciones. Con la primogenitura espiritual estaba unida la temporal, que le daría el gobierno de la familia y una porción doble de las riquezas de su padre. “Levántate, padre mío, y come de lo que ha cazado tu hijo. Luego podrás darme tu bendición” (27:31).
Temblando de asombro y congoja, el ciego y anciano padre se dio cuenta del engaño cometido contra él. Sintió en el alma el desengaño que debía herir a su hijo mayor. Sin embargo, como un relámpago fulguró la convicción de que era la providencia de Dios la que había realizado lo que él había resuelto impedir. Se acordó de las palabras que el ángel había dicho a Rebeca, y vio en Jacob al más capaz para realizar los propósitos de Dios. Mientras las palabras de bendición estaban en sus labios, había sentido sobre sí el Espíritu de Inspiración; y ahora, ratificó la bendición que sin saberlo había pronunciado sobre Jacob: “Le di mi bendición, y bendecido quedará” (27:33).
Esaú no podía arrepentirse
Esaú había menospreciado la bendición mientras parecía estar a su alcance, pero ahora que se le había escapado para siempre, su dolor e ira fueron terribles. “¡Padre mío, te ruego que también a mí me bendigas!” “¿No te queda ninguna bendición para mí?” (27:34, 36). Pero no podía recobrar la primogenitura que había vendido tan descuidadamente. “Por un solo plato de comida”, con que satisfizo momentáneamente el apetito que nunca había reprimido, vendió Esaú su herencia; y cuando comprendió su locura, era demasiado tarde para recobrar la bendición. “No se le dio lugar para el arrepentimiento, aunque con lágrimas buscó la bendición” (Heb. 12:16, 17). Esaú no quedaba privado del derecho de buscar la gracia de Dios mediante el arrepentimiento; pero no podía encontrar medios para recobrar la primogenitura. Su dolor no provenía de que estuviese convencido de haber pecado; no deseaba reconciliarse con Dios. Se entristecía por los resultados de su pecado, no por el pecado mismo.
La Escritura llama “profano” a Esaú. Representa a los que menosprecian la redención comprada para ellos por Cristo, y están dispuestos a sacrificar su herencia celestial a cambio de las cosas perecederas de la Tierra. Multitudes viven para el presente, sin preocuparse del futuro. Como Esaú gritan: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Cor. 15:32). Prevalecen las exigencias del apetito, y Dios y el cielo son tenidos en poco. Cuando se les presenta el deber de limpiarse de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios, se ofenden.
Millares de personas están vendiendo su primogenitura para satisfacer deseos sensuales. Sacrifican la salud, debilitan las facultades mentales y pierden el derecho al cielo; y todo esto por un placer meramente temporal; por un goce que debilita y degrada su carácter. Así como Esaú despertó para ver la locura de su canje precipitado cuando era tarde para recobrar lo perdido, así les ocurrirá en el día de Dios a los que han trocado su herencia celestial por la satisfacción de goces egoístas. 📖
Los Escogidos | Capítulo 17
Huida y destierro de Jacob
Este capítulo se basa en Génesis 28 al 31.
Amenazado de muerte por la ira de Esaú, Jacob salió como un fugitivo de la casa de su padre; pero llevó consigo la bendición paterna. Isaac le había renovado la promesa del pacto, y como heredero de ella, le había mandado que tomase esposa de entre la familia de su madre en Mesopotamia. Sin embargo, Jacob emprendió su solitario viaje con un corazón profundamente acongojado. Con solo su báculo en la mano, debía viajar durante varios días por una región habitada por tribus indómitas y errantes. Dominado por su remordimiento y timidez, trató de evitar a los hombres, para no ser hallado por su airado hermano. Temía haber perdido para siempre la bendición que Dios había tratado de darle, y Satanás estaba listo para atormentarlo con sus tentaciones.
La noche del segundo día le encontró lejos de las tiendas de su padre. Se sentía desechado, y sabía que toda esta tribulación había venido sobre él por su propio proceder erróneo. Las tinieblas de la desesperación oprimían su alma, y apenas se atrevía a orar. Pero estaba tan completamente solo que sentía como nunca antes la necesidad de la protección de Dios. Llorando y con profunda humildad confesó su pecado, y pidió que se le diera alguna evidencia de que no estaba completamente abandonado. Aun así su corazón agobiado no encontraba alivio. Había perdido toda confianza en sí mismo, y temía que el Dios de sus padres lo hubiese desechado.
Pero Dios todavía ofrecía su misericordia a su errante y desconfiado siervo. Compasivamente, el Señor reveló a Jacob precisamente lo que necesitaba: un Salvador. Había pecado, pero vio revelado un camino por el cual podría ser restituido a la gracia de Dios.
Cansado de su viaje, el peregrino se acostó en el suelo, con una piedra por cabecera. Mientras dormía, contempló una escalera, clara y reluciente, que estaba “apoyada en la tierra, y cuyo extremo superior llegaba hasta el cielo” (Gén. 28:12). Por esta escalera subían y bajaban ángeles; en lo alto de ella estaba el Señor de gloria, y su voz se oyó desde los cielos: “Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y de tu padre Isaac. [...] Todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de ti y de tu descendencia” (28:13, 14). Esta promesa había sido dada a Abraham y a Isaac, y ahora le fue renovada a Jacob. Luego, se pronunciaron las palabras de consuelo y estímulo: “Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas, y te traeré de vuelta a esta tierra. No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido” (28:15).
El Señor, en su misericordia, abrió el futuro ante el fugitivo arrepentido para que estuviese preparado para resistir las tentaciones que necesariamente sufriría cuando se encontrase solo entre idólatras y maquinadores. El saber que por su medio se cumpliría el propósito de Dios lo incitaría constantemente a la fidelidad.
En esa visión a Jacob no se le reveló plenamente el plan de la Redención, sino hasta donde le era esencial en ese momento. La escalera mística que se le mostró en su sueño fue la misma a la cual se refirió Cristo en su conversación con Natanael. Dijo el Señor: “Ciertamente les aseguro que ustedes verán abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre” (Juan 1:51). El pecado de Adán y Eva separó la Tierra del cielo, de manera que el hombre ya no podía comunicarse con su Hacedor. Sin embargo, no se dejó al mundo en solitaria desesperación. La escalera representa a Jesús, el medio señalado de comunicación. Cristo conecta al hombre en su debilidad y desamparo con la fuente de poder infinito.
Todo esto se le reveló a Jacob en su sueño. Aunque su mente comprendió enseguida una parte de la revelación, sus grandes y misteriosas verdades fueron el estudio de toda su vida, y las fue comprendiendo cada vez mejor.
Jacob se despertó en el profundo silencio de la noche. Las relucientes figuras de su visión se habían desvanecido. Ahora su mirada podía ver solo los contornos oscuros de las colinas solitarias y sobre ellas el cielo estrellado. Pero experimentaba un solemne sentimiento de que Dios estaba con él. “En realidad, el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta –dijo–. Es nada menos que la casa de Dios; ¡es la puerta del cielo!” (28:17).
“A la mañana siguiente Jacob se levantó temprano, tomó la piedra que había usado como almohada, la erigió como una estela y derramó aceite sobre ella”. Llamó aquel lugar Betel; o sea, “casa de Dios”. Luego, hizo el solemne voto: “Si Dios me acompaña y me protege en este viaje que estoy haciendo, y si me da alimento y ropa para vestirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios. Y esta piedra que yo erigí como pilar será casa de Dios, y de todo lo que Dios me dé, le daré la décima parte” (28:18-22).
Jacob no estaba tratando de concertar condiciones con Dios. El Señor ya le había prometido prosperidad, y este voto era la expresión de un corazón lleno de gratitud por la seguridad del amor y la misericordia de Dios. Jacob sentía que las señales especiales del favor divino le exigían reciprocidad.
El cristiano debiera recordar con gratitud las preciosas liberaciones que Dios ha obrado en su favor, abriéndole caminos cuando todo parecía tinieblas y obstáculos, y dándole nuevas fuerzas cuando estaba por desmayar. En vista de estas innumerables bendiciones, a menudo debiera preguntarse: “¿Cómo puedo pagarle al Señor por tanta bondad que me ha mostrado?” (Sal. 116:12).
Por qué el diezmo es sagrado
Cada vez que se obra en favor de nosotros una liberación especial, o recibimos nuevos e inesperados favores, debiéramos reconocer la bondad de Dios y expresar nuestra gratitud con ofrendas o dones para su causa. Así como recibimos constantemente las bendiciones de Dios, también hemos de dar sin cesar.
“Y de todo lo que me dieres –dijo Jacob–, el diezmo apartaré para ti”. Nosotros, que gozamos de la clara luz y los privilegios del evangelio, ¿nos contentaremos con darle a Dios menos de lo que daban quienes vivieron en la dispensación anterior, menos favorecida que la nuestra? De ninguna manera. A medida que aumentan las bendiciones de que gozamos, ¿no aumentarán nuestras obligaciones en forma correspondiente? Pero ¡cuán en poco las tenemos! ¡Cuán vano es el esfuerzo por medir con reglas matemáticas lo que le debemos en tiempo, dinero y afecto, en respuesta a un amor tan inconmensurable y a una dádiva de valor tan inconcebible! ¡Los diezmos para Cristo! ¡Oh, mezquina limosna, pobre recompensa para lo que ha costado tanto! Desde la cruz del Calvario, Cristo nos pide una consagración sin reservas. Todo lo que tenemos y todo lo que somos, lo debiéramos dedicar a Dios.
Con nueva y duradera fe en las promesas divinas, y seguro de la presencia y la protección de los ángeles celestiales, Jacob prosiguió su jornada “a la tierra de los orientales” (29:1). Pero ¡qué diferencia entre su llegada y la del mensajero de Abraham, casi 100 años antes! El servidor había venido con un séquito montado en camellos, y con ricos regalos de oro y plata; Jacob llegaba solo, con los pies lastimados, sin más posesión que su cayado. Como el siervo de Abraham, Jacob se detuvo cerca de un pozo, y fue allí donde conoció a Raquel, la hija menor de Labán. Después de dar a conocer su parentesco, fue bienvenido en casa de Labán. Pocas semanas bastaron para mostrar el mérito de su diligencia y habilidad, y se le instó a quedarse. Convinieron en que serviría a Labán siete años por la mano de Raquel.
El amor de Jacob por Raquel
En los tiempos antiguos era costumbre que el novio, antes de confirmar el compromiso del matrimonio, pagara al padre de su novia, según las circunstancias, cierta suma de dinero o su valor en otros efectos. Eso se consideraba como salvaguardia de la relación matrimonial. No les parecía seguro a los padres confiar la felicidad de sus hijas a hombres que no habían hecho provisión para mantener una familia. Si no eran lo suficientemente ahorrativos y enérgicos como para administrar sus negocios y adquirir ganado o tierras, se temía que su vida fuese inútil. Pero se hacían arreglos para probar a los que no tenían con qué pagar la dote de la esposa. Se les permitía trabajar para el padre cuya hija amaban, durante un tiempo, que variaba según la dote requerida. Cuando el pretendiente era fiel en sus
servicios, y se mostraba digno también en otros aspectos, recibía a la hija por esposa, y, generalmente, la dote que el padre había recibido se la daba a ella el día de la boda. Pero tanto en el caso de Raquel como en el de Lea, el egoísta Labán se quedó con la dote que debía haberles dado a ellas; y a eso se refirieron cuando dijeron antes de marcharse de Mesopotamia: “Nos ha vendido, y se ha gastado todo lo que recibió por nosotras” (31:15).
Cuando se pedía al pretendiente que trabajara para conseguir a su esposa, se evitaba un casamiento precipitado, y se le permitía probar la profundidad de sus afectos y su habilidad para mantener a su familia. En nuestro tiempo, resultan muchos males de una conducta diferente. Muchas veces ocurre que antes de casarse las personas tienen poca oportunidad de familiarizarse con sus mutuos temperamentos y costumbres; y en cuanto a la vida diaria, cuando unen sus intereses ante el altar, casi no se conocen. Muchos descubren demasiado tarde que no se adaptan el uno al otro, y el resultado de su unión es una vida miserable. Muchas veces sufren la esposa y los niños a causa de la indolencia, la ineptitud o los hábitos viciosos del marido y padre. Si, como lo permitía la antigua costumbre, se hubiese probado el carácter del pretendiente antes del casamiento, habrían podido evitarse muchas desgracias.
Jacob trabajó fielmente siete años por Raquel, y los años que sirvió “como estaba muy enamorado de ella le pareció poco tiempo” (29:20). Pero Labán cometió un cruel engaño al sustituir a Lea en lugar de Raquel. El hecho de que Lea misma participara del engaño hizo sentir a Jacob que no podía amarla. Su indignado reproche fue contestado por Labán con el ofrecimiento de que trabajara por Raquel otros siete años. Pero el padre insistió en que Lea no fuese repudiada, puesto que esto deshonraría a la familia. De este modo se encontró Jacob en una situación sumamente penosa y difícil; finalmente, decidió quedarse con Lea y casarse con Raquel. La más amada fue siempre Raquel; pero su predilección por ella excitó envidia y celos, y su vida se vio amargada por la rivalidad entre las dos hermanas.
Veinte años permaneció Jacob en Mesopotamia, al servicio de Labán, quien estaba ansioso de apropiarse de todas las ventajas. Exigió catorce años de trabajo por sus dos hijas; y durante el resto del tiempo cambió diez veces el salario de Jacob.
Con todo, el servicio de Jacob fue diligente y fiel. Durante una parte del año era preciso que él quedase personalmente a cargo del ganado, para evitar que en la estación seca los animales pereciesen de sed, y que en los meses de frío se helasen con las crudas escarchas nocturnas. Jacob era el pastor jefe, y los siervos a su cargo eran los subpastores. Si faltaba una oveja, el pastor jefe sufría la pérdida; y los servidores a quienes había confiado la vigilancia del ganado tenían que darle cuenta minuciosa si este no se encontraba en estado lozano.
La vida de diligencia y cuidado del pastor, y su tierna compasión por las criaturas desvalidas, ilustran algunas de las verdades más preciosas del evangelio. Así se compara a Cristo, en su relación con su pueblo, con un pastor. Después de la caída del hombre él vio a sus ovejas condenadas a perecer en las sendas tenebrosas del pecado. Para salvar a esas descarriadas, dejó los honores y la gloria de la casa de su Padre. Dice: “Buscaré a las ovejas perdidas, recogeré a las extraviadas, vendaré a las heridas y fortaleceré a las débiles”. “Voy a salvar a mis ovejas, y ya no les servirán de presa”. Se oye su voz que las llama a su redil: “Habrá un toldo que servirá de cobertizo, para dar sombra contra el calor del día, y de refugio y protección contra la lluvia y la tormenta”. Su cuidado por el rebaño es incansable. Fortalece a las ovejas débiles, libra a las que sufren, reúne los corderos en sus brazos, y los lleva en su seno. Sus ovejas le aman. “Pero a un desconocido jamás lo siguen; más bien, huyen de él porque no reconocen voces extrañas” (Eze. 34:16, 22, 28; Isa. 4:6; Juan 10:5).
Cristo dice: “El buen pastor su vida da por las ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Juan 10:11-14).
La iglesia de Cristo ha sido comprada con su sangre, y todo pastor compenetrado del Espíritu de Cristo imitará su ejemplo de abnegación, trabajando constantemente en favor de los que le fueran confiados; y el rebaño prosperará bajo su cuidado.
“Cuando aparezca el Pastor supremo –dice el apóstol–, ustedes recibirán la inmarcesible corona de gloria” (1 Ped. 5:4).
Cuando Jacob, cansado de servir a Labán, se propuso volver a Canaán, dijo a su suegro: “Déjame regresar a mi hogar y a mi propia tierra. Dame las mujeres por las que te he servido, y mis hijos, y déjame ir. Tú bien sabes cómo he trabajado para ti” (30:25, 26). Pero Labán le instó para que se quedara, declarándole: “Gracias a ti, el Señor me ha bendecido” (30:27). Veía que su hacienda aumentaba bajo la administración de su yerno.
Entonces Jacob dijo: “Lo que tenías ante de mi venida, que era muy poco, se ha multiplicado enormemente” (30:30). Pero a medida que el tiempo pasaba, Labán comenzó a envidiar la mayor prosperidad de Jacob, quien prosperó mucho, “y llegó a tener muchos rebaños, criados y criadas, camellos y asnos” (30:43). Los hijos de Labán participaban de los celos de su padre, y sus palabras maliciosas llegaron a oídos de Jacob: “Jacob se ha ido apoderando de todo lo que le pertenecía a nuestro padre, y se ha enriquecido a costa suya. También notó que Labán ya no lo trataba como antes” (31:1, 2).
Jacob habría dejado a su astuto pariente mucho antes, si no hubiese temido encontrarse con Esaú. Ahora sintió que estaba en peligro frente a los hijos de Labán, quienes, considerando suya la riqueza de Jacob, podrían tratar de obtenerla por la fuerza. Se encontraba en gran perplejidad y aflicción, sin saber qué camino tomar. Pero recordando la bondadosa promesa de Betel, llevó su problema ante Dios y buscó su consejo. En un sueño se contestó a su oración: “Vuélvete a la tierra de tus padres, donde están tus parientes, que yo estaré contigo” (31:3).
Jacob reunió rápidamente sus rebaños y manadas, y los envió por delante; luego atravesó el Éufrates con sus esposas, niños y siervos, con el fin de apresurar su marcha hacia Galaad, en la frontera de Canaán. Tres días después Labán se enteró de su huida, y se puso en camino para perseguir la caravana, a la cual dio alcance el séptimo día de su viaje. Estaba lleno de ira y decidido a obligarlos a volver. Los fugitivos estaban realmente en gran peligro.
Dios mismo se interpuso en favor de su siervo. “Mi poder es más que suficiente para hacerles daño, pero anoche el Dios de tu padre me habló y me dijo: ¡Cuidado con amenazar a Jacob!” (31:29); es decir, que no debía inducirlo a volver, ni por la fuerza ni mediante palabras lisonjeras.
Labán había retenido la dote de sus hijas, y siempre había tratado a Jacob astuta y duramente; pero con su característico disimulo le reprochó ahora su partida secreta, sin haberle dado como padre siquiera la oportunidad de hacer una fiesta de despedida, ni de decir adiós a sus hijas y a sus nietos.
En respuesta a eso, Jacob expuso lisa y llanamente la conducta egoísta y envidiosa de Labán, y lo declaró testigo de su propia fidelidad y honestidad. “Si no hubiera estado conmigo el Dios de mi padre, el Dios de Abraham, el Dios a quien Isaac temía, seguramente me habrías despedido con las manos vacías. Pero Dios vio mi aflicción y el trabajo de mis manos, y anoche me hizo justicia” (31:42).
Labán no pudo negar los hechos mencionados, y propuso un pacto de paz. Jacob aceptó la propuesta, y en señal de amistad fue erigido un monumento de piedras. A este lugar dio Labán el nombre de Mizpa, “la torre de vigilancia”, diciendo: “Que el Señor nos vigile cuando ya estemos lejos el uno del otro. [...] ¡Que el Dios de Abraham y el Dios de Nacor sea nuestro juez! Entonces Jacob juró por el Dios a quien temía su padre Isaac” (31:49, 53).
Para confirmar el pacto, celebraron una fiesta. Pasaron la noche en comunión amistosa; y al amanecer, Labán y su compañía se marcharon. Después de esta separación se pierde la huella de toda relación entre los hijos de Abraham y los habitantes de Mesopotamia. 📖
Los Escogidos | Capítulo 18
La terrible noche de lucha
Este capítulo está basado en Génesis 32 y 33.
Jacob no volvió sin muchos temores por el mismo camino por donde había pasado como fugitivo 20 años antes. Recordaba siempre el pecado que había cometido al engañar a su padre. Sabía que su largo destierro era el resultado directo de ese pecado, y día y noche, mientras cavilaba en esas cosas, los reproches de su conciencia acusadora entristecían mucho el viaje. Cuando las colinas de su patria aparecieron ante él en la lejanía, el corazón del patriarca se sintió profundamente conmovido. Todo el pasado se presentó vivamente ante él. Al recordar su pecado pensó también en la gracia de Dios hacia él, y en las promesas de ayuda y dirección divinas.
El recuerdo de Esaú le traía muchos presentimientos aflictivos. Esaú quizá estuviera dispuesto a usar la violencia contra él, no solo por el deseo de vengarse, sino también para asegurarse la posesión absoluta de la riqueza que había considerado tanto tiempo como suya.
Nuevamente el Señor dio a Jacob otra señal del amparo divino. Dos ejércitos de ángeles celestiales avanzaban con su caravana, como para protegerla. Jacob se acordó de la visión que había tenido en Betel tanto tiempo antes, y su oprimido corazón se alivió con esta prueba de que los mensajeros divinos, quienes al huir él de Canaán le habían infundido esperanza y ánimo, lo custodiarían ahora que regresaba. Y dijo: “¡Este es el campamento de Dios!” (Gén. 32:2).
Sin embargo, Jacob creyó que debía hacer algo en favor de su propia seguridad. Mandó, pues, mensajeros a su hermano con un saludo conciliatorio. Dijo Jacob a los siervos que los mandaba a “mi señor Esaú”; y debían referirse a su amo como “tu siervo Jacob”; y para quitar el temor de que volvía como indigente errante para reclamar la herencia de su padre, Jacob le mandó decir en su mensaje que tenía “vacas, asnos, ovejas, esclavos y esclavas” (32:5).
Pero Esaú no daba contestación al mensaje amistoso. Parecía cierto que venía para vengarse. El terror se apoderó del campamento. “Jacob sintió mucho miedo, y se puso muy angustiado” (32:7). Su compañía, desarmada y desamparada, no tenía la menor preparación para hacer frente a un encuentro hostil. De sus muchos ganados mandó generosos regalos a Esaú con un mensaje amistoso. Hizo todo lo que estaba de su parte para expiar el daño hecho a su hermano y evitar el peligro que lo amenazaba. Luego, pidió así la protección divina: “No soy digno de la bondad y fidelidad con que me has privilegiado. [...] ¡Líbrame del poder de mi hermano Esaú, pues tengo miedo de que venga a matarme a mí y a las madres y a los niños!” (32:10, 11).
Había decidido pasar la noche en oración y estar solo con Dios. Dios podía apaciguar el corazón de Esaú. En Dios estaba la única esperanza del patriarca.
Un ángel lucha con Jacob
Era una región solitaria y montañosa, madriguera de fieras y escondite de salteadores y asesinos. Indefenso, Jacob se inclinó a tierra profundamente acongojado. Era medianoche. Todo lo que le hacía apreciar la vida estaba expuesto al peligro y a la muerte. Le amargaba el pensamiento de que su propio pecado había traído este peligro sobre los inocentes. Con vehementes exclamaciones y lágrimas oró delante de Dios. De pronto sintió una mano fuerte sobre él. Creyó que un enemigo atentaba contra su vida, y trató de librarse de las manos del agresor. En las tinieblas los dos lucharon por predominar. No se pronunció una sola palabra, pero Jacob desplegó todas sus energías, y ni por un momento cejó en sus esfuerzos. Mientras así luchaba por su vida, el sentimiento de su culpa pesaba sobre su alma; sus pecados surgieron ante él, para alejarlo de Dios.
Pero en su terrible aflicción recordó las promesas del Señor, y todo su corazón se consumió en súplicas de misericordia. La lucha duró hasta poco antes del amanecer, cuando el desconocido tocó el muslo de Jacob, dejándolo incapacitado en el acto. Entonces discernió el patriarca la naturaleza de su adversario. Conoció que había luchado con un mensajero celestial, y que por eso sus esfuerzos casi sobrehumanos no habían obtenido la victoria. Era Cristo, “el Ángel del pacto”, el que se había revelado a Jacob. El patriarca estaba imposibilitado y sufría el dolor más agudo, pero no aflojó su asidero. Completamente arrepentido y quebrantado, se aferró al Ángel y “lloró y le rogó” (Ose. 12:4), pidiéndole una bendición. Debía tener la seguridad de que su pecado estaba perdonado. El Ángel le pidió: “¡Suéltame, que ya está por amanecer!”; pero Jacob respondió: “¡No te soltaré hasta que me bendigas!” (32:26). Jacob tenía la seguridad del que confiesa su propia indignidad, y sin embargo confía en la fidelidad del Dios, que cumple su pacto.
Jacob “luchó con el ángel, y lo venció” (Ose. 12:4). Por su humillación, su arrepentimiento y la entrega de sí mismo este pecador y extraviado mortal prevaleció ante la Majestad del cielo. Se había asido con temblorosa mano de las promesas de Dios, y el corazón del Amor infinito no pudo desoír los ruegos del pecador.
Un nuevo nombre para Jacob
El error que había inducido a Jacob al pecado de alcanzar la primogenitura por medio de un engaño, ahora le fue claramente manifestado. No había confiado en las promesas de Dios, sino que había tratado de hacer por su propio esfuerzo lo que Dios habría hecho a su tiempo y a su modo. En prueba de que había sido perdonado, su nombre, que hasta entonces le recordaba su pecado, fue cambiado por otro que conmemoraba su victoria. “Ya no te llamarás Jacob [el suplantador] –dijo el Ángel–, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (32:28).
La crisis de su vida había pasado. La duda, la perplejidad y los remordimientos habían amargado su existencia; pero ahora todo había cambiado; y fue dulce la paz de la reconciliación con Dios. Jacob ya no tenía miedo de encontrarse con su hermano. Dios, que había perdonado su pecado, también podía conmover el corazón de Esaú para que aceptase su humillación y arrepentimiento.
Mientras Jacob luchaba con el Ángel, otro mensajero celestial fue enviado a Esaú. En un sueño este vio a su hermano desterrado durante 20 años de la casa de su padre; presenció el dolor que sentiría al saber que su madre había muerto; lo vio rodeado de las huestes de Dios. El Dios de su padre estaba con él.
Al fin, las dos compañías se acercaron una a la otra: el jefe del desierto al frente de sus guerreros, y Jacob con sus mujeres e hijos, seguido de una larga hilera de rebaños y manadas. Apoyado en su cayado, el patriarca avanzó, pálido y lisiado por la reciente lucha. Caminaba lenta y dolorosamente, pero su rostro estaba iluminado de gozo y paz.
Al ver a su hermano cojo y doliente, “Esaú corrió a su encuentro y [...] lo abrazó y [...] los dos se pusieron a llora” (Gén. 33:4). Hasta el corazón de los rudos soldados de Esaú fueron conmovidos cuando presenciaron la escena. No podían explicarse el cambio que se había efectuado en su capitán.
Jacob había comprendido cuán vano es el auxilio del hombre, lo mal fundada que está toda confianza en el poder humano. Desamparado e indigno, invocó la divina promesa de misericordia hacia el pecador arrepentido. Esa promesa era su garantía de que Dios lo perdonaría y aceptaría.
El futuro “tiempo de angustia de Jacob”
La experiencia de Jacob durante aquella noche de lucha y angustia representa la prueba que habrá de soportar el pueblo de Dios inmediatamente antes de la segunda venida de Cristo. El profeta Jeremías, contemplando en santa visión nuestros días, dijo: “Hemos escuchado un grito de espanto; no hay paz [...] han palidecido todos los rostros. ¡Ay! Será un día terrible, un día que no tiene parangón. Será un tiempo de angustia para Jacob, pero será librado de ella” (Jer. 30:5-7).
Cuando Cristo cese su obra mediadora en favor del hombre, entonces empezará ese tiempo de aflicción. Entonces la suerte de cada alma habrá sido decidida, y ya no habrá sangre expiatoria para limpiarnos del pecado. Cuando
Cristo deje su posición de intercesor ante Dios, se anunciará solemnemente: “Deja que el malo siga haciendo el mal y que el vil siga envileciéndose; deja que el justo siga practicando la justicia y que el santo siga santificándose” (Apoc. 22:11). Como Jacob estuvo bajo la amenaza de muerte de su airado hermano, así también el pueblo de Dios estará en peligro de los impíos. Clamarán los justos a Dios día y noche que los libre.
Satanás había acusado a Jacob ante los ángeles de Dios, reclamando el derecho a destruirlo por su pecado; había incitado a Esaú a marchar contra él; y durante la larga noche de lucha del patriarca, procuró hacerle sentir su culpabilidad para desanimarlo y quebrantar su confianza en Dios. Cuando en su angustia Jacob se asió del Ángel y le suplicó con lágrimas, el Mensajero celestial, para probar su fe, también le recordó su pecado y trató de librarse de él. Pero Jacob había aprendido que Dios es misericordioso. Mientras repasaba su vida, casi fue impulsado a la desesperación; pero se aferró al Ángel, y con fervientes y agonizantes súplicas insistió en sus ruegos, hasta que prevaleció.
La lucha final
Tal será la experiencia del pueblo de Dios en su lucha final contra los poderes del mal. Dios probará la fe de sus seguidores, su perseverancia y su confianza en su poder para librarlos. Satanás se esforzará por aterrarlos con el pensamiento de que sus pecados han sido demasiado grandes para recibir perdón. Al examinar su vida, verán desvanecerse sus esperanzas. Pero recordando la grandeza de la misericordia de Dios, y su propio arrepentimiento sincero, pedirán el cumplimiento de las promesas hechas por medio de Cristo. Su fe no faltará porque sus oraciones no sean contestadas inmediatamente. El lenguaje de su alma será: “No te dejaré, si no me bendices”.
Si Jacob no se hubiese arrepentido previamente de su pecado consistente en tratar de conseguir la primogenitura mediante un engaño, Dios no habría podido oír su oración ni preservarle misericordiosamente la vida. Así será en el tiempo de angustia. Si el pueblo de Dios tuviere pecados inconfesos que aparecieran ante ellos cuando los torturen el temor y la angustia, serían abrumados; la desesperación anularía su fe, y no podrían tener confianza en
Dios para pedirle su liberación. Pero aunque tengan un profundo sentido de su indignidad, no tendrán pecados ocultos que revelar. Sus pecados habrán sido borrados por la sangre expiatoria de Cristo, y no los podrán recordar.
Todos los que traten de ocultar o excusar sus pecados, y permitan que permanezcan inconfesos y no perdonados en los libros del cielo, serán vencidos por Satanás. Cuanto más elevada sea su profesión y más honorable la posición que ocupen, tanto más seguro será el triunfo del gran adversario.
La historia de Jacob es una garantía de que Dios no desechará a quienes fueron arrastrados al pecado, pero volvieron al Señor con arrepentimiento verdadero. Dios enseñó a su siervo que solo el poder y la gracia divinas podían darle las bendiciones que anhelaba. Así ocurrirá con los que vivan en los últimos días. En toda nuestra desvalida indignidad, debemos confiar en los méritos del Salvador crucificado y resucitado. Nadie perecerá jamás mientras haga esto.
La experiencia de Jacob atestigua el poder de la oración insistente. Este es el tiempo en que debernos aprender la lección de la oración que prevalece y de la fe inquebrantable. Las mayores victorias de la iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son las victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se ase del poderoso brazo de la omnipotencia.
Todos los que se afirmen en las promesas de Dios como lo hizo Jacob, y sean tan vehementes y constantes como lo fue él, alcanzarán el éxito que él alcanzó.
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Los Escogidos | Capítulo 19
Jacob vuelve a casa
Este capítulo está basado en Génesis 34; 35; y 37.
Atravesando el Jordán, Jacob “llegó sano y salvo a la ciudad de Siquem, en Canaán” (Gén. 33:18). Allí, “por cien monedas de plata les compró una parcela a los hijos de Hamor, el padre de Siquem, y allí instaló su carpa.
También construyó un altar” (Gén. 33:19, 20). Fue allí donde cavó un pozo al cual se allegó 17 siglos más tarde el Salvador, descendiente de Jacob, y mientras junto a él descansaban del calor del mediodía, hablo a sus admirados oyentes del agua que salta “para vida eterna” (Juan 4:14).
La estadía de Jacob y sus hijos en Siquem terminó en violencia y derramamiento de sangre. La única hija de la familia fue deshonrada y afligida, y dos hermanos de esta se hicieron reos de asesinato; una ciudad entera fue víctima de la matanza y la ruina, en represalia por lo que al margen de la ley hiciera un joven arrebatado. El origen de tan terribles resultados lo hallamos en el hecho de que la hija de Jacob salió “a ver a las hijas del país”, aventurándose así a entrar en relaciones con los impíos. El que busca su placer entre los que no temen a Dios se coloca en el terreno de Satanás, y provoca sus tentaciones.
La traidora crueldad de Simeón y de Leví hacia los siquemitas fue un grave pecado. La noticia de su venganza lo llenó de horror. Herido en lo más profundo de su corazón por el embuste y la violencia de sus hijos, solo dijo: “Me han provocado un problema muy serio. De ahora en adelante los [...] habitantes de este lugar me van a odiar. Si ellos se unen contra mí y me atacan, me matarán a mí y a toda mi familia, pues cuento con muy pocos hombres” (Gén. 34:30).
Jacob creyó que había motivo para humillarse profundamente. La crueldad y la falsía se manifestaban en el carácter de sus hijos. Había dioses falsos en su campamento, y hasta cierto punto la idolatría estaba ganando terreno en su familia.
Mientras Jacob estaba oprimido por la pena, el Señor lo mandó viajar hacia el sur, a Betel. El pensar en ese lugar no solo le recordó su visión de los ángeles y las promesas de misericordia por parte de Dios, sino también el voto que allí él había hecho: que el Señor sería su Dios. Determinó que antes de marchar hacia ese lugar sagrado, su casa debía quedar libre de la mancha de la idolatría. Por tanto, recomendó a todos los que estaban en su campamento: “Desháganse de todos los dioses extraños que tengan con ustedes, purifíquense y cámbiense de ropa. Vámonos a Betel. Allí construiré un altar al Dios que me socorrió cuando estaba yo en peligro, y que me ha acompañado en mi camino” (35:2, 3).
Jacob relata su experiencia anterior en Betel
Con honda emoción, Jacob repitió la historia de su primera visita a Betel, cuando, como solitario viajero que había dejado la tienda de su padre, huía para salvar su vida, y cómo el Señor le había aparecido en visión nocturna. Mientras reseñaba cuán maravillosamente Dios había procedido con él, se enterneció su propio corazón, y sus hijos también fueron conmovidos por un poder subyugador; había tomado la medida más eficaz para prepararlos con el fin de que se unieran con él en la adoración de Dios cuando llegasen a Betel. “Así que le entregaron a Jacob todos los dioses extraños que tenían, junto con los aretes que llevaban en las orejas, y Jacob los enterró a la sombra de la encina que estaba cerca de Siquem”.
Dios infundió temor a los habitantes de la tierra, de modo que no trataron de vengar la matanza de Siquem. Los viajeros llegaron a Betel sin ser molestados. Allí volvió a aparecer el Señor a Jacob, y le repitió la promesa del pacto.
Desde Betel no había más que dos días de viaje hasta Hebrón; pero en el trayecto Jacob experimentó un gran dolor por la muerte de Raquel. Había servido por ella dos veces siete años, y su amor le había hecho más llevadero el trabajo. Profundo y constante había sido ese amor.
Antes de su muerte, Raquel dio a luz un segundo hijo. Al expirar, llamó al niño Benoni; es decir, “hijo de mi tristeza”. Pero su padre lo llamó Benjamín, “hijo de la diestra”, “de la mano derecha” o “mi fuerza”.
Por último, Jacob llegó al fin de su viaje y vino “a la casa de su padre Isaac en Mamré, [...] es decir, Hebrón” (35:27). Ahí se quedó durante los últimos días de la vida de su padre. Para Isaac, débil y ciego, las amables atenciones de este hijo, tanto tiempo ausente, fueron un consuelo en los años de soledad y duelo.
Jacob y Esaú se encontraron junto al lecho de muerte de su padre. Los sentimientos del hijo mayor habían cambiado considerablemente. Jacob, muy contento con las bendiciones espirituales de la primogenitura, renunció en favor de su hermano mayor a la herencia de las riquezas del padre; la única herencia que Esaú había buscado y valorado. Se separaron, marchándose Esaú al monte Seir. Dios, que es rico en bendición, había otorgado a Jacob riqueza terrenal además del bien superior que había buscado. Esta separación se verificó de acuerdo con el propósito de Dios respecto a Jacob. Como los hermanos se diferenciaban tanto en su fe religiosa, era mejor para ellos morar separadamente.
Esaú y Jacob eran libres para andar según sus mandamientos y recibir su favor; pero tomaron diferentes caminos, y sus sendas continuarían separándose cada vez más una de otra.
No hubo una elección arbitraria por parte de Dios, por la cual Esaú fuera excluido de las bendiciones de la salvación. No hay elección, excepto la propia, por la cual alguien haya de perecer. Dios ha expuesto en su Palabra las condiciones de acuerdo con las cuales se elegirá a cada alma para la vida eterna: obediencia a sus mandamientos, mediante la fe en Cristo. Dios ha elegido un carácter que está en armonía con su Ley, y todo el que alcance la norma requerida entrará en el reino de la gloria. En cuanto a la redención final del hombre, esta es la única elección que nos enseña la Palabra de Dios.
Es elegida toda alma que labra su propia salvación con temor y temblor. Es elegido quien se pone la armadura y pelea la buena batalla de la fe. Es elegido quien vela en oración, quien escudriña las Escrituras y huye de la tentación.
Es elegido quien tiene fe continuamente, y el que obedece cada palabra que sale de la boca de Dios. Las provisiones de la redención se ofrecen gratis a todos, pero los resultados de la redención serán únicamente para quienes hayan cumplido las condiciones.
Esaú había menospreciado las bendiciones del pacto. Se separó del pueblo de Dios por su propia y deliberada elección. Jacob había escogido la herencia de la fe. Había tratado de lograrla mediante la astucia, la traición y el engaño; pero Dios permitió que su pecado produjera su corrección. Jacob no se desvió nunca de su propósito ni renunció a su elección. De aquella lucha nocturna, Jacob salió hecho un hombre distinto. Había desaparecido la confianza en sí mismo. Desde entonces en adelante ya no manifestó su astucia anterior. En vez del disimulo y el engaño, los principios de su vida fueron la sencillez y la veracidad. Los elementos más bajos de su carácter habían sido consumidos en la hornaza, y el oro verdadero se purificó, hasta que la fe de Abraham e Isaac apareció en Jacob con toda nitidez.
El pecado de Jacob y la serie de sucesos que acarreara produjo amargo fruto en el carácter y la vida de sus hijos. Cuando estos hijos llegaron a la virilidad, cometieron graves faltas. Las consecuencias de la poligamia se revelaron en la familia. Este terrible mal tiende a secar las fuentes mismas del amor, y su influencia debilita los vínculos más sagrados. Los celos de las diversas madres habían amargado la relación familiar; los niños habían crecido contenciosos e impacientes al control, y la vida del padre fue nublada por la ansiedad y el dolor.
Sin embargo, hubo uno de carácter muy diferente: el hijo mayor de Raquel, José, cuya rara hermosura personal no parecía sino reflejar la hermosura de su espíritu y su corazón. Puro, activo y alegre, el joven además reveló seriedad y firmeza moral. Escuchaba las enseñanzas de su padre, y se deleitaba en obedecer a Dios. Las cualidades que lo distinguieron más tarde en Egipto –benignidad, fidelidad y veracidad– ya se manifestaban en su vida diaria. Habiendo muerto su madre, sus afectos se aferraron más estrechamente a su padre, y el corazón de Jacob estaba ligado a este hijo de su vejez. “Amaba [...] a José más que a sus otros hijos” (37:3).
Pero este cariño habría de ser motivo de pena y dolor. Imprudentemente Jacob dejó ver su predilección por José, y eso motivó los celos de sus demás hijos. José se atrevió a reconvenirlos suavemente, pero esto despertó tanto más el odio y el resentimiento de ellos. A José le era insufrible verlos pecar contra Dios, y expuso la situación a su padre.
Con profunda emoción, Jacob les suplicó que honrasen sus canas y no cubriesen de oprobio su nombre; y sobre todo, que no deshonrasen a Dios, menospreciando sus preceptos. Avergonzados de que se conociera su maldad, los jóvenes parecieron arrepentidos; pero solo ocultaron sus verdaderos sentimientos, que se exacerbaron por esta revelación de su pecado.
El regalo que Jacob hizo a José de una costosa túnica como la que usaban las personas de distinción suscitó la sospecha de que pensaba pasar por alto a los mayores para dar la primogenitura al hijo de Raquel. El joven les contó un día un sueño que había tenido. “Estábamos todos nosotros en el campo atando gavillas –dijo–. De pronto, mi gavilla se levantó y quedó erguida, mientras que las de ustedes se juntaron alrededor de la mía y le hicieron reverencias” (37:7).
“¿De veras crees que vas a reinar sobre nosotros, y que nos vas a someter?” (37:8), exclamaron sus hermanos llenos de envidiosa ira.
Poco después tuvo otro sueño, que también les contó: “Tuve otro sueño, en el que veía que el sol, la luna y once estrellas me hacían reverencias”. El padre, que estaba presente, le reprendió: “¿Acaso tu madre, tus hermanos y yo vendremos a hacerte reverencias?” (37:9, 10). No obstante la aparente severidad de sus palabras, Jacob creyó que el Señor estaba revelando el porvenir a José.
En aquel momento en que el joven estaba delante de ellos, iluminado su hermoso semblante por el Espíritu de la Inspiración, sus hermanos no pudieron reprimir su admiración; pero sintieron odio hacia la pureza que reprendía sus pecados.
Los hermanos estaban obligados a mudarse de un lugar a otro con el fin de procurar pastos para sus ganados. Después de los acontecimientos que se acaban de narrar, se fueron a Siquem. Pasó algún tiempo sin noticia de ellos, y el padre empezó a temer por su seguridad, a causa de la crueldad cometida contra los siquemitas. Por tanto, mandó a José a buscarlos. Si Jacob hubiese conocido los verdaderos sentimientos de sus hijos respecto a José, no lo habría dejado solo con ellos.
Con corazón regocijado José se despidió de su padre, y ni el anciano ni el joven soñaron lo que habría de suceder antes que se volviesen a ver. Cuando José llegó a Siquem, sus hermanos y sus ganados no se encontraban allí. Al preguntar por ellos, le dijeron que los buscase en Dotán. Se apresuró, olvidando su cansancio, con el fin de mitigar la ansiedad de su padre y encontrar a sus hermanos, a quienes amaba.
Sus hermanos lo vieron acercarse; pero ni el pensar en el largo viaje que había hecho para visitarlos, ni el cansancio y el hambre que traía, ni el derecho que tenía a la hospitalidad y a su amor fraternal, aplacaron la amargura de su odio. El ver su túnica, señal del amor de su padre, los puso frenéticos. “Ahí viene ese soñador”, exclamaron, burlándose de él. En ese momento fueron dominados por la envidia y la venganza que habían acariciado secretamente durante tanto tiempo. Y dijeron: “Vamos a matarlo y echarlo en una de estas cisternas, y diremos que lo devoró un animal salvaje. ¡Y a ver en qué terminan sus sueños!” (37:20).
Pero Rubén retrocedió ante la idea de participar en el asesinato de su hermano, y propuso arrojarlo vivo a una cisterna y dejarlo allí para que muriese, con la intención secreta de librarlo y devolverlo a su padre. Después de haber persuadido a todos a que asintieran a su plan, Rubén se alejó del grupo, temiendo que se descubriese su verdadera intención.
José se aproximó sin sospechar el peligro. Pero en vez del esperado saludo, se vio objeto de miradas iracundas y vengadoras que lo aterraron. Le asieron y le quitaron sus vestiduras. Los vituperios y las amenazas revelaban una intención funesta. No atendieron sus súplicas. Llevándolo brutalmente a una cisterna profunda, lo echaron adentro, y lo dejaron allí para que muriera.
José es vendido como esclavo
Pronto vieron acercarse a una compañía de viajeros. Eran ismaelitas procedentes del otro lado del Jordán, que con especias y otras mercancías se dirigían a Egipto. Entonces Judá propuso vender a su hermano a esos mercaderes paganos, en vez de dejarlo allí para que muriera. Al obrar así lo apartarían de su camino, y no se mancharían con su sangre; pues, dijo Judá: “Es nuestro propio hermano” (37:27). Todos estuvieron de acuerdo con este propósito, y rápidamente sacaron a José de la cisterna.
Cuando vio a los mercaderes, José comprendió la terrible verdad. Llegar a ser esclavo era una suerte más temible que la misma muerte. En la agonía de su terror imploró a uno y a otro de sus hermanos, pero en vano. Algunos se conmovieron de compasión, pero el temor al ridículo los mantuvo callados. Todos tuvieron la impresión de que habían ido demasiado lejos para retroceder. José los acusaría ante su padre. Endureciendo su corazón a las súplicas de José, lo entregaron en manos de los mercaderes paganos. La caravana continuó su camino, y pronto se perdió de vista.
Rubén volvió a la cisterna, pero José no estaba allí. Cuando supo la suerte de José se vio obligado a unirse con los demás en el intento de ocultar su culpa. Después de matar un cabrito, tiñeron con su sangre la ropa de José y la llevaron a su padre, diciéndole que la habían encontrado en el campo, y que temían que fuese de su hermano. “Fíjate bien si es o no la túnica de tu hijo” (37:32), dijeron. Con temor habían esperado esta escena, pero no estaban preparados para la angustia desgarradora, ni para el completo abandono al dolor que tuvieron que presenciar. “¡Sí, es la túnica de mi hijo!; ¡seguro que un animal salvaje se lo devoró y lo hizo pedazos!” (37:33). Sus hijos trataron inútilmente de consolarlo. “Se rasgó las vestiduras y se vistió de luto, y por mucho tiempo hizo duelo por su hijo”. “Guardaré luto hasta que descienda al sepulcro para reunirme con mi hijo” (37:34, 35), era su grito desesperado.
Los jóvenes estaban aterrados por lo que habían hecho; y sin embargo, espantados por los reproches que les haría su padre, seguían ocultando en su propio corazón el conocimiento de su culpa, que aun a ellos mismos les parecía enorme. 📖
Los Escogidos | Capítulo 20
José en Egipto
Este capítulo está basado en Génesis 39 al 41.
Mientras tanto, José y sus amos iban en camino a Egipto. El joven pudo divisar a lo lejos las colinas entre las cuales se hallaban las tiendas de su padre. Lloró amargamente al pensar en la soledad y el dolor de aquel padre amoroso. Las punzantes e injuriosas palabras con que habían contestado a sus súplicas angustiosas resonaban aún en sus oídos. Con el corazón palpitante pensaba en qué le depararía el futuro. ¡Qué cambio de condición: de hijo tiernamente querido había pasado a ser un esclavo menospreciado y desamparado! Solo y sin amigos, ¿cuál sería su suerte en la extraña tierra adonde iba? Durante algún tiempo José se entregó al terror y al dolor sin poder dominarse.
Pero, aun esta experiencia sería una bendición para él. Aprendió en pocas horas lo que de otra manera le hubiera requerido muchos años. Su padre le había hecho daño por su parcialidad e indulgencia. Aquella preferencia poco juiciosa había enfurecido a sus hermanos, y los había inducido a llevar a cabo el cruel acto que lo alejaba ahora de su hogar. Sus efectos se manifestaban también en su propio carácter. En él se habían fomentado defectos que ahora debía corregir. Estaba comenzando a confiar en sí mismo y a ser exigente. No se sintió preparado para afrontar las dificultades que surgían ante él, en la amarga y desamparada vida de extranjero y esclavo.
Entonces sus pensamientos se dirigieron al Dios de su padre. A menudo había escuchado la historia de la visión que Jacob había presenciado cuando huyó de su casa como exiliado y fugitivo. Se le había hablado de las promesas que el Señor le hizo a Jacob, y de cómo se habían cumplido; cómo en la hora de necesidad los ángeles habían venido a instruirlo, confortarlo y protegerlo. Y había aprendido del amor manifestado por Dios al proveer un
Redentor para los hombres. Ahora, todas estas lecciones preciosas se presentaron vivamente ante él. José creyó que el Dios de sus padres sería su Dios. Entonces, allí mismo, se entregó por completo al Señor, y oró para pedir que el Guardián de Israel estuviese con él en el país adonde iba expatriado.
Su alma se conmovió con la alta resolución de mostrarse fiel a Dios: de obrar como un súbdito del Rey de los cielos. Afrontaría con fortaleza las pruebas que le deparara su suerte y cumpliría todo deber con fidelidad. Su terrible calamidad lo transformó de niño mimado en hombre reflexivo, valiente y dueño de sí mismo.
Al llegar a Egipto, José fue vendido a Potifar, jefe de la guardia real. Durante 10 años, quedó expuesto a tentaciones extraordinarias. Estuvo en medio de la idolatría. La adoración de dioses falsos estaba rodeada de toda la pompa de la realeza, sostenida por la riqueza y la cultura de la nación más altamente civilizada de aquel entonces. No obstante, José conservó su sencillez y fidelidad a Dios. Las escenas y la seducción del vicio le circundaban por todas partes, pero él permaneció como quien no veía ni oía. No permitió que sus pensamientos se detuvieran en asuntos prohibidos. El deseo de ganarse el favor de los egipcios no pudo inducirle a ocultar sus principios. No hizo ningún esfuerzo por esconder el hecho de que adoraba a Jehová.
“El Señor estaba con José y las cosas le salían muy bien”. Su amo “se dio cuenta de que el Señor estaba con José y lo hacía prosperar en todo”. La confianza de Potifar en José se incrementaba diariamente, y finalmente lo ascendió a mayordomo, con dominio completo sobre todas sus posesiones. “Dejó todo a cargo de José, y tan solo se preocupaba por lo que tenía que comer” (Gén. 39:2, 3, 6).
La laboriosidad, el interés y la energía de José fueron coronados con la bendición divina. Hasta su amo idólatra aceptaba eso como el secreto de su prosperidad. Dios fue glorificado por la fidelidad de su siervo. Era el propósito divino que el creyente en Dios apareciera en marcado contraste con los idólatras, para que así la luz de la gracia celestial brillase en medio de las tinieblas del paganismo.
El jefe de la guardia real llegó a considerarlo más como un hijo que como un esclavo. El joven entró en contacto con hombres de alta posición y de sabiduría, y adquirió conocimientos de las ciencias, los idiomas y los negocios; una educación necesaria para quien sería más tarde primer ministro de Egipto.
La tentación casi irresistible
Pero la esposa de su amo trató de seducir al joven a que violara la Ley de Dios. Hasta entonces había permanecido sin mancharse con la maldad que abundaba en aquella tierra pagana; pero ¿cómo enfrentaría esta tentación, tan repentina, tan fuerte, tan seductora? José sabía muy bien cuál sería el resultado de su resistencia. Por un lado había encubrimiento, favores y premios; por el otro, desgracia, prisión, y quizá la muerte. Toda su vida futura dependía de la decisión de ese momento. ¿Triunfarían los principios? ¿Se mantendría fiel a Dios? Los ángeles presenciaban la escena con indecible ansiedad.
La respuesta de José revela el poder de los principios religiosos. No quiso traicionar la confianza de su amo terrenal, y cualesquiera que fueran las consecuencias, sería fiel a su Amo celestial. José pensó primeramente en Dios. “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (39:9), dijo él.
Recuerden siempre los jóvenes que doquiera estén, y no importa lo que hagan, están en la presencia de Dios. Ninguna parte de nuestra conducta escapa a su observación. No podemos ocultar nuestros caminos al Altísimo. Para cada acto hay un testigo invisible. Toda palabra, todo pensamiento está tan exactamente anotado como si hubiera una sola persona en todo el mundo.
José sufrió por su integridad; pues su tentadora se vengó acusándolo de un crimen abominable, y haciéndole encerrar en una cárcel. Si Potifar hubiese creído la acusación de su esposa contra José, el joven hebreo habría perdido la vida; pero la modestia y la integridad que uniformemente habían caracterizado su conducta fueron prueba de su inocencia; y sin embargo, para salvar la reputación de la casa de su amo, se lo abandonó al deshonor y a la servidumbre.
Al principio, José fue tratado con gran severidad por sus carceleros. El salmista dice: “Le sujetaron los pies con grilletes, entre hierros le aprisionaron el cuello, hasta que se cumplió lo que él predijo y la palabra del Señor probó que él era veraz” (Sal. 105:18, 19).
José en prisión
Pero el verdadero carácter de José resplandeció, aun en la oscuridad del calabozo. Los años de su servicio fiel habían sido compensados del modo más cruel; no obstante, eso no lo volvió sombrío ni desconfiado. Tenía la paz que emana de una inocencia consciente, y confió su caso a Dios. No caviló en los perjuicios que sufría, sino que olvidó sus penas y trató de aliviar las de los demás. Encontró una obra que hacer, aun en la prisión. Dios lo estaba preparando en la escuela de la aflicción para que fuera de mayor utilidad, y no rehusó someterse a la disciplina que necesitaba. Aprendió lecciones de justicia, simpatía y misericordia que lo prepararon para ejercer el poder con sabiduría y compasión.
Poco a poco José ganó la confianza del carcelero, y al cabo se le confió el cuidado de todos los presos. Fue la obra que ejecutó en la prisión –la integridad de su vida diaria, y su simpatía para con los que estaban en dificultad y congoja– lo que le abrió paso hacia la prosperidad y los honores futuros. Cada rayo de luz que derramamos sobre los demás se refleja sobre nosotros mismos. Toda palabra bondadosa y compasiva que se diga a los angustiados, todo acto que tienda a aliviar a los oprimidos, y toda dádiva que se otorgue a los necesitados, si son impulsados por motivos correctos, resultarán en bendiciones para el dador.
El panadero principal y el primer copero del rey habían sido encerrados en la prisión por alguna ofensa cometida, y fueron puestos bajo el cuidado de José. Una mañana, observando que parecían muy tristes, bondadosamente les preguntó el motivo, y le dijeron que cada uno había tenido un sueño extraordinario, cuyo significado anhelaban conocer. “¿Acaso no es Dios quien da la interpretación? ¿Por qué no me cuentan lo que soñaron?” (40:8), dijo José. Cuando cada uno relató su sueño, José les hizo saber su significado: Dentro de tres días el jefe de los coperos sería reintegrado a su puesto, y pondría la copa en las manos de Faraón como antes, pero el principal de los panaderos sería muerto por orden del rey. En ambos casos, el acontecimiento ocurrió tal como lo predijo.
El copero del rey había expresado la más profunda gratitud a José, tanto por la feliz interpretación de su sueño como por otros muchos actos de bondadosa atención; y José, refiriéndose en forma muy conmovedora a su propio encarcelamiento injusto, le imploró que en compensación presentara su caso ante el rey. “Yo le ruego que no se olvide de mí. por favor, cuando todo se haya arreglado, háblele usted de mí al faraón para que me saque de esta cárcel. A mí me trajeron por la fuerza, de la tierra de los hebreos. ¡Yo no hice nada aquí para que me echaran en la cárcel!” (40:14). El principal de los coperos vio su sueño cumplido en todo detalle; pero cuando fue reintegrado al favor real, ya no se acordó de su benefactor. José permaneció preso durante dos años más. La esperanza que se había encendido en su corazón se desvaneció poco a poco, y a todas las otras tribulaciones se agregó el amargo aguijón de la ingratitud.
Pero una mano divina estaba por abrir las puertas de la prisión. Una noche el rey de Egipto tuvo dos sueños que, por lo visto, indicaban el mismo acontecimiento, y parecían presagiar alguna gran calamidad. Los magos y los sabios de su reino no pudieron interpretarlos. La perplejidad y la congoja del rey aumentaban, y el terror se esparció por todo su palacio. El alboroto general trajo a la memoria del copero las circunstancias de su propio sueño; con él recordó a José, y sintió remordimiento por su olvido e ingratitud.
Informó inmediatamente al rey cómo su propio sueño y el del panadero principal habían sido interpretados por el prisionero hebreo, y cómo las predicciones se habían cumplido.
Fue humillante para Faraón tener que consultar a un esclavo extranjero; pero estaba listo para aceptar el servicio del más ínfimo con tal que su mente atormentada pudiese encontrar alivio. Enseguida se hizo venir a José; este se quitó su indumentaria de preso y fue llevado ante el rey.
Y dijo Faraón a José: “Tuve un sueño que nadie ha podido interpretar. Pero me he enterado de que, cuando tú oyes un sueño, eres capaz de interpretarlo. No soy yo quien puede hacerlo –respondió José–, sino que es Dios quien le dará al faraón una respuesta favorable” (40:15, 16). La respuesta de José al rey revela su humildad y su fe en Dios. Modestamente rechazó el honor de poseer en sí mismo sabiduría superior. “No está en mí”. Solo Dios puede explicar estos misterios.
Entonces Faraón procedió a relatarle sus sueños: “En mi sueño, estaba yo de pie a orillas del río Nilo. De pronto, salieron del río siete vacas gordas y hermosas, y se pusieron a pastar entre los juncos. Detrás de ellas salieron otras siete vacas, feas y flacas. ¡Jamás se habían visto vacas tan raquíticas en toda la tierra de Egipto! Y las siete vacas feas y flacas se comieron a las siete vacas gordas. Pero, después de habérselas comido, no se les notaba en lo más mínimo, porque seguían tan feas como antes. Entonces me desperté. Después tuve otro sueño: Siete espigas de trigo, grandes y hermosas, crecían de un solo tallo. Tras ellas brotaron otras siete espigas marchitas, delgadas y quemadas por el viento solano. Las siete espigas delgadas se comieron a las espigas grandes y hermosas. Todo esto se lo conté a los magos, pero ninguno de ellos me lo pudo interpretar” (41:17-24).
La interpretación del sueño de Faraón
“Dios le está mostrando lo que está por hacer” (41:28) –contestó José. Habría siete años de abundancia. Los campos y las huertas rendirían cosechas más abundantes que nunca. Y este período sería seguido de siete años de hambre. “Tan terrible será el hambre, que nadie se acordará de la abundancia que antes hubo en el país”. “Por todo esto, el faraón debería buscar un hombre competente y sabio –agregó José–, para que se haga cargo de la tierra de Egipto. Además, el faraón debería nombrar inspectores en todo Egipto, para que durante los siete años de abundancia recauden la quinta parte de la cosecha en todo el país. Bajo el control del faraón, esos inspectores deberán juntar el grano de los años buenos que vienen y almacenarlo en las ciudades, para que haya una reserva de alimento. Este alimento almacenado le servirá a Egipto para los siete años de hambre que sufrirá” (41:31, 33-36).
La interpretación fue tan razonable y consecuente, y el procedimiento que recomendó tan juicioso y perspicaz, que no se podía dudar de su exactitud. Pero ¿a quién confiarle la ejecución del plan? De la sabiduría de esta elección dependía la preservación de la nación. El rey estaba perplejo. Durante algún tiempo consideró el problema de ese nombramiento. Mediante el jefe de los coperos, el monarca había sabido de la sabiduría y prudencia manifestadas por José en la administración de la cárcel; era evidente que poseía habilidad administrativa en alto grado. En todo el reino, José había sido el único hombre dotado de sabiduría para indicar el peligro que amenazaba al país y los preparativos necesarios para hacerle frente. Ninguno de los estadistas del rey se hallaba tan bien capacitado para dirigir los asuntos de la nación frente a esa crisis. “¿Podremos encontrar una persona así, en quien repose el espíritu de Dios?” (41:38), dijo el rey a sus consejeros.
De prisionero a primer ministro
Se le hizo este sorprendente anuncio a José: “Puesto que Dios te ha revelado todo esto, no hay nadie más competente y sabio que tú. Quedarás a cargo de mi palacio, y todo mi pueblo cumplirá tus órdenes. Solo yo tendré más autoridad que tú”. El rey procedió a investir a José con las insignias de su elevada posición. “De inmediato, el faraón se quitó el anillo oficial y se lo puso a José. Hizo que lo vistieran con ropas de lino fino, y que le pusieran un collar de oro en el cuello. Después lo invitó a subirse al carro reservado para el segundo en autoridad, y ordenó que gritaran: ¡Abran paso!” (41:39-43).
Desde el calabozo, José fue exaltado a la posición de gobernante de toda la tierra de Egipto. Era un puesto honorable; sin embargo, estaba lleno de dificultades y riesgos. Uno no puede ocupar un puesto elevado sin exponerse al peligro. Así como la tempestad deja imperturbable a la humilde flor del valle mientras desarraiga al majestuoso árbol de la cumbre de la montaña, así los que han mantenido su integridad en la vida humilde pueden ser arrastrados al abismo por las tentaciones que acosan al éxito y el honor mundanos. Pero el carácter de José soportó las pruebas de la adversidad y de la prosperidad. Era aún extranjero en tierra pagana, separado de su parentela que adoraba a Dios; pero creía plenamente que la mano divina había guiado sus pasos, y confiando siempre en Dios, cumplía fielmente los deberes de su puesto. Mediante José la atención del rey y de los grandes de Egipto fue dirigida hacia el verdadero Dios; y a pesar de que siguieron adhiriendo a la idolatría, aprendieron a respetar los principios revelados en la vida y el carácter del adorador de Jehová.
En sus primeros años, José había seguido el deber antes que su inclinación; y la integridad, la confianza sencilla y la disposición noble del joven fructificaron en las acciones del hombre.
Las variadas circunstancias que afrontamos día tras día están concebidas para probar nuestra fidelidad, y para capacitarnos para mayores responsabilidades. Adhiriendo a los principios rectos en las transacciones comunes de la vida, la mente se acostumbra a mantener las demandas del deber por encima del placer y las propias inclinaciones. La mente disciplinada en esta forma no vacila entre el bien y el mal, como la caña que tiembla movida por el viento. Mediante la fidelidad en lo mínimo, adquiere fuerza para ser fiel en asuntos mayores.
Un carácter recto es de mucho más valor que el oro de Ofir. Sin él nadie puede elevarse a un cargo honorable. La formación de un carácter noble es la obra de toda una vida. Dios da las oportunidades; el éxito depende del uso que se haga de ellas. 📖
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