Libro: Los Rescatados | Serie Conflicto | EGW
Los Rescatados
Serie Conflicto.
Prefacio
Este libro es una traducción y adaptación del libro From Here to Forever, la edición condensada del clásico de Elena de White El conflicto de los siglos. El libro condensado incluía todos los relatos y principales aplicaciones contenidas en el libro original, y utilizaba las palabras de Elena de White, pero con un texto reducido.
Esta adaptación, Los Rescatados, da un paso más en este sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto de la edición condensada frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White. Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.
Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Versión Internacional. Otras versiones utilizadas son la Reina-Valera, revisión de 1960 (RVR); la Nueva Traducción Viviente (NTV); la Reina- Valera Contemporánea (RVC); la Reina Valera Antigua (RVA); la Versión Moderna (VM); la Biblia de Jerusalén (BJ); y la Nueva Biblia de las Américas (NBLH).
Los Rescatados brinda respuestas consoladoras a preguntas que nos angustian. ¿Qué futuro tiene nuestro mundo? ¿Terminará con el llanto de un niño que lucha en medio de la agonía de sus últimas inspiraciones en una atmósfera contaminada, o con el estallido formidable de un infierno atómico producido por una bomba de hidrógeno? ¿O es que los seres humanos –que en toda la historia nunca han conseguido dominar su propio egoísmo básico– repentinamente tendrán éxito en desterrar el mal, la guerra, la pobreza y aun la muerte?
La vida tiene significado. ¡No estamos solos en el universo! ¡Hay alguien que nos cuida y está interesado en nosotros! Alguien que, por cierto, está muy interesado en el desarrollo de la historia humana, que se unió con nuestra raza en persona, de manera que él pudiera alcanzarnos, y nosotros llegar a él. Alguien cuya mano todopoderosa ha estado sobre este planeta y lo conducirá de regreso a la paz, muy pronto.
Pero hace muchísimos siglos, un ser cósmico persuasivo se propuso asumir el control de nuestro mundo y desviar el plan de Dios para la felicidad de la familia humana. En lenguaje gráfico –que millares de personas han considerado un lenguaje inspirado– la autora de este libro descorre el velo de lo confuso y desconocido, y en forma valiente expone las estrategias de ese ser poderoso, aunque invisible, cuya mano está extendida para tomar posesión de la soberanía de nuestro mundo. En el escenario humano, gobernantes idólatras y organismos religiosos apóstatas son expuestos como participantes en esta gran conspiración.
Solamente en una época de libertad religiosa podía imprimirse un libro como este, y circular con tanta profusión, puesto que se refiere en forma muy directa a algunas de las instituciones más poderosas de nuestro tiempo. Nos explica la razón por la que se necesitó una Reforma, y por qué esta se detuvo; nos cuenta la triste historia de la iglesia apostólica, las alianzas persecutorias, la gestación de una peligrosa unión entre la Iglesia y el Estado, que jugará un papel importante antes de que finalice la lucha milenaria entre el mal y el bien. Y todo ser humano será participante en este tremendo conflicto.
Aquí la autora escribe acerca de cosas que ni siquiera existían en su época. Y habla con una honradez que perturba y alarma, pero a la vez orienta. Los diferentes aspectos del conflicto son tan grandes, y las posibles consecuencias tan enormes, que alguien tenía que hacerse eco forzosamente de estas palabras de advertencia e iluminación.
Ninguna persona que lea este libro pensará que el motivo que lo llevó a leerlo es obra de la casualidad.
Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos.
LOS EDITORES.
Indice de capítulos del Libro Los Rescatados
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Los Rescatados | Capítulo 1
Una revelación del destino del mundo
Desde la cumbre del Monte de los Olivos, Jesús contemplaba Jerusalén, donde resaltaban las magníficas construcciones del templo. El sol poniente doraba la nívea blancura de sus muros de mármol y se reflejaba en la parte superior del templo y su torre. ¡Qué miembro del pueblo de Israel podía observar la escena sin sentir gozo y admiración! Pero eran otros los pensamientos que ocupaban la mente de Jesús. “Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella” (Luc. 19:41).
Jesús no derramaba lágrimas por sí mismo, aunque ante él se encontraba el Getsemaní, el escenario de su próxima agonía, que ya no estaba distante, y el Calvario, el lugar de su crucifixión. Pero no eran estas las escenas que ensombrecían esta hora de alegría. Lloraba por los millares de habitantes de Jerusalén sentenciados a la destrucción.
Jesús observaba la historia de más de mil años en que el favor especial y el cuidado protector de Dios se habían manifestado hacia el pueblo elegido. Jerusalén había sido honrada por Dios más que cualquier otro lugar de la Tierra. El Señor “ha escogido a Jerusalén; ha querido que sea su hogar” (Sal. 132:13, NTV). Durante siglos, los santos profetas habían anunciado mensajes de advertencia. A diario, la sangre de los corderos había sido ofrecida para representar la del Cordero de Dios.
Si Israel se hubiera mantenido leal al Cielo, Jerusalén habría permanecido para siempre como la elegida de Dios. Pero la historia de este pueblo favorecido registra apostasía y rebelión. Con un amor mayor que el de un padre que se compadece, Dios había tenido “amor a su pueblo y al lugar donde habita” (2 Crón. 36:15). Dado que las amonestaciones y reprensiones habían fallado, él envió el mayor don del cielo, el Hijo de Dios mismo, para exhortar a la ciudad obstinada.
Durante tres años, el Señor de luz y gloria había caminado entre su pueblo “haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo”, poniendo en libertad a los cautivos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo que el cojo caminara y el sordo oyera, limpiando a los leprosos, resucitando a los muertos y predicando el evangelio a los pobres (ver Hech. 10:38; Luc. 4:18; Mat. 11:5).
Como un peregrino sin hogar, vivió para suplir las necesidades y aligerar las penas de los hombres, y para rogarles que aceptaran el don de la vida. Las olas de misericordia, rechazadas por esos corazones obstinados, regresaban en una oleada más fuerte de amor compasivo e inexpresable. Pero Israel había rechazado a su mejor Amigo y a su único Ayudador. Los ruegos de su amor habían sido despreciados.
La hora de esperanza y perdón se estaba esfumando rápidamente. La tormenta que se había estado formando durante siglos de apostasía y rebelión estaba por estallar sobre un pueblo culpable. El único que podía salvarlos de su destino inminente había sido despreciado, maltratado y rechazado, y pronto iba a ser crucificado.
Cuando Cristo contempló Jerusalén, lo angustiaba la condenación de toda una ciudad, de toda una nación. Contempló al ángel destructor con la espada levantada contra la ciudad que durante tanto tiempo había sido la morada de Dios. Desde el mismo lugar que más tarde fue ocupado por Tito y su ejército, contempló, más allá del valle, los atrios y pórticos sagrados. Con ojos inundados por las lágrimas, vio las murallas rodeadas de tropas enemigas. Oyó la marcha de los ejércitos que avanzaban en son de guerra, la voz de las madres y los niños que clamaban por pan en la ciudad sitiada. Vio su santo templo, sus palacios y sus torres, entregados a las llamas, y reducidos a un montón de ruinas humeantes.
Observando la marcha de los siglos, vio al pueblo del pacto esparcido por todos los países, “como náufragos en una playa desierta”. La piedad divina y el sublime amor de Cristo se volcaron en las amorosas palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!
¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Mat. 23:37).
Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la incredulidad y la rebelión, que está pronto a recibir los juicios retributivos de Dios. Su corazón fue conmovido de piedad por los que en la Tierra estaban afligidos y sufrían. Anhelaba aliviarlos, y estaba dispuesto a derramar su alma hasta la muerte para poner la salvación a su alcance.
¡La Majestad del cielo envuelta en lágrimas! Esa escena muestra cuán dura es la tarea de salvar al culpable de las consecuencias de la transgresión de la ley de Dios. Jesús vio al mundo envuelto en el engaño, un engaño similar al que causó la destrucción de Jerusalén. El gran pecado de los judíos fue su rechazo de Cristo; el gran pecado del mundo sería su rechazo de la ley de Dios, el fundamento de su gobierno en el cielo y en la Tierra. Millones de personas esclavizadas por el pecado, en peligro de sufrir la muerte eterna, rehusarían escuchar las palabras de verdad el día que se las dijeran.
El magnífico templo condenado
Dos días antes de la Pascua, Jesús fue de nuevo con sus discípulos al Monte de los Olivos que dominaba la ciudad. Una vez más, observó el templo con su deslumbrante esplendor, una joya de hermosura. Salomón, el más sabio de los reyes de Israel, había completado el primer templo, el edificio más magnífico que el mundo haya visto. Después de su destrucción por parte de Nabucodonosor, fue reedificado quinientos años antes del nacimiento de Cristo.
Pero el segundo templo no había igualado al primero en esplendor. No hubo una nube de gloria, no descendió fuego del cielo sobre su altar. El arca, el propiciatorio y las tablas del testimonio no se encontraban allí. No se había escuchado una voz procedente del cielo, manifestando al sacerdote la voluntad de Dios. El segundo templo no fue honrado por la nube de la gloria de Dios, pero sí con la presencia viva de aquel que era Dios mismo manifestado en carne. El “Deseado de todas las gentes” había venido a su templo cuando el Hombre de Nazaret enseñaba y sanaba en los atrios sagrados. Pero Israel había rechazado el Don ofrecido por el cielo. Junto con el humilde Maestro que ese día había salido por sus doradas puertas, la gloria se había apartado para siempre del templo. Ya se estaban cumpliendo las palabras del Salvador: “La casa de ustedes va a quedar abandonada” (Mat. 23:38).
Los discípulos se habían llenado de asombro ante el anuncio profético de Cristo de que el templo sería destruido, y anhelaban entender el significado de sus palabras. Herodes el Grande había contribuido tanto con tesoros romanos como con recursos judíos para darle mayor hermosura. Enormes bloques de mármol blanco, traídos desde Roma, formaban parte de su estructura. A estos los discípulos habían llamado la atención de su Maestro, diciendo: “¡Mira, Maestro! ¡Qué piedras! ¡Qué edificios!” (Mar. 13:1).
Pero Jesús respondió con estas solemnes y terribles palabras: “¿Ven todo esto? Les aseguro que no quedará piedra sobre piedra, pues todo será derribado” (Mat. 24:2). El Señor había dicho a los discípulos que él vendría por segunda vez. Por lo tanto, ante la mención de los juicios que caerían sobre Jerusalén, sus mentes se concentraron en su venida, y preguntaron: “¿Cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?” (Mat. 24:3).
Cristo presentó delante de ellos un delineamiento de los principales acontecimientos que ocurrirían antes del fin del tiempo. La profecía que pronunció tenía un doble significado. En tanto que anunciaba la destrucción de Jerusalén, predecía a la vez los terrores de los días finales del mundo.
Los juicios de Dios caerían sobre Israel por haber rechazado al Mesías y crucificado al Salvador. “Así que cuando vean en el lugar santo “el horrible sacrilegio”, del que habló el profeta Daniel (el que lee, que lo entienda), los que estén en Judea huyan a las montañas” (Mat. 24:15, 16; ver también Luc. 21:20, 21). Cuando los estandartes idolátricos de los romanos se establecieran en los terrenos sagrados fuera de los muros de la ciudad, los seguidores de Cristo debían huir para salvarse. Los que escaparan, debían hacerlo sin demora. Debido a los pecados de Jerusalén, la ira caería sobre la ciudad. Su persistente incredulidad hizo que su destrucción fuera segura (ver Miq. 3:9- 12).
Los habitantes de Jerusalén acusaron a Cristo de ser la causa de todos los problemas que les habían sobrevenido como consecuencia de sus pecados. Aunque sabían que él era sin pecado, declararon que su muerte era necesaria para la seguridad de la nación. Aceptaron la sentencia del sumo pontífice, que les dijo que sería mejor que muriera un hombre y no que toda la nación se perdiera (ver Juan 11:47-53).
Aunque mataron a su Salvador porque él censuró sus pecados, se consideraban a sí mismos como el pueblo favorecido de Dios y esperaban que el Señor los libertara de sus enemigos.
La paciencia de Dios
Durante casi 40 años, el Señor retrasó sus juicios. Había todavía muchos judíos que ignoraban el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían disfrutado del conocimiento que sus padres habían despreciado. Mediante la predicación de los apóstoles, Dios hizo que la luz brillara sobre ellos. Veían cómo la profecía se había cumplido no solamente con el nacimiento y la vida de Cristo, sino también con su muerte y su resurrección. Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando ellos rechazaron el conocimiento adicional que les fue concedido, se hicieron partícipes de los pecados de sus mayores y colmaron la medida de su iniquidad.
Los judíos, en su obstinada rebeldía, rechazaron la última oferta de misericordia. Entonces Dios retiró su protección de ellos. La nación fue abandonada al control del dirigente que había escogido. Satanás despertó las pasiones más feroces y degradadas del alma. Los hombres eran irrazonables, y estaban dominados por el impulso y el odio ciego, y actuaban con crueldad satánica. Amigos y parientes se traicionaban unos a otros. Los padres mataban a los hijos, y los hijos a los padres. Los gobernantes no tenían poder para gobernarse a sí mismos. La pasión los convirtió en tiranos. Los judíos habían aceptado el falso testimonio para condenar al inocente Hijo de Dios. Ahora, falsas acusaciones habían hecho insegura su vida. El temor de Dios ya no los preocupaba. Satanás estaba a la cabeza de la nación.
Los líderes de partidos opositores combatían entre sí y se mataban sin misericordia. Incluso la santidad del templo no detenía su horrible ferocidad. El Santuario fue deshonrado por los cuerpos de los asesinados. Sin embargo, los promotores de esta obra infernal declararon que no tenían temor de que Jerusalén fuese destruida. Era la ciudad de Dios. Aunque las legiones romanas estuvieron rodeando el templo, las multitudes se aferraron a su creencia de que el Altísimo se interpondría para derrotar a los adversarios. Pero Israel había despreciado la protección divina, y ahora no tenía defensa.
Un desastre portentoso
Todas las predicciones dadas por Cristo acerca de la destrucción de Jerusalén se cumplieron al pie de la letra. Aparecieron señales y milagros. Durante siete años, un hombre estuvo recorriendo las calles de Jerusalén, declarando las desgracias que vendrían. Este extraño personaje fue apresado y azotado, pero ante el insulto y los maltratos, solamente contestaba: “¡Ay de Jerusalén!” Finalmente, fue asesinado durante el sitio de la ciudad que él predijo.1
Ni un solo cristiano pereció en la destrucción de Jerusalén. Después que los romanos habían rodeado la ciudad bajo el mando de Cestio, inesperadamente abandonaron el sitio cuando todo parecía favorable para el ataque. El general romano retiró sus fuerzas sin la menor razón aparente. La señal prometida había sido dada a los cristianos que esperaban (Luc. 21:20, 21).
Los hechos se desarrollaron de tal manera que ni los judíos ni los romanos impidieran la huida de los cristianos. Ante la retirada de Cestio, los judíos lo persiguieron, y mientras ambas fuerzas estaban así completamente ocupadas en batalla, los cristianos de todo el país pudieron escapar sin problemas a un lugar seguro: la ciudad de Pella.
Las fuerzas judías, al perseguir a Cestio y a su ejército, cayeron sobre la retaguardia. Con gran dificultad, los romanos tuvieron éxito en su retirada. Los judíos con sus despojos regresaron en triunfo a Jerusalén. Sin embargo, este aparente éxito les trajo solo el mal. Inspiró ese espíritu de tenaz resistencia a los romanos que trajo indescriptibles sufrimientos a la ciudad condenada.
Terribles fueron las calamidades que cayeron sobre Jerusalén cuando Tito reinició el sitio. La ciudad fue rodeada en ocasión de la Pascua, cuando millones de judíos se reunían dentro de sus muros. Anteriormente, muchos depósitos de provisiones habían sido destruidos debido a las luchas de los partidos contendientes. Ahora empezaron a experimentarse todos los horrores del hambre. Los hombres comían el cuero de sus zapatos y sandalias y las cubiertas de sus escudos. Gran cantidad salía de noche para juntar plantas silvestres que crecían fuera de los muros de la ciudad, aunque entonces muchos de ellos eran torturados cruelmente hasta la muerte. A menudo, a los que regresaban salvos se les robaba todo lo que habían recogido. Los esposos despojaban a sus esposas, y las esposas a sus maridos. Los hijos arrebataban el alimento de las bocas de sus padres ancianos.
Los dirigentes romanos trataron de aterrorizar a los judíos y así obligarlos a rendirse. Los prisioneros eran azotados, torturados y crucificados ante los muros de la ciudad. A lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se levantaron cruces en tal cantidad que apenas había lugar para moverse entre ellas. De esta manera, fue castigada aquella imprecación terrible pronunciada ante Pilato: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mat. 27:25).
Tito se llenó de horror al ver los cuerpos amontonados en los valles. Como si estuviera en trance, observó el magnífico templo y ordenó que no se tocara ninguna piedra de su estructura. Dirigió un ferviente llamamiento a los líderes judíos a que no lo obligaran a contaminar con sangre el lugar sagrado. ¡Si lucharan en cualquier otro lugar, ningún romano violaría la santidad del templo! Josefo mismo les rogó que se rindieran para salvarse, y para salvar también la ciudad y el lugar de culto; pero fue rechazado con amargas maldiciones. Arrojaron flechas contra él, su último mediador humano. Los esfuerzos de Tito para salvar el templo fueron en vano. Uno mayor que él había declarado que no sería dejada piedra sobre piedra.
Finalmente, Tito, determinado a salvar el templo de la destrucción, si era posible, decidió tomarlo por asalto. Pero sus órdenes fueron desobedecidas. Un soldado, aprovechándose de una abertura en el pórtico, arrojó un leño encendido, e inmediatamente las habitaciones forradas de cedro que rodeaban la casa santa estuvieron envueltas en llamas. Tito se precipitó al lugar y ordenó a los soldados que apagaran las llamas, pero sus palabras fueron obedecidas. En su furia, los soldados arrojaron antorchas encendidas a las habitaciones adjuntas del templo, destruyendo así a los que habían hallado refugio en ellas. La sangre corría como agua por las escaleras del templo.
Después de la destrucción del templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Los dirigentes judíos abandonaron sus torres impenetrables. Tito declaró que Dios los había entregado en sus manos, pues ninguna maquinaria, por poderosa que fuera, podría haber prevalecido contra esas estupendas fortalezas. Tanto la ciudad como el templo fueron arrasados hasta sus fundamentos, y el terreno en el que estaba edificada la casa santa fue “arada como un campo” (ver Jer. 26:18). Más de un millón de personas perecieron; los que sobrevivieron, fueron conducidos como cautivos, vendidos como esclavos, arrastrados a Roma, arrojados a las bestias salvajes en los anfiteatros o esparcidos como errantes peregrinos por la Tierra.
Los judíos habían colmado la copa de la venganza. En todas las desgracias que siguieron a su dispersión, estaban recogiendo la cosecha que sus propias manos habían sembrado. “Voy a destruirte, Israel, porque estás contra quien te ayuda. […] ¡Tu perversidad te ha hecho caer!” (Ose. 13:9; 14:1). A menudo, los sufrimientos son considerados como un castigo ordenado directamente por Dios. De este modo, el gran engañador trata de disfrazar su propia obra. A causa de un rechazo caprichoso del amor y la misericordia divinos, los judíos habían hecho que se les retirara la protección de Dios.
No podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la protección que disfrutamos. El poder restrictivo de Dios impide que la humanidad caiga enteramente bajo el dominio de Satanás. Aun el desobediente y desagradecido tiene muchas razones para agradecer a Dios por su misericordia. Pero cuando los hombres traspasan los límites de la tolerancia divina, la protección desaparece. Dios no actúa nunca como el verdugo de la sentencia contra la transgresión. Él deja que los que rechazan su misericordia cosechen aquello que han sembrado. Cada rayo de luz rechazado es una semilla sembrada que produce su infalible cosecha. El Espíritu de Dios, persistentemente resistido, al fin se retira. Entonces no queda ningún poder para controlar las malas pasiones del alma, ninguna protección contra la malicia y la enemistad de Satanás.
La destrucción de Jerusalén es una solemne advertencia dirigida a todos los que rechazan el clamor de la misericordia divina. La profecía del Salvador con relación a los juicios sobre Jerusalén todavía tendrá otro cumplimiento. En el destino de la ciudad escogida podemos ver la condenación de un mundo que ha rechazado la misericordia de Dios y pisoteado su ley. Oscuros son los registros de la miseria humana que el mundo ha presenciado. Terribles han sido los resultados de rechazar la autoridad del cielo. Pero una escena aún más tenebrosa es lo que se presenta en las revelaciones del futuro. Cuando el Espíritu restrictivo de Dios se haya retirado totalmente, para no contener más el estallido de la pasión humana y de la ira satánica, el mundo contemplará, como nunca antes, los resultados del gobierno de Satanás.
En ese día, como en la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado (ver Isa. 4:3). Cristo vendrá por segunda vez para reunir a sus fieles consigo. “La señal del Hijo del hombre aparecerá en el cielo, y se angustiarán todas las razas de la tierra. Verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. Y al sonido de la gran trompeta mandará a sus ángeles, y reunirán de los cuatro vientos a los elegidos, de un extremo al otro del cielo” (Mat. 24:30, 31).
Absténgase los hombres de descuidar las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de ella, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas. En la tierra, las naciones estarán angustiadas y perplejas por el bramido y la agitación del mar” (Luc. 21:25; ver también Mat. 24:29; Mar. 13:24-26; Apoc. 6:12-17). “Por lo tanto, manténganse despiertos” (Mar. 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.
El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo de lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Sin importar cuándo venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén embelesados en el placer, en los negocios, en la persecución del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén admirando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados e impíos, y “de ninguna manera podrán escapar” (1 Tes. 5:2-5). 📖
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1 Milman, History of the Jews [Historia de los judíos], lib. 13.
Los Rescatados | Capítulo 2
La lealtad y la fe de los mártires
Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo, desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo discernió las violentas tempestades que caerían sobre sus seguidores en los años futuros de persecución (ver Mat. 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que transitó su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.
El paganismo se dio cuenta de que, si triunfaba el evangelio, sus templos y sus altares serían arrasados; por lo tanto, se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrancaba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.
Comenzaron bajo Nerón, pero las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos (bajo soborno) a traicionar a los inocentes, y acusarlos de rebeldes y plagas para la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, grandes multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.
Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares aislados. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Allí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro de que, cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver Mat. 5:11, 12).
Canciones de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y aprobando su firmeza. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10).
Satanás se esforzó en vano por destruir a la iglesia de Cristo por medio de la violencia. Los obreros de Dios eran sacrificados, pero el evangelio continuaba esparciéndose y sus adherentes aumentaban. Dijo un cristiano: “Cuanto más a menudo seamos muertos por ustedes, más creceremos en cantidad; la sangre de los cristianos es semilla”.2
Frente a ello, Satanás formuló sus planes para tener mayor éxito en su lucha contra Dios, poniendo su bandera dentro de la iglesia cristiana para obtener por engaño lo que no podía conseguir por la fuerza. La persecución cesó, y fue reemplazada por los atractivos de la prosperidad temporal y el honor. Los idólatras fueron inducidos a recibir una parte de la fe cristiana, mientras rechazaban verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús, pero no tenían convicción del pecado y no sentían ninguna necesidad de arrepentimiento o de cambio de corazón. Hicieron algunas concesiones de su parte, y propusieron que los cristianos hicieran también las suyas, para que todos pudieran unirse sobre la plataforma de “la fe en Cristo”.
Ahora, la iglesia se encontraba ante un terrible peligro. ¡El encarcelamiento, la tortura, el fuego y la espada eran bendiciones en comparación con esto! Algunos cristianos se mantuvieron firmes. Otros estaban a favor de modificar su fe y, bajo el manto de un cristianismo fingido, Satanás se insinuó a sí mismo en la iglesia para corromper su fe.
Finalmente, la mayoría de los cristianos rebajó las normas. Se formó una unión entre el cristianismo y el paganismo. Aunque los adoradores de ídolos profesaban unirse con la iglesia, continuaban aferrándose a su idolatría, cambiando únicamente los objetos de su culto por imágenes de Jesús, y aun de María y de los santos. Doctrinas incorrectas, ritos supersticiosos y ceremonias idólatras se incorporaron a la fe y al culto de la iglesia. La religión cristiana llegó a corromperse, y la iglesia perdió su pureza y su poder. Sin embargo, algunos no fueron engañados. Continuaron manteniendo su fidelidad al Autor de la verdad.
Dos clases en la iglesia
Siempre ha habido dos clases entre los que profesan seguir a Cristo.
Mientras que una clase estudia la vida del Salvador y trata con todo fervor de corregir sus defectos y conformar su vida con el gran Modelo, la otra clase de personas evita las verdades sencillas y prácticas que exponen sus errores. Aun en su mejor estado, la iglesia nunca estuvo totalmente compuesta de personas veraces y sinceras. Judas se contó con los discípulos, para que por la instrucción y el ejemplo de Cristo pudiera ser inducido a ver sus errores. Pero a causa de su indulgencia con el pecado, atrajo las tentaciones de Satanás. Se enojó cuando sus faltas fueron reprobadas, y lo llevó a traicionar a su Maestro (ver Mar. 14:10, 11).
Ananías y Safira fingieron hacer un sacrificio completo en favor de Dios, pero retuvieron en forma codiciosa una porción para sí mismos. El Espíritu de verdad reveló a los apóstoles el verdadero carácter de estos simuladores, y los juicios de Dios libraron a la iglesia de aquella inmunda mancha que mancillaba su pureza (ver Hech. 5:1-11). Cuando la persecución sobrevino a los seguidores de Cristo, solamente los que estaban dispuestos a abandonarlo todo por la verdad deseaban llegar a ser sus discípulos. Pero cuando cesó la persecución, se añadieron conversos que eran menos sinceros, y el camino quedó abierto para la infiltración de Satanás.
Cuando los cristianos nominales se unieron con los que eran semiconvertidos del paganismo, Satanás se regocijó, y entonces los inspiró a perseguir a los que se mantenían fieles a Dios. Estos cristianos apóstatas, al unirse con compañeros semipaganos, dirigieron su guerra contra los rasgos más esenciales de las doctrinas de Cristo. Se necesitaba una lucha desesperada para mantenerse firme contra los engaños y las abominaciones introducidas en la iglesia. La Biblia no era aceptada como norma de fe. La doctrina de la libertad religiosa fue calificada como herejía, y los que la sostenían fueron perseguidos.
Los primeros cristianos eran, por cierto, un pueblo peculiar. Pocos en número, sin riquezas, sin jerarquía ni títulos honoríficos, eran odiados por los impíos, como Abel fue odiado por Caín (ver Gén. 4:1-10). Desde los días de Cristo hasta los nuestros, los fieles discípulos de Jesús han suscitado el odio y la oposición de los que aman el pecado.
Entonces ¿cómo es que el evangelio puede considerarse un mensaje de paz? Los ángeles cantaron en las llanuras de Belén: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Luc. 2:14). Existe aparente contradicción entre estas declaraciones proféticas y las palabras de Cristo: “No vine a traer paz, sino espada” (Mat. 10:34). Sin embargo, si ambas declaraciones se entienden correctamente, existe entre ellas perfecta armonía. El evangelio es un mensaje de paz. La religión de Cristo, recibida y obedecida, extendería paz y felicidad por el mundo entero. Era la misión de Jesús reconciliar a los hombres con Dios, y así reconciliarlos mutuamente. Pero el mundo en general está bajo el control de Satanás, el enemigo de Cristo más encarnizado. El evangelio presenta principios de vida que están en total desacuerdo con los hábitos y los deseos de los pecadores, y estos se oponen a aquellos principios. Odian la pureza que condena el pecado, y persiguen a los que los animan a adherirse a sus santas demandas. Es en este sentido que el evangelio se convierte en una espada.
Muchos que son débiles en la fe desechan su confianza en Dios, porque él permite que los hombres malos prosperen, en tanto que los mejores y más puros sean atormentados por el cruel poderío de los malvados. ¿Cómo puede alguien que es justo y misericordioso, y que tiene poder infinito, tolerar tal injusticia? Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor. No debemos dudar de su bondad porque no podamos entender su providencia. Dijo el Salvador: “Recuerden lo que les dije: ‘Ningún siervo es más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Juan 15:20). Los que son llamados a soportar la tortura y el martirio están solamente siguiendo los pasos del amado Hijo de Dios.
Los justos son colocados en el horno de la aflicción para ser purificados, para que su ejemplo convenza a otros acerca de la realidad de la fe y la bondad, y para que su conducta consecuente condene a los impíos e incrédulos. Dios permite que los malvados prosperen y revelen su enemistad contra él con el fin de que todos vean la justicia del Señor y su misericordia en la total destrucción que sufrirán los malos. Todo acto de crueldad hacia los fieles de Dios será castigado como si hubiera sido realizado contra Cristo mismo.
Pablo declara que “serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:12). ¿Por qué, entonces, la persecución parece actualmente adormecida? La única razón es que la iglesia se ha conformado con las normas del mundo y, por lo tanto no despierta ninguna oposición. La religión de nuestros tiempos no es la religión pura y santa de Cristo y sus apóstoles. Puesto que las verdades de la Palabra de Dios son tratadas con indiferencia, puesto que existe tan poca compasión vital en la iglesia, el cristianismo resulta popular en el mundo. Si se produjera un reavivamiento de la fe como en la iglesia primitiva, los fuegos de la persecución volverían a encenderse. 📖
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2 Tertuliano, Apología, párr. 50.
Los Rescatados | Capítulo 3
Una era de tinieblas espirituales
El apóstol Pablo declaró que el día de Cristo no vendría “sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, […] el cual se opone y se enfrenta a todo lo que se llama Dios o es objeto de culto. Llega al grado de sentarse en el templo de Dios y de ocupar su lugar, haciéndose pasar por Dios”. Además, declaró que “el misterio de la iniquidad ya está en acción” (2 Tes. 2:3, 4, 7, RVC). Aun en esas primeras décadas, el apóstol vio que algunos errores ya se estaban introduciendo en la iglesia, los cuales prepararían el camino para el papado.
Poco a poco “el misterio de la iniquidad” fue desarrollando su obra engañosa. Se introdujeron costumbres ajenas en la iglesia cristiana, y fueron restringidas solo por un tiempo por las terribles persecuciones que se realizaron bajo el paganismo; pero cuando cesó la persecución, el cristianismo abandonó la humilde sencillez de Cristo, y la reemplazó por la pompa de los sacerdotes y los gobernantes paganos. La conversión nominal de Constantino causó gran regocijo. Ahora la obra de corrupción progresaba rápidamente. El paganismo, que parecía conquistado, se convirtió en el conquistador. Sus doctrinas y sus supersticiones fueron incorporadas en la fe de los profesos seguidores de Cristo.
Esta alianza entre el paganismo y el cristianismo dio como resultado la formación del “hombre de pecado” predicho en la profecía. Esa falsa religión es una obra maestra de Satanás, y del esfuerzo que él realizó para sentarse en el trono con el fin de gobernar la tierra de acuerdo con su voluntad.
Una de las principales doctrinas del romanismo enseña que el Papa se halla investido de suprema autoridad sobre los obispos y pastores de todo el mundo. Más que esto, el Papa ha sido denominado “Señor Dios el Papa” y declarado infalible (ver el Apéndice). Satanás sostiene la misma pretensión que tuvo en el desierto de la tentación, ahora por medio de la Iglesia de Roma, y vastas multitudes le rinden homenaje.
Pero los que reverencian a Dios hacen frente a esta pretensión, como Cristo hizo frente a su astuto enemigo: “Adora al Señor tu Dios y sírvele solamente a él” (Luc. 4:8). Dios nunca ha nombrado a hombre alguno como la cabeza de la iglesia. La supremacía papal es opuesta a las Escrituras. El Papa no puede tener poder sobre la iglesia de Cristo, excepto por usurpación. Los partidarios de Roma presentan ante los protestantes la acusación de haberse separado caprichosamente de la verdadera iglesia. Pero ellos son los que se han apartado de “la fe encomendada una vez por todas a los santos” (Jud. 3).
Satanás sabe bien que fue mediante las Sagradas Escrituras como el Salvador resistió sus ataques. Ante cada asalto, Cristo presentaba el escudo de la verdad eterna, diciendo: “Escrito está”. Para que Satanás pueda ejercer su dominio sobre los hombres y establecer la usurpadora autoridad papal, debe mantenerlos como ignorante de las Escrituras. Las sagradas verdades de la Biblia debían ser ocultadas y suprimidas. Durante centenares de años, la circulación de la Biblia fue prohibida por la Iglesia Romana. Se le vedaba a la gente el derecho a leerlas. Sacerdotes y prelados interpretaban sus enseñanzas para sostener sus pretensiones. Así, el Papa llegó a ser casi universalmente reconocido como el vicario de Dios en la Tierra.
Cómo se “cambió” el sábado
La profecía declaraba que el papado iba a “cambiar los tiempos y la ley” (Dan. 7:25, RVC). Para poder reemplazar el culto a los ídolos, se introdujo gradualmente la adoración de las imágenes y reliquias en el culto cristiano. El decreto de un concilio general (ver el Apéndice) finalmente estableció esta idolatría. Roma se atrevió a borrar de la ley de Dios el segundo mandamiento, que prohíbe el culto de las imágenes, y a dividir el décimo en dos, con el fin de conservar el número total.
Dirigentes inconversos de la iglesia atentaron también contra el cuarto mandamiento de la ley, para eliminar el descanso del sábado histórico, el día que Dios había bendecido y santificado (Gén. 2:2, 3), y exaltar en su lugar el día festivo observado por los paganos como “el venerable día del sol”. En los primeros siglos, el verdadero sábado había sido guardado por todos los cristianos, pero Satanás trabajó para alcanzar su objetivo. El domingo fue hecho un día festivo en honor de la resurrección de Cristo. Se realizaban servicios religiosos en él, aunque se lo consideraba como un día de recreación, mientras que el sábado continuaba siendo observado por ser el día santo.
Satanás había inducido a los judíos, antes del advenimiento de Cristo, a recargar la observancia del sábado con exigencias rigurosas, y lo convirtió en una carga. Ahora, aprovechándose de la falsa luz que había arrojado sobre él, hizo que los cristianos lo despreciaran como una institución “judaica”. Mientras que en general continuaban observando el domingo como el día festivo, de gozo, los indujo a considerar el sábado como un día de tristeza y de pesar para manifestar su odio hacia el judaísmo.
El emperador Constantino emitió un decreto en el que convertía al domingo en una festividad pública para todo el Imperio Romano (ver el Apéndice). El día del sol fue entonces reverenciado por sus súbditos paganos y honrado por los cristianos. Constantino fue inducido a hacer esto por parte de los obispos de la iglesia. Inspirados por una sed de poder, percibieron que si el mismo día era observado tanto por cristianos como por paganos, haría progresar el poderío y la gloria de la iglesia. Pero, aunque muchos cristianos que temían a Dios fueron inducidos gradualmente a considerar el domingo como un día que poseía cierto grado de santidad, todavía se mantenían fieles al descanso sabático y observaban ese día en obediencia al cuarto mandamiento.
El archiengañador no había completado su tarea, y estaba resuelto a ejercer su poder por medio de su enviado, el orgulloso pontífice que pretendía representar a Cristo. Se realizaron grandes concilios en los que se reunieron dignatarios de todo el mundo. Prácticamente en cada concilio, el sábado resultaba un poco más empequeñecido, en tanto que el domingo era exaltado. Así, la festividad pagana llegó finalmente a ser honrada como la institución divina, mientras que el sábado de la Biblia fue proclamado como una reliquia del judaísmo y su observancia fue prohibida bajo pena de excomunión.
El apóstata había tenido éxito en exaltarse a sí mismo sobre “todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de adoración” (2 Tes. 2:4). Se había atrevido a cambiar el único precepto de la ley divina que señala al Dios vivo y verdadero. En el cuarto mandamiento, Dios se revela como el Creador. Al ser el monumento recordativo de la obra de la creación, el séptimo día fue santificado como el día de descanso para el hombre, designado para mantener siempre al Dios vivo en la mente de los hombres como objeto de adoración. Satanás lucha para desviar a los seres humanos de la obediencia a la ley de Dios; por lo tanto, dirige sus esfuerzos especialmente contra el mandamiento que señala a Dios como el Creador.
Los protestantes ahora alegan que la resurrección de Cristo en el día domingo lo convirtió en el sábado cristiano. Pero ni Cristo ni sus apóstoles le otorgaron tal honor a ese día. La observancia del domingo tuvo su origen en el “misterio de la iniquidad” (2 Tes. 2:7) que, ya en los días de Pablo, había comenzado su obra. ¿Qué razón puede ofrecerse para efectuar un cambio que las Escrituras no sancionan?
En el siglo VI el obispo de Roma fue declarado cabeza de toda la iglesia. El paganismo había dado lugar al papado. El dragón había dado a la bestia “su poder, su trono y gran autoridad” (Apoc. 13:2).
Ahora habían empezado los 1.260 años de opresión papal, predichos en las profecías de Daniel y Apocalipsis (Dan. 7:25; Apoc. 13:5-7; ver el Apéndice). Los cristianos eran obligados a elegir entre abandonar su integridad y aceptar las ceremonias y el culto papal, por una parte, o pasar la vida en calabozos y sufrir la muerte, por la otra. Ahora se cumplían las palabras de Jesús: “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos, y a algunos de ustedes se les dará muerte. Todo el mundo los odiará por causa de mi nombre” (Luc. 21:16, 17).
El mundo llegó a ser un extenso campo de batalla. Durante centenares de años, la iglesia de Cristo encontró refugio en la reclusión y la oscuridad. “Y la mujer [la iglesia verdadera] huyó al desierto, a un lugar que Dios le había preparado para que allí la sustentaran durante mil doscientos sesenta días” (Apoc. 12:6).
El advenimiento de la Iglesia Romana al poder señaló el comienzo de la Edad Media, la edad oscura. La fe fue transferida de Cristo al Papa de Roma. En lugar de confiar en el Hijo de Dios para el perdón de los pecados y la salvación eterna, el pueblo miraba al Papa y a los sacerdotes a quienes él había investido de autoridad. El Papa era el mediador terrenal. Ocupaba para ellos el lugar de Dios. Una desviación de los requerimientos que él había impuesto era suficiente para que fueran castigados severamente. De esta forma, las mentes del pueblo fueron desviadas de Dios hacia hombres crueles y falibles; más aún, hacia el mismo príncipe de las tinieblas, quien ejercía su poder por medio de ellos. Cuando se suprimen las Escrituras y el hombre empieza a considerarse como supremo, solo aparecen el fraude, el engaño y la vil iniquidad.
Días de peligro para la iglesia
Los fieles que sostenían el estandarte eran pocos. A veces parecía que el error prevalecería por completo, y que la verdadera religión sería desterrada de la Tierra. Se perdía de vista el evangelio, y el pueblo era recargado con rigurosos impuestos ilegales. Se enseñaba a la gente a confiar en las obras propias para conseguir el perdón de sus pecados. Largas peregrinaciones, actos de penitencia, el culto a las reliquias, la construcción de iglesias, santuarios y altares, el pago de grandes sumas a la iglesia: estas eran las cosas impuestas para aplacar la ira de Dios o para asegurar su favor.
En torno al fin del siglo VIII, los partidarios del Papa pretendieron que en los primeros siglos de la iglesia, los obispos de Roma habían poseído los mismos poderes espirituales que ahora ellos se arrogaban. Los monjes inventaron escritos antiguos. Decretos de reuniones conciliares de los que nunca se había oído fueron descubiertos, y en ellos se establecía la supremacía universal del Papa desde los primeros tiempos (ver el Apéndice).
Los fieles que edificaban sobre el seguro fundamento (1 Cor. 3:10, 11) estaban perplejos. Cansados de la lucha constante contra la persecución, el fraude y cualquier otro obstáculo que Satanás pudiera idear, algunos que habían sido fieles se desanimaron. Por el bien de la paz y la seguridad de sus propiedades y sus vidas, abandonaron el seguro fundamento. Pero otros no se dejaron intimidar por la oposición de sus enemigos.
El culto de las imágenes se hizo general. Se encendían velas ante ellas, se les ofrecían oraciones y se practicaban las más absurdas costumbres. La razón misma parecía haber perdido su poder. Mientras los prelados y los obispos eran personas corruptas y amantes del placer, la gente que esperaba de ellos dirección estaba sumergida en la ignorancia y el vicio.
En el siglo XI el papa Gregorio VII proclamó que la iglesia nunca se había equivocado, y que jamás se equivocaría, y pretendió que eso estaba de acuerdo con las Escrituras. Pero ninguna prueba bíblica acompañaba esa declaración. El orgulloso pontífice también reclamaba la autoridad para remover emperadores. Una ilustración del carácter tiránico de este abogado de la infalibilidad fue la forma en que trató al emperador alemán Enrique IV. Por considerar que éste había desestimado la autoridad del Papa, Enrique IV fue excomulgado y destronado. Sus propios príncipes fueron animados a rebelarse contra él por mandato papal.
Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma. Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente, cruzó los Alpes en pleno invierno para poder humillarse ante el Papa. Al llegar al castillo de Gregorio, fue conducido a un atrio exterior. Allí, en medio del severo frío del invierno, con la cabeza
descubierta y los pies desnudos, esperó el permiso del Papa para aparecer ante su presencia. Solamente después de haber pasado tres días de ayuno y confesión, el pontífice le concedió el perdón. Y esto todavía con la condición de que debía esperar la autorización del Papa para volver a usar las insignias reales o ejercer su poder. Gregorio, envanecido con su triunfo, se jactó de que era su deber humillar el orgullo de los reyes.
Cuán notable es el contraste entre este abusivo pontífice y Cristo, que se presenta a sí mismo pidiendo entrada a la puerta del corazón. Enseñó a sus discípulos: “El que entre ustedes quiera ser el primero, será su siervo” (Mat. 20:27, NBLH).
Cómo se introdujeron las falsas doctrinas
Aun antes del establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían ejercido su influencia en la iglesia. Muchos aún se aferraban a los principios de la filosofía secular e instaban a otros a estudiarla como medio de extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron serios errores en la fe cristiana.
Entre las falsas doctrinas se destacan la creencia de la inmortalidad natural del hombre y su estado consciente después de la muerte. Esta doctrina forma el fundamento sobre el que Roma estableció la invocación de los santos y la adoración a la Virgen María. De esto surgió también la herejía del tormento eterno para los que eran definidamente impenitentes, que se incorporó en la fe papal.
Estaba preparado el camino para otra invención del paganismo: el Purgatorio, empleado para aterrorizar a las multitudes supersticiosas. Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el que las almas de los que no habían merecido la eterna condenación sufren un castigo por sus pecados, y desde el que, cuando son limpiados de la impureza, son admitidos en el cielo (ver el Apéndice).
Todavía se necesitaba otra mentira para permitir que Roma se beneficiara de los temores y los vicios de sus seguidores: la doctrina de las indulgencias. Se prometía la completa remisión de los pecados pasados, presentes y futuros a todos los que se alistaran en las guerras del pontífice para castigar a sus enemigos o para exterminar a aquellos que osaran negar su supremacía espiritual. Mediante el pago de dinero a la iglesia, las personas podían liberarse de sus pecados y también liberar a las almas de los amigos muertos que sufrían en las llamas atormentadoras. De esta manera, Roma llenó sus cofres y sostuvo la pompa, el lujo y el vicio de los que afirmaban ser representantes de aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza (ver el Apéndice).
La institución bíblica de la cena del Señor fue reemplazada por el sacrificio idólatra de la misa. Los sacerdotes papales pretendían convertir el sencillo pan y el vino en el verdadero “cuerpo y sangre de Cristo”.3 Con blasfema osadía, abiertamente reclamaban el poder de crear a Dios, el Creador de todas las cosas. Se exigía que los cristianos, bajo pena mortal, manifestaran su fe en esta herejía que ofendía al cielo.
En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios, Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Sin ser visto por ellos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “La gran Babilonia” “se había emborrachado con la sangre de los santos” (ver Apoc. 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.
El papado había llegado a ser el tirano del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años, la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces, nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.
Pero “el mediodía del papado era la medianoche del mundo”.4 Las Escrituras eran casi desconocidas. Los dirigentes papales odiaban la luz que revelaba sus pecados. Habiéndose eliminado la ley de Dios, la norma de justicia, ellos practicaban el vicio sin restricción. Los palacios de los papas y los prelados eran escenarios de vil libertinaje. Algunos de los pontífices eran culpables de crímenes tan horrorosos que los gobernantes seculares intentaron destronarlos por ser monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos, Europa se estancó en materia de saber, arte y civilización. Una parálisis moral e intelectual había dominado a la cristiandad.
¡Estos fueron los resultados de desterrar la Palabra de Dios! 📖
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3 Conferencias del cardenal Wiseman sobre “The Real Presence” [La presencia real], conf. 8, sec. 3, párr. 26.
4 J. A. Wylie, The History of Protestantism [La historia del protestantismo], lib. 1, cap. 4.
Los Rescatados | Capítulo 4
Un pueblo que esparce la fe
Durante el largo período de supremacía papal, hubo testigos de Dios que conservaron la fe en Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres. Consideraban la Biblia como la única regla de vida, y santificaban el verdadero día de reposo. Se los tildaba de herejes, sus escritos eran confiscados, adulterados o mutilados. Sin embargo, permanecieron firmes.
Su historia ocupa un lugar escaso en los registros humanos, fuera de lo que se encuentra en las acusaciones de sus perseguidores. Roma trató de destruir todo lo “herético”, ya sea personas como escritos. Se esforzó también por destruir todo registro de su crueldad hacia los que no estaban de acuerdo con ella. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran escasos en número; por lo tanto, no era mucho lo que se podía hacer para impedir que los partidarios de Roma llevaran a cabo su propósito. Tan pronto como el papado obtuvo poder, la Iglesia Romana extendió sus brazos para aplastar a todo el que se negara a reconocer su dominio.
En Gran Bretaña, el cristianismo primitivo había echado raíces muy temprano, sin dejarse corromper por la apostasía romana. La persecución por parte de los emperadores paganos fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; desde allí, la verdad fue llevada a Irlanda, y en estos países fue recibida con alegría.
Cuando los sajones invadieron Gran Bretaña, el paganismo logró predominar, y los cristianos fueron obligados a refugiarse en las montañas. En Escocia, un siglo más tarde, la luz brilló hasta llegar a países muy distantes. Colombano y sus colaboradores llegaron desde Irlanda y convirtieron a la isla de Iona en el centro de sus esfuerzos misioneros. Entre estos evangelistas se hallaba un observador del sábado, y así la verdad fue introducida entre el pueblo. Se estableció una escuela en Iona, y de ella salieron misioneros para ir a Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza e incluso a Italia.
Roma hace frente a la religión bíblica
Pero Roma resolvió someter a Gran Bretaña bajo su autoridad. En el siglo VI, sus misioneros emprendieron la tarea de convertir a los paganos sajones. A medida que la obra progresaba, los dirigentes papales se encontraron con que los cristianos primitivos eran sencillos, humildes, y que tenían un carácter, una doctrina y una conducta consecuentes con las Escrituras. Esos dirigentes ponían en evidencia la superstición, la pompa y la arrogancia propias del papado. Roma exigía que estas iglesias cristianas reconocieran la soberanía del pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña respondieron que el Papa no tenía derecho a ejercer supremacía en la iglesia y que no podían rendirle más que la sumisión debida a todo seguidor de Cristo; no reconocían otro señor que Cristo.
Entonces, el verdadero espíritu del papado comenzó a revelarse. El dirigente romano dijo: “Si no reciben a hermanos que les traen paz, recibirán a enemigos que les traen guerra”.5 La guerra y el engaño fueron empleados contra estos testigos leales a la fe bíblica, hasta que las iglesias de Gran Bretaña fueron destruidas u obligadas a someterse al Papa.
En los países que estaban más allá de la jurisdicción de Roma, durante siglos los grupos cristianos permanecieron casi totalmente libres de la corrupción papal. Continuaron considerando la Biblia como la única regla de fe. Estos cristianos creían en la perpetuidad de la ley de Dios y guardaban el sábado del cuarto mandamiento. En el centro del África y entre los armenios del Asia había iglesias que adherían a esta fe y práctica.
De entre los que resistieron al poder papal se destacaban, en forma sobresaliente, los valdenses. En el propio país donde el papado había colocado su trono, las iglesias del Piamonte mantenían su independencia. Pero llegó el tiempo en que Roma insistió en que se sometieran. Sin embargo, algunos rehusaron ceder ante el Papa o los prelados, y determinaron preservar la pureza y la sencillez de su fe. Se realizó una separación. Los que se adherían a la fe antigua, ahora se retiraron. Algunos, abandonando los Alpes nativos, levantaron el estandarte de la verdad en países extraños. Otros se refugiaron en las fortalezas rocosas de las montañas y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.
Sus creencias religiosas se fundaban sobre la Palabra de Dios. Esos humildes campesinos, apartados del mundo, no habían llegado por sí mismos a la verdad en oposición a los dogmas de la iglesia apóstata. Sus creencias religiosas fueron la herencia que recibieron de sus padres. Ellos luchaban por la fe de la iglesia apostólica. “La iglesia del desierto”, y no la orgullosa jerarquía entronizada en la gran capital del mundo, era la verdadera iglesia de Cristo, la guardiana de los tesoros de la verdad que Dios encomendó a su pueblo para que fuera dada al mundo.
Entre las causas más importantes que determinaron la separación entre la iglesia verdadera y Roma existía el odio que esta última profesaba hacia el día de reposo bíblico. Como lo había predicho la profecía, el poder papal echó por tierra la ley de Dios. Las iglesias sometidas al papado eran obligadas a honrar el domingo. En medio del error prevaleciente, muchos de los verdaderos hijos de Dios estaban tan confundidos, que guardaban el sábado y al mismo tiempo no trabajaban el domingo. Pero esto no satisfacía a los dirigentes papales. Ellos exigían que el verdadero sábado fuera profanado, y denunciaban a los que se atrevían a manifestar que honraban ese día.
Centenares de años antes de la Reforma, los valdenses poseían la Biblia en su idioma nativo. Esto determinó que fueran un objeto especial de persecución. Ellos declaraban que Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis. Con peligro de su vida, se mantenían firmes para resistir sus corrupciones. Durante aquellos siglos de apostasía, hubo valdenses que negaban la supremacía de Roma, rechazaban el culto a las imágenes como idolatría y observaban el verdadero día de reposo (ver el Apéndice).
Detrás de los majestuosos baluartes de las montañas, los valdenses establecieron un lugar de refugio. Esos fieles exiliados señalaban a sus hijos las alturas majestuosas, en cuyo pie se hallaban, y les hablaban acerca de aquel cuya palabra es tan duradera como las colinas eternas. Dios había establecido con firmeza las montañas; ningún brazo sino el del infinito poder podía moverlas. De idéntica manera, él había establecido su ley. Para el brazo humano, cambiar un solo precepto de la ley de Dios era tan difícil como desarraigar las montañas y arrojarlas al mar. Esos peregrinos no se quejaban por las durezas que les tocaba enfrentar; nunca estaban solitarios en medio de la quietud de las montañas. Se regocijaban en su libertad para adorar. Desde muchas alturas majestuosas entonaban alabanzas, y los ejércitos de Roma no podían silenciar sus cánticos de acción de gracias.
Valiosos principios de verdad
Ellos valoraban los principios de la verdad por encima de casas y terrenos,
amigos y parientes, y aun la vida misma. Desde los más tempranos años de su niñez, a los jóvenes se les enseñaba a considerar como sagrados los mandatos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por lo tanto, sus preciosas palabras eran aprendidas de memoria. Muchos eran capaces de repetir largas porciones tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento de memoria. Se los ejercitaba desde la niñez a soportar durezas y a pensar y actuar por sí mismos. Se les enseñaba a llevar responsabilidades, a ser cuidadosos en lo que hablaban y a valorar la sabiduría del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a sus enemigos podría hacer peligrar la vida de centenares de hermanos, pues, como lobos que buscan su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los que osaban reclamar libertad para su fe religiosa.
Los valdenses, con perseverante paciencia, trabajaban para producir su pan. Aprovechaban toda porción de tierra cultivable que había entre las montañas. La economía y la abnegación formaban parte de la educación de los niños. El proceso era laborioso, pero sano; precisamente el que el hombre necesita en su estado caído. A los jóvenes se les enseñaba que todas las facultades pertenecen a Dios, y que deben ser desarrolladas para su servicio.
Las iglesias valdenses se asemejaban a la iglesia del tiempo apostólico. Rechazando la supremacía del Papa y de los prelados, se aferraban a la Biblia como la única autoridad infalible. Sus pastores, a diferencia de los señoriales sacerdotes de Roma, alimentaban a la grey de Dios, conduciéndola a pastos verdes y a los vivos manantiales de su santa Palabra. La gente se reunía, no en iglesias magníficas o en grandes catedrales, sino en los valles alpinos, o, en tiempos de peligro, en alguna fortaleza rocosa, para escuchar las palabras de verdad de los siervos de Cristo. Los pastores no solamente predicaban el evangelio, sino que visitaban a los enfermos y trabajaban para promover la armonía y el amor fraternal. A semejanza de Pablo, el fabricante de tiendas, cada uno aprendía un oficio con el que, si fuera necesario, pudiera proveerse sostén propio.
Los jóvenes recibían instrucción de sus pastores. La Biblia era el principal tema de estudio. Aprendían de memoria los evangelios de Mateo y de Juan, así como muchas de las epístolas.
Mediante un trabajo incansable, a veces en las oscuras cavernas de la tierra, a la luz de las antorchas, se copiaban las Sagradas Escrituras versículo por versículo. Ángeles del cielo rodeaban a estos fieles obreros.
Satanás había instigado a los sacerdotes papales y a los prelados a enterrar la Palabra de verdad bajo los escombros del error y la superstición. Pero de una manera maravillosa, esta fue conservada fielmente a través de todas las edades oscuras. Como el arca sobre las ondas tempestuosas, la Palabra de Dios hace frente a las tormentas que amenazan destruirla. Así como la mina tiene sus ricas vetas de oro y plata ocultas bajo de la superficie, las Sagradas Escrituras tienen tesoros de verdad que se revelan únicamente a los que los buscan en forma humilde y con oración. Dios se propuso que la Biblia fuera un libro de lecciones para toda la humanidad y una revelación de sí mismo. Cada verdad que se descubre es una nueva revelación del carácter de su Autor.
Desde las escuelas de las montañas, algunos jóvenes eran enviados a instituciones de enseñanza de Francia o Italia, donde había un campo más amplio de estudios y observación que el de los Alpes nativos. Los jóvenes enviados se veían expuestos a la tentación. Se encontraban con los agentes de Satanás que los instigaban con sutiles herejías y peligrosos engaños. Pero su educación desde la niñez los preparaba para hacer frente a estos peligros.
En las escuelas adonde eran enviados no debían tener confidentes. Sus ropas eran preparadas de tal manera que podían esconder su gran tesoro: las Escrituras. Dondequiera que podían hacerlo, mientras iban por el camino, con mucho cuidado, colocaban algunas porciones de estas al alcance de aquellos que parecían tener un corazón más receptivo a la verdad. En estas instituciones de enseñanza ganaban conversos para la verdadera fe, y frecuentemente sus principios se dejaban sentir en toda la escuela. Sin embargo, los dirigentes papales no podían descubrir el origen de la así llamada “herejía” corruptora.
Jóvenes educados como misioneros
Los cristianos valdenses sentían la solemne responsabilidad de permitir que su luz brillara. Por el poder de la Palabra de Dios, trataban de quebrantar la esclavitud que Roma había impuesto. Los pastores valdenses debían servir tres años en algún campo misionero antes de hacerse cargo de una iglesia en su lugar nativo: una introducción adecuada para la vida pastoral en tiempos que constituían una prueba para el alma de los hombres. Los jóvenes veían delante de ellos no la riqueza y la gloria terrenal, sino el trabajo arduo, el peligro y la posibilidad del martirio. Los misioneros salían de dos en dos, como Jesús solía enviar a sus discípulos.
Dar a conocer la misión que llevaban habría asegurado su derrota. Todo ministro poseía un conocimiento de algún oficio o profesión, y los misioneros proseguían su trabajo bajo el manto de una vocación secular, habitualmente la de comerciante. “Llevaban sedas, joyas y otros artículos... y eran bienvenidos como comerciantes en lugares donde habrían sido despreciados como misioneros”.6 Llevaban secretamente ejemplares de la Biblia, parciales o completos. A menudo se despertaba el interés de leer la Palabra de Dios, y una porción de ella era dejada para los que la deseaban.
Descalzos y con una indumentaria tosca y gastada por el viaje, estos misioneros pasaban por las grandes ciudades y penetraban en países distantes. A su paso se erigían iglesias, y la sangre de los mártires testificaba de la verdad. En forma oculta y silenciosa, la Palabra de Dios hallaba una alegre recepción en los hogares y el corazón de los hombres.
Los valdenses creían que el fin de todas las cosas no estaba muy distante. Al estudiar la Biblia resultaban profundamente impresionados con su deber de dar a conocer a otros sus verdades salvadoras. Hallaban consuelo, esperanza y paz por medio de su fe en Jesús. A medida que la luz alegraba sus corazones, anhelaban reflejar sus rayos sobre los que estaban en las tinieblas del error papal.
Bajo la dirección del Papa y los sacerdotes, se enseñaba a las multitudes a confiar en sus buenas obras para salvarse. Los hombres siempre se miraban a sí mismos, su mente se espaciaba en su condición pecaminosa y, aunque afligían el alma y el cuerpo, no encontraban alivio. Millares pasaban su vida en las celdas de los conventos. Mediante ayunos y azotes repetidos, observando vigilias de medianoche, postrándose sobre piedras frías y húmedas, y con largas peregrinaciones –obsesionados por el temor de la ira vengadora de Dios–, muchos continuaban sufriendo hasta que, con el físico exhausto, abandonaban la lucha. Sin un rayo de esperanza, terminaban en la tumba.
Cristo, la esperanza del pecador
Los valdenses anhelaban mostrarles a estas personas los mensajes de paz que se hallaban en las promesas de Dios y señalarles a Cristo como su única esperanza de salvación. Consideraban que la doctrina de que las buenas obras pueden proporcionar el perdón del pecado estaba basada en la falsedad. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe cristiana. La relación de dependencia del alma de Cristo debe ser tan íntima como la de un miembro con el cuerpo, o la de la rama con la vid.
Las enseñanzas de los papas y los sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar a Dios, y aun a Cristo, como austero y repulsivo, tan desprovisto de simpatía para con el hombre, que se necesitaba invocar la mediación de los sacerdotes y los santos. Pero aquellos cuya mente había sido iluminada anhelaban eliminar las obstrucciones que Satanás había acumulado, para que los hombres fueran directamente a Dios, confesaran sus pecados, y obtuvieran el perdón y la paz.
Invadiendo el reino de Satanás
Los misioneros valdenses reproducían en forma cuidadosa porciones escritas de las Sagradas Escrituras. La luz de la verdad entraba en muchas mentes entenebrecidas hasta que el Sol de Justicia brillaba en el corazón trayendo sanidad en sus rayos. A menudo los oyentes deseaban que se repitiera una porción de las Escrituras, como para asegurarse ellos mismos de que habían escuchado correctamente.
Muchos veían cuán vana es la mediación de los hombres en favor del pecador. Exclamaban con regocijo: “Cristo es mi sacerdote; su sangre es mi sacrificio; su altar es mi confesionario”. Tan grande era el diluvio de luz que los inundaba, que se sentían como transportados al cielo. Todo miedo a la muerte se desvanecía. Ahora podían anhelar la prisión, si de esta manera podían honrar a su Redentor.
La Palabra de Dios se llevaba a lugares secretos y era leída, a veces, a una sola persona, y a veces a un pequeño grupo que anhelaba la luz. A menudo toda la noche transcurría de esta manera. Con frecuencia se pronunciaban palabras como estas: “¿Aceptará Dios mi ofrenda? ¿Me sonreirá? ¿Me perdonará?” Se leía la respuesta: "Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mat. 11:28).
Felices, las almas regresaban a sus hogares para difundir la luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia. ¡Habían hallado el verdadero camino viviente! Las Escrituras hablaban al corazón de los que anhelaban la verdad.
El mensajero de la verdad proseguía su camino. En muchos casos, sus oyentes no preguntaban de dónde había venido ni a dónde iba. Habían experimentado tanto gozo, que ni se les había ocurrido averiguarlo. “¿Podría ser un ángel del cielo?”, se preguntaban ellos.
En muchos casos, el mensajero de la verdad se había dirigido a otras tierras o estaba desgastando su vida en alguna mazmorra, o quizá sus huesos se estaban blanqueando donde había sido testigo de la verdad. Pero las palabras que había dejado atrás estaban realizando su tarea.
Los dirigentes papales vieron el peligro que implicaban los trabajos de estos humildes itinerantes. La luz de la verdad disipaba las nubes pesadas del error que envolvían a la gente; dirigía la mente únicamente a Dios, y eventualmente destruía la supremacía de Roma.
Estas personas, al sostener la fe de la iglesia antigua, eran un testimonio constante de la apostasía de Roma, por tanto, excitaban el odio y la persecución. Su negativa a abandonar las Escrituras era una ofensa que Roma no podía tolerar.
Roma se propone destruir a los valdenses
Entonces, comenzaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios refugiado en sus hogares montañosos. Se enviaron inquisidores para que les siguieran la pista. Una y otra vez fueron arrasadas sus fértiles tierras, y sus casas y capillas fueron destruidas. No podían formular ninguna acusación contra el carácter moral de este pueblo desterrado. Su gran ofensa era que no adoraban a Dios de acuerdo con el deseo del Papa. Por este “delito” se usó contra ellos todo tipo de insultos y torturas que los hombres y los demonios podían inventar.
Cuando Roma se propuso exterminar a la odiada secta, el Papa proclamó una bula [un edicto] condenándolos como herejes y entregándolos a la matanza (ver el Apéndice). No se los acusaba de ser holgazanes, deshonestos o personas desordenadas; se declaraba que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía a “las ovejas del verdadero rebaño”. Esta bula pedía que todos los miembros de iglesia se unieran a la cruzada contra los herejes. Como incentivo, “a todos los que se unían a la cruzada, [la bula] los liberaba de cualquier juramento que hubiesen hecho: declaraba que eran legítimos sus títulos de toda propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a todo el que matara a algún hereje. Anulaba todos los contratos hechos en favor de los valdenses, prohibía a todas las personas que les dieran cualquier clase de auxilio, y autorizaba a todos a
tomar posesión de las propiedades de aquellos”.7 Este documento revela claramente el rugido del dragón y no la voz de Cristo. El mismo espíritu que crucificó a Cristo, que martirizó a los apóstoles y que movió al sanguinario Nerón a sacrificar a los fieles de su tiempo, estaba en acción para eliminar de la Tierra a aquellos a quienes Dios amaba.
Pese a las cruzadas contra ellos y a la inhumana carnicería a la que fueron sometidos, este pueblo temeroso de Dios continuó enviando misioneros para difundir la preciosa verdad. Se los perseguía para darles muerte, y sin embargo, su sangre regaba la semilla sembrada y producía fruto.
Así los valdenses dieron testimonio en favor de Dios siglos antes de que apareciera Lutero. Ellos plantaron la semilla de la Reforma que empezó en los días de Wiclef, se desarrolló y se afirmó en los días de Lutero, y avanzará hasta el fin del tiempo. 📖
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5 J. H. Merle D’Aubigné, History of the Reformation of the Sixteenth Century [Historia de la Reforma del siglo XVI], lib. 17, cap. 2.
6 Wylie, lib. 1, cap. 7.
7 Ibíd., lib. 16, cap. 1.
Los Rescatados | Capítulo 5
Mensajeros de una era mejor
Dios no había permitido que su Palabra fuera totalmente destruida. En diferentes países de Europa, hubo hombres que fueron movidos por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como si trataran de encontrar tesoros escondidos. Guiados providencialmente a las Sagradas Escrituras, estaban dispuestos a aceptar la luz a cualquier costo. Aunque no veían todas las cosas claramente, pudieron percibir muchas de las verdades por largo tiempo sepultadas.
Había llegado el tiempo en que las Escrituras le fueran dadas al pueblo en su idioma nativo. El mundo había pasado por su medianoche. En muchos países aparecían señales del amanecer que se aproximaba.
En el siglo XIV se levantó en Inglaterra “el lucero de la Reforma”. Juan Wiclef se destacó en el colegio por su ferviente piedad, así como por su sana erudición. Educado en la filosofía escolástica, en los cánones de la iglesia y en la ley civil, estaba preparado para empeñarse en la gran lucha en favor de la libertad civil y religiosa. Había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y entendía las tácticas de los hombres instruidos. El carácter extenso y completo de su conocimiento exigía el respeto tanto de amigos como de enemigos. Sus adversarios se veían en la imposibilidad de burlarse de la causa de la reforma, porque no podían encontrar ignorancia o debilidad en quien la sostenía.
Mientras Wiclef todavía estaba en la universidad, inició el estudio de las Escrituras. Hasta aquí había sentido una gran necesidad, que ni sus estudios formales ni la enseñanza de la iglesia podían satisfacer. En la Palabra de Dios encontró aquello que en vano había buscado en otros conocimientos. Aquí vio a Cristo presentado como el único Abogado en favor del hombre, y se propuso proclamar las verdades que había descubierto.
Al principio Wiclef no se declaró opuesto a Roma. Pero cuanto más claramente comprendía los errores del papado, más fervorosamente presentaba las enseñanzas de la Biblia. Vio que Roma había abandonado la Palabra de Dios para reemplazarla por la tradición humana. Valientemente acusó a los sacerdotes de haber ocultado las Escrituras, y exigió que la Biblia le fuera restaurada al pueblo y que su autoridad fuera restablecida en la iglesia. Era un predicador capaz y elocuente, y su vida diaria era una demostración de las verdades que predicaba. Su conocimiento de las Escrituras, la pureza de su vida, y su valor e integridad ganaron la estima general. Muchos vieron la iniquidad de la Iglesia Romana, y saludaron con alegría no disimulada las verdades presentadas por Wiclef. Pero los dirigentes papales se llenaron de ira; el reformador estaba logrando una influencia mayor que la de ellos.
Un hábil detector del error
Wiclef se daba cuenta fácilmente del error, y con valor atacó los abusos aprobados por Roma. Mientras era capellán del rey, asumió una posición valiente en contra del pago del tributo reclamado por el Papa al monarca inglés. La pretensión del Papa de que tenía autoridad sobre los gobernantes seculares era contraria tanto a la razón como a la revelación. La demanda del Papa había levantado indignación, y las enseñanzas de Wiclef ejercían su influencia sobre los pensadores más destacados de la nación. El rey y los nobles se unieron para rehusar el pago de este tributo.
Los monjes mendicantes pululaban en Inglaterra, y atentaban contra la grandeza y la prosperidad de la nación. La vida de los monjes, ociosa y de vagancia, era no solamente una pérdida para los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo útil se mirara con desprecio. Por el ejemplo de ellos, los jóvenes eran desmoralizados y se corrompían. Muchos eran inducidos a dedicarse a la vida monástica no solo sin el consentimiento de sus padres, sino aun sin su conocimiento y hasta en contra de sus órdenes. Debido a esta “monstruosa inhumanidad”, como Lutero la denominó más tarde, y “participando más del espíritu del lobo y del tirano que del espíritu de un cristiano y de un hombre”, el corazón de los niños se endurecía contra sus padres.8
Aun los estudiantes de las universidades eran engañados por los monjes y seducidos para unirse a sus órdenes. Y una vez que estaban entrampados les resultaba imposible obtener libertad. Muchos padres rehusaban mandar a sus hijos a las universidades, las escuelas decayeron, y prevalecía la ignorancia.
El Papa había concedido a estos monjes la facultad de escuchar confesiones y otorgar perdón, lo cual era una fuente de muchos males. Con el propósito de obtener ganancias, los frailes estaban tan listos a conceder la absolución que hasta los cristianos recurrían a ellos, y los peores vicios aumentaban rápidamente. Los donativos que podrían haber aliviado tanto a enfermos como a pobres se entregaban a los monjes. La riqueza de los frailes aumentaba constantemente, y sus magníficos edificios y mesas bien servidas hacían más evidente la pobreza creciente de la nación. Sin embargo, los frailes continuaban manteniendo su dominio sobre las multitudes supersticiosas y les hacían pensar que todo el deber religioso se reducía a reconocer la supremacía del Papa, adorar a los santos y hacer regalos a los monjes, y esto era suficiente para obtener un lugar en el cielo.
Wiclef, con claro discernimiento, atacó las raíces del mal, declarando que el sistema mismo era falso y debía ser abolido. Se estaban despertando la discusión y la investigación. Muchos se preguntaban si no debían pedir perdón a Dios y no al pontífice de Roma (ver el Apéndice). “Los monjes y sacerdotes de Roma –decían ellos– nos están comiendo como un cáncer. Dios debe librarnos, o el pueblo perecerá”.9 Los monjes mendicantes pretendían estar siguiendo el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad del pueblo. Esta pretensión inducía a muchos a ir a la Biblia para descubrir la verdad por sí mismos.
Wiclef comenzó a escribir y a publicar folletos contra los frailes, para llamar la atención del pueblo a las enseñanzas de la Biblia y a su autor. Él no podría haber elegido una forma más eficaz de derribar ese edificio gigantesco que el Papa había levantado, y en el que muchos estaban cautivos.
Wiclef, llamado a defender los derechos de la corona inglesa contra los abusos de Roma, fue nombrado embajador real en los Países Bajos. Aquí se puso en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de observar las escenas que le habían sido ocultadas en Inglaterra. En estos representantes de la corte papal leyó el verdadero carácter de su jerarquía eclesiástica. Regresó a Inglaterra para repetir sus anteriores enseñanzas con mayor entusiasmo, declarando que el orgullo y el engaño eran los dioses de Roma.
Después de su regreso a Inglaterra, Wiclef fue nombrado por el rey rector de Lutterworth. Esta era la seguridad de que al monarca no le desagradaba su manera directa de hablar. La influencia de Wiclef empezó a amoldar la creencia de la nación.
Pronto el papado comenzó a luchar contra él. Se enviaron tres bulas en las que se ordenaba que se tomaran inmediatas medidas para silenciar al maestro de “herejías”.10
La llegada de las bulas papales imponía a Inglaterra la orden de apresar al hereje (ver el Apéndice). Parecía seguro que Wiclef pronto caería ante el espíritu de venganza de Roma. Pero aquel que le había dicho a un hombre ilustre de la antigüedad: “No temas... yo soy tu escudo” (Gén. 15:1), extendió su brazo para proteger a su siervo. La muerte sobrevino, no al reformador, sino al pontífice que había decretado su destrucción.
La muerte de Gregorio XI fue seguida por la elección de dos papas rivales que pretendían infalibilidad (ver el Apéndice). Cada uno de ellos exigía a los fieles que hicieran guerra contra el otro, poniendo en vigencia sus demandas con terribles anatemas en contra de sus adversarios, y promesas de recompensa en los cielos para sus partidarios. Los bandos rivales estaban ocupados en atacarse mutuamente, y el reformador tuvo descanso por un tiempo.
El cisma, con toda la lucha y la corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, y le permitió a la gente ver lo que era realmente el papado. Wiclef pedía que la gente considerara si estos dos papas no estaban diciendo la verdad al condenarse uno al otro como el anticristo.
Determinado a que la luz fuera llevada a todas partes de Inglaterra, Wiclef organizó un cuerpo de predicadores: hombres sencillos, devotos, que amaban la verdad y deseaban propagarla. Estos, al enseñar en los mercados, en las calles de las grandes ciudades, en los caminos del campo, buscaban a los ancianos, a los enfermos y a los pobres y les presentaban las buenas noticias de la gracia de Dios.
En Oxford, Wiclef predicó la Palabra de Dios en la universidad. Recibió el título de “el doctor evangélico”. Pero la obra mayor de su vida fue la traducción de las Escrituras al inglés, de manera que toda persona de Inglaterra pudiera leer las maravillosas obras de Dios.
Atacado por una peligrosa enfermedad
Pero repentinamente su obra se detuvo. Aunque no tenía todavía 60 años de edad, el trabajo arduo e incesante, el estudio y los ataques de los enemigos lo habían debilitado y envejecido prematuramente. Fue atacado por una enfermedad peligrosa. Los frailes pensaban que se arrepentiría del mal que había hecho a la iglesia, y rápidamente fueron a su casa, listos para escuchar su confesión. “Tienes la muerte en tus labios –le dijeron–; arrepiéntete de tus faltas, y retráctate en nuestra presencia de todo lo que has dicho contra nosotros”.
El reformador escuchó en silencio. Entonces le pidió a su ayudante que lo levantara en su lecho. Observando fijamente a los frailes, dijo con voz firme y fuerte, voz que a menudo los había hecho temblar: “No moriré, sino que viviré para volver a denunciar los hechos malvados de los frailes”.11 Asombrados y confundidos, los monjes se apresuraron a salir de la habitación.
Wiclef continuó viviendo para colocar en manos de sus conciudadanos el arma más poderosa que existía contra Roma: la Biblia, el agente señalado por el cielo para liberar, iluminar y evangelizar al pueblo. Wiclef sabía que tenía solamente pocos años para trabajar; vio la oposición a la que debía hacer frente; pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, avanzó. Con el pleno vigor de sus facultades intelectuales, rico en experiencia, había sido preparado por las providencias de Dios para esta, la hora más grandiosa de sus labores. En la rectoría de Lutterworth, sin prestar atención a la tormenta que rugía afuera, se dedicó a su tarea predilecta.
Por fin la obra fue completada: la primera traducción de la Biblia al inglés. El reformador había colocado en las manos del pueblo inglés una luz que nunca se apagaría. Había hecho más para quebrantar las cadenas de la ignorancia y para liberar y elevar a su país, que lo que jamás se haya hecho por victorias logradas sobre el campo de batalla.
Únicamente por medio de un trabajo arduo y difícil podían prepararse ejemplares de la Biblia. Tan grande era el interés por obtener el libro, que los copistas apenas si podían satisfacer la demanda. Compradores adinerados querían tener la Biblia entera. Otros compraban una porción. En muchos casos, varias familias se unían para comprar un ejemplar. La Biblia de Wiclef pronto se difundió por los hogares de la gente.
Wiclef ahora enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por la fe en Cristo, y la infalibilidad únicamente de las Escrituras. La nueva fe fue aceptada casi por la mitad del pueblo de Inglaterra.
La aparición de las Escrituras produjo preocupación en las autoridades de la iglesia. No había en ese tiempo ninguna ley en Inglaterra que prohibiera la Biblia, porque nunca antes había sido publicada en el lenguaje del pueblo.
Esas leyes se sancionaron más tarde y se pusieron en vigencia con todo rigor. De nuevo, los dirigentes papales se complotaron para silenciar la voz del reformador. Primero, un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos. Luego, al lograr que el joven rey Ricardo II se pusiera de su parte, pronto obtuvieron un decreto real que condenaba al encarcelamiento a todos los que sostuvieran las doctrinas prohibidas.
Wiclef apeló desde el sínodo al Parlamento. Valientemente acusó a la jerarquía eclesiástica ante la autoridad nacional, y exigió la reforma de los enormes abusos promovidos por la iglesia. Sus enemigos se sintieron confundidos. Se esperaba que el reformador, ya anciano, solo y sin amigos, se inclinara ante la autoridad de la corona. En lugar de ello, el Parlamento, impulsado por la notable apelación de Wiclef, rechazó el edicto de persecución y el reformador se halló de nuevo en libertad.
Pero una vez más fue llevado a juicio, y en este caso ante el tribunal eclesiástico supremo del reino. Allí, finalmente, la obra del reformador tendría que detenerse, pensaban los papistas. Si ellos lograban realizar su propósito, Wiclef saldría de este lugar solamente para ir a las llamas.
Wiclef se niega a retractarse
Pero Wiclef no se retractó. Valientemente mantuvo sus enseñanzas y rechazó las acusaciones de sus perseguidores. Llevó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó sus falsos argumentos y fracasos en la balanza de la verdad eterna. El poder del Espíritu Santo se hizo sentir sobre los oyentes. Como flechas de Dios, las palabras del reformador atravesaron sus corazones. El cargo de herejía, con el que lo acusaban, ahora era dirigido contra sus acusadores.
“¿Contra quién piensan ustedes que están luchando? –dijo él–. ¿Contra un hombre anciano que está al borde de la tumba? ¡No! Contra la verdad: la verdad que es más poderosa que ustedes y los vencerá”.12 Luego de decir esto se retiró, y ninguno de sus adversarios intentó impedirlo.
La obra de Wiclef estaba casi terminada, pero una vez más tendría que presentar su testimonio en favor del evangelio. Fue citado a juicio ante el tribunal papal de Roma, que tan a menudo había derramado la sangre de personas justas; pero un ataque de parálisis le hizo imposible realizar el viaje. No obstante, aun cuando su voz no podía ser oída en Roma, podía hablar mediante una carta. El reformador envió al Papa un escrito que, aunque respetuoso y de espíritu cristiano, era un agudo reproche al lujo y el orgullo de la sede papal.
De esta forma presentó ante el Papa y sus cardenales la mansedumbre y la humildad de Cristo: exhibiendo, no solamente ante ellos, sino ante toda la cristiandad, el contraste entre ellos y el Maestro, cuyos representantes pretendían ser.
Wiclef tenía la plena convicción de que el precio de su fidelidad sería su vida. El rey, el Papa y los obispos estaban unidos para conseguir su ruina, y parecía seguro que en solo unos meses iría a la estaca para ser quemado. Pero su valentía estaba intacta.
El hombre que durante su vida entera había permanecido valientemente firme en defensa de la verdad no iba a caer como una víctima del odio de sus adversarios. El Señor había sido su protector; y ahora, cuando sus enemigos se sentían seguros de la presa, la mano de Dios impidió que ellos lo atraparan. En su iglesia en Lutterworth, cuando estaba por impartir la comunión, cayó herido por otro ataque de parálisis, y después de un corto tiempo, fue llamado al descanso.
Precursor de una nueva era
Dios había puesto la palabra de verdad en la boca de Wiclef. Su vida fue protegida y sus labores prolongadas hasta que se hubo colocado el fundamento para la Reforma. No hubo ninguna persona, anterior a él, cuya obra sirviera de molde para su sistema de reforma. Fue precursor de una nueva era. Al mismo tiempo, la verdad que había presentado era tan plena y completa que los reformadores que lo siguieron no pudieron superarla, y que algunos ni siquiera alcanzaron. Tan firme y segura era la estructura que no necesitaba ser reconstruida por los que vinieran después de él.
El gran movimiento que Wiclef inauguró, para liberar a las naciones de tanto tiempo de esclavitud por parte de Roma, tenía su fundamento en la Biblia. Esta era la fuente de ese manantial de bendiciones que ha fluido a través de los tiempos desde el siglo XIV. Educado para considerar a Roma como la autoridad infalible y para aceptar con incuestionable reverencia las enseñanzas y las costumbres de mil años, Wiclef abandonó todas estas cosas para escuchar la santa Palabra de Dios. Declaró que la única verdadera autoridad era la voz de Dios que habla por medio de su Palabra, en lugar de que la iglesia hablara por medio del Papa. Y enseñó que el Espíritu Santo es el intérprete de la Palabra.
Este hombre fue uno de los más grandes reformadores, e igualado por pocos de los que vinieron después de él. Su pureza de vida, su infatigable esfuerzo en el estudio y el trabajo, su integridad incorruptible y su amor cristiano caracterizaron al primero de los reformadores.
La Biblia hizo de él lo que fue. El estudio de la Biblia ennoblecerá todo pensamiento, sentimiento y aspiración como ningún otro medio puede hacerlo. Da estabilidad de propósitos, valor y fortaleza. El estudio ferviente y reverente de las Escrituras daría al mundo hombres de tremenda capacidad intelectual, al igual que principios más nobles, de los que jamás haya producido la mejor instrucción que puede otorgar la filosofía humana.
Los seguidores de Wiclef, conocidos como wiclefitas y lolardos, se extendieron a otros países llevando el evangelio. Después que su líder murió, los predicadores trabajaron con un celo aún mayor que antes. Multitudes concurrían a escucharlos. Algunos de la nobleza, y aun la esposa del rey, se hallaban entre sus conversos. En muchos países los símbolos idolátricos del romanismo fueron quitados de las iglesias.
Pero pronto estalló una persecución despiadada contra los que se habían atrevido a aceptar la Biblia como su guía. Por primera vez en la historia de Inglaterra, se decretó la hoguera para los discípulos del evangelio. Un martirio sucedió a otro. Perseguidos por ser adversarios de la iglesia y traidores de la fe, los defensores de la verdad continuaron predicando en lugares secretos, mientras hallaban refugio en los hogares humildes, y a menudo se escondían en cuevas y cavernas.
Una protesta tranquila y paciente contra la corrupción de la fe religiosa continuó manifestándose por siglos. Los cristianos de esos tiempos antiguos habían aprendido a amar la Palabra de Dios, y sufrían pacientemente por su causa. Muchos sacrificaban sus posesiones mundanas por Jesús. Aquellos a quienes se les permitía habitar en sus hogares, alegremente alojaban a sus hermanos desterrados, y cuando ellos también eran desalojados, aceptaban con alegría el destino de los perseguidos. No fue pequeño el número de los que dieron un valiente testimonio de la verdad en los calabozos y en medio de las torturas y las llamas, regocijándose de ser contados por dignos de participar “en sus sufrimientos” (Fil. 3:10).
El odio de los partidarios del papado no podía quedar satisfecho mientras el cuerpo de Wiclef descansara en la tumba. Más de 40 años después de su muerte, sus huesos fueron exhumados y quemados públicamente, y las cenizas arrojadas a un arroyo vecino. “Este arroyo –dijo un antiguo escritor–, ha conducido sus cenizas hasta el río Avón, el Avón al Severna, el Severna hasta los mares y estos al océano. Y así es como las cenizas de Wiclef son un emblema de su doctrina que ahora está dispersa por el mundo entero”.13
Por medio de los escritos de Wiclef, Juan Hus de Bohemia fue inducido a rechazar muchos de los errores del romanismo. De Bohemia la obra se extendió a otros países. Una mano divina estaba preparando el camino para la gran Reforma. 📖
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8 Barnas Sears, The Life of Luther [La vida de Lutero], pp. 70, 69. 9 D’Aubigné, lib. 17, cap. 7.
10 Augustus Neander, General History of the Christian Religion and Church [Historia general de la religión cristiana y la iglesia], período 6, sec. 2, parte 1, párr. 8. Ver también el Apéndice.
11 D’Aubigné, lib. 17, cap. 7.
12 Wylie, lib. 2, cap. 13.
13 T. Fuller, Church History of Britain [Historia de la iglesia en Inglaterra], lib. 4, sec. 2, párr. 54.
Los Rescatados | Capítulo 6
Dos héroes condenados a muerte
La Biblia había sido traducida ya por el siglo IX, y el culto público se realizaba en el idioma del pueblo en Bohemia. Pero Gregorio VII estaba decidido a esclavizar al pueblo, y se proclamó una bula que prohibía el culto público en idioma bohemio. El Papa declaró que “place al Omnipotente que su culto se celebre en un lenguaje desconocido”.14 Pero el cielo había provisto medios para la preservación de la iglesia. Muchos valdenses y albigenses, acosados por la persecución, llegaron hasta Bohemia y trabajaron diligentemente en secreto. Así se preservó la verdadera fe.
Antes de los días de Hus había en Bohemia hombres que condenaban la corrupción de la iglesia. Pero el clero comenzó a temer, y la persecución se inició contra el evangelio. Después de un tiempo se decretó que todos los que se apartaran del culto romano fueran quemados. Pero los cristianos tenían la esperanza de que su causa triunfaría. Uno declaró cuando murió: “Se levantará uno de entre la gente común, sin espada ni autoridad, y contra él no podrán prevalecer”.15 Ya había uno que estaba levantándose, cuyo testimonio contra Roma conmovería a las naciones.
Juan Hus había nacido en un hogar humilde y quedado huérfano a temprana edad por la muerte de su padre. Su piadosa madre, considerando que la educación y el temor de Dios eran las posesiones más valiosas, trató de proveerle esta herencia a su hijo. Hus estudió en la escuela provincial, y luego, por caridad, fue admitido en la Universidad de Praga.
En la universidad, Hus pronto se distinguió por sus rápidos progresos. Su conducta bondadosa y amable hizo que todos lo apreciaran. Era un creyente sincero de la Iglesia Romana y un fervoroso buscador de las bendiciones espirituales que ella afirmaba otorgar. Después de completar su curso en el colegio, entró en el sacerdocio. Se destacó rápidamente, y pronto llegó a formar parte de la corte del rey. Fue nombrado profesor y luego rector de la universidad. El humilde alumno que fuera admitido por caridad había llegado a ser el orgullo de su país, y su nombre era famoso en toda Europa.
Jerónimo, que más tarde llegó a asociarse con Hus, había traído consigo de Inglaterra las Escrituras de Wiclef. La reina de Inglaterra, quien se había convertido a las enseñanzas de Wiclef, era una princesa bohemia. Por medio de su influencia, las obras del reformador circularon ampliamente en su país natal. Hus miraba con buenos ojos las reformas propiciadas. Aunque él no lo sabía, ya había entrado en una senda que lo llevaría muy lejos de Roma.
Dos cuadros impresionan a Hus
Por esta época, dos desconocidos de Inglaterra, hombres de conocimiento, habían recibido la luz y habían venido a difundirla en Praga. Pronto se los quiso silenciar, pero ellos no estaban dispuestos a abandonar su propósito y recurrieron a otros medios. Como eran pintores al mismo tiempo que predicadores, dibujaron dos cuadros en un lugar abierto al público. Uno representaba la entrada de Cristo en Jerusalén, “humilde y montado en un burro” (Mat. 21:5), y seguido por sus discípulos, vestidos con indumentaria gastada por los viajes y descalzos. El otro cuadro representaba una procesión pontificia: el Papa, con ricas vestimentas y una triple corona, montado sobre un caballo magníficamente adornado, precedido por trompetas y seguido por cardenales y prelado en un despliegue deslumbrante.
Las multitudes venían a observar los cuadros. Ninguno podía dejar de extraer la enseñanza. Se produjo gran conmoción en Praga, y los extranjeros vieron que era necesario partir de allí. Pero los cuadros dejaron una profunda impresión en Hus y lo indujeron a un estudio más profundo de la Biblia y de los escritos de Wiclef.
Aunque todavía no estaba preparado para aceptar todas las reformas propiciadas por Wiclef, vio el verdadero carácter del papado, y denunció el orgullo, la ambición y la corrupción del clero.
Praga puesta bajo interdicto
Las noticias llegaron a Roma, y Hus fue citado para presentarse delante del Papa. Obedecer habría significado una muerte segura. El rey y la reina de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y altos funcionarios del gobierno se unieron para pedir al pontífice que se le permitiera a Hus permanecer en Praga y responder mediante un enviado. En lugar de esto, el Papa procedió al juicio y a la condenación de Hus, y declaró que la ciudad de Praga estaba bajo censura eclesiástica.
En aquella época, esta sentencia producía alarma. El pueblo consideraba al Papa como el representante de Dios, que tenía las llaves del cielo y del infierno, y que poseía el poder para invocar juicios. Se creía que hasta que el Papa no quitara el interdicto, los muertos eran excluidos de la morada de los benditos. Todos los servicios religiosos eran suspendidos. Las iglesias se cerraban. Los matrimonios se celebraban simplemente en el patio de las iglesias. Los muertos eran enterrados sin ceremonias en zanjas o en el campo. Praga se llenó de disturbios. Muchos denunciaban a Hus y demandaban que fuera entregado a Roma. Para calmar la tormenta, el reformador se retiró por un tiempo a su aldea nativa. Pero no cesó en sus labores, sino que viajó por el campo predicando a las multitudes ansiosas. Cuando la efervescencia de Praga se apaciguó, Hus regresó para continuar predicando la Palabra de Dios. Sus enemigos eran poderosos, pero la reina y muchos nobles eran sus amigos, y el pueblo, en gran número, estaba con él.
Hus había trabajado solo. Pero ahora Jerónimo se unió a la Reforma. A partir de allí unieron fuerzas, y la muerte no los encontró distanciados. En las cualidades que constituían la verdadera fuerza de carácter, Hus era el mayor. Jerónimo, con verdadera humildad, percibió los valores de Hus y seguía sus consejos. Bajo la dirección de esta unión, la Reforma se extendió rápidamente.
Dios permitió que brillase una luz mayor en la mente de esos hombres escogidos, y les reveló muchos de los errores de Roma, pero no tuvieron aún toda la luz que debía ser dada al mundo. Dios estaba sacando al pueblo de las tinieblas del romanismo, y lo dirigía paso a paso, conforme a la fuerza de ellos. Como la plena gloria del sol del mediodía en el caso de los que han estado por largo tiempo morando en la oscuridad, la luz en su totalidad los habría hecho retroceder. Por lo tanto, Dios la reveló poco a poco, a medida que podía ser soportada por el pueblo.
El cisma en la iglesia continuó. Tres papas ahora peleaban por la supremacía, y esto produjo gran inquietud en la cristiandad. No contentos con lanzarse anatemas entre sí, cada uno trataba de comprar armas y obtener soldados. Para ello, había que tener dinero, y para conseguirlo se ofrecían a la venta oficios y bendiciones por parte de la iglesia (ver el Apéndice).
Con creciente valentía, Hus protestaba enérgicamente contra las abominaciones toleradas en nombre de la religión. El pueblo acusaba abiertamente a Roma como la causa de las miserias que agobiaban al cristianismo.
De nuevo, Praga se vio al borde de un conflicto sangriento. Como en los tiempos pasados, el siervo de Dios fue acusado de estar “creando problemas a Israel” (1 Rey. 18:17). La ciudad de nuevo fue puesta bajo la censura papal, y Hus se retiró otra vez a su aldea nativa. Pero iba a hablar desde un escenario mayor a toda la cristiandad, antes de dar su vida como un testigo de la verdad.
Se reunió un concilio general que debía sesionar en Constanza (al suroeste de Alemania), convocado de acuerdo con el deseo del emperador Segismundo por uno de los tres papas rivales, Juan XXIII. El papa Juan, cuyo carácter y conducta no soportaban la investigación, no se atrevió a oponerse a la voluntad de Segismundo (ver el Apéndice). Los principales objetivos que buscaban era solucionar el cisma de la iglesia y desterrar la “herejía”. Los otros dos antipapas fueron citados para presentarse, y también se requirió la presencia de Juan Hus. Los dos antipapas fueron representados por sus delegados. El papa Juan asistió con mucho recelo, temiendo que se le pidiera cuenta de los vicios con que había corrompido la tiara y de los crímenes por medio de los que la había conseguido. Sin embargo, hizo su aparición en la ciudad de Constanza con gran pompa, asistido por eclesiásticos y una comitiva de cortesanos. Sobre su cabeza había un dosel de oro, sostenido por cuatro de los principales magistrados. Se llevaba delante de él la hostia, y las ricas vestiduras de los cardenales y de los nobles constituían una imponente ostentación.
Mientras tanto, otro viajero se acercaba a Constanza. Hus dejó a sus amigos como quien nunca iría a encontrarse de nuevo con ellos, ya que sentía que su viaje lo conducía a la estaca de la hoguera. Había obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia y otro del emperador Segismundo. Pero hizo todos sus arreglos teniendo en mente la probabilidad de su muerte.
El salvoconducto del rey
En una carta a sus amigos, les decía: “Hermanos míos [...] parto con un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos [...]. Cristo Jesús sufrió por sus muy amados; y por lo tanto, ¿habremos de extrañarnos de que él nos haya dejado su ejemplo? [...] Por lo tanto, amados, si mi muerte debe contribuir a su gloria, oren para que se realice rápidamente, y que él me habilite a soportar todas mis adversidades con perseverancia [...]. Oremos a Dios para que yo no suprima una sola tilde de la verdad del evangelio, con el fin de dejar a mis hermanos un ejemplo excelente para seguir”.16
En otra carta, que escribió a un sacerdote convertido al evangelio, Hus hablaba con humildad de sus propios errores, acusándose a sí mismo “de haber sentido placer al usar ricos ropajes y haber malgastado tiempo en ocupaciones frívolas”. Entonces añadía: “Que la gloria de Dios y la salvación de las almas ocupen tu mente, y no la posesión de beneficios y propiedades. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y, por encima de todo, presta atención al edificio espiritual. Sé piadoso y humilde con los pobres, y no consumas tus recursos en festines”.17
En Constanza, a Hus se le concedió plena libertad. Al salvoconducto del emperador se añadió una promesa personal de protección por parte del Papa. Pero violaron estas repetidas declaraciones, y después de muy corto tiempo el reformador fue arrestado por orden del Papa y los cardenales, y arrojado en un inmundo calabozo. Más tarde, fue transferido a un fuerte castillo que estaba al otro lado del Rin, y allí lo mantuvieron preso. También el Papa fue pronto confinado en la misma cárcel,18 luego de que se comprobara que era culpable de los delitos más indignos, además de asesinatos, simonía, adulterio, y “pecados que no podían ser mencionados”. Pronto fue privado de la tiara. Los antipapas también fueron depuestos, y se eligió un nuevo pontífice.
Aunque el Papa mismo era culpable de crímenes mayores que los que Hus había atribuido a los sacerdotes, el mismo concilio que degradó al pontífice procedió a condenar al reformador. Su encarcelamiento levantó gran indignación en Bohemia. El emperador, poco dispuesto a que se violara su salvoconducto, se opuso a la decisión tomada contra Hus. Pero los enemigos del reformador presentaron argumentos para probarle que “no debía cumplirse la palabra empeñada con herejes, y con personas sospechosas de herejía, aunque se les hubiera provisto de salvoconductos del emperador y los reyes”.19
Debilitado por la enfermedad –el húmedo calabozo le produjo una fiebre que casi terminó con su vida–, Hus fue llevado por fin ante el concilio. Cargado de cadenas, apareció en presencia del emperador, cuya buena fe había sido empeñada para protegerlo. Mantuvo firmemente la verdad y expresó una solemne protesta contra las corrupciones del clero. Cuando se le pidió que eligiera entre retractarse de sus doctrinas o sufrir la muerte por medio del martirio, aceptó esto último.
La gracia de Dios lo sostuvo. Durante las semanas de sufrimiento que precedieron a su sentencia final, la paz del cielo llenó su alma. “Escribo esta carta –le decía a un amigo– en mi prisión, y con mi mano encadenada, esperando que mañana se cumpla mi sentencia de muerte [...]. Cuando, con la ayuda de Cristo Jesús, nos encontremos de nuevo en la paz deliciosa de la vida futura, descubrirás cuán misericordioso se ha mostrado Dios hacia mí, cuán eficazmente me ha sostenido en medio de mis tentaciones y mis pruebas”.20
El triunfo previsto
En su calabozo, Hus previó el triunfo de la fe verdadera. En sueños, vio al Papa y a los obispos desfigurando los cuadros de Cristo que él había pintado en los muros del palacio de Praga. “Esta visión lo perturbó. Pero al día siguiente, volvió a soñar y entonces vio a muchos pintores ocupados en restaurar estos cuadros en mayor número y con colores más brillantes [...]. Los pintores [...] rodeados por una inmensa multitud, exclamaron: ‘Ahora que vengan los papas y los obispos; nunca los volverán a desfigurar’ ”. Dijo el reformador: “La imagen de Cristo nunca será desfigurada. Han querido destruirla, pero será pintada de nuevo en todos los hogares por predicadores mucho mejores que yo”.21
Por última vez, Hus fue llevado ante el concilio, una vasta y brillante asamblea: estaban el emperador, los príncipes de todo el imperio, los diputados reales, cardenales, obispos, sacerdotes y una gran multitud.
Le pidieron que expresara su última decisión, y Hus declaró que se negaba a retractarse. Fijando su mirada en el monarca, que en forma tan vergonzosa había violado la palabra empeñada, declaró: “Determiné, por mi propia y libre voluntad presentarme ante este concilio bajo la pública protección y la fe del emperador aquí presente”.22 El bochorno cubrió la cara de Segismundo mientras los ojos de todos se fijaban en él.
Habiéndose pronunciado la sentencia, comenzó la ceremonia de degradación. De nuevo se lo exhortó a retractarse, pero Hus replicó, volviéndose hacia el pueblo: “¿Con qué cara me presentaría en el cielo?
¿Cómo miraría yo a las multitudes de hombres a quienes he predicado el evangelio puro? No; aprecio más su salvación que este pobre cuerpo, condenado ahora a la muerte”. Le quitaron las ropas sacerdotales una por una, y cada obispo pronunciaba una maldición mientras realizaba su parte de la ceremonia. Finalmente “colocaron sobre su cabeza una gorra de papel en forma piramidal, en la que había pintadas figuras de demonios, y con la palabra ‘archihereje’ bien clara al frente. ‘Muy gozosamente –dijo Hus– usaré esta corona de vergüenza por tu causa, oh Cristo, porque por mí llevaste la corona de espinas’ ”.23
Hus muere en la hoguera
Entonces fue conducido hacia afuera. Una inmensa procesión lo siguió. Cuando todo estaba listo para que el fuego fuera encendido, el mártir, una vez más, fue inducido a salvarse, renunciando a sus errores. “¿A qué errores –dijo Hus– renunciaré? No me reconozco culpable de ninguno. Pongo a Dios por testigo de que todo lo que he escrito y predicado ha sido con el propósito de rescatar a las almas del pecado y la perdición; y, por lo tanto, muy gozosamente confirmaré con mi sangre la verdad que he escrito y predicado”.24
Cuando se encendieron las llamas en torno a él, comenzó a cantar: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí”, y así continuó hasta que su voz fue silenciada para siempre. Un celoso partidario del Papa, describiendo el martirio de Hus, y el de Jerónimo, que fue realizado poco tiempo después, dijo: “Se prepararon para el fuego como si fueran a una fiesta matrimonial. No pronunciaron ningún clamor de agonía. Cuando se elevaban las llamas, comenzaron a cantar himnos; y apenas la furia de la hoguera pudo detener sus cantos”.25
Cuando el cuerpo de Hus había sido consumido, sus cenizas se arrojaron al Rin, y este las llevó al océano para que fueran semillas esparcidas por todos los países de la Tierra. Aun en lugares en aquel tiempo todavía desconocidos, iban a producir abundante fruto en forma de testigos de la verdad. La voz que se oyó en la sala del concilio de Constanza despertaría ecos en todos los siglos venideros. Su ejemplo animaría a multitudes a permanecer firmes frente a la tortura y la muerte. Su ejecución exhibió ante el mundo la maligna crueldad de Roma. ¡Los enemigos de la verdad estaban promoviendo la causa que trataban de destruir!
Sin embargo, la sangre de otro testigo debía hablar de la verdad. Jerónimo había exhortado a Hus a mantener el valor y la firmeza, declarando que si cayera en peligro, él se apresuraría en su ayuda. Al enterarse del apresamiento del reformador, el fiel discípulo se preparó para cumplir con su promesa. Sin un salvoconducto, se puso en marcha hacia Constanza. Al llegar, se convenció de que solamente se había expuesto a sí mismo al peligro sin la posibilidad de hacer nada por Hus. Huyó entonces, pero fue arrestado y traído de vuelta, cargado de cadenas. En su primera aparición ante el concilio, sus intentos de responder fueron apagadas con gritos: “¡A las llamas con él!”26 Fue arrojado en un calabozo y alimentado con pan y agua. Las crueldades que rodearon su prisión le acarrearon enfermedad y amenazaron su vida; pero como sus enemigos temieron que la muerte lo librara de sus manos, lo trataron con menos severidad, aunque permaneció preso durante un año.
Jerónimo se somete al concilio
Como la violación del salvoconducto de Hus había despertado una tormenta de indignación, el concilio determinó que en lugar de quemar a Jerónimo, lo obligarían a retractarse. Se le ofreció la alternativa de retractarse o morir en la estaca. Debilitado por la enfermedad, por los rigores de la prisión y por la tortura de la ansiedad y la incertidumbre, separado de amigos y desmoralizado por la muerte de Hus, la fortaleza de Jerónimo se rindió. Se comprometió a adherir a la fe católica y aceptar la decisión del concilio al condenar a Wiclef y a Hus, exceptuando, sin embargo, las “sagradas verdades”27 que ellos habían enseñado.
Pero en la soledad del calabozo vio claramente lo que había hecho. Pensó en el valor y la fidelidad de Hus y reflexionó en su propio abandono de la verdad. Pensó en el Maestro divino, que por su causa había soportado la cruz. Antes que se retractara, había hallado consuelo en la seguridad del favor de Dios, aun en medio del sufrimiento, pero ahora el remordimiento y la duda torturaban su alma. Sabía que debía retractarse de otras cosas antes que pudiera estar en paz con Roma. El camino en el que estaba entrando podía terminar solamente en la apostasía total.
Jerónimo se arrepiente y cobra nuevo valor
Pronto, fue llevado de nuevo ante el concilio. Su sumisión no había satisfecho a los jueces. Jerónimo podía preservar su vida únicamente renegando de la verdad sin reserva alguna. Pero ya había determinado confesar su fe y seguir a su hermano mártir hasta las llamas.
Renunció a su primera retractación, y estando a punto de morir, solemnemente exigió la oportunidad de hacer su defensa. Los prelados insistieron que él sencillamente afirmara o negara los cargos hechos contra él. Jerónimo protestó contra una injusticia tan cruel. “Me han mantenido en silencio durante 340 días en una terrible prisión –dijo él–; ahora me traen delante de ustedes, y prestan atención a mis mortales enemigos mientras se niegan a escucharme [...]. No falten a la justicia. En cuanto a mí, soy solamente un pobre mortal; mi vida es solo de poca importancia, y cuando los exhorto a no proceder a una injusta sentencia, hablo menos en mi favor que en el de ustedes”.28
Por fin se le concedió su pedido. En la presencia de sus jueces, Jerónimo se arrodilló y oró para que el Espíritu divino dominara sus pensamientos, con el fin de no hablar nada en contra de la verdad o que fuera indigno de su Maestro. Para él, ese día se cumplió la promesa: “Pero, cuando los arresten, no se preocupen por lo que van a decir o cómo van a decirlo. En ese momento se les dará lo que han de decir, porque no serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre hablará por medio de ustedes” (Mat. 10:19, 20).
Por un año entero, Jerónimo había estado en un calabozo, sin poder leer o siquiera mirar. Sin embargo, sus argumentos fueron presentados con mucha claridad y poder, como si no hubiera sido perturbado por la imposibilidad de estudiar. Señaló a sus oyentes la larga línea de santos hombres condenados por jueces injustos. En casi cada generación, los que trataban de elevar al pueblo de su época habían sido despreciados. Cristo mismo fue condenado como un malhechor en un tribunal injusto.
Jerónimo ahora declaró su arrepentimiento y presentó un testimonio de la inocencia y la santidad del mártir Hus. “Lo conocí desde la niñez –dijo él–. Era un hombre excelente, justo y santo; fue condenado pese a su inocencia [...]. Yo estoy listo a morir. No me retractaré ante los tormentos que están preparados para mí por mis enemigos y falsos testigos, que algún día tendrán que rendir cuenta de sus imposturas ante el gran Dios, a quien nadie puede engañar”. Jerónimo continuó: “De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tan tremendamente sobre mí y me causa tan agudo remordimiento como el que cometí en este lugar fatal cuando aprobé la infame sentencia pronunciada contra Wiclef, y contra el santo mártir, Juan Hus, mi maestro y mi amigo. ¡Sí! Lo confieso de todo corazón, y declaro con horror que desgraciadamente me desconcerté cuando, aterrorizado por la muerte, condené su doctrina. Por lo tanto, suplico [...] al Dios Omnipotente se digne perdonarme mis pecados, y en particular este, el más monstruoso de todos”.
Señalando a sus jueces, dijo firmemente: “Condenaron a Wiclef y a Juan Hus. Las cosas que ellos han afirmado, y que son irrefutables, yo también las pienso y las declaro, igual que ellos”.
Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de rabia, clamaron: “¿Qué necesidad hay de mayor prueba? ¡Hemos contemplado con nuestros propios ojos al más obstinado de los herejes!”
Inmóvil frente a la tempestad, Jerónimo exclamó: “¡Qué! ¿Suponen que le tengo miedo a la muerte? Me han mantenido un año entero en un terrible calabozo más horrible que la muerte misma. [...] No puedo expresar mi asombro hacia una barbarie tan grande contra un cristiano”.29
Se lo entrega a la prisión y a la muerte
De nuevo rugió la tormenta de rabia, y Jerónimo fue arrastrado hacia la prisión. Sin embargo, había algunos que fueron profundamente impresionados por él y desearon salvarle la vida. Fue visitado por dignatarios y se le aconsejó que se sometiera al concilio. Se le presentaron brillantes perspectivas como recompensa si lo hacía.
“–Pruébenme por las Sagradas Escrituras que estoy en error –dijo él–, y me retractaré”.
“–¡Las Sagradas Escrituras! –exclamó uno de los que lo tentaban–, ¿ha de juzgarse entonces todo por ellas? ¿Quién puede entenderlas antes que la iglesia las interprete?”
“–¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?”, replicó Jerónimo.
“–¡Hereje! –fue la respuesta–, me arrepiento de haberte defendido tanto tiempo. Veo que estás dominado por el diablo”.30
Antes de mucho fue conducido al mismo lugar en el que Hus había dado su vida. Fue cantando por el camino, mientras su rostro brillaba con gozo y paz. Ya no estaba aterrorizado por la muerte. Cuando el verdugo, a punto de prender la hoguera, se le acercó por detrás, el mártir exclamó: “Aplica el fuego delante de mi cara. Si tuviera miedo, no estaría aquí”.
Sus últimas palabras fueron una oración: “Señor, Dios Todopoderoso, ten piedad de mí, y perdóname mis pecados; pues tú sabes que siempre he amado tu verdad”.31 Las cenizas del mártir se juntaron, y como las de Hus, fueron arrojadas al Rin. Así perecieron los fieles portadores de la luz de Dios.
La ejecución de Hus encendió llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera declaró que él había sido un fiel maestro de la verdad. Se acusó al concilio de crimen. Sus doctrinas atrajeron más atención que al principio, y muchos fueron inducidos a aceptar la fe reformada. El Papa y el emperador se unieron para aplastar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador. Ziska, uno de los generales más capaces de su época, fue el dirigente de los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios, ese pueblo hizo frente a los ejércitos más poderosos que pudieran traer contra ellos. Una y otra vez el emperador invadió Bohemia, solo para ser rechazado. Los husitas desafiaban la muerte, y nada podía oponérseles. El valiente Ziska murió, pero su lugar fue ocupado por Procopio, que en cierto sentido era un dirigente aún más capaz que él.
El Papa proclamó una cruzada contra los husitas. Un ejército inmenso se precipitó contra Bohemia, solamente para sufrir una terrible derrota. Se proclamó otra cruzada. En todos los países papales de Europa se reclutaban hombres y se reunió dinero y municiones de guerra. Multitudes acudieron a defender el estandarte papal.
El vasto ejército penetró en Bohemia. El pueblo se reunió para rechazarlo. Los dos ejércitos se acercaron mutuamente hasta que solamente un río los dividía. “Los cruzados constituían una fuerza muy superior, pero en lugar de lanzarse a pasar el río para entablar la batalla contra los husitas, a quienes habían venido a hacer frente desde tan lejos, se mantuvieron en su lugar observando en silencio a los guerreros”.32
Repentinamente, un terror misterioso cayó sobre ese ejército. Sin dar un solo golpe, esa tremenda fuerza se disolvió y se esparció como empujada por un poder invisible. El ejército husita persiguió a los fugitivos, y un inmenso botín cayó en manos de los vencedores. La guerra, en lugar de empobrecer, enriqueció a los bohemios.
Pocos años más tarde, bajo un nuevo Papa, se emprendió aun otra cruzada. Otra vez un ejército enorme entró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron, atrayendo a los invasores más al interior del país, e induciéndolos a creer que ya habían ganado la victoria.
Por fin el ejército de Procopio avanzó para presentarles batalla. Tan pronto como oyeron el son del ejército que se les aproximaba, aun antes que los husitas estuvieran a la vista, de nuevo el pánico se apoderó de los cruzados. Príncipes, generales y soldados rasos arrojaron sus armaduras y huyeron en todas direcciones. La derrota fue completa, y de nuevo un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.
Así fue como por segunda vez un ejército de hombres aguerridos, preparados para la batalla, huyó sin asestar un golpe contra los defensores de una nación pequeña y débil. Los invasores fueron heridos con un terror sobrenatural. El que hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y sus trescientos hombres, de nuevo había extendido su brazo (ver Jue. 7:19-25; Sal. 53:5).
Traicionados por la diplomacia
Los dirigentes papales por fin recurrieron a la diplomacia. Una traición entregó a los bohemios al poder de Roma. Se habían especificado cuatro puntos como condición para la paz con Roma: (1) la predicación libre de la Biblia; (2) el derecho de toda la iglesia a participar tanto del pan como del vino de la comunión y el uso del idioma nativo en el culto divino; (3) la exclusión del clero de todos los cargos seculares y de todo puesto de autoridad; y, (4) en caso de crímenes, la jurisdicción de las cortes civiles sobre el clero y sobre los laicos por igual. Las autoridades papales estuvieron de acuerdo en que los cuatro artículos debían ser aceptados, “pero el derecho de explicarlos [...] debía pertenecer al concilio. En otras palabras, al Papa y al emperador”.33 Roma ganó por falsedad y fraude lo que no había podido ganar por la guerra. Colocando su propia interpretación por encima de los artículos husitas, así como por encima de la Biblia, pudo pervertir el significado para cumplir sus propósitos. Un gran número del pueblo de Bohemia, viendo que sus libertades habían sido traicionadas, no aceptó el convenio. Surgieron disensiones y luchas entre los bohemios mismos. El noble Procopio cayó, y las libertades de Bohemia llegaron a su fin.
De nuevo los ejércitos enemigos invadieron Bohemia, y los que permanecieron fieles al evangelio fueron objeto de una sangrienta persecución. Sin embargo, su firmeza era inconmovible. Aunque obligados a buscar refugio en las cavernas, seguían reuniéndose para leer la Palabra de Dios y unirse en su culto. Por medio de mensajeros enviados secretamente a diferentes países, llegaron a saber que “en medio de las montañas alpinas había una iglesia antigua, que se fundaba en las Escrituras, y que protestaba contra las corrupciones idolátricas de Roma”.34
Con gran gozo, se inició correspondencia con los cristianos valdenses.
Fieles y firmes al evangelio, los bohemios, aun en la noche de su persecución y en la hora más sombría, dirigieron su mirada al horizonte como personas que aguardan la madrugada. 📖
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14 Wylie, lib. 3, cap. 1.
15 Ibíd.
16 Bonnechose, The Reformer Before the Reformation [Los reformadores antes de la Reforma], t. 1, pp. 147, 148.
17 Ibíd., t. 1, pp. 148, 149.
18 Ibíd., t. 1, p. 247.
19 Jacques Lenfant, History of the Council of Constance [Historia del Concilio de Constanza], t. 1, p. 516.
20 Bonnechose, t. 2, p. 67.
21 D’Aubigné, lib. 1, cap. 6.
22 Bonnechose, t. 2, p. 84.
23 Wylie, lib. 3, cap. 7.
24 Ibíd. 25Ibíd.
26 Bonnechose, t. 1, p. 234.
27 Ibíd., t. 2, p. 141.
28 Ibíd., t. 2, pp. 146, 147.
29 Ibíd., t. 2, pp. 151, 152.
30 Wylie, lib. 3, cap. 10.
31 Bonnechose, t. 2, p. 168.
32 Wylie, lib. 3, cap. 17.
33 Ibíd., lib. 3, cap. 18.
34 Ibíd., lib. 3, cap. 19.
Los Rescatados | Capítulo 7
En la encrucijada de los caminos
Martín Lutero sobresale claramente de entre los héroes que fueron llamados a conducir la iglesia desde la oscuridad del papismo hacia la luz de una fe pura. Sin conocer ningún otro temor más que el temor de Dios, y no aceptando ningún fundamento para la fe fuera de las Sagradas Escrituras, Lutero fue el hombre de su tiempo.
Pasó sus primeros años en el humilde hogar de un campesino alemán. Su padre quería que fuera abogado, pero Dios se proponía hacer de él un constructor del gran templo que se estaba levantando lentamente a través de los siglos. Las durezas de la vida, las privaciones y la severa disciplina fueron la escuela en la que la infinita Sabiduría preparó a Lutero para la misión de su vida.
El padre de Lutero era un hombre de mente activa. Su sentido común lo llevó a considerar el sistema monástico con desconfianza. Quedó muy disconforme cuando Lutero, sin su consentimiento, entró en el monasterio. Pasaron dos años antes que el padre se reconciliara con su hijo, y aun entonces sus opiniones seguían siendo las mismas.
Los padres de Lutero trataron de instruir a sus hijos en el conocimiento de Dios. Sus esfuerzos, fervientes y perseverantes, tendían a preparar a sus hijos para una vida de utilidad. A veces demostraron excesiva severidad, pero el reformador mismo halló en la disciplina de ellos más cosas dignas de aprobación que de condenación.
En la escuela, Lutero fue tratado con dureza y aun con violencia. A menudo sufrió hambre. Las ideas religiosas que entonces prevalecían, lóbregas y supersticiosas, lo llenaban de temor. Solía ir a la cama con el corazón lleno de pesar, con un constante terror ante el pensamiento de que Dios era un tirano cruel, antes que un Padre celestial bondadoso. Cuando entró en la Universidad de Erfurt, las perspectivas para su vida eran más favorables que en sus años más jóvenes. Sus padres, mediante el trabajo y la laboriosidad, habían adquirido una posición desahogada, y podían prestarle toda la ayuda necesaria. Además, amigos juiciosos aminoraron los efectos sombríos de su educación anterior. Con influencias favorables, su mente se desarrolló rápidamente. Una aplicación incansable lo colocó muy pronto entre los más destacados de sus compañeros.
Lutero no dejaba de empezar todos los días con oración, y su corazón respiraba continuamente una petición por la dirección divina. “Orar bien – decía a menudo– es la mejor mitad del estudio”.35
Un día, en la biblioteca de la universidad, descubrió una Biblia latina, libro que jamás había visto. Había oído porciones de los evangelios y de las epístolas, que él creía constituían la totalidad de la Biblia. Ahora, por primera vez, contemplaba la totalidad de la Palabra de Dios. Con reverencia y admiración, recorría las sagradas páginas y leía por sí mismo las palabras de vida, deteniéndose para exclamar: “¡Ojalá que Dios me concediera poseer este libro!”36 Los ángeles se sentaban a su lado. Rayos de luz de Dios revelaron tesoros de verdad a su entendimiento. La profunda convicción de su condición de pecador lo dominó como nunca antes.
La búsqueda de la paz
El deseo de reconciliarse con Dios lo llevó a dedicarse a la vida monástica. En ella se le pidió que realizara los trabajos más humildes y que pidiera limosna de puerta en puerta. Pacientemente soportó esta humillación, creyendo que era necesaria a causa de sus pecados.
Privándose del sueño y aun del tiempo dedicado a sus escasas comidas, se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado un ejemplar encadenado al muro del convento, y allí recurría a menudo.
Llevaba una vida muy rigurosa, tratando, mediante el ayuno, las vigilias y los azotes, de dominar los males de su naturaleza. Más tarde, dijo: “Si alguna vez un monje pudiera obtener el cielo por sus obras monásticas, yo ciertamente tendría derecho a ello. [...] Si hubiera continuado mucho tiempo más, mis mortificaciones me habrían llevado aun hasta la muerte”.37 Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma cargada no encontró alivio. Finalmente, llegó al límite de la desesperación.
Cuando parecía que todo estaba perdido, Dios le dio un amigo. Staupitz ayudó a Lutero a comprender la Palabra de Dios, y le pidió que dejara de mirarse a sí mismo y fijara la vista en Jesús. “En vez de torturarte debido a tus pecados, arrójate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte. [...] El Hijo de Dios [...] se hizo hombre para darte la seguridad del favor divino. [...] Ama al que te amó primero”.38 Sus palabras dejaron una profunda impresión en la mente de Lutero. Su alma afligida se vio inundada de paz.
Luego de ser ordenado como sacerdote, Lutero fue llamado a ejercer un profesorado en la Universidad de Wittenberg. Comenzó algunas conferencias sobre los salmos, los evangelios y las epístolas, que fueron escuchadas por multitudes y causaron deleite entre sus oyentes. Staupitz, su superior, lo instó a ocupar el púlpito y predicar. Pero Lutero se creía indigno de hablar al pueblo en el nombre de Cristo. Fue solo después de una larga lucha que accedió a los pedidos de sus amigos. Era poderoso en las Escrituras, y la gracia de Dios descansaba sobre él. La claridad y el poder con los que presentaba la verdad convencían a sus oyentes, y su fervor conmovía los corazones.
Lutero, que todavía era un hijo sincero de la iglesia papal, nunca tuvo el pensamiento de que alguna vez él podría abandonar la iglesia. Inducido a visitar Roma, realizó su viaje a pie, alojándose en los monasterios del camino. Se llenaba de admiración ante la magnificencia y el lujo que presenciaba. Los monjes vivían en departamentos espléndidos, se vestían con ropajes costosos y participaban de festines en torno a mesas suntuosas. La mente de Lutero se llenaba cada vez más de perplejidad. Por fin contempló a lo lejos la ciudad de las siete colinas. Se postró sobre la tierra, exclamando: “¡Roma santa, yo te saludo!”39 Visitó las iglesias, escuchó las historias maravillosas repetidas por sacerdotes y monjes, y realizó todas las ceremonias requeridas. Pero por todas partes observaba escenas que lo llenaban de asombro: la iniquidad que reinaba entre el clero y las bromas indecentes de los prelados. Se llenó de horror por la profanidad de estos incluso durante la misa. Halló desenfreno y libertinaje. “Nadie puede imaginar –escribió– qué pecados y qué acciones infames se cometen en Roma [...]. Tienen el hábito de decir: ‘Si hay un infierno, Roma está edificada sobre él’ ”.40
La verdad acerca de la escalera de Pilato
Se había prometido una indulgencia por parte del Papa para todos los que subieran de rodillas la “escalera de Pilato”, que se decía había sido milagrosamente transportada desde Jerusalén hasta Roma. Lutero estaba un día ascendiendo sus escalones, cuando le pareció oír una voz atronadora que decía: “El justo vivirá por la fe” (Rom. 1:17). Se puso en pie con vergüenza y horror. Comenzó entonces a ver más claramente que nunca antes la falsedad de confiar en las obras humanas para la salvación. Apartó su mirada de Roma. Desde ese momento, la separación fue aumentando, hasta que se cortó toda conexión con la iglesia papal.
Después de regresar de Roma, Lutero recibió el grado de doctor en Teología. Ahora se hallaba en libertad para dedicarse al estudio de las Escrituras, a las que tanto amaba. Había formulado un voto solemne de predicar con fidelidad la Palabra de Dios, y no la doctrina de los papas. No era ya sencillamente el monje, sino el mensajero autorizado de la Biblia, llamado como un pastor para alimentar el rebaño de Dios que estaba pasando hambre y sed de la verdad. Declaró finalmente que los cristianos no deben recibir otras doctrinas que aquellas que están basadas en la autoridad de las Sagradas Escrituras.
Multitudes ansiosas estaban pendientes de sus palabras. Las buenas noticias del amor del Salvador y la seguridad del perdón y de la paz por medio de su sangre expiatoria regocijaban sus corazones. En Wittenberg se prendió una luz cuyos rayos irían a aumentar en brillo hasta el fin del tiempo. Pero entre la verdad y el error existe un conflicto. Nuestro Salvador mismo declaró: “No vine a traer paz, sino espada” (Mat. 10:34). Dijo Lutero, unos pocos años después de iniciada la Reforma: “Dios [...] me empuja y me obliga [...]. Deseo vivir tranquilo; pero me veo lanzado en medio de tumultos y revoluciones”.41
Indulgencias para la venta
La Iglesia Romana hacía un comercio de la gracia de Dios. Bajo el pretexto de reunir fondos para la construcción de la iglesia de San Pedro en Roma, con autorización del Papa se ofrecían en venta indulgencias por el pecado. Se iba a edificar un templo para el culto de Dios con el precio de crímenes. Fue esto lo que despertó a los más capaces enemigos del papado y los indujo a librar la batalla que conmovió el trono papal y la triple corona de la cabeza del pontífice.
Tetzel, el funcionario designado para conducir la venta de indulgencias en Alemania, había sido condenado por delitos graves contra la sociedad y la ley de Dios, pero fue empleado para promover los proyectos mercenarios del Papa en Alemania. Este representante papal repetía falsedades deslumbrantes y cuentos maravillosos para engañar a un pueblo ignorante y supersticioso. Si la gente hubiera tenido la Palabra de Dios, no habría sido engañada, pero la Biblia había sido prohibida.42
Cuando Tetzel entraba en una ciudad, un mensajero iba delante de él anunciando: “La gracia de Dios y del santo padre está a vuestras puertas”.43 La gente daba la bienvenida al farsante blasfemo como si fuera Dios mismo. Tetzel ascendía al púlpito en la iglesia y alababa las indulgencias como el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de sus certificados de perdón, todos los pecados que el comprador quisiera cometer después, le serían perdonados, y que “ni siquiera era necesario el arrepentimiento”.44 Aseguraba a sus oyentes que sus indulgencias tenían poder para salvar a los muertos; en el preciso instante en que el dinero llegara al fondo de su cofre, el alma en cuyo beneficio ese dinero había sido pagado escaparía del Purgatorio camino al cielo.45
El oro y la plata fluyeron a la tesorería de Tetzel. Se podía obtener una salvación comprada con dinero más fácilmente que la que requería arrepentimiento, fe y esfuerzo diligente para resistir y vencer el pecado (ver el Apéndice).
Lutero se llenó de horror. Mucha gente que pertenecía a su propia congregación había comprado certificados de perdón. Estas personas pronto empezaron a venir a su pastor, confesando pecados y esperando absolución, no porque estuvieran arrepentidos y anhelaran reformarse, sino confiando en la indulgencia. Lutero rehusaba absolverlos, y los amonestaba a que, a menos que se arrepintieran y se reformaran, perecerían en sus pecados.
Esta gente volvía a Tetzel con la queja de que su confesor había rechazado sus certificados, y algunos valientemente exigían la devolución de su dinero. Lleno de ira, el fraile expidió terribles maldiciones, hizo que se prendieran hogueras en las plazas públicas, y declaró que él “había recibido una orden del Papa de quemar a todos los herejes que tuvieran la presunción de oponerse a sus santísimas indulgencias”.46
Comienza la obra de Lutero
La voz de Lutero se oía en solemnes advertencias desde el púlpito. Presentaba delante del pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñaba que es imposible que el hombre, por sus propias obras, disminuya su culpa o escape al castigo. Nada sino el arrepentimiento para con Dios y la fe en Cristo pueden salvar al pecador. La gracia de Cristo no puede comprarse; es un don gratuito. Aconsejaba al pueblo a no comprar indulgencias, sino a mirar con fe al Redentor crucificado. Relataba su propia y dolorosa experiencia, y aseguraba a sus oyentes que fue por la fe en Cristo como él había encontrado la paz y el gozo.
Mientras Tetzel continuaba sus impías pretensiones, Lutero resolvió efectuar una protesta más eficaz. El castillo de la iglesia de Wittenberg poseía reliquias que, en ciertos días santos, eran exhibidas al pueblo. Se concedía plena remisión de pecados a todos los que visitaban entonces la iglesia y se confesaban. Se acercaba una de las más importantes de estas ocasiones, la Fiesta de Todos los Santos. Lutero, uniéndose a las multitudes que se dirigían a la iglesia, clavó en sus portales 95 declaraciones contra la doctrina de las indulgencias.
Estas tesis atrajeron una atención universal. Se leían y se repetían por todas partes. Se creó un gran alboroto en toda la ciudad. Mediante estas proposiciones, se demostraba que el poder de otorgar el perdón del pecado y de anular su penalidad nunca había sido encomendado al Papa ni a ningún hombre. Se mostraba claramente que la gracia de Dios se concede gratuitamente a todos los que lo buscan por medio del arrepentimiento y la fe. Los puntos escritos por Lutero se esparcieron por toda Alemania, y después de unas pocas semanas se divulgaron por toda Europa. Muchos devotos romanistas leían estas declaraciones con gozo, reconociendo en ellas la voz de Dios. Sentían que el Señor había extendido su mano para detener la ola creciente de corrupción que partía desde Roma. Príncipes y magistrados se regocijaban secretamente de que se pusiera límites al poder arrogante que negaba cualquier apelación de sus decisiones.
Los eclesiásticos astutos, viendo sus ganancias en peligro, se enfurecieron. El reformador tenía que hacer frente a terribles acusadores. “¿Quién no sabe –respondía él– que un hombre rara vez presenta alguna idea nueva sin […] ser acusado de suscitar problemas? [...] ¿Por qué Cristo y todos los mártires encontraron la muerte? Porque [...] presentaron novedades sin haber aceptado humildemente primero el consejo de los representantes de las opiniones antiguas”.47
Los reproches de los enemigos de Lutero, la deformación que realizaron de sus propósitos y las observaciones maliciosas que hicieron de su carácter lo abrumaron como un diluvio. Él había esperado con confianza que los dirigentes se unieran alegremente con él en la reforma. Había previsto con anticipación una época más brillante que amanecería para la iglesia.
Pero el ánimo se cambió en ofensa. Muchos dignatarios de la Iglesia y del Estado pronto se dieron cuenta de que la aceptación de estas verdades prácticamente minaría la autoridad de Roma, detendría millares de conductos que ahora fluían hacia la tesorería y así restringiría el lujo de los dirigentes papales. Enseñar al pueblo a fijar su mirada solo en Cristo para la salvación, derrocaría el trono del pontífice y finalmente destruiría la propia autoridad de ellos. De manera que se aliaron mutuamente contra Cristo y la verdad, y se opusieron al hombre que el Señor había enviado para iluminarlos.
Lutero temblaba cuando se contemplaba a sí mismo: un hombre opuesto a los poderes tremendos de la tierra. “¿Quién era yo –escribe– para oponerme a la majestad del Papa, ante quien [...] los reyes de la tierra y todo el mundo tiemblan? [...] Nadie sabe cuánto sufrió mi corazón durante esos primeros dos años y a qué profundidad caí en mi desaliento e incluso desesperación”.48 Pero cuando el apoyo humano fallaba, el reformador ponía su mirada solamente en Dios. Podía descansar con seguridad en el brazo todopoderoso.
A un amigo, Lutero le escribía: “Tu primer deber es comenzar con oración. [...] No esperes nada de tus propios trabajos, de tu propia comprensión; confía solamente en Dios, y en la influencia de su Espíritu”.49 Esta es una lección de importancia para los que sienten que Dios los ha llamado a presentar ante los demás las solemnes verdades para este tiempo. En el conflicto con los poderes del mal, se necesita algo más que el intelecto y la sabiduría humanos.
Lutero recurría solamente a la Biblia
Cuando los enemigos aludían a las costumbres de la tradición, Lutero les hacía frente solamente con la Biblia, y sus argumentos no podían ser contestados. De los sermones y los escritos de Lutero irradiaban rayos de luz que despertaban e iluminaban a miles de personas. La Palabra de Dios era como una espada de doble filo que se abría camino a los corazones de la gente. Los ojos del pueblo, por tan largo tiempo dirigidos a los ritos humanos y a los mediadores terrenales, ahora se fijaban con fe en el Cristo crucificado. Este interés general despertó los temores de las autoridades papales. Lutero recibió la orden de presentarse en Roma. Sus amigos conocían bien el peligro que lo amenazaba en esa corrupta ciudad, ya ebria con la sangre de los mártires de Jesús. Ellos pidieron que fuera examinado en Alemania.
Esto fue lo que se hizo, y el Papa nombró un enviado para considerar el caso. Pero en las instrucciones dirigidas a ese funcionario se hacía constar que Lutero ya había sido declarado hereje. Por lo tanto, el enviado debía “perseguir y obligar sin demora alguna”. Recibió poder “para condenarlo en cualquier parte de Alemania; para prohibir, maldecir y excomulgar a todos los que lo siguieran”, y para excomulgar a todos los que, cualquiera fuera la dignidad que tuvieran en la Iglesia o el Estado, dejaran de detener a Lutero y a sus adherentes y entregarlos a la venganza de Roma, excepto al emperador.50
No había ni siquiera un rastro de principios cristianos o aun de justicia común en este documento. Lutero no había tenido ninguna oportunidad de explicar o de defender su posición; sin embargo, había sido declarado hereje, y en el mismo día exhortado, acusado, juzgado y condenado.
Cuando Lutero necesitaba tanto el consejo de un verdadero amigo, Dios le mandó a Melanchton a Wittenberg. El buen juicio de Melanchton, combinado con la pureza y la rectitud de su carácter, le ganaron universal admiración. Pronto llegó a ser el amigo de mayor confianza de Lutero: la bondad, la precaución y la exactitud de Melanchton eran un complemento del valor y la energía de Lutero.
Se estableció la ciudad de Augsburgo como lugar del juicio, y el reformador partió a pie para ese lugar. Se lanzaron amenazas de que sería asesinado por el camino, y sus amigos le rogaron que no se aventurara. Pero su respuesta fue: “Soy como Jeremías, un hombre de lucha y de contención; pero cuanto más aumentan las amenazas de ellos, más se multiplica mi gozo [...]. Ellos ya han destruido mi honor y mi reputación. [...] En cuanto a mi alma, no la pueden tomar. El que desea proclamar la Palabra de Cristo al mundo debe esperar la muerte a cada momento”.51
Las noticias de la llegada de Lutero a Augsburgo le produjeron gran satisfacción al enviado papal. El fastidioso hereje que atraía la atención del mundo parecía estar ahora en poder de Roma; no debía escapar. El enviado intentaría forzar a Lutero a retractarse, o en caso contrario, hacer que lo trasladaran a Roma, para seguir la suerte de Hus y Jerónimo. Por lo tanto, por medio de sus agentes, trató de convencer a Lutero para que viniera sin un salvoconducto, confiando únicamente en su misericordia. Pero él no apareció ante el embajador papal hasta que hubo recibido el documento en que el emperador comprometía su protección.
En principio, los romanistas decidieron atraer a Lutero con una apariencia de bondad. El enviado profesó gran amistad, pero exigió que Lutero se sometiera completamente a la iglesia y cediera en todo punto sin argumento ni cuestión. Lutero, en respuesta, expresó su consideración por la iglesia y su deseo de la verdad, su disposición a responder a todas las objeciones a lo que él había enseñado, y de someter sus doctrinas a la decisión de las universidades principales. Pero protestó contra la conducta del cardenal al exigirle que se retractara sin antes haber probado que él estaba en error.
La única respuesta fue: “¡Retráctate, retráctate!” El reformador mostró que su posición estaba sostenida por las Escrituras. No podía renunciar a la verdad. El enviado, incapaz de contestar los argumentos de Lutero, lo agobió con una tormenta de reproches, burlas, elogios, citas de la tradición y dichos de los padres, sin concederle al reformador ninguna oportunidad de hablar. Lutero finalmente obtuvo, a duras penas, permiso para presentar su respuesta por escrito.
Dijo, escribiéndole a un amigo: “Lo que está escrito puede ser sometido al juicio de otros; y segundo, uno tiene una mejor oportunidad de trabajar en los temores, si no en la conciencia, de un déspota arrogante y balbuceante, que de otro modo dominaría por su lenguaje imperioso”.52
En la siguiente entrevista, Lutero presentó una exposición clara, concisa y vigorosa de sus puntos de vista, sostenidos por las Escrituras. Después de leer en voz alta este documento, se lo extendió al cardenal, quien lo arrojó orgullosamente a un lado, declarando que era un conjunto de palabras necias y de citas sin importancia. Lutero ahora hizo frente al orgulloso prelado en su propio terreno –las tradiciones y la enseñanza de la iglesia– y contradijo totalmente sus aseveraciones.
El prelado perdió por completo el dominio propio, y en un arranque de ira, gritó: “¡Retráctate, o te enviaré a Roma!”. Y finalmente declaró en tono soberbio y airado: “Retráctate, o no vuelvas más”.53
El reformador se retiró rápidamente junto con sus amigos, manifestando claramente de esta manera que no debía esperarse ninguna retractación de su parte. Esto no era lo que el cardenal se había propuesto. Ahora, quedando solo con sus partidarios, miró a uno y otro, desconsolado por el inesperado fracaso de sus planes.
La gran asamblea reunida tuvo oportunidad de comparar a los dos hombres, y cada uno tuvo ocasión de juzgar por sí mismo el espíritu manifestado por ambos, así como la fuerza y la verdad de sus respectivas posiciones. El reformador, sencillo, humilde, firme, con la verdad de su lado; el representante papal, atribuyéndose importancia, intolerante, irrazonable, sin un solo argumento de las Escrituras, y sin embargo gritó con vehemencia: “¡Retráctate, o serás enviado a Roma!”
Huida de Augsburgo
Los amigos de Lutero lo instaron a que, como era inútil para él permanecer allí, debía regresar a Wittenberg sin demora alguna, y tener el mayor cuidado. De acuerdo con este consejo salió de Augsburgo a caballo antes del amanecer, acompañado solamente por un guía proporcionado por el magistrado. Secretamente recorrió las calles oscuras de la ciudad. Enemigos alertas y crueles estaban planeando su destrucción. Aquellos eran momentos de ansiedad y ferviente oración. Llegó a una pequeña puerta en el muro de la ciudad, que se abrió ante su presencia, y junto con su guía pasó por ella. Antes que el enviado se enterara de la partida de Lutero, ya estaba fuera del alcance de sus perseguidores.
Al conocer las noticias de la huida de Lutero, el enviado se llenó de sorpresa y de enojo, pues había esperado recibir gran honor por su firmeza al tratar con este perturbador de la iglesia. En una carta dirigida a Federico, el elector de Sajonia, denunció amargamente a Lutero, y demandó que Federico enviara al reformador a Roma o lo desterrara de Sajonia.
El elector tenía hasta ese momento poco conocimiento de las doctrinas de la Reforma, pero estaba profundamente impresionado por la fuerza y la claridad de las palabras de Lutero. Hasta que no se probara que el reformador estaba en error, Federico resolvió permanecer a su lado como protector. En respuesta al enviado, escribió: “Puesto que el Dr. Martín ha aparecido ante su presencia en Augsburgo, debe estar satisfecho. Nosotros no esperábamos que se esforzara por hacerlo retractar sin haberlo convencido de sus errores. Ninguno de los sabios de nuestro principado me ha informado que la doctrina de Martín es impía, anticristiana o herética”.54 El elector vio que era necesaria una obra de reforma, y secretamente se regocijó de que se hiciera sentir en la iglesia una influencia mejor.
Había pasado solamente un año desde que el reformador clavara sus tesis en la iglesia del castillo; sin embargo, sus escritos ya habían encendido por doquiera un nuevo interés en las Sagradas Escrituras. No solamente de todas partes de Alemania, sino también de otros países, llegaban estudiantes a la universidad donde él enseñaba. Los jóvenes que llegaban por primera vez a la ciudad de Wittenberg “elevaban sus manos al cielo, y alababan a Dios por haber hecho que la luz brillara en esa ciudad”.55
Lutero por entonces estaba solo parcialmente convertido de los errores del romanismo, pero escribió: “Estoy leyendo los escritos de los pontífices, y [...] no sé si el Papa es el anticristo mismo, o su apóstol. De esta manera es Cristo mal representado y crucificado en ellos”.56
Roma llegó a enardecerse más y más por los ataques de Lutero. Opositores fanáticos, aun doctores de las universidades católicas, declararon que el que matara al monje estaría sin pecado. Pero Dios era su defensa. Sus doctrinas se escucharon por todas partes, “en casa y conventos [...] en los castillos de los nobles, en las universidades y en los palacios de los reyes”.57
Por ese tiempo Lutero halló que la gran verdad de la justificación por la fe había sido proclamada por el reformador bohemio Hus. “¡Todos nosotros – dijo Lutero–, Pablo, Agustín y yo mismo hemos sido husitas sin saberlo! [...]
¡Dios le pedirá cuentas al mundo, porque la verdad fue predicada [...] hace un siglo, y la quemaron!”58
Lutero escribió lo siguiente acerca de las universidades: “Mucho me temo que las universidades resulten ser los grandes portales del infierno, a menos que ellas trabajen en forma diligente para explicar las Santas Escrituras, y para grabarlas en el corazón de los jóvenes [...]. Toda institución en la que los hombres no estén incesantemente ocupados con la Palabra de Dios llega a corromperse”.59
Este llamamiento circuló por toda Alemania. La nación entera fue conmovida. Los oponentes de Lutero presionaron al pueblo a tomar medidas decisivas contra él. Se decretó que sus doctrinas debían ser inmediatamente consideradas. El reformador y sus seguidores, si no se retractaban, debían ser todos excomulgados.
Una terrible crisis
Esa resultó ser una terrible crisis para la Reforma. Lutero no dejaba de ver la tempestad que estaba por estallar, pero confió en que Cristo sería su sostén y su escudo. “Lo que está por suceder, no lo sé, ni me importa saberlo [...] ni siquiera una hoja cae sin la voluntad de nuestro Padre. ¡Cuánto más él cuidará de nosotros! Es poca cosa morir por la Palabra, puesto que la Palabra o el Verbo se hizo carne y murió él mismo por nosotros”.60 Cuando la bula papal le llegó a Lutero, dijo: “La desprecio y la ataco como algo impío y falso. [...] Es Cristo mismo el que resulta aquí condenado. Yo siento mayor libertad en mi corazón; porque al fin sé que el Papa es el anticristo, y que su trono es el de Satanás mismo”.61
Sin embargo, el mandato de Roma no dejó de tener efecto. Los débiles y supersticiosos temblaron ante el decreto del Papa, y muchos sintieron que la vida era demasiado cara para ser arriesgada. ¿Estaba por terminar la obra del reformador?
Lutero continuaba manteniéndose intrépido. Con terrible poder aplicó a Roma misma la sentencia de condenación. En la presencia de una multitud de ciudadanos pertenecientes a todos los rangos, Lutero quemó la bula del Papa, diciendo: “Una lucha seria acaba de empezar. Hasta ahora solo he estado jugando con el Papa. Comencé esta obra en el nombre de Dios; ella terminará sin mí, y con su poder [...]. ¿Quién sabe si no es Dios el que me ha llamado y me ha escogido, y si cuando ellos me desprecian, no debieran temer estar despreciando a Dios mismo? [...]
“Dios nunca eligió como profeta al sumo pontífice o algún otro gran personaje; pero, por lo general, eligió a hombres humildes y despreciados, y en una ocasión escogió aun a Amós, un pastor. En todas las edades, los santos han tenido que reprender a los grandes, a los reyes, a los príncipes, a los sacerdotes y a los hombres sabios, bajo peligro de su propia vida. [...] No afirmo ser profeta; pero digo que ellos deberían temer precisamente porque yo estoy solo y porque ellos son muchos. De lo que estoy seguro, es de que la Palabra de Dios está conmigo, y de que no está con ellos”.62
Sin embargo, no fue sino después de una lucha terrible consigo mismo que Lutero decidió separarse finalmente de la iglesia. “¡Oh! ¡Cuánto dolor me ha causado, aunque tengo las Escrituras de mi lado, justificarme en el hecho de que debo tomar una decisión solo en contra del Papa y considerarlo a él como el anticristo! ¡Cuántas veces me he hecho con angustia esa pregunta que con tanta frecuencia está en los labios de los partidarios del Papa: ‘¿Únicamente tú eres sabio? ¿Pueden todos los demás estar equivocados? ¿Qué pasará si al fin eres tú el que está engañado, y el que está induciendo a error a tantas almas, que serán eternamente condenadas?’! Esta fue la lucha que tuve conmigo mismo y con Satanás, hasta que Cristo, por su propia Palabra infalible, fortaleció mi corazón contra estas dudas”.63
Apareció entonces una nueva bula, que declaraba la separación final del reformador de la Iglesia Romana, lo denunciaba como un hombre maldito por el cielo, e incluía en la misma condenación a todos los que recibieran su doctrina.
La oposición es la suerte de todos los que Dios emplea para presentar verdades especialmente aplicadas a su tiempo. Hubo una verdad presente en los días de Lutero; hay una verdad presente para la iglesia hoy. Pero la mayoría de la gente en nuestros días no desea conocer la verdad más que lo que la deseaban los papistas que se oponían a Lutero. Los que presentan la verdad para este tiempo no deben esperar ser recibidos con mayor favor que el que tuvieron los primeros reformadores. El gran conflicto entre la verdad y el error, entre Cristo y Satanás, se intensificará hasta el fin de la historia de este mundo (ver Juan 15:19, 20; Luc. 6:26).📖
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35 D’Aubigné, lib. 2, cap. 2.
36 Ibíd.
37 Ibíd., lib. 2, cap. 3.
38 Ibíd., lib. 2, cap. 4.
39 Ibíd., lib. 2, cap. 6.
40 Ibíd.
41 Ibíd., lib. 5, cap. 2.
42 Ver John C. L. Gieseler, A Compendium of Ecclesiastical History [Un complemento de historia eclesiástica], período 4, sec. 1, párr. 5.
43 D’Aubigné, lib. 3, cap. 1.
44 Ibíd.
45 Ver K. R. Hagenbach, History of the Reformation [Historia de la Reforma], t. 1, p. 96.
46 D’Aubigné, lib. 3, cap. 4.
47 Ibíd., lib. 3, cap. 6.
48 Ibíd.
49 Ibíd., lib. 3, cap. 7.
50 Ibíd., lib. 4, cap. 2.
51 Ibíd., lib. 4, cap. 4.
52 Martyn, The Life and Times of Luther [La vida y los tiempos de Lutero], pp. 271, 272.
53 D’Aubigné, Londres, lib. 4, cap. 8.
54 Ibíd., lib. 4, cap. 10.
55 Ibíd.
56 Ibíd., lib. 5, cap. 1.
57 Ibíd., lib. 6, cap. 2.
58 Wylie, lib. 6, cap. 1.
59 D’Aubigné, lib. 6, cap. 3.
60 D’Aubigné, Walther, 3ª ed., 1840, lib. 6, cap. 9.
61 Ibíd.
62 Ibíd., lib. 6, cap. 10.
63 Martyn, pp. 372, 373.
Los Rescatados | Capítulo 8
Un campeón de la verdad
Un nuevo emperador, Carlos V, ascendió al trono de Alemania. El elector de Sajonia, con quien Carlos tenía una gran deuda por su obtención de la corona, le rogó que no tomara medidas contra Lutero antes de haberle dado la oportunidad de escucharlo. El emperador se hallaba así en una posición de gran incertidumbre y dificultad. Los papistas no estarían satisfechos con nada menos que la muerte de Lutero. El elector había declarado “que el Dr. Lutero debe ser provisto de un salvoconducto, para que pudiera aparecer ante un tribunal de jueces imparciales, sabios y piadosos”.64
La asamblea se reunió en Worms. Por primera vez los príncipes de Alemania habían de encontrarse con su joven monarca en una asamblea. Dignatarios de la Iglesia y del Estado, y embajadores de países extranjeros, todos se reunieron en Worms. Sin embargo el tema que despertaba más profundo interés era el reformador. Carlos V había encargado al elector que trajera consigo a Lutero, asegurando protección y prometiendo una discusión libre de las cuestiones que estaban en disputa. Lutero escribió al elector: “Si el emperador me llama, no tendré ninguna duda de que es el llamado de Dios mismo. Si ellos desean usar violencia contra mí [...] yo coloco el asunto en manos del Señor. [...] Si él no me salva, la vida es de poca importancia. [...] Podéis esperar de mí cualquier cosa... pero no la huida o la retractación. Huir no puedo, y menos retractarme”.65
Cuando circularon las noticias de que Lutero debía aparecer ante la Dieta, se produjo una excitación general. Aleandro, el enviado papal, estaba alarmado e irritable. El analizar un caso en el que el Papa ya había pronunciado la sentencia de condenación podría arrojar dudas sobre la autoridad del pontífice. Además, los argumentos poderosos de ese hombre desviarían a muchos príncipes de su lealtad al Papa. Por eso insistió mucho ante Carlos V en contra de la aparición de Lutero en Worms, e indujo al emperador a ceder.
Aleandro no se sintió satisfecho con esta victoria, y trabajó para obtener la condenación de Lutero, acusando al reformador de “sedición, rebelión, impiedad y blasfemia”. Pero su vehemencia reveló el espíritu que lo dominaba. “Está movido por el odio y la venganza”, era la observación general.66
Con mucha más energía Aleandro urgió al emperador a ejecutar los edictos papales. Vencido por la asedio del enviado, Carlos V le concedió a éste la oportunidad de presentar el caso ante la Dieta. Con recelos, los que habían favorecido al reformador anticipaban el discurso de Aleandro. El elector de Sajonia no estaba presente, pero algunos de sus cancilleres tomaron nota del discurso del emisario.
Lutero, acusado de herejía
Con instrucción y elocuencia, Aleandro se propuso acusar a Lutero como un enemigo de la Iglesia y el Estado. “En los errores de Lutero –declaró él– hay suficiente motivo para condenar a la hoguera a cien mil herejes”.
“¿Qué son todos estos luteranos? Un puñado de insolentes pedagogos, sacerdotes corruptos, monjes inmorales, abogados ignorantes y nobles degradados [...]. ¡Cuán superior a ellos es el partido católico en número, en capacidad y en poder! Un decreto unánime de esta ilustre asamblea iluminará al hombre sencillo, amonestará al imprudente, ayudará a decidir a los dubitativos y dará fuerza a los débiles”.67
Los mismos argumentos todavía se siguen esgrimiendo contra todos los que se atreven a presentar las sencillas enseñanzas de la Palabra de Dios. “¿Quiénes son todos estos predicadores de nueva doctrina? Son ignorantes, pocos en número y pertenecen a la clase más pobre. Sin embargo, pretenden tener la verdad y ser considerados como el pueblo de Dios. Son ignorantes y están engañados. ¡Cuánto más grande en número e influencia es nuestra iglesia!” Estos argumentos no son más concluyentes hoy que lo que fueron en los días del reformador.
Lutero no estaba presente, con las claras y convincentes verdades de la Palabra de Dios, para vencer al campeón papal. Se manifestó una disposición general no solo de condenarlo a él y sus doctrinas, sino, si fuera posible, de desarraigar la herejía. Todo lo que Roma podía decir en su propia defensa había sido dicho. Por lo tanto, el contraste entre la verdad y el error se vería más claramente, porque la lucha ahora se daba públicamente.
En esa oportunidad, el Señor movió a un miembro de la Dieta para hacer una verdadera presentación de los efectos de la tiranía papal. El duque Jorge de Sajonia se puso de pie en esa asamblea de príncipes y especificó con terrible exactitud los engaños y las abominaciones del papado:
“Los abusos [...] claman contra Roma. Se ha abandonado toda vergüenza, y su único objeto es [...] dinero, dinero, dinero [...] de manera que los predicadores que deben enseñar la verdad no expresan sino falsedades, y no solamente son tolerados, sino recompensados, porque cuanto mayores son sus mentiras, mayor es su ganancia. Es de esta fuente corrompida de donde manan las aguas contaminadas. El desarreglo conduce a la avaricia [...]. ¡Ah!, es el escándalo causado por el clero lo que precipita a tantas almas a la condenación eterna. Debe efectuarse una reforma general”.68 El hecho de que el orador era un enemigo declarado de la Reforma dio mayor influencia a sus palabras.
Ángeles de Dios arrojaron rayos de luz sobre las tinieblas del error y abrieron los corazones a la verdad. El poder del Dios de la verdad dominó aun a los adversarios de la Reforma y preparó el camino para la gran obra que estaba por realizarse. La voz de Uno mayor que Lutero había sido oída en esa asamblea.
Se nombró una comisión para que preparara una lista de las opresiones papales que recaían pesadamente sobre el pueblo de Alemania. Se presentó esta lista al emperador, con un pedido de que él tomara medidas para la corrección de esos abusos. Decían los peticionarios: “Tenemos el deber de prevenir la ruina y la deshonra de nuestro pueblo. Por esta razón, muy humildemente, pero con la mayor urgencia, le rogamos que ordene una reforma general, y que se aboque a su realización”.69
Lutero es intimado a comparecer
El concilio ahora exigió que el reformador compareciera ante él. El emperador por fin estuvo de acuerdo, y Lutero fue citado. Con la notificación se expidió un salvoconducto. Un comisionado fue el encargado de llevar estos documentos a Wittenberg, para conducir a Lutero a Worms.
Conociendo el prejuicio y la enemistad que había contra él, los amigos de Lutero temieron que su salvoconducto no fuera respetado. Pero él contestó: “Cristo me dará su Espíritu para vencer a estos ministros del error. Yo los desprecio durante mi vida; triunfaré sobre ellos en mi muerte. En Worms están ocupados en obligarme a retractarme; y ésta será mi retractación: Yo dije anteriormente que el Papa era el vicario de Cristo; ahora declaro que él es el adversario del Señor, el apóstol del diablo”.70
Además del mensajero imperial, tres amigos decidieron acompañar a Lutero. El corazón de Melanchton estaba unido al de Lutero, y él anhelaba seguirlo. Pero sus ruegos le fueron negados. Dijo el reformador: “Si yo no regreso, y mis enemigos me dan muerte, sigue enseñando tú, y mantente firme en favor de la verdad. Trabaja en mi lugar. [...] Si tú sobrevives, mi muerte será de poca importancia”.71
Siniestros pensamientos embargaban los corazones de la gente. Se supo que los escritos de Lutero habían sido condenados en Worms. El enviado, temiendo por la seguridad de Lutero en el concilio, le preguntó si todavía quería continuar su viaje. Él contestó: “Aunque se me ha puesto bajo censura en todas las ciudades, continuaré”.72
En Erfurt, Lutero pasó por las calles que había recorrido a menudo, visitó su celda del convento, pensó en las luchas por las que había pasado y gracias a las que la luz que ahora brillaba en su alma inundaba también a Alemania. Le pidieron que predicara. En realidad, al principio se le había prohibido que lo hiciera, pero luego el heraldo le dio permiso, y Lutero, el fraile que una vez había sido el sirviente del convento, ahora ocupaba el púlpito.
El pueblo escuchó embelezado. El pan de vida había sido servido a las almas hambrientas. Cristo fue elevado delante de ellos por encima de los papas, los enviados, los emperadores y los reyes. Lutero no hizo referencia a su propia situación peligrosa. En Cristo se había perdido de vista a sí mismo. Se escondió detrás del hombre del Calvario, tratando solamente de presentar a Jesús como Redentor del pecador.
El valor de un mártir
Mientras que el reformador continuaba su marcha, una ansiosa multitud lo rodeaba, y voces amigas le advertían acerca de los romanistas. “Ellos te quemarán –le dijo uno–, y reducirán tu cuerpo a cenizas, como hicieron con Juan Hus”. Lutero contestó: “Aunque ellos enciendan un fuego tan grande que alcance desde Worms hasta Wittenberg [...] yo lo atravesaré en el nombre del Señor; compareceré delante de ellos [...] confesando el nombre de Cristo Jesús”.73
Su aproximación a Worms creó una tremenda conmoción. Sus amigos temblaban por su seguridad. Los enemigos temían por la causa de ellos. Por instigación de los papistas, se le pidió alojarse en el castillo de un caballero amigo, donde, según se declaró, todas las dificultades podrían ser amigablemente arregladas. Los amigos describieron los peligros que lo amenazaban. Lutero, sin inmutarse, respondió: “Aunque haya tantos diablos en Worms cuantas tejas hay en los techos, aun así entraré allí”.74
Al llegar a Worms, una vasta multitud acudió a los portales de la ciudad para darle la bienvenida. La emoción era intensa. “Dios era mi defensa”, dijo Lutero al descender de su carruaje. Su llegada sorprendió totalmente a los partidarios del Papa. El emperador citó a sus consejeros. ¿Qué conducta debía seguirse? Un rígido papista declaró: “Hemos hecho largas consultas sobre este asunto. Que su Majestad Imperial se deshaga de este hombre de inmediato. ¿No decidió Segismundo hacer que Juan Hus fuera quemado? No estamos dispuestos ni a dar ni a respetar el salvoconducto de un hereje”. “No–dijo el emperador–, debemos mantener nuestra promesa”.75 Se decidió que el reformador fuera escuchado.
Toda la ciudad estaba ansiosa por ver a este hombre notable. Lutero, cansado del viaje, necesitaba tranquilidad y descanso. Pero había disfrutado solamente unas pocas horas de reposo cuando los nobles, los caballeros, los sacerdotes y los ciudadanos se reunieron y lo rodearon ansiosamente. Entre estos había nobles que habían exigido valientemente del emperador una reforma de los abusos eclesiásticos. Tanto enemigos como amigos vinieron a ver al monje indómito. Su posición era firme y valiente. Su rostro pálido y delicado revelaba una expresión bondadosa y hasta llena de gozo. El profundo fervor de sus palabras trasmitía un poder que aun sus propios enemigos no podían soportar completamente. Algunos se convencieron de que una influencia divina lo acompañaba; otros declararon, como los fariseos que dijeron de Cristo: “Está endemoniado” (Juan 10:20).
Al día siguiente, se nombró a un funcionario imperial para que condujera a Lutero a la sala de audiencias. Todos los pasillos estaban colmados de espectadores ansiosos por observar al monje que se había atrevido a resistir al Papa. Un general anciano, héroe de muchas batallas, le dijo bondadosamente: “Pobre monje, tienes por delante una tarea más difícil que cualquiera de las que yo u otros capitanes hayamos enfrentado en nuestras batallas más sangrientas. Pero si tu causa es justa [...], ¡avanza en el nombre de Dios y no temas nada! Dios no te abandonará”.76
Lutero hace frente al concilio
El emperador ocupó el trono rodeado por los personajes más destacados del imperio. Martín Lutero ahora tenía que responder por su fe. “Esta audiencia era en sí misma una señal de victoria sobre el papado. El Papa había condenado al hombre, que estaba ahora en presencia de un tribunal que, por ese mismo acto, se había constituido por encima del Papa. El Papa había puesto a Lutero bajo entredicho, y lo había privado de toda la sociedad humana; sin embargo, fue citado a comparecer con un lenguaje respetuoso y recibido en la asamblea más majestuosa del mundo [...]. Roma ya estaba descendiendo de su trono, y era la voz de un monje la que había causado su humillación”.77
El humilde reformador parecía abrumado y confuso. Varios príncipes se acercaron a él, y uno susurró en sus oídos: “No temas a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Otro le dijo: “Pero, cuando los arresten, no se preocupen por lo que van a decir o cómo van a decirlo; el Espíritu de su Padre hablará por medio de ustedes” (ver Mat. 10:28, 19, 20).
Un profundo silencio cayó sobre la numerosa asamblea. Entonces un funcionario imperial se levantó y, señalando los escritos de Lutero, exigió que el reformador contestara dos preguntas: Si él los reconocía como suyos, y si estaba dispuesto a retractarse de lo que había escrito. Después de que se le leyeran los títulos de los libros, Lutero contestó (a la primera pregunta) que los libros eran de él. “En cuanto a la segunda –dijo él–, yo actuaría en forma imprudente si contestara sin previa reflexión. Podría afirmar menos de lo que las circunstancias demandan, o más de lo que la verdad exige. Por esta razón ruego a su Majestad Imperial, con toda humildad, que me dé tiempo para que pueda contestar sin ofender la Palabra de Dios”.78
Lutero convenció a la asamblea de que él no había actuado por pasión o impulso. Tal tranquilidad y dominio propio, que no se esperaban en un hombre valiente e inflexible, le permitió más tarde contestar con una sabiduría y una dignidad que sorprendió a sus adversarios y condenó su insolencia.
Al día siguiente, el reformador tenía que presentar su respuesta final. Durante un momento, su corazón desfalleció. Sus enemigos parecía que estaban por triunfar. Las nubes lo rodearon y parecieron separarlo de Dios. Con angustia de espíritu, derramó su clamor de manera tan entrecortada y desgarradora, que nadie más que Dios puede comprender por completo.
“Dios Todopoderoso y eterno –imploró él–, si he de poner mi confianza solamente en la fuerza de este mundo, todo está perdido [...] ha llegado mi última hora, y mi condenación ha sido ya pronunciada [...]. Oh Dios, ayúdame a afrontar todo el conocimiento del mundo [...] la causa es tuya [...] y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor, ayúdame! Dios fiel e inmutable, en ningún hombre coloco mi confianza [...]. Tú me has elegido para esta obra [...] mantente a mi lado, por causa de tu bien amado Hijo Cristo Jesús, quien es mi defensa, mi escudo y mi torre de fortaleza”.79
Sin embargo, no era el temor al sufrimiento personal, la tortura o la muerte lo que lo abrumaba con terror. Sentía su insuficiencia y temía que, debido a su debilidad, la causa de la verdad pudiera ser perjudicada. Luchaba con Dios no por su propia seguridad, sino por el triunfo del evangelio. No quería aparecer solo delante del concilio, y en su total impotencia, su fe se aferró de Cristo, el poderoso Libertador. La paz inundó de nuevo su alma, y se regocijó de que se le permitiera elevar la Palabra de Dios ante los gobernantes de las naciones.
Lutero pensó en su respuesta, examinó los pasajes de sus escritos y extrajo de las Escrituras pruebas apropiadas para sostener su posición. Entonces, colocando su mano izquierda sobre el sagrado volumen, elevó la diestra al cielo y se comprometió “a permanecer fiel al evangelio y libre para confesar su fe, aunque sellara su testimonio con su sangre”.80
Lutero comparece de nuevo ante la Dieta
Cuando Lutero fue conducido de nuevo ante la Dieta, estaba sereno y manso, a la vez que valiente y digno, como testigo de Dios ante los grandes de la Tierra. El funcionario imperial ahora demandó su decisión. ¿Deseaba él retractarse? Lutero pronunció su respuesta en tono humilde, sin violencia o pasión. Su porte era tímido y respetuoso; no obstante, manifestó una confianza y un gozo que sorprendió a la asamblea.
“Su alteza el emperador, ilustres príncipes, benignos señores –dijo Lutero–, comparezco delante de ustedes en este día, de acuerdo con la orden que me fue dada ayer. Si, debido a mi ignorancia, violara los usos y procedimientos de las cortes, ruego que me perdonen; porque no he sido criado en los palacios de los reyes, sino en el retiro de un convento”.81
Entonces declaró que en algunos de sus libros publicados había hablado de la fe y las buenas obras; y que aun sus enemigos los declararon provechosos.
El retractarse de ello sería condenar las verdades que todos confesaron como verdad. La segunda clase consistía en escritos que exponían corrupciones y abusos del papado. Revocar esas declaraciones sería fortalecer la tiranía de Roma y abrir una puerta más amplia a grandes impiedades. En la tercera clase él había atacado a personas que defendían los males existentes. En cuanto a ellos, confesó francamente que había sido más violento que lo que convenía. Pero ni aun estos libros podía desautorizar, pues los enemigos de la verdad aprovecharían la ocasión para maldecir al pueblo de Dios con una crueldad aún mayor.
Continuó: “Me defenderé a mí mismo como Cristo lo hizo: ‘Si he hablado mal, denme testimonio del mal’... Por la misericordia de Dios, los conjuro, su alteza, y a ustedes, ilustrísimos príncipes, y todos los hombres presentes de cualquier categoría, a probarme por los escritos de los profetas y los apóstoles que me he equivocado. Tan pronto como esté convencido de esto, me retractaré de todo error, y seré el primero en tomar mis libros y arrojarlos al fuego...
“Lejos de estar desesperado, me regocijo al ver que el evangelio es ahora, como fue en los tiempos pasados, causa de problemas y disensiones. Este es el carácter, este es el destino de la Palabra de Dios. ‘No vine a traerles paz, sino guerra’, dijo Jesucristo... Cuídense de que, al intentar apagar las disensiones, persigan la santa Palabra de Dios, y atraigan sobre ustedes un terrible diluvio de peligros irresistibles, desastres en el tiempo presente y la desolación eterna”.82
Lutero había hablado en alemán; ahora se le pidió que repitiera lo mismo en latín. Repitió, pues, su discurso con la misma claridad como la primera vez. La providencia de Dios lo dirigió en esto. Muchos príncipes estaban tan cegados por el error y la superstición, que al principio no habían percibido la fuerza del razonamiento de Lutero, pero la repetición les permitió captar claramente los puntos presentados.
Los que en forma caprichosa cerraron los ojos a la luz, se enfurecieron por el poder de las palabras de Lutero. El que había sido elegido como portavoz de la Dieta, dijo con indignación: “No has respondido a la pregunta que se te ha hecho. [...] Se te exige que des una respuesta clara y precisa. [...] ¿Te retractarás o no te retractarás?”
El reformador contestó: “Puesto que vuestra Majestad y vuestras altezas exigen de mí una respuesta clara, sencilla y precisa, se los daré, y es la siguiente: No puedo someter mi fe ni aun al Papa o los concilios, porque es tan claro como el día que ellos frecuentemente han errado y se han contradicho mutuamente. A menos que esté convencido por el testimonio de las Escrituras [...] yo no puedo ni quiero retractarme de nada, pues no es digno de un cristiano hablar contra su conciencia. Esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa; que Dios me ayude. Amén”.83
Así mantuvo su firmeza este hombre recto. Su grandeza y la pureza de su carácter, su paz y el gozo de su corazón resultaban notorios para todos mientras daba testimonio de la superioridad de la fe que vence al mundo.
En su primera respuesta, Lutero había hablado en una forma respetuosa y casi con sumisión. Los romanistas consideraron que el pedido de tiempo era meramente el preludio para su retractación. Carlos mismo, notando con un poco de desprecio el hábito raído y sencillo del monje, había declarado: “Este monje nunca me convertirá a mí en un hereje”. Pero el valor y la firmeza que ahora desplegaba, el poder de su razonamiento, llenó a todo el mundo de sorpresa. El emperador, movido a la admiración, exclamó: “Este monje habla con un corazón intrépido y un valor indomable”.
Los partidarios de Roma estaban derrotados. Trataron de mantener su poder, no apelando a las Escrituras, sino haciendo amenazas, al argumento infalible de Roma. Dijo entonces el orador de la Dieta: “Si no te retractas, el emperador y los Estados del imperio consultarán qué conducta habrán de seguir contra un hereje incorregible”.
Lutero respondió con calma: “Que Dios sea mi ayudador, porque no puedo retractarme de nada”.84
Se le pidió a Lutero que se retirara mientras los príncipes consultaban. La negación persistente de Lutero a someterse afectaría la historia de la iglesia a través de los siglos. Se decidió darle una oportunidad más para retractarse. De nuevo se formuló la pregunta. ¿Renunciaría él a sus doctrinas? “No puedo alterar mi respuesta –contestó él–, mantengo lo que he dicho ya”.
Los dirigentes papales estaban apesadumbrados porque su poder era despreciado por un monje humilde. Lutero había hablado a todos con dignidad y calma cristianas, y sus palabras estaban libres de pasión y exageraciones. Se había perdido de vista a sí mismo y sentía que estaba en la presencia del Ser Infinito que es superior a los papas, a los reyes y a los emperadores. El Espíritu de Dios estaba presente, impresionando el corazón de los grandes del imperio.
Varios príncipes valientemente reconocieron la justicia de la causa de Lutero. Otros no expresaron en ese momento sus convicciones, pero más adelante llegarían a ser indomables sostenedores de la Reforma.
Federico, el elector, había escuchado con profunda emoción el discurso de Lutero. Con gozo y orgullo presenció el valor y el dominio propio del erudito que estaba siendo juzgado, y determinó mantenerse firme en su defensa. Vio que la sabiduría de los papas, los reyes y los prelados había sido anulada por el poder de la verdad.
Cuando el enviado percibió el efecto producido por el discurso de Lutero, resolvió emplear todos los medios a su alcance para lograr la condena del reformador. Con elocuencia y habilidad diplomática presentó al joven emperador los peligros de sacrificar, por causa de un monje insignificante, la amistad y el sostén de Roma.
Al día siguiente de la respuesta de Lutero, Carlos V anunció a la Dieta su determinación de mantener y proteger la religión católica. Debían emplearse vigorosas medidas contra Lutero y las herejías que él enseñaba: “Sacrificaré mi reino, mis tesoros, mis amigos y mi cuerpo, mi sangre, mi alma y mi vida [...] procederé contra él y sus adherentes como herejes tercos, por la excomunión, el entredicho y todos los medios calculados para destruirlos”.85 Sin embargo, el emperador declaró que el salvoconducto de Lutero debía ser respetado. Se le debía permitir que llegara a su hogar con seguridad.
El salvoconducto de Lutero en peligro
Los representantes del Papa de nuevo demandaron que el salvoconducto del reformador fuera desestimado. “El Rin debe recibir sus cenizas, así como recibió las de Juan Hus hace un siglo”.86 Pero los príncipes de Alemania, aunque eran declarados enemigos de Lutero, protestaron por semejante violación de la fe pública. Señalaron las calamidades que habían seguido a la muerte de Hus. No se atrevían a traer sobre Alemania una repetición de esos terribles males. Carlos mismo, en respuesta a esa propuesta malvada, dijo: “Aunque el honor y la fe desaparezcan en todo el mundo, deben encontrar un refugio en el corazón de los príncipes”.87 Aunque fue presionado por los enemigos papales de Lutero a hacer con el reformador lo que Segismundo había hecho con Hus, evocando la escena en la que, en la asamblea pública,
Hus había señalado sus cadenas y recordado al monarca el compromiso violado, Carlos V declaró: “No quiero avergonzarme como Segismundo”.88
Sin embargo, Carlos rechazó deliberadamente las verdades presentadas por Lutero. Él no quiso abandonar el sendero de la costumbre para andar en los caminos de la verdad y la justicia. Porque sus padres lo hicieron, él quería sostener el papado. Así se dispuso a no aceptar más luz de lo que sus padres habían recibido.
Muchos hoy también se aferran a las tradiciones de sus padres, y cuando el Señor les envía conocimiento adicional, rehúsan aceptarlo porque tampoco fue recibido por sus padres. Dios no nos aprobará si miramos el ejemplo de nuestros padres para determinar nuestro deber en lugar de estudiar la Biblia por nosotros mismos. Somos responsables por la luz adicional que de la Palabra de Dios ahora brilla sobre nosotros.
El poder divino había hablado por medio de Lutero al emperador y a los príncipes de Alemania. Su Espíritu instó por última vez a muchos en esa asamblea. Y como Pilato siglos antes, Carlos V, cediendo al orgullo mundano, decidió rechazar la luz de la verdad.
Los planes que se tramaban contra Lutero circulaban ampliamente, y causaban excitación por toda la ciudad. Muchos amigos, conociendo la crueldad traidora de Roma, resolvieron que el reformador no debía ser sacrificado. Centenares de nobles se comprometieron a protegerlo. En las puertas de las casas y en los lugares públicos había letreros, algunos de los cuales condenaban y otros apoyaban a Lutero. En uno se hallaban las siguientes significativas palabras: ¡Ay del país que tiene por rey a un muchacho!” (Ecl. 10:16, RVC). El entusiasmo popular en favor de Lutero convenció al emperador y a la Dieta de que cualquier injusticia manifestada hacia él haría peligrar la paz del imperio y la estabilidad del trono.
Esfuerzos para llegar a un acuerdo con Roma
Federico de Sajonia ocultó cuidadosamente sus verdaderos sentimientos hacia el reformador. Al mismo tiempo lo vigiló con incansable cuidado, estando alerta en cuanto a sus movimientos y a los de los enemigos. Pero muchos no hicieron ningún intento por ocultar su simpatía por Lutero. “La pequeña pieza del doctor –escribió Spalatín– no podía contener a todos los visitantes que venían a verlo”.89 Aun aquellos que no tenían fe en sus doctrinas no podían sino admirar la integridad que lo inducía a una muerte valiente antes que a violar su conciencia.
Se realizaron fervientes esfuerzos con el propósito de obtener el consentimiento de Lutero para hacer un arreglo con Roma. Nobles y príncipes le manifestaron que, si continuaba sosteniendo sus opiniones contra la iglesia y los concilios, sería desterrado del imperio y no tendría defensa. De nuevo fue aconsejado a someterse al juicio del emperador. Entonces no tendría nada que temer. “Consiento –dijo en respuesta–, con todo mi corazón, en que el emperador, los príncipes y aun los más humildes cristianos examinen y juzguen mis obras; pero con la condición de que tomen la Palabra de Dios como su norma. Los hombres no deben hacer otra cosa que obedecerla”.
En otra ocasión, respondió: “Consiento en renunciar a mi salvoconducto. Coloco mi persona y mi vida en las manos del emperador, pero renunciar a la Palabra de Dios, ¡nunca!”90 Manifestó su disposición a someterse a un concilio general, con la condición de que se exigiese que ese concilio decidiera de acuerdo con las Escrituras. “En lo que concierne a la Palabra de Dios y a la fe, todo cristiano es juez tan bueno como el Papa, aunque él esté apoyado por un millón de concilios”.91 Tanto amigos como enemigos, por fin, se convencieron de que era inútil continuar esforzándose por hacer una reconciliación.
Si el reformador se hubiera sometido en un solo punto, Satanás y sus huestes habrían ganado la victoria. Pero su firmeza inconmovible fue el medio de emancipar a la iglesia. La influencia de este hombre único, que se atrevió a pensar y obrar por sí mismo, había de afectar a la iglesia y al mundo, no solamente en su propio tiempo, sino en todas las generaciones futuras. Por fin el emperador ordenó a Lutero que regresara a su casa. Esta noticia sería rápidamente seguida por su condenación. Nubes amenazantes se avalanzaban sobre su sendero; pero cuando partió de Worms, su corazón estaba lleno de gozo y alabanza.
Después de su partida, deseoso de que su firmeza no se entendiera como una rebelión, Lutero escribió al emperador: “Tengo la más ferviente disposición a obedecer a Vuestra Majestad, ya sea honrando o deshonrando, en la vida o en la muerte, y con ninguna excepción salvo la Palabra de Dios, por la que el hombre vive. [...] En lo que se refiere a los intereses eternos, Dios no desea que el hombre se someta al hombre. Pues una sumisión tal en materia espiritual es una verdadera adoración, y esta debe ser rendida únicamente al Creador”.92
En el viaje de regreso de Worms, los príncipes de la iglesia daban la bienvenida al monje excomulgado y los gobernantes civiles honraban al hombre a quien el emperador había denunciado. Era instado a predicar y, a pesar de la prohibición imperial, de nuevo subía al púlpito. “Nunca me comprometí a encadenar la Palabra de Dios –dijo–, ni lo haré”.93
No mucho tiempo después que el reformador dejara Worms, los partidarios del Papa convencieron al emperador de que este emitiese un edicto contra él. Lutero fue denunciado como “Satanás mismo bajo la forma de un hombre envuelto en hábito de monje”.94 Tan pronto como su salvoconducto finalizara, se prohibiría a todas las personas a alojarlo, a darle alimentos o bebida, a ayudarlo o animarlo por palabra o de hecho. Debía ser entregado a las autoridades, y sus adherentes también tenían que ser apresados y sus propiedades confiscadas. Sus escritos debían ser destruidos y, finalmente, todos los que se atrevieran a obrar en contra de este decreto se hallarían incluidos en su condenación. El elector de Sajonia y los príncipes más amigos de Lutero habían salido de Worms poco tiempo después de su partida, y los decretos del emperador recibieron la sanción de la Dieta. Los romanistas estaban jubilosos. Consideraban sellada la causa de la Reforma.
Dios usa a Federico de Sajonia
Un ojo vigilante había seguido los movimientos de Lutero, y un corazón noble y verdadero había resuelto rescatarlo. Dios dio a Federico de Sajonia un plan para proteger al reformador. En su viaje de regreso, Lutero fue separado de sus ayudantes y transportado rápidamente a través de los bosques al castillo de Wartburgo, una montañosa fortaleza aislada. Su ocultamiento estaba tan envuelto en el misterio, que ni aun Federico mismo sabía adónde había sido conducido. Esto tenía un propósito: mientras el elector no supiera nada en cuanto a su paradero, no podía revelar nada. Satisfecho con la idea de que el reformador estaba a salvo, Federico se hallaba contento.
Pasaron la primavera, el verano y el otoño, y llegó el invierno; Lutero continuaba prisionero. Aleandro y sus partidarios se alegraron. Parecía que la luz del evangelio estaba por extinguirse. Pero la luz del reformador seguiría brillando con un fulgor aún más deslumbrante.
Seguridad en Wartburgo
En la amigable seguridad de Wartburgo, Lutero se regocijaba en estar libre del calor del tumulto de la batalla. Pero, acostumbrado a una vida de actividad y duro conflicto, no podía soportar permanecer inactivo. En esos días solitarios, la condición de la iglesia lo volvía a preocupar. Temía ser acusado de cobardía al retirarse de la lucha. Entonces, se reprochaba a sí mismo por su indolencia y su complacencia propia.
Sin embargo, al mismo tiempo estaba realizando diariamente más de lo que parecía posible que hiciera un hombre. Su pluma no estaba nunca inactiva. Sus enemigos estaban admirados y confusos por las pruebas tangibles de que él estaba todavía en acción. Una multitud de folletos salidos de su pluma circulaban por toda Alemania. También tradujo el Nuevo Testamento al idioma alemán. Desde su “rocosa Patmos” continuó proclamando el evangelio, aproximadamente un año, reprendiendo los errores de aquellos tiempos.
Dios había retirado a su siervo del escenario de la vida pública. En la soledad y la oscuridad de su refugio montañoso, Lutero perdió todo sostén terrenal y quedó ajeno a toda alabanza humana. Así fue protegido contra el orgullo y la confianza propia que tan a menudo produce el éxito.
En tanto que los hombres se regocijan en la libertad que la verdad les depara, Satanás trata de distraer sus pensamientos y afectos de Dios y fijarlos en los agentes humanos, para honrar al instrumento e ignorar la mano que dirige los acontecimientos de la providencia. Demasiado a menudo, los dirigentes religiosos, alabados de esta manera, se ven inducidos a confiar en sí mismos y el pueblo busca su dirección en lugar de la Palabra de Dios. Dios guardó a la Reforma de este error. Los ojos de los hombres se habían vuelto a Lutero como el expositor de la verdad; pero él fue retirado para que todos los ojos humanos se dirigieran al Autor eterno de la verdad. 📖
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64 D’Aubigné, lib. 6, cap. 11.
65 Ibíd., lib. 7. cap. 1.
66 Ibíd.
67 Ibíd., lib. 7, cap. 3.
68 Ibíd., lib. 7, cap. 4.
69 Ibíd.
70 Ibíd., lib. 7, cap. 6.
71 Ibíd., lib. 7, cap. 7.
72 Ibíd.
73 Ibíd.
74 Ibíd.
75 Ibíd., lib. 7, cap. 8.
76 Ibíd.
77 Ibíd.
78 Ibíd.
79 Ibíd.
80 Ibíd.
81 Ibíd.
82 Ibíd.
83 Ibíd.
84 Ibíd.
85 Ibíd., lib. 7, cap. 9.
86 Ibíd.
87 Ibíd.
88 Lenfant, t. 1, p. 422.
89 Martyn, t. 1, p. 404.
90 D’Aubigné, lib. 7, cap. 10.
91 Martyn, t. 1, p. 410.
92 D’Aubigné, lib. 7, cap. 11.
93 Martyn, t. 1, p. 420.
94 D’Aubigné, lib. 7, cap. 11.
Los Rescatados | Capítulo 9
Se enciende una luz en Suiza
Pocas semanas después que Lutero naciera en la cabaña de un minero en Sajonia, Ulrico Zuinglio nació en la choza de un pastor de los Alpes. Se crió en medio de escenas de bellezas naturales, y en edad temprana su mente fue impresionada con la majestad de Dios. De labios de su abuela escuchaba las pocas historias preciosas de la Biblia que ella había extraído de las leyendas y tradiciones de la iglesia.
A la edad de 13 años fue a Berna, donde estaba la más distinguida escuela de Suiza. Sin embargo, aquí surgió un peligro. Los frailes hicieron esfuerzos definidos para inducirlo a entrar en un monasterio. Providencialmente, su padre se enteró de los propósitos de ellos, y viendo que la futura utilidad de su hijo se hallaba en peligro, le ordenó que regresara a su casa.
El joven obedeció la orden, pero no podía estar contento con quedarse en su valle nativo, y pronto reinició sus estudios, viajando, después de un tiempo, a Basilea. Fue aquí donde Zuinglio oyó por primera vez el evangelio de la gracia de Dios. Wittembach, un profesor de idiomas antiguos, mientras estudiaba el griego y el hebreo, fue inducido a escudriñar las Sagradas Escrituras, y por su intermedio los rayos de luz divina eran reflejados en la mente de los estudiantes a quienes instruía. Declaraba que la muerte de Cristo es el único rescate del pecador, y para Zuinglio estas palabras fueron como los primeros rayos de luz que preceden a la aurora.
Zuinglio pronto fue llamado de Basilea para que iniciara lo que llegaría a ser la obra de su vida. Su primer trabajo lo hizo en una parroquia de los Alpes. Ordenado sacerdote, “se volcó con toda su alma a estudiar la verdad divina”.95
Cuanto más investigaba las Escrituras, tanto más claramente notaba el contraste entre la verdad y las herejías de Roma. Se sometía a sí mismo a la Biblia por ser la Palabra de Dios, la única regla suficiente e infalible. Él vio que ella debía ser su propio intérprete. Buscó todos los medios para obtener una comprensión correcta de su significado, y para ello pedía la ayuda del Espíritu Santo. “Comencé pidiendo a Dios que me diera su luz –escribió más tarde–, y las Escrituras comenzaron a serme mucho más fáciles”.96
Zuinglio no recibió de Lutero la doctrina que predicaba. Era la doctrina de Cristo. “Si Lutero predica a Cristo –dijo el reformador suizo–, él hace lo que yo hago [...]. Nunca jamás escribí una sola palabra a Lutero, ni Lutero me escribió a mí. ¿Y por qué? [...] Para que se demuestre cuán consecuente consigo mismo es el Espíritu de Dios, puesto que nosotros dos, sin habernos relacionado previamente, enseñamos la doctrina de Cristo con semejante uniformidad”.97
En 1516, Zuinglio fue invitado a predicar en el convento de Einsiedeln. Allí habría de ejercer una influencia como reformador, que se extendería mucho más allá de sus Alpes nativos.
Entre las principales atracciones de Einsiedeln se encontraba una imagen de la Virgen que, se decía, tenía el poder de obrar milagros. Encima de los portales del convento se hallaba la inscripción: “Aquí puede obtenerse remisión plena de los pecados”.98 A este santuario de la Virgen concurrían multitudes, desde todas partes de Suiza, y aun desde Francia y Alemania. Zuinglio aprovechó la oportunidad para proclamar libertad por medio del evangelio a estos esclavos de la superstición.
“No imaginen –decía él– que Dios está en este templo más que en cualquier otra parte de la creación [...]. ¿Pueden las obras meritorias, los largos peregrinajes, las ofrendas, las imágenes, la invocación de la Virgen o de los santos, asegurar para ustedes la gracia de Dios? [...] ¿Qué eficacia tiene la rica capucha del fraile, la cabeza rapada, un hábito largo y flotante, o las zapatillas bordadas con oro? [...] Cristo –decía–, que una vez fue ofrecido sobre la cruz, es el sacrificio y la víctima, que ha pagado por toda la eternidad los pecados de los creyentes”.99
Para muchos resultaba un amargo chasco el que se les dijera que su trabajoso viaje había sido en vano. No podían comprender el perdón gratuito ofrecido por medio de Cristo. Estaban satisfechos con el método que Roma les había enseñado. Era más fácil confiar su salvación a los sacerdotes y al Papa que buscar pureza de corazón.
Pero había otra clase de personas que recibieron con alegría la noticia de la redención por medio de Cristo, y con fe aceptaban la sangre del Salvador y su propiciación. Estos regresaban a sus hogares y les contaban a los otros la preciosa luz que habían recibido. La verdad se llevaba así de una ciudad a otra, y el número de peregrinos que concurría al santuario de la Virgen disminuyó notablemente. Hubo una merma en las ofrendas y, en consecuencia, en el salario de Zuinglio, que provenía de ellas. Sin embargo, esto le producía solamente gozo, porque veía que el poder de la superstición era quebrantado. La verdad estaba ganando terreno en los corazones de la gente.
Zuinglio es llamado a Zurich
Después de tres años, Zuinglio fue llamado a predicar en la catedral de Zurich, la ciudad más importante de la Confederación Suiza. La influencia que allí ejerciera se sentiría en forma muy amplia. Los eclesiásticos procedieron a instruirlo con respecto a sus deberes:
“Harán todo el esfuerzo posible para recaudar las rentas del cabildo sin descuidar las menores. [...] Serán diligentes para aumentar las entradas provenientes de los enfermos, de las misas y, en general, de toda ordenanza eclesiástica”. “En cuanto a la administración de los sacramentos, la predicación y el cuidado del rebaño [...] pueden emplear a un sustituto y particularmente en la predicación”.100
Zuinglio escuchó en silencio este encargo, y dijo en respuesta: “La vida de Cristo ha estado por demasiado tiempo escondida del pueblo. Predicaré sobre todo el Evangelio de San Mateo [...]. Consagraré mi ministerio a la gloria de Dios, a la alabanza de su Hijo, a la verdadera salvación de las almas y a la edificación en la verdadera fe”.
La gente afluía en gran número a escuchar su predicación. Comenzó su ministerio abriendo los Evangelios, y explicando la vida, las enseñanzas y la muerte de Cristo. “Es a Cristo –decía él– a quien deseo conducirlos; a Cristo, la verdadera fuente de salvación”. Hombres de estado, eruditos, artesanos y campesinos escuchaban sus palabras. Sin temor reprochaba los males y las corrupciones de su tiempo. Muchos regresaban de la catedral alabando a Dios. “Este hombre –decían ellos– es un predicador de la verdad. Él será nuestro Moisés, para sacarnos de las tinieblas de Egipto”.101
Después de un tiempo se levantó la oposición. Los monjes lo asaltaron con burlas y sátiras; otros recurrían a la insolencia y a las amenazas. Pero Zuinglio lo soportó todo con paciencia.
Cuando Dios se prepara para quebrantar las cadenas de la ignorancia y la superstición, Satanás trabaja con mayor empeño para sumir a los hombres en las tinieblas y para retenerlos más firmemente con sus cadenas. Roma actuaba con renovada energía para abrir su mercado en toda la cristiandad, ofreciendo perdón a cambio de dinero. Cada pecado tenía su precio, y los hombres recibían un permiso pleno para cometer el crimen si la tesorería de la iglesia se mantenía llena. Así avanzaban los dos movimientos: Roma autorizaba el pecado y hacía de esta la fuente de sus entradas, y los reformadores condenaban el pecado y señalaban a Cristo como la propiciación y el libertador.
Venta de indulgencias en Suiza
En Alemania, la venta de indulgencias era dirigida por el infame Tetzel. En Suiza, este tráfico fue puesto bajo el dominio de Samsón, un monje italiano. Samsón ya había obtenido inmensas sumas de dinero de Alemania y Suiza para llenar las arcas papales. Ahora viajaba por Suiza, despojando a los pobres campesinos de sus escasas entradas y exigiendo ricos regalos por parte de la gente adinerada. El reformador inmediatamente se dispuso a presentar oposición a él. El éxito de Zuinglio fue tal al exponer las pretensiones del fraile, que este se vio obligado a irse a otro sitio. En Zurich, Zuinglio predicó celosamente contra los traficantes del perdón, y cuando Samsón se acercaba al lugar, fue recibido por un mensajero del consejo, quien le avisó que siguiera de largo. Samsón logró introducirse igual, por medio de una estratagema. Pero, despedido sin haber vendido un solo perdón, pronto abandonó también Suiza.
La peste, o gran mortandad, atacó a Suiza en 1519. Muchos se dieron cuenta de cuán vano y sin valor era el perdón que habían comprado; anhelaban tener un fundamento más seguro de su fe. Zuinglio se enfermó, y circuló por todas partes el informe de que había muerto. En esa hora de prueba, él contemplaba con fe a la cruz del Calvario, y confiaba en la propiciación suficiente que ella ofrecía para el pecado. Cuando volvió de haber estado a las puertas de la muerte, fue para predicar el evangelio con mayor fervor que nunca antes. La gente misma había tenido que atender a los enfermos y moribundos, y todos sentían como nunca antes el valor del evangelio.
Zuinglio había llegado a un entendimiento más claro de las verdades del evangelio y había experimentado más plenamente en sí mismo su poder reformador. “Cristo –decía él– [...] ha comprado para nosotros una redención eterna. [...] Su muerte es [...] un sacrificio eterno, y un método eternamente eficaz para sanar; satisface la justicia divina para siempre en favor de todos los que confían en él con fe firme e inconmovible. [...] Dondequiera que haya fe en Dios, existe un entusiasmo que alienta e impulsa a los hombres a las buenas obras”.102
Paso a paso, la Reforma avanzó en Zurich. Alarmados, los enemigos comenzaron a organizar una activa oposición. Se lanzaron repetidos ataques contra Zuinglio. El maestro de herejías debía ser silenciado. El obispo de Constanza envió tres emisarios al concejo de Zurich, para acusar a Zuinglio de poner en peligro la paz y el orden de la sociedad. Si la autoridad de la iglesia es puesta a un lado, insinuó, ello resultará en una anarquía universal.
El concejo no quiso decidirse en contra de Zuinglio, y Roma se preparó para un nuevo ataque. El reformador exclamó: “Que vengan; los temo como el acantilado imponente teme las olas que rugen a sus pies”.103 Los esfuerzos de los eclesiásticos solamente promovieron la causa que trataban de derribar. La verdad continuó esparciéndose. Sus adherentes en Alemania, abatidos por la desaparición de Lutero, de nuevo cobraron ánimo viendo progresar el evangelio en Suiza. Cuando la Reforma llegó a establecerse en Zurich, sus frutos se notaron más ampliamente, pues estimularon la supresión del vicio y la promoción del orden.
Disputa con los romanistas
Al ver cuán poco resultado habían logrado con la persecución al tratar de suprimir la obra de Lutero en Alemania, los romanistas decidieron organizar un debate con Zuinglio. Asegurarían la victoria eligiendo no solamente el lugar del enfrentamiento, sino también los jueces que decidirían entre los oponentes. Y si alguna vez pudieran aprehender a Zuinglio, tratarían de que éste no escapara. Este plan, por supuesto, fue mantenido cuidadosamente en secreto.
Se decidió que la polémica se realizara en Baden. Pero los miembros del consejo de Zurich sospecharon de los planes de los partidarios del Papa, y advertidos por las ardientes hogueras que habían sido encendidas en los cantones papales para los que confesaban el evangelio, le prohibieron a su pastor exponerse a este peligro. Asistir a Baden, donde la sangre de los mártires de la verdad acababa de ser derramada, significaba ir a una muerte segura. Ecolampadio y Haller fueron elegidos para representar a los reformadores, mientras que el famoso Dr. Eck, sostenido por una hueste de versados doctores y prelados, era el campeón de Roma.
Los secretarios fueron todos elegidos por los partidarios del Papa, y se prohibió que los demás tomaran nota, bajo pena de muerte. Sin embargo, un estudiante que asistía al debate escribía todas las tardes los argumentos presentados ese día. Otros dos estudiantes se encargaron de entregar estos informes, con las cartas diarias de Ecolampadio, a Zuinglio, que se hallaba en Zurich. El reformador contestaba, dando su consejo. Para eludir la vigilancia de la guardia apostada en los portales de la ciudad, estos mensajeros traían canastas con pollos sobre sus cabezas, de modo que se les permitía pasar sin estorbo.
Zuinglio “ha trabajado más –decía Miconio– por sus meditaciones, sus noches de desvelo y los consejos que transmitía a Baden, que lo que habría hecho debatiendo en persona en medio de sus enemigos”.104
Los romanistas habían venido a Baden con sus más ricos atavíos y brillantes joyas. Se permitían todo tipo de lujo, y en sus mesas tenían manjares costosos y vinos escogidos. En señalado contraste aparecían los reformadores, cuyo frugal menú los mantenía poco tiempo a la mesa. El que servía a Ecolampadio, y que tenía ocasión de observarlo en su habitación, lo hallaba siempre estudiando o en oración, e informó que el hereje era, por lo menos, “muy piadoso”.
En la conferencia, “Eck ascendía al púlpito en forma soberbia, espléndidamente adornado, mientras que el humilde Ecolampadio vestía pobremente, y se lo obligó a sentarse enfrente de su oponente, en una tosca plataforma”. La voz tronante de Eck y la seguridad ilimitada que sentía nunca lo abandonaron. El defensor de la fe había de ser recompensado con una generosa retribución. Cuando fallaban sus mejores argumentos, recurría a insultos y aun a las blasfemias.
Ecolampadio, modesto y desconfiado de sí mismo, había rehuido el combate. Mediante un comportamiento cortés y bondadoso reveló su capacidad y su entereza. El reformador adhirió firmemente a las Escrituras. “Las tradiciones –dijo él– no tienen fuerza en nuestra Suiza, a menos que estén de acuerdo con la Constitución; ahora bien, en materia de fe, la Biblia es nuestra constitución”.105
El razonamiento sereno y claro del reformador, presentado en forma tan bondadosa y honesta, ganaba las mentes que rechazaban con disgusto las jactanciosas pretensiones de Eck.
La discusión continuó durante 18 días. Los papistas pretendieron haber obtenido la victoria. La mayor parte de los diputados apoyó a Roma, y la Dieta declaró que los reformadores habían sido vencidos, y que ellos, juntamente con Zuinglio, quedaban separados de la iglesia. Pero el debate produjo un poderoso impulso para la causa protestante. No mucho tiempo después, Berna y Basilea, que eran ciudades importantes, se declararon en favor de la Reforma. 📖
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95 Wylie, lib. 8, cap. 5.
96 Ibíd., lib. 8, cap. 6.
97 D’Aubigné, lib. 8, cap. 9.
98 Ibíd., lib. 8, cap. 5.
99 Ibíd.
100 Ibíd., lib. 8, cap. 6.
101 Ibíd.
102 Ibíd., lib. 8, cap. 9.
103 Wylie, lib. 8, cap. 11.
104 D’Aubigné, lib. 11, cap. 13.
105 Ibíd.
Los Rescatados | Capítulo 10
El despertar de Europa
Versiculos
La misteriosa desaparición de Lutero produjo preocupación en toda Alemania. Circulaban extraños rumores y muchos creían que había sido asesinado. Se escuchaban grandes lamentos y varios se comprometían con solemnes juramentos a vengar su muerte.
Por eso, los enemigos de Lutero, aunque al principio se habían alegrado por su supuesta muerte, se llenaron de temor ahora que estaba cautivo. “La única manera que queda para salvarnos a nosotros mismos –dijo uno– es encender antorchas y buscar a Lutero por todo el mundo, para devolverlo a la nación que lo está reclamando”.106 Las noticias de que estaba a salvo, aunque prisionero, calmó a la gente, en tanto que sus escritos eran leídos con una avidez mayor que nunca antes. Un número creciente de personas se unía a la causa del hombre heroico que había defendido la Palabra de Dios.
La simiente que Lutero había sembrado estaba brotando por doquiera. Su ausencia realizó una tarea que su presencia habría dejado de obtener. Siendo que el gran dirigente del pueblo había sido retirado, otros obreros avanzaron, de manera que la obra comenzada tan noblemente no pudiera ser estorbada.
Ahora Satanás intentó engañar y destruir al pueblo dándole una falsificación en lugar de la obra verdadera. Así como hubo falsos Cristos en el primer siglo, así también se levantaron falsos profetas en el siglo XVI.
Unos cuantos hombres se imaginaron recibir revelaciones especiales del cielo y creyeron haber sido divinamente comisionados para hacer avanzar la Reforma que, según afirmaban ellos, había sido iniciada por Lutero en forma débil. En verdad, estaban deshaciendo la obra que él había realizado. Rechazaron el principio de la Reforma, es decir, que la Palabra de Dios es la regla suprema y suficiente de fe y práctica. En lugar de esa guía infalible, colocaron las normas inciertas de sus propios sentimientos e impresiones.
Otros, naturalmente inclinados al fanatismo, se unieron con ellos. Los procedimientos de estos entusiastas crearon un gran alboroto. Lutero había despertado al pueblo para que sintiera la necesidad de una reforma, y ahora algunas personas verdaderamente honradas estaban siendo desviadas por las pretensiones de los nuevos “profetas”. Los dirigentes del movimiento se
dirigieron a Wittenberg e instaron a Melanchton a aceptar sus pretensiones: “Somos enviados por Dios para instruir al pueblo. Hemos tenido conversaciones íntimas con el Señor; sabemos qué pasará; en una palabra, somos apóstoles y profetas, y apelamos al Dr. Lutero”.
Los reformadores estaban confundidos. Melanchton dijo: “Existen por cierto espíritus extraordinarios en estos hombres; pero ¿qué espíritus?... Por una parte, cuidémonos de no apagar el Espíritu de Dios, y por la otra, de ser desviados por el espíritu de Satanás”.107
El fruto de la nueva enseñanza se hace evidente
La gente fue inducida a descuidar la Biblia o a ponerla completamente a un lado. Los estudiantes, despreciando todos los límites, abandonaban sus estudios y se retiraban de la universidad. Estos hombres que se creían capaces de dar nueva vida y dirigir la obra de la Reforma solamente tuvieron éxito en conducirla hasta el borde de la ruina. Los romanistas ahora reconquistaron su confianza y exclamaron con gozo: “Un esfuerzo más, y todo será nuestro”.
Lutero, en Wartburgo, al oír lo que había ocurrido, dijo con gran preocupación: “Siempre esperé que Satanás nos enviaría esta plaga”.108 Se dio cuenta del verdadero carácter de estos supuestos “profetas”. La oposición del Papa y del emperador no le había causado perplejidad y angustia tan grandes como las que ahora sentía. De entre los profesos “amigos” de la Reforma se habían levantado los peores enemigos para provocar luchas y crear confusión.
Lutero había sido impulsado y conducido por el Espíritu de Dios más allá de lo que él pensaba. Sin embargo, a menudo temblaba por el resultado de su obra: “Si yo supiera que mi doctrina perjudicaría a un hombre, a un solo hombre, por humilde y oscuro que fuera –lo cual no puede ocurrir, porque es el evangelio mismo– moriría diez veces antes que no retractarme”.109
Wittenberg mismo estaba cayendo bajo el poder del fanatismo y el desorden. Por toda Alemania los enemigos de Lutero estaban echándole la culpa al reformador. Con amargura de alma, se preguntó: “¿Será posible que éste sea el fin de la gran obra de la Reforma?” Nuevamente, al luchar con Dios en oración, la paz inundó su corazón. “La obra no es mía, sino tuya”, dijo él. Entonces, decidió regresar a Wittenberg.
Lutero estaba proscrito en todo el imperio. Los enemigos tenían libertad para quitarle la vida, y a los amigos se les había prohibido darle albergue.
Pero vio que la obra del evangelio estaba en peligro, y en el nombre del Señor salió con todo valor a batallar por la verdad. En una carta al elector, Lutero le decía: “Voy a Wittenberg bajo una protección muy superior a la de los príncipes y electores. No pienso solicitar el sostén de vuestra Alteza, y lejos de desear vuestra protección, quisiera más bien yo mismo protegerlos a ustedes... No hay espada que pueda promover esta causa. Únicamente Dios debe hacerlo todo”. En una segunda carta, Lutero añadía: “Estoy listo para incurrir en el desagrado de vuestra Alteza y en el enojo de todo el mundo.
¿No son los habitantes de Wittenberg mis ovejas? ¿Y no debiera yo, si fuera necesario, exponerme a la muerte por causa de ellas?”110
El poder de la Palabra
Pronto se supo por todo Wittenberg que Lutero había regresado y que iba a predicar. La iglesia estaba llena, y el reformador, con gran sabiduría y bondad, instruía y reprochaba:
“La misa es algo malo; Dios se opone a ella; debe ser abolida... pero no aparten de ella a nadie por la fuerza... La Palabra de Dios debe actuar, y no nosotros... Nosotros tenemos el derecho de hablar; pero no tenemos el derecho de actuar. Prediquemos; el resto pertenece a Dios. Si yo empleara la fuerza, ¿qué ganaría? Dios conquista el corazón; y cuando el corazón es tomado, todo está ganado.
“Predicaré, estudiaré y escribiré; pero no obligaré a nadie, porque la fe es un acto voluntario... Me opuse al Papa, a las indulgencias y a los partidarios del Papa, pero sin violencia ni disturbios. Esgrimo la Palabra de Dios; prediqué y escribí: eso es todo lo que hice. No obstante, mientras dormía... la Palabra que había predicado afectó al papado como nunca lo ha perjudicado príncipe o emperador alguno. Sin embargo, yo no hice nada; la Palabra sola lo hizo todo”.111 La Palabra de Dios quebrantó el hechizo de la efervescencia fanática. El evangelio trajo al pueblo de vuelta al camino de la verdad.
Varios años más tarde se suscitó de nuevo el fanatismo, y ahora con resultados aún más terribles. Dijo Lutero: “Y para ellos las Sagradas Escrituras eran solamente letra muerta, y todos empezaron a clamar: ‘¡El Espíritu! ¡El Espíritu!’ Pero con toda seguridad yo no seguiré a donde el espíritu de ellos los conduzca”.112
Tomás Munzer, el más activo de los fanáticos, era un hombre de considerable habilidad, pero no había aprendido la verdadera religión.
“Estaba poseído de un deseo de reformar al mundo, y olvidaba, como hacen todos los exagerados, que la reforma debía comenzar con él mismo”.113 No estaba dispuesto a ser el segundo, aunque Lutero fuera el primero. Él mismo pretendía haber sido divinamente comisionado para introducir la verdadera reforma, y decía: “El que tiene este espíritu, posee la verdadera fe, aunque nunca vea las Escrituras en toda su vida”.114
Los maestros del fanatismo estaban dispuestos a ser gobernados por impresiones, y consideraban todo pensamiento e impulso como la voz de Dios. Algunos inclusive quemaron sus Biblias. Las doctrinas de Munzer fueron recibidas por millares. Pronto declaró que el obedecer a los príncipes era intentar servir a Dios y a Belial.
Las enseñanzas revolucionarias de Munzer inducían al pueblo a rechazar todo control. Siguieron terribles escenas de lucha, y los campos de Alemania se tiñeron de sangre.
La agonía llena el alma de Lutero
Los príncipes partidarios del Papa declararon que la rebelión era el fruto de las doctrinas de Lutero. Esta acusación no podía dejar de causar gran angustia al reformador, siendo que la causa de la verdad caía en desgracia al ser clasificada con el más bajo fanatismo. Por otra parte, los dirigentes de los levantamientos odiaban a Lutero. Él no solamente había negado las pretensiones de ellos de poseer una inspiración divina, sino que los había declarado rebeldes contra las autoridades civiles. Para desquitarse, lo acusaron de ser un vulgar farsante.
Los romanistas esperaban presenciar la ruina de la Reforma. Y hasta acusaban a Lutero de los errores que él había tratado de corregir con el mayor fervor. El partido fanático, reclamando falsamente que había sido tratado con injusticia, obtuvo simpatía y llegó a adjudicarse el título de mártires. Así, los que se oponían a la Reforma fueron compadecidos y admirados. Esta era la obra del mismo espíritu de rebelión que se manifestó por primera vez en el cielo.
Satanás está constantemente tratando de engañar a los hombres e inducirlos a llamar al pecado justicia, y a la justicia pecado. La santidad falsificada, la santificación espuria, todavía exhibe el mismo espíritu que en los días de Lutero, distrae la mente de las Escrituras e induce a los hombres a seguir más bien sentimientos e impresiones que a la ley de Dios.
Con todo valor Lutero defendió el evangelio, que estaba siendo atacado de ambos lados. Con la Palabra de Dios combatió la autoridad usurpada por el Papa, mientras que se mantenía firme como una roca contra el fanatismo que intentaba aliarse con la Reforma.
Cada uno de estos elementos opositores rechazaba las Sagradas Escrituras, exaltando la sabiduría humana como la fuente de verdad. El racionalismo idolatra la razón y hace de esta el criterio de la religión. El romanismo, atribuyéndose una inspiración recibida en línea no interrumpida de los apóstoles, abre la puerta a que la extravagancia y la corrupción se escondan bajo la comisión “apostólica”. La pretendida inspiración de Munzer procedía de la fantasía de su imaginación. El verdadero cristianismo recibe la Palabra de Dios como la prueba de toda inspiración.
A su regreso de Wartburgo, Lutero completó su traducción del Nuevo Testamento, y el evangelio pronto le fue dado al pueblo de Alemania en su propio idioma. Esta traducción fue recibida con gran gozo por todos los que amaban la verdad.
Los sacerdotes estaban alarmados ante el pensamiento de que el pueblo común ahora era capaz de discutir con ellos la Palabra de Dios, y de que su propia ignorancia resultaría así expuesta. Roma utilizó toda su autoridad para impedir la circulación de las Escrituras. Pero cuanto más prohibía la Biblia, tanto mayor era la ansiedad del pueblo por conocer lo que ella enseñaba en realidad. Todos los que podían leer la llevaban consigo, y no quedaban satisfechos sino después de aprender grandes porciones de memoria. Lutero inmediatamente comenzó la traducción del Antiguo Testamento.
Los escritos de Lutero recibían la bienvenida tanto en las ciudades como en las aldeas. “Lo que Lutero y sus amigos compusieron, otros lo hacían circular. Monjes, convencidos del carácter legítimo de las obligaciones monásticas, pero demasiado ignorantes para proclamar la Palabra de Dios [...] vendían los libros de Lutero y de sus amigos. Alemania pronto se llenó de estos valientes colportores”.115
La Biblia es estudiada por doquiera
De noche, en las escuelas de las aldeas, los maestros leían en voz alta a pequeños grupos reunidos al amor de la lumbre. Con cada esfuerzo algunas almas se convencían de la verdad. “La enseñanza de tu palabra da luz, de modo que hasta los simples pueden entender” (Sal. 119:130).
Los partidarios del Papa, que habían dejado el estudio de la Biblia encomendado a los sacerdotes y los monjes, ahora pedían que ellos refutaran las nuevas enseñanzas. Pero, ignorantes de las Escrituras, los sacerdotes y los frailes eran totalmente derrotados. “Desgraciadamente –dijo un escritor católico–, Lutero había persuadido a sus seguidores a no depositar su fe en ningún otro oráculo fuera de las Santas Escrituras”.116 Multitudes se reunían para escuchar la defensa de la verdad hecha por hombres de poca educación. La ignorancia vergonzosa de los grandes hombres resultaba evidente cuando sus argumentos eran refutados por las sencillas enseñanzas de la Palabra de Dios. Trabajadores, soldados, mujeres y aun niños estaban más familiarizados con la Biblia que los sacerdotes y los sabios doctores.
Jóvenes de mente generosa se dedicaban al estudio, investigando las Escrituras y familiarizándose con las obras maestras de la antigüedad. Con mente activa y corazón valiente, estos jóvenes pronto adquirían tal conocimiento, que nadie podía competir con ellos por largo tiempo. El pueblo había hallado en las nuevas enseñanzas lo que suplía la necesidad de sus almas, y se separaron de aquellos que por tanto tiempo los habían alimentado con las cáscaras inútiles de ritos supersticiosos y tradiciones humanas.
Cuando se encendió la persecución contra los maestros de la verdad, ellos pusieron en práctica las palabras de Cristo: “Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra” (Mat. 10:23). Personas hospitalarias les abrían sus puertas a los fugitivos, y predicaban a Cristo, a veces en la iglesia o en casas privadas o al aire libre. La verdad se esparcía con irresistible poder.
En vano las autoridades eclesiásticas y civiles recurrían a la prisión, a la tortura, al fuego y a la espada. Miles de creyentes sellaban su fe con su sangre; sin embargo, la persecución servía solamente para extender la verdad. El fanatismo con el que Satanás trató de mancharla trajo como resultado un mayor contraste entre la obra de Satanás y la obra de Dios. 📖
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106 D’Aubigné, lib. 9, cap. 1.
107 Ibíd., lib. 9, cap. 7
108 Ibíd.
109 Ibíd.
110 Ibíd., lib. 9, cap. 8.
111 Ibíd.
112 Ibíd., lib. 10, cap. 10.
113 Ibíd., lib. 9, cap. 8.
114 Ibíd., lib. 10, cap. 10.
115 Ibíd., lib. 9, cap. 11.
116 Ibíd.
Los Rescatados | Capítulo 11
Príncipes que sostienen la verdad
Versiculos
Uno de los testimonios más nobles alguna vez pronunciado por la Reforma fue la protesta presentada por los príncipes cristianos de Alemania, en la Dieta de Espira, en 1529. El valor y la firmeza de esos hombres de Dios obtuvieron para las edades futuras libertad de conciencia, y le dieron a la iglesia reformada el nombre de protestante.
La providencia de Dios había mantenido a raya a las fuerzas que se oponían a la verdad. Carlos V estaba dispuesto a aplastar la Reforma, pero tan pronto como él levantaba su mano para asestar un golpe, se veía obligado a desviarla. Una y otra vez, en el momento crítico, los ejércitos turcos aparecían en la frontera, o el rey de Francia, o aun el Papa mismo le hacían la guerra. Así, en medio de la lucha y el alboroto de las naciones, la Reforma pudo fortalecerse y extenderse.
Sin embargo, al fin los soberanos papales hicieron causa común en contra de los reformadores. El emperador citó a una Dieta que debía reunirse en Espira, en 1529, con el propósito de aplastar la herejía. Si los medios pacíficos fallaban, Carlos V estaba preparado para recurrir a la espada.
Los partidarios del Papa en Espira manifestaron abiertamente su hostilidad contra los reformadores. Melanchton dijo: “Nosotros somos la escoria y la basura del mundo; pero Cristo cuidará de su propio pueblo y lo preservará”.117 El pueblo de Espira tenía sed de la Palabra de Dios, y a pesar de la prohibición, millares acudían a los servicios que se realizaban en la capilla del elector de Sajonia. Esto precipitó la crisis. La tolerancia religiosa había sido legalmente establecida, y los Estados evangélicos estaban resueltos a oponerse a la infracción de sus derechos. A Lutero no se le permitió estar presente en Espira, pero el lugar de Lutero fue ocupado por sus colaboradores y por los príncipes, a quienes Dios había levantado para defender su causa. Federico de Sajonia había muerto, pero el duque Juan, su sucesor, dio una gozosa bienvenida a la Reforma y reveló su gran valor.
Los sacerdotes exigieron que los Estados que habían aceptado la Reforma se sometieran a la autoridad romana. Los reformadores, por otra parte, no podían consentir en que Roma pusiera bajo su control a esos Estados que
habían recibido la Palabra de Dios.
Finalmente, se propuso que donde la Reforma no se había establecido, el edicto de Worms se pusiera en vigencia; y que “donde el pueblo no pudiera aceptarlo sin peligro de levantamientos, al menos no debía realizar una nueva reforma [...] no debían oponerse a la celebración de la misa, y no debían permitir a ningún católico romano abrazar el luteranismo”. Esta medida fue aprobada por la Dieta, para gran satisfacción de los sacerdotes y los prelados. Si este edicto era puesto en vigencia, “la Reforma no podía extenderse ni podía establecerse sobre un fundamento sólido [...] donde ya existía”.118 La libertad sería prohibida. No se tolerarían conversiones. Parecía que la
esperanza del mundo estaba por extinguirse.
Los representantes del partido evangélico se miraron el uno al otro con total desaliento: “¿Qué hemos de hacer? [...] ¿Deben someterse los jefes de la Reforma, y aceptar el edicto? [...] Se les garantizaba a los príncipes luteranos el ejercicio libre de su religión. El mismo permiso les era ofrecido a todos aquellos súbditos que, antes de la aprobación de la medida, habían abrazado los puntos de vista de la Reforma. ¿No debía conformarlos esto? [...]
“Felizmente ellos consideraron el principio en el que se basaba este arreglo, y actuaron con fe. ¿Cuál era ese principio? Era el derecho de Roma a dominar la conciencia y a impedir el libre examen. ¿Pero no iban a disfrutar ellos mismos y sus súbditos protestantes de la libertad religiosa? Sí, como un favor especial estipulado en el arreglo, pero no como un derecho [...]. La aceptación del arreglo propuesto habría sido virtualmente una aceptación de que la libertad religiosa debía estar restringida a la Sajonia reformada; y en cuanto a todo el resto de la cristiandad, la libre aceptación y la profesión de la fe reformada eran delitos que debían ser castigados con el calabozo y la hoguera. ¿Podían ellos consentir en restringir la libertad religiosa a una localidad? [...] ¿Podían los reformadores haber declarado que eran inocentes de la sangre de los centenares y millares de personas que, como consecuencia de este dicto, tendrían que sucumbir en los países dominados por el Papa?”119 “Rechacemos este decreto –dijeron los príncipes–. En asuntos de conciencia la mayoría no tiene poder”. Proteger la libertad de conciencia es el
deber del Estado; éste es el límite de su autoridad en materia de religión.
El partido papal se propuso terminar con lo que ellos llamaron “atrevida obstinación”. Se pidió que los representantes de las ciudades libres declarasen
si accederían a los términos de la proposición. Ellos solicitaron una demora, pero no se les concedió. Cerca de la mitad hizo causa común con los reformadores, sabiendo que su posición los convertía en víctimas de una futura condenación y persecución. Alguien dijo: “Debemos negar la Palabra de Dios, o ser quemados”.120
La noble resolución de los príncipes
El rey Fernando, representante del emperador, probó el arte de la persuasión. “Rogó a los príncipes que aceptaran el decreto, asegurándoles que el emperador se vería grandemente complacido con ellos”. Pero estos hombres fieles contestaron con calma: “Obedeceremos al emperador en todas las cosas que puedan contribuir a mantener la paz y el honor de Dios”.
El rey por fin anunció que “la única conducta que les quedaba era someterse a la mayoría”. Habiendo hablado de esta manera, se retiró, sin dar a los reformadores la oportunidad de contestar. “Ellos mandaron una representación, rogándole al rey que volviera”. Él solo contestó: “Es un asunto ya decidido; la sumisión es todo lo que queda por hacer”.121
El partido imperial se jactaba de que la causa del emperador y la del Papa eran fuertes, y que la de los reformadores era débil. Si los reformadores hubieran dependido solamente de la ayuda humana, habrían resultado ser tan carentes de poder como suponían los partidarios del Papa. Pero apelaron “del informe de la Dieta a la Palabra de Dios, y del emperador Carlos a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores”.
Como Fernando había rehusado considerar sus convicciones de conciencia, los príncipes decidieron no tomar en cuenta su ausencia sino presentar sin demora su protesta ante el concilio nacional.
Se redactó una declaración solemne, que fue presentada en los siguientes términos a la Dieta.
“Protestamos y dejamos constancia [...] de que nosotros, en nuestro nombre y en el de nuestro pueblo, no daremos nuestro consentimiento ni nuestra adhesión, absolutamente, de ninguna manera, al decreto propuesto, en cualquier cosa que sea contraria a Dios, a su sagrada Palabra, a nuestro derecho de conciencia, a la salvación de nuestra alma. [...] Por esta razón rechazamos la carga que se nos impone [...]. Al mismo tiempo esperamos que su Majestad Imperial se comportará con nosotros como un príncipe cristiano que ama a Dios por sobre todas las cosas; y nos declaramos dispuestos a
prestarle a él, así como a ustedes, bondadosos señores, todo el afecto y la obediencia que les debemos, justa y legítimamente”.122
La mayoría de los presentes se llenó de asombro y alarma ante el valor de los que protestaban. Parecía inevitable la separación, la lucha y el derramamiento de sangre. Pero los reformadores, apoyándose en el brazo Todopoderoso, estaban “llenos de valor y firmeza”.
“Los principios contenidos en esta famosa protesta [...] constituyen la misma esencia del protestantismo [...]. El protestantismo establece la soberanía de la conciencia por encima de la de los gobernantes, y la autoridad de la Palabra de Dios por sobre la de la iglesia visible. [...] Junto con los profetas, dice: ‘Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres’. A la corona de Carlos V sobrepone la corona de Cristo Jesús”.123 La protesta de Espira fue un testimonio solemne contra la intolerancia religiosa y una afirmación del derecho que tienen todos los hombres de adorar a Dios de acuerdo con sus propias conciencias.
La experiencia de estos nobles reformadores contiene una lección para
todas las edades sucesivas. Satanás todavía se opone a que las Escrituras se constituyan en la guía de la vida. En nuestro tiempo se necesita un regreso al gran principio protestante: la Biblia, y solamente la Biblia, como regla de fe y deber. Satanás todavía está trabajando para destruir la libertad religiosa. El poder anticristiano que los protestantes de Espira rechazaron está ahora tratando de restablecer su perdida supremacía.
La Dieta de Augsburgo
A los príncipes evangélicos se les había negado la oportunidad de ser oídos por el rey Fernando, pero para aquietar las disensiones que perturbaban el imperio, Carlos V, al año siguiente de la protesta de Espira, convocó una Dieta en Augsburgo. Anunció su intención de presidirla en persona. Los dirigentes protestantes fueron citados a comparecer.
Los consejeros del elector de Sajonia los instaron a no aparecer en la Dieta: “¿No es arriesgarlo todo, ir a encerrarse dentro de los muros de una ciudad con un poderoso enemigo?” Pero otros declararon noblemente “que los príncipes solo se comporten con valor, y la causa de Dios se salvará”. “Dios es fiel; él no nos abandonará”, dijo Lutero.124
El elector se dispuso a viajar a Augsburgo. Muchos avanzaron con rostro sombrío y corazón apesadumbrado. Pero Lutero, que los acompañó hasta
Coburgo, reanimó la fe de ellos cantando el himno escrito en ese viaje: “Castillo fuerte es nuestro Dios”. Más de un corazón angustiado fue aliviado por la música de estas estrofas inspiradas.
Los príncipes reformadores habían determinado unirse en una declaración de sus puntos de vista, citando las evidencias de las Escrituras, para presentar delante de la Dieta. La tarea de su preparación fue encomendada a Lutero, Melanchton y sus asociados. Esta confesión fue aceptada por los protestantes, y se reunieron para firmar al pie del documento.
Los reformadores estaban muy deseosos de que su causa no se viera confundida con cuestiones políticas. Cuando los príncipes cristianos se adelantaron para firmar la confesión, Melanchton se interpuso diciendo: “Les corresponde a los teólogos y ministros proponer estas cosas; reservemos para otros asuntos la autoridad de los poderosos de la tierra”. “De ninguna manera
–contestó Juan de Sajonia–, ustedes no me excluirán a mí. Estoy resuelto a hacer lo que es recto, sin tener ninguna preocupación por mi corona. Deseo confesar al Señor. Mi birrete y mi toga electoral no son tan preciosos para mí como la cruz de Cristo Jesús”. Otro de los príncipes dijo mientras tomaba la pluma: “Si el honor de mi Señor Jesucristo lo requiere, estoy listo a sacrificar mis bienes y mi vida”. “Antes renunciaría a mis súbditos, a mis Estados y a la tierra de mis padres, para marchar bordón en mano –continuó diciendo– que recibir cualquier otra doctrina que la que está contenida en esta confesión”.125 Llegó el tiempo señalado. Carlos V, rodeado por los electores y los príncipes, dio audiencia a los reformadores protestantes. En esa honorable asamblea se presentaron claramente las verdades del evangelio y los errores de la iglesia papal. Ese día se señaló como “el día más grande de la Reforma, y uno de los más gloriosos en la historia de la cristiandad y del género
humano”.126
El monje de Wittenberg había estado solo en Worms. Ahora, en lugar de él, estaban los príncipes más poderosos del imperio. “Estoy sobremanera gozoso –escribió Lutero– de haber vivido hasta esta hora, en la que Cristo ha sido públicamente exaltado por tan ilustres confesores, y en una asamblea tan gloriosa”.
Lo que el emperador había prohibido predicar desde el púlpito, era proclamado desde el palacio; eso que muchos habían considerado inadecuado para ser oído siquiera por los sirvientes, era ahora escuchado con admiración
por los príncipes nobles del imperio. Príncipes coronados eran los predicadores, y el sermón fue la verdad real de Dios. “Desde la época apostólica no se ha hecho una obra mayor ni se ha presentado una confesión más magnífica”.127
Uno de los principios que Lutero mantuvo más firmemente era que no debía recurrirse al poder secular para sostener la Reforma. Él se regocijaba de que el evangelio fuera confesado por los príncipes del imperio; pero cuando ellos se propusieron unirse en una liga defensiva, él declaró que “la doctrina del evangelio será defendida solo por Dios. [...] Todas las precauciones políticas sugeridas, en su opinión, se debían a un temor indigno y una pecaminosa falta de confianza”.128
En una fecha posterior, refiriéndose a la liga en que habían pensado los príncipes reformados, Lutero declaró que la única arma en esta guerra debe ser “la espada del Espíritu”. Le escribió al elector de Sajonia: “No podemos aprobar la alianza propuesta con la conciencia tranquila. Debe llevarse la cruz de Cristo. Manténgase vuestra Alteza sin temor. Haremos más con nuestras oraciones que todos nuestros enemigos con su jactancia”.129
Del lugar secreto de oración procedía el poder que conmovió al mundo en la Reforma. En Augsburgo, Lutero “no pasaba un solo día sin dedicar por lo menos tres horas a la oración”. En la intimidad de su habitación, se lo oía derramar su alma delante de Dios con palabras “llenas de adoración, temor y esperanza”. Le escribió a Melanchton: “Si la causa es injusta, abandónala; si la causa es justa, ¿por qué debemos desmentir las promesas de Aquel que nos ordenó dormir sin temor?”130 Los reformadores protestantes habían edificado sobre el fundamento de Cristo. ¡Las puertas del infierno no podían prevalecer contra ellos! 📖
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117 D’Aubigné, lib. 13, cap. 5.
118 Ibíd.
119 Wylie, lib. 9, cap. 15.
120 D’Aubigné, lib. 13, cap. 5.
121 Ibíd.
122 Ibíd., lib. 13, cap. 6.
123 Ibíd.
124 Ibíd., lib. 14, cap. 2.
125 Ibíd., lib. 14, cap. 6.
126Ibíd., lib. 14, cap. 7.
127Ibíd.
128D’Aubigné, ed. de Londres, lib. 10, cap. 14.
129Ibíd., lib. 14, cap. 1.
130Ibíd., lib. 14, cap. 6.
Los Rescatados | Capítulo 12
El amanecer en Francia
Versiculos
La protesta en Espira y la confesión de Augsburgo fueron seguidas por años de conflicto y oscuridad. Debilitado por las divisiones, el protestantismo parecía destinado a ser destruido.
Pero en el momento de su triunfo aparente, el emperador fue herido por la derrota. Se vio obligado a conceder tolerancia a las doctrinas cuya destrucción era la ambición de su vida. Vio sus ejércitos diezmados en la batalla, sus tesoros agotados y sus muchos reinos amenazando rebelarse, mientras que la fe que se había esforzado por suprimir se estaba extendiendo. Carlos V había estado batallando contra el poder Omnipotente. Dios había dicho: “Haya luz”, pero el emperador había tratado de mantener las tinieblas cerradas. Agotado por la larga lucha, renunció al trono y se encerró en un claustro.
En Suiza, mientras muchos cantones aceptaban la fe reformada, otros se aferraban a los credos de Roma. La persecución provocó la guerra civil. Zuinglio y muchos otros que se habían unido en la Reforma cayeron en el sangriento campo de Capel. Roma, triunfante, parecía que en muchos lugares estaba por recobrar todo lo que había perdido. Pero Dios no había abandonado su causa o su pueblo. Levantó obreros en otros países para que llevaran adelante la Reforma.
En Francia, uno de los primeros en recibir la luz fue Lefevre, un profesor de la Universidad de París. En sus investigaciones de la literatura antigua, su atención fue dirigida a la Biblia, e introdujo el estudio de ella entre sus alumnos. Se había propuesto preparar una historia de los santos y los mártires, tal como se presentaba en las leyendas de la iglesia, y había avanzado considerablemente en ella, cuando, pensando que podría obtener ayuda de la Biblia, comenzó a estudiarla. Entonces encontró santos, pero no como los presentaba el calendario de la Iglesia Católica Romana. Con disgusto, abandonó la tarea que se había propuesto primero y se consagró a estudiar la Palabra de Dios.
En 1512, incluso antes de que Lutero o Zuinglio hubieran empezado la obra de reforma, Lefevre escribió: “Es Dios el que nos da, por medio de la fe,
la justicia que solamente por gracia justifica para vida eterna”.1 Y mientras enseñaba que la gloria de la salvación pertenece solamente a Dios, también declaró que el deber de la obediencia pertenece al hombre.
Algunos de los estudiantes de Lefevre lo escucharon ansiosamente, y mucho tiempo después que la voz del maestro fuese silenciada, continuaron declarando la verdad. Entre ellos se encontraba Guillermo Farel. Hijo de padres piadosos y católico devoto, ardía de celo por destruir a todos los que se atrevieran a oponerse a la iglesia. “Solía rechinar mis dientes como un lobo furioso –dijo más tarde– cuando oía que alguno hablaba contra el Papa”. Pero la adoración de los santos, el culto en los altares, y los adornos y las dádivas entregadas en los santuarios no podían traerle paz al alma. La convicción del pecado lo dominaba, y todos los actos de penitencia no podían desterrar ese sentimiento. Pero escuchó las palabras de Lefevre: “La salvación es por gracia. [...] Es la cruz de Cristo sola la que abre las puertas del cielo, y cierra las puertas del infierno”.2
Pasando por una conversión semejante a la de Pablo, Farel abandonó la esclavitud de la tradición y llegó a la libertad de los hijos de Dios. “En lugar del corazón homicida de un lobo voraz”, decía él, se había convertido en “un hombre tranquilo como un cordero manso e inofensivo, cuyo corazón estaba completamente vuelto del Papa a Cristo Jesús”.3
Mientras Lefevre esparcía la luz entre los estudiantes, Farel avanzó para declarar la verdad en público. Un dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, pronto se le unió. Otros maestros se pusieron junto a él para proclamar el evangelio, y se ganaron adherentes que se escalonaban desde los hogares de artesanos y campesinos hasta el palacio de los reyes. La hermana de Francisco I aceptó la fe reformada. Con grandes esperanzas, los reformadores esperaban el tiempo en que Francia fuera ganada para el evangelio.
El Nuevo Testamento en Francia
Pero sus esperanzas no llegarían a convertirse en realidad. Pruebas y persecuciones aguardaban a los discípulos de Cristo. Sin embargo, sobrevino un tiempo de paz como para que adquirieran fuerzas, con el fin de hacer frente a la tempestad; y la Reforma hizo rápidos progresos. Lefevre se abocó a la traducción del Nuevo Testamento; y precisamente en el momento en que la Biblia alemana de Lutero salía de las prensas de Wittenberg, el Nuevo
Testamento en francés era publicado en Meaux. Pronto los campesinos de aquel lugar contaron con las Sagradas Escrituras. Los obreros del campo y los artesanos de los talleres alegraban sus días de arduo trabajo hablando de las preciosas verdades de la Biblia. Aunque pertenecían a la clase más humilde, al grupo de obreros incultos y sometidos a una vida de arduo trabajo, el poder reformador y edificante de la gracia divina se les notaba en su vida.
La luz encendida en Meaux reflejó sus rayos hasta lugares distantes. Todos los días aumentaba el número de conversos. La ira del clero fue mantenida por un tiempo en jaque por la intervención del rey, pero los dirigentes papales finalmente prevalecieron. Se levantó la hoguera, y muchos dieron testimonio de la verdad en medio de las llamas.
En los castillos señoriales y en el palacio había personas nobles que valoraban la verdad por encima de la riqueza, del rango o aun de la vida. Luis de Berquin era de origen noble, se dedicaba al estudio, y poseía modales distinguidos; además, tenía una moral intachable. “Coronaba todas sus otras virtudes aborreciendo en forma especial el luteranismo”. Pero, después de haber sido providencialmente inducido a estudiar la Biblia, se admiró de encontrar allí “no las doctrinas de Roma, sino las doctrinas de Lutero”. Y se consagró a la causa del evangelio.
Los romanistas de Francia lo arrojaron a la cárcel como hereje, pero fue puesto en libertad por el rey Francisco I, que durante años osciló entre Roma y la Reforma. Berquin fue encarcelado tres veces por las autoridades papales, solo para ser librado por el monarca, quien rehusaba sacrificarlo a la malicia del clero. El reformador recibió repetidas advertencias del peligro que lo amenazaba en Francia, y fue animado a seguir en los pasos de los que habían hallado seguridad en un exilio voluntario.
El valiente Berquin
Pero el celo de Berquin tan solo iba en aumento. Se decidió a usar medidas más valientes. No solamente se mantenía firme en defensa de la verdad, sino que atacaba el error. Los opositores más activos eran los monjes instruidos del departamento teológico de la Universidad de París, una de las autoridades eclesiásticas más altas de la nación. De los escritos de estos eruditos, Berquin extrajo doce proposiciones que declaró públicamente que estaban “opuestas a la Biblia”, y apeló al rey para que fuera juez en la polémica.
El monarca, gozoso por la oportunidad de humillar el orgullo de estos
monjes engreídos, pidió que los romanistas defendieran su causa con la Biblia. Pero esta arma les servía de poco; la tortura y la hoguera eran instrumentos que sabían esgrimir mejor. Ahora ellos vieron que estaban por caer en el foso en el que habían esperado echar a Berquin, y buscaron un medio de escape.
“Precisamente en ese tiempo una imagen de la Virgen, levantada en una de las esquinas de la ciudad, fue mutilada”. Multitudes acudieron al lugar con sentimientos de lamentos y de indignación. El rey fue hondamente conmovido. “Estos son los frutos de las doctrinas de Berquin –clamaban los monjes–. Todo está por ser derrocado: la religión, las leyes, el trono mismo, por esta conspiración luterana”.4
El rey se retiró de París, y los monjes se vieron en libertad para poner en práctica su voluntad. Berquin fue acusado y condenado a muerte, y a menos que Francisco I se interpusiera para salvarlo, la sentencia sería ejecutada el mismo día en que fue pronunciada. Al mediodía, una inmensa multitud se congregó para presenciar el acontecimiento, y muchos vieron con asombro que la víctima había sido elegida de entre las familias más valientes y nobles de Francia. El estupor, la indignación, el desprecio y el odio agudo ensombrecieron los rostros de la multitud que se agolpaba, pero en un rostro no había ninguna sombra; el mártir estaba solamente consciente de la presencia de su Señor.
El rostro de Berquin estaba radiante con la luz del cielo. Vestía una “capa de terciopelo, justillo de raso y de damasco, y medias doradas”.5 Estaba por testificar de su fe en la presencia del Rey de reyes, y ningún rastro de duelo debía empañar su gozo.
Mientras la procesión se movía lentamente por las calles atestadas, el público notaba con admiración el triunfo gozoso que se reflejaba en su rostro. “Se parece –decían– a alguien que está sentado en un templo y medita en cosas sagradas”.
Berquin en la hoguera
En la estaca, Berquin trató de dirigir unas pocas palabras al pueblo; pero los monjes empezaron a gritar y los soldados a golpear las armas, de tal forma que sus ruidos ahogaron la voz del mártir. Así, en 1529, la más alta autoridad eclesiástica de la culta París “dio al populacho de 1793 el mal ejemplo de sofocar en la horca las palabras sagradas de los moribundos”.6
Berquin fue estrangulado, y su cuerpo consumido por las llamas.
Los maestros de la fe reformada partieron hacia otros campos. Lefevre marchó para Alemania. Farel regresó a su ciudad natal en el este de Francia para esparcir la luz en la tierra de su niñez. La verdad que enseñaba encontró oyentes, pero el predicador pronto fue desterrado de la ciudad. Atravesó las aldeas, enseñando en casas privadas y en campos apartados, hallando refugio en los bosques y entre las cavernas rocosas que había frecuentado en la niñez. Así como en los días apostólicos, la persecución había “contribuido al avance del evangelio” (Fil. 1:12). Expulsados de París y de Meaux, “los que se habían dispersado predicaban la palabra por dondequiera que iban” (Hech. 8:4). Y así la luz se abrió paso hasta llegar a muchas provincias remotas de
Francia.
El llamamiento de Calvino
En una de las escuelas de París estudiaba un joven reflexivo, cuidadoso, que se destacaba por la corrección de su vida, el ardor intelectual y la devoción religiosa. Su inteligencia y su esfuerzo lo convirtieron en el orgullo del colegio, y se anticipaba confiadamente que este joven, Juan Calvino, llegaría a ser uno de los defensores más capaces de la iglesia.
Pero un rayo de la luz divina penetró en los muros del escolasticismo y la superstición que encerraban a Calvino. Olivetán, un primo de Calvino, se había unido a los reformadores. Ambos parientes discutían entre sí los asuntos que perturbaban al cristianismo. “Hay solamente dos religiones en el mundo –dijo Olivetán, el protestante–. Una [...] inventada por los hombres, en [...] la que el individuo se salva a sí mismo mediante ceremonias y buenas obras; la otra es la única religión revelada en la Biblia, y que le enseña al hombre a buscar la salvación únicamente por la gracia de Dios”.
“No acepto ninguna de tus nuevas doctrinas –exclamó Calvino–; ¿piensas tú que he vivido en el error toda mi vida?”7 Pero cuando se encontró solo en su habitación, consideró las palabras de su primo. Se vio a sí mismo sin intercesor en la presencia de un Juez santo y justo. Las buenas obras, las ceremonias de la iglesia, todas estas cosas eran impotentes para expiar el pecado. La confesión, la penitencia, no podían reconciliar al alma con Dios.
Testigo de un martirio
Al pasar un día, por casualidad, por una de las plazas públicas, Calvino presenció la muerte de un hereje en la hoguera. En medio de las torturas de
esa muerte terrible, y bajo la horrenda condenación de la iglesia, el mártir manifestaba una fe y un valor que el joven estudiante no pudo menos que contrastar penosamente con su propia desesperanza y la oscuridad que lo rodeaba. Sabía que los “herejes” fundaban su fe en la Biblia; por lo tanto, decidió estudiarla y descubrir el secreto del gozo de aquellos.
En la Biblia encontró a Cristo. “Oh Padre –exclamó–, el sacrificio de Cristo ha aplacado tu ira; su sangre ha lavado mis impurezas; su cruz ha cargado mi maldición; su muerte me ha expiado... hasta ha tocado mi corazón, para que yo considerara como una abominación todos los otros méritos fuera de los de Jesús”.8
Entonces decidió consagrar su vida al evangelio. Pero era tímido por naturaleza y deseaba dedicarse al estudio. Sin embargo, los pedidos fervientes de sus amigos lograron que aceptara llegar a ser un maestro público. Sus palabras eran como un rocío que caía para refrescar la tierra. Ahora se encontraba en una ciudad de provincia bajo la protección de la princesa Margarita que, como amante del evangelio, extendió su amparo a los que lo profesaban. La obra de Calvino comenzó en los hogares de la gente. Los que oían el mensaje llevaban las buenas nuevas a los demás. Él avanzaba colocando el fundamento de iglesias que producirían testigos valientes para la verdad.
París recibiría otra invitación para aceptar el evangelio. Los llamados de Lefevre y de Farel habían sido rechazados, pero de nuevo el mensaje tenía que ser oído por todas las clases sociales de la gran capital. El rey no se había puesto totalmente de parte de Roma y en contra de la Reforma. Margarita resolvió que la fe reformadora tenía que ser predicada en París. Ordenó a un ministro protestante que predicara en las iglesias, pero como esto había sido prohibido por los dignatarios papales, la princesa abrió su palacio para ello. Se anunció que todos los días se predicaría un sermón, y la gente estaba invitada a concurrir. Millares se reunían cada día.
El rey ordenó que dos de las iglesias de París fueran abiertas a estas reuniones. La ciudad nunca había sido tan conmovida por la Palabra de Dios. La temperancia, la pureza, el orden y la laboriosidad estaban reemplazando a la ebriedad, el desenfreno, la pelea y la holgazanería. Pero aunque muchos aceptaron el evangelio, la mayoría del pueblo la rechazó. Los partidarios del Papa tuvieron éxito en volver al predominio. De nuevo las iglesias se
cerraron, y la hoguera volvió a arder.
Calvino estaba todavía en París, y las autoridades resolvieron enviarlo a la hoguera. Él ni siquiera sospechaba de nada, cuando sus amigos llegaron apresuradamente a su habitación con la noticia de que los funcionarios estaban en viaje para arrestarlo. Al instante se oyó que alguien llamaba con violencia a la puerta de calle. No perdieron un solo momento. Los amigos detuvieron a los funcionarios en la puerta, mientras otros ayudaban al reformador a bajar por una ventana, y rápidamente llegó a la choza de un trabajador que era amigo de la Reforma. Se disfrazó con la ropa de quien lo albergaba y, cargando una azada, comenzó su viaje. Viajó hacia el sur, y de nuevo encontró refugio en los dominios de Margarita.
Calvino no podía permanecer inactivo. Tan pronto como la tormenta se hubo calmado un poco, buscó un nuevo campo de trabajo en Poitiers, donde las nuevas opiniones habían obtenido el favor del pueblo. Gente de toda clase escuchaba alegremente el evangelio. Al aumentar el número de oyentes, se pensó que era más seguro reunirse fuera de la ciudad. Eligieron una caverna en la que los árboles y las rocas sobresalientes disimulaban completamente el lugar. En ese punto retirado, se leía la Biblia y se la explicaba. Aquí se celebró la Cena del Señor por primera vez para los protestantes de Francia. De esta pequeña iglesia se enviaron evangelistas a otros lugares.
Una vez más, Calvino regresó a París, pero encontró que casi todas las puertas y las oportunidades de trabajar estaban cerradas. Finalmente decidió partir para Alemania. Apenas había salido de Francia, se desencadenó una tormenta sobre los protestantes. Resulta que los reformadores franceses resolvieron asestar un golpe contra las supersticiones de Roma, lo que había de despertar a toda la nación. Una noche, se colocaron carteles en toda Francia que atacaban la misa. Este movimiento celoso, pero imprudente, les dio a los romanistas un pretexto para exigir la destrucción de los “herejes” como agitadores peligrosos para el trono y para la paz de la nación.
Uno de los carteles fue colocado en la puerta de la habitación privada del rey. La temeridad inigualada de introducir estas alarmantes manifestaciones dentro de los predios reales despertó la ira del monarca. Su cólera se manifestó en las terribles palabras: “Deténgase a todos los sospechosos de luteranismo sin distinción. Los exterminaré a todos ellos”.9 El rey había decidido ponerse completamente del lado de Roma.
Un reinado de terror
Se capturó a un pobre adherente a la fe reformada, que estaba acostumbrado a convocar a los creyentes a sus asambleas secretas. Amenazándolo con una muerte inmediata en la hoguera, se le ordenó que condujera al emisario papal a la casa de todo protestante de la ciudad. El miedo a las llamas prevaleció, y él aceptó traicionar a sus hermanos. Morin, el detective real, junto con el traidor, pasaron lenta y silenciosamente por las calles de la ciudad. Cuando llegaban frente a la casa de un luterano, el traidor hacía una señal, sin pronunciar palabra alguna. La procesión se detenía, entraban en la casa, encadenaban a la familia y la sacaban, y la compañía proseguía en busca de nuevas víctimas. “Morin hizo temblar a toda la ciudad [...] era un reino de terror”.10
Las víctimas fueron entregadas a la muerte en medio de crueles torturas, pues se había ordenado especialmente que las quemasen a fuego lento, con el fin de prolongar su agonía. Pero murieron como conquistadores, con una persistencia inconmovible y en medio de una paz imperturbable. Los perseguidores se sintieron derrotados. “Toda París pudo ver qué clase de hombres podían producir las nuevas ideas. No había púlpito tan eficaz como la hoguera del mártir. El gozo sereno que iluminaba los rostros de esos hombres mientras eran llevados al lugar de la ejecución... proclamaba con irresistible elocuencia las bondades del evangelio”.11
A los protestantes se los acusó de tramar una masacre de los católicos,
derrocar el gobierno y asesinar al rey, aunque no podía presentarse ni una sombra de evidencia que sostuviera esa acusación. Pero las crueldades infligidas contra los inocentes protestantes rindieron fruto en el futuro, y en los siglos posteriores trajeron como resultado precisamente el desastre que habían predicho sobre el rey, su gobierno y sus súbditos. Pero esas acciones fueron realizadas por los incrédulos y por los papistas mismos. La eliminación del protestantismo traería sobre Francia estas terribles desgracias. Ahora prevalecían las sospechas, la desconfianza y el terror en todas las clases sociales. Millares huyeron de París, constituyéndose en expatriados voluntarios de su tierra natal, en muchos casos, dando de esta manera la indicación de que favorecían la fe reformada. Los partidarios del Papa se asombraron al observar la clase insospechada de “herejes” que había sido
tolerada entre ellos.
Se abolió la imprenta
Francisco I se había deleitado en reunir en su corte a hombres de letras de todos los países. Pero, inspirado por el celo de desterrar la herejía, este benefactor del conocimiento proclamó un edicto para prohibir toda clase de impresión en toda Francia. Francisco I constituye uno de los muchos ejemplos que revelan que la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la intolerancia y la persecución religiosa.
Los sacerdotes exigían que el agravio hecho al alto cielo por haber condenado la misa fuera expiada con sangre. Se indicó que el 21 de enero de 1535 fuera realizada la terrible ceremonia. Delante de cada puerta se encendió una antorcha en honor del “santo sacramento”. Antes del amanecer, se formó la procesión en el palacio del rey.
“La hueste era dirigida por el obispo de París que se hallaba bajo un magnífico toldo [...] sostenido por cuatro príncipes de linaje real [...]. Detrás de la procesión caminaba el rey [...] Francisco I, quien ese día no usaba corona, ni manto estatal”.12 En cada altar, él se inclinaba con humillación, no por los vicios que corrompían su alma, ni por la sangre inocente que manchaba sus manos, sino por el “terrible pecado” de sus súbditos que habían osado condenar la misa.
En la gran sala del palacio del obispo apareció el monarca, y con palabras de conmovedora elocuencia lamentó “el crimen, la blasfemia, el día de dolor y la desgracia” que había sobrevenido a la nación. Y pidió a cada súbdito leal que ayudara en la extirpación de la pestilente “herejía” que amenazaba a Francia con la ruina. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y toda la asamblea lloró y exclamó unánimemente: “¡Viviremos y moriremos por la religión católica!”13
“La gracia que trae salvación” había aparecido, pero Francia, que fue iluminada por su brillo, la rechazó, eligiendo las tinieblas antes que la luz. Habían llamado al mal bien, y al bien mal, hasta que cayeron víctimas de su propio engaño voluntario. La luz que los habría salvado del engaño, de manchar sus almas con la culpa de sangre, fue rechazada voluntariamente.
De nuevo se formó la procesión. “A corta distancia se habían erigido hogueras sobre las que algunos protestantes cristianos serían quemados vivos; se arregló para que las piras fueran encendidas en el momento en que se acercaba el rey, y que la procesión se detuviera para presenciar la
ejecución”.14 No había ninguna vacilación por parte de las víctimas. Al exigírsele que se retractara, uno contestó: “Yo solo creo en lo que los profetas y los apóstoles predicaron anteriormente, y lo que creyó toda la compañía de los santos. Mi fe tiene su confianza en Dios, quien resistirá todos los poderes del infierno”.15
Al llegar al palacio, la muchedumbre se dispersó y el rey y los prelados se retiraron, felicitándose de que la obra continuaría hasta lograr una destrucción completa de la “herejía”.
El evangelio de la paz que Francia rechazó iba a ser desarraigado con toda seguridad, y los resultados serían terribles. El 21 de enero de 1793 otra procesión, organizada con un fin muy diferente, recorrió las calles de París. “De nuevo el rey era la figura principal; otra vez la multitud clamaba; de nuevo se oían los gritos de más víctimas; de nuevo había oscuras hogueras; y de nuevo las escenas del día terminaron con horribles ejecuciones; Luis XVI, forcejeando con los carceleros y con los verdugos, fue arrastrado hasta la guillotina, y allí mantenido por la fuerza hasta que la cuchilla cayó y su cabeza, separada del cuerpo, rodó por el piso”.16 Y cerca del mismo sitio, 2.800 seres humanos murieron decapitados por la guillotina durante el Reinado del Terror.
La Reforma había presentado al mundo una Biblia abierta. El amor infinito había abierto delante de los hombres los principios del cielo. Cuando Francia rechazó el don del cielo, sembró la semilla de la ruina. El proceso inevitable de la causa y el efecto se cumplieron en lo que se conoce históricamente como la Revolución Francesa y el Reinado del Terror.
El valiente y entusiasta Farel se vio obligado a huir de la tierra de su nacimiento a Suiza. Sin embargo, continuó ejerciendo una decidida influencia sobre la reforma en Francia. Con ayuda de otros exiliados, los escritos de los reformadores alemanes fueron traducidos al francés y, junto con la Biblia en ese idioma, se imprimieron en grandes cantidades. Los colportores vendieron estas obras en forma muy extensa en Francia.
Farel inició su obra en Suiza bajo el disfraz humilde de un maestro de escuela, introduciendo cuidadosamente las verdades de la Biblia. Algunos creyeron, pero los sacerdotes intentaron detener la obra, y los supersticiosos fueron inducidos a oponerse a ella. “Ese no puede ser el evangelio de Cristo – instaban los sacerdotes–, puesto que la predicación de estas ideas no trae paz
sino guerra”.17
Farel fue de aldea en aldea, soportando hambre, frío y cansancio, y hallando por todas partes peligro para su vida. Predicaba en los mercados, en las iglesias y a veces en los púlpitos de las catedrales. Más de una vez fue golpeado y dejado por muerto. Sin embargo, avanzó. Vio una a una, aldeas y ciudades que habían sido fortalezas del papado, abrirse al evangelio.
Farel había tenido el deseo de implantar el estandarte del protestantismo en Ginebra. Si esta ciudad llegara a ganarse, sería un centro para la Reforma en Francia, Suiza e Italia.
Muchas de las ciudades y villas vecinas habían sido ya ganadas.
Con un solo compañero, entró en Ginebra. Pero pudo predicar solamente dos sermones. Los sacerdotes lo convocaron primero a un concilio eclesiástico, con armas escondidas debajo de sus hábitos, determinados a darle muerte. Una multitud furiosa se reunió para asegurarse de su muerte si lograba escapar del concilio. Sin embargo, la presencia de los magistrados y de una fuerza armada lo salvó. Temprano por la mañana del siguiente día fue conducido a través del lago a un lugar seguro. Así terminó su primer esfuerzo por evangelizar Ginebra.
Para la siguiente prueba se eligió un instrumento más sencillo: un joven de apariencia tan humilde, que fue fríamente tratado aun por los mismos profesos amigos de la Reforma. ¿Pero qué podría hacer semejante persona donde Farel había sido rechazado? “Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos” (1 Cor. 1:27).
Fromento, el maestro de escuela
Fromento comenzó su obra como maestro de escuela. Les enseñaba verdades a los niños en la escuela, que luego ellos repetían en sus hogares. Pronto los padres acudieron a escuchar la explicación de la Biblia. Se distribuían ejemplares del Nuevo Testamento y folletos. Después de un tiempo, también este obrero se vio obligado a huir, pero las verdades que enseñó ya se habían implantado en la mente de los habitantes del pueblo. La Reforma había sido establecida. Regresaron los predicadores, y el culto protestante se afianzó finalmente en Ginebra.
La ciudad se había decidido ya en favor de la Reforma cuando Calvino entró por sus puertas. El reformador se dirigía a Basilea, cuando se vio
obligado por las circunstancias a tomar un camino de rodeo que pasaba por Ginebra.
En esa visita, Farel reconoció la mano de Dios. Aunque Ginebra había aceptado la fe reformada, la obra de regeneración debía ser realizada en el corazón por el poder del Espíritu Santo, no por decreto de concilios. Aunque el pueblo de esta ciudad había desechado la autoridad de Roma, no estaba tan dispuesto a renunciar a los vicios que habían florecido bajo su gobierno.
En el nombre de Dios, Farel rogó al joven evangelista que se quedara y trabajara allí. Calvino se sintió alarmado. Quería evitar el trato directo con el espíritu fuerte y aun violento de los ginebrinos. Deseaba encontrar un lugar tranquilo para estudiar y desde allí, por medio de la prensa, instruir y edificar las iglesias. Pero no se atrevió a rechazar la tarea que le era propuesta. Le pareció “que la mano de Dios se había extendido desde el cielo, y que se posaba sobre él, y lo colocaba justamente en el lugar que tan impacientemente quería abandonar”.18
El tronar del anatema
Los anatemas del Papa tronaban contra Ginebra. ¿Cómo habría de resistir esta pequeña ciudad a la poderosa jerarquía que había obligado a reyes y emperadores a someterse?
Habiendo pasado los primeros triunfos de la Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas para realizar su destrucción. Se creó la orden de los jesuitas, la más cruel, inescrupulosa y poderosa de todas las fuerzas del papado. Eliminando todo sentimiento de afecto natural, y con la conciencia totalmente silenciada, no conocían ellos otra regla, otro vínculo, sino los de su orden (ver el Apéndice).
El evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes a soportar sufrimientos sin ser amedrentados por el frío, el hambre, la fatiga y la pobreza, para sostener la verdad a pesar del tormento, el calabozo y la hoguera. El jesuitismo inspiraba a sus seguidores un fanatismo que los habilitaba a soportar iguales peligros, y de oponer al poder de la verdad todos los poderes del engaño. No había crimen demasiado grande que pudiera cometerse, no había engaño demasiado bajo que pudiera practicarse, ni había disfraz demasiado difícil de llevar. Tenían el propósito definido de abatir el protestantismo y restablecer la supremacía papal.
Usando el manto de la santidad, visitaban prisiones y hospitales,
ministraban a los enfermos y a los pobres, y llevaban el sagrado nombre de Jesús, que fue por todas partes haciendo bien; pero debajo de este exterior impecable, a menudo se ocultaban propósitos criminales y mortíferos.
Un principio fundamental de la orden era que el fin justifica los medios. Mentir, robar, hacer el mal y asesinar eran recomendables cuando servían a los intereses de la iglesia. Bajo el manto jesuítico lograban entrar en las oficinas del Estado, y eran elevados para ser consejeros de los reyes y para amoldar la conducta de las naciones. Se empleaban como sirvientes para actuar como espías de sus amos. Establecieron colegios para los príncipes y los nobles, y escuelas para el pueblo común. Los hijos de los padres protestantes eran obligados a observar los ritos papales. Así, la libertad por la que los padres habían trabajado penosamente era traicionada por sus hijos. Dondequiera que iban los jesuitas, seguía un reavivamiento del papado.
Con el fin de darles mayor poder, se proclamó una bula que restablecía la Inquisición. Este terrible tribunal fue de nuevo instaurado por los gobernantes partidarios del Papa, y en sus secretos calabozos se repitieron atrocidades tan terribles que no pueden soportar la luz del día. En muchos países, miles y miles de personas que pertenecían a la alta sociedad de la nación, los más intelectuales y altamente educados, fueron muertos u obligados a huir a otros países (ver el Apéndice).
Victorias para la Reforma
Estos fueron los medios que Roma utilizó para apagar la luz de la Reforma y restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media, la edad oscura. Pero bajo la bendición de Dios y por el esfuerzo de hombres nobles que él levantó para suceder a Lutero, el protestantismo no fue derrocado. No fueron las armas de los príncipes su poderío. Las naciones más humildes y menos poderosas llegaron a ser sus fortalezas. Fue la pequeña Ginebra; fue Holanda, combatiendo contra la tiranía de España; fue la desierta y estéril Suecia, países que ganaron victorias para la Reforma.
Más o menos durante 30 años, Calvino trabajó desde Ginebra, procurando el avance de la Reforma por toda Europa. Su conducta no fue irreprochable, ni estaban sus doctrinas libres de error. Pero fue el instrumento para proclamar verdades de una importancia especial, para mantener el protestantismo frente a la ola papal que rápidamente regresaba, y para promover en las iglesias reformadas la sencillez y la pureza de vida.
Desde Ginebra salían publicaciones y maestros para esparcir las doctrinas reformadas. Desde este punto esperaban todos los países recibir instrucción y ánimo. La ciudad de Calvino llegó a ser un refugio para los perseguidos reformadores de toda la Europa occidental. Ellos eran bienvenidos y allí cuidados con ternura; y al encontrar un hogar, bendecían a la ciudad adoptiva con su saber, su capacidad y su piedad. Juan Knox, el valiente reformador escocés, no pocos de los puritanos ingleses, protestantes de Holanda y de España, y los hugonotes de Francia, llevaron desde Ginebra la antorcha de la verdad para iluminar las tinieblas de sus países natales. 📖
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1 Wylie, lib. 13, cap. 1.
2 Ibíd., lib. 13, cap. 2.
3 D’Aubigné, lib. 12, cap. 3.
4 Ibíd.
5 D’Aubigné, History of the Reformation in Europe in the Time of Calvin [Historia de la Reforma en Europa en el tiempo de Calvino], lib. 2, cap. 16.
6 Wylie, lib. 13, cap. 9.
7 Ibíd., lib. 13, cap. 7.
8 Martyn, t. 3, cap. 13.
9 D’Aubigné, lib., 2, cap. 30.
10 Ibíd., lib. 4, cap. 10.
11 Wylie, lib. 13, cap. 20.,
12 Ibíd., lib. 13, cap. 21.
13 D’Aubigné, lib. 4, cap. 12.
14 Wylie, lib. 13, cap. 21.
15 D’Aubigné, lib. 4, cap. 12.
16 Wylie, lib. 13, cap. 21.
17 Ibíd., lib. 14, cap. 3.
18 D’Aubigné, lib. 9, cap. 17.
Los Rescatados | Capítulo 13
El despertar en España
Versiculos
Los comienzos del siglo XVI coinciden con el período heroico de la historia de España, el período de la victoria final sobre los moros y de la romántica conquista del Nuevo Mundo, período en que el entusiasmo religioso y militar elevó el carácter nacional de un modo extraordinario. Tanto en la guerra como en la diplomacia y en el arte de gobernar se reconocía y temía la preeminencia de los españoles. A fines del siglo XV, Colón había descubierto y unido a la corona de España territorios muy extensos y fabulosamente ricos. En los primeros años del siglo XVI fue cuando Balboa descubrió el Océano Pacífico; y mientras se colocaba en Aquisgrán la corona de Carlomagno y Barbarroja sobre la cabeza de Carlos V, Magallanes llevaba a cabo el gran viaje que tendría por resultado la circunnavegación del globo, y Cortés se hallaba empeñado en la ardua conquista de México. Veinte años después, Pizarro había tenido éxito en la conquista del Perú.
Carlos V ascendió al trono como soberano de España y Nápoles, de los Países Bajos, de Alemania y Austria, en el momento en que Alemania se encontraba en un estado de agitación sin precedentes. Con la invención de la imprenta, se propagó la Biblia por los hogares del pueblo, y como muchos aprendieron a leer para sí la Palabra de Dios, la luz de la verdad disipó las tinieblas de la superstición como por obra de una nueva revelación. Era evidente que había habido un alejamiento de las enseñanzas de los fundadores de la iglesia primitiva, tal cual se hallaban relatadas en el Nuevo Testamento. Entre las órdenes monásticas “la vida en los conventos se había corrompido al extremo de que los monjes más virtuosos no podían ya soportarla”.19 Muchos otros, que estaban relacionados con la iglesia, se asemejaban muy poco a Jesús y a sus apóstoles. Los católicos sinceros, que amaban y honraban la antigua religión, se horrorizaban ante el espectáculo que se les ofrecía por todas partes. Entre todas las clases sociales se notaba “una viva percepción de las corrupciones que se habían introducido en la iglesia, y un profundo y general anhelo por la reforma”.20
Deseosos de respirar un ambiente más sano, surgieron por todas partes
evangelistas inspirados por una doctrina más pura. Muchos católicos, nobles y serios, entre los que habían no pocos del clero español e italiano, se unieron a este movimiento que rápidamente iba extendiéndose por Alemania y Francia. Como lo declaró el sabio arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, en sus Comentarios del catecismo, aquellos piadosos prelados querían ver “revivir en su sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros antepasados y de la iglesia primitiva”.21
El clero de España era competente para tomar parte directiva en este retorno al cristianismo primitivo. Siempre amante de la libertad, el pueblo español durante los primeros tiempos de la era cristiana se había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma; y solo después de transcurridos ocho siglos, reconoció al fin a Roma el derecho de entrometerse con autoridad en sus asuntos internos. Con el fin de aniquilar ese espíritu de libertad, característico del pueblo español hasta en los siglos posteriores a su reconocimiento de la supremacía papal, en 1483 Fernando e Isabel, en un momento fatal para España, permitieron el establecimiento de la Inquisición como tribunal permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de Torquemada como inquisidor general.
Durante el reinado de Carlos V, la represión de las libertades del pueblo, que ya había ido muy lejos en tiempos de su abuelo, y que su hijo iba a convertir en un sistema, siguió desenfrenadamente... a pesar de las apelaciones de las cortes. Por todas partes se requerían los servicios de su famoso ministro, el cardenal Jiménez, para impedir un rompimiento manifiesto. Al principio del reinado del monarca (1520), las ciudades de Castilla se vieron impulsadas a sublevarse para conservar sus antiguas libertades. Solo con grandes dificultades logró sofocarse la insurrección (1521). La política de este soberano consistía, como había consistido la de su abuelo Fernando, en oponerse al espíritu de toda una época, considerando tanto las almas como los cuerpos de las muchedumbres como propiedad personal de una persona. Dijo un historiador: “El soberbio imperio de Carlos V se levantó sobre la tumba de la libertad”.22
A pesar de tan extraordinarios esfuerzos por despojar a los hombres de sus libertades civiles y religiosas, y hasta de la libertad del pensamiento, el fuego del entusiasmo religioso, unido al instinto profundo de libertad civil, indujo a muchos hombres y mujeres piadosos a aferrarse firmemente a las enseñanzas
de la Biblia y a sostener el derecho que tenían de adorar a Dios según los dictados de su conciencia. De aquí que en España se realizara un movimiento similar al de la revolución religiosa que se desarrollaba en otros países. Al mismo tiempo en que los descubrimientos del Nuevo Mundo prometían al soldado y al mercader territorios sin límites y riquezas fabulosas, muchos miembros de entre las familias más nobles fijaron resueltamente sus miradas en las conquistas más vastas y las riquezas más duraderas del evangelio. Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras estaban abriéndose paso silenciosamente en el corazón de hombres como el erudito Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V; su hermano Juan de Valdés, secretario del virrey de Nápoles; y el elocuente Constantino Ponce de la Fuente, capellán y confesor de Carlos V, de quien Felipe II dijo que era “muy gran filósofo y profundo teólogo y de los más destacados hombres en el púlpito y elocuencia que ha habido desde hace tiempo”.A Más allá aún fue la influencia de las Sagradas Escrituras al infiltrarse en el rico monasterio de San Isidro del Campo, donde casi todos los monjes recibieron gozosos la Palabra de Dios, como una antorcha para sus pies y luz sobre su camino. Incluso fue aceptada por el arzobispo Carranza, quien después de haber sido elevado a la primacía, se vio obligado durante cerca de 20 años a batallar en defensa de su vida entre los muros de la Inquisición porque respaldaba las doctrinas de la Biblia.B
Ya en 1519 empezaron a aparecer, en forma de pequeños folletos en latín, los escritos de los reformadores de otros países, a los que siguieron, meses después, obras de mayor extensión, escritas casi todas en castellano. En ellas se exaltaba la Biblia como piedra de toque que debía servir para probar cualquier doctrina, se exponía sabiamente la necesidad que había de reformas, y se explicaban con claridad las grandes verdades relativas a la justificación por la fe y la libertad mediante el evangelio.
“La primera, la más noble, la más sublime de todas las obras –enseñaban los reformadores–, es la fe en Jesucristo. De esta obra deben proceder todas las otras [...]. Un cristiano que tiene fe en Dios lo hace todo con libertad y con gozo; mientras que el hombre que no está con Dios vive lleno de preocupaciones y sujeto siempre a la servidumbre. Este se pregunta a sí mismo, con angustia, cuántas obras buenas tendrá que hacer; corre de aquí para allá; pregunta a uno y a otro; no encuentra la paz en ninguna parte, y
todo lo hace con disgusto y con temor. La fe vive únicamente en Jesucristo, y nos es prometida y dada gratuitamente. ¡Oh hombre!, imagínate a Cristo, y considera cómo Dios te muestra en él su misericordia, sin ningún mérito de tu parte. Extrae de esta imagen de su gracia la fe y la certidumbre de que todos tus pecados te están perdonados: esto no lo pueden producir las obras. De la sangre, de las llagas, de la misma muerte de Cristo es de donde mana esa fe que brota en el corazón”.C
En uno de los tratados, la diferencia que existe entre la excelencia de la fe y las obras humanas se explicaba de esta manera:
“Dios dijo: ‘el que crea y sea bautizado será salvo’. Esta promesa de Dios debe ser preferida a toda la ostentación de las obras, a todos los votos, a todas las satisfacciones, a todas las indulgencias y a cuanto ha inventado el hombre; porque de esta promesa, si la recibimos con fe, depende toda nuestra felicidad. Si creemos, nuestro corazón se fortalece con la promesa divina; y aunque el fiel quedase despojado de todo, esa promesa en la que cree lo sostendría. Con ella resistiría al adversario que se lanzara contra su alma; con ella podrá responder a la despiadada muerte, y ante el mismo juicio de Dios. Su consuelo en todas sus adversidades consistirá en decir: Yo recibí ya las primicias de ella en el bautismo; si Dios es conmigo, ¿quién será contra mí?
¡Oh, qué rico es el cristiano bautizado! Nada puede perderlo a no ser que se niegue a creer.
“Si el cristiano encuentra su salud eterna en la renovación de su bautismo por la fe –preguntaba el autor de ese tratado–, ¿qué necesidad tiene de las prescripciones de Roma? Declaro, pues –añadía–, que ni el Papa, ni el obispo, ni cualquier hombre que sea tiene derecho a imponer lo más mínimo a un cristiano sin su consentimiento. Todo lo que se hace así, se hace tiránicamente. Somos libres con respecto a todos. Dios aprecia todas las cosas según la fe, y acontece a menudo que el simple trabajo de un criado o de una criada es más grato a Dios que los ayunos y las obras de un fraile, por faltarle a éste la fe. El pueblo cristiano es el verdadero pueblo de Dios”.23
En otro tratado se enseñaba que el verdadero cristiano, al ejercer la libertad
que da la fe, tiene buen cuidado también en respetar los poderes establecidos. El amor a sus semejantes lo induce a comportarse de un modo prudente y a ser leal a los que gobiernan el país. “Aunque el cristiano... [sea] libre, se hace voluntariamente siervo, para obrar con sus hermanos como Dios obró con él
mismo por Jesucristo”. “Yo quiero –dice el autor– servir libre, gozosa y desinteresadamente a un Padre que me ha dado toda la abundancia de sus bienes; quiero obrar con mis hermanos, así como Cristo obró conmigo”.
“De la fe –prosigue el autor– procede una vida llena de libertad, de caridad y de alegría. ¡Oh, cuán elevada y noble es la vida del cristiano! [...] Por la fe el cristiano se eleva hasta Dios; por el amor desciende hasta el hombre; y no obstante permanece siempre en Dios. He aquí la verdadera libertad; libertad que sobrepasa a toda otra libertad, tanto como los cielos distan de la tierra”.24 Estas exposiciones de la libertad del evangelio no podían dejar de llamar la atención en un país donde el amor a la libertad estaba tan arraigado. Los tratados y los folletos pasaron de mano en mano. Los amigos del movimiento evangélico en Suiza, Alemania y los Países Bajos seguían enviando a España gran número de publicaciones. No era tarea fácil para los comerciantes burlar la vigilancia de los partidarios de la Inquisición, que hacían cuanto podían para acabar con las doctrinas reformadas, al contrarrestar la ola de literatura
que iba inundando al país.D
No obstante, los amigos de la causa perseveraron, hasta que muchos miles de tratados y libritos fueron introducidos de contrabando, burlando la vigilancia de los agentes apostados en los principales puertos del Mediterráneo y a lo largo de los pasos de los Pirineos. A veces se metían estas publicaciones dentro de fardos de heno o de yute (cáñamo de las Indias), o en barriles de vino de Borgoña o de Champaña. A veces iban empaquetados en un barril interior impermeable dentro de otro barril más grande lleno de vino. Año tras año, durante la mayor parte del siglo XVI, se hicieron esfuerzos constantes para abastecer al pueblo con Testamentos y Biblias en español y con los escritos de los reformadores. Era una época en que la Palabra impresa había tomado un vuelo que la llevaba, como el viento lleva las semillas, hasta los países más remotos.
Entretanto, la Inquisición trataba de impedir con redoblada vigilancia que dichos libros llegasen a manos del pueblo. “Los dueños de librerías tuvieron que entregarle tantos libros, que casi se arruinaban”.25 “Ediciones enteras fueron confiscadas, y no obstante ejemplares de obras importantes, inclusive muchos Nuevos Testamentos y porciones del Antiguo Testamento, llegaban a los hogares del pueblo merced a los esfuerzos de los comerciantes y colportores. Esto sucedía así especialmente del norte, en Cataluña, Aragón y
Castilla la Vieja, donde los valdenses habían sembrado pacientemente la semilla que empezaba a brotar y que prometía abundante cosecha”.E
Uno de los colportores más perseverantes y afortunados en la tarea fue Julián Hernández, un enano que, disfrazado a menudo de buhonero o de arriero, hizo muchos viajes a España cruzando los Pirineos, o por alguno de los puertos del sur del país. Según testimonio del escritor jesuita fray Santiáñez, era Julián un español que “salió de Alemania con la intención de convertir en infierno a toda España y recorrió gran parte de ella, repartiendo muchos libros de perversa doctrina por varias partes y sembrando las herejías de Lutero en hombres y mujeres; y especialmente en Sevilla. Era sobremanera astuto y mañoso (condición propia de los herejes). Hizo gran daño en toda Castilla y Andalucía. Entraba y salía por todas partes con mucha seguridad con sus planes y embustes, prendiendo fuego en donde ponía los pies”.F
Mientras la difusión de impresos daba a conocer en España las doctrinas reformadas, “debido a la extensión del gobierno de Carlos V sobre Alemania y los Países Bajos, se estrechaban más las relaciones de España con estos países, lo que proporcionaba a los españoles, tanto laicos como eclesiásticos, una buena oportunidad para informarse acerca de las doctrinas protestantes, y no pocos les dieron favorable acogida”.26 Entre ellos se encontraban algunos que, como Alfonso y Juan de Valdés, hijos de Don Fernando de Valdés, corregidor de la antigua ciudad de Cuenca, desempeñaban altos puestos públicos.
“Alfonso de Valdés que, como secretario imperial, acompañó a Carlos V
con motivo de su coronación, en 1520, y a la Dieta de Worms, en 1521, aprovechó su viaje a Alemania y a los Países Bajos para informarse bien respecto al origen y la propagación del movimiento evangélico, y escribió dos cartas a sus amigos de España haciendo un relato completo de cuanto había oído, incluso un informe detallado de la comparecencia de Lutero ante la Dieta”.G
Unos diez años después estuvo con Carlos V en la Dieta de Augsburgo, donde tuvo oportunidad de conversar libremente con Melanchton, a quien aseguró que su “influencia había contribuido a librar el ánimo del emperador de [...] falsas impresiones; y que en una entrevista posterior se le había encargado dijera a Melanchton que su majestad deseaba que éste escribiera
un compendio claro de las opiniones de los luteranos, poniéndolas en oposición, artículo por artículo, con las de sus adversarios. El reformador accedió gustoso al pedido, y el resultado de su labor fue comunicado por Valdés a Campegio, legado del Papa. Este acto no se le escapó al ojo vigilante de la Inquisición. Luego que Valdés regresara a su país natal, se lo acusó ante el ‘Santo oficio’ y fue condenado como sospechoso de luteranismo”.27
El poder del Espíritu Santo, que asistió a los reformadores en la tarea de presentar las verdades de la Palabra de Dios durante las grandes Dietas convocadas de tanto en tanto por Carlos V, hizo una gran impresión en el ánimo de los nobles y de los dignatarios de la iglesia, que acudieron a ellas desde España. Por más que a algunos de estos, como al arzobispo Carranza, se los contara durante muchos años entre los más decididos partidarios del catolicismo romano, no pocos cedieron al fin a la convicción de que era verdaderamente Dios quien dirigía y enseñaba a aquellos intrépidos defensores de la verdad, que, con la Biblia, proponían volver al cristianismo primitivo y a la libertad del evangelio.
Entre los primeros reformadores españoles que se valieron de la imprenta para esparcir el conocimiento de la verdad bíblica hay que mencionar a Juan de Valdés, hermano de Alfonso, sabio abogado y secretario del virrey español de Nápoles. Sus obras se caracterizaban por un “amor a la libertad, digno de los más elevados elogios”H Escritas “con gran maestría y agudeza, en estilo ameno y con pensamientos muy originales”, sus obras contribuyeron grandemente e echar los cimientos del protestantismo en España.
“En Sevilla y Valladolid, los protestantes llegaron a contar con el mayor número de adeptos”. Pero como “los que adoptaron la interpretación reformada del evangelio se contentaron por regla general con su promulgación, sin atacar abiertamente la teología o la Iglesia Católica”,28 casi no podían reconocer quién estaba de parte de la reforma, pues temían revelar sus verdaderos sentimientos a los que no les parecían dignos de confianza. En la providencia de Dios, fue un golpe dado por la misma Inquisición el que rompió en Valladolid aquella valla de retraimiento, e hizo posible a los creyentes reconocerse y hablar unos con otros.
Francisco San Román, procediente de Burgos, e hijo del alcalde mayor de
Bribiesca, en el curso de sus viajes comerciales tuvo oportunidad de visitar
Bremen, donde oyó predicar las doctrinas evangélicas. De regreso a Amberes, fue encarcelado durante ocho meses, pasados los cuales se le permitió proseguir su viaje a España, donde se creía que guardaría silencio. Pero, tal como aconteció con los apóstoles en la antigüedad, no pudo “dejar de hablar las cosas que había visto y oído”, por lo que no tardó en ser entregado a la Inquisición en Valladolid.
El proceso fue corto... Confesó abiertamente su fe en las principales doctrinas de la Reforma: que nadie se salva por sus propias obras, méritos o fuerzas, sino únicamente por medio de la gracia de Dios, mediante el sacrificio de un solo Mediador. Ni con súplicas o torturas se lo pudo inducir a que se retractara; se lo sentenció, pues, a la hoguera, y sufrió el martirio en un notable auto de fe en 1544.
Hacía cerca de cuarto de siglo que la doctrina reformada había llegado por primera vez a Valladolid, pero durante ese tiempo “sus discípulos se habían contentado con guardarla en su corazón o hablar de ella con la mayor cautela a sus amigos de confianza. El estudio y la meditación, avivados por el martirio de San Román, pusieron fin a tal retraimiento. Expresiones de simpatía por su suerte, o de admiración por sus opiniones, dieron lugar a conversaciones, en las que los que favorecían la nueva fe, como se la llamaba, pudieron fácilmente reconocerse unos a otros. El celo y la magnanimidad de la que dio prueba el mártir al soportar el odio general y sufrir tan horrible muerte por causa de la verdad, provocó la imitación hasta de los más tímidos de aquellos; de tal manera que, pocos años después de aquel auto, se organizaron formando una iglesia que se reunía con regularidad, en privado, para la instrucción y el culto religioso”.29
Esta iglesia, cuyo desarrollo fue fomentado por los esfuerzos de la Inquisición, tuvo por primer pastor a Domingo de Rojas. “Su padre fue Don Juan, primer marqués de Poza; su madre fue hija del conde de Salinas, y descendía de la familia del marqués de la Mota. [...] Además de los libros de los reformadores alemanes, con los que estaban familiarizados, propagó ciertos escritos suyos, y particularmente un tratado con el título de Explicación de los artículos de fe, que contenía una corta exposición y defensa de las nuevas opiniones”.
“Rechazaba como contraria a las Escrituras la doctrina del Purgatorio, la misa y otros artículos de la fe establecida”. “Merced a sus exhortaciones
llenas de celo, muchos fueron inducidos a unirse a la iglesia reformada de Valladolid, entre los que se contaban varios miembros de la familia del mismo Rojas, como también de la del marqués de Alcañices y de otras familias nobles de Castilla”.30 Después de algunos años de servicio en la buena causa, Rojas sufrió el martirio de la hoguera. Camino al sitio del martirio, pasó frente al palco real, y preguntó al rey:
“–¿Cómo podéis, señor, presenciar así los tormentos de vuestros inocentes súbditos? Salvadnos de muerte tan cruel”.
“–No –replicó Felipe–, yo mismo llevaría la leña para quemar a mi propio hijo si fuese tan miserable como tú”.31
El Dr. Don Agustín Cazalla, compañero y sucesor de Rojas, “era hijo de Pedro Cazalla, oficial mayor del tesoro real” y se lo consideraba como “a uno de los principales oradores sagrados de España”. En 1545 fue nombrado capellán del emperador, “a quien acompañó el año siguiente a Alemania”, y ante quien predicó ocasionalmente años después, cuando Carlos V se hubo retirado al convento de Yuste. De 1555 a 1559 tuvo Cazalla oportunidad de pasar una larga temporada en Valladolid, de donde provenía su madre, en cuya casa solía reunirse secretamente para el culto de la iglesia protestante. “No pudo resistir a las repetidas súplicas con que se le instó para que se hiciera cargo de los intereses espirituales de ella; quien, favorecida con el talento y la notoriedad del nuevo pastor, creció rápidamente en número y respetabilidad”.32
En Valladolid “la doctrina reformada penetró hasta en los monasterios. Fue abrazada por gran número de las monjas de Santa Clara y de la orden cisterciense de San Belén, y contaba con personas convertidas entre la clase de mujeres devotas, que [...] se dedicaban a obras de caridad”.
“Las doctrinas protestantes se esparcieron por todas partes alrededor de Valladolid, y había convertidos en casi todas las ciudades y en muchos de los pueblos del antiguo reino de León. En la ciudad de Toro fueron aceptadas las nuevas doctrinas por... Antonio Herrezuelo, abogado de gran talento, y por miembros de las familias de los marqueses de la Mota y de Alcañices. En la ciudad de Zamora, Don Cristóbal de Padilla era cabeza de los protestantes”. De estos los había también en Castilla la Vieja, en Logroño, en la Raya de Navarra, en Toledo y en las provincias de Granada, Murcia, Valencia y Aragón. “Formaron agrupaciones en Zaragoza, Huesca, Barbastro y en otras
muchas ciudades”.33
Respecto al carácter y la posición social de los que se unieron al movimiento reformador en España, se expresa así el historiador: “Tal vez no hubo nunca en país alguno tan grande proporción de personas ilustres, por su cuna o por su saber, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a explicar el hecho singular de que un grupo de disidentes que no bajaría de dos mil personas, diseminadas en tan vasto país, y débilmente relacionadas unas con otras, hubiese logrado comunicar sus ideas y tener sus reuniones privadas durante cierto número de años sin ser descubierto por un tribunal tan celoso como lo fue el de la Inquisición”.34
Al paso que la Reforma se propagaba por todo el norte de España, con
Valladolid por centro, una obra de igual importancia, centralizada en Sevilla, se llevaba a cabo en el sur. Merced a una serie de circunstancias providenciales, Rodrigo de Valero, joven acaudalado, fue inducido a apartarse de los deleites y los pasatiempos de los ricos ociosos y hacerse heraldo del evangelio de Cristo. Consiguió un ejemplar de la Vulgata, y aprovechaba todas las oportunidades para aprender el latín, en que estaba escrita la Biblia. “A fuerza de estudiar día y noche, pronto logró familiarizarse con las Sagradas Escrituras. El ideal sostenido por ellas era tan patente y diferente del que tenía el clero, que Valero se sintió obligado a hacerle ver a este cuánto se habían apartado del cristianismo primitivo todas las clases sociales, tanto en cuanto a la fe como en cuanto a las costumbres; la corrupción de su propia orden, que había contribuido a estropear toda la comunidad cristiana; y el sagrado deber que le correspondía a la orden de aplicar inmediato y radical remedio antes que el mal se volviera del todo incurable. Estos reproches siempre iban acompañados de una apelación a las Sagradas Escrituras como autoridad suprema en materia de religión, y de una exposición de las principales doctrinas que aquellas enseñan”.35 “Y esto lo decía –escribe Cipriano de Valera– no por rincones, sino en medio de las plazas y las calles, y en las gradas de Sevilla”.36
El más distinguido entre los conversos de Rodrigo de Valero fue el Dr.
Egidio (Juan Gil), canónigo mayor de la corte eclesiástica de Sevilla, quien, a pesar de su extraordinario saber, no logró por muchos años alcanzar popularidad como predicador. Valero, reconociendo la causa del fracaso del Dr. Egidio, le aconsejó “estudiar día y noche los preceptos y las doctrinas de
la Biblia; y la frialdad impotente con que había solido predicar fue sustituida con poderosos llamados a la conciencia y tiernas exhortaciones dirigidas a los corazones de sus oyentes. Se despertó tal interés en ellos, que llegaron a la íntima convicción de la necesidad y ventaja de aquella salvación revelada por el evangelio; de este modo, los oyentes fueron preparados para recibir las nuevas doctrinas de la verdad que les presentara el predicador, tal cual a él mismo le eran reveladas, y con la precaución que parecía aconsejar y requerir tanto la debilidad del pueblo como la peligrosa situación del predicador.
“De este modo y debido a un entusiasmo [...] suavizado con prudencia [...] tuvo la honra no solo de ganar convertidos a Cristo, sino de educar mártires para la verdad. ‘Entre las demás dotes celestiales de aquel santo varón’, decía uno de sus discípulos, ‘era verdaderamente de admirar el que a todos aquellos a quienes les daba instrucción religiosa, parecía que en su misma doctrina les aplicaba al alma una antorcha de un fuego santo, inflamándolos con ella para todos los ejercicios piadosos, así internos como externos, y encendiéndolos particularmente para sufrir y aun amar la cruz que los amenazaba: en esto solo, en los iluminados con la luz divina, daba a conocer que lo asistía Cristo en su ministerio, puesto que en virtud de su Espíritu grababa en el corazón de los suyos las mismas palabras que él con su boca pronunciaba’ ”.37
El Dr. Egidio contaba entre sus convertidos al Dr. Vargas y al Dr. Constantino Ponce de la Fuente, hombre de talento poco común, que había predicado durante muchos años en la catedral de Sevilla, y a quien en 1539, con motivo de la muerte de la emperatriz, se había elegido para pronunciar la oración fúnebre. En 1548 el Dr. Constantino acompañó, por mandato real, al príncipe Felipe a los Países Bajos “para hacer ver a los flamencos que no le faltaban a España sabios y oradores corteses”;38 y de regreso a Sevilla predicaba regularmente en la catedral cada dos domingos. “Cuando él tenía que predicar (predicaba por lo común a las 8:00), era tanta la concurrencia del pueblo que a las 4, muchas veces aun a las 3 de la madrugada, apenas se encontraba en el templo sitio cómodo para oírlo”.I
Era una grandísima bendición para los creyentes protestantes de Sevilla
tener como guías espirituales a hombres como los Dres. Egidio y Vargas, y el elocuente Constantino, que cooperaron con tanto ánimo y de un modo incansable para el adelanto de la causa que tanto amaban. “Asiduamente ocupados en el desempeño de sus deberes profesionales durante el día, se
reunían de noche con los amigos de la doctrina reformada, unas veces en una casa particular, otras veces en otra; el pequeño grupo de Sevilla creció insensiblemente, y llegó a ser el tronco principal del que se tomaron ramas para plantarlas en la campiña vecina”.39
Durante su ministerio, “Constantino, al mismo tiempo en que instruía al pueblo de Sevilla desde el púlpito, se ocupaba en propagar el conocimiento religioso por el país por medio de la prensa. El carácter de sus escritos nos muestra con plena claridad lo excelente de su corazón. Eran adecuados a las necesidades espirituales de sus paisanos, pero no calculados para lucir sus talentos, o para ganar fama entre los sabios. Fueron escritos en su idioma patrio, en estilo al alcance de las inteligencias menos desarrolladas. Sacrificó sin vacilar las especulaciones abstractas y los adornos retóricos, en los que por naturaleza y educación podía sobresalir, y persiguió el único fin de que todos lo entendieran y resultara útil a todos”.40 Es un hecho histórico singular y por demás significativo que cuando Carlos V, cansado de la lucha contra la propagación del protestantismo, lucha en que había pasado casi toda la vida, había renunciado al trono y se había retirado a un convento en busca de descanso, fue uno de los libros del Dr. Constantino, su Suma de doctrina cristiana, la que el rey escogió como una de las treinta obras favoritas que constituían aproximadamente toda su biblioteca.
Si se tiene en cuenta el carácter y la elevada categoría de los dirigentes del protestantismo en Sevilla, no resulta extraño que la luz del evangelio brillase allí con claridad suficiente para iluminar no solo muchos hogares del pueblo, sino también los palacios de príncipes, nobles y prelados. La luz brilló con tanta claridad que, como sucedió en Valladolid, penetró hasta en algunos de los monasterios, que a su vez se volvieron centros de luz y bendición. El capellán del monasterio domínico de San Pablo propagaba con fervor las doctrinas reformadas. Se contaban discípulos en el convento de Santa Isabel y en otras instituciones religiosas de Sevilla y sus alrededores.
“Pero fue en el convento jeronimiano de San Isidro del Campo, uno de los más célebres monasterios de España, situado a unos dos kilómetros de Sevilla, donde la luz de la verdad divina brilló con más fulgor. Uno de los monjes, García de Arias, llamado vulgarmente Dr. Blanco, enseñaba precavidamente a sus hermanos que el recitar en los coros de los conventos, de día y de noche, las sagradas plegarias, sea rezando o cantando, no era
rogar a Dios; que los ejercicios de la verdadera religión eran otros que los que pensaba el populacho religioso; que debían leerse y meditarse con suma atención las Sagradas Escrituras, y que solo de ellas se podía sacar el verdadero conocimiento de Dios y de su voluntad”.J Esta enseñanza fue hábilmente destacada por otro monje, Casiodoro de Reina, que se hizo célebre posteriormente al traducir la Biblia al idioma de su país. La instrucción dada por tan notables personalidades preparó el camino para “el camino radical” que, en 1557, fue introducido “en los asuntos internos de aquel monasterio”. “Habiendo recibido un buen surtido de ejemplares de las Escrituras y de libros protestantes, en castellano, los frailes los leyeron con gran avidez, circunstancia que contribuyó a confirmar a cuantos habían sido instruidos, y a librar a otros de las preocupaciones de que eran esclavos. Debido a esto el prelado superior y otras personas de carácter oficial, de acuerdo con la congregación, resolvieron reformar su institución religiosa. Las horas llamadas de rezo, que antes se dedicaban a un improductivo formalismo, fueron aplicadas a oír conferencias sobre las Escrituras; los rezos por los difuntos fueron suprimidos o sustituidos con enseñanzas para los vivos; se suprimieron por completo las indulgencias y las dispensas papales, que eran un lucrativo monopolio; se dejaron subsistir las imágenes, pero ya no se las reverenciaba; la temperancia habitual sustituyó a los ayunos supersticiosos; y a los novicios se les instruía en los principios de la verdadera piedad, en lugar de iniciarlos en los hábitos ociosos y degradantes del monaquismo. Del sistema antiguo no quedaba más que el hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podían abandonar sin exponerse a inevitable e inminente peligro.
“Los buenos efectos de semejante cambio no tardaron en dejarse sentir fuera del monasterio de San Isidro del Campo. Por medio de sus pláticas y de la circulación de libros, aquellos diligentes monjes difundieron el conocimiento de la verdad por las comarcas vecinas y la dieron a conocer a muchos que vivían en ciudades bastante distantes de Sevilla”.41
Por deseable que fuese “la reforma introducida por los monjes de San Isidro en su convento [...] no obstante ella los puso en situación delicada a la par que dolorosa. No podían deshacerse del todo de las formas monásticas sin exponerse al furor de sus enemigos; no podían tampoco conservarlas sin incurrir en culpable inconsecuencia”.
Todo bien pensado, resolvieron que no sería prudente fugarse del convento, y que lo único que podían hacer era “quedarse donde estaban y encomendarse a lo que dispusiera una Providencia omnipotente y bondadosa”. Los siguientes acontecimientos hicieron que reconsideraran el asunto y acordaron dejar que cada uno actúe según le pareciera más prudente, de acuerdo con su conciencia y las circunstancias. “Consecuentemente, doce de entre ellos abandonaron el monasterio y, por diferentes caminos, lograron ponerse a salvo fuera de España, y a los doce meses se reunieron en Ginebra”.42
Hacía unos 40 años que las primeras publicaciones que contenían las
doctrinas reformadas habían penetrado en España. Los esfuerzos combinados de la Iglesia Católica Romana no habían logrado contrarrestar el avance secreto del movimiento, y año tras año la causa del protestantismo se había robustecido, hasta contarse por miles los adherentes a la nueva fe. De vez en cuando se iban algunos a otros países para gozar de la libertad religiosa. Otros salían de su tierra para colaborar en la obra de crear toda una literatura especialmente adecuada para fomentar la causa que amaban más que la misma vida. Otros aún, al igual que los monjes que abandonaron el monasterio de San Isidro, se sentían movidos a salir debido a las circunstancias peculiares en que se hallaban.
La desaparición de estos creyentes, muchos de los cuales se habían destacado en la vida política y religiosa, había despertado, desde hacía mucho tiempo, las sospechas de la Inquisición, y con el transcurso del tiempo, algunos de los ausentes fueron descubiertos en el extranjero, desde donde se esforzaban por impulsar la causa protestante en España. Esto indujo a creer que había muchos protestantes en España. Pero los creyentes habían sido tan discretos, que ninguno de los familiares de la Inquisición podía ni siquiera determinar el paradero de ellos.
Fue entonces cuando una serie de circunstancias llevó al descubrimiento de los centros del movimiento en España, y de muchos creyentes. En 1556 Juan Pérez, que vivía en ese entonces en Ginebra, terminó su versión castellana del Nuevo Testamento. Esta edición, junto con ejemplares del catecismo español que preparó al año siguiente y con una traducción de Salmos, deseaba mandarla a España, pero durante algún tiempo le fue imposible encontrar a alguien que estuviese dispuesto a llevar a cabo tan arriesgada tarea.
Finalmente, Julián Hernández, el fiel colportor, se ofreció a hacer la prueba. Colocó los libros dentro de dos grandes barriles, logró burlar a los secuaces de la Inquisición y llegó a Sevilla, desde donde se distribuyeron rápidamente los preciosos volúmenes. Esta edición del Nuevo Testamento fue la primera versión protestante que alcanzara circulación bastante grande en España.K
Durante su viaje, Hernández había dado un ejemplar del Nuevo Testamento a un herrero de Flandes. El herrero enseñó el libro a un cura, que obtuvo del donante una descripción de la persona que se lo había dado a él, y la transmitió inmediatamente a los inquisidores de España. Merced a estas señas, los sicarios inquisitoriales lo acecharon a su regreso y lo apresaron cerca de la ciudad de Palma. Lo volvieron a conducir a Sevilla, y lo encerraron entre los muros de la Inquisición, donde durante más de dos años se hizo cuanto fue posible para inducirlo a que delatara a sus amigos, pero sin resultado alguno. Fiel hasta el fin, sufrió valientemente el martirio de la hoguera, gozoso de haber sido honrado con el privilegio de “introducir la luz de la verdad divina en su descarriado país”, y seguro de que en el día del juicio final, al comparecer ante su Hacedor, oiría las palabras de aprobación divina que le permitirían vivir para siempre con su Señor.
No obstante, aunque desafortunados en sus esfuerzos para conseguir de Hernández datos que llevaran al descubrimiento de los amigos de éste, “al fin llegaron los inquisidores a conocer el secreto que tanto deseaban saber”.43 Por aquel entonces, uno de sus agentes secretos consiguió informes similares de la iglesia de Valladolid.
Inmediatamente, los que estaban a cargo de la Inquisición en España “despacharon mensajeros a los diferentes tribunales inquisitoriales del reino, ordenándoles que hicieran investigaciones con el mayor secreto en sus respectivas jurisdicciones, y que estuvieran listos para proceder en común tan pronto como recibieran nuevas instrucciones”.44 Así, silenciosamente y con prontitud, consiguieron los nombres de centenares de creyentes, y al tiempo señalado y sin previo aviso, fueron estos capturados simultáneamente y encarcelados. Los miembros nobles de las prósperas iglesias de Valladolid y de Sevilla, los monjes que permanecieron en el monasterio de San Isidro del Campo, los fieles creyentes que vivían lejos en el norte, al pie de los Pirineos, y otros más en Toledo, Granada, Murcia y Valencia, todos se vieron de pronto encerrados entre los muros de la Inquisición, para sellar luego su
testimonio con su sangre.
“Las personas convictas de luteranismo [...] eran tan numerosas, que alcanzaron a abastecer con víctimas cuatro grandes y tétricos autos de fe en el curso de los años siguientes. [...] Dos se celebraron en Valladolid, en 1559; uno en Sevilla, el mismo año, y otro el 22 de diciembre de 1560”.45
Entre los primeros que fueron apresados en Sevilla figuraba el Dr. Constantino Ponce de la Fuente, que había trabajado tanto tiempo sin despertar sospechas. “Cuando se le dio la noticia a Carlos V, quien se encontraba entonces en el monasterio de Yuste, de que se había encarcelado a su capellán favorito, exclamó: ‘¡Si Constantino es hereje, gran hereje es!’ Y cuando más tarde un inquisidor le aseguró que había sido declarado culpable, respondió suspirando: ‘¡No podéis condenar a otro mayor!’ ”46
No obstante, no fue fácil probar la culpabilidad de Constantino. En efecto, parecían ser incapaces los inquisidores de probar los cargos levantados contra él, cuando por casualidad “encontraron, entre otros muchos, un gran libro, escrito de puño y letra del mismo Constantino, el cual, abiertamente y como si escribiese para sí mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los mismos inquisidores declararon en su sentencia, publicada después en el patíbulo), a saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia y de la iglesia del Papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento de la eucaristía y del invento de la misa; todas cuestiones, según él, que fascinaban al mundo a causa de la ignorancia de las Sagradas Escrituras; de la justificación del hombre; del Purgatorio, al que llamaba cabeza de lobo e invento de los frailes en favor de su gula; de las bulas e indulgencias papales; de los méritos de los hombres; de la confesión”. Al enseñársele el volumen a Constantino, este dijo: “Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo esto, y declaro inocentemente que todo es verdad. Ni tenéis ya que cansaros en buscar contra mí otros testimonios: tenéis aquí ya una confesión clara y explícita de mi creencia; obrad pues, y haced de mí lo que queráis”.47
A causa de los rigores de su encierro, Constantino no llegó a vivir dos años desde que entró en la cárcel. Hasta sus últimos momentos se mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su serena confianza en Dios. Providencialmente fue encerrado en el mismo calabozo que Constantino uno de los jóvenes monjes del monasterio de San Isidro del Campo, quien tuvo el privilegio de atenderlo durante su última enfermedad y de cerrarle los ojos en paz.
El Dr. Constantino no fue el único amigo y capellán del emperador que sufrió a causa de sus relaciones con la causa protestante. El Dr. Agustín Cazalla, considerado durante muchos años como uno de los mejores oradores religiosos de España, y que había oficiado a menudo ante la familia real, se encontraba entre los que habían sido apresados y encarcelados en Valladolid. En el momento de su ejecución pública, se volvió hacia la princesa Juana, ante quien había predicado muchas veces, y señalando a su hermana que había sido también condenada, dijo: “Os suplico, Alteza, tengáis compasión de esa mujer inocente que tiene trece hijos huérfanos”. Ni aun así se la absolvió, si bien su suerte es desconocida. Pero se sabe que los sicarios de la Inquisición, en su intensa ferocidad, no se contentaron con haber condenado a los vivos, y entablaron juicio contra la madre de aquella, Doña Leonor de Vivero, que había muerto años antes, acusándola de que su casa había servido de “templo a los luteranos”. Se dictaminó que había muerto en estado de herejía, que su memoria era digna de difamación y que se confiscaba su hacienda, y se mandaron a exhumar sus huesos, que se quemaran públicamente junto con su efigie; además, que se arrasara su casa, que se desparramara sal sobre el solar y que se erigiera allí mismo una columna con una inscripción que explicara el motivo de la demolición. Todo esto fue hecho”, y el monumento ha permanecido en pie durante cerca de tres siglos.L
Fue durante ese martirio, cuando la fe sublime y la constancia inquebrantable de los protestantes quedaron exaltadas en el comportamiento de “Antonio Herrezuelo, abogado entendidísimo, y de doña Leonor de Cisneros, su esposa, dama de 24 años, discreta y maravillosamente virtuosa, y de una hermosura tal que parecía fingida por el deseo.
“Herrezuelo era hombre de una condición altiva y de una firmeza en sus posiciones superior a los tormentos del ‘Santo’ Oficio. En todas las audiencias que tuvo con sus jueces [...] se manifestó desde luego protestante, y no solo protestante, sino uno de los ideólogos de su secta en la ciudad de Toro, donde hasta entonces había morado. Le exigieron los jueces de la Inquisición que declarase uno a uno los nombres de aquellas personas conducidas por él a las nuevas doctrinas; pero ni las promesas, ni los ruegos, ni las amenazas bastaron para alterar el propósito de Herrezuelo en no delatar a sus amigos y compañeros. ¿Y qué más? Ni aun los tormentos pudieron quebrantar su constancia, más firme que envejecido roble o que imponente
roca nacida en el seno de los mares.
“Su esposa [...] presa también en los calabozos de la Inquisición, al fin débil como joven de 24 años (después de cerca de dos años de encarcelamiento), cediendo al espanto de verse reducida a la privación de los negros paredones que formaban su cárcel, tratada como delincuente, lejos de su marido a quien amaba aun más que a su propia vida [...] y temiendo todas la furia de los inquisidores, declaró haber abrazado los errores de los herejes, manifestando al mismo tiempo con dulces lágrimas en los ojos su arrepentimiento. [...]
“Llegado el día en que se celebraba el martirio con la pompa conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron los condenados al patíbulo, y desde él escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo iba a ser reducido a cenizas en la voracidad de una hoguera; y su esposa doña Leonor a abjurar las doctrinas luteranas, que hasta aquel punto había albergado en su alma, y a vivir, a voluntad del ‘Santo’ Oficio, en las casas de reclusión que estaban preparadas para estos delincuentes. En ellas, con penitencias y difamación, recibiría el castigo de sus errores y una enseñanza para que en el futuro no se desviara del camino de su perdición y ruina”.48
Herrezuelo, al salir al patíbulo, “lo único que lo conmovió fue ver a su
esposa en ropas de penitente; y la mirada que echó (pues no podía hablar) al pasar cerca de ella, camino del lugar de la ejecución, parecía decir: ‘¡Esto sí que es difícil soportarlo!’ Escuchó sin inmutarse a los frailes que lo hostigaban con sus importunas exhortaciones para que se retractase, mientras lo conducían a la hoguera. ‘El bachiller Herrezuelo –dice Gonzalo de Illescas en su Historia pontifical– se dejó quemar vivo con valor sin igual. Estaba yo tan cerca de él que podía verlo por completo y observar todos sus movimientos y expresiones. No podía hablar, pues estaba amordazado [...] pero todo su continente revelaba que era una persona de extraordinaria resolución y fortaleza, que resolvió morir en las llamas antes de someterse a creer con sus compañeros lo que se les exigiera. Por mucho que lo observara, no pude notar ni el más mínimo síntoma de temor o de dolor; eso sí, se reflejaba en su semblante una tristeza cual nunca había visto’ ”.49
Su esposa no olvidó jamás su mirada de despedida. “La idea –dice el historiador– de que había causado dolor a su corazón durante el terrible conflicto por el que tuvo que pasar avivó la llama del afecto que ardía
secretamente en su pecho hacia la religión reformada; y habiendo resuelto, confiada en ‘el poder que se perfecciona en la debilidad’, seguir el ejemplo de constancia dado por el mártir, interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado principio”. En el acto fue arrojada en la cárcel, donde durante ocho años resistió todos los esfuerzos hechos por los inquisidores para que se retractara, y por fin murió ella también en la hoguera como había muerto su marido. Quién no podría expresar lo mismo que su compatriota, De Castro, cuando exclama: “¡Infelices esposos, iguales en el amor, iguales en las doctrinas e iguales en la muerte! ¿Quién negará una lágrima a vuestra memoria y un sentimiento de horror y de desprecio a unos jueces que, en vez de encadenar los entendimientos con la dulzura de la Palabra divina, usaron como armas del raciocinio los potros y las hogueras?”50
Este fue el fin de muchos que en España se habían identificado íntimamente con la Reforma protestante en el siglo XVI, pero de esto “no debemos sacar la conclusión de que los mártires españoles sacrificaron su vida y derramaran su sangre en vano. Ofrecieron a Dios sacrificios de grato olor. Dejaron en favor de la verdad un testimonio que no se perdió del todo”.51
A través de los siglos, este testimonio hizo resaltar la constancia de los que prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres; y subsiste en la actualidad para inspirar valor a quienes decidan mantenerse firmes, en la hora de prueba, en defensa de las verdades de la Palabra de Dios, y para que con su constancia y fe inquebrantable sean testimonios vivos del poder transformador de la gracia redentora.
Notas
A J. Cristóbal Calvete de Estrella, El felicísimo viaje del príncipe D. Felipe... desde España a sus tierras de la Baja Alemania, obra citada por M’Crie, en The Reformation in Spain [La Reforma en España], cap. 7, párr. 19 (ed. de 1856, Edimburgo).
B Por Mandato de Felipe II, el arzobispo Carranza pasó “muchos años leyendo libros heréticos”, con el objeto de refutarlos. A esta influencia atribuyen los historiadores el que, de implacable enemigo del protestantismo, se convirtiera en secreto sostenedor de él. Acusado de herejía, fue encarcelado por la Inquisición en España; pero, como primado, hizo “recusación de todos los arzobispos y obispos de” España “para sus jueces”. Como apelara al Papa, fue transferido a Roma, donde, después de haber sido encarcelado durante muchos años, se lo sentenció finalmente a un nuevo término de encarcelamiento en un convento de los dominicos, por haber “bebido prava doctrina de muchos herejes condenados, como de Martín Lutero, Juan Ecolampadio, Felipe Melanchton y otros” (De Castro y Rossi, Historia de los
protestantes españoles y de su persecución por Felipe II, pp. 223, 231).Ver una relación detallada de las enseñanzas y del largo juicio de Carranza en la obra de C. A. Wilkens, titulada Spanish Protestants in the Sixteenth Century [Protestantes españoles del siglo XVI], cap. 15.
C D’Aubigné, Histoire de la Réformation au seizieme siecle [Historia de la Reforma en el siglo XVI], lib. 6, cap. 2. Este lenguaje es muy semejante al que empleó el arzobispo Carranza, quien dijo en su Catequismo cristiano que “la fe sin las obras es muerta, puesto que las obras son una indicación segura de la existencia de la fe”; que “nuestras buenas obras tienen valor solamente cuando son ejecutadas por amor de Cristo, y que, si prescindimos de él, no vale nada”; que “los sufrimientos de Cristo son del todo suficientes para salvar de todo pecado”; y que “él carga con nuestros pecados y nosotros quedamos libres” (C. A. Wilkens, Spanish Protestants in the Sixteenth Century [Protestantes españoles del siglo XVI], cap. 15).
D El Dr. Ed. Boehme, de la Universidad de Estrasburgo, y miembro correspondiente de la Real Academia Española, hace un curioso relato de este comercio en libros protestantes entre Alemania y España en su obra inglesa Spanish Reformers of Two Centuries from 1520 [Reforma española de dos centurias a partir de 1520], t. 2, pp. 64, 65. Dicho relato, basado en documentos de la época, denota un comercio muy activo llevado a cabo secretamente por medio de amigos de la causa protestante en España.
E Para un relato de las primeras colonias de cristianos valdenses en el norte de España, ver Perrin, Histoire des Vaudois [Historia de los valdenses], lib. 3, cap. 7; lib. 4, cap. 2; lib. 5, cap. 8. Según ella muchos de los valdenses, huyendo de la persecución, se establecieron “en Cataluña y en el reino de Aragón. Es lo que hace notar Mateo París, al decir que en tiempos del papa Gregorio IX había gran número de valdenses en España, y por el 1214, en tiempo del papa Alejandro IV, el cual se quejó en una de sus bulas de que se les había dejado arraigarse tanto y de que no se les hubiese molestado para multiplicarse como lo habían hecho. Efectivamente, en tiempos de Gregorio IX crecieron tanto en número y crédito que establecieron obispos sobre sus rebaños para que les predicasen sus doctrinas, lo cual, al saberlo los otros obispos, fue causa de atroz persecución” (cap. 18, pp. 245, 246).
F Manuscrito Historia de la Compañía de Jesús en esta provincia de Andalucía, citada por De Castro, Historia de los protestantes españoles, nota (1), p. 250. (El manuscrito original se encuentra en la biblioteca “Columbina”, Washington, EE.UU..)
G “Hay razón para creer que la primera de estas cartas se publicó en aquel entonces” (M’Crie, cap. 4). H De Castro, Historia de los protestantes españoles, pp. 99-102. En una nota (pp. 104, 105), De Castro publica una lista de las obras de este reformador.
I Reinaldo Gonzales de Montes (Reginaldo Montaro), Artes de la Inquisición Española, pp. 252, 253, 281-285, 292-303, ed. castellana, Madrid, 1851; pp. 231, 256-259, 265-274, ed. latinas, Heidelberg,
1567, y Madrid, 1857.
J R. Gonzáles de Montes (ed. 1567, p. 278), citado en la “Exposición del primer salmo, por Constantino Ponce de la Fuente”. Bonn, 3ª ed., 1881, apéndice del editor (Ed. Bohmer), p. 236.
K La versión castellana de Francisco de Encinas, publicada en Amberes en 1543, solo tuvo limitada circulación, pues gran parte de la edición fue confiscada. En cuanto a Encinas, fue encerrado en una cárcel en Bruselas por haberse atrevido a proporcionar a sus compatriotas ejemplares del Nuevo Testamento en su propio idioma. “Después de haber estado encerrado quince meses, un día se encontró con las puertas de su prisión abiertas y salió, sin que nadie se opusiera a ello en lo más mínimo, escapó de Bruselas y llegó sano y salvo a Wittenberg” (M’Crie, cap. 5).
L Durante una visita hecha a Valladolid en 1826, el Sr. B. B. Wiffen sacó copia exacta de esta
inscripción que reza como sigue: “Presidiendo la Igla. Roma. Paulo IV. y Reinando en Espa. Phelip. II.
–El Santo Oficio de la Inquisición condeno a derrocar e asolar estas Cassas de Pedro de Cazalla y Da. Leonor de Vibero su Muger porque los hereges Louteranos se juntaban a acer conciliabulos contra nra. Sta. fee chaa, é igla. Roma. Ano de MDLIX. en XXI de Mayo”.
La casa donde se reunían los protestantes de Sevilla tuvo un fin análogo: se roció la tierra con sal y se erigió un pilar monumental parecido. (B. B. Wiffen, Nota, por vía de prólogo, en su reimpresión de la Epístola consolatoria, de Juan Pérez, p. 16, Londres, ed. de 1871.)
* Este capítulo fue compilado por los Sres. C. C. Crisler y H. H. Hall, y se insertó en esta obra con la aprobación de la autora. 📖
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19 Kurtz, Kirchengeschichte [Historia de la iglesia], sec. 125. 20 Ibíd., sec. 122.
21 Bartolomé de Carranza, Comentario sobre el catecismo cristiano, p. 233; citado por Kurtz, sec. 139. 22 Montley, Histoire de la fondation de la République des Provinces Unies [Historia de la fundación de la República de las Provincias Unidas], Prefacio.
23 D’Aubigné, Histoire de la Reformation du seizième siècle [Historia de la Reforma del siglo XVI], lib. 6, cap. 6.
24 Ibíd., lib. 6, cap. 7.
25 J. P. Fisher, Historia de la Reformación, p. 359. 26 Ibíd., p. 360.
27 M’Crie, The Reformation in Spain [La Reforma en España], cap. 4. 28 J. P. Fisher, p. 361.
29 M’Crie, cap. 4.
30 Ibíd., cap. 6.
31 Ibíd., cap. 7.
32 Ibíd., cap. 6.
33 Ibíd.
34 Ibíd.
35 Ibíd., cap. 4.
36 Cipriano de Valera, Dos tratados del Papa, y de la misa, pp. 242-246. 37 M’Crie, cap. 4.
38 Geddes, Miscellaneous Tracts [Tratados misceláneos], t. 1, p. 556. 39 M’Crie, cap. 4.
40 Ibíd., cap. 6.
41 Ibíd.
42 Ibíd.
43 Ibíd., cap. 7.
44 Ibíd.
45 B. B. Wiffen, nota en su reimpresión de la Epístola consolatoria, de Juan Pérez, p. 17. 46 Sandoval, Historia del emperador Carlos Quinto, t. 2, p. 829; citado por M’Crie, cap. 7. 47 R. Gonzales de Montes, Artes de la Inquisición Española, pp. 320-322.
48 De Castro, Historia de los protestantes españoles, pp. 167, 168. 49 M’Crie, cap. 7.
50 De Castro, p. 171.
51 M’Crie, Prefacio.
Los Rescatados | Capítulo 14
En los Países Bajos y Escandinavia
Versiculos
En los Países Bajos, la tiranía papal despertó protestas desde muy temprano. Setecientos años antes de Lutero, el pontífice romano fue valientemente acusado por dos obispos quienes, luego de haber sido enviados a una embajada a Roma, habían descubierto el verdadero carácter de la “santa sede”: “Os establecéis en el templo de Dios; en lugar de pastor, habéis llegado a ser el lobo de las ovejas... en vez de ser un siervo de siervos, como os llamáis, tratáis de haceros un señor de señores... Hacéis caer el desprecio sobre los mandamientos de Dios”.52
Otros se levantaron siglo tras siglo para hacerse eco de esta protesta. La Biblia valdense fue traducida en verso al lenguaje holandés. Declaraban “que ella tenía muchas ventajas; no tiene falsedades, ni fábulas, ni cuentos, ni engaños; sino solo las palabras de verdad”. Así escribían los amigos de la fe antigua en el siglo XII.53
Ahora empezaron las persecuciones romanas; pero los creyentes continuaron multiplicándose, declarando que la Biblia es la única autoridad infalible en religión y que “ningún hombre debe ser obligado a creer, sino que debe ser ganado por la predicación”.54
Las enseñanzas de Lutero hallaron en los Países Bajos a hombres fervientes y fieles para predicar el evangelio. Tal era el caso de Menno Simons, educado como un católico romano y ordenado al sacerdocio, pero que era totalmente ignorante de la Biblia y no quería leerla por temor a caer en la herejía. Por medio del desenfreno trató de silenciar la voz de la conciencia, pero no lo logró. Después de algún tiempo, fue inducido a estudiar el Nuevo Testamento, algo que, junto con los escritos de Lutero, hizo que aceptara la fe reformada.
Poco después presenció el martirio de un hombre a quien se le dio muerte por haber sido rebautizado. Esto lo llevó a estudiar la Biblia con respecto al bautismo infantil y encontró que el arrepentimiento y la fe son las cosas que se requieren como condición del bautismo.
Menno se retiró de la Iglesia Católica y dedicó su vida a enseñar las
verdades que había recibido. Tanto en Alemania como en los Países Bajos se había levantado una clase de fanáticos, contraria al orden y la decencia, que condujo a la insurrección. Menno se opuso firmemente a las enseñanzas erróneas y a los métodos extraños de los fanáticos. Durante 25 años recorrió los Países Bajos y el norte de Alemania donde ejerció una vasta influencia, y ejemplificó en su propia vida los preceptos que enseñaba. Era un hombre íntegro, humilde, bondadoso, sincero y ferviente. Muy grande fue el número de los convertidos a causa de su influencia.
En Alemania Carlos V había prohibido la Reforma, pero los príncipes opusieron una barrera contra su tiranía. En los Países Bajos, su poder era mayor. Edictos de persecución siguieron en rápida sucesión. Leer la Biblia, asistir a una predicación de ella, orar a Dios en secreto, no inclinarse delante de una imagen, cantar un salmo, eran crímenes castigados con la muerte. Millares murieron bajo Carlos V y Felipe II.
En una ocasión, una familia entera fue traída delante de los inquisidores, acusada de no asistir a la misa y de adorar a Dios en su hogar. El hijo menor contestó: “Nos arrodillamos y oramos para que Dios ilumine nuestra mente y perdone nuestros pecados; oramos por nuestros soberanos, para que su reino sea próspero y su vida feliz; oramos por nuestros magistrados, para que Dios los guarde”. No obstante, el padre y uno de los hijos fueron condenados a la hoguera.55
No solamente hombres sino también mujeres adultas y jóvenes desplegaron un valor inquebrantable. “Algunas esposas se decidían en favor de la verdad junto a la hoguera de sus esposos, y mientras él soportaba el fuego le susurraban palabras de valor, o cantaban salmos para alegrarlo”.
“Niñas jóvenes, al ser enterradas vivas, se acostaban en sus tumbas como si entraran en su dormitorio; o iban al patíbulo y al fuego vestidas con sus mejores atavíos, como si fueran a una ceremonia de matrimonio”.56
La persecución aumentó el número de testigos en pro de la verdad. Año tras año el monarca seguía su obra cruel, pero en vano. Guillermo de Orange estableció por fin en Holanda la libertad de adorar a Dios.
La Reforma en Dinamarca
En los países del norte, el evangelio encontró una entrada pacífica. Estudiantes de Wittenberg regresaban a sus hogares llevando la fe reformada a Escandinavia. Los escritos de Lutero también esparcían la luz. La gente
robusta del norte abandonaba la corrupción y las supersticiones de Roma para dar la bienvenida a las verdades revitalizadoras de la Biblia.
Tausen, “el Reformador de Dinamarca”, desde temprana edad dio evidencias de un vigoroso intelecto y entró en un claustro. Los exámenes demostraron que poseía un talento que prometía buenos servicios a la iglesia. El joven estudiante recibió permiso para elegir por sí mismo una universidad de Alemania o de los Países Bajos, con una condición: no debía ir a Wittenberg para no verse expuesto al peligro de la herejía. Así decían los frailes.
Tausen fue a Colonia, una de las fortalezas del romanismo. Aquí pronto llegó a disgustarse. Más o menos por el mismo tiempo leyó con deleite los escritos de Lutero y deseó grandemente gozar de la instrucción personal del reformador. Pero al hacer esto habría arriesgado el apoyo que le brindaba su superior. Pero pronto tomó su decisión y llegó a ser un estudiante de Wittenberg.
Al regresar a Dinamarca no reveló su secreto, sino que trató de inducir a los compañeros a una fe más pura. Abría la Biblia y les predicaba a Cristo como la única esperanza de salvación para el pecador. Enorme fue la ira del prior, quien había albergado grandes esperanzas en cuanto a él como un defensor de Roma. En el acto fue trasladado de su propio monasterio y enviado a otro donde se lo confinó en una celda. A través de los barrotes de su prisión, Tausen comunicaba a sus compañeros el conocimiento de la verdad. Si los sacerdotes daneses hubiesen cumplido hábilmente el plan de la iglesia para tratar a los herejes, la voz de Tausen nunca más habría sido escuchada; pero en lugar de confinarlo en algún calabozo subterráneo, lo echaron del monasterio.
Un edicto real, que acababa de promulgarse, ofreció protección a los maestros de la nueva doctrina. Las iglesias le abrían sus puertas, y el pueblo acudía en masa a escucharlo. Circulaba ampliamente el Nuevo Testamento en danés. Los esfuerzos hechos para detener esta obra solo sirvieron para ampliarla más y más, y pronto Dinamarca declaró su aceptación de la fe reformada.
Progresos en Suecia
También en Suecia jóvenes de Wittenberg llevaron el agua de vida a sus compatriotas. Dos hermanos y dirigentes de la reforma sueca, Olaf y Lorenzo
Petri, estudiaron bajo la dirección de Lutero y Melanchton. A semejanza del gran reformador, Olaf conquistaba a la gente con su elocuencia; Lorenzo, en cambio, como Melanchton, era pensativo y calmo. Pero ambos tenían un valor indomable. Los sacerdotes católicos incitaban al pueblo ignorante y supersticioso. En varias oportunidades, Olaf Petri apenas escapó con vida. Sin embargo, estos reformadores fueron protegidos por el rey, quien determinó auspiciar una reforma y dio la bienvenida a estos ayudantes en la batalla contra Roma.
En presencia del monarca y de los hombres principales de Suecia, Olaf Petri, con gran habilidad, defendió la fe reformada. Declaró que las enseñanzas de los padres debían recibirse únicamente cuando estaban de acuerdo con las Escrituras; que las doctrinas esenciales de la fe se presentan en la Biblia de una manera clara, de tal forma que todos pueden entenderlas.
Este debate sirve para mostrarnos “la clase de hombres que formaban las filas del ejército de los reformadores. No eran personas de poca cultura, sectarios y apologistas ruidosos; lejos de ello. Eran hombres que habían estudiado la Palabra de Dios y conocían bien cómo usar las armas con las que los suplía la armadura de la Biblia. [Eran] eruditos y teólogos, hombres que dominaban perfectamente todo el sistema de la verdad evangélica, y que lograban una victoria fácil sobre los sofistas de las escuelas y los dignatarios de Roma”.57
El rey de Suecia aceptó la fe protestante, y la asamblea nacional se declaró en su favor. Cumpliendo con el deseo del monarca, los dos hermanos se abocaron a la tarea de traducir la Biblia entera. La Dieta ordenó que por todo el imperio los ministros debían explicar las Escrituras, y que a los niños de las escuelas se les debía enseñar a leer la Biblia.
Libre de la opresión romana, la nación logró una fortaleza y grandeza que nunca antes había alcanzado. Un siglo más tarde, esta nación que había sido débil hasta aquí –la única en Europa que se atrevió a prestar una mano de ayuda– se alió con Alemania para ayudarla en la terrible Guerra de los Treinta Años. Parecía que todo el norte de Europa estaba por ser sometido de nuevo a la tiranía de Roma; pero los ejércitos de Suecia permitieron que Alemania obtuviera la tolerancia para los protestantes y restaurara la libertad de conciencia en los países que habían aceptado la Reforma. 📖
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52 Gerard Brandt, History of the Reformation In and About the Low Countries [Historia de la Reforma dentro y alrededor de los Países Bajos], lib. 1, p. 6. 53 Ibíd., p. 14.
54 Martyn, t. 2, p. 87.
55 Wylie, lib. 18, cap. 6.
56 Ibíd.
57 Ibíd., lib. 10, cap. 4.
Los Rescatados | Capítulo 15
La verdad progresa en Inglaterra
Cuando Lutero le abría la Biblia (hasta entonces cerrada) al pueblo de Alemania, Tyndale fue dirigido por el Espíritu de Dios a hacer lo mismo en favor de Inglaterra. La Biblia de Wiclef había sido traducida del texto latino, que contenía muchos errores. Y el costo de las copias de manuscritos era tan elevado, que tenía una circulación muy limitada.
En 1516, el Nuevo Testamento se publicó por primera vez en griego y latín. Se corrigieron muchos errores de versiones anteriores, y en la traducción se presentaba en forma mucho más clara el pensamiento original. Esto indujo a muchas personas educadas a adquirir un conocimiento mejor de la verdad, y dio un nuevo ímpetu a la obra de la Reforma. Pero el común del pueblo, en gran medida, todavía continuaba privado de la Palabra de Dios. Tyndale había de completar la obra de Wiclef de dar la Biblia a sus compatriotas.
Predicó valientemente sus convicciones. A la pretensión papista de que la iglesia había provisto la Biblia, y solo la iglesia podía explicarla, Tyndale respondía: “Lejos de habernos dado las Escrituras, son ustedes los que la han escondido de nosotros; son ustedes los que han quemado a quienes la enseñaban, y si pudieran, quemarían las Escrituras mismas”.58
La predicación de Tyndale despertó gran interés. Pero los sacerdotes se esforzaban por destruir su obra. “¿Qué haremos? –exclamaba él–. Yo no puedo estar en todas partes. ¡Oh! si los cristianos poseyeran las Sagradas Escrituras en su propio idioma, ellos podrían hacer frente a estos sofistas por sí mismos. Sin la Biblia, es imposible establecer a los miembros laicos en la verdad”.59
Entonces, un nuevo propósito se posesionó de su mente: “¿No hablará el evangelio el idioma de Inglaterra en nosotros?... ¿Debe la iglesia tener menos luz al mediodía que en la madrugada?... Los cristianos deben estudiar el Nuevo Testamento en su idioma materno”.60 Únicamente mediante la Biblia los hombres pueden llegar a la verdad.
Un sabio doctor papista, al discutir con él, exclamó: “Sería mejor que
estuviéramos sin las leyes de Dios que sin las del Papa”. Tyndale replicó: “Desafío al Papa y todas sus leyes; y si Dios me prolonga la vida, antes que pasen muchos años, yo haré que un niño o un muchacho que maneje el arado sepa más de las Escrituras que yo mismo”.61
Tyndale traduce el Nuevo Testamento al inglés
Alejado de la casa por la persecución, Tyndale fue a Londres, y allí por un tiempo trabajó sin ser perturbado. Pero de nuevo los partidarios del Papa lo obligaron a huir. Toda Inglaterra parecía estar cerrada contra él. Fue a Alemania, donde comenzó la publicación de la edición inglesa del Nuevo Testamento. Cuando se le prohibía imprimir en una ciudad, iba a otra; por fin llegó a Worms, donde, unos pocos años antes, Lutero había defendido el evangelio ante la Dieta. En esa ciudad había muchos partidarios de la Reforma. Pronto se terminaron tres mil ejemplares del Nuevo Testamento, y en el mismo año se hizo otra edición.
La Palabra de Dios fue secretamente llevada a Londres para hacerla circular desde allí por todo el país. Los partidarios del Papa intentaron suprimir la verdad, pero en vano. El obispo de Durham compró de un librero amigo de Tyndale todo el surtido de Biblias con el propósito de destruirlas, suponiendo que esto perturbaría la obra. Pero el dinero provisto de esta manera sirvió para comprar material para una edición nueva, mejor que la anterior. Cuando Tyndale fue apresado más tarde, se le ofreció su libertad con la condición de que revelara los nombres de los que lo habían ayudado a hacer frente a los gastos de la impresión de Biblias. Él respondió que el obispo de Durham había hecho más que ninguna otra persona, al pagar un gran precio por los libros dejados en sus manos.
Tyndale finalmente dio testimonio de su fe por medio del martirio; pero las armas preparadas capacitaron a otros soldados para continuar la batalla durante siglos, aun hasta nuestro tiempo.
Latimer sostuvo desde el púlpito que la Biblia debía ser leída en el lenguaje del pueblo. “No tomemos caminos laterales, sino que permitamos que la Palabra de Dios nos dirija; no sigamos [...] a nuestros primeros padres, ni busquemos lo que ellos hicieron, sino lo que debían haber hecho”.62
Barnes y Frith, Ridley y Cranmer, que se convirtieron en dirigentes de la Reforma inglesa, eran hombres de saber, y habían sido altamente estimados por el celo y la piedad en la comunión de la iglesia romana. Su oposición al
papado fue el resultado de su conocimiento de los errores de la “santa sede”.
La autoridad infalible de las Escrituras
El gran principio sostenido por estos reformadores, y el mismo que sostuvieron los valdenses, Wiclef, Hus, Lutero, Zuinglio y los que estaban con ellos, era la autoridad infalible de la Escritura. Por sus enseñanzas ellos probaban todas las doctrinas y todas las afirmaciones. La fe en la Palabra de Dios sostuvo a estos hombres santos al entregar su vida en la hoguera. “Ten buen ánimo –exclamó Latimer dirigiéndose a su compañero en el martirio cuando las llamas estaban por silenciar sus voces–, en este día encenderemos una luz que, por la gracia de Dios, confío en que nunca se apagará en Inglaterra”.63
Durante cientos de años después que las iglesias de Inglaterra se
sometieran a Roma, los habitantes de Escocia mantenían su libertad. Sin embargo, en el siglo XII se estableció el papismo, y en ningún país llegó a ser tan tenebroso. Pero aun algunos rayos de luz llegaron para atravesar las tinieblas. Los lolardos, al llegar de Inglaterra con la Biblia y las enseñanzas de Wiclef, hicieron mucho para preservar el conocimiento del evangelio. Con el comienzo de la Reforma llegaron los escritos de Lutero y el Nuevo Testamento de Tyndale. Estos mensajeros atravesaron silenciosamente las montañas y los valles, y avivaron tanto la antorcha de la verdad que casi extinguió la obra destructora hecha durante cuatro siglos de opresión.
Entonces, los dirigentes papales, de repente, despertaron al peligro, y mandaron a la hoguera a algunos de los más nobles hijos de Escocia. Los testigos que deponían su vida en el martirio por todo el país inspiraron a las almas del pueblo con un propósito inmortal de liberarse de las cadenas de Roma.
Juan Knox
Hamilton, Wishart y una larga lista de discípulos más humildes depusieron su vida en la hoguera. Pero desde la pira ardiente de Wishart salió un héroe a quien las llamas no habrían de silenciar; uno que, bajo la dirección de Dios, habría de dar el golpe de muerte al papismo en Escocia.
Juan Knox se apartó de las tradiciones de la iglesia para alimentarse de las verdades de la Palabra de Dios. Las enseñanzas de Wishart confirmaron su determinación de abandonar a Roma y unirse a los reformadores perseguidos. Instado por sus compañeros a predicar, Knox, tembloroso, no se atrevió a
asumir esta responsabilidad. Solamente después de días de penoso conflicto consigo mismo consintió en hacerlo. Pero después de haber aceptado, avanzó con valor inquebrantable. Este reformador, totalmente sincero, no temía hacer frente al hombre. Cuando tuvo que comparecer cara a cara ante la reina de Escocia, no sería convencido con halagos; ni tampoco habría de acobardarse frente a amenazas. Knox había enseñado al pueblo a recibir una religión prohibida por el Estado –declaró la reina–, y con ello había transgredido el mandamiento de Dios que exige que los súbditos obedezcan a sus príncipes. Knox respondió con firmeza: “Si toda la simiente de Abrahán hubiera pertenecido a la religión de Faraón, del cual eran súbditos los israelitas, le pregunto con respeto, señora, ¿qué religión habría en el mundo? O si todos los hombres en los días de los apóstoles hubieran sido de la religión de los emperadores romanos, ¿qué religión existiría hoy en día sobre la faz de la Tierra?”
María respondió: “Tú interpretas las Escrituras de una manera, y ellos (los católicos romanos) la interpretan de otra manera; ¿a quién creeré yo, y quién será el juez?”
“Vuestra Majestad debiera creer en Dios, que habla con claridad en su Palabra –respondió el reformador– [...]. La Palabra de Dios es clara en sí misma; y si aparece alguna oscuridad en algún lugar, el Espíritu Santo, que nunca se contradice a sí mismo, la explicará más claramente en otros lugares”.64
Con valor indomable el valiente reformador, con peligro de vida, se mantuvo firme en su propósito hasta que Escocia se vio libre del papismo.
En Inglaterra, el establecimiento del protestantismo como religión oficial disminuyó la persecución, pero no la detuvo por completo. Se retuvieron no pocas de las formas usadas por Roma. Se rechazó la supremacía del Papa, pero en su lugar se entronizó al monarca como cabeza de la iglesia. Todavía existía una gran separación entre los servicios de la iglesia y la pureza del evangelio. No se entendía todavía la libertad religiosa. Aunque los gobernantes protestantes recurrían solo raramente a las horribles crueldades empleadas por Roma, no se reconocía el principio de que cada hombre debe adorar a Dios de acuerdo con su propia conciencia. Los que no estaban de acuerdo sufrían y continuaron sufriendo la persecución durante centenares de años.
Miles de pastores expulsados
En el siglo XVII miles de pastores fueron expulsados de sus cargos, y se prohibía que el pueblo asistiera a reuniones religiosas a menos que estuvieran sancionadas por la iglesia. En las ocultas profundidades del bosque, esos perseguidos hijos de Dios se reunían para volcar sus almas en oración y alabanza. Muchos sufrían por su fe. Las cárceles se llenaron, y muchas familias fueron desintegradas. Sin embargo, la persecución no pudo silenciar el testimonio. Muchos fueron inducidos a cruzar el océano para llegar a América y allí establecer los fundamentos de la libertad civil y religiosa.
En un calabozo colmado de criminales, Juan Bunyan respiraba la atmósfera del cielo y escribió su maravillosa alegoría referente al viaje del peregrino desde la tierra de destrucción a la ciudad celestial. El progreso del peregrino y Gracia abundante al primero de los pecadores han guiado muchos pies al camino de la vida.
En una hora de tinieblas espirituales, Whitefield y los hermanos Wesley aparecieron como portaluces de Dios. Bajo la iglesia establecida, el pueblo había caído en un estado que apenas se distinguía del paganismo. Las clases más elevadas despreciaban la piedad; las clases más humildes eran abandonadas en el vicio. La iglesia no tenía el valor ni la fe para sostener la causa derruida de la verdad.
Justificación por la fe
Se había perdido de vista casi totalmente la gran doctrina de la justificación por la fe, tan claramente enseñada por Lutero. El principio romanista de confiar en las buenas obras para la salvación había ocupado su lugar. Whitefield y los Wesley buscaban fervientemente el favor de Dios. Esto, según se les había enseñado, había de ser mantenido por la virtud y la observancia de las ordenanzas de la religión.
Cuando se le preguntó a Carlos Wesley, en una ocasión en que cayó enfermo y pensaba que estaba cerca de la muerte, en qué descansaba su esperanza de la vida eterna, su respuesta fue ésta: “He hecho cuanto he podido por servir a Dios”. El amigo no parecía satisfecho con esta contestación. Wesley pensó: “¡Qué! [...] ¿Ha de despojarme él de mis esfuerzos? No tengo otra cosa en la que confiar”.65 Estas eran las tinieblas que se habían asentado sobre la iglesia y apartado a los hombres de la única esperanza de salvación: la sangre del Redentor crucificado.
Wesley y sus asociados fueron inducidos a ver que la ley de Dios se extendía hasta abarcar los pensamientos así como las palabras y las acciones. Mediante esfuerzos diligentes y acompañados de oración, se esforzaron por subyugar los males del corazón natural. Vivieron una vida de abnegación y humillación, observando con exactitud cada exigencia que pensaron podía serles de ayuda para obtener esa santidad que pudiera lograr el favor de Dios. Pero en vano se esforzaron por lograr la liberación de su sentido de condenación del pecado o de quebrantar su poder.
El fuego de la verdad divina, casi completamente extinguido sobre el altar del protestantismo, sería encendido de nuevo por la antigua antorcha conducida por los cristianos de Bohemia. Algunos de estos, que habían hallado refugio en Sajonia, mantenían la fe antigua. Y por medio de estos cristianos, la luz le llegó a Wesley.
Juan y Carlos fueron enviados en una misión a América. En el barco había un grupo de moravos. Se desataron violentas tempestades, y Juan, cara a cara con la muerte, sintió que no tenía la seguridad de la paz de Dios. En cambio, los alemanes manifestaron una calma y una confianza desconocidas para él. “Yo había observado –escribió–, hace mucho tiempo, el gran fervor de su comportamiento [...]. Ahora había una oportunidad de probar si realmente ellos estaban libres del espíritu de temor, así como del espíritu de orgullo, de odio y de venganza. En medio del Salmo con el que comenzaban su servicio religioso, se desató una tormenta, la vela mayor se hizo añicos y cubrió el barco, y el mar se derramó sobre las cubiertas como si el profundo abismo ya nos hubiera tragado. Los ingleses prorrumpieron en terribles gemidos. Los alemanes continuaron cantando con tranquilidad. Le pregunté a uno de ellos más tarde: ‘¿No tenía usted miedo?’ Él respondió: ‘Agradezco a Dios que no tenía miedo’. Yo pregunté: ‘¿Pero vuestras mujeres y vuestros niños no tenían miedo?’ Él contestó en forma dulce: ‘No, nuestras mujeres y nuestros niños no tienen miedo de morir’ ”.66
El corazón de Wesley se llena de un “extraño entusiasmo”
A su regreso a Inglaterra, Wesley llegó a una comprensión más clara de la fe bíblica guiado por la instrucción de un moravo. En una reunión de la sociedad morava que se realizaba en Londres se leyó una declaración de Lutero. Mientras Wesley escuchaba, la fe se encendió en su alma. “Sentí mi corazón extrañamente entusiasmado –dice él–. Sentía que confiaba en Cristo,
solamente en Cristo para la salvación; y me fue dada la seguridad de que él había limpiado mis pecados, precisamente los míos, y me había salvado de la ley del pecado y de la muerte”.67
Ahora Wesley encontró que la gracia, que él se había afanado por ganar mediante oraciones, ayunos y abnegación propia, era una dádiva “sin dinero y sin precio”. Toda su alma ardía con el deseo de esparcir por doquiera el evangelio glorioso de la gracia gratuita de Dios. “Considero a todo el mundo como mi parroquia –dijo–; en cualquier parte del mundo creo que es adecuado, es correcto, y es mi obligación comunicar el evangelio a todos los que están dispuestos a escuchar las buenas nuevas de la salvación”.68
Continuó su vida estricta y de abnegación, pero no considerándola ahora como la razón, sino como el resultado de la fe; no como la raíz, sino como el fruto de la santidad. La gracia de Dios en Cristo se manifiesta en obediencia. Wesley consagró su vida a predicar las grandes verdades que había recibido: la justificación por la fe y la sangre redentora de Cristo, y el poder renovador del Espíritu Santo en el corazón, que produce los frutos en una vida de acuerdo con el ejemplo de Cristo.
Whitefield y los Wesley fueron llamados con desprecio “metodistas” por sus condiscípulos incrédulos, un nombre que actualmente es considerado como honorable entre un gran sector del protestantismo. El Espíritu Santo los instó a predicar a Cristo y a él crucificado. Miles se convertían de corazón. Era necesario que estas ovejas fueran protegidas de los lobos rapaces. Wesley no tenía ninguna idea de formar una nueva denominación, pero los organizó en lo que se llamó la Conexión Metodista.
Misteriosa e irritante fue la oposición que estos predicadores encontraron por parte de la iglesia establecida; sin embargo, la verdad encontró puertas abiertas que de otra manera permanecerían cerradas. Algunos clérigos se despertaron de su estupor moral y llegaron a ser celosos predicadores en sus propias parroquias. En los tiempos de Wesley, hombres que tenían diferentes dones no estaban de acuerdo en todo punto de doctrina. Las diferencias entre Whitefield y los Wesley amenazaron en una ocasión con crear separación entre ambos grupos, pero debido a que aprendieron la unidad en la escuela de Cristo, la tolerancia y la caridad mutua los reconciliaron. No tenían tiempo para discutir en tanto que el error y la iniquidad prevalecían por doquiera.
Wesley escapa a la muerte
Hombres de saber y de talento emplearon su influencia contra ellos. Muchos eclesiásticos manifestaron hostilidad, y las puertas de las iglesias se cerraron contra la fe pura. El clero, denunciándolos desde el púlpito, despertó los elementos de las tinieblas y la iniquidad. Una y otra vez Juan Wesley escapó de la muerte por milagro de la misericordia de Dios. Cuando parecía que no había manera de escapar, un ángel en forma humana llegaba a su lado, la multitud se retiraba, y el siervo de Cristo pasaba y con seguridad se colocaba a cubierto del peligro.
Acerca de una de estas ocasiones en que fue librado, Wesley dijo: “Aunque muchos se esforzaron por sujetarme del cuello o por tomarme de la ropa para derribarme, de ninguna forma lo lograban; uno solo logró asirse de uno de los bolsillos de mi chaleco, que quedó en sus manos; pero en el bolsillo del otro lado, en el que había una nota bancaria, no arrancó más que la mitad. [...] Un hombre robusto que venía detrás logró herirme varias veces con una gran rama de roble; si me hubiera alcanzado con ella una sola vez en la nuca, él no habría tenido más problemas. Pero cada vez que lanzaba un golpe, la rama se le desviaba a un lado, no sé como, pues yo no podía moverme ni hacia la derecha ni hacia la izquierda”.69
Los metodistas de aquellos días soportaban el ridículo y la persecución, y a
menudo la violencia. En algunos casos se colocaban carteles públicos pidiendo que los que desearan romper las ventanas y robar las casas de los metodistas se reunieran en un determinado tiempo y lugar. Se realizó una persecución sistemática contra un pueblo cuya única falta consistía en llamar a los pecadores a la senda de la santidad.
La decadencia espiritual que reinaba en Inglaterra, justamente antes del tiempo de Wesley, era en gran parte el resultado de la enseñanza de que Cristo había abolido la ley moral y que los cristianos no estaban bajo ninguna obligación de obedecerla. Otros declaraban que era innecesario que los ministros exhortaran al pueblo a la obediencia de los preceptos divinos, puesto que aquellos a quienes Dios había elegido para la salvación serían “conducidos a la práctica de la piedad y la virtud”, en tanto que los que estaban condenados a la eterna reprobación “no tenían el poder de obedecer la ley divina”.
También había quienes, sosteniendo que “los elegidos no podían caer de la gracia ni perder el favor divino”, llegaron a la terrible conclusión de que “las
acciones malvadas que cometían no eran realmente pecaminosas [...] y que, en consecuencia, no tenían ocasión ni de confesar sus pecados ni de abandonarlos por el arrepentimiento”.70 Por lo tanto, declaraban ellos, aun uno de los pecados más groseros, “considerado universalmente como una enorme violación de la ley divina, no es pecado a la vista de Dios” si lo comete uno de los elegidos, porque “ellos no pueden hacer nada que sea desagradable para Dios o prohibido por la ley”.
Estas doctrinas monstruosas son esencialmente lo mismo que la enseñanza posterior de que no existe una ley divina incambiable como norma de la justicia, sino que la moralidad es algo establecido por la sociedad misma y constantemente sujeta a cambios. Todas estas ideas son inspiradas por aquel que entre los habitantes perfectos del cielo comenzó su obra de quebrantar las justas restricciones de la ley de Dios.
La doctrina de que los decretos divinos fijan en forma inalterable el carácter de los hombres había llevado a muchos a rechazar la ley de Dios. Wesley se oponía en forma permanente a esta creencia, y mostraba que es contraria a las Escrituras. “En verdad, Dios ha manifestado a toda la humanidad su gracia, la cual trae salvación” (Tito 2:11). “Esto es bueno y agradable a Dios nuestro Salvador, pues él quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad. Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, quien dio su vida como rescate por todos” (1 Tim. 2:3-6). Cristo, la “luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (Juan 1:9). Los hombres dejan de ser salvos cuando por su propia voluntad rechazan el don de la vida.
En defensa de la ley de Dios
En respuesta a la pretensión de que en ocasión de la muerte de Cristo los Diez Mandamientos habían sido abolidos junto con la ley ceremonial, Wesley dijo: “La ley moral, contenida en los Diez Mandamientos y puesta en vigencia por los profetas, no fue abolida por Jesús. Esta es una ley que nunca podrá ser quebrantada, que permanece en pie como un testigo fiel en el cielo”.
Wesley declaró la perfecta armonía de la ley y el evangelio. “Por un lado, la ley conduce continuamente y señala al evangelio; por el otro, el evangelio continuamente nos conduce a un cumplimiento más estricto de la ley. La ley, por ejemplo, requiere de nosotros que amemos a Dios, que amemos a nuestro
prójimo, que seamos mansos, humildes y santos. Nosotros sentimos que no tenemos la capacidad de hacer estas cosas [...] pero vemos la promesa de Dios de darnos ese amor, y de hacernos humildes, mansos y santos: echemos mano de este evangelio, de estas buenas nuevas [...] ‘la justicia de la ley se cumple en nosotros’, por la fe que es en Cristo Jesús [...].
“Entre los enemigos más encarnizados del evangelio de Cristo –decía Wesley– están aquellos que [...] enseñan a los hombres a quebrantar [...] no solamente uno de los mandamientos, aunque fuera el menor o el mayor, sino todos los mandamientos a la vez [...]. Ellos honran a Dios como Judas lo hizo cuando dijo: ‘Salve, Maestro, y lo besó’. [...] No constituye otra cosa que traicionar a Cristo con un beso, hablar de su sangre y despojarlo al mismo tiempo de su corona; despreciar cualquier parte de su ley con el pretexto de hacer avanzar su evangelio”.71
La armonía de la ley y el evangelio
A los que insistían en que “la predicación del evangelio satisface todos los objetivos de la ley”, Wesley replicó: “No satisface ni siquiera el primer fin de la ley, es a saber, el convencer a los hombres de pecado, el despertar a los que todavía duermen al borde del infierno... Es absurdo, por lo tanto, ofrecer un médico a los que están sanos, o que a lo menos se imaginan estar en esta condición. Primero usted tiene que convencerlos de que están enfermos; de otra manera no le agradecerán por su trabajo. Es igualmente absurdo ofrecerles a Cristo a aquellos cuyo corazón no ha sido aún quebrantado”.72
Mientras predicaba el evangelio de la gracia de Dios, Wesley, así como su Maestro, trataba de “hacer su ley grande y gloriosa” (Isa. 42:21). Gloriosos fueron los resultados que se le permitió observar. Al final de más de medio siglo invertido en su ministerio, sus adherentes eran más de medio millón. Pero la multitud que, a causa de sus esfuerzos, había sido elevada de la degradación del pecado a una vida más alta y más pura, nunca se conocerá hasta que toda la familia de los redimidos se reúna en el reino de Dios. Su vida presenta una lección de valor incalculable para todo cristiano.
¡Ojalá que la fe, el celo incansable, la abnegación y la devoción de este siervo de Cristo se reflejen en las iglesias de nuestros días! 📖
______________________
58 D’Aubigné, History of the Reformation of the Sixteenth Century [Historia de la Reforma del siglo XVI], lib. 18, cap. 4.
59 Ibíd.
60 Ibíd.
61 Anderson, Annals of the English Bible [Anales de la Biblia inglesa] (ed. revisada, 1862), p. 19.
62 Hugh Latimer, “First Sermon Preached Before King Edward VI” [Primer sermón predicado ante el rey Eduardo VI].
63 Works of Hugh Latimer [Obras de Hugo Latimer], t. 1, p. xiii.
64 David Laing, The Collected Works of John Knox [La colección de obras de Juan Knox], t. 2, pp. 281, 284.
65 John Whitehead, Life of the Rev. Charles Wesley [La vida de Rev. Carlos Wesley], p. 102. 66 Ibíd., p. 10.
67 Ibíd., p. 52.
68 Ibíd., p. 74.
69 John Wesley, Works [Obras], t. 3, pp. 297, 298.
70 McClintoch & Strong, Cyclopedia [Enciclopedia], art. “Antinomians” [Antinomianos]. 71 Wesley, Sermón 25.
72 Ibíd., Sermón 35.
Los Rescatados | Capítulo 16
El Reinado del Terror en Francia
Algunas naciones dieron la bienvenida a la Reforma como enviada del cielo. Pero en otros países la luz del conocimiento de la Biblia fue casi totalmente extinguida. En una nación, la verdad y el error lucharon durante siglos por el predominio, y finalmente la luz del cielo fue rechazada. El freno constituido por la presencia del Espíritu de Dios fue retirado de un pueblo que había depreciado el don de su gracia. Y todo el mundo vio el fruto del rechazo voluntario de la luz.
La guerra contra la Biblia en Francia culminó en la Revolución, que fue el resultado natural de la anulación que Roma hizo de las Escrituras (ver el Apéndice). Lo que ocurrió luego representó la más notable ilustración que jamás se haya presenciado del producto de las enseñanzas de la Iglesia Romana.
El Revelador señala los terribles resultados que habían de verse en Francia por el dominio del “hombre de pecado”:
“Pero no incluyas el atrio exterior del templo; no lo midas, porque ha sido entregado a las naciones paganas, las cuales pisotearán la ciudad santa durante cuarenta y dos meses. Por mi parte, yo encargaré a mis dos testigos que, vestidos de luto, profeticen durante mil doscientos sesenta días. […] Ahora bien, cuando hayan terminado de dar su testimonio, la bestia que sube del abismo les hará la guerra, los vencerá y los matará. Sus cadáveres quedarán tendidos en la plaza de la gran ciudad, llamada en sentido figurado Sodoma y Egipto, donde también fue crucificado su Señor. […] Los habitantes de la tierra se alegrarán de su muerte y harán fiesta e intercambiarán regalos, porque estos dos profetas les estaban haciendo la vida imposible. Pasados los tres días y medio, entró en ellos un aliento de vida enviado por Dios, y se pusieron de pie, y quienes los observaban quedaron sobrecogidos de terror” (Apoc. 11:2-11).
Los “cuarenta y dos meses” y los “mil doscientos sesenta días” se refieren al mismo tiempo, es decir, el tiempo durante el que la iglesia de Cristo sufriría opresión a manos de Roma. Los 1.260 años comenzaron en el 538 y terminaron en 1798 (ver el Apéndice). En esa fecha, el ejército francés tomó
prisionero al Papa, quien murió en el exilio. La jerarquía papal, a partir de entonces, nunca volvió a tener el mismo poder que poseía anteriormente.
La persecución de la iglesia no continuó durante todo el tiempo de los
1.260 años. Dios, como una manifestación de su misericordia hacia su pueblo, acortó el tiempo de la prueba terrible por medio de la influencia de la Reforma.
Los “dos testigos” representan las Escrituras del Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, testimonios importantes del origen y la perpetuidad de la ley de Dios, y también del plan de salvación.
Hablando de los dos testigos dice la Biblia: “Yo encargaré a mis dos testigos que, vestidos de luto, profeticen durante mil doscientos sesenta días”. Cuando se proscribió la Biblia, su testimonio fue pervertido; cuando los que se atrevieron a proclamar sus verdades fueron traicionados, torturados, martirizados por su fe u obligados a huir, entonces los fieles “testigos” profetizaron “vestidos de luto [cilicio]”. Aun en los tiempos más oscuros, hombres fieles recibieron sabiduría y autoridad para declarar la verdad de Dios (ver el Apéndice).
“Si alguien quiere hacerles daño, ellos lanzan fuego por la boca y consumen a sus enemigos. Así habrá de morir cualquiera que intente hacerles daño” (Apoc. 11:5). ¡Los hombres no pueden atropellar impunemente la Palabra de Dios!
“Cuando hayan terminado de dar su testimonio”. Al acercarse la terminación de la obra de los dos testigos hecha en la oscuridad, “la bestia que sube del abismo les hará la guerra”. Aquí se presenta una nueva manifestación del poder satánico.
La política de Roma había sido, mientras profesaba reverencia por la Biblia, mantenerla cautiva en un idioma desconocido, y oculta del pueblo. Bajo su gobierno, los testigos profetizaron “vestidos de luto”. Pero “la bestia que sube del abismo” haría guerra abierta y declarada contra la Palabra de Dios.
“La grande ciudad” en cuyas calles los testigos han muerto, y donde su cuerpo muerto yace, es “en sentido figurado [espiritual]”, Egipto. De todas las naciones que aparecen en la historia bíblica, Egipto fue la que negó más temerariamente la existencia del Dios vivo y resistió sus mandatos. Ningún monarca jamás se aventuró a resistir con tanto descaro la autoridad del cielo como el faraón de Egipto: “¡Ni conozco al Señor, ni voy a dejar que Israel se
vaya!” (Éxo. 5:2). Esto es ateísmo; y la nación representada por Egipto se haría eco de una negación similar de Dios y manifestaría un espíritu de desafío semejante.
También se compara “la grande ciudad”, “en un sentido figurado”, a Sodoma. La corrupción de Sodoma se manifestó especialmente en su vida licenciosa. Este pecado habría de ser igualmente la característica de la nación que cumpliría este pasaje bíblico.
Según el profeta, pues, un poco antes de 1798 cierto poder de carácter satánico se levantaría para hacer guerra contra la Biblia. Y en el país donde el testimonio de “los dos testigos” de Dios fuera silenciado, se manifestaría el ateísmo de Faraón y el libertinaje de Sodoma.
Un notable cumplimiento de la profecía
Esta profecía recibió un notable cumplimiento en la historia de Francia durante la Revolución, en 1793. “Francia se destaca en toda la historia mundial como el único Estado que, por un decreto de su Asamblea Legislativa, declaró que no existía Dios, y el único sitio en que toda la población de la capital, y una vasta mayoría de la población de otros lugares, mujeres y hombres danzaron y cantaron con gozo aceptando este pronunciamiento”.73
Francia también presentaba las características que distinguían a Sodoma. El historiador presenta juntos el ateísmo y la conducta licenciosa de Francia en estas palabras: “Íntimamente vinculadas con estas leyes que afectaban a la religión, estaba la que reducía la unión matrimonial –el compromiso más sagrado que los seres humanos pueden formar, y cuya permanencia y estabilidad contribuyen más eficazmente a la consolidación de la sociedad– al estado de un mero contrato civil de carácter transitorio, del que pueden participar dos personas cualquiera y deshacerlo a voluntad [...]. Sofía Arnoult, una famosa actriz que se caracterizaba por la agudeza de sus dichos, definió el casamiento republicano como ‘el sacramento del adulterio’ ”.74
Enemistad contra Cristo
“Donde también fue crucificado su Señor”. Esto también lo cumplió Francia. En ningún país había encontrado la verdad una oposición más cruel. En la persecución con que Francia afligió a los que profesaban el evangelio, crucificó también a Cristo en la persona de sus discípulos.
Siglo tras siglo había sido derramada la sangre de los santos. Mientras los
valdenses perdían su vida en las montañas del Piamonte “por el testimonio de Jesucristo”, habían aparecido testigos similares entre los albigenses de Francia. En este país, los discípulos de la Reforma fueron muertos sufriendo horribles torturas. El rey y los nobles, mujeres de alta alcurnia y damas delicadas habían festejado las agonías de los mártires de Jesús. Los valientes hugonotes vertieron su sangre en más de un campo de batalla, cazados como bestias salvajes.
Los pocos descendientes de los antiguos cristianos que todavía permanecían en Francia en el siglo XVIII, escondidos en las montañas del sur, y que mantenían la fe de sus padres, eran arrastrados para llevar una vida de total esclavitud en las galeras. Los hombres y las mujeres más refinados e inteligentes de Francia eran encadenados, en una horrible tortura, en medio de ladrones y asesinos. Otros eran fusilados a sangre fría, mientras caían de rodillas en oración. El país, asolado por la espada, el hacha y la hoguera, “se convirtió en un vasto y lúgubre desierto”. “Estas atrocidades se consumaron... no en una edad oscura, sino en la época brillante de Luis XIV. Por ese entonces se cultivaba la ciencia, florecían las letras, y los teólogos de la corte y de la capital eran hombres sabios y elocuentes, y aparentaban en gran manera poseer las gracias de la mansedumbre y la caridad”.75
El más horrible de los crímenes
Pero lo más cínico que se registra en este tenebroso catálogo de crímenes fue la matanza de San Bartolomé. El rey de Francia, instado por los sacerdotes y los prelados, concedió su sanción. Una campana, que sonó a manera de duelo en la noche, fue la señal para la matanza. Millares de protestantes, que dormían en sus hogares, confiando en la palabra que les había dado el rey asegurándoles protección, fueron arrastrados a la calle y asesinados.
Durante siete días, la masacre continuó en París. Por orden del rey, se extendió a todas las ciudades donde había protestantes. Nobles y campesinos, viejos y jóvenes, madres y niños, fueron sacrificados juntos. Por toda Francia, murieron 70 mil personas de la alta sociedad de la nación.
“Cuando las noticias de la masacre llegaron a Roma, el regocijo entre el clero no conoció límites. El cardenal de Lorena recompensó al mensajero con mil coronas (monedas de la época); el cañón de San Angelo tronó en alegres disparos; se oyeron las campanas de todas las torres; fogatas innumerables
convirtieron la noche en día; y Gregorio XIII, asistido por cardenales y otros dignatarios eclesiásticos, salió en una larga procesión hacia la iglesia de San Luis, donde el cardenal de Lorena cantó un Te Deum... Se acuñó una medalla para conmemorar la matanza... Un sacerdote francés... habló de ‘ese día tan lleno de dicha y alegría, cuando el santísimo padre recibió la noticia y se encaminó hacia San Luis en solemne comitiva para dar gracias a Dios’ ”.76
El mismo espíritu maestro que impulsó la matanza de San Bartolomé presidió en las escenas de la Revolución. Jesucristo fue declarado impostor, y el clamor de los franceses incrédulos fue “aplastar al infame”, refiriéndose a Cristo. La blasfemia y la impiedad marcharon de la mano. En todo esto se rindió tributo a Satanás, en tanto que Cristo, en sus características de verdad, pureza y amor abnegado, fue “crucificado”.
“La bestia que sube del abismo les hará la guerra, los vencerá y los matará”. El poder ateo que gobernó en Francia durante la Revolución y el Reinado del Terror se empeñó en una guerra semejante contra Dios y su Palabra. El culto a Dios fue abolido por la Asamblea Nacional, y se juntaron las Biblias y fueron quemadas públicamente. Las instituciones relacionadas con la Biblia fueron prohibidas. Se suprimió el día de descanso semanal, y en su lugar cada décimo día fue dedicado a la orgía y la blasfemia. Se prohibieron la comunión y el bautismo. Anuncios colocados en los cementerios declaraban que la muerte era un sueño eterno.
Se prohibieron todos los cultos religiosos, excepto el de la “libertad” y la patria. El “obispo constitucional de París fue traído [...] para declarar ante la Convención que la religión que él había enseñado por tantos años era, en todo respecto, una tramoya del clero, que no tenía fundamento ni en la historia ni en la verdad sagrada. Negó en términos explícitos y solemnes la existencia de la Divinidad, a cuyo culto él se había consagrado”.77
“Los habitantes de la tierra se alegrarán de su muerte y harán fiesta e intercambiarán regalos, porque estos dos profetas les estaban haciendo la vida imposible” (Apoc. 11:10). La Francia incrédula había acallado la voz de represión de los dos testigos de Dios. La Palabra de Dios yacía muerta en sus calles, y los que odiaban la ley de Dios estaban regocijados. Los hombres desafiaban públicamente al Rey del cielo.
Atrevimiento blasfemo
Uno de los “sacerdotes” del nuevo orden dijo: “Dios, si existes, toma
venganza de las injurias que se hacen en tu nombre. Permaneces silencioso; no te atreves a enviar tus truenos. ¿Quién, después de esto, creerá en tu existencia?”78 ¡Qué eco tan fiel de la pretensión de Faraón: “¿Y quién es el Señor para que yo le obedezca?”!
“Dice el necio en su corazón: ‘No hay Dios’ ” (Sal. 14:1). Y el Señor declara: “Todo el mundo se dará cuenta de su insensatez” (2 Tim. 3:9). Después que Francia renunció al culto del Dios viviente descendió a un estado de idolatría degradante por el culto a la diosa Razón, una mujer libertina. ¡Y esto ocurrió en el seno de la asamblea representativa de la nación! “Una de las ceremonias de aquella ocasión de locura es sin paralelo por lo absurdo combinado con lo impío. Se abrieron las puertas de la convención [...] los miembros del cuerpo municipal entraron en solemne procesión cantando un himno para alabar la libertad, y escoltando, como objeto de culto futuro, a una mujer cubierta con un velo, a quien llamaron ‘la diosa Razón’. Cuando se la trajo al lugar que se le había dedicado, se le quitó el velo con gran ceremonia, y se la colocó a la diestra del presidente, al tiempo que todos la reconocieron como una bailarina de la ópera”.
La diosa Razón
“La instalación de la diosa Razón fue imitada por toda la nación en los lugares donde los habitantes deseaban manifestar que estaban a la altura de la revolución”.79
Cuando la “diosa” fue traída a la convención, el orador la tomó de la mano, y volviéndose a la asamblea dijo: “Mortales, dejen de temblar ante los truenos impotentes de un Dios creado por sus temores. Por lo tanto, reconozcan que no hay divinidad alguna fuera de la Razón. Les ofrezco su más noble y pura imagen; si necesitan tener ídolos, ofrezcan sacrificios solamente a los que sean como éste [...]".
“La diosa, después de ser abrazada por el presidente, fue instalada en una magnífica carroza, y conducida a la catedral de Notre Dame, para que tomara el lugar de la Divinidad. Allí fue elevada sobre el altar mayor, y recibió la adoración de todos los presentes”.80
El papismo comenzó la obra que el ateísmo completó, y esto precipitó a Francia en la ruina. Los escritores, al referirse a los errores de la Revolución, dicen que de estos excesos hay que culpar al trono y a la iglesia (ver el Apéndice). En estricta justicia, la iglesia es la que debe ser acusada. El
papismo había envenenado la mente de los reyes contra la Reforma. El genio de Roma inspiró la crueldad y la opresión que ahora procedían del trono.
Donde se recibió el evangelio, las mentes del pueblo fueron despertadas. Este comenzó a sacudir las cadenas que lo habían mantenido esclavo de la ignorancia y la superstición. Los monarcas lo vieron y temblaron por su despotismo.
Roma no se demoró en enardecer sus celosos temores. El Papa le dijo al regente de Francia en 1525: “Esta manía (el protestantismo) no solamente confundirá y destruirá la religión, sino todos los principados, la nobleza, las leyes, el orden y las jerarquías”. Un nuncio papal le advirtió al rey: “Los protestantes derribarán todo el orden civil y religioso. [...] El trono está en tanto peligro como el altar”.81 Desafortunadamente Roma tuvo éxito en predisponer a Francia contra la Reforma.
La enseñanza de la Biblia habría implantado en los corazones del pueblo principios de justicia, temperancia y verdad, que son la piedra angular de la prosperidad de una nación. “La justicia enaltece a una nación”. Por lo tanto, “el trono se afirma en la justicia” (Prov. 14:34; 16:12; ver también Isa. 32:17). El que obedece la ley divina, con toda seguridad respetará y obedecerá las leyes del país. Francia prohibió la Biblia. Siglo tras siglo hombres de integridad, de fortaleza intelectual y moral, que tenían fe para sufrir por la verdad, sufrieron como esclavos en las galeras, perecieron en la hoguera o fueron dejados para que se pudrieran en los calabozos. Miles encontraron seguridad huyendo, y esto sucedió por 250 años después de iniciada la Reforma.
“Apenas hubo una generación francesa durante ese largo período que no presenciara cómo los discípulos del evangelio huían ante la furia delirante del perseguidor, y llevándose consigo la inteligencia, las artes, la industria y el orden, en los que, por regla general, se destacaban en forma prominente, para enriquecer los países en los que encontraron asilo. [...] Si todos los que huyeron hubieran sido retenidos en Francia, ¡cuán grande, próspero y feliz hubiera sido el país; un modelo para las naciones! Pero un fanatismo ciego e inexorable echó de su suelo a todo maestro de virtud, a todo campeón del orden, a todo defensor honrado del trono [...]. Finalmente la ruina del Estado se hizo completa”.82 La revolución con sus horrores fue el resultado.
Lo que habría sido
“Con la huida de los hugonotes, Francia quedó sumida en una decadencia general. Florecientes ciudades manufactureras quedaron arruinadas [...]. Se estima que, al comienzo de la Revolución, en París doscientos mil pobres clamaban misericordia de las manos del rey. Los jesuitas eran los únicos que florecían en la nación decadente”.83
El evangelio habría traído a Francia la solución de los problemas que frustraron al clero, al rey y a los legisladores, y finalmente precipitaron a la nación en la ruina. Pero bajo Roma el pueblo había perdido las lecciones de abnegación y amor por el bien de los demás, que enseñara el Salvador. El rico no sentía ningún cargo de conciencia por la opresión del pobre; el pobre no encontraba alivio de su degradación. El egoísmo de los adinerados y poderosos llegó a ser más y más opresivo. Durante siglos, el rico perjudicaba al pobre, y el pobre odiaba al rico.
En muchas provincias, las clases laborales estaban a la merced de los señores y se veían forzadas a someterse a demandas exorbitantes. Las clases media y baja tenían que hacer frente a impuestos excesivos exigidos por las autoridades civiles y el clero. “Los agricultores y los campesinos podían morir de hambre, pero a sus opresores no les importaba. [...] La vida de los trabajadores agrícolas era una vida de incesante trabajo y miseria sin alivio; sus quejas [...] eran tratadas con insolente desprecio [...] el cohecho era aceptado notoriamente por los jueces [...]. De los impuestos [...] ni siquiera la mitad llegaba alguna vez a la tesorería real o episcopal; el resto era malgastado en la disipación y la complacencia personal. Y los hombres que empobrecían de esta manera a sus connacionales estaban exentos de impuestos ellos mismos, y tenían derecho, por ley o costumbres, a ocupar todos los puestos del gobierno [...]. Debido a que ellos llevaban esta vida disipada, millones eran condenados a llevar una vida de desesperanza y degradación” (ver el Apéndice).
Durante más de medio siglo antes de la Revolución, el trono fue ocupado por Luis XV, que se distinguía por ser indolente, frívolo y sensual. Con el Estado en plena crisis financiera y con el pueblo trastornado, no se necesitaba un ojo de profeta para prever un desenlace terrible. En vano se mostró la necesidad de una reforma. La condenación que aguardaba a Francia se reflejaba en las palabras egoístas del rey: “¡Después de mí, el diluvio!”
Roma había ejercido su influencia sobre los reyes y la clase gobernante
para conservar al pueblo en la esclavitud, con el propósito de mantener tanto a los gobernantes como al pueblo en sus cadenas. Pero mil veces más terrible que el sufrimiento físico que resultó de la política de Francia, fue la degradación moral de ese país. Privado de la Biblia, y abandonado al egoísmo, el pueblo se hallaba sumido en la ignorancia y el vicio, y era totalmente incapaz de darse un gobierno propio.
Una cosecha sangrienta
En lugar de mantener a las multitudes en ciega sumisión a sus dogmas, la obra de Roma las convirtió en masas de incrédulos y revolucionarios. Despreciaron el romanismo y el clericalismo. El único dios a quien conocían era al dios de Roma. Consideraron la avaricia y la crueldad como el fruto de la Biblia, y no quisieron saber nada de todo ello.
Roma había representado mal el carácter de Dios, y ahora los hombres rechazaban tanto la Biblia como a su Autor. En la reacción, Voltaire y sus asociados echaron completamente a un lado la Palabra de Dios y esparcieron la incredulidad. Roma había sometido al pueblo a un dominio férreo; ahora las masas se sublevaron contra toda restricción. Encolerizadas, rechazaron la verdad y la mentira juntamente.
Al comienzo de la Revolución, sobre la base de una concesión del rey, al pueblo se le permitió en la asamblea nacional una representación mayor que la de los nobles y el clero juntos. Por esta razón, el predominio del poder estaba en sus manos; pero no estaba preparado para usarlo con sabiduría y moderación. Un populacho enloquecido resolvió vengarse. Los oprimidos pusieron en práctica la lección que habían aprendido bajo la tiranía, y llegaron a ser los opresores de aquellos que los habían oprimido.
Francia recogió con sangre la cosecha de su sumisión a Roma. En el lugar donde bajo el romanismo había levantado la primera hoguera al comienzo de la Reforma, allí mismo la revolución estableció su primera guillotina. En el lugar donde los primeros mártires de la fe protestante fueron quemados en el siglo XVI, las primeras víctimas fueron guillotinadas en el siglo XVIII. Como las restricciones de la ley de Dios fueron descartadas, la nación se entregó a la revolución y la anarquía. La guerra contra la Biblia introdujo en la historia mundial el Reinado del Terror. El que triunfaba hoy era condenado mañana.
El rey, el clero y los nobles se vieron obligados a someterse a las
atrocidades de un pueblo enloquecido. A los que decretaron la muerte del rey, pronto les tocó su propio turno en la guillotina. Se decretó hacer una ejecución general de todos los que eran sospechosos de hostilidad hacia la Revolución. Francia llegó a ser un gran campo de masas humanas que luchaban entre sí, movidas por la furia de las pasiones. “En París, un tumulto sucedía a otro, y los ciudadanos estaban divididos en una mezcla de facciones, que no parecían tener otro propósito que la mutua exterminación. [...] El país se vio al borde de la bancarrota; los ejércitos clamaban por falta de pago, los parisienses morían de hambre, las provincias eran despojadas por las brigadas, y la civilización casi quedó extinguida en la anarquía y la licencia”.
Demasiado bien había aprendido el pueblo las lecciones de crueldad y tortura que Roma tan diligentemente le había enseñado. No eran ahora los discípulos de Jesús los que eran arrastrados a la hoguera; mucho tiempo hacía que habían perecido o se los había obligado al exilio. “Los cadalsos se enrojecieron con la sangre de los sacerdotes. Las galeras y las prisiones, una vez atestadas de hugonotes, ahora estaban llenas de sus perseguidores. Encadenados a los bancos y trabajando angustiosamente con los remos, el clero católico romano experimentó todas las angustias que su iglesia tan libremente había infligido a los bondadosos herejes” (ver el Apéndice).
“Entonces vinieron los días [...] en que los espías atisbaban en todo lugar; cuando la guillotina trabajaba largas horas en forma continua todas las mañanas; cuando las cárceles se llenaron tanto de presos, que más parecían galeras de esclavos; cuando las acequias corrían al Sena llevando en sus raudales la sangre de las víctimas. [...] Largas hileras de cautivos sucumbían bajo las descargas graneadas de la fusilería. Se abrían intencionalmente boquetes en las barcazas sobrecargadas de cautivos. [...] Centenares de muchachos y doncellas menores de 17 años fueron asesinados por orden de aquel execrable gobierno. Bebés arrebatados del regazo de sus madres eran ensartados de pica en pica en las filas revolucionarias” (ver el Apéndice).
Todo esto ocurrió como Satanás quería que ocurriera. Su política es el engaño y su propósito es traer la miseria a los hombres, desfigurar la obra de Dios, echar a perder el propósito divino del amor, y así producir dolor en el cielo. Luego, usando artimañas engañosas induce a los hombres a arrojar la culpa sobre Dios, como si toda esta miseria fuera el resultado del plan del Creador. Cuando el pueblo descubrió que el romanismo era un engaño,
Satanás lo indujo a considerar toda religión como una mentira.
El error fatal
El fatal error que condujo a Francia a tal miseria fue ignorar esta gran verdad: la libertad yace dentro de los límites de las prohibiciones de la ley de Dios. “Si hubieras prestado atención a mis mandamientos, tu paz habría sido como un río; tu justicia, como las olas del mar” (Isa. 48:18). Los que no aprenden esta lección leyendo el Libro de Dios, tendrán que aprenderla de la historia.
Cuando Satanás obró por medio de la Iglesia Romana para desviar a los hombres de la obediencia, su obra fue disfrazada, mas por la obra del Espíritu de Dios sus propósitos no pudieron alcanzar su plena consumación. La gente no asignó el efecto a la causa correspondiente para descubrir la fuente de su miseria. Pero en la Revolución, la ley de Dios fue abiertamente descartada por la Asamblea Nacional. Y el Reinado del Terror que siguió a esta decisión hizo que la causa y el efecto pudieran ser observados por todos.
La transgresión de una ley justa y santa inevitablemente produce ruina. El Espíritu restrictivo de Dios, que impone un límite al poder cruel de Satanás, quedó anulado en gran medida, y aquel cuyo deleite consiste en la desgracia de los hombres tuvo libertad para hacer su voluntad. A los que habían elegido la rebelión se les permitió que cosecharan sus frutos. El país se llenó de crímenes. Desde las provincias devastadas y las ciudades arruinadas se levantó un terrible clamor de amarga angustia. Francia fue conmovida como por un terremoto. La religión, la ley, el orden social, la familia, el Estado y la Iglesia, todos fueron abatidos por la mano impía que se había levantado contra la ley de Dios.
Los fieles testigos del Señor, sacrificados por el poder blasfemo “que sube del abismo”, no habían de permanecer por mucho tiempo en el silencio. “Pasados los tres días y medio, entró en ellos un aliento de vida enviado por Dios, y se pusieron de pie, y quienes los observaban quedaron sobrecogidos de terror.” (Apoc. 11:11). En 1793, los decretos que pusieron a un lado a la Biblia fueron aprobados por la Asamblea francesa. Tres años y medio más tarde, una resolución rescindió estos decretos por parte del mismo cuerpo. Los hombres reconocieron la necesidad de la fe en Dios y su Palabra como el fundamento de la virtud y la moralidad.
Con respecto a “los dos testigos” (el Antiguo Testamento y el Nuevo
Testamento) el profeta declara, además: “Entonces los dos testigos oyeron una potente voz del cielo que les decía: ‘Suban acá’. Y subieron al cielo en una nube, a la vista de sus enemigos” (Apoc. 11:12). “Los dos testigos de Dios” fueron honrados como nunca antes. En 1804 se organizó la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, seguida de otras organizaciones similares en el continente europeo. En 1816 se fundó la Sociedad Bíblica Norteamericana. Desde entonces, la Biblia ha sido traducida a muchos centenares de idiomas y dialectos (ver el Apéndice).
Antes de 1792, poca atención se había dado a las misiones en el extranjero. Pero hacia el fin del siglo XVIII se realizó un gran cambio. Los hombres quedaron muy desconformes con el racionalismo y se dieron cuenta de la necesidad de una revelación divina y una religión experimental. Desde este tiempo las misiones en el extranjero avanzaron con un vigor sin precedente (ver el Apéndice).
Los progresos en el arte de imprimir dieron ímpetu a la circulación de la Biblia. El quebrantamiento de los viejos prejuicios, la exclusividad nacional y la pérdida del poder secular que sufrió el pontífice de Roma abrieron el camino para la entrada de la Palabra de Dios. La Biblia ha sido llevada ahora a todas partes del globo.
El incrédulo Voltaire dijo: “Estoy cansado de oír a la gente repetir que doce hombres establecieron la religión cristiana. Yo probaré que un solo hombre puede ser suficiente para derrocarla”. Millones se han unido en la guerra contra la Biblia. Pero este libro está muy lejos de haber sido destruido. En lugares donde había cien ejemplares en los días de Voltaire, hay ahora cien mil volúmenes del Libro de Dios. Ciertas son las palabras de uno de los primeros reformadores: “La Biblia es un yunque sobre el que se han roto muchos martillos”.
Lo que se edifica sobre la autoridad del hombre será derribado; pero lo que se funda en la roca de la Palabra de Dios permanecerá para siempre. 📖
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73 Blackwood’s Magazine, Noviembre de 1870.
74 Sir Walter Scott, Life of Napoleon [Vida de Napoleón], t. 1, cap. 17. 75 Wylie, lib. 22, cap. 7.
76 Henry White, The Massacre of St. Bartholomew [La masacre de San Bartolomé], cap. 14, párr. 34. 77 Scott, t. 1, cap. 17.
78 Lacretelle, History [Historia], t. 11, p. 309; en Sir Archibald Alison, History of Europe [Historia de Europa], t. 1, cap. 10.
79 Scott, t. 1, cap. 17.
80 M. A. Thiers, History of the French Revolution [Historia de la Revolución Francesa], t. 2, pp. 370, 371.
81 D’Aubigné, History of the Reformation in Europe in the Time of Calvin [Historia de la Reforma en Europa en el tiempo de Calvino], lib. 2, cap. 36.
82 Wylie, lib. 13, cap. 20.
83 Ibíd.
Los Rescatados | Capítulo 17
América, tierra de libertad
Aunque la autoridad y el credo de Roma fueron rechazados, no pocas de sus ceremonias fueron incorporadas en el culto de la Iglesia Anglicana. Declaraban que las cosas que no estaban prohibidas en las Escrituras no eran intrínsecamente malas. La observancia de esas ceremonias tendió a reducir el espacio que separaba a Roma de las iglesias reformadas, y se insistió en que ellas promoverían la aceptación de la fe protestante por parte de los romanistas.
Pero otros no pensaban así. Consideraban estas costumbres como símbolos de la esclavitud de la que habían salido. Razonaban que Dios tiene en su Palabra establecida las reglas que gobiernan su culto, y que los hombres no están en libertad para añadir a ellas o reducirlas. Roma comenzó por ordenar cosas que Dios no había prohibido, y terminó prohibiendo lo que él había ordenado en forma explícita.
Muchos consideraban las costumbres de la Iglesia de Inglaterra como monumentos de idolatría, y no podían unirse en su culto. Pero la iglesia, sostenida por la autoridad civil, no permitía que hubiera disidentes. Las reuniones religiosas no autorizadas eran prohibidas bajo pena de prisión, exilio o muerte.
Los puritanos eran ávidamente buscados, perseguidos y apresados, sin la esperanza de promesas de días mejores. Algunos decidieron buscar refugio en Holanda, pero eran traicionados y entregados en manos de sus enemigos. Pero la firme perseverancia finalmente venció, y hallaron refugio en las playas amigas de aquel país.
Habían dejado sus casas y sus medios de vida. Eran extranjeros en tierra extraña, y obligados a recurrir a ocupaciones desconocidas para ganarse la vida. Pero no perdieron tiempo en la ociosidad ni en quejas inútiles. Agradecieron a Dios por las bendiciones que se les concedían y hallaron gozo en una comunión espiritual sin molestias.
Dios maneja los acontecimientos
Cuando la mano de Dios parecía señalarles el otro lado del mar, una tierra
donde podrían fundar un Estado y dejar para sus hijos la herencia de la libertad religiosa, avanzaron en la senda indicada por la Providencia. La persecución y el exilio estaban abriendo el camino a la libertad.
Cuando se vieron obligados por primera vez a separarse de la Iglesia de Inglaterra, los puritanos se unieron en un solemne pacto como pueblo libre del Señor para “andar juntos en todos sus caminos que les había hecho conocer, o en los que él les diera a conocer”.84 Aquí estaba el principio vital del protestantismo. Con este propósito, los peregrinos partieron de Holanda para fundar una nueva patria en el Nuevo Mundo. Juan Robinson, su pastor, en su discurso de despedida a los exiliados, les dijo:
“Los encomiendo a Dios y los exhorto ante él y ante sus santos ángeles a que no me sigan más de lo que yo he seguido a Cristo. Si Dios les revelara alguna cosa por medio de alguno de sus instrumentos, estén listos para recibirla, como siempre lo han estado para recibir cualquier verdad de mi ministerio; pues tengo la plena confianza de que el Señor tiene más verdad y más luz todavía que ha de proceder de su santa Palabra”.85
“Por mi parte, no puedo lamentar suficientemente la condición de las iglesias reformadas, quienes [...] no irán por ahora más allá que lo que van los instrumentos de su reforma. Los luteranos no pueden ser inducidos a ir más allá de lo que vio Lutero [...] y los calvinistas, según ustedes ven, se aferran al lugar donde fueron dejados por ese gran hombre de Dios, que no llegó a ver todavía todas las cosas. [...] Aunque en su tiempo ellos eran luces que ardían y brillaban, no llegaron a penetrar en todo el consejo de Dios, y si vivieran hoy, estarían tan dispuestos a abrazar una luz adicional similar a la que recibieron al comienzo”.86
“Recuerden su promesa y el pacto con Dios, y con cada uno de los
hermanos, de recibir cualquier luz y verdad que se les dé a conocer de su Palabra escrita; pero con todo, tengan cuidado, les ruego, de lo que aceptan como verdad, y compárenlo y pésenlo a la luz de los otros pasajes de las Escrituras de verdad antes de aceptarlo. Pues no es posible que el mundo cristiano, que salió recientemente de tan densas tinieblas anticristianas, pueda llegar enseguida a la plena perfección de conocimiento”.87
El deseo de la libertad de conciencia inspiró a los peregrinos a cruzar el mar, pasar las penurias de la soledad y establecer los fundamentos de una gran nación. Sin embargo, los peregrinos todavía no comprendían en plenitud
el principio de la libertad religiosa, y no estaban listos aún para otorgar a los demás lo que con tanto sacrificio habían conseguido para sí mismos. La doctrina de que Dios ha encomendado a la iglesia el derecho de controlar la conciencia y de definir y castigar la herejía, es uno de los errores papales más profundamente arraigados. Los reformadores no se vieron enteramente libres del espíritu de intolerancia de Roma. Las densas tinieblas en las que el papado había envuelto al cristianismo todavía no se habían disipado completamente.
Los colonos establecieron un tipo de Estado-Iglesia y los magistrados fueron autorizados a suprimir la herejía. Así el poder secular estaba en las manos de la iglesia. Estas medidas produjeron el resultado inevitable: la persecución.
Rogelio Williams
A semejanza de los primeros peregrinos, Rogelio Williams vino al Nuevo Mundo para gozar de libertad religiosa. Pero a diferencia de ellos, él vio – cosa que tan pocos habían visto hasta ese momento– que esta libertad era un derecho inalienable que todos tenían. Williams “fue la primera persona del cristianismo moderno en establecer un gobierno civil basado en la doctrina de la libertad de conciencia”.88 “El público o los magistrados pueden decidir – dijo él– la forma en que un hombre debe tratar a otro hombre; pero cuando intentan prescribir los deberes del hombre para con Dios, están fuera de lugar, y no puede haber seguridad; pues es claro que si el magistrado tuviera el poder, decretaría un tipo de opiniones o creencias hoy y otro tipo mañana; tal como en Inglaterra hicieron diferentes reyes y reinas, y tal como hicieran papas y concilios en la Iglesia Católica”.89
La asistencia a la iglesia era exigida bajo pena de multa o de prisión. “Él
consideraba el hecho de obligar a los hombres a unirse a los que pertenecen a un credo diferente como una violación abierta de sus derechos naturales; exigir que los irreligiosos y los que no estaban dispuestos asistieran obligatoriamente al culto público parecía solo exigir una hipocresía [...]. ‘Nadie debe ser obligado a adorar, o –añadió él– a mantener un culto contra su propio consentimiento’ ”.90
Rogelio Williams era respetado; sin embargo, su exigencia por la libertad religiosa no podía ser tolerada. Para evitar su arresto, se vio obligado a huir en medio de las frías tormentas del invierno a una selva virgen.
“Durante catorce semanas –cuenta él– anduve vagando en medio de la inclemencia del invierno, careciendo en absoluto de pan y de cama”. Pero “los cuervos me alimentaron en el desierto”, y el hueco de un árbol le servía frecuentemente de albergue.91 Continuó su huida penosa por entre la nieve y los bosques casi inaccesibles hasta que halló refugio en una tribu de indios cuya confianza y afecto consiguió ganar.
Él echó los fundamentos del primer Estado de los tiempos modernos que reconocía el derecho “de que todo hombre debe tener libertad para adorar a Dios de acuerdo con la luz de su propia conciencia”.92 Su pequeño Estado, Rhode Island, aumentó y prosperó hasta que su principio fundamental –la libertad civil y religiosa– llegó a ser la piedra angular de la República Norteamericana.
La libertad es documentada
La Declaración de la Independencia Norteamericana dice: “Sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres han sido creados iguales, que han sido investidos por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La Constitución garantiza la inviolabilidad de la libertad de conciencia. “El Congreso no dictará leyes para establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de ella”.
“Los que formularon la Constitución reconocieron el principio eterno de que las relaciones del hombre para con Dios están por encima de la legislación humana, y sus derechos de conciencia son inalterables [...]. Es un principio innato que de ningún modo puede ser desarraigado”.93
Se difundió entonces por Europa la noticia de que había una tierra donde todo hombre podía gozar del fruto de su propio trabajo y obedecer su propia conciencia. Millares acudían a las costas de Nueva Inglaterra. Durante los veinte años que pasaron desde el primer desembarco realizado en Plymouth en 1620, muchos millares de peregrinos se establecieron en Nueva Inglaterra. “No pedían otra cosa del suelo sino la justa retribución de su trabajo [...].
Pacientemente soportaban las privaciones del desierto, regando el árbol de la libertad con sus lágrimas y con el sudor de su frente, hasta que éste echó profundas raíces en la tierra”.
Salvaguardia segura de la grandeza nacional
En el hogar, la escuela y la iglesia, se enseñaban los principios bíblicos; sus frutos se tradujeron en progreso, inteligencia, pureza y temperancia. Durante años, uno podía “no ver un ebrio, ni oír un juramento, ni encontrarse con ningún mendigo”.94 Los principios bíblicos eran las salvaguardias más seguras de la grandeza nacional. Las débiles colonias se desarrollaron hasta llegar a ser estados poderosos, y el mundo observó la prosperidad de “una Iglesia sin Papa, y un Estado sin rey”.
Pero un número creciente era atraído a Norteamérica por motivos diferentes que los de aquellos peregrinos. Aumentó el número de los que buscaban solamente ventajas mundanales.
Los primeros colonos solo permitían que los miembros de iglesia votaran o desempeñaran cargos en el gobierno. Esta medida había sido aceptada para preservar la pureza del Estado; sin embargo, resultó en la corrupción de la iglesia. Muchos se unieron a la iglesia sin haber experimentado un cambio de corazón. Aun en el ministerio había personas que eran ignorantes del poder renovador del Espíritu Santo. Desde los días de Constantino hasta el presente, al intentar edificar la Iglesia con la ayuda del Estado, aunque pueda parecer que trae al mundo más cerca de la iglesia, en realidad se coloca a la iglesia más cerca del mundo.
Las iglesias protestantes de Norteamérica, así como las que había en Europa, dejaron de avanzar en la senda de la Reforma. La mayoría, a semejanza de los judíos del tiempo de Cristo o de los papistas del tiempo de Lutero, se contentaban con creer lo que sus padres habían creído. Se retenían errores y supersticiones. La Reforma gradualmente fue muriendo, hasta que llegó a existir una necesidad tan grande de reforma en las iglesias protestantes como la había en la Iglesia Romana en los días de Lutero. Se manifestaba la misma reverencia por las opiniones de los hombres y por el método de reemplazar la Palabra de Dios por las teorías humanas. Los hombres descuidaban el estudio de las Escrituras, y así continuaron albergando doctrinas que no tenían fundamento en la Biblia.
El orgullo y la extravagancia proliferaban bajo el manto de la religión, y las iglesias se iban corrompiendo. Se arraigaban tradiciones que habrían de arruinar a millones de personas. La iglesia se aferraba a esas tradiciones en lugar de contender por “la fe que ha sido dada una vez a los santos”. Así se degradaron los principios en defensa de los cuales los reformadores tanto habían sufrido. 📖
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84 J. Brown, The Pilgrim Fathers [Los padres peregrinos], p. 74. 85 Martyn, t. 5, p. 70.
86 D. Neal, History of Puritans [Historia de los puritanos], t. 1, p. 269. 87 Martyn, t. 5, pp. 70, 71.
88 Bancroft, parte 1, cap. 15, párr. 16.
89 Martyn, t. 5, p. 340.
90 Bancroft, parte 1, cap. 15, párr. 2.
91 Martyn, t. 5, pp. 349, 350.
92 Ibíd., t. 5, p. 354.
93 Congressional Documents (EEUU) [Documentos del Congreso], serie Nº 200, Documento Nº 271. 94 Bancroft, parte 1, cap. 19, párr. 25.
Los Rescatados | Capítulo 18
Una esperanza que infunde paz
La promesa de que Cristo vendrá por segunda vez para completar la gran obra de la redención es la nota tónica de las Sagradas Escrituras. Desde el Edén, los hijos de la fe han esperado la venida del Prometido que les traería de nuevo el paraíso perdido.
Enoc, en la séptima generación descendiente de los que habitaron en el Edén, y quien por tres siglos caminó con Dios, declaró: “Miren, el Señor viene con millares y millares de sus ángeles para someter a juicio a todos” (Jud. 14, 15). Job, en la noche de su aflicción, exclamó: “Yo sé que mi redentor vive, y que al final triunfará sobre la muerte. […] todavía veré a Dios con mis propios ojos. Yo mismo espero verlo; espero ser yo quien lo vea, y no otro” (Job 19:25-27).
Los poetas y los profetas de la Biblia se han espaciado en la venida de Cristo con ardientes palabras de fuego celestial. “¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra! […] ¡Canten delante del Señor, que ya viene! ¡Viene ya para juzgar la tierra! Y juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con fidelidad” (Sal. 96:11-13).
Dijo el profeta Isaías: “En aquel día se dirá: ‘¡Éste es nuestro Dios! ¡Éste es el Señor, a quien hemos esperado! ¡Él nos salvará! ¡Nos regocijaremos y nos alegraremos en su salvación!’ ” (Isa. 25:9, RVC).
El Salvador consoló a sus discípulos con la seguridad de que él vendría otra vez: “En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas […] Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté”. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, con todos sus ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones se reunirán delante de él” (Juan 14:2, 3; Mat. 25:31, 32).
Los ángeles repitieron a los discípulos la promesa de su regreso: “Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre ustedes al cielo, vendrá otra vez de la misma manera que lo han visto irse” (Hech. 1:11). Y San Pablo testificó: “El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios” (1 Tes. 4:16). El profeta de Patmos escribió: “¡Miren que viene en las nubes! Y todos lo verán con sus propios
ojos” (Apoc. 1:7).
Entonces será quebrantado el poder del mal que ha durado por tanto tiempo: “El reino del mundo ha pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos” (Apoc. 11:15). “El Señor omnipotente hará que broten la justicia y la alabanza ante todas las naciones” (Isa. 61:11).
Entonces el reino de paz del Mesías será establecido: “El Señor consolará a Sión; consolará todas sus ruinas. Convertirá en un Edén su desierto; en huerto del Señor sus tierras secas” (Isa. 51:3).
La venida del Señor ha sido en todos los siglos la esperanza de sus verdaderos seguidores. En medio de los sufrimientos y la persecución, “la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” era la “bendita esperanza” (Tito 2:13). Pablo señaló que la resurrección ocurriría en ocasión de la venida del Salvador, cuando los muertos en Cristo se levantarían, y junto con los vivos serían arrebatados para encontrar al Señor en el aire. “Y así estaremos con el Señor para siempre. Por lo tanto, anímense unos a otros con estas palabras” (1 Tes. 4:17, 18).
En Patmos el amado discípulo oyó la promesa: “Sí, vengo pronto”, y su respuesta es un eco de la oración de la iglesia: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apoc. 22:20).
Desde la cárcel, la hoguera y el patíbulo, donde los santos y los mártires dieron testimonio de la verdad, resuena a través de los siglos la expresión de su fe y esperanza. Estando “seguros de la resurrección personal de Cristo y, por consiguiente, de la suya propia a la venida del Señor
–como dice uno de estos cristianos–, ellos despreciaban la muerte y la superaban”.95 Los valdenses acariciaban la misma fe. Wiclef, Lutero, Calvino, Knox, Ridley y Baxter anticiparon con fe la venida del Señor. Tal fue la esperanza de la iglesia apostólica, de la “iglesia en el desierto” y de los reformadores.
La profecía no solamente predice la manera y el propósito de la segunda venida de Cristo, sino que presenta las señales por las cuales los hombres habían de saber cuándo ese día estaría cerca. “Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas” (Luc. 21:25). “Se oscurecerá el sol y no brillará más la luna; las estrellas caerán del cielo y los cuerpos celestes serán sacudidos. Verán entonces al Hijo del hombre venir en las nubes con gran poder y gloria”
(Mar. 13:24-26). El profeta describe de esta manera la primera de las señales que habría de preceder a la segunda venida: “Y se produjo un gran terremoto. El sol se oscureció como si se hubiera vestido de luto, la luna entera se tornó roja como la sangre” (Apoc. 6:12).
El terremoto que hizo temblar al mundo
En cumplimiento de esta profecía ocurrió en 1755 el más terrible terremoto que jamás se haya registrado. Conocido como “el terremoto de Lisboa”, se extendió por toda Europa, África y América. Se sintió en Groenlandia, las Indias Occidentales, isla Madera, Noruega y Suecia, Gran Bretaña e Irlanda, en una extensión de no menos de diez millones de kilómetros cuadrados. En el África el temblor fue casi tan fuerte como en Europa. Una gran parte de Argel fue destruida. Una ola gigantesca barrió las costas de España y el África, y arrasó ciudades enteras.
Montañas, “algunas de las más grandes de Portugal, fueron sacudidas impetuosamente, por así decirlo, sobre sus fundamentos; y algunas de ellas abrieron sus cúspides, que se partieron en forma asombrosa, y grandes rocas fueron arrojadas en los valles adyacentes. Se dice que de estas montañas salieron llamaradas de fuego”.
En Lisboa “se oyó bajo la tierra ruido de truenos, e inmediatamente después una violenta sacudida derribó la mayor parte de la ciudad. En el curso de aproximadamente seis minutos, murieron 60 mil personas. El mar primeramente se retiró, y dejó seca la barra, pero luego volvió en una ola que se elevaba hasta 16 metros de altura sobre su nivel normal”.96
“El terremoto ocurrió un día feriado, cuando las iglesias y los conventos estaban llenos de asistentes, de los que muy pocos escaparon”.97 “El terror de la gente sobrepasaba toda descripción. Nadie lloraba; el siniestro superaba la capacidad de derramar lágrimas. Todos corrían de aquí para allá, delirantes de horror y espanto, golpeándose la cara y el pecho, y gritando: ‘¡Misericordia! ¡Llegó el fin del mundo!’ Las madres se olvidaban de sus hijos, y corrían de un lado a otro, cargadas de crucifijos e imágenes. Desgraciadamente, muchos acudieron a las iglesias para hallar protección; pero en vano el sacramento fue expuesto; en vano las pobres criaturas abrazaban los altares; imágenes, sacerdotes y pueblo eran envueltos en la ruina colectiva”.
El oscurecimiento del sol y la luna
Veinticinco años más tarde, apareció la siguiente señal mencionada en la profecía: el oscurecimiento del sol y de la luna. El tiempo de su cumplimiento había sido definidamente señalado en la conversación del Salvador con sus discípulos sobre el Monte de los Olivos. “Pero en aquellos días, después de esa tribulación, se oscurecerá el sol y no brillará más la luna” (Mar. 13:24). Los 1.260 días o años terminaron en 1798. Un cuarto de siglo antes la persecución había cesado casi totalmente. Después de esta persecución, el sol había de oscurecerse. El 19 de mayo de 1780 se cumplió esta profecía.
Un testigo ocular que vivía en Massachusetts describió el suceso en las siguientes palabras: “Un denso nubarrón negro se extendió por todo el firmamento, dejando tan solo un estrecho borde en el horizonte, haciendo tan oscuro el día como suele serlo en verano a las nueve de la noche. [...]
“El temor, la ansiedad y el espanto gradualmente llenaron las mentes del pueblo. Las mujeres estaban en las puertas, observando el paisaje tenebroso; los hombres regresaban de su labor en los campos; el carpintero dejó sus herramientas, el herrero su fragua y el comerciante su mostrador. Las escuelas cancelaron sus clases, y los niños, temblorosos, se apresuraron a sus hogares. Los viajeros se acercaron a la granja más inmediata. ‘¿Qué está por venir?’, se preguntaban todos los labios y los corazones. Parecía que un huracán estuviese por barrer el país, o que fuera el día de la consumación de todas las cosas.
“Se prendieron velas; y la luz del hogar brillaba como en las noches sin luna de otoño. [...] Las aves se retiraron a sus gallineros, el ganado se juntó en sus encierros, las ranas croaron, los pájaros entonaron sus melodías del anochecer, y los murciélagos se pusieron a revolotear. Solo el hombre sabía que no había llegado la noche. [...]
“Se reunieron las congregaciones en muchos [...] lugares. En todos los casos, los textos de los sermones improvisados fueron los que parecían indicar que la oscuridad concordaba con la profecía bíblica [...]. La oscuridad era más densa poco antes de las once de la mañana”.98
“En la mayor parte del país la oscuridad fue tan grande durante el día, que la gente no podía decir qué hora era ni por el reloj de bolsillo ni por el de pared. Tampoco podía comer, ni atender los tareas de la casa sin una vela prendida”.99
La luna como sangre
“La oscuridad de la noche no fue menos extraordinaria o aterradora de la del día, pues aun cuando casi era tiempo de luna llena, no podía divisarse ningún objeto sino con la ayuda de alguna luz artificial, luz que cuando era observada desde las casas vecinas y otros lugares a la distancia, se asemejaba a la oscuridad de Egipto, casi impermeable a sus rayos”.100 “Si todos los cuerpos luminosos del universo hubieran sido envueltos en impenetrables sombras, o hubieran sido eliminados, las tinieblas no podrían haber sido más completas”.101 Después de la medianoche, la oscuridad se disipó, y la luna, cuando fue vista, tenía apariencia de sangre.
El 19 de mayo de 1780 se destaca en la historia como “el día oscuro”. Desde los tiempos de Moisés no se había registrado ninguna oscuridad de una densidad semejante, ni de una duración igual. La descripción dada por los testigos oculares es un eco de las palabras registradas por el profeta Joel
2.500 años antes: “El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre antes que llegue el día del Señor, día grande y terrible” (Joel 2:31).
“Cuando comiencen a suceder estas cosas –dijo Jesús–, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su redención”. Él llamó la atención de sus seguidores a los árboles que estaban a punto de florecer en primavera: “Cuando brotan las hojas, ustedes pueden ver por sí mismos y saber que el verano está cerca. Igualmente, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el reino de Dios está cerca” (Luc. 21:28, 30, 31).
Pero en la iglesia, el amor de Cristo y la fe en su venida se habían enfriado. El profeso pueblo de Dios estaba ciego a las instrucciones del Salvador referentes a las señales de su aparición. La doctrina del segundo advenimiento había sido descuidada, hasta que llegó a ser, en gran medida, olvidada e ignorada, especialmente en los Estados Unidos. Un fervor absorbente por la ganancia de dinero, y el ansia de popularidad y poder, indujo a los hombres a poner muy en lo futuro ese día solemne cuando terminará el actual orden de cosas.
El Salvador predijo el estado de apostasía que existiría precisamente antes de su segunda venida. Para los que vivieran en ese tiempo, Cristo dejó esta amonestación: “Tengan cuidado, no sea que se les endurezca el corazón por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida. De otra manera, aquel día caerá de improviso sobre ustedes. […] Estén siempre vigilantes, y oren para que puedan escapar de todo lo que está por suceder, y presentarse
delante del Hijo del hombre” (Luc. 21:34, 36).
Era necesario que los hombres fueron despertados y pudieran prepararse para los solemnes acontecimientos relacionados con el fin del tiempo de gracia. “El día del Señor es grande y terrible. ¿Quién lo podrá resistir?”
¿Quién soportará la aparición de aquel de quien está escrito: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio”? “Castigaré por su maldad al mundo, y por su iniquidad a los malvados. Pondré fin a la soberbia de los arrogantes y humillaré el orgullo de los violentos”. “En botín se convertirán sus riquezas, sus casas en desolación” (Joel 2:11; Hab. 1:13, RVR; Isa. 13:11; Sof. 1:13, 18).
El llamado a despertar
Ante la proximidad de este gran día, la Palabra de Dios llama a su pueblo para que despierte y busque el rostro del Señor con arrepentimiento:
“Ya viene el día del Señor; en realidad ya está cerca”. “Toquen la trompeta en Sión, proclamen el ayuno, convoquen a una asamblea solemne. Congreguen al pueblo, purifiquen la asamblea; junten a los ancianos del pueblo, reúnan a los pequeños […]. Que salga de su alcoba el recién casado, y la recién casada de su cámara nupcial. Lloren, sacerdotes, ministros del Señor, entre el pórtico y el altar”. “Vuélvanse a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Rásguense el corazón y no las vestiduras. Vuélvanse al Señor su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor” (Joel 2:1, 15-17, 12, 13).
Debía realizarse una gran obra de reforma para preparar al pueblo con el fin de que estuviera en pie en el Día de Dios. En su misericordia, el Señor estaba por enviar un mensaje para despertar a quienes profesaban ser su pueblo e inducirlos a prepararse para la venida del Señor.
La amonestación se encuentra en Apocalipsis, capítulo 14. Aquí hay un mensaje triple que se presenta como proclamado por seres celestiales, seguido de inmediato por la venida del Hijo del Hombre para segar “la mies de la tierra”. El profeta vio “a otro ángel que volaba en medio del cielo, y que llevaba el evangelio eterno para anunciarlo a los que viven en la tierra, a toda nación, raza, lengua y pueblo. Gritaba a gran voz: ‘Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adoren al que hizo el cielo, la tierra, el mar y los manantiales’ ” (Apoc. 14:6, 7).
Este mensaje es una parte del “evangelio eterno”. La obra de predicar ha
sido confiada a los hombres. Santos ángeles la dirigen, pero la verdadera proclamación del evangelio la realizan los siervos de Dios que están sobre la tierra. Hombres fieles, obedientes a los llamados del Espíritu de Dios y a las enseñanzas de su Palabra, habrían de proclamar esta amonestación. Ellos habían estado procurando el acontecimiento de Dios más que todos los tesoros escondidos, estimándolo “de más provecho que la plata” porque “rinde más ganancias que el oro” (Prov. 3:14).
Un mensaje dado por hombres humildes
Si los teólogos eruditos hubieran sido fieles centinelas, que investigaran en forma diligente y con oración las Escrituras, todos ellos habrían conocido el tiempo en que vivían. Las profecías les habrían revelado los acontecimientos que debían ocurrir. Pero el mensaje fue dado por hombres más humildes. Los que descuidan la búsqueda de la luz cuando ésta está a su alcance son dejados en las tinieblas. Pero el Salvador declara: “El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). A esa persona se le enviará alguna estrella de brillo celestial para guiarla a toda verdad.
Al tiempo de la primera venida de Cristo los sacerdotes y los escribas de la ciudad santa deberían haber determinado “las señales de los tiempos” y proclamado la venida del Prometido. Miqueas señaló el lugar de su nacimiento, Daniel el tiempo de su advenimiento (Miq. 5:2; Dan. 9:25). Los líderes judíos estaban sin excusa por su ignorancia. Su desconocimiento era el resultado de un descuido pecaminoso.
Con profundo interés los ancianos de Israel debían haber estado estudiando el lugar, el tiempo y las circunstancias del acontecimiento más grande de la historia del mundo: la venida del Hijo de Dios. El pueblo debía haber estado aguardando la ocasión para dar la bienvenida al Redentor del mundo. Pero en Belén dos viajeros cansados de Nazaret recorrieron toda la estrecha calle que va hasta el confín oriental de la ciudad, buscando en vano un refugio para la noche. Ninguna puerta se abrió para recibirlos. En un miserable cobertizo preparado para el ganado encontraron por fin refugio, y allí nació el Salvador del mundo.
Fueron enviados ángeles para llevar las alegres noticias a los que estaban preparados para recibirlas, y que gozosamente las propagarían. Cristo había descendido para tomar sobre sí mismo la naturaleza del hombre, para soportar una carga infinita de desgracia mientras se convertía él mismo en
una ofrenda por el pecado. Sin embargo, los ángeles desearon que aun en su humillación el Hijo del alto Dios apareciera delante de los hombres con una dignidad y gloria que cuadrara con su carácter. ¿Se reunirían los hombres grandes de la tierra en la capital de Israel para darle al Señor la bienvenida?
Un ángel visitó la tierra para ver quiénes estaban preparados para dar la bienvenida a Jesús. Pero no oyó ninguna voz de alabanza por el hecho de que el período de la venida del Mesías fuera inminente. El ángel sobrevoló la ciudad escogida y el templo donde se había manifestado la presencia divina durante siglos, pero aun allí existía la misma indiferencia. Los sacerdotes, llenos de pompa y orgullo, ofrecían sacrificios contaminados. Los fariseos hablaban al pueblo con grandes voces o hacían oraciones jactanciosas en las esquinas de las calles. Los reyes, los filósofos, los rabinos, todos estaban inconscientes del hecho maravilloso de que el Redentor de los hombres estaba por aparecer.
En su asombro el mensajero celestial estaba por regresar al cielo con las vergonzosas noticias, cuando descubrió a un grupo de pastores que cuidaban sus rebaños durante las horas de la noche. Mientras observaban los cielos estrellados, meditaban en la profecía de un Mesías que había de venir y anhelaban el advenimiento del Redentor del mundo. Aquí había un grupo preparado para recibir el mensaje del cielo. De repente la gloria celestial inunda toda la llanura, y una compañía innumerable de ángeles aparece en la escena; y como si el gozo fuera demasiado grande para que solamente un mensajero lo trajera del cielo, una multitud de voces irrumpe entonando los cánticos que todas las naciones de los salvos elevarán algún día: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Luc. 2:14).
¡Qué lección encierra esta admirable historia de Belén! ¡Cómo reprende ella nuestra incredulidad, nuestro orgullo y nuestra suficiencia propia! ¡Cómo nos amonesta a tener cuidado, para que no dejemos de discernir las señales de los tiempos y por lo tanto no conozcamos el día de nuestra visitación!
No era solamente entre los humildes pastores donde los ángeles encontraron personas que esperaban al Mesías venidero. En la tierra de los paganos también había gente que lo esperaba: hombres ricos, nobles y sabios, los filósofos del Oriente. Habían descubierto en las Escrituras hebreas que había de aparecer la estrella de Jacob. Con anhelante deseo aguardaban la venida del Señor, quien no solamente sería la “la redención de Israel”, sino
también una “luz que ilumina a las naciones” y “salvación hasta los confines de la tierra” (Luc. 2:25, 32; Hech. 13:47). La estrella enviada por el cielo guió a los extranjeros gentiles al lugar del nacimiento del rey que acababa de nacer.
Es para “traer salvación a quienes lo esperan” que Cristo “aparecerá por segunda vez, ya no para cargar con pecado alguno” (Heb. 9:28). A semejanza de las noticas relacionadas con el nacimiento del Salvador, el mensaje del segundo advenimiento no fue encomendado a los dirigentes religiosos del pueblo. Ellos habían rechazado la luz del cielo; por lo tanto, no se encontraban entre los descritos por el apóstol San Pablo: “Ustedes, en cambio, hermanos, no están en la oscuridad para que ese día los sorprenda como un ladrón. Todos ustedes son hijos de la luz y del día. No somos de la noche ni de la oscuridad” (1 Tes. 5:4, 5).
Los centinelas apostados sobre los muros de Sion debieran haber sido los primeros en recoger las noticias del advenimiento del Salvador, los primeros en proclamar su inminencia. Pero en cambio estaban despreocupados, mientras el pueblo dormía en sus pecados. Jesús vio a su iglesia, semejante a la higuera estéril, con hojas de pretensión y desprovista del fruto precioso. El espíritu de verdadera humildad, arrepentimiento y fe estaba ausente. Había orgullo, formalismo, egoísmo, opresión. Una iglesia apóstata había cerrado sus ojos a las señales de los tiempos. Se separaron de Dios y de su amor. Al negarse a cumplir con las condiciones, las promesas del Señor no se cumplieron para ellos.
Muchos de los que profesaban ser los seguidores de Cristo no deseaban recibir la luz del cielo. A semejanza de los judíos de la antigüedad, no conocieron el tiempo de su visitación. El Señor los pasó por alto y reveló su verdad a los que, a semejanza de los pastores de Belén y de los magos del oriente, habían prestado oídos a toda la luz que habían recibido. 📖
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95 Daniel T. Taylor, The Reign of Christ on Earth; or The Voice of the Church in All Ages [El reinado de Cristo en la tierra; o La voz de la iglesia en todas las épocas], p. 33.
96 Sir Charles Lyell, Principles of Geology [Principios de geología], p. 495. 97 Enciclopedia Americana, artículo “Lisboa”.
98 The Essex Antiquarian [El Anticuario de Essex], Abril de 1899, t. 3, Nº 4, pp. 53, 54.
99 William Gordon, History of the Rise, Progress and Establishment of the Independence of the USA [Historia de la iniciación, el progreso y el establecimiento de la independencia de los EE.UU.], t. 3, p. 57.
100 Isaiah Thomas, Massachusetts Spy; or American Oracle of Liberty [El Espía de Massachusetts; o
El Oráculo Norteamericano de la Libertad], t. 10, Nº 472, (25 de mayo de 1780).
101 Carta del Dr. Samuel Tenney, de Exeter, New Hampshire, diciembre de 1785, en Massachusetts Historical Society Collections [Colecciones de la Sociedad Histórica de Massachusetts], 1792 (1ª serie, t. 1, p. 97).
Los Rescatados | Capítulo 19
Un despertar religioso en el Nuevo Mundo
Un agricultor honrado y de corazón recto, que anhelaba sinceramente conocer la verdad, fue el hombre elegido por Dios para marcar el rumbo en la proclamación de la segunda venida de Cristo. Al igual que muchos otros reformadores, Guillermo Miller había luchado con la pobreza y había aprendido lecciones de abnegación.
Desde su niñez había dado evidencias de una fortaleza intelectual más que común. A medida que pasaban los años, su mente estaba activa y bien desarrollada, y tenía intensa sed de conocimiento. Su amor por el estudio y el hábito de pensar en forma cuidadosa, junto con su agudo criterio, lo convirtieron en un hombre de sano juicio y vasta comprensión. Poseía un carácter moral irreprochable y una envidiable reputación. Ocupó puestos civiles y militares con éxito. Parecía que la riqueza y el honor le sonreían.
En la niñez, había sido influenciado por la religión. Pero temprano en su edad madura, se relacionó con la sociedad de los deístas,* cuya influencia era poderosa, ya que estaba constituida mayormente por buenos ciudadanos, comprensivos y benévolos. Viviendo en medio de instituciones cristianas, sus caracteres habían sido modelados, hasta cierto punto, de acuerdo con el medio ambiente. Ellos debían a la Biblia la excelencia que los distinguía y que les acreditaba el respeto; sin embargo, estos buenos dones eran pervertidos para ejercer una influencia contraria a la Palabra de Dios. Miller fue inducido a adoptar estos sentimientos.
Las interpretaciones corrientes de las Escrituras presentaban dificultades que a él le parecían insuperables; sin embargo, siendo que su nueva posición descartaba la Biblia, pero no le ofrecía nada mejor, se sentía insatisfecho. Pero cuando Miller tenía 34 años, el Espíritu Santo impresionó su corazón con su condición de pecador. No hallaba ninguna seguridad para su felicidad más allá de la tumba. El futuro era oscuro y tenebroso. Refiriéndose a sus sentimientos de ese tiempo, dijo:
“Los cielos eran como de bronce sobre mi cabeza, y la tierra como hierro debajo de mis pies. [...] Cuanto más pensaba, tanto más confusas eran mis conclusiones. Traté de dejar de pensar, pero no podía dominar mis
pensamientos. Era verdaderamente miserable, pero no entendía la causa. Murmuraba y me quejaba, pero no sabía de quién. Entendía que existía el mal, pero no sabía cómo o dónde encontrar la justicia y el bien”.
Miller encuentra a un amigo
“Repentinamente –relata él–, el carácter de un Salvador impresionó vívidamente mi mente. Parecía que tenía que haber algún ser tan bueno y compasivo que él mismo expiara nuestras transgresiones, y por lo tanto nos evitara la penalidad del pecado [...]. Pero se suscitó la pregunta: ¿Cómo podía probarse que ese ser existía? Descubrí que, fuera de la Biblia, no podía obtener ninguna evidencia de la existencia de un Salvador semejante, ni aun de un estado futuro. [...]
“Vi que la Biblia presenta a un Salvador como el que yo necesitaba; y me sentí perplejo en cuanto a cómo un libro no inspirado podía desarrollar principios tan perfectamente adaptados a las necesidades de un mundo caído. Me sentí obligado a admitir que las Escrituras deben ser la revelación de Dios. Ellas llegaron a ser mi delicia; y en Jesús encontré a un amigo. El Salvador llegó a ser para mí el más importante entre diez mil; y las Escrituras, que antes eran oscuras y contradictorias, ahora llegaron a ser la lámpara que mis pies necesitaban y la luz que ansiaba en mi camino. [...] Descubrí que el Señor Dios es una Roca en medio del océano de la vida. La Biblia ahora llegó a ser mi tema de estudio principal, y puedo decir que en verdad la investigué con gran delicia. [...] Me pregunto por qué no había visto su belleza y su gloria antes, y me asombro de que hubiera podido rechazarla. [...] Perdí todo gusto por cualquier otra lectura, y apliqué mi corazón a adquirir sabiduría de Dios”.102
Miller profesó públicamente su fe. Pero sus asociados incrédulos emplearon todos los argumentos que él mismo a menudo había usado contra las Escrituras. Él razonaba que si la Biblia es la revelación de Dios, debía ser consecuente consigo misma. Se determinó estudiar las Escrituras y asegurarse de que cada aparente contradicción podía ser armonizada.
Dejando a un lado los comentarios, comparó texto con texto con la ayuda de referencias marginales y de una concordancia. Comenzando con el Génesis, leyendo versículo por versículo, cuando hallaba alguna cosa oscura tenía la costumbre de compararla con cualquier otro pasaje que parecía referirse al mismo asunto bajo consideración. Permitió que cada palabra
tuviera su sentido preciso en el texto. En todas las ocasiones en que se encontraba con un pasaje difícil de entender halló una explicación en alguna otra porción de las Escrituras. Estudió con fervorosa oración, buscando iluminación divina, y experimentó la verdad de las palabras del salmista: “La exposición de tus palabras nos da luz, y da entendimiento al sencillo” (Sal. 119:130).
Con intenso interés, estudió los libros de Daniel y el Apocalipsis y descubrió que los símbolos proféticos podían entenderse. Vio que las diversas figuras literarias, como las metáforas, similitudes, etc., o eran explicadas en el contexto inmediato o eran definidas en otros pasajes, y cuando así quedaban explicadas, debían ser entendidas literalmente. Eslabón tras eslabón de la cadena de la verdad, sus esfuerzos iban recibiendo recompensa. Paso a paso trazó las grandes líneas proféticas. Los ángeles del cielo estaban guiando su mente.
Llegó a convencerse de que la opinión popular de un milenio temporal antes del fin del mundo no estaba fundada en la Palabra de Dios. Esta doctrina, que señalaba un período de mil años de paz antes de la venida del Señor, es contraria a las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, quienes declararon que el trigo y la cizaña crecerían juntamente hasta la cosecha, el fin del mundo, y que “los hombres malvados y los engañadores irán de mal en peor” (2 Tim. 3:13, RVC).
La venida personal de Cristo
La doctrina de la conversión del mundo y del reino espiritual de Cristo no era sostenida por la iglesia apostólica. No fue aceptada generalmente por los cristianos sino hasta comienzos del siglo XVIII. Esta doctrina enseñaba a los hombres a considerar que la venida del Señor estaba muy adelante en el futuro, y les impedía prestar atención a las señales que anunciaban su pronto regreso. Indujo a muchos a descuidar su preparación para encontrarse con el Señor.
Miller encontró que en las Escrituras se enseñaba en forma sencilla una venida de Cristo literal y personal. “El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero”. “Verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria”. “Porque así como el relámpago que sale del oriente se ve hasta en el occidente, así será la venida del Hijo del
hombre”. “El Hijo del hombre” vendrá “en su gloria, con todos sus ángeles”. “Y al sonido de la gran trompeta mandará a sus ángeles, y reunirán de los cuatro vientos a los elegidos” (1 Tes. 4:16; Mat. 24:30, 27; 25:31; 24:31).
A la venida del Señor, los justos muertos serán levantados y los justos vivos serán transformados. “No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. […] con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad”. “Los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre” (1 Cor. 15:51-53; 1 Tes. 4:16, 17).
El hombre en su estado actual es mortal, corruptible; pero el reino de Dios será incorruptible. Por lo tanto, el hombre en su estado presente no puede entrar en el reino de Dios. Cuando Jesús venga, él otorgará la inmortalidad a su pueblo, y entonces lo llamará a poseer el reino del que hasta ahora su pueblo había sido solo heredero.
Las Escrituras y la cronología
Estos y otros pasajes le probaron claramente a Miller que el reino universal de paz y el establecimiento del reino de Dios en la Tierra venían después del segundo advenimiento. Por otra parte, la condición del mundo correspondía a la descripción profética de los últimos días. Entonces se vio obligado a llegar a la conclusión de que el período asignado a la Tierra en su estado actual estaba por finalizar.
“Otra clase de evidencia que afectó finalmente mi mente –dice él– fue la cronología de las Escrituras. [...] Encontré que los acontecimientos predichos, los cuales se habían cumplido en el pasado, a menudo se habían desarrollado dentro de los límites de un tiempo determinado. Acontecimientos [...] que una vez fueron solamente materia de la profecía [...] se realizaron de acuerdo con las predicciones”.103
Cuando encontró períodos cronológicos que se extendían hasta la segunda venida de Cristo, no podía sino considerarlos como “los tiempos señalados” que Dios había revelado a sus siervos. “Lo secreto –dice Moisés– le pertenece al Señor nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros y a nuestros hijos para siempre”. El Señor declara que él “nada hace [...] sin
antes revelar sus designios a sus siervos los profetas” (Deut. 29:29; Amós 3:7). Los estudiantes de la Palabra de Dios pueden esperar con confianza encontrarse con el acontecimiento más estupendo de la historia humana claramente señalado en las Escrituras.
“Me convencí plenamente –dice Miller– de que toda Escritura divinamente inspirada es útil; y que... fue escrita por hombres santos movidos por el Espíritu Santo, y fue escrita ‘para nuestra enseñanza’, para ‘que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza’. [...] Por lo tanto creía que, al tratar de comprender lo que Dios en su misericordia había visto bien revelarnos, no tenía ningún derecho de pasar por alto los períodos proféticos”.104
La profecía que parecía revelar más claramente el tiempo de la segunda venida era Daniel 8:14: “Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado” (RVR). Haciendo de la Biblia su propio intérprete, Miller descubrió que en los símbolos proféticos un día representaba un año (ver el Apéndice). Vio que los 2.300 días proféticos –o sea, años literales– se extenderían mucho más allá de la terminación de la dispensación hebrea y, por lo tanto, no podían referirse al Santuario de esa dispensación.
Miller aceptaba la idea general de que en la era cristiana el “Santuario” era la Tierra; por lo tanto, entendía que la purificación del Santuario predicha en Daniel 8:14 representaba la purificación de la Tierra por medio del fuego en ocasión de la segunda venida de Cristo. Si podía encontrarse el exacto punto de partida de los 2.300 días, concluyó que el tiempo del segundo advenimiento podía ser revelado.
Descubre el horario profético
Miller continuó el estudio de las profecías, dedicando noches enteras y días completos al estudio de lo que ahora parecía tener una importancia estupenda. En el capítulo 8 de Daniel no pudo encontrar ninguna pista para descubrir el punto de partida de los 2.300 días. El ángel Gabriel, aunque había recibido la orden de hacerle comprender a Daniel la visión, le dio solamente una explicación parcial. Cuando la terrible persecución se desarrolló ante la visión del profeta, él no pudo soportar más la escena. Daniel quedó “exhausto”, y guardó cama “varios días”. “La visión me dejó pasmado –dice él–, pues no lograba comprenderla” (Dan. 8:27).
Sin embargo, Dios le había pedido a su mensajero: “Dile a este hombre lo
que significa la visión”. En obediencia a este mandato, el ángel volvió a Daniel y le dijo: “Daniel, he venido en este momento para que entiendas todo con claridad [...]. Presta, pues, atención a mis palabras, para que entiendas la visión”. Un punto importante del capítulo 8 había quedado sin explicar, es a saber, los 2.300 días; por lo tanto, el ángel, continuando con su explicación, se espació sobre el tiempo.
“Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad... Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, mas no por sí... Y por otra semana [el Mesías] confirmará el pacto con muchos; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda” (Dan. 8:16; 9:22, 23, 24-27, RVR).
El ángel había sido mandado para explicar a Daniel el punto que éste había dejado de entender: “Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado”. Las primeras palabras del ángel son: “Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad”. La palabra determinadas significa literalmente “cortadas”. Setenta semanas, o sea 490 años, son cortadas como un período que pertenece especialmente a los judíos.
Empiezan dos períodos proféticos
Pero, ¿de dónde serían cortadas? Siendo que los 2.300 días eran el único período profético mencionado en el capítulo 8, las 70 semanas debían por lo tanto ser una parte de los 2.300 días. Los dos períodos deben empezar al mismo tiempo, y las 70 semanas debían arrancar con “la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén”. Si podía encontrarse la fecha de este mandato, entonces el punto de arranque de los 2.300 días estaba asegurado.
En el capítulo 7 de Esdras se encuentra registrado el decreto emitido por Artajerjes, rey de Persia, en el 457 a.C. Tres reyes, que originaron y completaron el decreto, le dieron la terminación requerida por la profecía para señalar el comienzo de los 2.300 años. Estableciendo la fecha 457 a.C., cuando el decreto fue completado, como la fecha de “la orden”, todas las especificaciones de las 70 semanas resultan cumplidas (ver el Apéndice).
“Desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el
Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas”. Sesenta y nueve semanas, o sean 483 años. El decreto de Artajerjes se puso en efecto en el otoño del 457 a.C. Desde esta fecha, 483 años se extienden hasta el otoño del año 27 de nuestra era. En ese tiempo se cumplió esta profecía. En el otoño del 27, Cristo fue bautizado por Juan y recibió la unción del Espíritu. Después de su bautismo se fue a Galilea, “a anunciar las buenas nuevas de Dios. ‘Se ha cumplido el tiempo’, decía” (Mar. 1:14, 15).
El evangelio es predicado al mundo
“Y por otra semana confirmará el pacto con muchos”; son los últimos siete años del período asignado a los judíos. Durante este tiempo, que va desde el 27 hasta el 34 de nuestra era, Cristo y sus discípulos extendieron la invitación evangélica, especialmente a los judíos. La orden del Salvador fue: “No vayan entre los gentiles ni entren en ningún pueblo de los samaritanos. Vayan más bien a las ovejas descarriadas del pueblo de Israel” (Mat. 10:5, 6).
“A la mitad de la semana haré cesar el sacrifico y la ofrenda”. En el 31 d.C., o sea, tres años y medio después de su bautismo, nuestro Señor fue crucificado. Con el gran sacrifico ofrecido en el Calvario, los símbolos encontraron su cumplimiento. Todos los sacrificios y las oblaciones del sistema ceremonial judaico debían cesar.
Los 490 años asignados a los judíos terminaron en el 34 d.C. En esa época, por orden del Sanedrín judío, la nación selló su rechazo del evangelio con motivo del martirio de Esteban y la persecución a los seguidores de Cristo. Entonces el mensaje de salvación fue llevado al mundo. Los discípulos, obligados por la persecución a huir de Jerusalén, “predicaban la palabra por dondequiera que iban” (Hech. 8:4).
Hasta aquí toda especificación de la profecía se cumple con exactitud. El comienzo de las setenta semanas está fijado fuera de toda duda y corresponde al 457 a.C., y su terminación es el 34 de nuestra era. Si se cortan, se descuentan, las 70 semanas (490 días) de los 2.300 días, restan 1.810 días. Después de la terminación de los 490 días, los 1.810 días todavía habían de cumplirse. Desde el 34 d.C., los 1.810 años se extienden hasta 1844.
En consecuencia, los 2.300 días de Daniel 8:14 terminan en 1844. A la terminación de este gran período profético, “el santuario será purificado”. Así quedaba señalado el tiempo de la purificación del Santuario, que casi universalmente se creía que ocurriría en ocasión de la segunda venida de
Cristo.
Una conclusión alarmante
Al principio de sus estudios, Miller no tenía la más mínima idea de que llegaría a la conclusión a la cual ahora había arribado. Apenas podía creer en los resultados de su propia investigación. Pero la evidencia de las Escrituras era demasiado clara para ser descartada.
En 1818, llegó a la solemne convicción de que, después de unos 25 años, Cristo aparecería para redimir a su pueblo. “No necesito hablar –dice Miller– del gozo que llenó mi corazón en vista de la perspectiva deliciosa, y de los ardientes anhelos de mi alma de una participación en los gozos de los redimidos [...]. ¡Oh, cuán brillante y gloriosa aparecía la verdad! [...]
“Con poderosa convicción se me hizo claro el pensamiento relativo a mi deber para con el mundo, en vista de la evidencia que se había apoderado de mi propia mente”.105 No podía sino sentir que era su deber impartir a los demás la luz que había recibido. Esperaba la oposición de los impíos, pero tenía la confianza de que todos los cristianos se regocijarían por la esperanza de encontrarse con su Salvador. Dudaba de la conveniencia de presentar la perspectiva de la gloriosa liberación, que había de consumarse tan pronto, no fuera que estuviera equivocado y desviara a otros. Así se vio inducido a revisar y a considerar cuidadosamente cada dificultad que se presentaba en su mente. Después de trabajar cinco años en esto, quedó convencido de la corrección de su posición.
“Ve y dilo al mundo”
“Cuando estaba ocupado en mis quehaceres –dijo él–, continuamente resonaba en mis oídos la orden: ‘Ve y advierte al mundo de su peligro’. Recordaba constantemente el texto: ‘Cuando yo le diga al malvado: “¡Vas a morir!”, si tú no le adviertes que cambie su mala conducta, el malvado morirá por su pecado, pero a ti te pediré cuentas de su sangre’ (Eze. 33:8, 9). Sentía que si el impío pudiera ser amonestado con eficacia, multitudes se arrepentirían; y que si no eran amonestados, su sangre Dios la demandaría de mi mano”.106 Estas palabras acudían una y otra vez a su mente: “Ve, y advierte al mundo de su peligro; su sangre yo la demandaré de tu mano”. Aguardó nueve años, pero todavía seguía sintiendo la misma preocupación angustiosa, hasta que en 1831 expuso públicamente por primera vez las razones de su fe.
Tenía ahora 50 años, no estaba acostumbrado a hablar en público, pero sus esfuerzos resultaron bendecidos. Su primer discurso fue seguido de un despertar religioso. Todos los miembros de trece familias, con la excepción de dos personas, se convirtieron. Se le pidió que predicara en otros lugares, y en casi cada lugar se convertían más pecadores. Los cristianos despertaban a una consagración mayor, los deístas y los incrédulos reconocían la verdad de la Biblia. Su predicación despertaba la mente del público y detenía la mundanalidad y la sensualidad creciente de la época.
En muchos lugares, las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones se abrían para su trabajo, y habitualmente las invitaciones procedían de los ministros. Tenía por norma no trabajar en ningún lugar al que no había sido invitado, pero se halló imposibilitado de cumplir con la mitad de los pedidos que llegaban. Muchos se convencían de la certidumbre de la cercanía de la venida de Cristo y de la necesidad que tenían de prepararse. En algunas de las grandes ciudades, muchos dueños de bares convertían sus establecimientos en salones de reunión; se cerraban las casas de juego; muchos incrédulos y hasta los más abandonados libertinos se reformaban. Se inauguraban reuniones de oración en iglesias de varias denominaciones casi a cualquier hora, y grupos de comerciantes se reunían a mediodía para reuniones de oración y alabanza. No había excitación extravagante. Su obra, a semejanza de la de los reformadores, tendía más bien a convencer el entendimiento y a despertar la conciencia que a excitar las emociones.
En 1833, Miller recibió de la Iglesia Bautista una licencia para predicar. Un gran número de ministros de su denominación aprobaba su obra; era con su sanción formal como él continuaba con sus labores. Viajaba y predicaba constantemente, sin recibir jamás lo suficiente para hacer frente a los gastos de los viajes hasta los lugares en donde trabajaba. De esta manera, sus labores públicas constituían un pesado gravamen para sus recursos personales.
“Las estrellas caerán”
En 1833, apareció la última de las señales que fueron prometidas por el Salvador como heraldos de su segunda venida: “Las estrellas caerán del cielo” “como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento” (Mat. 24:29; Apoc. 6:13). Esta profecía fue motivo de un notable cumplimiento cuando se produjo la gran lluvia meteórica el 13 de noviembre
de 1833, uno de los más extensos y admirables despliegues de estrellas fugaces que jamás se haya registrado. “Cayeron los meteoros hacia la tierra; al este, al oeste, al norte y al sur era lo mismo. [...] En una palabra, todo el cielo parecía estar en conmoción [...]. Desde las dos de la madrugada hasta la plena claridad del alba, en un firmamento perfectamente sereno y sin nubes, todo el cielo permaneció constantemente surcado por una lluvia incesante de cuerpos que brillaban de modo deslumbrante”.107 “Parecía que todas las estrellas del cielo se hubiesen reunido en un punto cerca del cenit, y que fuesen lanzadas de allí, con la velocidad del rayo, en todas las direcciones del horizonte; sin embargo, no se agotaban: con toda rapidez se seguían una tras otras por miles, como si hubiesen sido creadas para la ocasión”.108 “No era posible contemplar un cuadro más correcto de una higuera que arrojaba sus higos cuando era sacudida por un viento fuerte”.109
En el New York Journal of Commerce, del 14 de noviembre de 1833,
apareció un largo artículo con respecto a este fenómeno: “Yo supongo que ningún filósofo ni erudito ha referido ni registrado un acontecimiento semejante, como el que ocurrió ayer por la mañana. Un profeta lo predijo hace aproximadamente 1.800 años, si entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas errantes o fugaces [...] y es el único sentido verdadero y literal”.
Así se cumplió la última de estas señales de la venida del Señor, concerniente a las cuales Jesús les había dicho a sus discípulos: “Cuando vean todas estas cosas, sepan que el tiempo está cerca, a las puertas” (Mat. 24:33). Muchos de los que presenciaron la caída de las estrellas la consideraron como un anuncio del juicio venidero.
En 1840 tuvo su cumplimiento otra notable profecía que suscitaba el interés de todos. Dos años antes Josías Litch publicó una exposición del capítulo 9 de Apocalipsis, en la cual predecía la caída del Imperio Otomano “en el 1840 d.C., en algún momento del mes de agosto”. Solo pocos días antes del acontecimiento él había escrito: “Esto terminará el 11 de agosto de 1840, día en que puede anticiparse que el poder otomano de Constantinopla será quebrantado”.110
Una predicción cumplida
Precisamente en el tiempo especificado, Turquía aceptó la protección de
los poderes aliados de Europa y así se colocó bajo el control de las naciones cristianas. El suceso aconteció exactamente según la predicción (ver el Apéndice). Multitudes se convencieron de los principios de interpretación profética adoptados por Miller y sus asociados. Hombres de saber y de posición se unieron con Miller en la predicación y en la publicación de estos puntos de vista. Desde 1840 hasta 1844 la obra se extendió rápidamente.
Guillermo Miller poseía grandes dotes intelectuales, a las que sumaba la sabiduría del cielo que adquirió al relacionarse con la fuente de la sabiduría. Se granjeaba el respeto en todo lugar donde se valoraran la integridad y la excelencia moral. Con humildad cristiana, era un hombre atento y afable para con todos, y estaba listo a escuchar a los demás y a considerar sus argumentos. Examinaba todas las teorías a la luz de la Palabra de Dios, y su razonamiento sano y su conocimiento de las Escrituras lo capacitaban para refutar el error.
Sin embargo, así como aconteció con los primeros reformadores, las verdades que presentaba no fueron recibidas por los maestros populares de religión. Cuando estos no podían sostener su posición fundamentándola en las Escrituras, recurrían a las doctrinas de los hombres y a las tradiciones de los padres. Pero la Palabra de Dios era el único testimonio acepto por los predicadores de la verdad adventista. Los oponentes utilizaban el ridículo y el sarcasmo al difamar a aquellos que anticipaban con gozo el regreso de su Señor y se esforzaban por vivir vidas santas y preparar a otros para la venida del Señor. Se hizo aparecer como pecado el estudiar las profecías referentes a la venida de Cristo y al fin del mundo. Así fue como los ministros populares minaron la fe en la Palabra de Dios. Sus enseñanzas tornaban a los hombres en incrédulos, y así muchos se tomaron la libertad de andar según sus impías pasiones. Y los autores de este mal culpaban de todo ello a los adventistas.
Aunque la obra de Miller atraía a grandes multitudes de oyentes inteligentes, su nombre era mencionado raramente por la prensa religiosa, salvo para el ridículo y la acusación. Los hombres impíos, fortalecidos por los maestros religiosos, recurrían a apodos blasfemos cuando se referían a él y a su obra. El hombre encanecido que había abandonado la comodidad del hogar para viajar a su propia costa con el fin de presentar al mundo el testimonio solemne y la advertencia del juicio cercano era denunciado como fanático.
Interés e incredulidad
El interés continuó creciendo. Comenzando con veintenas y centenas, los creyentes se habían ido sumando hasta alcanzar millares. Pero después de un tiempo se comenzó a manifestar oposición contra estos conversos, y las iglesias comenzaron a tomar medidas disciplinarias con los que habían abrazado las opiniones de Miller. Esto requirió una respuesta de su pluma: “Si estamos en el error, les ruego nos muestren en qué consiste nuestra equivocación. Convénzannos con la Palabra de Dios de que estamos en error; ya hemos sufrido suficiente ridículo; pero eso no puede convenceros de que estamos equivocados; la Palabra de Dios es la única que puede cambiar nuestra opinión. Hemos llegado a nuestras conclusiones en forma deliberada y después de mucha oración, al ver la evidencia en las Escrituras”.111
Cuando la iniquidad de los antediluvianos indujo a Dios a traer el diluvio sobre la tierra, él primero les dio a conocer su propósito. Durante 120 años proclamó la amonestación al arrepentimiento. Pero no creyeron. Se burlaron del mensajero de Dios. Si el mensaje de Noé era cierto, ¿por qué no lo vio y creyó en él todo el mundo? ¡Las aseveraciones de un hombre en contra de la sabiduría de miles! No dieron crédito a la amonestación ni buscaron el refugio del arca.
Los burladores señalaban la sucesión invariable de las estaciones, y el cielo azul que nunca había arrojado lluvia. Con desprecio declaraban que el predicador de la justicia era un entusiasta delirante. Insistieron en forma más atrevida que antes en sus malos caminos. Pero al tiempo señalado, los juicios de Dios cayeron sobre los que rechazaron su misericordia.
Escépticos e incrédulos
Cristo declaró que, como la gente en los días de Noé, “no supieron nada de lo que sucedería hasta que llegó el diluvio y se los llevó a todos. Así será en la venida del Hijo del hombre” (Mat. 24:39). Cuando el profeso pueblo de Dios se esté uniendo con el mundo, cuando el lujo de este llegue a convertirse en el lujo de la iglesia, cuando todos anticipen muchos años de prosperidad mundana, entonces, en forma tan repentina como los fulgores del relámpago, vendrá el fin de sus engañosas esperanzas. Así como Dios envió a su siervo para amonestar al mundo acerca del diluvio venidero, envió a sus mensajeros escogidos para proclamar la cercanía del juicio final. Y así como los contemporáneos de Noé se burlaron de las predicciones del predicador de
justicia, en los días de Miller muchos de los que profesaban ser el pueblo de Dios se rieron abiertamente de las palabras de advertencia.
No puede haber una evidencia más concluyente de que las iglesias se han apartado de Dios que la animosidad producida por este mensaje de origen celestial.
Los que aceptaban la doctrina adventista llegaron a la conclusión de que era tiempo de tomar posiciones. “Los asuntos de la eternidad asumieron para ellos […] realidad. El cielo estaba cerca, y se sentían ellos mismos culpables delante de Dios”.112 Los cristianos se convencieron de que el tiempo era corto, y que lo que debían hacer en favor de sus semejantes debía hacerse rápidamente. La eternidad parecía abrirse delante de ellos. El Espíritu de Dios daba poder a sus llamados a que la gente se preparase para el Día de Dios. Su vida diaria era un reproche para los miembros no consagrados de las iglesias. Estos no querían ser perturbados en sus placeres, en su búsqueda del dinero, en su ambición por el honor mundano. De ahí la oposición en contra de la fe adventista.
Los opositores se esforzaban por desanimar la investigación de la Biblia enseñando que las profecías estaban selladas. Así, los protestantes siguieron los pasos de los romanistas. Las iglesias protestantes pretendían que una parte importante de la Palabra, la que era especialmente aplicable a nuestro tiempo, no podía ser entendida. Los ministros declaraban que Daniel y el Apocalipsis eran misterios incomprensibles.
Pero Cristo indujo a sus discípulos a usar las palabras del profeta Daniel: “El que lee, que lo entienda” (Mat. 24:15). Y el Apocalipsis también debía ser entendido. “Esta es la revelación de Jesucristo, que Dios le dio para mostrar a sus siervos lo que sin demora tiene que suceder. […] Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de este mensaje profético y hacen caso de lo que aquí está escrito, porque el tiempo de su cumplimiento está cerca” (Apoc. 1:1-3).
“Dichoso el que lee”: Evidentemente, habrá personas que no leerán. Y “los que escuchan”: también habrá personas que rehuirán escuchar cualquier cosa concerniente a las profecías. “Y hacen caso de lo que aquí está escrito”: Muchos rechazarán escuchar las instrucciones del Apocalipsis. Ninguno de ellos puede reclamar la prometida bendición.
¿Cómo se atreven los hombres a enseñar que el Apocalipsis está más allá
de la comprensión humana? Es el misterio revelado, un libro abierto. El Apocalipsis dirige la mente al libro de Daniel. Ambos libros presentan instrucciones importantes relativas a los acontecimientos del fin de la historia humana.
Juan vio los peligros, los conflictos y la liberación final del pueblo de Dios. Él registra los mensajes finales que han de madurar la cosecha de la tierra, ya sea para el granero del cielo o para los fuegos de la destrucción, con el fin de que los que se vuelvan del error a la verdad sean instruidos con respecto a los peligros y los conflictos que les esperan.
¿Por qué, entonces, existe esa ignorancia general concerniente a una parte importante de la Palabra sagrada? Es el resultado de un estudiado esfuerzo del príncipe de las tinieblas para ocultar de la vista de los hombres aquello que revele su engaño. Por esta razón, Cristo, el Revelador, previendo la guerra contra la revelación, pronunció una bendición sobre todos los que leyeran, escucharan y guardaran las profecías.
* Deísmo: la creencia de que Dios existe y creó el mundo, pero después no asumió ningún control ni demostró preocupación por la vida de las personas; la creencia de que la razón es suficiente para el conocimiento de la verdad; rechaza la revelación (Webster´s New World Dictionary). 📖
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102 S. Bliss, Memories of William Miller [Memorias de Guillermo Miller], pp. 65-67. 103 Ibíd., pp. 74, 75.
104 Ibíd.
105 Ibíd., pp. 76, 77-81.
106 Bliss, p. 92.
107 R. M. Devens, American Progress; or The Great Events of the Greatest Century [El progreso norteamericano; o Los grandes eventos del siglo más grandioso], cap. 28, párr. 1-5.
108 F. Reed, Christian Advocate and Journal [Periódico y Defensor Cristiano], 13 de diciembre de 1833.
109 “The Old Countryman” [El viejo labriego], Portland (Maine) Evening Advertiser [Anunciador Vespertino de Portland], 26 de noviembre de 1833.
110 Josiah Litch, Signs of the Times [Señales de los Tiempos], 1º de agosto de 1840. 111 Bliss, pp. 250, 252.
112 Ibíd., p. 146.
Los Rescatados | Capítulo 20
Luz a pesar del chasco
La obra de Dios presenta, a través de los siglos, una notable similitud en todas las grandes reformas o movimientos religiosos. Los principios que rigen el trato de Dios con los hombres son siempre los mismos. Los movimientos importantes del presente tienen su paralelo en los del pasado, y la experiencia de la iglesia en épocas anteriores proporciona lecciones para nuestro propio tiempo.
Dios, mediante su Santo Espíritu, dirige especialmente a sus siervos que están sobre la Tierra para que lleven adelante la obra de salvación. Los hombres son instrumentos en las manos de Dios. A cada uno de ellos Dios les concedió una medida de luz suficiente para capacitarlos con el fin de realizar la obra que les fuera encomendada. Pero ningún hombre ha alcanzado jamás una comprensión cabal del propósito divino de la obra en su propio tiempo. Los hombres no comprenden en forma plena y en todos sus aspectos el mensaje que ellos proclaman en el nombre de Cristo. Aun los profetas no entendieron completamente las revelaciones que Dios les confiara. El significado debía ir desarrollándose de época en época.
San Pedro dice acerca de la salvación: “Los profetas, que anunciaron la gracia reservada para ustedes, estudiaron cuidadosamente esta salvación. Querían descubrir a qué tiempo y a cuáles circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando testificó de antemano acerca de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que vendría después de estos. A ellos se les reveló que no se estaban sirviendo a sí mismos, sino que les servían a ustedes” (1 Ped. 1:10-12). ¡Qué lección para el pueblo de Dios en esta época! Aquellos santos hombres de Dios “estudiaron cuidadosamente” con respecto a las revelaciones dadas para las generaciones futuras. ¡Qué censura para la indiferencia amiga de la mundanalidad que se contenta con declarar que las profecías no pueden ser entendidas! Con cierta frecuencia, incluso la mente de los siervos de Dios está tan cegada por la tradición y las falsas enseñanzas, que alcanza a entender en forma solo parcial las cosas reveladas en la Palabra divina. Los discípulos de Cristo, aun cuando el Salvador estaba con ellos, tenían el concepto popular de que el Mesías había de ser un príncipe temporal
que iba a exaltar a Israel para que llegara a ser un imperio universal. No podían entender las palabras de Cristo que predecían sus sufrimientos y su muerte.
“El tiempo se ha cumplido”
Cristo los había enviado con el mensaje: “Se ha cumplido el tiempo – decía–. El reino de Dios está cerca. ¡Arrepiéntanse y crean las buenas nuevas!” (Mar. 1:15). Ese mensaje se basaba en la profecía de Daniel, capítulo 9. Las 69 semanas habían de extenderse hasta el “Mesías príncipe”, y los discípulos esperaban el establecimiento del reino del Mesías en Jerusalén para que gobernara sobre toda la tierra.
Aunque predicaban el mensaje que les fue encomendado, ellos mismos entendían mal su significado. Aun cuando el anuncio que hacían se basaba en Daniel 9:25, no vieron en el próximo versículo que el Mesías debía ser muerto. Sus corazones se habían concentrado en la gloria de un imperio terrenal; esto cegó su entendimiento. Al tiempo preciso en que esperaban ver a su Señor ascender al trono de David, lo contemplaron apresado, azotado, insultado y condenado sobre la cruz. ¡Qué desesperación y angustia azotó el corazón de sus discípulos!
Cristo vino en el tiempo exacto predicho. La Escritura se había cumplido en todo detalle. La Palabra y el Espíritu de Dios confirmaban la divina comisión de Jesús. Aun así la mente de los discípulos se hallaba envuelta en la duda. Si Jesús hubiera sido el verdadero Mesías, ¿se habrían visto ellos sumidos en la angustia y la desilusión? Esta era la pregunta que torturaba sus almas durante las horas angustiosas del sábado que medió entre su muerte y su resurrección.
Sin embargo no fueron abandonados. “Vivo en tinieblas, pero el Señor es mi luz. […] Entonces me sacará a la luz y gozaré de su salvación”. “Para los justos la luz brilla en las tinieblas”. “Conduciré a los ciegos por caminos desconocidos, los guiaré por senderos inexplorados; ante ellos convertiré en luz las tinieblas, y allanaré los lugares escabrosos. Esto haré, y no los abandonaré” (Miq. 7:8, 9; Sal. 112:4; Isa. 42:16).
El anuncio hecho por los discípulos era correcto: “Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios”. Al cumplirse “el tiempo” –las 69 semanas de Daniel, capítulo 9, que habían de extenderse hasta el Mesías–, el “Ungido” Cristo había recibido la unción del Espíritu después de ser
bautizado por Juan el Bautista. El “reino de Dios” no era, como a ellos se les había enseñado a creer, un imperio terrenal. Ni tampoco se trataba del reino futuro e inmortal en el cual “se dará a los santos, que son el pueblo del Altísimo, la majestad y el poder y la grandeza de los reinos” (Dan. 7:27).
La expresión “reino de Dios” designaba tanto el reino de la gracia como el reino de la gloria. El apóstol dice: “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Heb. 4:16). La existencia de un trono implica la existencia de un reino. Cristo emplea la expresión “el reino de los cielos” para designar la obra de la gracia que Dios realiza en el corazón de los hombres. Así pues, el trono de gloria representa el reino de la gloria (Mat. 25:31, 32). Este reino es todavía futuro. No ha de ser establecido hasta la segunda venida de Cristo.
Cuando el Salvador depuso su vida y exclamó: “Consumado es”, la promesa de salvación hecha a la pareja pecadora del Edén fue ratificada. El reino de la gracia, que había existido antes sobre la base de la promesa de Dios, fue establecido entonces.
Así pues, la muerte de Cristo –el acontecimiento que los discípulos consideraron como la destrucción de su esperanza– era precisamente lo que hizo a ese reino seguro para siempre. Aunque acarreó un cruel chasco, fue la prueba de que la creencia de ellos había sido correcta. El acontecimiento que los había llenado de desesperación abrió la puerta de la esperanza para todos los fieles de Dios en todas las edades.
Con el oro puro del amor de los discípulos por Jesús se hallaba mezclada la baja aleación de las ambiciones egoístas. Su visión estaba llena del trono, la corona y la gloria. El orgullo de su corazón, su sed de gloria mundanal, los había inducido a pasar por alto las palabras del Salvador que mostraban la verdadera naturaleza de su reino y prefiguraban su muerte. Estos errores resultaron en la prueba tremenda que fue permitida para su corrección. A los discípulos se les había de confiar el glorioso evangelio de su resucitado Señor. Para prepararlos para esta obra, se había permitido esta experiencia que parecía tan amarga.
Después de la resurrección de Cristo, él apareció a sus discípulos en el camino a Emaús, y “les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras”. Era su propósito afirmar la fe de ellos en “la Palabra profética más segura” (Luc. 24:27; 2 Ped. 1:19, RVR), no solamente por medio de su testimonio
personal, sino también por medio de las profecías del Antiguo Testamento. Y como primer paso dado para impartir este conocimiento, Jesús indujo a los discípulos a considerar a “Moisés y […] todos los profetas” de las Escrituras del Antiguo Testamento.
De la desesperación a la seguridad
En un sentido más completo que lo que jamás había ocurrido, los discípulos habían “hallado a Aquel, de quien escribió Moisés en la ley, y asimismo los profetas”. La incertidumbre, y la desesperación, dio lugar a la seguridad, y a una fe despejada. Habían pasado por la prueba más profunda que pudiera haberles acontecido, y habían visto cómo la Palabra de Dios se había cumplido en forma triunfal. De aquí en adelante, ¿qué cosa podía quitarles la fe? En medio de su dolor más profundo llegaron a tener un “fortísimo consuelo”, una esperanza que era “como segura y firme ancla del alma” (Heb. 6:18, 19, RVR).
Dijo el Señor: “¡Nunca más será avergonzado mi pueblo!”. “Si por la noche hay llanto, por la mañana habrá gritos de alegría” (Joel 2:26; Sal. 30:5). En el día de su resurrección, estos discípulos encontraron al Salvador, y sus corazones ardían dentro de ellos mientras escuchaban sus palabras. Antes de su ascensión, Jesús les pidió: “Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura”, y agregó: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mar. 16:15; Mat. 28:20). En el Día de Pentecostés descendió el Consolador prometido, y las almas de los creyentes se conmovieron de regocijo ante la presencia consciente de su ascendido Señor.
El mensaje de los discípulos comparado con el mensaje de 1844
La experiencia de los discípulos en ocasión del primer advenimiento de Cristo fue paralela a la experiencia de los que proclamaron su segunda venida. Así como los discípulos predicaron: “Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios”, Miller y sus asociados proclamaron que el último período profético de la Biblia estaba llegando a su cumplimiento, que el juicio había de comenzar en forma inminente, y que el reino eterno había de ser establecido. La predicación de los discípulos con respecto al tiempo estaba basada en las 70 semanas del capítulo 9 de Daniel. El mensaje dado por Miller y sus asociados anunciaba la terminación de los 2.300 días de Daniel 8:14, profecía de la que las 70 semanas formaban parte. La
predicación de ambos casos estaba basada en el cumplimiento de una porción diferente del mismo período profético.
Así como los primeros discípulos, Guillermo Miller y sus asociados no comprendieron en forma plena el mensaje que proclamaban. Errores establecidos por largo tiempo en la iglesia impidieron una correcta interpretación de un punto importante de la profecía. Por lo tanto, aunque proclamaban el mensaje que Dios les había confiado, a causa de una incomprensión de su significado sufrieron un desengaño.
Miller adoptó la opinión general de que la Tierra es el “Santuario”, y creía que la “purificación del Santuario” representaba la purificación de la Tierra por fuego en ocasión de la venida del Señor. Por lo tanto, el fin de los 2.300 días, según él concluyó, revelaba el tiempo de la segunda venida.
La purificación del Santuario era el último servicio oficiado por el sumo sacerdote en la serie de servicios anuales. Era la obra final de la expiación, que consistía en quitar o eliminar el pecado de Israel. Prefiguraba la obra final de nuestro Sumo Pontífice que está en el cielo, y quien quitará o borrará los pecados de su pueblo que están registrados en los libros celestiales. Este servicio implica una tarea de investigación, una obra de juicio, y esta precede inmediatamente a la venida de Cristo en las nubes del cielo, pues cuando él venga, todos los casos habrán sido ya decididos. Dice Jesús: “Traigo conmigo mi recompensa, y le pagaré a cada uno según lo que haya hecho” (Apoc. 22:12). Es esta obra de juicio la que se anuncia en el mensaje del primer ángel de Apocalipsis 14:7: “Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio”.
Los que proclamaron esta advertencia dieron el mensaje correcto en el tiempo apropiado. Pero así como los discípulos estaban equivocados con respecto al reino que había de ser establecido al final de las “setenta semanas”, también los que predicaban el mensaje del advenimiento estaban equivocados con respecto al acontecimiento que había de ocurrir al terminar los 2.300 días. En ambos casos, errores populares cegaron la mente y oscurecieron la verdad. En ambos casos, los hijos de Dios cumplieron la voluntad del Señor al proclamar el mensaje que él deseaba que fuera dado, y en ambos casos, a causa de la incomprensión de este mensaje, sufrieron un chasco.
Sin embargo, Dios realizó su propósito al permitir que la amonestación relativa al juicio fuera dada como lo fue. En su providencia, el mensaje sirvió
para probar y purificar a la iglesia. Los afectos de los cristianos, ¿estaban concentrados en este mundo o en Cristo y el cielo? ¿Estaban ellos listos para renunciar a sus ambiciones mundanas y darle la bienvenida al advenimiento de su Señor?
La desilusión también iba a probar el corazón de los que habían profesado recibir la amonestación. ¿Abandonarían ellos en forma precipitada su experiencia y perderían su confianza en la Palabra de Dios cuando fueran llamados a soportar el escarnio del mundo y la prueba consistente en la demora y el chasco? Por no comprender en forma inmediata los designios de Dios, ¿echarían por la borda verdades sostenidas por el claro testimonio de su Palabra?
Esta prueba enseñaría el peligro que existe en aceptar interpretaciones de hombres en lugar de hacer de la Biblia su propio intérprete. Los hijos de la fe serían inducidos a un estudio más profundo de la Palabra, a examinar en forma más cuidadosa los fundamentos de su fe, y a rechazar todo aquello que, aunque ampliamente aceptado por el mundo cristiano, no se basa en las Escrituras.
Pero aquello que en la hora de la prueba parecía tan oscuro sería aclarado. A pesar de la prueba resultante de sus errores, aprenderían mediante una experiencia bendita que el Señor es muy misericordioso y compasivo; y que todos sus caminos “son amor y verdad para quienes cumplen los preceptos de su pacto” (Sal. 25:10).
La profecía de las Escrituras que abarca el período más extenso de todas las profecías bíblicas se encuentra en Daniel, capítulo 8; y en el capítulo 9 se añaden detalles de ella. Esta profecía establece claramente la fecha de la crucifixión de Jesús y el juicio que se realiza en el cielo con anterioridad a su segunda venida. 📖
Los Rescatados | Capítulo 21
Un gran movimiento mundial
En el capítulo 14 del libro de Apocalipsis se predecía un gran despertar religioso como resultado del mensaje del primer ángel. Apareció un ángel “volando en medio del cielo, teniendo un evangelio eterno que anunciar a los que habitan sobre la tierra, y a cada nación, y tribu, y lengua, y pueblo”. Este ángel proclamaba “a gran voz” el mensaje: “¡Temed a Dios y dadle gloria; porque ha llegado la hora de su juicio; y adorad al que hizo el cielo y la tierra, y el mar y las fuentes de agua!” (Apoc. 14:6, 7, VM).
Un ángel representaba el carácter exaltado de la obra que ha de realizar el mensaje, y el poder y la gloria que la acompañarán. El vuelo del ángel “en medio del cielo”, la “gran voz”, y su promulgación a “a toda nación, raza, lengua y pueblo” dan evidencia de la extensión rápida y mundial del movimiento. En cuanto al tiempo cuando esto ocurriría, coincide con el anuncio del comienzo del juicio.
Este mensaje es una parte del evangelio que podía ser proclamado solo en los últimos días, pues solamente entonces sería cierto que la hora del juicio había llegado. La parte de la profecía que se relaciona con los últimos días es la que se le pidió a Daniel que cerrara y sellara “hasta el tiempo del fin” (Dan. 12:4, RVR). Por lo tanto, hasta este tiempo no podía proclamarse el mensaje concerniente al juicio, basado en el cumplimiento de estas profecías. Pablo amonestó a la iglesia a no esperar la venida de Cristo en sus días. No podemos esperar el advenimiento de nuestro Señor sino hasta después que la gran apostasía y el largo reinado del “hombre de maldad” hayan acontecido (ver 2 Tes. 2:3). El “hombre de maldad” –también llamado “el misterio de iniquidad”, “el hijo de perdición” y “el inicuo”– representa al papado, que había de mantener su supremacía por 1.260 años. Este período terminó en 1798. La venida de Cristo no podía ocurrir antes de ese tiempo. San Pablo abarca con su advertencia toda la dispensación cristiana hasta 1798. Solo después de esa fecha el mensaje del segundo advenimiento de Cristo había de
proclamarse.
Ningún mensaje similar se ha realizado en los siglos pasados. San Pablo, como hemos visto, no lo predicó; él señaló lo que entonces era un futuro muy
distante, en que había de realizarse la venida del Señor. Los reformadores no lo proclamaron. Martín Lutero colocó el juicio cerca de 300 años en el futuro después de su tiempo. Pero desde 1798 el libro de Daniel ha sido desellado, y muchos han proclamado el mensaje del juicio como algo cercano.
En forma simultánea, en diferentes países
Así como la Reforma del siglo XVI, el movimiento adventista apareció en diferentes países al mismo tiempo. Hombres de fe fueron inducidos a estudiar las profecías y vieron evidencias convincentes de que el fin era inminente. Cuerpos aislados de cristianos, solo por el estudio de las Escrituras, llegaron a albergar la creencia de que la venida del Salvador estaba cercana.
Tres años después que Miller había llegado a su interpretación de las profecías, el Dr. José Wolff, “el misionero mundial”, comenzó a proclamar el pronto retorno del Señor. Nacido en Alemania, de padres hebreos, era muy joven cuando llegó a convencerse de la verdad de la religión cristiana. Solía prestar profunda atención a las conversaciones que se llevaban a cabo en la casa de su padre cuando judíos devotos se reunían para repasar las esperanzas de su pueblo, la gloria del futuro Mesías y la restauración de Israel. Un día, al oír mencionar el nombre de Jesús de Nazaret, el muchacho preguntó quién era. “Un judío de gran talento –fue la respuesta–; pero debido a que él pretendía ser el Mesías, el tribunal judío lo sentenció a muerte”.
“¿Por qué está destruida Jerusalén –continuó preguntando–, y por qué estamos en cautiverio?”
“¡Ay, ay! –contestó su padre–. Porque los judíos dieron muerte a los profetas”. Inmediatamente se le ocurrió al muchacho: “Tal vez Jesús también era profeta, y los judíos lo mataron siendo él inocente”. Aunque le estaba prohibido entrar en una iglesia cristiana, a menudo se detenía cerca de ellas para escuchar la predicación. Cuando tenía solamente 7 años de edad, se jactaba ante un vecino cristiano del triunfo futuro de Israel en ocasión del advenimiento del Mesías. El anciano dijo en forma bondadosa: “Querido muchacho, te voy a decir quién es el verdadero Mesías: fue Jesús de Nazaret [...] a quien tus antepasados crucificaron [...]. Ve a tu casa y lee el capítulo 53 de Isaías, y te convencerás de que Cristo Jesús es el Hijo de Dios”.113
El muchacho fue a su casa y leyó las Escrituras. ¡Cuán perfectamente se
había cumplido esa profecía en Jesús de Nazaret! ¿Eran ciertas las palabras del cristiano? El muchacho le pidió a su padre una explicación de la profecía,
pero la respuesta fue un silencio tan solemne que nunca más se atrevió a mencionar ese tema.
A la edad de 11 años salió de su hogar y comenzó a recorrer el mundo para conseguir una educación a su propia costa, para elegir su religión y la tarea de su vida. Tuvo que abrirse paso solo y sin dinero. Estudió en forma diligente, y se mantuvo a sí mismo enseñando hebreo. Aceptó la fe católica y fue a proseguir sus estudios en el Colegio de la Propaganda, en Roma. Allí atacó abiertamente los abusos de la iglesia e instó a que se hiciera una reforma. Después de un tiempo, fue despedido. Llegó a ser evidente que él nunca podría someterse a la esclavitud del romanismo. Fue declarado incorregible, y se lo dejó en libertad para que fuera a donde quisiera. Marchó a Inglaterra y se unió a la Iglesia Anglicana. Después de un estudio de dos años dio comienzo a su misión en 1821.
Wolff vio que las profecías presentaban la segunda venida de Cristo con poder y gloria. Aunque trató de inducir a su pueblo a buscar a Jesús de Nazaret como el prometido, y de señalar su primera venida como un sacrificio por el pecado, también les enseñó con respecto a su segunda venida.
Wolff creía que la venida del Señor era inminente. Su interpretación de los períodos proféticos lo hizo llegar a la conclusión de que ésta se verificaría en una fecha que difería pocos años del tiempo señalado por Miller. “¿No nos ha dado nuestro Señor señales de los tiempos, para que supiéramos por lo menos cuándo estaríamos cerca de su venida, así como uno descubre la cercanía del verano por las hojas de la higuera que brotan? Se sabrá [...] lo suficiente mediante las señales de los tiempos como para inducirnos a prepararnos para su venida, como Noé preparó el arca”.114
Era contrario a las interpretaciones populares
Con respecto al sistema popular de interpretar las Escrituras, Wolff escribió: “Una gran parte de la iglesia cristiana ha dejado de lado el sentido claro de las Escrituras, y [...] supone que cuando ellas dicen judíos, debe entenderse gentiles; y cuando se lee Jerusalén, debe entenderse la iglesia; y donde dice tierra, se refiere al cielo; y en cuanto a la venida del Señor debe entenderse el progreso de las sociedades misioneras; y que el ir al monte de la casa del Señor significa la reunión de una gran clase de metodistas”.115
Desde 1821 hasta 1845 Wolff viajó por Egipto, Abisinia, Palestina, Siria,
Persia, Bokara, India y los Estados Unidos.
Poder en el Libro
El Dr. Wolff viajó por los países más bárbaros sin protección alguna, soportó condiciones duras y fue rodeado por incontables peligros. Pasó hambre, fue vendido como esclavo, tres veces fue condenado a muerte, se vio rodeado de ladrones, y en algunas ocasiones casi murió de sed. Una vez fue asaltado y despojado, y tuvo que andar centenares de kilómetros a pie entre las montañas, mientras la nieve le azotaba el rostro y sus pies descalzos estaban a punto de congelarse por el contacto con la tierra helada.
Cuando se le advirtió no trabajar sin armas entre tribus salvajes y hostiles, declaró que él estaba “provisto de armas: la oración, el celo por Cristo y la confianza en su ayuda [...]. También estoy provisto del amor de Dios y el amor al prójimo en mi corazón, y la Biblia está en mis manos [...]. Sentía que mi poder estaba en el Libro, y que su fortaleza me sostendría”.116
Perseveró hasta que el mensaje había sido llevado a gran parte del globo habitado. Entre los judíos, los turcos, los persas, los hindúes y otras nacionalidades y razas distribuyó la Palabra de Dios en varios idiomas, y dondequiera que iba proclamaba la cercanía del Mesías.
En Bokara halló que un pueblo aislado sostenía la doctrina del pronto regreso del Señor. “Los árabes del Yemen –decía él– poseen un libro llamado Seera, que habla de la segunda venida de Cristo y de su reino en gloria; y ellos esperan grandes acontecimientos que deben ocurrir en 1840. Encontré hijos de Israel de la tribu de Dan [...] que esperan junto con los hijos de Recab el pronto regreso del Mesías en las nubes del cielo”.117
Una creencia similar fue descubierta por otro misionero en Tartaria. Un sacerdote tártaro les hizo la pregunta de cuándo Cristo vendría por segunda vez. Cuando el misionero respondió que él no sabía, el sacerdote pareció sorprenderse de tal ignorancia de un maestro de la Biblia, y declaró su propia creencia, fundada en la profecía de que Cristo vendría alrededor de 1844.
El mensaje adventista en Inglaterra
Ya en 1826, el mensaje adventista comenzó a predicarse en Inglaterra. En general no se mencionaba el tiempo exacto del advenimiento, pero la verdad del pronto regreso de Cristo en poder y gloria era proclamado en forma extensa. Un escritor inglés declara de más o menos 700 ministros de la iglesia de Inglaterra que estaban empeñados en predicar “este evangelio del reino”.
El mensaje que señala a 1844 como el año de la venida del Señor también fue dado en Gran Bretaña. Publicaciones adventistas provenientes de los Estados Unidos circularon ampliamente. En 1842 Robert Winter, un inglés que había recibido la fe adventista en los Estados Unidos, regresó a su país natal para proclamar la venida del Señor. Muchos se unieron con él en la obra en varias partes de Inglaterra.
En Sudamérica, Lacunza, un jesuita chileno, recibió la verdad del pronto regreso de Cristo. Deseoso de escapar de la censura de Roma, publicó su versión bajo el seudónimo de Rabí Ben-Ezra, como si fuera un judío convertido. En torno a 1825, este libro fue traducido al inglés. Esto sirvió para profundizar el interés que ya se estaba despertando en Inglaterra.
Bengel capta el mensaje del Apocalipsis
En Alemania, la doctrina había sido enseñada por Bengel, un ministro luterano y erudito bíblico. Mientras preparaba un sermón basado en Apocalipsis 21, la luz relativa a la segunda venida de Cristo iluminó su mente. Las profecías del Apocalipsis resultaron claras en su entendimiento. Abrumado por la importancia y la gloria de las escenas presentadas por el profeta, se vio obligado a abandonar por un tiempo el tema. En el púlpito este asunto le fue presentado de nuevo con mucha viveza. Desde ese tiempo se dedicó a estudiar las profecías y pronto llegó a la creencia de que la venida de Cristo estaba cercana. La fecha que él fijó como el tiempo del segundo advenimiento distaba pocos años de la fecha que después fue señalada por Miller.
Los escritos de Bengel se esparcieron en su propio Estado de Wurtemberg y en otras partes de Alemania. El mensaje adventista fue proclamado en Alemania al mismo tiempo que atraía la atención en otros países.
En Ginebra, Gaussen predicó el segundo advenimiento. Cuando entró en el ministerio se sintió inclinado al escepticismo. En su juventud se había interesado en las profecías. Después de leer la Historia antigua de Rollin, su atención fue dirigida al capítulo segundo de Daniel. Resultó impresionado por la exactitud con que la profecía se había cumplido. Aquí había un testimonio de la inspiración de las Escrituras. No podía descansar satisfecho con el racionalismo y, estudiando la Biblia, fue inducido a aceptar una fe positiva.
Arribó a la conclusión de que la venida del Señor era inminente.
Impresionado con la importancia de esta verdad, deseó presentarla ante el pueblo. Pero la creencia popular de que las profecías de Daniel no podían entenderse era un obstáculo serio. Finalmente, determinó –como lo había hecho Farel antes que él al evangelizar Ginebra– comenzar con los niños, mediante quienes esperaba interesar a los padres. Dijo: “Reúno un auditorio infantil; si el grupo aumenta, si se ve que escuchan, que el tema les gusta, que están interesados, que entienden y explican el asunto, estoy seguro de tener un segundo círculo pronto, y a su turno, personas adultas verán que vale la pena sentarse a estudiar. Cuando se hace esto, la causa está ganada”.118
Mientras se dirigía a los niños, las personas de más edad venían a escuchar.
Las galerías de su iglesia se llenaban de oyentes, hombres de rango y saber, y forasteros que visitaban Ginebra. Así el mensaje fue llevado a otras partes.
Animado, Gaussen publicó sus lecciones con la esperanza de promover el estudio de los libros proféticos. Más tarde, llegó a ser un maestro en una escuela teológica, mientras que el domingo continuaba su obra como catequista, dirigiéndose a los niños e instruyéndolos en las Escrituras. Desde su cátedra de profesor, por medio de la prensa y como maestro de niños, durante muchos años llamó la atención a muchas de las profecías que mostraban que la venida del Señor estaba cerca.
Niños predicadores en Escandinavia
También en Escandinavia se predicó el mensaje adventista. Muchas personas fueron inducidas a confesar y abandonar sus pecados y a buscar el perdón en el nombre de Cristo. Pero el clero de la iglesia del Estado se opuso al movimiento, y algunos de los que predicaban el mensaje fueron encarcelados.
En muchos lugares donde los predicadores que hablaban de la próxima venida del Señor resultaban así silenciados, Dios se agradó de proclamar el mensaje por medio de los niños. Como ellos tenían pocos años, el Estado no podía restringirlos, y se les permitía hablar sin estorbos.
En las humildes moradas de los trabajadores el pueblo se reunía y oía las amonestaciones. Algunos de los niños predicadores no tenían más de 6 y 8 años de edad; y aun cuando su vida testificaba que amaban al Salvador, de manera natural manifestaban una inteligencia y una capacidad propias de niños de su edad. Sin embargo, cuando se presentaban delante del pueblo, eran dirigidos por una influencia superior a sus dones. El tono y los ademanes
cambiaban, y con solemne poder daban la advertencia relativa al juicio: “Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio”.
El pueblo escuchaba con temblor. El Espíritu de Dios hablaba a los corazones. Muchos eran inducidos a investigar las Escrituras, los intemperantes e inmorales se reformaban, y se realizaba una obra tan señalada que aun los ministros de la iglesia del Estado se veían obligados a reconocer que la mano de Dios dirigía el movimiento.
Era la voluntad de Dios que las nuevas de un Salvador que vendría pronto fueran dadas en Escandinavia, y él puso su Espíritu en los niños para que la obra se realizara. Cuando Jesús se acercó a Jerusalén, el pueblo, intimidado por los sacerdotes y gobernantes, suspendió su gozosa proclamación al entrar por la puerta de Jerusalén. Pero los niños en los atrios del templo empezaron a corear el clamor: “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mat. 21:8-16). Así como Dios obró utilizando a los niños en el tiempo de la primera venida de Cristo, también obró por medio de niños para dar el mensaje de su segunda venida.
El mensaje se esparce
Estados Unidos llegó a ser el centro del gran movimiento adventista. Los escritos de Miller y sus asociados fueron llevados a países distantes, dondequiera que los misioneros hubieran entrado en cualquier parte del mundo. En forma muy amplia se esparció el mensaje del evangelio eterno: “Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio”.
Las profecías que parecían indicar la venida de Cristo en la primavera de 1844 se arraigaron profundamente en las mentes del pueblo. Muchos resultaban convencidos de que los argumentos relativos a los períodos proféticos eran correctos, y sacrificando el orgullo de su opinión, recibían con gozo la verdad. Algunos ministros abandonaron sus puestos y sus sueldos y se unieron para proclamar la venida de Jesús. Sin embargo, comparativamente pocos ministros aceptaban este mensaje; por lo tanto, éste fue mayormente encomendado a miembros laicos humildes. Muchos agricultores abandonaron sus campos; muchos mecánicos, sus herramientas; muchos comerciantes, sus negocios; muchos profesionales, sus distintas posiciones. Voluntariamente soportaban duro trabajo, privaciones y sufrimiento para llamar a los hombres al arrepentimiento para salvación. La verdad adventista fue aceptada por millares.
Pasajes bíblicos sencillos producían convicción
Como Juan el Bautista, los predicadores ponían el hacha a la raíz del árbol y urgían a todos a producir “frutos de arrepentimiento”. En señalado contraste con la proclamación de paz y seguridad que se oía desde los púlpitos populares, el testimonio sencillo de las Escrituras producía una convicción que pocos podían resistir completamente. Muchos buscaron al Señor con arrepentimiento. Los afectos que por tanto tiempo se habían centrado en las cosas terrenales, ahora se fijaban en el cielo. Con corazón ablandado y subyugado, se unían para hacer resonar el clamor: “Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio”.
Los pecadores preguntaban con lágrimas en sus ojos: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” Los que habían sido deshonestos estaban ansiosos de hacer restitución. Todos los que encontraban paz en Cristo anhelaban ver a otros compartir esa bendición. El corazón de los padres era convertido a sus hijos, y el corazón de los hijos a los padres (Mal. 4:5, 6). Las barreras del orgullo y de la reserva resultaban eliminadas. Se hacían confesiones sinceras. Por doquiera había almas que intercedían ante Dios. Muchos luchaban toda la noche en oración para obtener la seguridad de que sus pecados habían sido perdonados, o por la conversión de parientes y vecinos.
Personas de todas las clases, ricos y pobres, encumbrados y humildes, estaban ansiosas de oír la doctrina del segundo advenimiento. El Espíritu de Dios dio poder a su verdad. La presencia de los santos ángeles se sentía en estas asambleas, y muchos se añadían diariamente a los creyentes. Vastas muchedumbres escuchaban en silencio las solemnes palabras. El cielo y la tierra parecían acercarse. Los hombres volvían a sus hogares con alabanzas en los labios, y sus cantos alegres rompían el silencio de la noche tranquila. Ninguno de los que asistían a esas reuniones podía jamás olvidar aquellas escenas de profundo interés.
Oposición al mensaje
La proclamación de una fecha definida para la venida de Cristo despertó gran oposición por parte de muchas personas que pertenecían a diferentes clases, desde el ministro en el púlpito hasta el pecador más atrevido. Muchos declararon que no se oponían a la doctrina del segundo advenimiento; solamente objetaban que se hablara de un tiempo definido. Pero el ojo de Dios que todo lo ve leía sus corazones. Ellos no querían escuchar mencionar la segunda venida de Cristo para juzgar al mundo con justicia. Sus obras no
soportaban la inspección de un Dios que escudriña el corazón, y temían encontrarse con su Señor. A semejanza de los judíos en el tiempo del primer advenimiento de Cristo, no estaban preparados para darle la bienvenida a Jesús. No solamente rehusaban escuchar los sencillos argumentos de la Biblia, sino que ridiculizaban a los que esperaban al Señor. Satanás arrojaba a la cara de Cristo la afrenta de que aquellos que pretendían ser su pueblo tenían tan poco amor por él que no anhelaban su aparición.
“Nadie sabe el día ni la hora” era el argumento que más a menudo se esgrimía para rechazar la fe adventista. Las Escrituras dicen: “Pero, en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mat. 24:36). Los que esperaban al Señor daban una clara explicación de este texto, y destacaban el uso erróneo que de él hacían los opositores.
No puede hacerse que un dicho del Salvador destruya a otro dicho. Aunque ningún hombre conoce el día ni la hora de su venida, se pide de nosotros que conozcamos la época en que estará cerca. El rehusar saberlo o descuidar el estudio de este tema cuando su advenimiento está cerca será tan fatal para nosotros como lo fue en los días de Noé el no saber cuándo vendría el diluvio. Cristo dice: “Si no te mantienes despierto, cuando menos lo esperes caeré sobre ti como un ladrón” (Apoc. 3:3).
Pablo habla de los que han prestado atención a la advertencia del Señor: “Ustedes, en cambio, hermanos, no están en la oscuridad para que ese día los sorprenda como un ladrón. Todos ustedes son hijos de la luz y del día” (1 Tes. 5:4, 5).
Pero los que querían tener una excusa para rechazar la verdad cerraban sus ojos a esta explicación, y las palabras “pero, en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe” continuaban siendo repetidas por los burladores y aun por los profesos ministros de Cristo. Cuando el pueblo empezaba a preocuparse por estudiar el camino de la salvación, maestros religiosos se interponían entre ellos y la verdad, interpretando falsamente la Palabra de Dios.
Los miembros más consagrados de las iglesias eran habitualmente los primeros en recibir el mensaje. Dondequiera que la gente no era dominada por el clero, en los lugares en que los hombres estudiaban la Palabra de Dios por sí mismos, la doctrina del advenimiento necesitaba solamente ser comparada con las Escrituras para que su divina autoridad resultara establecida.
Muchos fueron desviados por esposos, esposas, padres o hijos, y se les hizo creer que era un pecado aun escuchar esas “herejías” enseñadas por los adventistas. Se pidió a los ángeles que velaran de cerca por esas almas, pues había de brillar otra luz sobre ellas desde el trono de Dios.
Los que habían recibido el mensaje aguardaban la venida de su Salvador. El tiempo en que esperaban encontrarse con él se acercaba. Se aproximaban a esa hora con tranquila solemnidad. Ninguno de los que tuvo esta experiencia puede olvidar aquellas horas preciosas de espera. Durante algunas semanas antes de la fecha indicada, los negocios mundanos eran en su mayoría puestos a un lado. Creyentes sinceros examinaban cuidadosamente su corazón, como si dentro de pocas horas hubieran de cerrar sus ojos a las escenas de la Tierra. No se prepararon “mantos de ascensión” (ver el Apéndice), pero todos sentían la necesidad de una evidencia interna de que estaban preparados para encontrar al Salvador. Los mantos blancos eran la pureza del alma y los caracteres limpiados por la sangre redentora de Cristo. Ojalá que todavía los hijos de Dios tuvieran la misma preocupación por escudriñar su corazón y la misma fe fervorosa.
Dios se proponía probar a su pueblo. Su mano cubrió un error en el cálculo de los períodos proféticos. El tiempo para el que se esperaba a Cristo –esto es, que él vendría en la primavera de 1844– pasó, y Cristo no apareció. Los que habían esperado a su Salvador experimentaron un amargo desengaño. Sin embargo, Dios estaba probando el corazón de los que profesaban esperar su advenimiento. Muchos habían sido movidos por el temor. Estos declararon que nunca habían creído que Cristo vendría. Estaban entre los primeros que ridiculizaron el dolor de los verdaderos creyentes.
Pero Jesús y toda la hueste celestial contemplaban con amor y simpatía a los fieles que habían pasado por el chasco. Si el velo que separa el mundo visible del invisible pudiera haberse descorrido, se habrían visto ángeles acercarse a estas almas sinceras para escudarlas de los ataques de Satanás. 📖
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113 Travels and Adventures of the Rev. Joseph Wolff [Viajes y aventuras del reverendo José Wolff], t. 1, pp. 6, 7.
114 Joseph Wolff, Researches and Missionary Labors [Investigaciones y labores misioneras], pp. 404, 405.
115 Journal of the Rev. Joseph Wolff [Diario del reverendo José Wolff], p. 96. 116 W. H. D. Adams, In Perils Off [A veces en peligro], pp. 192, 201.
117 Journal of the Rev. Joseph Wolff [Diario del reverendo José Wolff], pp. 377, 389.
118 L. Gaussen, Daniel the Prophet [Daniel el profeta], t. 2, Prefacio.
Los Rescatados | Capítulo 22
Cosechando en el torbellino
Guillermo Miller y sus asociados habían tratado de despertar a los creyentes religiosos a la verdadera esperanza de la iglesia y a su necesidad de una experiencia cristiana más profunda. Trabajaron también para despertar a los inconversos y traerlos al arrepentimiento y a la conversión. “No hicieron ningún esfuerzo por llevar a los hombres a una secta. Trabajaban entre todos los sectores y creencias”. Dijo Miller: “Yo quería beneficiar a todos. Suponiendo que todos los cristianos se regocijarían en la perspectiva del advenimiento de Cristo; y que los que no veían como yo, no por eso amarían menos a los que abrazaran esta doctrina; no concebía que hubiera necesidad alguna de tener reuniones separadas [...]. La gran mayoría de los que se convertían como consecuencia de mis labores se unían con las diversas iglesias existentes”.119
Pero cuando los dirigentes religiosos se decidieron en contra de la doctrina adventista negaron a sus miembros el privilegio de asistir a predicaciones relacionadas con el segundo advenimiento, y aun les prohibían hablar de su esperanza en la iglesia. Aunque los creyentes amaban a sus congregaciones, cuando vieron negado su derecho a investigar las profecías, pensaron que la lealtad a Dios les impedía someterse; por lo tanto, se sintieron justificados al separarse. En el verano de 1844, alrededor de 50 mil personas se separaron de las iglesias.
En la mayoría de las iglesias, durante años se había estado experimentando gradual pero constantemente un aumento en la conformidad con las prácticas del mundo, y una correspondiente declinación de la vida espiritual. Pero en ese año había evidencias de una señalada decadencia en casi todas las iglesias del país. El hecho era comentado ampliamente tanto en la prensa como en el púlpito.
El Sr. Barnes, autor de un comentario y pastor de una de las iglesias principales de Filadelfia, “declaró que [...] ahora no hay despertares religiosos, ni conversiones, no hay un crecimiento evidente en la gracia de los creyentes, y ninguno venía a su estudio para conversar acerca de la salvación de sus almas [...]. Hay un crecimiento de la mentalidad mundana. Y
eso pasa en todas las denominaciones”.120
En el mes de febrero del mismo año, el profesor Finney, del Colegio de Oberlin, dijo: “En general las iglesias protestantes de nuestro país, como tales, están o apáticas u hostiles a casi todas las reformas morales de esta época... La apatía espiritual está grandemente esparcida y es tremendamente profunda; esto es lo que la prensa religiosa en todo el país comenta [...]. En forma muy extensa los miembros de la iglesia están llegando a ser muy devotos de la moda, y se unen con los impíos en reuniones de placer, en el baile, en festividades, etc. [...] Las iglesias en general están degenerando en forma triste. Se han apartado mucho del Señor y él se ha apartado de ellas”.
El hombre rechaza la luz
La oscuridad espiritual se debe, no a que Dios retire arbitrariamente la gracia divina, sino al rechazo de la luz por parte de los hombres. El pueblo judío, al unirse devotamente con el mundo y olvidarse de Dios, ignoró la venida del Mesías. En su incredulidad rechazó al Redentor. Dios no privó completamente a la nación judía de las bendiciones de la salvación. Los que rechazaron la verdad tenían “las tinieblas por luz y la luz por tinieblas” (Isa. 5:20).
Después de rechazar el evangelio, los judíos continuaron manteniendo sus antiguos ritos, mientras admitían que la presencia de Dios ya no estaba con ellos. La profecía de Daniel señalaba en forma inconfundible el tiempo de la venida del Mesías y predecía en forma directa su muerte. Por esa razón ellos se oponían a su estudio, y finalmente los rabinos pronunciaron una maldición sobre todos los que intentaron computar el tiempo. En medio de la ceguedad y la impenitencia, el pueblo de Israel en los siglos sucesivos se ha mantenido indiferente al bondadoso ofrecimiento de la salvación, sin importarles las bendiciones del evangelio, y las solemnes y terribles advertencias de rechazar la luz del cielo.
El que desprecia la convicción de su deber porque ésta interfiere con sus inclinaciones, finalmente pierde el poder para distinguir entre la verdad y el error. El alma se separa de Dios. Cuando se ridiculiza la verdad, la iglesia está en tinieblas, la fe y el amor se enfrían y comienzan las disensiones. Los miembros de iglesia centran sus intereses en los asuntos mundanos, y los pecadores se endurecen en la impenitencia.
El mensaje del primer ángel
El mensaje del primer ángel de Apocalipsis 14 tenía por propósito separar al profeso pueblo de Dios de las influencias corruptoras. En ese mensaje, Dios envió a la iglesia una amonestación que, si hubiera sido aceptada, habría corregido los males que estaban apartándola de él. Si su pueblo hubiera recibido el mensaje, humillado sus corazones y buscado una preparación para estar en pie en su presencia, el Espíritu de Dios se habría manifestado. La iglesia habría alcanzado de nuevo esa unidad, esa fe y ese amor de los días apostólicos, cuando “todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar”, cuando “cada día el Señor añadía al grupo los que iban siendo salvos” (Hech. 4:32; 2:47).
Si el pueblo de Dios hubiera recibido la luz de su Palabra, habría alcanzado la unidad que el apóstol describe, “la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz”. Hay, dice, “un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también fueron llamados a una sola esperanza; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Efe. 4:3-5).
Los que aceptaron el mensaje del advenimiento procedían de diferentes denominaciones, y sus barreras confesionales cayeron al suelo. Los credos opuestos se hicieron añicos. Las falsas opiniones referentes al segundo advenimiento fueron corregidas. Se enderezaron errores, y los corazones se unieron en dulce comunión. Esta doctrina habría hecho lo mismo en favor de todos, si todos la hubieran recibido.
Los ministros, que como centinelas deberían haber sido los primeros en discernir las señales de la venida de Jesús, habían dejado de captar la verdad de los profetas o las señales de los tiempos. El amor de Dios y la fe en su Palabra se habían enfriado, y la doctrina adventista solamente despertaba su incredulidad. Como antiguamente, se hacía frente al testimonio de la Palabra de Dios con la pregunta: “¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos?” (Juan 7:48). Muchos se oponían al estudio de las profecías y enseñaban que los libros proféticos estaban sellados y no se podían entender. Las multitudes, confiando en sus pastores, rechazaban la oportunidad de prestar oídos al mensaje; y otros, aunque estaban convencidos de la verdad, no se atrevían a confesarlo por temor a que los “expulsaran de la sinagoga” (Juan 12:42). El mensaje que Dios había enviado para probar a la iglesia revelaba ahora cuán grande era el número de los que habían fijado sus afectos en este mundo antes que en Cristo.
El rechazar la amonestación del primer ángel fue la causa de la terrible
condición de mundanalidad, apostasía y muerte espiritual que existía en las iglesias en 1844.
El mensaje del segundo ángel
En Apocalipsis 14 el primer ángel es seguido por un segundo ser celestial, que proclama: “Ha caído, ha caído Babilonia, la gran ciudad, porque ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación” (Apoc. 14:8). El término “Babilonia” se deriva de “Babel”, y significa confusión. En las Escrituras designa varias formas de religión falsa o apóstata. En Apocalipsis 17 Babilonia es representada por una mujer, una figura usada en la Biblia como símbolo de la iglesia. Una mujer virtuosa representa a la iglesia pura; en tanto que una mujer vil, a la iglesia apóstata.
En la Biblia se simboliza la relación entre Cristo y su iglesia por medio del matrimonio. El Señor declara: “Yo te haré mi esposa para siempre, y te daré como dote el derecho y la justicia, el amor y la compasión”. “Yo soy su esposo”. “Los tengo prometidos a un solo esposo, que es Cristo, para presentárselos como una virgen pura” (Ose. 2:19; Jer. 3:14; 2 Cor. 11:2).
Adulterio espiritual
La infidelidad de la iglesia para con Cristo al permitir que las cosas mundanas ocupen el alma se asemeja a la violación del voto matrimonial. El pecado de Israel al apartarse del Señor se presenta bajo esta figura. “Pero tú, pueblo de Israel, me has sido infiel como una mujer infiel a su esposo, afirma el Señor”; “¡Adúltera! Prefieres a los extraños, en vez de a tu marido” (Jer. 3:20; Eze. 16:32).
Dijo el apóstol Santiago: “¡Oh gente adúltera! ¿No saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios” (Sant. 4:4).
La mujer (Babilonia) está descrita como “vestida de púrpura y escarlata, y adornada con oro, piedras preciosas y perlas. Tenía en la mano una copa de oro llena de abominaciones y de la inmundicia de sus adulterios. En la frente llevaba escrito un nombre misterioso: La gran Babilonia, madre de las prostitutas”. El profeta dice: “Vi que la mujer se había emborrachado con la sangre de los santos y de los mártires de Jesús”. Se declara además que Babilonia “es aquella gran ciudad que tiene poder de gobernar sobre los reyes de la tierra” (Apoc. 17:4-6, 18).
El poder que durante siglos ejerció su dominio sobre los monarcas de la
cristiandad es Roma. El color púrpura y escarlata, el oro, las piedras preciosas y las perlas describen la magnificencia desplegada por la arrogante sede de Roma. Ningún otro poder o persona puede describirse como haberse “emborrachado con la sangre de los santos”, fuera de la iglesia que persiguió tan cruelmente a los seguidores de Cristo.
A Babilonia también se la acusa de una relación ilícita con los “reyes de la tierra”. Al apartarse del Señor y aliarse con los paganos, la iglesia judía se convirtió en una ramera; y Roma, al buscar el sostén de los poderes humanos, recibió la misma condenación.
Babilonia es la “madre de las prostitutas”. Sus hijas deben ser iglesias que se aferran a sus doctrinas y siguen su ejemplo de sacrificar la verdad con el fin de formar una alianza con el mundo. El mensaje que anuncia la caída de Babilonia debe aplicarse a los cuerpos religiosos que una vez eran puros y se han hecho corruptos. Puesto que este mensaje sigue a la advertencia del juicio, debía ser dado en los últimos días. Por lo tanto no puede referirse solamente a la Iglesia Romana, pues esa iglesia ha estado en una condición caída durante siglos.
Por otra parte, el pueblo de Dios es llamado a salir de Babilonia. De acuerdo con este pasaje, muchos miembros del pueblo de Dios deben estar todavía en Babilonia. ¿Y en qué cuerpos religiosos ha de hallarse ahora la mayor parte de los seguidores de Cristo? En las iglesias que profesan la fe protestante. Cuando surgieron estas iglesias, adoptaron una posición noble en favor de la verdad, y la bendición de Dios estuvo con ellas. Pero cayeron a causa del mismo deseo que constituyó la ruina de Israel: imitar las prácticas del mundo y cortejar su amistad.
Unión con el mundo
Muchas iglesias protestantes han seguido el ejemplo de la Iglesia de Roma de unirse con los “reyes de la tierra” –formando iglesias estado, por su relación con los gobiernos seculares–; y otras denominaciones, al buscar el favor del mundo. El término “Babilonia” –confusión– puede aplicarse a los cuerpos que profesan derivar su doctrina de la Biblia, y sin embargo están divididos en innumerable cantidad de sectas con credos opuestos.
Una obra católica sostiene que “si la Iglesia de Roma fuera culpable de idolatría en relación con los santos, su hija, la iglesia de Inglaterra, es culpable también, pues tiene diez iglesias dedicadas a María por una dedicada
a Cristo”.121
El Dr. Hopkins declara: “No hay razón para considerar que el espíritu y las prácticas anticristianas están confinadas a lo que ahora se denomina la Iglesia de Roma. Las iglesias protestantes tienen mucho del anticristo, y están lejos de ser totalmente reformadas de ‘corrupciones e impiedad’ ”.122
Con respecto a la separación de la Iglesia Presbiteriana de Roma, el Dr. Guthier escribe: “Hace trescientos años nuestra iglesia, con una Biblia abierta sobre su estandarte, y este lema: ‘Escudriñad las Escrituras’, en su rollo de pergamino, salió por las puertas de Roma”. Entonces pregunta él en forma significativa: “¿Salió totalmente de Babilonia?”123
Origen del alejamiento del evangelio
¿Cuál fue el origen de la separación de la sencillez del evangelio? El conformarse con el paganismo, para facilitar la aceptación del cristianismo por parte de los paganos. “Hacia fines del siglo segundo, la mayoría de las iglesias asumieron una forma nueva; la sencillez primitiva desapareció, e insensiblemente, a medida que los antiguos discípulos bajaban a la tumba, sus hijos, en unión con nuevos conversos [...] se adelantaron y dieron una nueva forma a la causa”. “Un diluvio pagano, anegando la iglesia, trajo consigo sus costumbres, sus prácticas y sus ídolos”.124 La religión cristiana obtenía el favor y el sostén de los gobiernos seculares; era aceptada nominalmente por las multitudes; pero muchos “siguieron siendo paganos en esencia, especialmente adorando sus ídolos secretos”.125
¿No se ha repetido el mismo proceso en cada iglesia que se llama
protestante? A medida que los fundadores dominados por el verdadero espíritu de reforma iban desapareciendo, sus descendientes “dieron un nuevo molde a la causa”. Rehusaron ciegamente aceptar cualquier verdad que avanzara más allá de lo que sus padres habían visto, y los hijos de los reformadores se apartaron del ejemplo de estos en su abnegación y su renuncia al mundo. ¡Ah, cuán ampliamente se han apartado las iglesias populares de la norma bíblica! Dijo Juan Wesley hablando del dinero: “No malgastes ninguna parte de un talento tan precioso [...] con superfluos o costosos atavíos o con adornos innecesarios, [...] con superfluos y costosos muebles; con cuadros costosos, pinturas y dorados. [...] Siempre que te vistas ‘de púrpura y de fino lino blanco, y tengas banquetes espléndidos todos los días’, no faltará quien aplauda tu elegancia, tu buen gusto, tu generosidad y tu
rumbosa hospitalidad, pero no vayas a pagar tan caros sus aplausos. Conténtate más bien con el honor que viene de Dios”.126
Gobernantes, políticos, legisladores, médicos, comerciantes se unían a la iglesia como medio de progresar en sus intereses mundanos. Los cuerpos religiosos, reforzados con la riqueza de estos mundanos bautizados, aumentaba en popularidad. Se erigían iglesias espléndidas y extravagantes. Altos salarios eran pagados a ministros talentosos para entretener al pueblo. Sus sermones debían ser suaves y agradables, adecuados al oído de un público agradable. Así los pecados que estaban de moda se ocultaban bajo una pretensión de piedad.
Un escritor, que fue publicado en el Independent [Independiente], de Nueva York, habla así con respecto al metodismo de aquellos días: “La línea de separación entre los piadosos y los irreligiosos desaparece en una especie de penumbra, y en ambos lados se está trabajando con empeño para hacer desaparecer toda diferencia entre su modo de ser y sus placeres”.
En esta marea de búsqueda de placer, la abnegación por la causa de Cristo se ha perdido casi completamente. “Si se necesitan fondos ahora [...] no debe pedirse a nadie que dé. ¡Oh, no! Organícese una feria [venta de caridad], prepárese una representación de figuras vivas, una escena jocosa, una comida al estilo antiguo o a la moderna, cualquier cosa para divertir a la gente”.
Robert Atkins describe gráficamente la declinación espiritual de Inglaterra: “¡Apostasía, apostasía, apostasía! es lo que está grabado en el frente mismo de cada iglesia, y si lo supiesen o sintiesen, habría esperanza; pero ¡ay!, lo que se oye decir es: ‘Rico soy y estoy lleno de bienes, y nada me falta’ ”.127
El gran pecado del cual se acusa a Babilonia es que ella ha hecho que todas las naciones beban “del vino del furor de su fornicación”. La copa representa las falsas doctrinas que ha aceptado como resultado de su amistad con el mundo. En cambio ella ejerce una influencia corruptora sobre el mundo enseñando doctrinas opuestas a la Biblia.
Si el mundo no estuviera intoxicado con el vino de Babilonia, multitudes se convertirían por las claras verdades de la Palabra de Dios. Pero la fe religiosa parece tan confundida y discordante que la gente no sabe qué creer. La iglesia es responsable del pecado de impenitencia del mundo.
El mensaje del segundo ángel no alcanzó su completo cumplimiento en 1844. Las iglesias entonces experimentaron una caída moral al rechazar la luz
del mensaje adventista, pero esa caída no fue completa. Al continuar rechazando ella las verdades especiales para ese tiempo, han ido cayendo más y más. Sin embargo todavía no puede decirse que “¡Ya cayó! Ya cayó la gran Babilonia, la que hizo que todas las naciones bebieran el excitante vino de su adulterio”. Las iglesias protestantes están incluidas en la solemne denuncia del segundo ángel. Pero la obra de apostasía no ha alcanzado todavía su culminación.
Antes de la venida del Señor, Satanás obrará “con toda clase de milagros, señales y prodigios falsos”; y todos los que se habrán “negado a amar la verdad y así ser salvos” serán dejados para que reciban “el poder del engaño,
[y] crean en la mentira” (2 Tes. 2:9-11). Solamente después que la unión de la iglesia con el mundo se cumpla en forma completa, la caída de Babilonia será total. El cambio es progresivo y el total cumplimiento de Apocalipsis 14:8 es todavía futuro.
Pese a la oscuridad espiritual que reina en las iglesias que constituyen Babilonia, la mayoría de los verdaderos seguidores de Cristo todavía ha de hallarse en el seno de ellas. Muchos nunca han visto las verdades especiales para este tiempo. Una buena cantidad espera una luz mayor. Buscan en vano la imagen de Cristo en las iglesias con las cuales están relacionados.
Apocalipsis 18 señala el tiempo cuando los hijos de Dios que todavía estén en Babilonia serán llamados a separarse de su comunión. Este mensaje, el último que será dado al mundo, realizará su obra. La luz de la verdad brillará sobre todos aquellos cuyo corazón esté abierto para recibirla, y todos los hijos de Dios que están en Babilonia escucharán el llamado: “Salgan de ella, pueblo mío” (Apoc. 18:4). 📖
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119 Bliss, p. 328.
120 Congregational Journal [Revista Congregacional], 23 de mayo de 1844.
121 Richard Challoner, The Catholic Christian Instructed [El cristiano católico instruido], Prefacio, pp. 21, 22.
122 Samuel Hopkins, “A Treatise on the Millennium” [Un tratado sobre el milenio], Works [Obras], t. 2, p. 328.
123 Thomas Guthrie, The Gospel in Ezekiel [El evangelio en Ezequiel], p. 237.
124 Robert Robinson, Ecclesiastical Researches [Investigaciones eclesiásticas], (ed. 1792, cap. 6, p. 51.
125 Gavazzy, Lectures [Conferencias], (ed. 1854), p. 278.
126 Wesley, Works [Obras], Sermón 50, “The Use of Money” [El uso del dinero] 127 Second Advent Library [Biblioteca del segundo advenimiento], tratado Nº 39.
Los Rescatados | Capítulo 23
Profecías cumplidas
Cuando pasó la fecha en que por primera vez se había esperado la venida del Señor –la primavera de 1844–, los que habían aguardado su aparición sentían dudas e incertidumbre. Muchos continuaron investigando las Escrituras, examinando de nuevo las evidencias de su fe. Las profecías, claras y concluyentes, señalaban la venida de Cristo como cercana. La conversión de los pecadores y el reavivamiento de la vida espiritual que se produjo entre los cristianos había testificado que el mensaje provenía del cielo. Relacionada con las profecías que ellos habían considerado como aplicables a la fecha del segundo advenimiento estaba la instrucción animadora de esperar pacientemente con fe, en que lo que ahora estaba oscuro para su entendimiento sería aclarado. Entre estas profecías se hallaba Habacuc 2:1-4. Ninguno, sin embargo, notó que la profecía incluía una aparente demora, un tiempo de espera. Después del chasco, este pasaje resultó sumamente significativo: “Pues la visión se realizará en el tiempo señalado; marcha hacia su cumplimiento, y no dejará de cumplirse. Aunque parezca tardar, espérala; porque sin falta vendrá. [...] pero el justo vivirá por su fe” (RVR).
La profecía de Ezequiel también fue un consuelo para los creyentes: “La palabra del Señor vino a mí, y me dijo: [...] Diles que ya está cerca el día en que todas las visiones se cumplirán. [.... ] Yo, el Señor, seré quien hable, y lo que yo diga se cumplirá. Ya no habrá más demoras”. “Ya no habrá más demoras. Lo que yo diga, se cumplirá” (Eze. 12:21-25, 28, RVC).
Los que esperaban se regocijaron. Aquel que conoce el fin desde el principio había sido siempre su esperanza. Si no hubiera sido por esas porciones de las Escrituras, la fe los habría abandonado.
La parábola de las 10 vírgenes de San Mateo 25 también ilustra la experiencia del pueblo adventista. Aquí se presenta a la iglesia de los últimos días. Su experiencia se ilustra con los incidentes de una boda oriental:
“El reino de los cielos será entonces como diez jóvenes solteras que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al novio. Cinco de ellas eran insensatas y cinco prudentes. Las insensatas llevaron sus lámparas, pero no se abastecieron de aceite. En cambio, las prudentes llevaron vasijas de aceite
junto con sus lámparas. Y, como el novio tardaba en llegar, a todas les dio sueño y se durmieron. A medianoche se oyó un grito: “¡Ahí viene el novio!
¡Salgan a recibirlo!” (Mat. 25:1-6).
Se entendía que la venida de Cristo, tal como es anunciada por el mensaje del primer ángel, era representada por la venida del esposo. La amplia reforma que se realizó bajo la proclamación de la pronta venida de Cristo respondía a la salida de las vírgenes. En esta parábola, todas habían tomado sus lámparas, la Biblia, y habían salido para encontrar al esposo. Pero en tanto que las vírgenes fatuas no tomaron aceite consigo, las sabias llevaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Las últimas habían estudiado las Escrituras para conocer la verdad y tenían una experiencia personal, una fe en Dios que no podía ser derrocada por el chasco o la demora. Otras actuaban por impulso, y sus temores fueron excitados por el mensaje. Pero habían dependido de la fe de sus hermanos, habían estado satisfechas con una luz temblorosa de emoción, sin una comprensión cabal de la verdad o una obra genuina de la gracia en su corazón. Estas habían salido para encontrar al Señor con la perspectiva de obtener una inmediata recompensa, pero no estaban preparadas para una demora y una desilusión. Su fe falló.
“Y, como el novio tardaba en llegar, a todas les dio sueño y se durmieron”. La tardanza del Esposo representaba el paso del tiempo, el chasco, la aparente demora. Aquellos cuya fe estaba basada en un conocimiento personal de la Biblia tenían sus pies asentados sobre una roca que las olas de la desilusión no podían hacer desaparecer. “Les dio sueño y se durmieron”; una clase de cristianos abandonó su fe, y la otra esperó pacientemente hasta recibir una luz más clara. Los superficiales no podían depender más de la fe de sus hermanos. Cada uno debía permanecer firme o caer por sí mismo.
Aparece el fanatismo
Por este tiempo comenzó a aparecer el fanatismo. Algunos manifestaban un celo fanático. Sus ideas no encontraron simpatía por parte del gran cuerpo de adventistas, pero atrajeron el reproche sobre la causa de la verdad.
Satanás estaba perdiendo a sus súbditos, y con el propósito de que el oprobio arruinara la obra de Dios, él trató de engañar a algunos que profesaban la fe y conducirlos a extremos. Entonces sus agentes estaban listos para apropiarse de todo error, de todo acto inconveniente, y presentarlo
al pueblo en forma exagerada para hacer aparecer como odiosos a los adventistas. Cuanto mayor fuera el número de los que lograra incluir entre los que profesaban creer en el segundo advenimiento mientras su poder dirigía sus corazones, tanto más fácil le sería señalarlos a la atención del mundo como representantes de todo el cuerpo de creyentes.
Satanás es “el acusador de nuestros hermanos” (Apoc. 12:10). Su espíritu inspira a los hombres a observar los errores del pueblo del Señor y presentarlos a la luz pública, mientras sus buenos hechos son pasados por alto sin ninguna mención.
En toda la historia de la iglesia no se ha realizado ninguna reforma sin encontrar serios obstáculos. Dondequiera que el apóstol Pablo levantaba una iglesia, algunos de los que profesaban recibir la fe introducían herejías. Lutero también sufrió aflicción por parte de personas fanáticas que pretendían que Dios había hablado directamente por su medio, que presentaban sus propias ideas por encima de las Escrituras. Muchos eran engañados por los nuevos maestros y se unían con Satanás para derribar lo que Dios había inducido a Lutero a edificar. Los Wesley también hicieron frente a los ardides de Satanás, quien impulsó hacia el fanatismo a personas desequilibradas y no santificadas.
Guillermo Miller no tenía simpatía por el fanatismo. “El diablo –decía Miller– tiene gran poder sobre la mente de algunos en la época presente. A menudo he observado más evidencia de piedad interna en una mirada benigna o una mejilla humedecida, o en palabras entrecortadas que en todo el ruido que se percibe en la cristiandad”.1
En la reforma, los enemigos de ésta acusaron de los males del fanatismo a los que estaban trabajando más fervientemente en contra de estas manifestaciones. Los que se oponían al movimiento adventista siguieron una conducta similar. No contentos con exagerar los errores de los fanáticos, hacían circular informes que no tenían la más leve semblanza de verdad. Su paz resultaba perturbada por la proclamación de que Cristo estaba a las puertas. Temían que esto fuera cierto y, sin embargo, esperaban que no lo fuera. Este era el secreto de su guerra contra los adventistas.
La predicación del mensaje del primer ángel tendió directamente a reprimir el fanatismo. Los que participaban en estos solemnes movimientos estaban en armonía; sus corazones estaban llenos de amor mutuo y de amor por Jesús, a
quien esperaban ver pronto. La fe común, la esperanza común y bendita, resultaban un escudo en contra de los saltos de Satanás.
El error corregido
“Y, como el novio tardaba en llegar, a todas les dio sueño y se durmieron. A medianoche se oyó un grito: “¡Ahí viene el novio! ¡Salgan a recibirlo!” Entonces todas las jóvenes se despertaron y se pusieron a preparar sus lámparas” (Mat. 25:5-7). En el verano de 1844, el mensaje fue proclamado utilizando las propias palabras de las Escrituras. Lo que condujo a este movimiento fue el descubrimiento de que el decreto de Artajerjes para la restauración de Jerusalén, que determinaba el punto de partida del período de los 2.300 días, se puso en vigencia en el otoño del 457 a.C., y no al comienzo de ese año, como se creía. Haciendo que el período empezara en el otoño del 457, los 2.300 años terminarían en el otoño de 1844. Los símbolos del Antiguo Testamento también señalaban al otoño como la época en que se realizaría “la purificación del Santuario”.
El sacrificio del cordero pascual era un símbolo de la muerte de Cristo. El símbolo se cumplía no solo en el suceso mismo, sino también en la época del año. El día 14 del primer mes judío, justamente el día y el mes en el cual durante siglos el cordero pascual había sido sacrificado, Cristo instituyó la ceremonia que había de conmemorar su propia muerte como “el Cordero de Dios”. Esa misma noche él fue llevado para ser crucificado.
De la misma manera, los símbolos y tipos que se relacionan con el segundo advenimiento debían cumplirse en el tiempo señalado en el servicio simbólico. La purificación del Santuario, o sea el Día de la Expiación, ocurría el día décimo del séptimo mes judío, día en el que el sumo sacerdote, habiendo hecho la expiación por todo Israel, y habiendo quitado así los pecados del Santuario, volvía y bendecía al pueblo. Así se creía que Cristo aparecería para purificar la tierra por medio de la destrucción del pecado y los pecadores, y para bendecir con la inmortalidad a su pueblo que esperaba. El décimo día del mes séptimo, el gran Día de la Expiación, el tiempo de la purificación del Santuario, que en 1844 caía el 22 de octubre, fue considerado como el tiempo de la venida del Señor. Los 2.300 días terminarían en el otoño, y la conclusión a la que se había llegado parecía irresistible.
“El clamor de medianoche”
Los argumentos producían una poderosa convicción, y “el clamor de
medianoche” fue proclamado por millares de creyentes. Como una ola creciente, el movimiento se propagó de ciudad en ciudad y de aldea en aldea. El fanatismo desapareció como la helada temprana ante la aparición del sol. La obra hecha era similar a las ocasiones en que el antiguo Israel volvía al Señor después de recibir mensajes de reproche por parte de los siervos de Dios. Había poco gozo lleno de éxtasis, pero había profundo escudriñamiento del corazón, confesión del pecado y abandono del mundo. Se manifestaba una consagración sin reservas a Dios.
De todos los grandes movimientos religiosos ocurridos desde los días de los apóstoles, ninguno había estado más exento de imperfecciones humanas y de los engaños de Satanás como lo fue el del otoño de 1844.
A la exclamación: “¡Ahí viene el novio! ¡Salgan a recibirlo!”, los que esperaban “se despertaron y se pusieron a preparar sus lámparas”; estudiaron la Palabra de Dios con un interés intenso, que hasta entonces era desconocido. No fueron los más talentosos, sino los más humildes y consagrados, los que obedecieron primero el llamamiento. Los agricultores abandonaron sus cosechas en los campos, los mecánicos dejaron sus herramientas y con regocijo salieron a dar la amonestación. Las iglesias, en cambio, en general, cerraron sus puertas al mensaje, y una gran cantidad de los que lo recibieron se separaron de ellas. Los no creyentes que acudieron a las reuniones adventistas sintieron el poder convincente que acompañaba el mensaje: “¡Ahí viene el novio! ¡Salgan a recibirlo!” La fe produjo respuestas a las oraciones. Como lluvias torrenciales sobre la tierra sedienta, el Espíritu de gracia descendía sobre los que fervientemente buscaban la verdad. Los que esperaban estar en breve cara a cara frente al Redentor sentían un gozo solemne. El Espíritu Santo enternecía sus corazones.
Los que recibieron el mensaje llegaron al momento en que esperaban encontrarse con su Señor. Oraron mucho los unos por los otros. A menudo se reunían en lugares secretos para comulgar con Dios, y la voz de la intercesión ascendía al cielo desde campos y bosques. La seguridad de la aprobación del Salvador les resultaba más necesaria que su alimento diario, y si una nube oscurecía su mente, no descansaban hasta que sintieran el testimonio de la gracia perdonadora.
Una nueva desilusión
Pero de nuevo, el tiempo de espera pasó y su Salvador no apareció. Ahora
se sentían como María cuando, al llegar a la tumba del Salvador y encontrar que estaba vacía, exclamó llorosa: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” (Juan 20:13).
El temor de que el mensaje podría resultar cierto había servido para restringir al mundo incrédulo. Pero como no se viera ninguna señal de la ira de Dios, los mundanos se recuperaron de sus temores y reiniciaron sus reproches y el ridículo. Una clase numerosa que había profesado creer en el mensaje renunció a su fe. Los burladores conquistaron a los débiles y a los cobardes para sus filas, y todos estos se unieron en declarar que el mundo había de seguir siendo el mismo por miles de años.
Los creyentes fervorosos y sinceros habían abandonado todo por Cristo, y según ellos creían, habían dado la última amonestación al mundo. Con intenso deseo habían orado: “Ven, Señor Jesús”. Pero ahora el asumir de nuevo las perplejidades de una vida pesada y soportar el sarcasmo de un mundo burlón fue una prueba terrible.
Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén, sus seguidores creyeron que estaba por ascender al trono de David y liberar a Israel de sus opresores. Con grandes esperanzas, muchos tendieron como alfombra para sus pasos las prendas exteriores de sus vestimentas, o esparcieron delante de él las verdes ramas de palma. Los discípulos estaban cumpliendo con el propósito de Dios; sin embargo, estaban condenados a una amarga desilusión: pocos días después presenciaron la muerte angustiosa del Salvador y cómo lo colocaban en la tumba. Sus esperanzas morían con Jesús. Y no pudieron percibir, hasta que su Señor hubo resucitado de la tumba, que todo eso había sido predicho por la profecía.
Mensajes dados en el debido tiempo
De la misma manera, Miller y sus asociados cumplieron la profecía y dieron un mensaje que la inspiración había predicho que sería dado al mundo. No lo podrían haber dado si hubieran entendido plenamente las profecías, que señalaban su chasco y otro mensaje que había de ser predicado a todas las naciones antes que viniera el Señor. Los mensajes del primer y del segundo ángel fueron dados en el tiempo debido y realizaron la obra que Dios se propuso hacer por su medio.
El mundo había estado esperando que, si Cristo no aparecía, el adventismo cesaría. Pero en tanto que muchos desistieron de su fe, algunos se
mantuvieron firmes. Los frutos del movimiento adventista, el espíritu de escudriñamiento del corazón, de renuncia al mundo y de reforma de la vida, testificaron que ese mensaje era de Dios. No se atrevieron a negar que el Espíritu Santo había acompañado la predicación del segundo advenimiento. No podían descubrir ningún error en los períodos proféticos. Sus oponentes no habían tenido éxito en rebatir su interpretación de la profecía. No podían consentir en renunciar a su posición, alcanzada a base de un estudio ferviente de las Escrituras y acompañado de oración, hecho por mentes iluminadas por el Espíritu de Dios y corazones que ardían con su viviente poder, y que se habían mantenido firmes contra la sabiduría y la elocuencia de los sabios mundanos.
Los adventistas creían que Dios los había inducido a dar la amonestación del juicio. “Ese mensaje –declararon– probó el corazón de todos los que lo oyeron [...] de manera que los que examinaron su propio corazón pudieron saber de qué lado [...] se habrían encontrado si el Señor hubiese llegado; si hubieran exclamado: ‘¡He aquí éste es nuestro Dios; lo hemos esperado, y él nos salvará!’, o si hubiesen clamado a los montes y a las peñas que cayeran sobre ellos y los escondieran de la presencia del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero!”2
Los sentimientos de los que todavía creían que Dios había dirigido este movimiento se expresan en las palabras de Guillermo Miller: “Mi esperanza en la venida de Cristo es tan fuerte como siempre. He hecho solamente aquello que, después de años de solemne consideración, creí mi deber hacer”. “Muchos miles, según las apariencias humanas, han sido inducidos a estudiar las Escrituras por la predicación de ese tiempo; y por ese medio, por la fe y la aspersión de la sangre de Cristo, han sido reconciliados con Dios”.3
Se mantiene la creencia
El Espíritu de Dios permanecía con aquellos que no negaron apresuradamente la luz que habían recibido ni denunciaron el movimiento adventista. “Así que no pierdan la confianza, porque esta será grandemente recompensada. Ustedes necesitan perseverar para que, después de haber cumplido la voluntad de Dios, reciban lo que él ha prometido. Pues dentro de muy poco tiempo, ‘el que ha de venir vendrá, y no tardará. Pero mi justo vivirá por la fe. Y, si se vuelve atrás, no será de mi agrado’. Pero nosotros no somos de los que se vuelven atrás y acaban por perderse, sino de los que
tienen fe y preservan su vida” (Heb. 10:35-39).
Esta amonestación estaba dirigida a la iglesia de los últimos días. Se indica claramente que iba a parecer que la venida del Señor se demoraba. Aquellos a quienes se dirigía habían hecho la voluntad de Dios al seguir la dirección de su Espíritu y de su Palabra; sin embargo, no podían entender el propósito divino en esa experiencia. Se sintieron tentados a dudar, cuando Dios en realidad los había conducido. En ese momento eran aplicables las palabras: “Ahora el justo vivirá por la fe”. Doblegados por las esperanzas chasqueadas, pudieron mantenerse firmes solamente por la fe y por la Palabra de Dios. Renunciar a esa fe y negar el poder del Espíritu Santo que había acompañado el mensaje sería retroceder hacia la perdición. Su única conducta segura era mantener la luz ya recibida de Dios, continuar investigando las Escrituras, y esperar pacientemente hasta recibir más luz. 📖
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1 Bliss, pp. 236-282.
2 The Advent Herald and Signs of the Times Reporter [El Heraldo Adventista y Noticiero de las Señales de los Tiempos], t. 8, Nº 14 (13 de noviembre de 1844).
3 Bliss, pp. 277, 281.
Los Rescatados | Capítulo 24
El misterio revelado respecto al templo de Dios
El pasaje bíblico que por encima de todos había sido tanto el fundamento como la columna central de la fe adventista era la declaración: “Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado” (Dan. 8:14, RVR). Estas habían sido palabras muy familiares para todos los que creían en la inminente segunda venida del Señor. Pero Cristo no había aparecido. Los creyentes sabían que la Palabra de Dios no podía fallar; su interpretación de la profecía debía tener alguna falla. ¿Pero en qué consistía el error?
Dios había conducido a su pueblo en el gran movimiento adventista. Él no permitiría que el mismo terminara en la oscuridad y el chasco, y que fuera tildado de falso y fanático. Aunque muchos abandonaron el cómputo de los períodos proféticos y denunciaron el movimiento que se basaba en ellos, otros no estaban dispuestos a renunciar a esos puntos de fe y a la experiencia sostenida por las Escrituras y por el Espíritu de Dios. Su deber consistía en sostener firmemente las verdades ya conquistadas. Con ferviente oración, estudiaban las Escrituras para descubrir su error. Al no discernir ninguna equivocación en su cómputo de los períodos proféticos, examinaron en forma más diligente el tema del Santuario.
Descubrieron que no había evidencia en la Biblia que sostuviera la idea popular de que la Tierra es el Santuario; por otra parte, hallaron una explicación plena del Santuario, su naturaleza, su localización y sus servicios: “Ahora bien, el primer pacto tenía sus normas para el culto, y un santuario terrenal. En efecto, se habilitó un tabernáculo de tal modo que en su primera parte, llamada el Lugar Santo, estaban el candelabro, la mesa y los panes consagrados. Tras la segunda cortina estaba la parte llamada el Lugar Santísimo, el cual tenía el altar de oro para el incienso y el arca del pacto, toda recubierta de oro. Dentro del arca había una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que había retoñado, y las tablas del pacto. Encima del arca estaban los querubines de la gloria, que cubrían con su sombra el lugar
de la expiación” (Heb. 9:1-5).
El “Santuario” era el tabernáculo edificado por Moisés por orden de Dios,
como una morada terrenal del Altísimo. “Me harán un santuario, para que yo habite entre ustedes” (Éxo. 25:8), fue la orden dada a Moisés. El tabernáculo era una estructura de gran magnificencia. Además del patio exterior, el tabernáculo en sí mismo consistía en dos departamentos, llamados Lugar Santo y Lugar Santísimo, separados por una hermosa cortina o velo. Un velo similar cerraba la entrada al primer departamento.
El Lugar Santo y el Lugar Santísimo
En el Lugar Santo, hacia el sur, estaba el candelabro con sus siete lámparas que daban luz tanto de día como de noche; en el lado norte se hallaba la mesa de los panes de la proposición. Ante el velo que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo estaba el altar de oro del incienso, desde el cual la nube de fragancia ascendía diariamente delante de Dios con las oraciones de Israel.
En el Lugar Santísimo estaba el arca, un cofre recubierto de oro, depósito de los Diez Mandamientos. Sobre el arca estaba el propiciatorio, coronado por dos querubines labrados de oro sólido. En este departamento la presencia divina se manifestaba en la nube de gloria que había entre los querubines.
Después del establecimiento de los hebreos en Canaán, el tabernáculo fue reemplazado por el templo de Salomón que, aunque era una estructura fija y estaba construido según una escala mayor, observaba las mismas proporciones y estaba amueblada de manera similar. De esta forma el Santuario existió –excepto durante el tiempo en que estuvo en ruinas en la época de Daniel– hasta su destrucción por parte de los romanos en el 70 d.C. Este es el único Santuario de la Tierra del cual la Biblia ofrece alguna información, el Santuario del primer pacto. Pero ¿no tiene Santuario el nuevo pacto?
Volviendo otra vez al libro de los Hebreos, los que buscaban la verdad hallaron que había una referencia indirecta a un Santuario del nuevo pacto en las palabras ya citadas: “En verdad el primer pacto también tenía reglamentos del culto, y su santuario que lo era de este mundo” (RVR). Volviendo al comienzo del capítulo anterior, leyeron: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb. 9:1, VM; 8:1, 2).
Aquí se revela el Santuario del nuevo pacto. El Santuario del primer pacto
fue instalado por Moisés; este ha sido instalado por Dios. En aquel Santuario
–el terrenal–, sacerdotes terrenales realizaban sus servicios; en este –el Santuario del cielo–, Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, ministra a la diestra de Dios. Un Santuario estaba en la Tierra, el otro está en el cielo.
El tabernáculo edificado por Moisés llegó a ser una muestra. El Señor indicó: “El santuario y todo su mobiliario deberán ser una réplica exacta del modelo que yo te mostraré”. “Procura que todo esto sea una réplica exacta de lo que se te mostró en el monte” (Éxo. 25:9, 40). El primer tabernáculo era “una parábola para aquel tiempo entonces presente; conforme a la cual se ofrecían dones y sacrificios”; sus santos lugares eran “representaciones de las cosas celestiales”. Los sacerdotes ministraban lo que era “la mera representación y sombra de las cosas celestiales”. “No entró Cristo en un lugar santo hecho de mano, que es una mera representación del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora delante de Dios por nosotros” (Heb. 9:9, 23; 8:5; 9:24, VM).
El Santuario del cielo es el gran original del cual el Santuario edificado por Moisés era una copia. El esplendor del tabernáculo terrenal reflejaba las glorias de ese tiempo celestial donde Cristo ministra en nuestro favor ante el trono de Dios. En el Santuario terrenal y en su servicio se enseñan importantes verdades concernientes al Santuario celestial y a la redención del hombre.
Los dos departamentos
Los santos lugares del Santuario celestial son representados por los dos departamentos del Santuario de la Tierra. A Juan se le concedió una visión del templo de Dios en el cielo. Él contempló allí “siete lámparas de fuego” que ardían “delante del trono” (Apoc. 4:5). Vio a un ángel que tenía “un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono” (Apoc. 8:3). Aquí el profeta contempló el primer departamento del Santuario del cielo; y vio allí las “siete lámparas de fuego” y el “altar de oro” representado por el candelabro de oro, y el altar del incienso del Santuario que había en la Tierra.
De nuevo, “se abrió en el cielo el templo de Dios”, y él contempló el ámbito interior que estaba detrás del velo, el Lugar Santísimo. Allí observó “el arca de su pacto” (Apoc. 11:19), representada por el cofre construido por
Moisés para contener la Ley de Dios.
De esta manera, los que estaban estudiando el tema, encontraron prueba indisputable de la existencia de un Santuario en el cielo. Moisés edificó el Santuario terrenal siguiendo un modelo que le fue mostrado. San Pablo nos dice que ese modelo era el verdadero Santuario, que está en el cielo. Y San Juan da testimonio de que vio el Santuario en el cielo.
En el templo del cielo, en el Lugar Santísimo, está la ley de Dios. El arca que contiene la ley está cubierta por un propiciatorio, ante el cual Cristo intercede en virtud de su sangre en favor del pecador. Así se representa la unión de la justicia y la misericordia en el plan de redención, una unión que llena el cielo de admiración. Este es el misterio de la misericordia que los ángeles desean contemplar: que Dios puede ser justo mientras justifica al pecador arrepentido.
La obra de Cristo como intercesor del hombre se presenta en Zacarías: “Edificará el Templo de Jehová, y llevará sobre sí la gloria; y se sentará y reinará sobre su trono, siendo Sacerdote sobre su trono; y el consejo de la paz estará entre los dos” (Zac. 6:13, VM).
“Edificará el Templo de Jehová”. Por su sacrificio y mediación, Cristo es el fundamento y el edificador de la iglesia, “la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor” (Efe. 2:20, 21). “Llevará sobre sí la gloria”. El canto de los redimidos será: “A aquel que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados en su misma sangre [...] a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos” (Apoc. 1:5, 6, VM).
“Se sentará y reinará sobre su trono, siendo sacerdote sobre su trono”. El reino de gloria no se ha establecido aún. Dios no le dará el reino a su Hijo hasta que su obra como mediador haya terminado, y entonces su reino “no tendrá fin” (Luc. 1:33). Como sacerdote, Cristo está sentado ahora con el Padre en su trono. Sobre el trono hay uno que “cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores”, uno que fue “tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado”, para que pudiese “socorrer a los que son tentados” (Isa. 53:4; Heb. 4:15; 2:18). Las manos heridas, el costado abierto, los pies desgarrados, abogan en favor del hombre caído, cuya redención fue comprada a un precio tan infinito.
“Y el consejo de la paz estará entre los dos”. El amor del Padre es la fuente de la salvación para la raza caída. Dijo Jesús a los discípulos: “El Padre
mismo los ama”. “En Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo”. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 16:27; 2 Cor. 5:19; Juan 3:16).
El misterio del Santuario resuelto
El “verdadero tabernáculo” en los cielos es el Santuario del nuevo pacto. A la muerte de Cristo, el servicio típico simbólico dejó de existir. Al cumplirse Daniel 8:14 en esta dispensación, el Santuario al cual se refiere debe ser el Santuario del nuevo pacto. Por esta razón, la profecía “hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado”, señala al Santuario que está en el cielo.
Pero, ¿qué es la purificación del Santuario? ¿Puede haber algo en el cielo que deba ser purificado? En Hebreos 9 se explica claramente tanto la purificación del Santuario terrenal como la del celestial: “De hecho, la ley exige que casi todo sea purificado con sangre, pues sin derramamiento de sangre no hay perdón. Así que era necesario que las copias de las realidades celestiales fueran purificadas con esos sacrificios [por la sangre de animales], pero que las realidades mismas lo fueran con sacrificios superiores a aquellos” (Heb. 9:22, 23), con la sangre preciosa de Cristo.
La purificación del Santuario
La purificación en el servicio real debe efectuarse con la sangre de Cristo. “Sin derramamiento de sangre no hay perdón”. La remisión, o sea, el acto de quitar los pecados, es la obra que debe hacerse.
Pero, ¿cómo podía relacionarse el pecado con el Santuario del cielo? Esto puede descubrirse estudiando el servicio simbólico, porque los sacerdotes en la tierra ministraban “en un santuario que es copia y sombra del que está en el cielo” (Heb. 8:5).
El servicio del Santuario terrenal consistía en dos partes: los sacerdotes ministraban diariamente en el Lugar Santo, en tanto que, una vez al año, el sumo sacerdote realizaba una obra especial de expiación en el Lugar Santísimo, para la purificación del Santuario. Día tras día el pecador arrepentido traía su ofrenda y, colocando sus manos sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados, transfiriéndolos, en figura, de sí mismo al inocente sacrificio. Entonces el animal era sacrificado. “La propiciación se hace por medio de la sangre” (Lev. 17:11). La ley quebrantada de Dios
demandaba la vida del transgresor. La sangre, que representaba la vida del pecador cuya culpa era llevada por la víctima, era conducida por el sacerdote al Lugar Santo y rociada ante el velo, detrás del cual estaba la ley que el pecador había transgredido. Mediante esta ceremonia el pecado era transferido, en figura, al Santuario. En algunos casos la sangre no se llevaba al Lugar Santo, en cuyo caso la carne era consumida por el sacerdote. Ambas ceremonias simbolizaban la transferencia del pecado del penitente al Santuario.
Tal era la obra que se efectuaba durante el año entero. Los pecados de Israel eran así transferidos al Santuario, y debía hacerse una obra especial para su eliminación.
El gran Día de la Expiación
Una vez al año, en el gran Día de la Expiación, el sacerdote entraba en el Lugar Santísimo para la purificación del Santuario. Se tomaban dos machos cabríos y se echaban suertes sobre ellos, “una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel” (Lev. 16:8, RVR). El macho cabrío por Jehová era sacrificado como ofrenda por el pecado en favor del pueblo, y el sacerdote debía introducir su sangre en el departamento que estaba pasando el velo para salpicarla ante el propiciatorio, y también sobre el altar del incienso que estaba delante del velo.
“Y le impondrá las manos sobre la cabeza. Confesará entonces todas las iniquidades y transgresiones de los israelitas, cualesquiera que hayan sido sus pecados. Así el macho cabrío cargará con ellos, y será enviado al desierto por medio de un hombre designado para esto. El hombre soltará en el desierto al macho cabrío, y este se llevará a tierra árida todas las iniquidades” (Lev. 16:21, 22). Así el macho cabrío emisario no volvía al campamento de Israel.
La ceremonia estaba destinada a inculcar en la mente de los israelitas la santidad de Dios y su aborrecimiento hacia el pecado. Se exigía que todo hombre afligiera su alma mientras se realizaba esta ceremonia de expiación. Se abandonaban todas las ocupaciones, y los hijos de Israel pasaban el día en oración, ayunando e investigando sus corazones.
Se aceptaba un sustituto en lugar del pecador, pero el pecado no era cancelado o borrado con la sangre de la víctima; era transferido al Santuario. Con la ofrenda de sangre el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba sus transgresiones y expresaba su fe en un Redentor que habría de
venir; pero entonces no era totalmente liberado de la condenación de la ley. En el Día de la Expiación, el sumo sacerdote, habiendo recibido una ofrenda de parte de la congregación, entraba en el Lugar Santísimo. Salpicaba la sangre de esta ofrenda sobre el propiciatorio, directamente sobre la ley, para satisfacer sus exigencias. Entonces, como mediador, tomaba los pecados sobre sí mismo y los sacaba del Santuario. Luego, colocando sus manos sobre la cabeza del macho cabrío emisario, en figura transfería todos los pecados de sí mismo al macho cabrío. Por último, éste los llevaba sobre sí a un lugar lejano, y eran considerados eliminados para siempre del pueblo.
El servicio celestial
Lo que se hacía simbólicamente en el ministerio del Santuario terrenal, se realiza en la realidad en el Santuario celestial. Después de su ascensión, nuestro Salvador comenzó su obra como Sumo Pontífice: “En efecto, Cristo no entró en un santuario hecho por manos humanas, simple copia del verdadero santuario, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro” (Heb. 9:24).
El servicio realizado por el sacerdote en el primer departamento, “detrás del velo” que separaba el Lugar Santo del patio exterior, representa la obra iniciada por Cristo en el momento de su ascensión. El sacerdote que realizaba el servicio diario presentaba delante de Dios la sangre de la ofrenda ofrecida por el pecado; también el incienso que ascendía con las oraciones de Israel. Así intercede Cristo mediante su sangre ante el Padre en favor de los pecadores y presenta delante de Dios, con la fragancia de su propia justicia, las oraciones de los pecadores arrepentidos. Tal fue el ministerio que realizó él en el primer departamento del Santuario celestial.
Hasta allí los discípulos de Cristo lo siguieron por medio de la fe cuando él ascendió al cielo. Allí, dice Pablo, “tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario, hasta donde Jesús, el precursor, entró por nosotros, llegando a ser sumo sacerdote para siempre”. “Entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno” (Heb. 6:19, 20; 9:12).
Durante 18 siglos esta obra continuó en el primer departamento del Santuario. La sangre de Cristo derramada en favor de los pecadores arrepentidos les aseguraba ante el Padre el perdón y la aceptación; sin
embargo, sus pecados continuaban en los libros de registro. Así como en el servicio simbólico había una obra de purificación al final del año, también antes que termine la obra de Cristo en favor de los hombres hay una obra de purificación para la eliminación del pecado del Santuario. Esta obra comenzó cuando terminaron los 2.300 días. En esa época nuestro Sumo Sacerdote entró en el Lugar Santísimo para limpiar el Santuario.
Una obra de juicio
En el nuevo pacto los pecados de los hombres arrepentidos son colocados por la fe sobre Cristo y transferidos de hecho al Santuario celestial. Y así como la purificación simbólica del Santuario terrenal se realizaba quitando los pecados con los cuales éste había sido mancillado, la verdadera purificación del Santuario celestial se realiza con la remoción o el borramiento de los pecados allí registrados. Pero antes que esto pueda realizarse debe haber un examen de los libros de registro para determinar quién, por el arrepentimiento y la fe en Jesús, tiene derecho a los beneficios de su expiación. La purificación del Santuario, por lo tanto, implica una obra de investigación
–una obra de juicio– anterior a la venida de Cristo, pues cuando él venga traerá su recompensa con él, para dar a cada hombre de acuerdo con sus obras (Apoc. 22:12).
De esta manera, los que siguieron la luz de la palabra profética vieron que, en lugar de que Cristo volviera a la tierra al fin de los 2.300 días, en 1844 había entrado en el Lugar Santísimo del Santuario celestial para realizar la obra final de expiación que prepararía su venida.
Cuando Jesús, en virtud de su sangre, al final de su ministerio elimine del Santuario celestial los pecados del pueblo, él los colocará sobre la cabeza de Satanás, quien debe soportar la penalidad definitiva. El macho cabrío emisario era despachado a una tierra no habitada, para que nunca más volviera a la congregación de Israel. Así Satanás será eliminado para siempre de la presencia de Dios y de su pueblo, y será aniquilado en la destrucción final del pecado y de los pecadores. 📖
Los Rescatados | Capítulo 25
¿Qué está haciendo Cristo ahora?
El tema del Santuario fue la clave para aclarar el misterio del desengaño de 1844. Reveló un sistema completo de verdades, orgánico y armonioso, que demostraba que la mano de Dios había dirigido el gran movimiento adventista. Los que habían aguardado con fe su segunda venida esperaban que él apareciera en gloria, pero cuando sus esperanzas resultaron chasqueadas, habían perdido de vista a Jesús. Ahora, en el Lugar Santísimo, ellos contemplaron de nuevo a su Sumo Sacerdote, que había de aparecer pronto como Rey y Libertador. La luz del Santuario iluminó el pasado, el presente y el futuro. Aunque no habían entendido el mensaje que llevaban, éste había sido correcto.
El error no estaba en el cómputo de los períodos proféticos, sino en el suceso que habría de ocurrir al final de los 2.300 días. Sin embargo, se había cumplido todo lo que la profecía había predicho.
Cristo había venido, no a la Tierra, sino al Lugar Santísimo del templo del cielo: “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino [no a la tierra, sino] hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él” (Dan. 7:13, RVR).
Esta venida también fue predicha por Malaquías: “De pronto vendrá a su templo el Señor a quien ustedes buscan; vendrá el mensajero del pacto, en quien ustedes se complacen” (Mal. 3:1). La venida del Señor a su templo fue repentina, inesperada, para su pueblo. No lo esperaban allí.
El pueblo no estaba todavía listo para encontrarse con su Señor. Todavía había una obra de preparación que debía ser hecha por ellos. Al seguir ellos por la fe el ministerio de su Sumo Pontífice en su servicio celestial, les serían revelados nuevos deberes. Otro mensaje había de darse a la iglesia.
¿Quién podrá soportar?
Dice el profeta: “Pero ¿quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca? Porque será como fuego de fundidor o lejía de lavandero. Se sentará como fundidor y purificador de plata; purificará a los levitas y los refinará como se refinan el oro y la plata.
Entonces traerán al Señor ofrendas conforme a la justicia” (Mal. 3:2, 3). Los que vivan en la Tierra cuando cese la obra de intercesión de Cristo, han de estar en pie a la vista de Dios sin mediador. Sus mantos deben estar impecables, sus caracteres purificados del pecado por la sangre de la aspersión. Por la gracia de Dios y por su propio esfuerzo diligente deben ser vencedores en la batalla contra el mal. Mientras se realice el juicio investigador en el cielo, mientras los pecados de los creyentes arrepentidos sean quitados del Santuario, ha de haber una obra especial de apartamiento del pecado entre el pueblo de Dios que está en la Tierra. Esta obra se presenta en el mensaje de Apocalipsis 14. Cuando esta obra haya sido terminada, los seguidores de Cristo estarán listos para su aparecimiento. Entonces la iglesia que ha de ser recibida por el Señor en su venida, será “una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección” (Efe. 5:27).
“¡Ahí viene el novio!”
La venida de Cristo como Sumo Sacerdote al Lugar Santísimo para la purificación del Santuario (Dan. 8:14), la venida del Hijo del Hombre hasta el Anciano de días (Dan. 7:13) y la venida del Señor a su templo (Mal. 3:1) son el mismo acontecimiento. Éste también está representado por la venida del Esposo a las bodas, en la parábola de las diez vírgenes, según San Mateo 25.
En esta parábola, cuando vino el Esposo, “las jóvenes que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas”. Esta venida del Esposo ocurre antes de la boda misma. La boda representa el acto cuando Cristo es investido como rey. La santa ciudad, la nueva Jerusalén, la capital y símbolo del reino, se llama “la novia, la esposa del Cordero”. Dijo el ángel a San Juan: “Ven, que te voy a presentar a la novia, la esposa del Cordero […] y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios” (Apoc. 21:9, 10).
La esposa representa la santa ciudad, y las vírgenes que van a recibir al Esposo son un símbolo de la iglesia. En el Apocalipsis se dice que el pueblo de Dios está constituido por los invitados a la cena de bodas. Si son los invitados, no pueden ser la esposa. Cristo, según el profeta Daniel, recibirá del Anciano de días en el cielo, “el dominio, y la gloria, y el reino”, recibirá la nueva Jerusalén, la capital de su reino, “preparada como una novia engalanada para su esposo” (Dan. 7:14; Apoc. 21:2, VM). Una vez que reciba el reino vendrá como Rey de reyes y Señor de señores para redimir a su
pueblo que ha de participar en la cena de bodas del Cordero.
Esperando a su Señor
La proclamación: “¡Ahí viene el novio!”, indujo a miles de personas a esperar la inmediata venida del Señor. En el tiempo señalado el Esposo vino, no a la Tierra, sino hasta el Anciano de días que estaba en el cielo, a las bodas; es decir, a recibir su reino. “Las jóvenes que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas. Y se cerró la puerta” (Mat. 25:10, 11). Ellas no habían de asistir en persona, porque estaban sobre la Tierra. Los seguidores de Cristo han de esperar “a que regrese su señor de un banquete de bodas” (Luc. 12:36). Pero ellos deben entender en qué consiste la obra de su Señor y seguirlo por la fe. En este sentido se dice que ellos van con él a la fiesta de boda.
En la parábola, las que tenían aceite en sus lámparas entraron a la fiesta. Aquellos que, en la noche de su prueba más angustiante, habían esperado pacientemente, investigando la Biblia para encontrar una luz mayor, vieron la verdad concerniente al Santuario en el cielo y entendieron el cambio en el ministerio que su Salvador estaba realizando. Por fe lo siguieron en su obra en el Santuario celestial. Y todos los que acepten las mismas verdades, y sigan a Cristo por la fe mientras él realiza la última obra de mediación, van con él a las bodas.
La obra final en el Santuario
En la parábola de Mateo 22, el juicio se realiza antes de la fiesta. Antes de las bodas, el Rey viene a inspeccionar para descubrir si todos los huéspedes están ataviados con el manto de bodas, el manto impecable de un carácter lavado en la sangre del Cordero (vers. 11; Apoc. 7:14). Todos aquellos que en el examen revelen que tienen puestos los mantos de bodas, son aceptados y considerados dignos de una parte en el reino de Dios y de un asiento en su trono. Esta obra de examen del carácter es el juicio investigador, la obra final que se hace en el Santuario celestial.
Cuando hayan sido examinados y decididos los casos de aquellos que en todos los siglos han profesado el nombre de Cristo, entonces la investigación terminará y las puertas de la misericordia se cerrarán. Así pues, en una corta frase, “las jóvenes que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas. Y se cerró la puerta”. Así se nos conduce al tiempo en que será completada la gran obra hecha en favor de la salvación del hombre.
En el Santuario terrenal, cuando el sumo pontífice en el Día de la Expiación entraba en el Lugar Santísimo, el servicio del primer departamento cesaba. Así también, cuando Cristo entró en el Lugar Santísimo para realizar la última obra de expiación, él cesó en su ministración en el primer departamento. Entonces empezó el servicio en el segundo departamento. Cristo había completado solamente una parte de su obra como nuestro intercesor, para entrar en otro sector de la obra. Pero él continúa intercediendo en virtud de su sangre ante el Padre en favor de los pecadores.
Si bien es cierto que las puertas de la esperanza y la misericordia por las cuales los hombres habían encontrado acceso a Dios durante 1.800 años se cerraron, otra puerta se abrió. El perdón del pecado era ofrecido por medio de la intercesión de Cristo en el Lugar Santísimo. Todavía había una “puerta abierta” al Santuario celestial, donde Cristo estaba ministrando en favor del pecador.
Ahora se entendía el significado de las palabras de Cristo que se encuentran en Apocalipsis, aplicables a este mismo tiempo: “Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y nadie puede cerrar, el que cierra y nadie puede abrir: Conozco tus obras. Mira que delante de ti he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar” (Apoc. 3:7, 8).
Los que por la fe siguen a Jesús en la gran obra de la expiación reciben los beneficios de su mediación, en tanto que los que rechazan la luz no se benefician de la misma. Los judíos que rehusaron creer en Cristo como su Salvador no podían recibir perdón por medio de él. Cuando Jesús, en ocasión de su ascensión, entró en el Santuario celestial para beneficiar a sus discípulos en las bendiciones de su mediación, los judíos quedaron en completa oscuridad para continuar con sus sacrificios y ofrendas inútiles. La puerta por la cual los hombres habían hallado acceso a Dios anteriormente ya no estaba abierta. Los judíos se habían negado a seguirlo por el único camino por el que entonces podía ser hallado, por medio del Santuario del cielo.
Los judíos incrédulos ilustran el descuido y la incredulidad que reinan entre los profesos cristianos que ignoran voluntariamente la obra de nuestro Sumo Pontífice. En el servicio típico o simbólico, cuando el sumo pontífice entraba en el Lugar Santísimo, se requería que todo Israel se reuniese en torno al Santuario y humillase sus corazones delante de Dios, para que pudieran recibir el perdón de sus pecados y no fueran “cortados” de la congregación. ¡Cuánto más esencial es, en este Día de la Expiación real, que
entendamos la obra de nuestro Sumo Pontífice y conozcamos cuáles son los deberes que se requieren de nosotros!
En los días de Noé se dio un mensaje del cielo al mundo, y la salvación de los hombres dependía de cómo se relacionaban con ese mensaje (Gén. 6:6-9; Heb. 11:7). En el tiempo de Sodoma, todos, con excepción de Lot y su esposa y las dos hijas, fueron consumidos por el fuego que descendió del cielo (Gén. 19). Así ocurrió en los días de Cristo. El Hijo de Dios declaró a los judíos incrédulos: “Pues bien, la casa de ustedes va a quedar abandonada” (Mat. 23:38). Anticipándose a los últimos días, el mismo poder infinito se refiere a los que se han “negado a amar la verdad y así ser salvos. Por eso Dios permite que, por el poder del engaño, crean en la mentira” (2 Tes. 2:10, 11). Al rechazar ellos las enseñanzas de su Palabra, Dios retira su Espíritu y los abandona a los engaños que tanto les gustan. Pero Cristo todavía intercede en favor del hombre, y la luz será dada a los que lo buscan.
Cuando pasó la fecha de 1844, hubo un tiempo de gran prueba para los que se aferraron a la fe adventista. Su único alivio era la luz que guió sus mentes al Santuario celestial. Al esperar y orar sobre el asunto vieron que su gran Sumo Pontífice había entrado en otra fase de su ministración. Siguiéndolo por la fe, fueron inducidos a ver la obra final de la iglesia. Tenían una comprensión más clara de los mensajes del primer ángel y del segundo, y estaban preparados para recibir y dar al mundo la solemne amonestación del tercer ángel de Apocalipsis 14. 📖
Los Rescatados | Capítulo 26
El futuro de los Estados Unidos
"Entonces se abrió en el cielo el templo de Dios; allí se vio el arca de su pacto” (Apoc. 11:19). El arca del pacto de Dios se encuentra en el Lugar Santísimo, el segundo departamento del Santuario. En el servicio del tabernáculo terrenal, que servía de “figura y sombra de las cosas celestiales”, este departamento se abría solo en el gran Día de la Expiación para la purificación del Santuario. Por lo tanto, el anuncio de que el templo de Dios fue abierto en el cielo y que el arca de su testamento fue vista, señala la apertura del Lugar Santísimo del Santuario celestial en 1844, cuando Cristo entró allí para realizar la obra final de la expiación. Los que por la fe siguieron a su gran Sumo Pontífice cuando él inició su ministerio en el Lugar Santísimo contemplaron el arca de su testamento. Cuando hubieron estudiado el tema del Santuario llegaron a entender el cambio en la ministración que realizaba el Salvador, y vieron que ahora estaba oficiando ante el arca de Dios.
El arca del tabernáculo terrenal contenía las dos tablas de piedra, en las cuales estaba escrita la ley de Dios. Cuando el templo de Dios fue abierto en el cielo, se vio el arca de su testamento. En el Lugar Santísimo del Santuario del cielo es donde se encuentra guardada la ley; la ley que fue hablada por Dios y escrita con su dedo en tablas de piedra.
Los que llegaron a la comprensión de este punto vieron, como nunca antes, la fuerza de las palabras del Salvador: “Les aseguro que mientras existan el cielo y la tierra, ni una letra ni una tilde de la ley desaparecerán hasta que todo se haya cumplido” (Mat. 5:18). La ley de Dios, siendo una revelación de su voluntad, una transcripción de su carácter, debe permanecer para siempre.
En el propio seno del Decálogo se encuentra el mandamiento referente al sábado. El Espíritu de Dios impresionó a los que estudiaban su Palabra y que habían transgredido ignorantemente este precepto al no guardar el día de descanso del Creador. Comenzaron a examinar las razones para guardar el primer día de la semana. No pudieron encontrar ninguna evidencia de que el cuarto mandamiento había sido anulado o que el sábado había sido cambiado. Habían estado buscando honradamente conocer a Dios y hacer su voluntad;
ahora manifestaron su lealtad a Dios comenzando a observar su sábado santo, su día de descanso.
Muchos fueron los esfuerzos realizados para destruir la fe de los creyentes adventistas. Nadie podía dejar de ver que la aceptación de la verdad concerniente al Santuario celestial implicaba reconocer los requisitos de la ley de Dios y la observancia del sábado del cuarto mandamiento. Aquí estaba el secreto de la decidida oposición a la exposición armoniosa de las Escrituras que revelaba el ministerio de Cristo en el Santuario del cielo. Los hombres trataron de cerrar la puerta que Dios había abierto, y de abrir la puerta que él había cerrado. Pero Cristo había abierto la puerta del ministerio en el Lugar Santísimo. El cuarto mandamiento estaba incluido en la ley allí mantenida.
Los que aceptaron la luz concerniente a la mediación de Cristo y la ley de Dios hallaron que las verdades de Apocalipsis 14 constituyen una amonestación triple que había de preparar a los habitantes de la Tierra para la segunda venida del Señor (ver el Apéndice). El anuncio: “Ha llegado la hora de su juicio”, proclama una verdad que debe ser dada a conocer hasta que termine la intercesión del Salvador y él regrese para llevar a su pueblo consigo. El juicio que comenzó en 1844 debe continuar hasta que todos los casos sean decididos, tanto de los vivos como de los muertos; por lo tanto, se extenderá hasta la terminación del tiempo de gracia para los hombres.
Con el fin de que los hombres se preparen para estar en pie en la hora del juicio, se les ordena: “Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adoren al que hizo el cielo, la tierra, el mar y los manantiales”. El resultado de la aceptación de estos mensajes es el siguiente: “¡En esto consiste la perseverancia de los santos, los cuales obedecen los mandamientos de Dios y se mantienen fieles a Jesús!” (Apoc. 14:7, 12).
Con el fin de estar preparados para el juicio, los hombres deben guardar la ley de Dios, la norma del carácter que regirá en el juicio. Pablo declara: “Todos los que han pecado conociendo la ley por la ley serán juzgados. [...] el día en que, por medio de Jesucristo, Dios juzgará los secretos de toda persona”. “Porque Dios no considera justos a los que oyen la ley, sino a los que la cumplen”. La fe es esencial para guardar la ley de Dios; pues “sin fe es imposible agradar a Dios”. “Y todo lo que no se hace por convicción es pecado” (Rom. 2:12, 16, 13; Heb. 11:6; Rom. 14:23).
El primer ángel pedía que todos los hombres temieran a Dios y le dieran gloria y lo adoraran como el Creador de los cielos y la tierra. Para hacer esto,
debían obedecer su ley. Sin obediencia no puede haber culto agradable a Dios. “En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos” (1 Juan 5:3; ver Prov. 28:9).
Un llamamiento a adorar al Creador
El deber de adorar a Dios se basa en el hecho de que él es el Creador. “Vengan, postrémonos reverentes, doblemos la rodilla ante el Señor nuestro Hacedor” (Sal. 95:6; ver Sal. 96:5; 100:3; Isa. 40:25, 26; 45:18).
En Apocalipsis 14 se exhorta a los hombres a adorar al Creador y a observar los mandamientos de Dios. Uno de esos mandamientos señala a Dios como Creador: “El día séptimo es día de descanso para Yahvéh [Jehová], tu Dios... Pues en seis días hizo Yahvéh el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvéh el día del sábado y lo hizo sagrado” (Éxo. 20:10, 11, BJ). El sábado, dice el Señor, es una “señal... para que se sepa que yo soy Yahvéh vuestro Dios” (Eze. 20:20, BJ). Si el sábado se hubiera continuado observando en forma universal, el hombre habría sido inducido a mirar al Creador como el objeto de su culto. Nunca habría existido un idólatra, un ateo o un incrédulo. El guardar el sábado es una señal de lealtad a “Aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas”. El mensaje que ordena a los hombres a adorar a Dios y guardar sus mandamientos los instará en forma particular a observar el cuarto mandamiento.
En contraste con aquellos que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, el tercer ángel señala a otra clase de personas, al decir : “Si alguien adora a la bestia y a su imagen, y se deja poner en la frente o en la mano la marca de la bestia, beberá también el vino del furor de Dios, que en la copa de su ira está puro, no diluido” (Apoc. 14:9, 10). ¿Qué representan la bestia, la imagen y la marca?
La descripción profética de estos símbolos comienza en el capítulo 12 del Apocalipsis. El dragón, que trató de destruir a Cristo cuando nació, es Satanás (Apoc. 12:9); fue él quien impulsó a Herodes a procurar la muerte del Salvador. Pero el principal agente de Satanás, al guerrear contra Cristo y su pueblo durante los primeros siglos del cristianismo, fue el Imperio Romano, en el cual prevalecía la religión pagana. Por lo tanto, este dragón también representa, en sentido secundario, a la Roma pagana.
En el capítulo 13 se describe otra bestia, que “parecía un leopardo”, a
quien el dragón le dio “su poder, su trono y gran autoridad”. Este símbolo, como lo ha creído la mayoría de los protestantes, representa al papado, el cual heredó el poder y la autoridad del antiguo Imperio Romano. Se dice de la bestia parecida a un leopardo: “Se le permitió hablar con arrogancia y proferir blasfemias contra Dios […]. Abrió la boca para blasfemar contra Dios, para maldecir su nombre y su morada y a los que viven en el cielo. También se le permitió hacer la guerra a los santos y vencerlos, y se le dio autoridad sobre toda raza, pueblo, lengua y nación” (Apoc. 13:2, 5-7). Esta profecía es casi idéntica a la descripción del cuerno pequeño que se hace en el capítulo 7 de Daniel, y sin duda alguna señala al papado.
“Se le confirió autoridad para actuar durante cuarenta y dos meses” –los tres años y medio, los 1.260 días de Daniel 7–, durante los cuales el poder papal había de oprimir al pueblo de Dios. Este período, como se establece en capítulos anteriores, comenzó con la supremacía del papado, en el 538 d.C., y terminó en 1798. En este año el poder papal recibió su “herida de muerte”, y se cumplió la predicción que decía: “Si alguno lleva en cautividad, va en cautividad” (Apoc. 13:5, 10, RVR).
El surgimiento de un nuevo poder
Aquí se presenta otro símbolo: “Después vi que de la tierra subía otra bestia. Tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como dragón” (Apoc. 13:11). Esta nación es diferente de las que aparecieron representadas en los símbolos anteriores. Los grandes reinos que gobernaron al mundo le fueron presentados al profeta Daniel como bestias devoradoras, que se levantaban cuando “los cuatro vientos del cielo combatían en el gran mar” (Dan. 7:2, RVR). En Apocalipsis 17:15, un ángel explica que las aguas representan “pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas”. Los vientos simbolizan luchas. Los cuatro vientos del cielo que combatían en el gran mar representan los terribles dramas de conquista y revolución por los cuales los reinos alcanzaron el poder.
Pero la bestia con cuernos semejantes a los de un cordero “subía de la tierra”. En lugar de derrocar a otras potencias para establecerse, la nación así representada debía surgir en territorio previamente desocupado, y desarrollarse en forma pacífica. Debe buscarse en el Continente Occidental.
¿Qué nación del Nuevo Mundo estaba adquiriendo poder en 1798, con evidencia de adquirir fuerza, y estaba atrayendo la atención del mundo? Una
nación, y una sola, cumple esta profecía: los Estados Unidos de Norteamérica. Las palabras del escritor sagrado han sido empleadas casi exactamente en forma inconsciente por los historiadores al describir el surgimiento de esta nación. Un escritor prominente habla del “misterio de su desarrollo de la nada” y dice: “Como semilla silenciosa crecimos hasta llegar a ser un imperio”.4 En 1850 un diario europeo hablaba de los Estados Unidos diciendo que este país estaba “surgiendo”, y que “en medio del silencio de la tierra acrecentaba diariamente su poder y su orgullo”.5
“Tenía dos cuernos como de cordero”. Los cuernos semejantes a los de un cordero indican juventud, inocencia y mansedumbre. Entre los cristianos exiliados que fueron los primeros que huyeron de la opresión real y de la intolerancia sacerdotal hacia América, había muchos que resolvieron establecer la libertad civil y religiosa. La Declaración de la Independencia establece la verdad de que “todos los hombres fueron creados iguales” y se hallan dotados del inalienable derecho a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La Constitución garantiza al pueblo el derecho de gobernarse a sí mismo, y declara que los representantes elegidos por voto popular promulgarán y administrarán las leyes. También se garantiza la libertad de la fe religiosa. El republicanismo y el protestantismo llegaron a ser los principios fundamentales de la nación, el secreto de su poder y prosperidad. Millones han buscado sus playas, y Estados Unidos de Norteamérica ha llegado a ocupar un lugar entre las naciones más poderosas de la Tierra.
Una notable contradicción
Pero la bestia que tenía cuernos semejantes a los de un cordero “hablaba como dragón. Ejercía toda la autoridad de la primera bestia en presencia de ella, y hacía que la tierra y sus habitantes adoraran a la primera bestia, cuya herida mortal había sido sanada. […] Les ordenó que hicieran una imagen en honor de la bestia que, después de ser herida a espada, revivió” (Apoc. 13:11- 14).
Los cuernos como de cordero y la voz de dragón ponen de manifiesto una contradicción. La predicción de que hablará “como dragón” y ejercerá “toda la autoridad de la primera bestia” predice el espíritu de intolerancia y persecución. Y la declaración de que la bestia de dos cuernos hace “que la tierra y sus habitantes adoraran a la primera bestia”, indica que la autoridad de esta nación ha de ser ejercida al exigir que se rinda homenaje al papado.
Un acto semejante sería contrario a los principios de las instituciones libres de este país, a los reconocimientos solemnes de la Declaración de Independencia y a la Constitución. La Constitución establece que “el Congreso no legislará con respecto al establecimiento de una religión ni prohibirá el libre ejercicio de ella”, y “ninguna manifestación religiosa será jamás requerida como condición de aptitud para el desempeño de alguna función o cargo público en los Estados Unidos”. Pero en el símbolo se presenta una abierta violación de estas salvaguardias de la libertad. La bestia con cuernos como de cordero –que profesa ser pura, mansa e inofensiva– habla como dragón.
“Les ordenó que hicieran una imagen en honor de la bestia”. Aquí tenemos simbolizada una forma de gobierno en la cual el poder legislativo descansa en el pueblo, una evidencia muy notable de que los Estados Unidos es la nación representada.
Pero, ¿qué es “la imagen de la bestia”? ¿Cómo ha de formarse?
Cuando la iglesia primitiva se corrompió, buscó el apoyo del poder secular. El resultado fue el papado, una Iglesia que controlaba al Estado, especialmente por el castigo de “la herejía”. Para que los Estados Unidos formen una “imagen de la bestia”, el poder religioso debe controlar de tal manera al gobierno civil que el Estado será también empleado por la Iglesia para realizar sus objetivos mezquinos y egoístas.
Las iglesias protestantes que han seguido los pasos de Roma han manifestado un deseo similar de restringir la libertad de conciencia. Un ejemplo de esto lo tenemos en la persecución de los disidentes, continuada por largo tiempo, por parte de la iglesia de Inglaterra. Durante los siglos XVI y XVII los pastores y el pueblo no conformistas eran castigados con multas, prisión, tortura y martirio.
La apostasía indujo a la iglesia primitiva a buscar la ayuda del gobierno civil, y esto preparó el camino para el surgimiento del papado, a saber, la bestia. Dijo San Pablo: “Vendrá... la apostasía” y se manifestará “el hombre de pecado” (2 Tes. 2:3, RVR).
La Biblia declara: “Ahora bien, ten en cuenta que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. La gente estará llena de egoísmo y avaricia; serán jactanciosos, arrogantes, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, insensibles, implacables, calumniadores, libertinos, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traicioneros, impetuosos, vanidosos y más
amigos del placer que de Dios. Aparentarán ser piadosos, pero su conducta desmentirá el poder de la piedad. ¡Con esa gente ni te metas!” (2 Tim. 3:1- 5). “El Espíritu dice claramente que, en los últimos tiempos, algunos abandonarán la fe para seguir a inspiraciones engañosas y doctrinas diabólicas” (1 Tim. 4:1).
Todos los que “por haberse negado a amar la verdad y así ser salvos”, aceptarán “el poder del engaño” y creerán “en la mentira” (2 Tes. 2:10, 11). Cuando se llegue a esta condición, aparecerán los mismos resultados que en los primeros siglos.
La amplia diversidad de creencias de las iglesias protestantes es considerada por muchos como una prueba de que jamás se podrá exigir una uniformidad obligatoria. Pero durante años ha habido en las iglesias protestantes un sentimiento creciente en favor de la unión. Para lograr esta unión, debe evitarse la discusión sobre temas en los cuales no todos están de acuerdo. En el esfuerzo por asegurar una completa uniformidad, faltará solamente un paso para recurrir a la fuerza.
Cuando las iglesias principales de los Estados Unidos, uniéndose en los puntos de doctrina que ellas sostienen en común, influyan sobre el Estado para que este ponga en vigencia los decretos de ellas y sostenga las instituciones de esas iglesias, entonces la América protestante habrá formado una imagen de la jerarquía romana, y la aplicación de penas civiles a los disidentes será el resultado inevitable.
La bestia y su imagen
La bestia de dos cuernos “logró que a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiera una marca en la mano derecha o en la frente, de modo que nadie pudiera comprar ni vender, a menos que llevara la marca, que es el nombre de la bestia o el número de ese nombre” (Apoc. 13:16, 17). El tercer ángel amonesta: “Si alguien adora a la bestia y a su imagen, y se deja poner en la frente o en la mano la marca de la bestia, beberá también el vino del furor de Dios” (Apoc. 14:9, 10).
“La bestia” cuya adoración es impuesta por ley es la primera bestia, o sea, la bestia semejante a un leopardo mencionada en Apocalipsis 13: el papado. La “imagen de la bestia” representa la forma de protestantismo apóstata que se desarrollará cuando las iglesias protestantes busquen el poder civil para que imponga sus dogmas. Queda por definir todavía “la marca de la bestia”.
Los que guardan los mandamientos de Dios se presentan en contraste con los que adoran a la bestia y a su imagen y reciben su marca. La observancia de la ley de Dios, por una parte, y su violación, por otra, será la distinción entre los que adoran a Dios y los que adoran a la bestia.
La característica especial de la bestia y de su imagen es la violación de los mandamientos de Dios. Dice Daniel acerca del cuerno pequeño, o sea, el papado: “Pensará en cambiar los tiempos y la ley” (Dan. 7:25, RVR). San Pablo designa al mismo poder como “el hombre de pecado” (2 Tes. 2:3, RVR) que se exaltará a sí mismo por encima de Dios. Solamente cambiando la ley de Dios podía el papado exaltarse por encima de Dios. Quienquiera que guardase a sabiendas la ley adulterada de esta manera honraría en forma suprema las leyes papales, lo cual es una marca de lealtad al Papa en lugar de ser una señal de sumisión a Dios y a su santa ley.
El papado ha intentado alterar la ley de Dios. El cuarto mandamiento ha sido cambiado de tal manera que autoriza la observancia del primer día de la semana en vez del sábado como día de descanso. Se presenta un cambio intencional deliberado: “Pensará en cambiar los tiempos y la ley”. El cambio realizado en el cuarto mandamiento cumple con exactitud la profecía. Aquí el poder papal se exalta manifiestamente por encima de Dios.
Los adoradores de Dios se distinguirán especialmente por su lealtad al cuarto mandamiento, la señal del poder creador de Dios. Los adoradores de la bestia se distinguirán por sus esfuerzos por derribar el monumento conmemorativo del Creador para exaltar la institución de Roma. Las primeras pretensiones arrogantes del papado fueron hechas en favor del domingo como “el día del Señor”. Pero la Biblia señala al séptimo día como día del Señor. Cristo dijo: “Así que el Hijo del hombre es Señor incluso del sábado” (Mar. 2:28; ver también Isa. 58:13; Mat. 5:17-19). La aseveración repetida tan a menudo de que Cristo cambió el sábado se halla refutada por las propias palabras del Señor.
Silencio completo del Nuevo Testamento
Los protestantes reconocen “el silencio completo que [guarda] el Nuevo Testamento con respecto a cualquier mandato explícito en favor del reposo [en día domingo, primer día de la semana] o de reglas definidas con respecto a su observancia”.6
“Hasta el tiempo de la muerte de Cristo, ningún cambio se había hecho en
el día”; y, “según lo muestra el registro bíblico, ellos [los apóstoles] no [...] dieron ningún mandamiento explícito para requerir el abandono del reposo del séptimo día, y la observancia del primer día de la semana”.7
Los católicos romanos reconocen que el cambio del sábado fue realizado por su iglesia, y declaran que los protestantes, al observar el domingo, reconocen el poder de la Iglesia Católica. Se ha hecho la siguiente declaración: “Durante la ley antigua, el sábado era el día santificado; pero la iglesia instruida por Jesucristo, y dirigida por el Espíritu de Dios, ha sustituido el sábado por el domingo; de manera que ahora santificamos el primer día, y no el séptimo. Domingo significa, y ahora es, el día del Señor”.8 Como signo de la autoridad de la Iglesia Católica, los escritores católicos citan “el acto mismo de cambiar el sábado al domingo, cambio en que los protestantes consienten [...] porque al guardar estrictamente el domingo, ellos reconocen el poder de la iglesia para ordenar fiestas y para imponerlas so
pena de incurrir en pecado”.9
¿Qué otra cosa es, entonces, el cambio del sábado, sino la señal o marca de la autoridad de la Iglesia Romana, o sea “la marca de la bestia”?
La Iglesia Romana no ha abandonado su pretensión de supremacía. Cuando el mundo y las iglesias protestantes aceptan un día de reposo que ella ha creado, mientras rechazan el día de reposo bíblico, virtualmente admiten esa pretensión. Al hacerlo ignoran el principio que los separa de Roma: “La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes”. A medida que el movimiento en favor de la imposición del domingo se haga más popular, finalmente colocará a todo el mundo protestante bajo la bandera de Roma.
Los romanistas declaran que “la observancia del domingo por parte de los protestantes es un homenaje que estos rinden, mal de su grado, a la autoridad de la Iglesia [Católica]”.10 El exigir el cumplimiento de un deber religioso utilizando el poder secular creará una imagen a la bestia; por lo tanto, la imposición de la observancia del domingo en los Estados Unidos significará imponer el culto a la bestia y a su imagen.
Los cristianos de las generaciones pasadas observaron el domingo suponiendo que estaban observando el día de descanso bíblico, y hoy en día hay verdaderos cristianos en todas las iglesias que honradamente creen que el domingo fue establecido por Dios. Dios acepta su sinceridad y su integridad. Pero cuando la observancia del domingo sea exigida por la ley y el mundo
sea iluminado con respecto al verdadero día de reposo, entonces todo el que viole el mandamiento de Dios para obedecer un precepto de Roma estará por ese hecho honrando al papado por encima de Dios. Está rindiendo homenaje a Roma. Está adorando a la bestia y a su imagen. Los hombres por ese hecho aceptarán la señal de lealtad a Roma, o sea “la marca de la bestia”. No será sino después que este asunto resulte claramente presentado delante del pueblo, y éste tenga que elegir entre los mandamientos de Dios y los mandamientos de los hombres, cuando los que continúen violando la ley divina recibirán “la marca de la bestia”.
La amonestación del tercer ángel
La más terrible amonestación jamás dirigida a los mortales se halla en el mensaje del tercer ángel. Los hombres no serán dejados a oscuras con respecto a este importante asunto; la advertencia debe darse al mundo antes de la visitación de los juicios de Dios. Y todos deben tener oportunidad de escapar a estos juicios. El primer ángel hace su proclamación a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”. La advertencia del tercer ángel no ha de ser de menor amplitud. Ha de proclamarse en alta voz y ha de despertar la atención de todo el mundo.
Todos se dividirán en dos grandes clases. Los que guarden los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, y los que adoren a la bestia y a su imagen y reciban su marca. La Iglesia y el Estado se unirán para exigir “a todos” que reciban “la marca de la bestia”; sin embargo, el pueblo de Dios no la recibirá. El profeta contempla a los que habían “vencido a la bestia, a su imagen y al número de su nombre. Tenían las arpas que Dios les había dado” (Apoc. 15:2). 📖
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4 G. A. Townsend, The New World Compared With the Old (El Nuevo Mundo comparado con el antiguo), p. 462.
5 Dublin Nation (La nación de Dublin).
6 George Elliott, The Abiding Sabbath (El sábado perdurable), p. 184.
7 A. E. Waffle, The Lord’s Day (El Día del Señor), pp. 186-188.
8 Catholic Catechism of Christian Religion (Catecismo católico de la religión cristiana).
9 Henry Tuberville, An Abridgement of the Christian Doctrine (Un compendio de la doctrina cristiana), p. 58.
10 Mgr Segur, Plain Talk About the Protestantism of Today (Franca conversación acerca del protestantismo), p. 213.
Los Rescatados | Capítulo 27
Se restaura la verdad
La reforma relativa al sábado se predice en Isaías: “Así dice el Señor: Observen el derecho y practiquen la justicia, porque mi salvación está por llegar; mi justicia va a manifestarse. Dichoso el que así actúa, y se mantiene firme en sus convicciones; el que observa el sábado sin profanarlo, y se cuida de hacer lo malo. […] Y a los extranjeros que se han unido al Señor para servirle, para amar el nombre del Señor y adorarlo, a todos los que observan el sábado sin profanarlo y se mantienen firmes en mi pacto, los llevaré a mi monte santo; ¡los llenaré de alegría en mi casa de oración! Aceptaré los holocaustos y sacrificios que ofrezcan sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:1, 2, 6, 7).
Estas palabras se aplican a la era cristiana, como se observa por el contexto (versículo 8). Aquí se anuncian anticipadamente la reunión de los gentiles por medio del evangelio, cuando los siervos de Cristo predicarían a todas las naciones las buenas nuevas.
El Señor ordena: “Guarda bien el testimonio; sella la ley entre mis discípulos” (Isa. 8:16). El sello de la ley de Dios se encuentra en el cuarto mandamiento. Este es el único de los diez que presenta tanto el nombre como el título del Legislador. Cuando el sábado fue cambiado por el poder papal, el sello fue quitado de la ley. Los discípulos de Jesús han sido llamados a restaurarlo exaltando el sábado como el monumento conmemorativo del Creador y la señal de su autoridad.
Se da la orden: “¡Grita con toda tu fuerza, no te reprimas! Alza tu voz como trompeta. Denúnciale a mi pueblo sus rebeldías; sus pecados, a los descendientes de Jacob”. Aquellos a quienes el Señor designa como “mi pueblo” han de ser reconvenidos por sus transgresiones, pues son una clase que se considera a sí misma como justa en el servicio de Dios. Pero la solemne reconvención del que escudriña los corazones afirma que están pisoteando los preceptos divinos (Isa. 58:1, 2).
El profeta señala de esta manera el mandamiento que ha sido olvidado: “Los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar. Si retrajeres del
sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no haciendo tus caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus palabras, entonces te deleitarás en Jehová” (Isa. 58:12-14, RVA).
El “portillo” o brecha fue hecho en la ley de Dios cuando el sábado fue cambiado por el poder romano. Pero ha llegado el tiempo en que esa brecha debe ser reparada.
El sábado fue guardado por Adán en su inocencia en el Edén; y también por Adán después que cayó y se arrepintió, cuando fue expulsado de su morada. Fue observado por todos los patriarcas desde Abel hasta Noé, hasta Abrahán y hasta Jacob. Cuando el Señor liberó a Israel, él proclamó su ley a la multitud.
Siempre se guardó el verdadero sábado
Desde ese día hasta el presente se continúa guardando el sábado. Aunque “el hombre de pecado” tuvo éxito en pisotear el santo día de Dios, almas fieles, ocultas en lugares secretos, le rindieron tributo. Desde la Reforma, un núcleo de personas en todas las generaciones ha mantenido su observancia.
Estas verdades relacionadas con “el evangelio eterno” distinguirán a la Iglesia de Cristo en el tiempo de su aparición. “Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12, RVR).
Los que recibieron la luz concerniente al Santuario y a la infalibilidad de la ley de Dios se llenaron de gozo al distinguir la armonía de la verdad. Anhelaron que la luz fuera impartida a todos los cristianos. Pero las verdades que diferían de lo que el mundo creía no fueron bien recibidas por muchos que aseveraban seguir a Cristo.
A medida que se presentaban las exigencias relativas al sábado, muchos decían: “Siempre hemos observado el domingo, nuestros padres lo observaron, y muchos hombres buenos han muerto felices observándolo. La observancia de un nuevo día de reposo nos hará estar en desacuerdo con el mundo. ¿Qué podrá realizar un pequeño grupo de observadores del sábado contra todo el mundo que guarda el domingo?” Usando argumentos similares, los judíos justificaron su rechazo de Cristo. Así, en los días de Lutero, los papistas razonaban que los verdaderos cristianos habían muerto en la fe católica; por lo tanto esa religión era suficiente. Tal razonamiento resultará
una barrera para todo progreso en la fe.
Muchos afirmaban que la observancia del domingo había sido una costumbre muy difundida de la iglesia durante siglos. En contra de este argumento se presentaba el hecho de que el sábado y su observancia eran aún más antiguos, tan antiguos como el mundo mismo: habían sido establecidos por el “Anciano de días”.
En ausencia de un testimonio bíblico, muchos afirmaban: “¿Por qué no entienden nuestros grandes hombres esta cuestión del sábado? Pocos creen como ustedes. No puede ser que ustedes estén en lo cierto y todos los hombres de saber estén errados”.
Para refutar tales argumentos se necesitaba solamente citar los textos de la Biblia y la forma en que el Señor trató con su pueblo en todos los siglos. La razón por la que Dios no elige con mayor frecuencia a hombres de saber y posición para que sean los dirigentes en las reformas es que ellos confían en sus credos y en los sistemas teológicos y no sienten la necesidad de ser enseñados por Dios. En cambio, los que poseen poco del saber transmitido por las escuelas, a veces son llamados a declarar la verdad, no porque sean incultos, sino porque no confían demasiado en sí mismos y así pueden ser enseñados por Dios. Su humildad y su obediencia los hace grandes.
La historia del antiguo Israel es una notable ilustración de la experiencia pasada del cuerpo de creyentes adventistas. Dios condujo a su pueblo en el movimiento adventista, así como condujo a los hijos de Israel en su salida de Egipto. Si todos los que habían trabajado en forma unida en la obra en 1844 hubieran recibido el mensaje del tercer ángel y lo hubieran proclamado con el poder del Espíritu Santo, hace años esta Tierra habría sido amonestada y Cristo habría venido para redimir a su pueblo.
No es la voluntad de Dios
No era la voluntad de Dios que los hijos de Israel vagaran 40 años por el desierto; él quería conducirlos directamente a Canaán y establecerlos allí, como un pueblo santo y feliz. Pero ellos “no pudieron entrar por causa de incredulidad” (Heb. 3:19). De idéntica manera, no era la voluntad de Dios que la venida de Cristo se demorara por tanto tiempo y que su pueblo permaneciera por tantos años en el mundo de pecado y dolor. La incredulidad los separó de Dios. Por misericordia hacia el mundo, Jesús demora su venida, para que los pecadores puedan escuchar la amonestación y encontrar refugio
antes que la ira de Dios sea derramada.
Ahora, así como ocurrió en los siglos anteriores, la presentación de la verdad excitará oposición. Muchos atacan malévolamente el carácter y los motivos de los que defienden una verdad impopular. Elías fue acusado de ser un perturbador de Israel; Jeremías fue acusado como traidor; Pablo, como quien había contaminado el templo. Desde aquellos días hasta los nuestros, los que han querido ser leales a la verdad han sido denunciados como sediciosos, herejes y causantes de cismas.
La confesión de fe hecha por los santos y los mártires, su ejemplo de santidad y de firme integridad, inspira valor en los que hoy son llamados a presentarse como testigos en favor de Dios. Al siervo de Dios de estos días se le da el siguiente mandato: “Alza tu voz como trompeta. Denúnciale a mi pueblo sus rebeldías; sus pecados, a los descendientes de Jacob”. “A ti, hijo de hombre, te he puesto por centinela del pueblo de Israel. Por lo tanto, oirás la palabra de mi boca, y advertirás de mi parte al pueblo” (Isa. 58:1; Eze. 33:7).
El gran obstáculo para la aceptación de la verdad es que ella involucra inconvenientes y oprobio. Este es el único argumento en contra de la verdad que no han podido refutar sus defensores. Pero los verdaderos seguidores de Cristo no esperan que la verdad se haga popular. Ellos aceptan la cruz, confiados con el apóstol Pablo en que “los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria”, “teniendo –como antaño Moisés– por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (2 Cor. 4:17; Heb. 11:26, RVR).
Debemos elegir lo justo porque es justo, y dejar las consecuencias con Dios. El mundo está en deuda con los hombres de principios, de fe y de valor por sus grandes reformas. Y la obra de reforma para este tiempo debe ser conducida hacia el éxito por hombres semejantes. 📖
Los Rescatados | Capítulo 28
¿Cuánto éxito tienen los reavivamientos modernos?
Dondequiera que los siervos de Dios predicaban con fidelidad, se veían resultados que comprobaban su origen divino. Los pecadores sentían que su conciencia se despertaba. Una profunda convicción tomaba posesión de su mente y su corazón. Tenían consciencia de la justicia de Dios, y clamaban:
¿Quién me librará de este cuerpo mortal?” (Rom. 7:24). Al serles revelada la cruz, veían que nada sino los méritos de Cristo podían expiar sus transgresiones. Por medio de la sangre de Jesús ellos lograban el perdón de los pecados pasados (Rom. 3:25).
Los que creían y eran bautizados iniciaban una vida nueva, por la fe en el Hijo de Dios, para seguir en sus pisadas, para reflejar su carácter y para purificarse a sí mismos como él es puro. Las cosas que una vez odiaban ahora las amaban, y las cosas que una vez amaban ahora las odiaban. El orgulloso se hacía humilde, los vanidosos y arrogantes se convertían en serios y discretos. Los borrachos se hacían sobrios; y los corrompidos, puros. Los cristianos no buscaban el adorno “exterior del rizado de los cabellos, del ataviarse con joyas de oro y el de la compostura de los vestidos, sino el oculto en el corazón, que consiste en la incorrupción de un espíritu manso y tranquilo; ésa es la hermosura en la presencia de Dios” (1 Ped. 3:3, 4, versión Nácar-Colunga).
Los reavivamientos se caracterizaban por solemnes llamamientos dirigidos a los pecadores. Los frutos se veían en personas que no rehuían la abnegación sino que se regocijaban de ser tenidas por dignas de sufrir por causa de Cristo. Los hombres contemplaban una transformación en los que profesaban el nombre de Jesús. Tales eran los resultados que se manifestaban en los despertares religiosos en las épocas pasadas.
Pero muchos reavivamientos de los tiempos modernos representan un señalado contraste con aquellas manifestaciones. Es cierto que muchos profesan haberse convertido, y hay grandes aumentos en el número de miembros de iglesia. Sin embargo, los resultados no son tales que justifiquen
la creencia de que se haya producido un aumento correspondiente de la verdadera vida espiritual. La luz que brilla por un tiempo pronto se apaga.
Los reavivamientos populares demasiado a menudo excitan las emociones y satisfacen el amor por lo que es nuevo y extraordinario. Pero los nuevos conversos poseen poco deseo de escuchar la verdad de la Biblia. A menos que un servicio religioso tenga algo de sensacional, no presenta atracción para ellos.
Para toda alma verdaderamente convertida, la relación con Dios y con las cosas eternas será su mayor interés en la vida. ¿Dónde está en las iglesias populares el espíritu de consagración a Dios? Los conversos no renuncian al orgullo ni al amor al mundo. No están más dispuestos a negarse a sí mismos y a seguir al manso y humilde Jesús que antes de su conversión. La piedad casi ha desaparecido de muchas de las iglesias.
Pero a pesar de la amplia decadencia de la fe, hay verdaderos seguidores de Cristo en estas iglesias. Antes que caigan los juicios finales de Dios, habrá dentro del pueblo cristiano un reavivamiento de la piedad primitiva como no ha sido presenciado desde los tiempos apostólicos. El Espíritu de Dios será derramado. Muchos se separarán de las iglesias en las cuales el amor al mundo ha suplantado el amor a Dios y a su Palabra. Muchos dirigentes y creyentes aceptarán con alegría las grandes verdades que preparan a un pueblo para la segunda venida del Señor.
El enemigo de las almas desea impedir esta obra, y antes que llegue el tiempo para que se produzca este movimiento, él tratará de impedirlo introduciendo una falsificación. En las iglesias que él pueda poner bajo su control hará parecer que la bendición de Dios se está derramando. Multitudes se alegrarán de que Dios está obrando maravillosamente, cuando en realidad la obra será realizada por otro espíritu. Bajo un manto religioso, Satanás tratará de extender su influencia sobre el mundo cristiano. Hay una excitación emocional, una mezcla de lo verdadero y lo falso, capaz de engañar.
Sin embargo, a la luz de la Palabra de Dios no es difícil determinar la naturaleza de estos movimientos. Dondequiera que los hombres descuiden el testimonio de la Biblia, y se aparten de las verdades claras –que son una prueba para el alma ya que requieren abnegación y renuncia al mundo–, podemos estar seguros de que la bendición de Dios no es concedida. Y usando la regla de “por sus frutos los conocerán” (Mat. 7:16) es evidente que estos movimientos no son la obra del Espíritu de Dios.
Las verdades de la Palabra de Dios son el escudo contra los engaños de Satanás. El descuido de estas verdades ha abierto la puerta a los males ahora tan extendidos por todo el mundo. La importancia de la ley de Dios se ha perdido de vista en gran medida. Una falsa concepción de la ley divina ha conducido a errores con respecto a la conversión y la santificación, y ha rebajado la norma de piedad. Aquí es donde ha de hallarse el secreto de la falta del Espíritu de Dios en los reavivamientos de nuestro tiempo.
La ley de libertad
Muchos maestros religiosos aseguran que Cristo, con su muerte, abolió la ley. Algunos la presentan como un yugo pesado, y en contraste con la “esclavitud” de la ley presentan la “libertad” que ha de gozarse bajo el evangelio.
Pero los profetas y los apóstoles no consideraron de esta manera la santa ley de Dios. Dijo David: “Andaré en libertad, porque busqué tus mandamientos” (Sal. 119:45, RVR). El apóstol Santiago se refiere al Decálogo como “la ley perfecta que da libertad” (Sant. 1:25). El profeta de Patmos pronuncia una bendición sobre los que “guardan sus mandamientos, para que su potencia sea en el árbol de la vida, y que entren por las puertas en la ciudad” (Apoc. 22:14, RVA).
Si hubiera sido posible que la ley fuera cambiada o anulada, Cristo no habría necesitado morir para salvar al hombre de la penalidad del pecado. El Hijo de Dios vino a engrandecer la ley y hacerla honorable (Isa. 42:21). Él dijo: “No piensen que he venido a anular la ley […]. Les aseguro que mientras existan el cielo y la tierra, ni una letra ni una tilde de la ley desaparecerán hasta que todo se haya cumplido” (Mat. 5:17, 18). Con respecto a sí mismo él declaró: “Me agrada, Dios mío, hacer tu voluntad; tu ley la llevo dentro de mí” (Sal. 40:8).
La ley de Dios es inmutable porque es una revelación del carácter de su Autor. Dios es amor, y su ley es amor. “El amor es el cumplimiento de la ley” (Rom. 13:10). Dijo el salmista: “Tu ley es la verdad”; “todos tus mandamientos son justos” (Sal. 119:142, 172). Y San Pablo declara: “Concluimos, pues, que la ley es santa, y que el mandamiento es santo, justo y bueno” (Rom. 7:12). Una ley semejante debe ser tan eterna como su Autor.
La obra de la conversión y la santificación consiste en reconciliar a los hombres con Dios, poniéndolos en armonía con los principios de su ley. En el
principio, el hombre estaba en perfecto acuerdo con la ley de Dios. Pero el pecado lo apartó de su Hacedor. Su corazón estaba en guerra con la ley de Dios. “La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo” (Rom. 8:7). Pero “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito”, para que el hombre pudiera ser reconciliado con Dios, restaurado a la armonía con su Hacedor. Este cambio es el nuevo nacimiento, sin el cual nadie “puede ver el reino de Dios” (Juan 3:16, 3).
Convicción de pecado
El primer paso en la reconciliación con Dios es estar convencido de que uno es pecador. “El pecado es transgresión de la ley”. “Mediante la ley cobramos conciencia del pecado” (1 Juan 3:4; Rom. 3:20). Con el fin de que pueda ver su culpa, el pecador debe considerar su situación frente al espejo de Dios, que muestra lo que debe ser un carácter justo y le permite a la persona ver los defectos del suyo.
La ley revela al hombre su pecado, pero no proporciona ningún remedio. Declara que la muerte es la suerte del transgresor. Solo el evangelio de Cristo puede librar al hombre de la condenación y de la contaminación del pecado. El pecador debe ejercer arrepentimiento hacia Dios, cuya ley ha sido transgredida, y fe en Cristo, su sacrificio expiatorio. Así obtiene el perdón de “los pecados cometidos anteriormente” (Rom. 3:25, VM) y llega a ser un hijo de Dios.
¿Está él ahora libre para transgredir la ley de Dios? Dice el apóstol Pablo: "¿Quiere decir que anulamos la ley con la fe? ¡De ninguna manera! Más bien, confirmamos la ley”. “Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo podemos seguir viviendo en él?” El apóstol Juan también declara: “En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos. Y estos no son difíciles de cumplir”. En el nuevo nacimiento el corazón es puesto en armonía con Dios y en armonía con su ley. Cuando este cambio ha ocurrido en el pecador, él ha pasado de muerte a vida, de la transgresión y la rebelión a la obediencia y la lealtad. La antigua vida ha terminado; la nueva vida de reconciliación, fe y amor ha comenzado. Entonces “las justas demandas de la ley” se cumplirán “en nosotros, que no vivimos según la naturaleza pecaminosa, sino según el Espíritu”. Y el lenguaje del alma será: “¡Cuánto amo yo tu ley! Todo el día medito en ella” (Rom. 3:31; 6:2; 1 Juan 5:3; Rom.
8:4; Sal. 119:97).
Sin la ley, los hombres no tienen verdadera convicción del pecado y no sienten ninguna necesidad de arrepentimiento. No se dan cuenta de que necesitan la sangre expiatoria de Cristo. La esperanza de la salvación es aceptada sin un cambio radical del corazón y sin una reforma de la vida. Así abundan las conversiones superficiales, y multitudes que nunca han sido unidas con Cristo se unen a la iglesia.
¿Qué es la santificación?
Las teorías erróneas con respecto a la santificación también surgen del descuido o del rechazo de la ley divina. Estas teorías, falsas en materia de doctrina y peligrosas en cuanto a los resultados prácticos, están hallando aceptación general.
El apóstol Pablo declara: “La voluntad de Dios es que sean santificados” (1 Tes. 4:3). La Biblia enseña claramente qué es la santificación y cómo debe conseguirse. El Salvador oró por sus discípulos: “Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad” (Juan 17:17). Y San Pablo enseña que los creyentes han de ser santificados por el Espíritu Santo (Rom. 15:16).
¿Cuál es la obra del Espíritu Santo? Jesús les dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13). Y el salmista dice: “Tu ley es la verdad” (Sal. 119:142). Puesto que la ley de Dios es santa, justa y buena, un carácter formado por la obediencia a la ley será santo. Cristo es el perfecto ejemplo de un carácter tal. Él dice: “Yo he obedecido los mandamientos de mi Padre”. “Siempre hago lo que le agrada” (Juan 15:10; 8:29). Los seguidores de Cristo han de llegar a ser semejantes a él; por la gracia de Dios han de formar caracteres que estén de acuerdo con los principios de su santa ley. Esta es la santificación bíblica.
Solo por medio de la fe
Esta obra puede realizarse solamente por medio de la fe en Cristo, por el poder del Espíritu Santo que mora en el corazón. El cristiano sentirá las tentaciones del pecado, pero se mantendrá constantemente en guerra contra el pecado. Aquí es donde se necesita la ayuda de Cristo. La debilidad humana se une con el poder divino, y la fe exclama: “¡Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor. 15:57).
La obra de la santificación es progresiva. Cuando en la conversión el pecador encuentra paz con Dios, la vida cristiana apenas ha comenzado.
Ahora debe extenderse hacia “la madurez”; crecer “a la plena estatura de Cristo”. El apóstol Pablo nos dice: “Una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús” (Heb. 6:1; Efe. 4:13; Fil. 3:13, 14).
Los que experimentan la santificación bíblica manifestarán humildad. Verán su propia indignidad en contraste con la perfección del Infinito. El profeta Daniel es un ejemplo de verdadera santificación. En lugar de pretender ser puro y santo, este honrado profeta se identificó a sí mismo con los que eran verdaderamente pecadores en Israel, al interceder ante Dios en favor de su pueblo (Dan. 9:15, 18, 20; 10:8, 11).
No puede haber exaltación propia ni pretensión jactanciosa en cuanto a que se está libre de pecado por parte de aquellos que caminan a la sombra de la cruz del Calvario. Ellos sienten que fue su pecado el que produjo la agonía que quebrantó el corazón del Hijo de Dios, y este pensamiento los guiará a un espíritu de humildad. Los que viven más cerca de Jesús comprenden más claramente la debilidad y la pecaminosidad de su condición humana, y su única esperanza está en los méritos de un Salvador crucificado y resucitado.
La santificación que es ahora muy popular en el mundo religioso lleva consigo un espíritu de exaltación propia y descuido de la ley de Dios que la señala como ajena a la Biblia. Sus defensores enseñan que la santificación es una obra instantánea, por la cual, mediante la “fe solamente”, ellos logran la perfecta santidad. “Cree solamente –dicen ellos– y la bendición es tuya”. No se espera que haya más esfuerzo de parte de quien la recibe. Al mismo tiempo niegan la autoridad de la ley de Dios, e insisten en que están exentos de la obligación de guardar los mandamientos. Pero, ¿es posible ser santo sin llegar a estar en armonía con los principios que expresan la naturaleza y la voluntad de Dios?
El testimonio de la Palabra de Dios está en contra de esta doctrina engañosa de una fe sin obras. No es fe lo que reclama el favor del cielo sin cumplir con las condiciones según las cuales la misericordia ha de ser concedida. Esto es presunción (ver Sant. 2:14-24).
Nadie se engañe a sí mismo pensando que puede llegar a ser santo mientras viola voluntariamente uno de los requisitos de Dios. El pecado cometido voluntariamente silencia la voz del Espíritu y separa el alma de Dios. Aunque San Juan habla mucho del amor, no titubea en revelar el verdadero carácter
de las personas que pretenden estar santificadas mientras viven transgrediendo la ley de Dios. “El que afirma: ‘Lo conozco’, pero no obedece sus mandamientos, es un mentiroso y no tiene la verdad. En cambio, el amor de Dios se manifiesta plenamente en la vida del que obedece su palabra. De este modo sabemos que estamos unidos a él” (1 Juan 2:4, 5). Aquí está la prueba de la profesión de cada hombre. Si los hombres empequeñecen y les restan importancia a los preceptos de Dios, si violan el menor de estos mandamientos y así enseñan a los hombres (Mat. 5:18, 19), podemos saber que su pretensión es sin fundamento.
El declarar que uno está libre de pecado es evidencia de que quien lo afirma está lejos de ser santo. No tiene un verdadero concepto de la infinita pureza y de la santidad de Dios, y de la malignidad del mal y del pecado. Cuanto mayor sea la distancia entre Cristo y él mismo, más justo aparecerá a sus propios ojos.
La santificación bíblica
¡La santificación abarca el ser entero: el espíritu, el alma y el cuerpo! (ver 1 Tes. 5:23). A los cristianos se les pide que presenten sus cuerpos como “sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom. 12:1). Toda práctica que debilite las fuerzas físicas o mentales incapacita al hombre para el servicio de su Creador. Los que aman a Dios tratarán constantemente de colocar toda facultad de su ser en armonía con las leyes que promueven su capacidad para hacer la voluntad divina. Ellos no debilitarán ni contaminarán la ofrenda que presenten a su Padre celestial satisfaciendo el apetito o la pasión.
Toda gratificación pecaminosa tiende a oscurecer y a debilitar las percepciones mentales y espirituales; la Palabra o el Espíritu de Dios pueden hacer apenas una débil impresión en el corazón. “Purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación” (2 Cor. 7:1).
¡Cuántos cristianos profesos están debilitando su semejanza divina por la glotonería, las bebidas alcohólicas, la participación en los placeres prohibidos! Y la iglesia demasiado a menudo estimula el mal y lo fomenta, apelando a los apetitos, el amor al lucro y los placeres, para llenar su tesorería que el amor a Cristo es demasiado débil para colmar. Si Jesús entrara en las iglesias de nuestros días y contemplara los festejos que allí se realizan en el nombre de la religión, ¿no expulsaría él a esos profanadores como arrojó del
templo a los cambiadores de monedas?
“¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños; fueron comprados por un precio. Por tanto, honren con su cuerpo a Dios” (1 Cor. 6:19, 20). La persona cuyo cuerpo es templo del Espíritu Santo no será esclavizada con un hábito pernicioso. Sus facultades pertenecen a Cristo. Sus posesiones son del Señor. ¿Cómo podría malgastar el capital que le ha sido confiado?
Los cristianos profesos gastan anualmente una inmensa suma en satisfacciones perniciosas. Se despoja a Dios de los diezmos y las ofrendas, mientras que ellos consumen sobre el altar de la pasión destructora más de lo que dan para aliviar a los pobres o sostener el evangelio. Si todos los que profesan a Cristo fueran verdaderamente santificados, sus medios, en lugar de ser gastados en placeres inútiles y perjudiciales, serían entregados a la tesorería del Señor. Los cristianos darían un ejemplo de temperancia y sacrifico de sí mismos. Entonces serían la luz del mundo.
“Los malos deseos del cuerpo, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vida” (1 Juan 2:16) dominan a las multitudes. Pero los seguidores de Cristo tienen una vocación más elevada. “Salgan de en medio de ellos y apártense. No toquen nada impuro, y yo los recibiré”. Para los que cumplen las condiciones, la promesa de Dios es: “Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:17, 18).
Cada paso dado en la fe y la obediencia coloca al alma en más estrecha relación con la Luz del mundo. Los brillantes rayos del Sol de justicia brillan sobre los siervos de Dios, y ellos han de reflejar esos rayos. Las estrellas nos dicen que hay una luz en los cielos cuya gloria las hace brillar; así también los cristianos manifiestan que hay un Dios sobre el trono cuyo carácter vale la pena alabar e imitar. La santidad de su carácter será manifiesta en sus testigos.
Por medio de los méritos de Cristo tenemos acceso al trono del poder infinito. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” Jesús dice: “Pues, si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!” “Lo que pidan en mi nombre, yo lo haré”. “Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa” (Rom. 8:32; Luc. 11:13; Juan
14:14; 16:24).
Cada uno tiene el privilegio de vivir de tal manera que Dios lo apruebe y lo bendiga. No es la voluntad de nuestro Padre celestial que estemos continuamente bajo la condenación de las tinieblas. No existe evidencia de verdadera humildad en andar siempre con la cabeza gacha y el corazón lleno de pensamientos relativos al yo. Podemos ir a Jesús y ser limpiados, y estar en presencia de la ley irreprensibles y sin remordimiento.
Por medio de Jesús los hijos caídos de Adán llegan a ser “hijos de Dios”. Él “no se avergüenza de llamarlos hermanos”. La vida cristiana debe ser una vida de fe, de victoria y de gozo en Dios. “El gozo del Señor es nuestra fortaleza”. “Estén siempre alegres, oren sin cesar, den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús” (Heb. 2:11; Neh. 8:10; 1 Tes. 5:16-18).
Tales son los frutos de la conversión y la santificación bíblicas; y es a causa de que los grandes principios de la justicia establecidos en la ley son considerados con indiferencia por lo que estos frutos se observan raramente. Esta es la razón por la cual se manifiesta tan poco de esa labor profunda y permanente del Espíritu que caracterizó los primeros reavivamientos.
Contemplando es como somos cambiados. Cuando se descuidan los sagrados preceptos en los cuales Dios ha abierto a los hombres la perfección y la santidad de su carácter, y la mente de las personas es atraída a las enseñanzas y teorías humanas, el resultado ha sido una declinación de la piedad en la iglesia. Solo cuando la ley de Dios es restaurada a la posición que le corresponde puede haber un reavivamiento de la fe y la piedad primitivas entre los que profesan ser el pueblo del Señor. 📖
Los Rescatados | Capítulo 29
El Juicio Investigador
"Mientras yo observaba esto, se colocaron unos tronos, y tomó asiento un venerable Anciano. Su ropa era blanca como la nieve, y su cabello, blanco como la lana. Su trono con sus ruedas centelleaban como el fuego. De su presencia brotaba un torrente de fuego. Miles y millares le servían, centenares de miles lo atendían. Al iniciarse el juicio, los libros fueron abiertos” (Dan. 7:9, 10).
Así se le presentó a Daniel en visión el gran día cuando la vida de los hombres será revisada por el Juez de toda la tierra. El Anciano de días es Dios el Padre. Él, el autor de todo ser, la fuente de toda ley, ha de presidir en el juicio. Y santos ángeles lo ayudarán como ministros y testigos.
“Vi que alguien con aspecto humano venía entre las nubes del cielo. Se acercó al venerable Anciano y fue llevado a su presencia, y se le dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo adoraron! ¡Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino jamás será destruido!” (Dan. 7:13, 14).
La venida de Cristo que se describe aquí no es su segunda venida a la Tierra. Él viene hasta el Anciano de días en el cielo para recibir un reino que le será dado al final de su obra como Mediador. Es esta venida, y no su segundo advenimiento a la Tierra, lo que había de ocurrir a la terminación de los 2.300 días, o sea, en 1844. Nuestro gran Sumo Sacerdote entró en el Lugar Santísimo para ocuparse en su última ministración en favor del hombre.
En el servicio típico del tabernáculo, las personas cuyos pecados habían sido transferidos al Santuario tenían una parte en el Día de la Expiación. Así también en la Gran Expiación y en el Juicio Investigador final, los únicos casos que se considerarán son los de quienes han profesado ser el pueblo de Dios. El juicio de los impíos es una obra separada que se hará en un período posterior. “Porque es tiempo de que el juicio comience por la familia de Dios” (1 Ped. 4:17).
Los libros de registro del cielo han de determinar las decisiones del juicio. El Libro de la Vida contiene los nombres de todos los que alguna vez hayan
entrado en el servicio de Dios. Jesús les dijo a sus discípulos: “Alégrense de que sus nombres están escritos en el cielo”. El apóstol Pablo habla de sus colaboradores, “cuyos nombres están en el libro de la vida”. Daniel declara que el pueblo de Dios será librado, es decir, todos “cuyo nombre se halla anotado en el libro”. Y el revelador dice que solo entrarán en la ciudad de Dios aquellos “que tienen su nombre escrito en el libro de la vida, el libro del Cordero” (Luc. 10:20; Fil. 4:3; Dan. 12:1; Apoc. 21:27).
En un “libro de memorias” están registradas las buenas obras de “aquellos que temen al Señor y honran su nombre”. Cada tentación resistida, cada pecado vencido, cada palabra de bondad expresada, cada acto de sacrificio, cada dolor soportado por causa de Cristo se halla consignado. “Toma en cuenta mis lamentos; registra mi llanto en tu libro. ¿Acaso no lo tienes anotado?” (Mal. 3:16; Sal. 56:8).
Motivos secretos
También hay un registro de los pecados de los hombres. “Pues Dios juzgará toda obra, buena o mala, aun la realizada en secreto”. “Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado. Porque por tus palabras se te absolverá, y por tus palabras se te condenará”. Los motivos secretos aparecen en el registro, pues Dios “sacará a la luz lo que está oculto en la oscuridad y pondrá al descubierto las intenciones de cada corazón” (Ecl. 12:14; Mat. 12:36. 37; 1 Cor. 4:5). Frente a cada nombre en los libros del cielo se consigna toda mala palabra, todo acto egoísta, todo deber no cumplido, todo pecado secreto. Las amonestaciones o los reproches enviados por el cielo y descuidados, los momentos malgastados, la influencia ejercida para el bien o para el mal con sus resultados de largo alcance, todo está consignado por el ángel registrador.
La norma del juicio
La ley de Dios es la norma del juicio. “Teme, pues, a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre. Pues Dios juzgará toda obra, buena o mala, aun la realizada en secreto”. “Hablen y pórtense como quienes han de ser juzgados por la ley que nos da libertad” (Ecl. 12:13, 14; Sant. 2:12).
Los que en el juicio “fueren tenidos por dignos” tendrán parte en la resurrección de los justos. Jesús dijo: “Los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos [...] son iguales a
los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección”. “Los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida” (Luc. 20:35, 36; Juan 5:29, RVR). Los justos muertos no serán levantados hasta después del juicio en el cual serán tenidos por dignos de “la resurrección de vida”. Por lo tanto, ellos no estarán presentes en persona cuando sus registros sean examinados y sus casos decididos.
Jesús se presentará como su Abogado, para interceder en su favor delante de Dios. “Si alguno peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo, el Justo”. “Cristo no entró en un santuario hecho por manos humanas, simple copia del verdadero santuario, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro”. “Por eso también puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que vive siempre para interceder por ellos” (1 Juan 2:1; Heb. 9:24; 7:25).
Al abrirse los libros de registro en el juicio, la vida de todos los que han creído en Jesús pasan en revista delante de Dios. Comenzando con los que vivieron primero sobre la Tierra, nuestro Abogado presenta los casos de cada generación sucesiva. Todo nombre es mencionado, todo caso investigado. Algunos nombres son aceptados, otros son rechazados. Cuando cualquier persona tiene pecados que permanecen en los libros de registro, de los cuales no se ha arrepentido, y que no fueron perdonados, su nombre será borrado del libro de vida. El Señor le declaró a Moisés: “Solo borraré de mi libro a quien haya pecado contra mí” (Éxo. 32:33).
Todos los que en verdad se hayan arrepentido y reclamado por la fe la sangre de Cristo como su sacrificio expiatorio han sido perdonados, y su perdón ha sido consignado en los libros del cielo. Al llegar a ser participantes de la naturaleza de Cristo, y a causa de que sus caracteres están en armonía con la ley de Dios, sus pecados serán borrados, y serán considerados dignos de la vida eterna. El Señor declara: “Yo soy el que por amor a mí mismo borra tus transgresiones y no se acuerda más de tus pecados”. “El que salga vencedor se vestirá de blanco. Jamás borraré su nombre del libro de la vida, sino que reconoceré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles”. “A cualquiera que me reconozca delante de los demás, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que está en el cielo. Pero a cualquiera que me desconozca delante de los demás, yo también lo desconoceré delante de mi Padre que está en el cielo” (Isa. 43:25; Apoc. 3:5; Mat. 10:32, 33).
El intercesor divino presenta el pedido de que todos los que han vencido
por la fe en su sangre sean restaurados al hogar edénico y coronados como coherederos con él mismo para recibir “el señorío primero” (Miq. 4:8, RVR). Cristo ahora pide que el plan divino que Dios tenía en la creación del hombre se lleve a efecto como si el hombre jamás hubiese caído. Él pide para sus hijos no solamente perdón y justificación, sino también que participen en su gloria y que tengan un asiento en su trono.
Mientras Jesús ruega por los súbditos de su gracia, Satanás los acusa delante de Dios. Él señala el registro de su vida, los defectos de su carácter, que no se parecen a Cristo, todos sus pecados que él los ha tentado a cometer. A causa de todo esto él los reclama como súbditos suyos.
Jesús no excusa sus pecados, sino que demuestra su arrepentimiento y fe. Pidiendo perdón para ellos, eleva sus manos maravillosas delante del Padre, diciendo: Los he grabado en las palmas de mis manos. “El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido” (Sal. 51:17).
El Señor reprende a Satanás
Y al acusador le dice: “¡Que el Señor te reprenda, Satanás! ¿Acaso no es este hombre un tizón rescatado del fuego?” (Zac. 3:2). Cristo vestirá a sus fieles con su propia justicia, con el fin de poder presentarlos ante su Padre como “una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección” (Efe. 5:27).
Así se realizará en forma completa la promesa del nuevo pacto: “Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados”. “En aquellos días se buscará la iniquidad de Israel, pero ya no se encontrará”. “En aquel día, el retoño del Señor será bello y glorioso, y el fruto de la tierra será el orgullo y el honor de los sobrevivientes de Israel. Entonces tanto el que quede en Sión como el que sobreviva en Jerusalén serán llamados santos, e inscritos para vida en Jerusalén” (Jer. 31:34; 50:20; Isa. 4:2, 3).
Los pecados serán borrados
La obra del Juicio Investigador y el acto de borrar los pecados ha de realizarse antes del segundo advenimiento del Señor. En el servicio típico del Santuario, el sumo sacerdote venía y bendecía a la congregación. Así Cristo, a la terminación de su obra como mediador, aparecerá “sin pecado [...] para la salvación” (Heb. 9:28, VM).
El sacerdote, al quitar los pecados del Santuario, los confesaba sobre la
cabeza de un chivo emisario. Todos los pecados de los arrepentidos serán colocados por Cristo sobre Satanás, el instigador del pecado. El macho cabrío emisario era enviado al “desierto” (Lev. 16:22). Satanás, al llevar la culpa de los pecados que ha hecho que el pueblo de Dios cometiera, será confinado durante mil años en la Tierra desolada, y al final sufrirá la penalidad de fuego que destruirá a los malvados. Así el plan de redención alcanzará su cumplimiento en la erradicación final del pecado.
Al tiempo señalado
Al tiempo señalado –al final de los 2.300 días, o sea, en 1844– comenzó la obra de investigación y de borramiento de los pecados. Las faltas de las cuales los hombres no se arrepintieron y, por lo tanto, no se apartaron, no serán borradas de los libros de registro. Los ángeles de Dios presenciaron cada pecado y lo registraron. El pecado puede ser negado, encubierto del padre, de la madre, de la esposa, de los hijos y de los asociados; pero está abierto a la vista del cielo. Dios no se engaña por las apariencias. Él no comete equivocaciones. Los hombres pueden ser engañados por los que son corruptos de corazón, pero Dios lee la vida interior.
¡Cuán solemne es este pensamiento! El más poderoso conquistador de la Tierra no puede revocar el registro de un solo día. Nuestros actos, nuestras palabras, aun nuestros motivos secretos, aunque olvidados para nosotros, darán su testimonio para la justificación o la condenación.
En el juicio se investigará el uso hecho de cada talento. ¿Cómo hemos utilizado nuestro tiempo, nuestra pluma, nuestra voz, nuestro dinero, nuestra influencia? ¿Qué hemos hecho en favor de Cristo en las personas de los pobres, los afligidos, los huérfanos o las viudas? ¿Qué hemos hecho con la luz y la verdad que nos fueron dadas? Solamente el amor, a la vista del cielo, convierte cualquier acto en un hecho de valor.
El egoísmo oculto es revelado
El egoísmo oculto aparece revelado en los libros del cielo. Cuán a menudo se le han ofrecido a Satanás el tiempo, el pensamiento y la fortaleza que pertenecían a Cristo. Los profesos seguidores del Señor están totalmente ocupados en la adquisición de posesiones mundanales o el disfrute de los placeres de esta Tierra. El dinero, el tiempo y la fuerza son sacrificados en aras de la ostentación y el egoísmo; pocos son los momentos consagrados a la oración, al estudio de la Biblia, a la confesión de los pecados.
Satanás inventa innumerables asuntos para que ocupen nuestra mente. El archiengañador odia las grandes verdades que traen ante nuestra vista el sacrificio expiatorio y al Mediador todopoderoso. Para el diablo lo más importante es desviar la mente de Jesús.
Los que quieren compartir los beneficios de la mediación de nuestro Salvador no deben permitir que nada les impida cumplir con su deber de perfeccionar la santidad en el temor de Dios. Las horas preciosas, en lugar de dedicarlas al placer o a la búsqueda de ganancias, deben ser consagradas al estudio de la Palabra de verdad, acompañado de oración. El Santuario y el Juicio Investigador deben ser claramente entendidos. Todos necesitan conocimiento de la posición y la obra de su gran Sumo Sacerdote. De otra manera será imposible ejercer la fe esencial en este tiempo.
El Santuario en los cielos es el centro de la obra de Cristo en favor de los hombres. Tiene que ver con cada alma que vive en la Tierra. Abre ante la visión el plan de redención, y nos muestra la finalización de la lucha entre la justicia y el pecado.
La intercesión de Cristo
La intercesión de Cristo en favor del hombre en el Santuario del cielo es tan esencial para el plan de salvación como lo fue su muerte en la cruz. Por medio de su muerte él comenzó la obra para cuya terminación ascendió al cielo. Debemos entrar por la fe dentro del velo “donde Jesús, el precursor, entró por nosotros” (Heb. 6:20). Allí se refleja la luz que proviene de la cruz. Allí obtenemos una comprensión más clara de los misterios de la redención.
“Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja halla perdón” (Prov. 28:13). Si los que excusan sus faltas pudieran ver cómo Satanás usa sus actos para desafiar a Cristo, confesarían sus pecados y se apartarían de ellos. Satanás trabaja para obtener el dominio de toda la mente, y él sabe que si se acarician defectos tendrá éxito. Por lo tanto, trata constantemente de engañar a los seguidores de Cristo con la idea equivocada y fatal de que para ellos resulta imposible vencer. Pero Jesús dice a todos los que quieren seguirlo: “Te basta con mi gracia”. “Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana” (2 Cor. 12:9; Mat. 11:30). Nadie considere sus defectos como incurables. Dios dará fe y gracia para vencer.
Estamos viviendo ahora en el gran Día de la Expiación. Mientras el sumo pontífice estaba realizando la expiación en favor de Israel, se requería que
todos afligieran sus almas y se arrepintieran de sus pecados. De la misma manera, todos los que quieren mantener sus nombres en el libro de la vida deben ahora afligir sus almas delante de Dios por un verdadero arrepentimiento. Debe haber un escudriñamiento profundo y fiel del corazón. El temperamento y el espíritu frívolo que muchos demuestran deben ser puestos a un lado. Hay una guerra seria que espera a todos los que quieren subyugar las malas tendencias que luchan por la supremacía. Todos deben ser hallados “sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección” (Efe. 5:27).
En este tiempo, más que nunca antes, corresponde que cada alma preste oídos a la admonición del Salvador: “¡Estén alerta! ¡Vigilen! Porque ustedes no saben cuándo llegará ese momento” (Mar. 13:33).
El destino de todos, decidido
El tiempo de gracia finaliza un poco antes de la aparición del Señor en las nubes del cielo. Cristo, observando con anticipación ese momento, declara: “Deja que el malo siga haciendo el mal y que el vil siga envileciéndose; deja que el justo siga practicando la justicia y que el santo siga santificándose.
¡Miren que vengo pronto! Traigo conmigo mi recompensa, y le pagaré a cada uno según lo que haya hecho” (Apoc. 22:11, 12).
Los hombres estarán plantando y edificando, comiendo y bebiendo, del todo inconscientes de que la decisión final ha sido pronunciada en el Santuario del cielo. Antes del diluvio, después que Noé entró en el arca, Dios cerró la puerta y dejó adentro a Noé y afuera a los impíos. Pero por siete días los hombres continuaron su vida amante del placer y se mofaron de las advertencias del juicio. “Así será en la venida del Hijo del hombre”. Silenciosamente, en forma tan inadvertida como el ladrón que llega a medianoche, vendrá la hora que señalará la fijación del destino de todo ser humano. “Por lo tanto, manténganse despiertos, porque no saben cuándo volverá el dueño de la casa […]; no sea que venga de repente y los encuentre dormidos” (Mat. 24:39; Mar. 13:35, 36).
La despreocupación es la condición de los que, al cansarse de velar, se vuelven a las atracciones del mundo. Mientras el hombre de negocios está preocupado en la obtención de ganancias, mientras el amante de placeres corre tras ellos, mientras la esclava de la moda está ataviándose, puede ser que en esa misma hora el Juez de toda la Tierra esté pronunciando la sentencia: “Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto” (Dan. 5:27, RVR). 📖
Los Rescatados | Capítulo 30
El origen del mal y del dolor
Muchos observan la obra del mal con sus desgracias y su desolación, y se preguntan cómo puede existir esto bajo la soberanía de Uno que es infinito en sabiduría, poder y amor. Los que son propensos a la duda dicen esto como una excusa para rechazar las palabras de las Sagradas Escrituras. La tradición y las falsas interpretaciones han oscurecido la enseñanza de la Biblia concerniente al carácter de Dios, la naturaleza de su gobierno y los principios que rigen la forma en que él se relaciona con el pecado.
Es imposible explicar el origen del pecado como para dar una razón de su existencia. Sin embargo, puede entenderse lo suficiente con respecto a su iniciación y a la situación final del pecado como para que resulte plenamente manifiesta la justicia y la benevolencia de Dios. Dios de ninguna manera es responsable del mal; él no ha retirado arbitrariamente la gracia divina, ni ha habido deficiencia en el gobierno de Dios que diera ocasión a la rebelión. El pecado es un intruso por cuya presencia no puede darse ninguna razón. El excusarlo sería defenderlo. Si se pudiera encontrar una excusa por el mismo, dejaría de ser pecado. El pecado es el desarrollo de un principio que está en guerra con la ley de amor, la cual es el fundamento del gobierno divino.
Antes de la entrada del mal había paz y gozo por todo el universo. El amor a Dios era supremo, y el amor mutuo entre los seres era imparcial. Cristo, el Hijo unigénito de Dios, era uno con el Padre eterno en naturaleza, en carácter, en propósito; el único ser que podía entrar en todos los consejos y los propósitos de Dios. “Porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades” (Col. 1:16).
Siendo la ley de amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres creados dependía de su armonía con sus principios de justicia. Dios de ninguna manera se complace en una lealtad forzada, y a todos concede libertad de elección, con el fin de que puedan rendirle un servicio voluntario.
Pero hubo uno que escogió pervertir esta libertad. El pecado lo originó uno que, siendo el primero después de Cristo, había sido el más honrado por Dios.
Antes de su caída, Lucifer era el primero de los querubines cubridores, santo e incontaminado. “Eras un modelo de perfección, lleno de sabiduría y de hermosura perfecta. Estabas en Edén, en el jardín de Dios, adornado con toda clase de piedras preciosas […].Fuiste elegido querubín protector, porque yo así lo dispuse. Estabas en el santo monte de Dios, y caminabas sobre piedras de fuego. Desde el día en que fuiste creado tu conducta fue irreprochable, hasta que la maldad halló cabida en ti. […] A causa de tu hermosura te llenaste de orgullo. A causa de tu esplendor, corrompiste tu sabiduría”. “Ya que pretendes ser tan sabio como un dios”. “Decías en tu corazón: Subiré hasta los cielos. ¡Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios! Gobernaré desde el extremo norte, en el monte de los dioses. Subiré a la cresta de las más altas nubes, seré semejante al Altísimo” (Eze. 28:12-17, 6; Isa. 14:13, 14).
Codiciando el honor que el Padre había otorgado a su Hijo, este príncipe de los ángeles aspiró a poseer un poder que era prerrogativa de Cristo solamente ejercer. Una nota discordante ahora echó a perder la armonía celestial. La exaltación del yo despertó pensamientos de mal en la mente de aquellos para quienes la gloria de Dios era suprema. Los concilios celestiales intercedieron ante Lucifer. El Hijo de Dios presentó delante de él la bondad y la justicia del Creador y la naturaleza sagrada de su ley. Al apartarse de ella, Lucifer iba a deshonrar a su Hacedor y traer ruina sobre sí mismo. Pero la amonestación solamente despertó resistencia. Lucifer permitió que prevalecieran los celos contra Cristo.
El orgullo alimentó el deseo de supremacía. Los altos honores conferidos a Lucifer no despertaron un sentimiento de gratitud hacia el Creador. Él deseaba ser igual a Dios. Pero el Hijo de Dios era el Soberano reconocido del cielo, uno en poder y autoridad con el Padre. Cristo participaba en todos los consejos de Dios, mas a Lucifer no se le permitía entrar en los propósitos divinos. “¿Por qué –preguntó este ángel poderoso– Cristo debe tener la supremacía? ¿Por qué él resulta honrado de esta manera sobre Lucifer?”
Descontento entre los ángeles
Satanás abandonó su lugar en la presencia de Dios, y salió a difundir el descontento entre los ángeles. Actuando con un sigilo misterioso, ocultando su verdadero propósito bajo la apariencia de reverencia hacia Dios, trataba de excitar la enemistad hacia las leyes que gobernaban a los seres celestiales
diciendo que ellas imponían restricciones innecesarias. Siendo que los ángeles eran de naturaleza santa, insistía que estos debían obedecer los dictados de su propia voluntad. Dios había obrado con injusticia al otorgarle supremo honor a Cristo. Él alegaba que no se proponía la exaltación propia sino que estaba tratando de lograr libertad para todos los habitantes del cielo, con el fin de que ellos alcanzaran una existencia superior.
Dios soportó por largo tiempo a Lucifer. Este no fue degradado de su posición exaltada aun cuando empezó a presentar declaraciones falsas ante los ángeles. Una y otra vez se le ofreció perdón a condición de arrepentimiento y sumisión. Se hicieron esfuerzos que solamente el amor infinito podía idear para convencerlo de su error. El descontento nunca se había conocido en el cielo. Lucifer mismo, al principio, no entendía la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Cuando se comprobó que su insatisfacción no tenía causa, Lucifer se convenció de que los principios divinos eran justos y de que él debía reconocerlos ante todo el cielo. Si hubiera hecho esto, se habría salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Si hubiera estado dispuesto a regresar a Dios, y hubiera estado satisfecho de ocupar el lugar que le fuera señalado, hubiera sido restablecido en su función. Pero el orgullo le impidió someterse. Sostuvo que no tenía necesidad de arrepentirse, y se empeñó totalmente en el gran conflicto contra su Hacedor.
Todas las facultades de su mente maestra se empeñaron ahora en una obra de engaño, para asegurarse la simpatía de los ángeles. Satanás afirmó que había sido juzgado erróneamente y que su libertad había sido restringida. Con engañosas interpretaciones de las palabras de Cristo trató de usar falsedades, y acusó al Hijo de Dios de que deseaba humillarlo ante los habitantes del cielo.
A todos aquellos a quienes no podía sobornar y ganar para su lado, los acusó de indiferencia a los intereses de los seres celestiales. Usó el recurso de falsear el carácter del Creador. Su método consistía en llevar la perplejidad a la mente de los ángeles con argumentos sutiles en cuanto a los propósitos de Dios. Todo lo que era sencillo lo envolvía en el misterio, y mediante una perversión astuta arrojaba dudas sobre las más sencillas declaraciones del Todopoderoso. Su alta posición daba más fuerza a sus argumentos. Muchos fueron inducidos a unirse con él en la rebelión.
El espíritu de desafecto culmina en una rebelión abierta
Dios en su sabiduría permitió que Satanás llevara adelante su obra, hasta que el espíritu de desafecto remató en la revuelta. Era necesario que sus planes se desarrollaran plenamente, para que su verdadera naturaleza pudiera ser apreciada por todos. Lucifer era grandemente amado por los seres angelicales, y su influencia sobre ellos era poderosa. El gobierno de Dios incluía no solamente a los habitantes del cielo, sino de todos los mundos que él había creado; y Satanás pensó que, si él podía llevar consigo a los ángeles en su rebelión, también podía hacerlo en los otros mundos. Empleando la astucia y el fraude, su poder para engañar era muy grande. Aun los ángeles leales no podían discernir plenamente su carácter ni ver a qué estaba conduciendo su obra.
Satanás había sido tan altamente honrado, y todos sus actos estaban tan envueltos en el misterio, que era difícil que los ángeles descubrieran la verdadera naturaleza de su obra. Hasta que no se desarrolla plenamente, el pecado no aparece como el mal que realmente es. Los seres celestiales no podían discernir las consecuencias de apartarse de la ley divina. Al comienzo Satanás aparentó promover el honor de Dios y el bien de todos los habitantes del cielo.
En su relación con el pecado, Dios podía emplear solamente la justicia y la verdad. Satanás podía usar lo que Dios no podía: la adulación y el engaño. El verdadero carácter del usurpador debía ser entendido por todos. Debía tener tiempo para manifestarse a sí mismo mediante sus obras malvadas.
Satanás achacaba a Dios la discordia que su propia conducta había causado en el cielo. Todo el mal, declaraba él, era el resultado de la administración divina. Por lo tanto, era necesario que se evidenciaran las consecuencias de los cambios que él proponía en la ley divina. Pero su propia obra debía condenarlo; el universo entero debía ver al engañador desenmascarado.
Aun cuando se decidió que él no podía quedar más en el cielo, la Sabiduría infinita no destruyó a Satanás. La lealtad de las criaturas de Dios debe descansar sobre la confianza en la justicia divina. Los habitantes del cielo y de los otros mundos, al no estar preparados para comprender las consecuencias del pecado, no podían entonces haber visto la justicia y la misericordia de Dios en la destrucción de Satanás. Si él hubiera sido inmediatamente eliminado de la existencia, ellos habrían servido a Dios más bien por temor que por amor. La influencia del engañador no habría sido completamente destruida, ni el espíritu de rebelión erradicado. Por el bien del
universo, por los siglos eternos Satanás debía desarrollar más plenamente sus principios, para que sus acusaciones contra el gobierno divino pudieran ser vistas tal como son por todos los seres creados.
La rebelión de Satanás había de ser para el universo un testimonio de los terribles resultados del pecado. Su gobierno debía mostrar los frutos de apartarse de la autoridad divina. La historia de este terrible experimento de rebelión había de ser una salvaguardia perpetua para todas las santas inteligencias, a quienes debía salvar del pecado y de su castigo.
Cuando se anunció que junto con todos sus simpatizantes el gran usurpador debía ser arrojado de las moradas de bendición, el dirigente rebelde abiertamente declaró su desacato a la ley del Creador. Denunció los estatutos divinos como una restricción de la libertad y afirmó su propósito de obtener la abolición de la ley. Libres de esta restricción, las huestes del cielo podrían entrar en un estado de existencia más exaltado.
Expulsado del cielo
Satanás y su hueste arrojaron la culpa de su rebelión sobre Cristo; declararon que, si no hubieran sido reprobados, nunca se habrían rebelado. Tercos y desafiantes y, sin embargo, reclamando en forma blasfema ser víctimas inocentes de un poder opresivo, el archirrebelde y sus simpatizantes fueron expulsados del cielo (ver Apoc. 12:7-9).
El espíritu de Satanás también inspira rebelión sobre la Tierra en los hijos de desobediencia. A semejanza de él, estos prometen a los hombres libertad por la transgresión de la ley de Dios. La reprobación del pecado todavía despierta odio. Satanás induce a los hombres a justificarse a sí mismos y a buscar la simpatía de otros en su pecado. En lugar de corregir sus errores, excitan indignación contra quien los reprueba, acusándolo de ser la causa de la dificultad.
Usando la misma falsa representación del carácter de Dios que él había practicado en el cielo, haciendo que se considere a Dios como severo y tiránico, Satanás indujo al hombre al pecado. Declaró que las restricciones de Dios son injustas y que ellas condujeron al hombre a la caída, así como lo han inducido a él mismo a su rebelión.
Al expulsar a Satanás del cielo, Dios manifestó su justicia y su honor. Pero cuando el hombre pecó, Dios le dio evidencia de su amor, cediendo a su Hijo para que muriera por la raza caída. En la expiación se revela el carácter de
Dios. El poderoso argumento de la cruz demuestra que el pecado de ninguna manera podía atribuirse al gobierno de Dios. Durante el ministerio terrenal del Salvador, el gran engañador fue desenmascarado. La atrevida blasfemia de su exigencia de que Cristo le rindiera homenaje, la malicia siempre creciente con que lo persiguió de lugar en lugar, inspirando el corazón de los sacerdotes y el del pueblo a rechazar su amor y a clamar: “¡Crucifícalo!
¡Crucifícalo!”; todo esto despertó el asombro y la indignación del universo. El príncipe del mal ejerció todo su poder y su astucia para destruir a Jesús. Satanás empleó a hombres como agentes suyos para llenar la vida del Salvador de sufrimiento y dolor. Los fuegos acumulados de la envidia y la malicia, del odio y la venganza, explotaron en el Calvario contra el Hijo de Dios.
Ahora la culpa de Satanás se destacó sin excusa. Había revelado sus verdaderos sentimientos. Las acusaciones mentirosas del diablo contra el carácter divino aparecieron con toda claridad. Él había acusado a Dios de buscar la exaltación de sí mismo al exigir obediencia de parte de sus criaturas, y había declarado que mientras el Creador exigía la abnegación de parte de los demás, él mismo no practicaba ninguna abnegación ni hacía ningún sacrificio. Ahora se veía que el Gobernante del universo había hecho el mayor sacrificio que el amor puede realizar, pues “Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Cor. 5:19). Con el fin de destruir el pecado, Cristo se había humillado a sí mismo y había llegado a ser obediente hasta la muerte.
Un argumento en favor del hombre
Todo el cielo vio la justicia de Dios revelada. Lucifer había aseverado que la raza pecadora estaba más allá de toda redención. Pero la penalidad de la ley cayó sobre aquel que era igual a Dios, y el hombre estaba libre para aceptar la justicia de Cristo y, por el arrepentimiento y la humillación, triunfar sobre el poder de Satanás.
Pero no fue solamente para redimir al hombre por lo que Cristo vino a la Tierra a morir. Él vino a demostrar a todos los mundos que la ley de Dios es incambiable. La muerte de Cristo prueba que ella es inmutable y demuestra que la justicia y la misericordia son el fundamento del gobierno de Dios. En el juicio final se verá que no existe ninguna causa para el pecado. Cuando el Juez de toda la tierra interrogue a Satanás: “¿Por qué te has rebelado contra
mí?”, el originador del pecado no podrá presentar ninguna excusa.
En el clamor que señaló la muerte del Salvador “sonó el toque de agonía de Satanás”. El gran conflicto quedó entonces definido; la erradicación final del mal, asegurada. Cuando venga “el día, ardiente como un horno […] los soberbios y todos los malvados serán como paja, y aquel día les prenderá fuego hasta dejarlos sin raíz ni rama” (Mal. 4:1).
Nunca volverá a manifestarse el mal. La ley de Dios será honrada como la ley de la libertad. Habiendo pasado por tal prueba y experiencia, la creación no se apartará nunca más de la lealtad de aquel cuyo carácter quedó manifestado como un amor insondable y una sabiduría infinita. 📖
Los Rescatados | Capítulo 31
El gran enemigo del hombre
"Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (Gén. 3:15). Esta enemistad no es natural. Cuando el hombre violó la ley divina, su naturaleza se corrompió, y llegó a ser semejante a la de Satanás. Los ángeles caídos y los hombres perversos se unieron en un compañerismo desesperado. Si Dios no se hubiera interpuesto, Satanás y el hombre hubieran entrado en una alianza contra el cielo, y toda la familia humana se habría unido en oposición a Dios.
Cuando Satanás oyó que debía existir enemistad entre él y la mujer, y entre su simiente y la simiente de la mujer, él supo que, utilizando algún medio, el hombre habría de ser capacitado para resistir su poder.
Cristo implanta en el hombre enemistad contra Satanás. Sin esta gracia transformadora y este poder renovador, el hombre continuaría como siervo siempre listo a realizar los deseos de Satanás. Pero el nuevo principio creaba en el alma un conflicto; el poder que Cristo imparte capacita al hombre para resistir al tirano. El aborrecer el pecado en vez de amarlo revela un principio que es totalmente de arriba.
El antagonismo entre Cristo y Satanás se manifestó en forma notable en la recepción que el mundo le tributó a Jesús. La pureza y la santidad de Cristo le acarrearon el odio de los impíos. El renunciamiento propio que él demostró era una reprobación perpetua para el pueblo orgulloso y sensual. Satanás y los malos ángeles se unieron con los hombres perversos contra el Campeón de la verdad. La misma enemistad se manifiesta hacia los seguidores de Cristo. Todos los que resisten la tentación despertarán la ira de Satanás. Cristo y Satanás no pueden armonizar. “Así mismo serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:12).
Los agentes de Satanás tratan de engañar a los seguidores de Cristo y seducirlos para que abandonen su lealtad. Pervierten las Escrituras para conseguir su objetivo. El espíritu que dio muerte a Cristo mueve a los malvados con el propósito de destruir a los cristianos. Todo esto se predice: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella”.
¿Por qué Satanás no encuentra mayor resistencia? Porque los soldados de Cristo tienen muy poca relación verdadera con el Señor. El pecado no es repulsivo para ellos como lo era para su Maestro. No le hacen frente con decidida resistencia. Están cegados en cuanto al carácter del príncipe de las tinieblas. Multitudes no saben que su enemigo es un general poderoso que guerrea contra Cristo. Aun los ministros del evangelio descuidan las evidencias de su actividad. Parecen ignorar su verdadera existencia.
Un adversario vigilante
Este adversario vigilante está introduciendo su presencia en cada hogar, en cada calle, en las iglesias, en los concilios nacionales, en las cortes de justicia. Está creando perplejidad, engañando, seduciendo y arruinando por doquiera las almas y los cuerpos de los hombres, las mujeres y los niños. Quebranta la unión familiar, y siembra odios, luchas, sedición y crimen. Y el mundo parece considerar estas cosas como si Dios las hubiera ideado y como si ellas debieran existir. Todos los que no son seguidores decididos de Cristo son siervos de Satanás. Cuando los cristianos eligen asociarse con los impíos, se exponen a sí mismos a la tentación. Satanás se les oculta de la vista y les cubre también los ojos con su manto engañador.
La conformidad con las costumbres mundanas convierte a las iglesias al mundo; nunca convierte el mundo a Cristo. La familiaridad con el pecado hará que este parezca menos repulsivo. Cuando afrontamos pruebas en el camino del deber, podemos estar seguros de que Dios nos protegerá; pero si nos colocamos a nosotros mismos bajo la tentación, tarde o temprano caeremos.
El tentador a menudo obra con más éxito por medio de aquellos de quienes menos se sospecha que están controlados por su poder. Los talentos y la cultura son dones de Dios; pero cuando estas cosas nos separan de él, se convierten en una trampa. Más de un hombre de cultura intelectual y de maneras agradables es un instrumento pulido en las manos de Satanás.
Nunca olvidemos las advertencias inspiradas que han resonado a través de los siglos hasta nuestro tiempo: “Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Ped. 5:8). “Pónganse toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo” (Efe. 6:11). Nuestro gran enemigo se está preparando para su última campaña. Todos los que sigan a Jesús estarán
en conflicto con este adversario. Cuanto más de cerca el cristiano imite el modelo divino, más seguramente se hará blanco de los asaltos del diablo.
Satanás atacó a Cristo con fiereza y tentaciones sutiles; pero fue rechazado en todo conflicto. Esas victorias que él obtuvo hacen que también nosotros podamos vencer. Cristo dará fuerza a todos los que lo busquen. Ningún hombre, sin su propio consentimiento, puede ser obligado por Satanás. El tentador no tiene el poder para controlar la voluntad o para forzar al alma a pecar. Puede causar aflicción, pero no contaminación. El hecho de que Cristo triunfó debe inspirar en sus seguidores el valor para pelear la batalla contra el pecado y contra Satanás. 📖
Los Rescatados | Capítulo 32
¿Quiénes son los demonios o malos espíritus?
En las Escrituras, se presenta claramente que los ángeles de Dios y a los malos espíritus, así como sus actividades, están entrelazados con la historia humana. Los santos ángeles son enviados para servir a “a los que han de heredar la salvación” (Heb. 1:14). Los ángeles –buenos o malos– son considerados por muchos como espíritus de los muertos. Pero las Escrituras comprueban que no se trata de espíritus desencarnados de los muertos.
Antes de la creación del mundo, los ángeles ya existían, pues cuando eran puestos los fundamentos de la tierra “cantaban a coro las estrellas matutinas y todos los ángeles gritaban de alegría” (Job 38:7). Después de la caída del hombre, antes que hubiera muerto algún ser humano, fueron enviados ángeles a guardar el árbol de la vida. Los ángeles son superiores a los hombres, porque el hombre fue “hecho poco menor que los ángeles” (Sal. 8:5, RVR).
Dijo el profeta: “Oí la voz de muchos ángeles que estaban alrededor del trono”. Ellos sirven en la presencia del Rey de reyes, pues son “siervos suyos”, que hacen “su voluntad”, “obedeciendo su mandato” (Apoc. 5:11; Sal. 103:20, 21). El apóstol San Pablo habla de “las huestes innumerables de ángeles” (Heb. 12:22, VM). Como mensajeros de Dios, iban y volvían “con la rapidez de un rayo” (Eze. 1:14); tan deslumbradora es su gloria y tan veloz su vuelo. El ángel que apareció en la tumba del Señor, y cuyo “aspecto era como el de un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve”, hizo que los guardias temblaran de miedo y quedaran “como muertos” (Mat. 28:3, 4). Cuando Senaquerib blasfemó contra Dios y amenazó a Israel, “esa misma noche el ángel del Señor salió y mató a ciento ochenta y cinco mil hombres del campamento asirio” (2 Rey. 19:35).
Los ángeles son enviados con misiones de misericordia a los hijos de Dios. A Abrahán fueron enviados con promesas de bendición; a Lot, para rescatarlo de la condenación de Sodoma; a Elías, porque estaba por perecer en el desierto; a Eliseo, con carruajes y caballos de fuego cuando fue asediado por sus enemigos; a Daniel, cuando estaba abandonado como presa de los leones; a Pedro, estando condenado a muerte en la cárcel de Herodes; a los presos de Filipos; a Pablo, en la noche de la tempestad sobre el mar; a Cornelio, para
abrir su mente con el fin de que recibiera el evangelio; para enviar a Pedro con el mensaje de salvación a un extranjero. Así los santos ángeles han servido a los hijos de Dios.
Los ángeles guardianes
Un ángel guardián ha sido señalado para acompañar a todo seguidor de Cristo. “El ángel del Señor acampa en torno a los que le temen; a su lado está para librarlos”. Dijo el Salvador, hablando de los que creen en él: “Miren que no menosprecien a uno de estos pequeños. Porque les digo que en el cielo los ángeles de ellos contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial” (Sal. 34:7; Mat. 18:10). El pueblo de Dios, teniendo que hacer frente a la malicia siempre presente del príncipe de las tinieblas, tiene la seguridad de la protección incesante de los ángeles. Tal seguridad es dada porque existen poderosos agentes del mal que han de ser confrontados; numerosas fuerzas, decididas e incansables.
Los malos espíritus, creados al comienzo como seres sin pecado, eran iguales en naturaleza, poder y gloria a los santos ángeles que ahora son mensajeros de Dios. Pero al caer a causa del pecado, se aliaron para deshonrar a Dios y destruir a los hombres. Unidos con Satanás en rebelión, cooperan en la guerra contra la autoridad divina.
La historia del Antiguo Testamento menciona su existencia, pero fue durante el tiempo que Cristo estuvo en la Tierra cuando los malos espíritus manifestaron su poder de manera más notable. Cristo había venido a redimir al hombre, y Satanás se había propuesto controlar al mundo. Él había tenido éxito en establecer la idolatría en toda la Tierra, excepto en Palestina. Cristo vino al único país que no se había entregado totalmente al tentador, extendiendo sus brazos de amor, invitando a todos a encontrar perdón y paz en él. Las huestes de las tinieblas comprendieron que si la misión de Cristo tenía éxito, su reino terminaría pronto.
En el Nuevo Testamento se declara que había hombres poseídos por los demonios. Las personas que sufrían de esta manera no eran afligidas sencillamente por una enfermedad debida a causas naturales; Cristo reconoció la presencia directa y la obra de los malos espíritus. Los endemoniados de Gadara, miserables desafortunados, se retorcían, echaban espumarajos por la boca, se hallaban enfurecidos, se lastimaban a sí mismos y constituían un peligro para todos los que se les acercaban. Sus cuerpos
sangrantes y desfigurados, así como sus mentes trastornadas, resultaban un espectáculo muy agradable para el príncipe de las tinieblas. Uno de los demonios que dominaban a estos afligidos declaró: “Me llamo Legión, porque somos muchos” (Mar. 5:9). En el ejército romano, una legión consistía en de tres a cinco mil hombres. A la orden de Jesús, los malos espíritus abandonaron a sus víctimas, quienes quedaron tranquilas, en uso de su razón y afables. Pero los demonios ahogaron a una horda de cerdos en el mar, y para los habitantes de Gadara esa pérdida era más importante que la bendición que Cristo había concedido; y pidieron que el Divino Salvador se retirara (ver Mat. 8:28-34). Echándole la culpa de su pérdida a Jesús, Satanás suscitó los temores egoístas del pueblo, y les impidió que escucharan las palabras del Salvador.
Cristo permitió que los malos espíritus destruyeran a los cerdos como un reproche a los judíos que estaban criando esos animales inmundos para obtener ganancias. Si Cristo no hubiera restringido a los demonios, estos no solamente habrían sumergido a los cerdos en el agua, sino también a los que los cuidaban y a los dueños.
Además, este acontecimiento fue permitido para que los discípulos, al presenciar el poder cruel de Satanás tanto sobre los hombres como sobre los animales, no fueran engañados por sus trampas. Era también el propósito de Dios que el pueblo contemplara su poder para quebrantar la esclavitud de Satanás y libertar a sus cautivos. Aunque Jesús mismo partió de allí, los hombres liberados de manera tan maravillosa permanecieron para declarar la misericordia de su Benefactor.
Se registraron otros ejemplos: la hija de una mujer sirofenicia, terriblemente afligida por un mal espíritu, al cual Jesús echó por su palabra (Mar. 7:24-30); un joven que tenía un espíritu que a menudo lo arrojaba en el fuego y en el agua, para destruirlo (Mar. 9:14-27); el maniático, atormentado por un espíritu de demonio inmundo, que perturbaba la tranquilidad del sábado en la sinagoga de Capernaum (Luc. 4:33-36); todos estos fueron sanados por el Salvador. En casi todos los casos, Cristo se dirigió al demonio como a una entidad inteligente, y le ordenó que dejara de atormentar a su víctima. Los adoradores de Capernaum se asombraron “y se decían unos a otros: ‘¿Qué clase de palabra es esta? ¡Con autoridad y poder les da órdenes a los espíritus malignos, y salen!’ " (Luc. 4:36).
Con el propósito de obtener poder sobrenatural, algunos daban la
bienvenida a la influencia satánica. Estos, por supuesto, no tenían conflicto con los demonios. A esta clase pertenecían los que poseían el espíritu de adivinación: Simón el mago, Elimas el hechicero, y la joven que seguía a Pablo y Silas en Filipos (ver Hech. 8:9, 18; 13:8; 16:16-18).
Nadie está en mayor peligro que los que niegan la existencia del diablo y de sus ángeles. Muchos prestan atención a sus sugestiones mientras suponen que están siguiendo su propia sabiduría. A medida que nos acerquemos al fin del tiempo, cuando Satanás ha de obrar con mayor poder para engañar, hará circular por doquiera la creencia de que él no existe. Su truco consiste en ocultarse a sí mismo y esconder sus métodos de trabajo.
El gran engañador teme que lleguemos a familiarizarnos con sus procedimientos. Para disfrazar su verdadero carácter, él ha hecho que fuera representado de tal manera que se lo considere como algo ridículo o con desprecio. Le agrada ser pintado como deforme o repugnante, mitad animal y mitad hombre. Le gusta oír su nombre usado como objeto de diversión y de burla. Como él mismo se ha disfrazado con consumada habilidad, muchos preguntan: “¿Existe realmente un ser semejante?” Ya que Satanás puede dominar con rapidez la mente de quienes están inconscientes de su influencia, la Palabra de Dios descubre ante nosotros sus fuerzas secretas, y nos coloca así en guardia.
Podemos encontrar asilo y liberación en el poder superior de nuestro Redentor. Cuidadosamente, aseguramos nuestras casas con cerrojos y candados para proteger nuestra propiedad y nuestra vida de los malos hombres, pero rara vez pensamos en los ángeles malos, contra cuyos ataques no tenemos defensa alguna si dependemos de nuestra propia fuerza. Si lo permitimos, ellos pueden desequilibrar nuestra mente, atormentar nuestro cuerpo y destruir nuestras posesiones y nuestra vida. Pero los que siguen a Cristo están seguros bajo su cuidado, pues los protegen ángeles que los superan en fuerza. El maligno no puede vencer la guardia que Dios ha colocado en torno a su pueblo. 📖
Los Rescatados | Capítulo 33
Cómo derrotar a Satanás
El gran conflicto entre Cristo y Satanás pronto ha de finalizar, y el maligno redobla sus esfuerzos para hacer fracasar la obra de Cristo en favor del hombre. El mantener a las personas en la oscuridad y la impenitencia, hasta que la mediación del Salvador termine, es el objetivo que el diablo trata de obtener. Cuando prevalece la indiferencia en la iglesia, él no está preocupado. Pero cuando las almas preguntan: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”, entonces se hace presente para oponerse con su poder a Cristo y trata de destruir la influencia del Espíritu Santo.
En una ocasión, cuando los ángeles vinieron a presentarse delante del Señor, Satanás también vino, no para reverenciar al Rey eterno, sino para hacer triunfar sus planes malignos contra los justos (ver Job 1:6). Y así también ahora está presente cuando los hombres se reúnen para realizar un culto, y trabaja con diligencia para dominar la mente de los adoradores. Cuando ve al mensajero de Dios estudiando las Escrituras, toma nota del tema que será presentado. Entonces, hace uso de toda su astucia y experiencia para arreglar las cosas de tal modo que el mensaje de la vida no llegue a aquellos a quienes está engañando precisamente sobre ese punto. Los que más necesitan la amonestación serán instigados a ocuparse en algún negocio, o entretenidos de alguna otra manera, para que no escuchen la Palabra.
Satanás ve a los siervos de Dios agobiados a causa de la oscuridad que rodea al pueblo. Él escucha sus oraciones por medio de las que piden gracia divina y poder para quebrantar el ensalmo de la indiferencia y la indolencia. Entonces, con renovado celo, tienta a los hombres a complacer el apetito o cualquier otra forma de sensualidad, y así adormece sus sensibilidades, de manera que dejan de escuchar precisamente las cosas que más necesitan aprender.
Satanás sabe que todos los que descuidan la oración y el estudio de las Escrituras serán vencidos por sus ataques. Por lo tanto, inventa todo método posible para ocupar su mente. Sus ayudadores, que son su mano derecha, están siempre activos cuando Dios trabaja. Ellos presentarán a los más fervientes y abnegados siervos de Cristo como engañadores. Su obra consiste
en torcer los motivos de todo acto noble, hacer circular insinuaciones y levantar sospechas en la mente de los que carecen de experiencia. Pero puede verse fácilmente de quién son hijos, el ejemplo de quién siguen y las órdenes de quién realizan. “Por sus frutos los conocerán” (Mat. 7:16; ver también Apoc. 12:10).
La verdad santifica
El gran engañador tiene muchas herejías preparadas para adecuarse a los diversos gustos de aquellos a quienes quiere arruinar. Su plan consiste en introducir en la iglesia elementos hipócritas, no regenerados, que estimularán la duda y la incredulidad. Muchos que no tienen verdadera fe en Dios aceptan solo algunos principios de verdad y pasan por cristianos, y así pueden introducir errores como si fueran doctrinas de las Escrituras. Satanás sabe que la verdad, recibida con amor, santifica el alma. Por lo tanto, trata de sustituirla por falsas teorías, fábulas y otro evangelio. Desde el comienzo, los siervos de Dios han luchado contra falsos maestros, que no son solamente hombres viciosos, sino que enseñan falsedades fatales para el alma. Elías, Jeremías, San Pablo firmemente se opusieron a los que apartaban a los hombres de la Palabra de Dios. La liberalidad que considera una fe correcta como algo sin importancia no encontraba el favor de los santos defensores de la verdad.
Las interpretaciones difusas y fantasiosas de las Escrituras y las teorías contradictorias que imperan en el mundo cristiano son la obra de nuestro gran adversario para crear confusión mental. La discordia y la división entre las iglesias se deben en gran medida a la costumbre de torcer las Escrituras para tratar de fundamentar una idea favorita.
Con el propósito de sostener doctrinas erróneas, algunos se valen de pasajes de la Biblia separados de su contexto, y muestran solamente la mitad de un versículo para probar su punto, cuando la porción restante muestra que el significado es lo opuesto. Con la astucia de la serpiente, se atrincheran detrás de declaraciones desconectadas que usan para satisfacer deseos carnales. Otros se valen de figuras y símbolos y los interpretan para acomodarlos a su fantasía, con poca consideración hacia el testimonio de la Biblia como su propio intérprete, y entonces presentan sus ideas ilusorias como enseñanza de la Biblia.
La Biblia entera es una guía
Cuando se emprende el estudio de las Escrituras sin un espíritu de oración ni disposición a aprender, los pasajes más sencillos son privados de su verdadero significado. La Biblia entera debe ser dada al pueblo tal como está. Dios dio la segura palabra de la profecía; los ángeles y aun Cristo mismo vinieron para darle a conocer a Daniel y a San Juan las cosas que deben acontecer pronto (Apoc. 1:1). Los asuntos importantes que conciernen a nuestra salvación no fueron revelados de una manera tal que causaran perplejidad y desviaran a los que honradamente están buscando la verdad. La Palabra de Dios es clara para todos los que la estudian con espíritu de
oración.
Bajo el clamor de la libertad, los hombres son enceguecidos por los engaños de su adversario. Él tiene éxito en reemplazar la Biblia por especulaciones humanas; así la ley de Dios es puesta a un lado, y las iglesias se hallan bajo la esclavitud del pecado en tanto que pretenden estar libres.
Dios ha permitido que un diluvio de luz inundara el mundo en materia de descubrimientos científicos. Pero aun las más poderosas mentes, si no son guiadas por la Palabra de Dios, se descarrían en sus intentos de investigar las relaciones que hay entre la ciencia y la revelación.
El conocimiento humano es parcial e imperfecto; por lo tanto, muchos no pueden armonizar sus puntos de vista científicos con las Escrituras. Muchos aceptan meras teorías como hechos científicos, y piensan que la Palabra de Dios ha de ser probada por “los argumentos de la falsa ciencia” (1 Tim. 6:20). Debido a que no pueden explicar al Creador y sus obras por las leyes naturales, consideran la historia bíblica indigna de confianza. Los que dudan del Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento demasiado a menudo dan un paso más y dudan de la existencia de Dios. Al perder su ancla, chocan contra las rocas de la incredulidad.
El mantener a los hombres haciendo conjeturas con respecto a lo que Dios no ha revelado es la obra maestra de los engaños de Satanás. Lucifer estaba insatisfecho porque no le fueron revelados todos los secretos de los propósitos de Dios, y entonces desconoció lo que había sido revelado. Ahora él trata de poner en los hombres el mismo espíritu y así hacer que también rechacen los mandatos directos de Dios.
Cuanto menos espirituales se presenten las doctrinas y cuanto menos abnegación requieran, mayor es el favor con el cual serán recibidas. Satanás está listo para satisfacer el deseo del corazón, y presenta el engaño en lugar
de la verdad. Es así como el papado logró dominar las mentes humanas. Y al rechazar la verdad porque ella implica una cruz, los protestantes están siguiendo el mismo sendero. Todos los que procuren la conveniencia y la comodidad, para no estar en desacuerdo con el mundo, serán dejados para que reciban “herejías destructivas” como si fueran verdades (2 Ped. 2:1). Puede ser que alguno mire con horror algún engaño, pero recibirá prestamente otro. “Por eso Dios permite que, por el poder del engaño, crean en la mentira. Así serán condenados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se deleitaron en el mal” (2 Tes. 2:11, 12).
Errores peligrosos
Entre los agentes más engañosos del gran impostor están los milagros mentirosos del espiritismo. Cuando los hombres rechazan la verdad, caen presa de este engaño.
Otro error doctrinal es negar la divinidad de Cristo y pretender que él no existió antes de su advenimiento a este mundo. Esta teoría contradice las declaraciones de nuestro Salvador concernientes a su relación con el Padre y a su preexistencia. Mina la fe en la Biblia como una revelación de Dios. Si los hombres rechazan el testimonio de la Escritura concernientes a la divinidad de Cristo, es en vano argumentar con ellos; ninguna razón, por concluyente que sea, puede convencerlos. Ninguno de los que sostienen este error puede tener una verdadera concepción de Cristo o del plan de Dios para la redención del hombre.
Otro error grave es la creencia de que Satanás no existe como un ser personal, que este nombre se usa en las Escrituras meramente para representar los malos pensamientos de los hombres y sus malos deseos.
La enseñanza de que la segunda venida de Cristo se realiza con relación a la muerte de cada individuo es un argumento que distrae la mente de la venida personal de Jesús en las nubes del cielo. Satanás ha estado diciendo: “¡Miren que está en la casa!” (ver Mat. 24:23-26), y muchos se han perdido por aceptar este engaño.
Por otra parte, los hombres de ciencia pretenden que no puede haber ninguna respuesta a la oración; esto sería una violación de las leyes naturales; sería un milagro, y los milagros no existen, según ellos. El universo, dicen, está gobernado por leyes fijas, y Dios mismo no hace nada en contra de esas leyes. Así representan a Dios como sometido a sus propias leyes, como si
estas pudieran anular la libertad de Dios.
¿No obraron milagros Cristo y sus apóstoles? El mismo Salvador está tan dispuesto a escuchar la oración de fe hoy como cuando anduvo en forma visible entre los hombres. Lo natural coopera con lo sobrenatural. Es una parte del plan de Dios el concedernos, en respuesta a la oración de fe, lo que no nos daría si no lo pidiéramos así.
Rasgos sobresalientes de la Palabra
Las doctrinas erróneas enseñadas por las iglesias anulan los rasgos sobresalientes de la Palabra de Dios. Pocos se detienen con el rechazo de una sola verdad. Casi todos van descartando uno tras otro los principios de la verdad, hasta que se convierten en incrédulos.
Los errores de la teología popular han conducido a más de una persona a la incredulidad. Es imposible para ellas aceptar doctrinas que violan el sentido común de la justicia, la misericordia y la benevolencia. Y puesto que esas doctrinas son presentadas como enseñanzas de la Biblia, esas personas se niegan a recibir ese libro como la Palabra de Dios.
Por otra parte, otros miran la Palabra de Dios con desconfianza, porque ella reprueba y condena el pecado. Los que están dispuestos a obedecerla se esfuerzan por derrocar su autoridad. No pocos se convierten en incrédulos para justificar el descuido del deber. Algunos, demasiado amantes de la comodidad, no quieren realizar nada que implique abnegación, y adquieren una reputación de sabiduría superior al criticar la Biblia.
Muchos creen que es una virtud aliarse con la incredulidad, el escepticismo y la duda. Pero bajo una apariencia de sencillez se hallará que existe confianza propia y orgullo. Hay quienes se deleitan en encontrar en las Escrituras algo que confunda la mente de los demás. Algunos al principio razonan y toman partido con el lado erróneo por un mero amor a la controversia. Pero habiendo expresado abiertamente su incredulidad, sienten que deben continuar manteniendo su posición. Así se unen a los impíos.
Suficientes evidencias
Dios ha dado en su Palabra evidencias suficientes de su carácter divino. Sin embargo, la mente finita no puede comprender plenamente los propósitos del Infinito: "¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!” (Rom. 11:33). Pero podemos discernir el amor ilimitado y la misericordia de Dios unidos a su infinito poder. Nuestro Padre en los cielos nos revelará tanto
como nos conviene conocer; y más allá de ese punto debemos confiar en la Mano que es omnipotente, en el Corazón que está lleno de amor.
Dios nunca quitará toda excusa para la incredulidad. Los que están buscando ganchos para colgar sus dudas en ellos, los encontrarán. Y los que rechazan obedecer hasta que toda objeción haya sido quitada, nunca descubrirán la luz. El corazón irregenerado está en enemistad con Dios. Pero la fe es inspirada por el Espíritu Santo y florecerá al ser acogida. Nadie puede llegar a ser fuerte en la fe sin un esfuerzo determinado. Si los hombres se permiten cavilar, hallarán que sus dudas resultarán más confirmadas.
A la vez, los que dudan y desconfían de la seguridad de su gracia, deshonran a Cristo. Son árboles improductivos que les quitan el sol a las otras plantas, y que las harán decaer y morir bajo su sombra destructora. La obra de la vida de estas personas aparecerá como un testimonio permanente en contra de ellas.
Existe solamente una línea de conducta que pueden seguir los que honradamente desean verse libres de la duda. En lugar de poner en tela de juicio lo que no entienden, presten atención a la luz que ya brilla sobre ellos, y recibirán mayor luz.
Satanás puede presentar una falsificación tan cercana a la verdad, que engañe a los que están dispuestos a ser engañados, a los que anhelan ahorrarse el sacrificio exigido por la verdad. Pero es imposible mantener bajo su poder a una sola alma que honradamente desea conocer la verdad a toda costa. Cristo es la verdad y la “luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano” que viene “a este mundo”. “El que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios” (Juan 1:9; 7:17).
El Señor permite que su pueblo se vea sujeto a la tremenda prueba de la tentación, no porque a él le agrade verlo en problemas, sino porque esto es esencial para la victoria final de sus hijos. Dios no puede proteger a sus hijos completamente de la tentación y a la vez ser consecuente con su propia gloria, pues el objeto de la prueba es prepararlos para resistir todas las seducciones del mal. Ni los hombres malos ni los demonios pueden impedir que los hijos de Dios tengan su divina presencia, si estos confiesan sus pecados y se apartan de ellos y reclaman el cumplimiento de sus promesas. Toda tentación, abierta o secreta, puede ser resistida con éxito, no “por la fuerza ni por ningún poder, sino por mi Espíritu, dice el Señor
Todopoderoso” (Zac. 4:6).
“Y a ustedes, ¿quién les va a hacer daño si se esfuerzan por hacer el bien?” (1 Ped. 3:13). Satanás sabe bien que el alma más débil que permanece en Cristo puede más que todas las huestes de las tinieblas. Por lo tanto, trata de apartar a los soldados de la cruz de su tremenda fortaleza, mientras permanece disfrazado, listo para destruir a los que se aventuran en su terreno. Podemos estar seguros solamente al confiar en Dios y al obedecer todos sus mandamientos.
Ningún hombre está seguro por un día ni por una hora sin oración. Rueguen al Señor que les conceda sabiduría para comprender su Palabra. Satanás es un experto en citar las Escrituras, para dar su propia interpretación a pasajes mediante lo cual espera hacernos tropezar. Debemos estudiar con humildad de corazón. A la vez que debemos estar constantemente en guardia contra los engaños del diablo, debemos orar con fe continuamente: “No nos dejes caer en tentación” (Mat. 6:13, VM). 📖
Los Rescatados | Capítulo 34
¿Qué hay detrás de la tumba?
Satanás, que incitó la rebelión en el cielo, procura que los habitantes de la Tierra se unan en su guerra contra Dios. Adán y Eva habían sido perfectamente felices obedeciendo la ley de Dios; y esto era un constante testimonio contra la declaración que Satanás había hecho en el cielo de que la ley de Dios era opresiva. Lucifer determinó provocar la caída de la pareja edénica, con el fin de poder poseer la Tierra y allí establecer su reino en oposición al Altísimo.
Adán y Eva habían sido advertidos contra este peligroso adversario, pero él actuó de una manera tenebrosa, ocultando sus propósitos. Empleando la serpiente como su médium, la cual era de un aspecto fascinante, se dirigió a Eva con estas palabras: “¿Es verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín?” Eva se aventuró a dialogar con él y cayó víctima de sus trampas. “Podemos comer del fruto de todos los árboles –respondió la mujer–. Pero, en cuanto al fruto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: ‘No coman de ese árbol, ni lo toquen; de lo contrario, morirán’ ”. Pero la serpiente le dijo a la mujer: "¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gén. 3:1-5).
Eva cedió, y por su influencia Adán fue inducido a pecar. Ellos aceptaron las palabras de la serpiente; desconfiaron de su Creador y se imaginaron que éste les estaba restringiendo la libertad.
Pero, finalmente, ¿cómo comprendió Adán el significado de las palabras: “El día que de él comas, ciertamente morirás” (Gén. 2:17)? ¿Fue elevado a un grado más alto de existencia? Adán se dio cuenta de que no era éste el significado de la sentencia divina. Dios declaró que, como penalidad por su pecado, el hombre regresaría a ser tierra: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gén. 3:19). Las palabras de Satanás: “Se les abrirán los ojos”, resultaron ser verdad solamente en el sentido de que sus ojos fueron abiertos para discernir su locura. Conocieron el mal y probaron los amargos frutos de la transgresión.
El árbol de la vida tenía el poder de perpetuar la existencia. Si Adán
hubiera continuado gozando de libre acceso a este árbol, habría vivido para siempre; pero cuando pecó, fue privado de llegar al mismo, y quedó sujeto a la muerte. La inmortalidad había sido perdida a causa de la transgresión. No podía haber ninguna esperanza para la raza caída si Dios, mediante el sacrificio de su propio Hijo, no hubiera traído la inmortalidad en sus alas. Aunque “la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron”, Cristo “sacó a la luz la vida incorruptible mediante el evangelio”. Solamente por medio de Cristo puede obtenerse la inmortalidad. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rechaza al Hijo no sabrá lo que es esa vida, sino que permanecerá bajo el castigo de Dios” (Rom. 5:12; 2 Tim. 1:10; Juan 3:36).
La gran mentira
El que prometió vida por la desobediencia era el gran engañador. Y la declaración de la serpiente en el Edén, “No van a morir”, fue el primer sermón que se predicó sobre la inmortalidad del alma. Sin embargo, esta declaración, aunque descansa únicamente en la autoridad de Satanás, resuena desde los púlpitos y es recibida por la mayoría del género humano con tanta prontitud como por nuestros primeros padres. A la divina sentencia: “Todo el que peque merece la muerte” (Eze. 18:20), se le da el sentido siguiente: El alma que pecare no morirá, sino que vivirá eternamente. Si al hombre, después de su caída, se le hubiese permitido libre acceso al árbol de la vida, el pecado se habría inmortalizado. Pero ni un solo miembro de la familia de Adán tuvo permiso para participar del fruto vitalizador. Por lo tanto, no hay ningún pecador inmortal.
Después de la caída, Satanás pidió a sus ángeles que inculcaran la creencia en la inmortalidad natural del hombre. Habiendo inducido a la gente a recibir este error, habían de inducirla a concluir que el pecador vivirá en una eterna miseria. Ahora, el príncipe de las tinieblas representa a Dios como un tirano vengador, y declara que él arroja en el infierno a todos los que no le agradan, y que mientras ellos se queman en las llamas eternas, el Creador mira con satisfacción lo que les pasa. Así, el archiengañador viste con esos atributos al Benefactor de la humanidad. La crueldad es satánica. Dios es amor. Satanás es el enemigo que tienta al hombre a pecar y luego lo destruye si puede.
¡Cuán repugnante es para el amor, la misericordia y la justicia, la doctrina de que los pecadores muertos son atormentados en un infierno que arde
eternamente, y de que por los pecados de una breve vida terrenal ellos sufren tortura por todo el tiempo que Dios viva!
¿Dónde, en la Palabra de Dios, se encuentra tal enseñanza? ¿Han de ser los sentimientos humanitarios reemplazados por la crueldad del salvaje? No, tal no es la enseñanza del Libro de Dios. “Tan cierto como que yo vivo –afirma el Señor omnipotente–, que no me alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala conducta y viva. ¡Conviértete, pueblo de Israel; conviértete de tu conducta perversa! ¿Por qué habrás de morir?” (Eze. 33:11).
¿Se deleita Dios en presenciar torturas incesantes? ¿Se alegra él con los gemidos y los gritos de las criaturas que sufren y a las cuales mantiene en las llamas? ¿Pueden estos horrendos sonidos ser música en los oídos del Amor infinito? ¡Oh, terrible blasfemia! La gloria de Dios no resulta exaltada al perpetuar el pecado por siglos sin fin.
La herejía del tormento eterno
La herejía del tormento eterno ha producido un gran mal. La religión de la Biblia, llena de amor y bondad, resulta oscurecida por la superstición y vestida de terror. Satanás ha pintado el carácter de Dios con colores falsos. Nuestro Creador misericordioso es temido, y aun odiado. Los conceptos aterradores acerca de Dios, que se han esparcido por el mundo a causa de la enseñanza impartida desde el púlpito, han hecho millones de escépticos y de incrédulos.
El tormento eterno es una de las falsas doctrinas, el vino de las abominaciones (Apoc. 14:8; 17:2) que Babilonia da a beber a todas las naciones. Ministros de Cristo aceptaron esta herejía de Roma así como recibieron la enseñanza de un falso día de reposo. Si nos apartamos de la Palabra de Dios y aceptamos falsas doctrinas porque nuestros padres las enseñaron, caemos bajo la condenación pronunciada sobre Babilonia: estamos bebiendo del vino de sus abominaciones.
Una numerosa clase de personas es inducida al error opuesto. Ellas ven que las Escrituras presentan a Dios como el ser de amor y compasión, y no pueden creer que él reducirá a sus criaturas a un infierno que arde y quema perpetuamente. Al creer que el alma es naturalmente inmortal, llegan a la conclusión de que todo el género humano será salvo. Así el pecador puede vivir en sus placeres egoístas, desoyendo los requerimientos del Creador y, sin embargo, ser recibido en el favor de Dios. Tal doctrina, ya que implica
pensar presuntuosamente de la misericordia de Dios e ignorar su justicia, agrada al corazón carnal.
La salvación universal es contraria a la Biblia
Los que creen en la salvación universal le hacen decir a las Escrituras lo que no dicen. El profeso ministro de Cristo reitera la falsedad pronunciada por la serpiente en el Edén: “¡No es cierto, no van a morir! […] cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios”. Él declara que los más viles pecadores –el asesino, el ladrón, el adúltero– entrarán después de la muerte en un estado de bendita inmortalidad. ¡Una fábula agradable, por cierto, adecuada para satisfacer el corazón carnal!
Si fuera verdad que todos los hombres pasan directamente al cielo a la hora del fallecimiento, bien podríamos desear la muerte en lugar de la vida. Muchos han sido inducidos por esta creencia a poner fin a su existencia. Abrumados con dificultades y chascos, parece fácil quebrar el hilo de la vida para elevarse de este modo a la bendición del mundo inmortal.
Dios ha dado en su Palabra evidencias decisivas de que castigará al transgresor de su ley. ¿Es él demasiado misericordioso como para ejecutar justicia con el pecador? Contemplen la cruz del Calvario. La muerte del Hijo de Dios testifica que “la paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23), que toda violación de la ley de Dios debe recibir retribución. Cristo, el Ser impecable, se hizo pecado por el hombre. Llevó la culpa de la transgresión y soportó el ocultamiento del rostro de su Padre hasta que su corazón fue quebrantado y su vida depuesta, y todo esto para que los pecadores pudieran ser redimidos. Por lo tanto, toda alma que rehúsa participar de la expiación provista a un precio semejante debe llevar sobre su propia persona la culpa y el castigo de la transgresión.
Las condiciones son claras
“Al que tenga sed le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida”. Esta promesa se hace solamente a los que tienen sed. “El que salga vencedor heredará todo esto, y yo seré su Dios y él será mi hijo” (Apoc. 21:6, 7). Se especifican las condiciones para heredar todas las cosas: tenemos que vencer el pecado.
“A los malvados no les irá bien” (Ecl. 8:13). El pecador está acumulando sobre sí “castigo contra ti mismo para el día de la ira, cuando Dios revelará su justo juicio”: “sufrimiento y angustia para todos los que hacen el mal” (Rom.
2:5, 6, 9).
“Nadie que sea avaro (es decir, idólatra), inmoral o impuro tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios”. “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”. “Dichosos los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de la vida y para poder entrar por las puertas de la ciudad. Pero afuera se quedarán los perros, los que practican las artes mágicas, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira” (Efe. 5:5; Heb. 12:14; Apoc. 22:14, 15).
Dios ha transmitido a los hombres declaraciones con respecto a su carácter y su modo de proceder con el pecador. “Aniquilará a todos los impíos”. “Todos los pecadores serán destruidos; el porvenir de los malvados será el exterminio” (Sal. 145:20; 37:38). La autoridad del gobierno divino terminará la rebelión; sin embargo, la justicia retributiva será acorde con el carácter de Dios como Ser misericordioso y benévolo.
Dios no fuerza la voluntad. Él no se complace en una obediencia esclavizada. Desea que las criaturas de sus manos lo amen porque él merece el amor. Quiere que le obedezcan porque tienen un aprecio inteligente de su sabiduría, justicia y benevolencia.
Los principios del gobierno divino están en armonía con el precepto del Salvador: “Amen a sus enemigos” (Mat. 5:44). Dios ejecuta justicia sobre el malvado por el bien del universo y aun por el bien de aquellos que son motivo de sus juicios. Él quiere hacerlos felices si puede. Los rodea de las manifestaciones de su amor y continúa sus ofertas de misericordia; pero ellos desprecian su amor, rechazan su ley y no reciben su misericordia. Constantemente reciben sus dones, pero deshonran al dador. El Señor tiene larga paciencia con la perversidad; pero a estos rebeldes, ¿los aprisionará con cadenas a su lado y los obligará a hacer su voluntad?
No están preparados para entrar en el cielo
Los que han elegido a Satanás como su dirigente no están preparados para entrar en la presencia de Dios. El orgullo, el engaño, la licencia, la crueldad se han fijado en sus caracteres. ¿Pueden ellos entrar en el cielo para morar para siempre con aquellos a quienes odiaban en la Tierra? La verdad no será nunca agradable para un mentiroso; la mansedumbre no satisfará al orgullo propio; la pureza no será aceptable para la corrupción; el amor desinteresado no resultará atractivo para el egoísta. ¿Qué gozo puede ofrecer el cielo para
los que están absortos en sus intereses egoístas?
¿Podrían aquellos cuyo corazón está lleno de odio hacia Dios, un Dios de verdad y santidad, mezclarse con la multitud del cielo y unir sus cantos de alabanza con ella? Se les concedieron años de prueba y de gracia, pero ellos nunca educaron la mente para amar la pureza. Nunca aprendieron el lenguaje del cielo. Ahora es demasiado tarde.
Una vida de rebelión contra Dios los ha descalificado para el cielo. Su pureza y paz serían una tortura para ellos; la gloria de Dios sería un fuego consumidor. Anhelarían huir de ese lugar sagrado y darían la bienvenida a la destrucción, para esconderse del rostro de aquel que murió para redimirnos. El destino de los malos es fijado por su propia elección. Su exclusión del cielo es voluntaria y ha sido elegida por ellos mismos, y es a la vez un acto justo y misericordioso por parte de Dios. Como las aguas del diluvio, los fuegos del día final declararán el veredicto divino de que los que persistieron en la maldad son incurables. Su voluntad ha sido ejercitada en la rebelión. Cuando termine la vida, es demasiado tarde para volver los pensamientos de la transgresión a la obediencia, del odio al amor.
La paga del pecado
“Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”. Aunque la vida es la herencia de los justos, la muerte es la recompensa de los pecadores. “La muerte segunda” es presentada en la Biblia en contraste con la vida eterna (Rom. 6:23; ver Apoc. 20:14).
Como consecuencia del pecado de Adán, la muerte pasó a toda la raza humana. Todos van a la tumba de la misma manera. Y por medio del plan de salvación, todos habrán de ser rescatados de la tumba: “Habrá una resurrección de los justos y de los injustos”. “Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir”. Pero queda establecida una distinción entre las dos clases de personas que serán resucitadas: “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz [la del Hijo del Hombre], y saldrán de allí. Los que han hecho el bien resucitarán para tener vida, pero los que han practicado el mal resucitarán para ser juzgados” (Hech. 24:15; 1 Cor. 15:22; Juan 5:28, 29).
La primera resurrección
Los que “sean dignos” de resucitar para la vida eterna son llamados
dichosos y santos. “La segunda muerte no tiene poder sobre ellos” (Luc. 20:35; Apoc. 20:6). Pero los que no hayan obtenido el perdón por medio del arrepentimiento y la fe, deben recibir “la paga del pecado”, el castigo “según sus obras”, y terminarán en “la muerte segunda”.
Siendo que es imposible para Dios salvar al pecador en sus pecados, él lo priva de la existencia a la cual ha perdido el derecho y de la cual se ha manifestado indigno. “Dentro de poco los malvados dejarán de existir; por más que los busques, no los encontrarás... serán como si nunca hubieran existido” (Sal. 37:10; Abd. 16). Se hundirán indefectiblemente en un olvido eterno e irreparable.
Y así se pondrá fin al pecado. “Destruiste a los malvados; ¡para siempre borraste su memoria! Desgracia sin fin cayó sobre el enemigo; arrancaste de raíz sus ciudades, y hasta su recuerdo se ha desvanecido” (Sal. 9:5, 6). San Juan, el autor del Apocalipsis, escuchó una antífona universal de alabanza que no era interrumpida por ninguna disonancia. Ni un alma perdida blasfemará de Dios mientras se quema en un tormento que nunca termina. Ningún ser desgraciado en el infierno mezclará sus clamores con los cantos de los salvados.
Sobre el error de la inmortalidad natural descansa la doctrina de que los muertos son conscientes. Pero, a semejanza del tormento eterno, ésta se opone a las Escrituras, a la razón y a nuestros sentimientos de humanidad.
De acuerdo con la creencia popular, los redimidos en el cielo están al tanto de todo lo que ocurre en la Tierra. Pero, ¿cómo podrá haber felicidad para los muertos si están al tanto de todas las pruebas de los vivos, si los ven soportando dolores, sufrimientos, chascos y angustias en la vida? ¡Y cuán desconsoladora es la creencia de que tan pronto como se acaba el aliento de vida del cuerpo, el alma del impenitente es enviada a las llamas del infierno!
¿Qué dicen las Escrituras? Que el hombre no está consciente en la muerte; “exhalan el espíritu y vuelven al polvo, y ese mismo día se desbaratan sus planes”. “Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada […]. Sus amores, odios y pasiones llegan a su fin, y nunca más”. “El sepulcro nada te agradece; la muerte no te alaba. Los que descienden a la fosa nada esperan de tu fidelidad”. “En la muerte nadie te recuerda; en el sepulcro,
¿quién te alabará?” (Sal. 146:4; Ecl. 9:5, 6; Isa. 38:18; Sal. 6:5).
Pedro, en el Día de Pentecostés, declaró: “David, que murió y fue sepultado, y cuyo sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy […] no
subió al cielo” (Hech. 2:29, 34). El hecho de que David permanezca en la tumba hasta la resurrección prueba que los justos no van al cielo en ocasión de la muerte.
Dijo San Pablo: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y, si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía están en sus pecados. En este caso, también están perdidos los que murieron en Cristo” (1 Cor. 15:16-18). Si durante cuatro mil años los justos hubieran ido directamente al cielo cuando morían, ¿cómo podía San Pablo haber dicho que si no hay resurrección, “también están perdidos los que murieron en Cristo”? No habría necesidad de resurrección.
Cuando estaba por dejar a sus discípulos, Jesús no les dijo que ellos irían pronto a reunírsele: “Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo” (Juan 14:2, 3). El apóstol Pablo nos dice además que “el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire”. Y añade: “Por lo tanto, anímense unos a otros con estas palabras” (1 Tes. 4:16-18). A la venida del Señor, las cadenas de la tumba serán quebrantadas y los “muertos en Cristo” serán resucitados para vida eterna.
Todos han de ser juzgados de acuerdo con las cosas escritas en los libros y han de ser recompensados según sus obras. Este juicio no ocurre en ocasión de la muerte. “Por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia”. “¡He aquí que viene el Señor, con las huestes innumerables de sus santos ángeles, para ejecutar juicio sobre todos!” (Hech. 17:31; Judas 14, 15, VM).
Pero si los muertos ya están gozando de la bienaventuranza del cielo o están retorciéndose en las llamas del infierno, ¿qué necesidad hay de un juicio futuro? La Palabra de Dios puede ser entendida por las mentes comunes, pero ¿qué espíritu imparcial puede encontrar sabiduría o justicia en la teoría corriente? ¿Recibirán acaso los justos el elogio: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! […] ¡Ven a compartir la felicidad de tu señor!”, cuando han estado morando en la presencia de Dios por largos siglos? ¿Se sacará a los malos del lugar de tormento para hacerles oír la siguiente sentencia del Juez de toda la Tierra: “Apártense de mí, malditos, al fuego eterno” (Mat. 25:21, 41)?
La teoría de la inmortalidad del alma fue una de esas falsas doctrinas que Roma extrajo del paganismo. Lutero la clasificó entre las “fábulas monstruosas que forman parte del chiquero romano de las decretales”.11 La Biblia enseña que los muertos duermen hasta la resurrección.
¡Bendito reposo para los justos cansados! El tiempo, sea largo o corto, es solamente un momento para ellos. Duermen; son despertados por la trompeta de Dios que los llama a una gloriosa inmortalidad: “Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible […]. Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: ‘La muerte ha sido devorada por la victoria’ ” (1 Cor. 15:52-54).
Llamados de su sueño, reanudarán el curso de sus pensamientos en el preciso lugar donde estos fueron interrumpidos por la muerte. La última sensación que sintieron fue la angustia de la muerte; el último pensamiento era que estaban cayendo bajo el poder de la tumba. Cuando se levanten del sepulcro, sus primeros pensamientos de regocijo hallarán expresión en el clamor triunfal: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor. 15:55). 📖
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11E. Petavel, The Problem of Immortality [El problema de la inmortalidad], p. 255.
Los Rescatados | Capítulo 35
¿Quiénes son los “espíritus” del espiritismo?
La doctrina de la inmortalidad natural, tomada primero de la filosofía pagana, e incorporada en la fe cristiana durante la época de tinieblas de la gran apostasía, ha sido colocada en lugar de la verdad de que “los muertos no saben nada” (Ecl. 9:5). Multitudes creen que los espíritus de los muertos son los “espíritus ministradores, enviados para hacer servicio a favor de los que han de heredar la salvación” (Heb. 1:14, VM).
La creencia de que los espíritus de los muertos regresan para ayudar a los vivos ha preparado el camino para el espiritismo moderno. Si los muertos resultan privilegiados con un conocimiento mucho mayor del que tenían anteriormente, ¿por qué no regresan a la Tierra e instruyen a los vivos? Si los espíritus de los muertos pueden acercarse a sus amigos en la Tierra, ¿por qué no se comunican con ellos? ¿Cómo pueden los que creen que el hombre es consciente después de la muerte rechazar la “luz divina” comunicada por espíritus glorificados? Aquí existe un medio considerado como sagrado, que Satanás usa para trabajar. Los ángeles caídos aparecen como mensajeros del mundo de los espíritus.
El príncipe del mal tiene poder para reproducir delante de los hombres la apariencia de amigos que han muerto. La falsificación es perfecta, lograda con exactitud maravillosa. Muchos resultan consolados con la seguridad de que sus amados están gozando en el cielo. Sin sospechar el peligro que ello implica, prestan oídos a “a inspiraciones engañosas y doctrinas diabólicas” (1 Tim. 4:1).
Personificando a los que fueron a la tumba sin estar preparados, dicen estar felices de ocupar posiciones exaltadas en el cielo. Supuestos visitantes del mundo de los espíritus a veces transmiten advertencias que resultan correctas. Entonces, cuando ganan la confianza, presentan doctrinas que minan la fe en las Escrituras. El hecho de que declaren ciertas verdades y a veces anuncien acontecimientos futuros, les da una apariencia de confiabilidad, y sus falsas enseñanzas resultan aceptadas. La ley de Dios es anulada y el Espíritu de gracia, despreciado. Los espíritus niegan la divinidad de Cristo y colocan al Creador al mismo nivel de ellos mismos. Aunque es verdad que a veces se ha
querido hacer pasar el fraude por manifestaciones genuinas, han habido también notables exhibiciones de poder sobrenatural, que es obra directa de los malos ángeles. Muchos creen que el espiritismo es meramente un engaño humano. Pero cuando lleguen a verse frente a frente con manifestaciones que no puedan sino considerar como sobrenaturales, serán engañados y las aceptarán como el gran poder de Dios. Con la ayuda de Satanás, los magos de Faraón falsificaron la obra de Dios (ver Éxo. 7:10-12). San Pablo testifica que la venida del Señor ha de ser precedida por la “obra de Satanás, con toda clase de milagros, señales y prodigios falsos” (2 Tes. 2:9). Y Juan declara: “Hacía grandes señales milagrosas, incluso la de hacer caer fuego del cielo a la tierra, a la vista de todos. Con estas señales que se le permitió hacer en presencia de la primera bestia, engañó a los habitantes de la tierra” (Apoc. 13:13, 14). Aquí no se predicen meras imposturas. Los hombres son engañados por milagros que los agentes de Satanás hacen, no que pretenden hacer.
Satanás se dirige a los intelectuales
A las personas cultas y refinadas el príncipe de las tinieblas les presenta el espiritismo en sus aspectos más refinados e intelectuales. Deleita la fantasía humana con escenas que cautivan y con imágenes elocuentes de amor y caridad. Induce a los hombres a enorgullecerse tanto de su propia sabiduría que en su corazón desprecian al Eterno.
Satanás seduce a los hombres ahora como sedujo a Eva en el Edén: despertando la ambición de la exaltación propia. “Llegarán a ser como Dios – dijo él–, conocedores del bien y del mal” (Gén. 3:5). El espiritismo enseña “que el hombre es un ser en constante progreso [...] que marcha hacia la divinidad”. Y de nuevo: “El juicio será justo, porque será el juicio que cada uno haga de sí mismo [...]. El trono del tribunal está en nosotros mismos”. También declara: “Toda persona justa y perfecta es Cristo”.
Así, Satanás ha presentado la naturaleza del hombre como la única regla de juicio. Esto es progreso no hacia arriba sino hacia abajo. El hombre jamás se elevará más arriba que su propia norma de pureza o bondad. Si el yo es el ideal más elevado, nunca se alcanzará nada más exaltado. Solo la gracia de Dios tiene el poder de impulsar al hombre hacia arriba. La conducta del individuo que depende de sí mismo es necesariamente descendente.
Se dirige a los amadores del placer
A los que son indulgentes consigo mismos, a los que aman el placer, a los sensuales, el espiritismo se presenta bajo un disfraz menos sutil. En sus formas groseras ellos encuentran lo que está de acuerdo con sus propias inclinaciones. Satanás toma nota de los pecados que todo individuo está inclinado a cometer y entonces trata de que no falten oportunidades para gratificar esa tendencia. Tienta a los hombres, mediante la intemperancia, a debilitar sus facultades físicas, mentales y morales. Destruye a miles induciéndolos a ser complacientes con la pasión, embruteciendo la naturaleza humana. Y para completar su obra, los espíritus declaran que “el verdadero conocimiento coloca al hombre por encima de toda ley”; y que “cualquier cosa es recta”; que “Dios no condena”; y que “ningún pecado implica culpabilidad”. Cuando la gente cree que el deseo es la ley más elevada, que la libertad es licencia, que el hombre es responsable solamente ante sí mismo,
¿quién puede admirarse de que la corrupción abunde por doquiera? Multitudes aceptan con avidez enseñanzas que inducen a la licencia moral. Satanás arrastra y hace caer en su red a millares que profesan seguir a Cristo.
Pero Dios ha dado suficiente luz para descubrir la trampa. El mismo fundamento del espiritismo está en conflicto con las Escrituras. La Biblia declara que los muertos nada saben, que los pensamientos de ellos han perecido; que ya no tienen parte en los gozos o sufrimientos de los que viven en la Tierra.
Además, Dios ha prohibido la pretendida comunicación con los espíritus de los muertos. La Biblia declara que “los espíritus”, como se ha denominado a estos visitantes de otros mundos, “son espíritus de demonios” (ver Núm. 25:1-3; Sal. 106:28; 1 Cor. 10:20; Apoc. 16:14). El tratar con ellos estaba prohibido bajo pena de muerte (ver Lev. 19:31; 20:27). Pero el espiritismo se ha abierto paso en los círculos científicos, ha invadido las iglesias y ha encontrado una favorable acogida en los cuerpos legislativos, aun en las cortes de los reyes. Este gigantesco engaño es un reavivamiento de la condenada hechicería de antaño, cubierto ahora con un nuevo disfraz.
Al presentar la idea de que los hombres más viles están en el cielo, Satanás dice al mundo: “No importa que crean o no crean en Dios o en la Biblia; vivan como quieran; el cielo es el hogar de ustedes”. La Palabra de Dios declara: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno, y a lo bueno malo, que tienen las tinieblas por luz, y la luz por tinieblas!” (Isa. 5:20).
Se presenta la Biblia como una ficción
Los apóstoles son personificados por espíritus mentirosos, y aparecen como contradiciendo lo que escribieron cuando estaban en la Tierra. Satanás hace creer al mundo que la Biblia es una ficción, un libro adecuado para la infancia de la raza humana, pero que ha de ser considerado como anticuado. Así arroja sombras sobre el Libro que ha de juzgarlo a él y a sus seguidores; y presenta al Salvador del mundo como un ser común. Y los que aceptan las manifestaciones del espiritismo sostienen que no hay nada milagroso en la vida de nuestro Salvador. Declaran que los milagros que ellos hacen son superiores a las obras de Cristo.
El espiritismo está actualmente asumiendo una apariencia cristiana. Pero sus enseñanzas no pueden ser negadas ni pueden esconderse. En su forma presente es un engaño de los más peligrosos y sutiles. Ahora profesa aceptar a Cristo y la Biblia, pero ésta es interpretada de una manera que agrada al corazón no regenerado. Habla del amor como el principal atributo de Dios, pero lo rebaja hasta llegar a constituirlo en un sentimentalismo enfermizo que hace muy poca distinción entre el bien y el mal. Las denuncias que Dios hace del pecado, los requisitos de su santa ley, se ocultan de la vista. Ciertas fábulas inducen a los hombres a rechazar la Biblia como el fundamento de su fe. Cristo es negado tan ciertamente como antes, pero pasa inadvertido el engaño.
Pocos son los que tienen un concepto adecuado del poder engañoso del espiritismo. Muchos se meten con él meramente para satisfacer su curiosidad. Sin embargo, se llenarían de horror ante el pensamiento de someterse al control de los espíritus. Pero se aventuran en terreno prohibido, y el destructor ejerce su poder sobre ellos en contra de su propia voluntad. Una vez que son inducidos a someter su mente a la dirección de Satanás, éste los mantiene cautivos. Nada sino el poder de Dios, en respuesta a la oración ferviente, puede librar a estas almas.
Todos los que acarician voluntariamente un pecado conocido están invitando a las tentaciones de Satanás. Se separan a sí mismos de Dios y de la custodia de sus ángeles, y quedan sin defensa. “Si alguien les dice: ‘Consulten a los encantadores y a los adivinos, a los que hablan susurros’, ustedes respondan: ‘¿Acaso no es a su Dios a quien el pueblo debe consultar?
¿Acaso tiene que consultar a los muertos acerca de los vivos?’ ¡A la
enseñanza y al testimonio! Si sus palabras no corresponden a esto, es porque no les ha amanecido” (Isa. 8:19, 20, RVC).
Si los hombres hubieran estado dispuestos a recibir la verdad con respecto a la naturaleza del hombre y al estado de los muertos, verían en el espiritismo el poder de Satanás y los milagros mentirosos que éste emplea. Pero multitudes cierran sus ojos a la luz, y Satanás teje sus trampas en derredor de ellos. “Con toda perversidad engañará a los que se pierden por haberse negado a amar la verdad y así ser salvos. Por eso Dios permite que, por el poder del engaño, crean la mentira” (2 Tes. 2:10, 11).
Los que se oponen al espiritismo enfrentan a Satanás y a sus ángeles. Satanás no cederá una sola pulgada de terreno a menos que sea rechazado por mensajeros celestiales. Él puede citar las Escrituras pervirtiendo sus enseñanzas. Pero ellos, los que quieren permanecer en pie en este tiempo de peligro, deben entender por sí mismos el testimonio de las Escrituras.
Espíritus de demonios, representando a parientes o amigos, apelarán a nuestras más tiernas simpatías y obrarán milagros. Debemos resistirlos con la verdad bíblica de que los muertos nada saben, y que los que aparecen de esta manera son espíritus de demonios.
Todos aquellos cuya fe no esté fundada en la Palabra de Dios serán engañados y vencidos. Satanás “con toda perversidad engañará”, y sus trampas aumentarán. Pero los que busquen un conocimiento de la verdad y purifiquen sus almas, hallarán en el Dios de la verdad una defensa segura. El Salvador enviará prestamente a todo ángel del cielo para proteger a su pueblo antes de dejar que una sola alma que confía en él sea vencida por Satanás. Los que se consuelan a sí mismos con la seguridad de que no hay castigo para el pecador, los que renuncian a las verdades que el cielo ha provisto como una defensa para el día de angustia, aceptarán las mentiras ofrecidas por Satanás, las engañosas pretensiones del espiritismo.
Los burladores presentarán como ridículas las declaraciones de las Escrituras concernientes al plan de salvación y a la retribución que recibirán los que rechazan la verdad. Fingen tener mucha lástima de las mentes que son tan estrechas, débiles y supersticiosas que obedecen los requisitos de la ley de Dios. Ellos han cedido tan plenamente al tentador, y están tan estrechamente unidos con él e imbuidos de su espíritu, que no tienen ninguna inclinación a deshacerse de sus trampas.
El fundamento de la obra de Satanás fue colocado cuando éste dijo en el
Edén: “¡No es cierto, no van a morir! […] cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos, y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gén. 3:4, 5). Satanás presentará su obra maestra de engaño al fin del tiempo. Dijo el profeta: “Y vi [...] tres espíritus malignos que parecían ranas. Son espíritus de demonios que hacen señales milagrosas y que salen a reunir a los reyes del mundo entero para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso” (Apoc. 16:13, 14).
Excepto los que son guardados por el poder de Dios sobre la base de la fe en su Palabra, el mundo entero será arrastrado a las filas de este engaño. Los hombres se están dejando adormecer en una seguridad fatal, para ser despertados solamente por el derramamiento de la ira de Dios. 📖
Los Rescatados | Capítulo 36
La libertad de conciencia, amenazada
Los protestantes hoy consideran al romanismo con mucha más simpatía que años atrás. En los países evangélicos, donde el catolicismo asume un temperamento conciliatorio para ganar influencia, está desarrollándose la opinión de que no diferimos tanto en puntos vitales como hemos supuesto, y que unas pocas concesiones de nuestra parte nos permitirán entendernos mejor con Roma. Tiempo hubo cuando los protestantes enseñaban a sus hijos que el tratar de armonizar con el papado sería deslealtad para con Dios. ¡Pero cuán ampliamente diferentes son los sentimientos expresados ahora!
Los defensores del papado declaran que su iglesia ha sido calumniada, que es injusto juzgar el catolicismo de hoy por lo que ocurrió durante los siglos de ignorancia y oscuridad. Ellos excusan la horrible crueldad de la iglesia achacándola al barbarismo de los tiempos.
¿Han olvidado estas personas la pretensión de infalibilidad que ha manifestado este poder? Roma asegura que “la iglesia nunca se ha equivocado; y que de acuerdo con las Escrituras nunca jamás se equivocará”.12
La iglesia papal no abandonará jamás su pretensión a la infalibilidad. Quítense las restricciones que actualmente imponen los gobiernos seculares, y désele al papado su poder de años anteriores, y rápidamente se producirá un reavivamiento de su tiranía y persecución.
Es cierto que hay verdaderos cristianos en la comunidad católica romana. Miles que militan en esa iglesia están sirviendo a Dios de acuerdo con todos los conocimientos que tienen. El Señor considera con tierna piedad a estas almas, educadas en una fe que es engañosa e insatisfactoria. Él hará que rayos de luz penetren en las tinieblas, y muchos todavía tomarán su posición con el pueblo de Dios.
Pero el romanismo como sistema no está más en armonía con el evangelio de Cristo ahora que en cualquier tiempo anterior. La Iglesia Romana está empleando todos los medios posibles para reconquistar el dominio del mundo, para restablecer la persecución y para deshacer todo lo que el protestantismo ha hecho. El catolicismo está ganando terreno por todas
partes. Obsérvese el aumento del número de sus iglesias. Mírese la popularidad de sus colegios y seminarios, tan ampliamente utilizados por los protestantes. Nótese el crecimiento del ritualismo en Inglaterra y las frecuentes deserciones hacia las filas católicas.
Transigencias y concesiones
Los protestantes han favorecido al papado, han hecho transigencias y concesiones que los mismos papistas se sorprenden de ver. Los hombres están cerrando sus ojos al verdadero carácter del catolicismo. La gente necesita resistir los avances de este adversario peligroso de la libertad civil y religiosa.
Aunque el romanismo se basa en el engaño, no es una impostura grosera ni desprovista de arte. El servicio religioso de la Iglesia Romana es un ceremonial de lo más impresionante. Lo brillante de sus ostentaciones y lo solemne de sus ritos fascinan al pueblo y silencian la voz de la razón y la conciencia. Todo encanta a la vista. Iglesias magníficas, imponentes procesiones, altares de oro, relicarios de joyas, pinturas escogidas y esculturas exquisitas, todo apela al amor y a la belleza. Su música es sin paralelo. Las ricas notas y los graves acordes del órgano que se mezclan con la melodía de muchas voces, que resuenan y repercuten en las altas cúpulas y en las columnas de los pasillos de sus grandes catedrales, impresionan la mente con un sentimiento de pavor y reverencia.
Este esplendor externo y este ceremonial burlan los anhelos del alma enferma de pecado. La religión de Cristo no necesita tales atractivos. La luz que brilla desde la cruz aparece tan pura y tan amable que ninguna decoración externa puede enaltecer más su verdadero valor.
Los altos conceptos del arte, los delicados refinamientos del gusto, a menudo son empleados por Satanás para inducir a los hombres a olvidar las necesidades del alma y a vivir solo para este mundo presente.
La pompa y la ceremonia del culto católico tienen un poder seductor y cautivante con el cual muchos resultan engañados. Ellos llegan a considerar a la Iglesia Romana como el portal del cielo. Nadie sino los que afirman sus pies en el fundamento de la verdad, cuyo corazón es renovado por el Espíritu de Dios, se hallan seguros contra su influencia. La forma de piedad, pero sin poder, es lo que las multitudes anhelan.
La pretensión de la iglesia de que tiene el derecho a perdonar pecados
conduce al romanista a sentirse en libertad para pecar, y la ordenanza de la confesión tiende a dar licencia para obrar el mal. El que se arrodilla ante un hombre caído y le abre en la confesión los secretos pensamientos de su corazón está degradando su alma. Al dar a conocer los pecados de su vida a un sacerdote –un mortal pecador– su norma de carácter se rebaja y, en consecuencia, resulta perjudicado. Su pensamiento de Dios se degrada a la semejanza de la humanidad caída, pues el sacerdote aparece como ocupando el lugar de Dios. Esta confesión degradante de individuo a individuo es la fuente secreta de la cual han provenido muchos de los males que contaminan al mundo. Sin embargo, para el que ama la complacencia de sí mismo, es más satisfactorio confesarse a un mortal que abrirle el alma a Dios. Es más agradable para la naturaleza humana hacer penitencia que renunciar al pecado; es más fácil mortificar la carne que crucificar las pasiones pecaminosas.
Una notable similitud
Aunque los judíos al tiempo del primer advenimiento de Cristo pisoteaban la ley de Dios, externamente eran rigurosos en la observancia de sus preceptos, y la recargaban con exigencias que hacían de la obediencia una carga penosa. Así como los judíos profesaban reverenciar la ley, los romanistas pretenden reverenciar la cruz.
Colocan cruces en sus iglesias, en sus altares y en sus vestimentas. Por todas partes la insignia de la cruz es exteriormente honrada y exaltada. Pero las enseñanzas de Cristo son enterradas bajo tradiciones sin sentido y rigurosas imposiciones. Las almas concienzudas son mantenidas con temor a la ira de un Dios ofendido, mientras muchos dignatarios de la iglesia viven en el lujo y el placer sensual.
Satanás siempre se esfuerza en presentar de una manera falsa el carácter de Dios, la naturaleza del pecado y las verdaderas consecuencias que tendrá el gran conflicto. Sus engaños dan a los hombres licencia para pecar. Al mismo tiempo, él crea un falso concepto de Dios, de manera que se lo considere con temor y odio más bien que con amor. A causa de conceptos pervertidos de los atributos divinos, las naciones paganas fueron inducidas a creer que los sacrificios humanos eran necesarios para asegurar el favor de la Divinidad. Se han perpetuado horribles crueldades en las diversas formas de idolatría.
La unión del paganismo con el cristianismo
La iglesia romanista, al mezclar el cristianismo y el paganismo, y a semejanza de éste, representar en forma falsa el carácter de Dios, ha recurrido a prácticas no menos crueles. Instrumentos de tortura han obligado a la gente a aceptar sus doctrinas. Dignatarios de la iglesia han estudiado para inventar medios con el fin de causar la mayor tortura posible sin terminar con la vida de los que no aceptaban sus pretensiones. En muchos casos los que eran atribulados deseaban la muerte como un dulce descanso.
Para sus adherentes, ella disponía de la disciplina del azote, del hambre y de la austeridad física. Para asegurar el favor del cielo, enseñaba a los penitentes a evitar o romper los vínculos que Dios ha formado para bendecir y alegrar el peregrinaje terrenal del hombre. En los cementerios de las iglesias yacen millones de víctimas que pasaron su vida en un vano esfuerzo por reprimir, como ofensivos para Dios, todo pensamiento y sentimiento de simpatía y atracción hacia el sexo opuesto.
Dios no coloca sobre los hombres ninguna de estas cargas pesadas. Cristo no ofrece ningún ejemplo para que los hombres o las mujeres se encierren en monasterios con el fin de prepararse para el cielo. Él nunca ha enseñado que el amor debe ser reprimido.
El Papa pretende ser el vicario de Cristo. Pero ¿se sabe de alguna vez que Cristo haya mandado a los hombres a la cárcel porque no le tributaron homenaje como Rey de reyes? ¿Se escuchó su voz condenando a muerte a los que no lo aceptaban?
La Iglesia Romana ahora presenta ante el mundo una cara apacible, y cubre con disculpas su registro de horribles crueldades. Ella se ha puesto ropas como las de Cristo, pero no ha cambiado. Todavía se mantiene todo principio sustentado por el papado en los siglos pasados. Las doctrinas ideadas en la edad oscura siguen estando en pie. El papado que los protestantes ahora honran es el mismo que dominó en los días de la Reforma, cuando los hombres de Dios se le opusieron con peligro de su vida por exponer su iniquidad.
El papado es, precisamente, lo que la profecía declaró que sería: la apostasía de los últimos días (ver 2 Tes. 2:3, 4). Bajo la apariencia variable del camaleón, oculta el invariable veneno de la serpiente. ¿Será ahora reconocido como parte de la iglesia de Cristo este poder, cuya historia fue escrita durante mil años con la sangre de los santos?
Un cambio en el protestantismo
En los países protestantes se sostiene que el catolicismo tiene actualmente menos diferencias con el protestantismo que en los tiempos pasados. Es verdad que ha habido un cambio; pero el cambio no se operó en el papado. El catolicismo se asemeja mucho al protestantismo que ahora existe porque el protestantismo se ha degenerado muy grandemente desde los días de los reformadores.
Las iglesias protestantes, al buscar el favor del mundo, creen que es bueno todo lo malo, y como resultado finalmente creerán que es malo todo lo bueno. Actualmente están, al parecer, disculpándose ante Roma por la opinión poco caritativa que han tenido de ella, y le piden perdón por su “fanatismo”. Muchos insisten en que las tinieblas intelectuales y morales que prevalecían durante la Edad Media favorecían la difusión de las supersticiones y la opresión de Roma; y que el mayor conocimiento que reina en los tiempos modernos y la creciente liberalidad en materia de religión impiden una reedición de la intolerancia. El pensamiento de que un estado tal de cosas como aquellas exista en esta era de luces es puesto en ridículo. Pero debe recordarse que cuanto mayor es la luz concedida, mayores serán las tinieblas de los que la pervierten y rechazan.
Si bien una época de tinieblas intelectuales fue favorable al éxito del papado, le es igualmente propicia una de gran iluminación intelectual. En los siglos pasados, cuando los hombres no tenían conocimiento de la verdad, millares eran entrampados al no ver la red que se les tendía a sus pies. En esta generación muchos no se dan cuenta de esa red, y avanzan para caer en ella con tanta facilidad como si tuvieran los ojos vendados. Cuando los hombres exaltan sus propias teorías por encima de la Palabra de Dios, la ilustración puede realizar mayor daño que la ignorancia. Así, la falsa ciencia de la época actual dará éxito a la preparación del camino para la aceptación del papado, como lo dio el ocultamiento del conocimiento en la Edad Oscura.
La observancia del domingo
La observancia del domingo es una costumbre que se originó en la Iglesia Romana, y que ésta reclama como señal de su autoridad. El espíritu del papado –en conformidad con las costumbres mundanas y la veneración de las tradiciones humanas por encima de los mandamientos de Dios– se está manifestando en las iglesias protestantes y las está induciendo a la misma
obra de exaltar el domingo, cosa que el papado realizó antes.
Edictos reales, concilios generales y ordenanzas eclesiásticas, apoyados por el poder secular, fueron los pasos que dieron lugar a que el festival pagano obtuviera una posición de honor en el mundo cristiano. La primera medida pública que ponía en vigencia la observancia del domingo fue la ley dictada por Constantino. Aunque virtualmente era un estatuto pagano, fue impuesto por el emperador después que él aceptó nominalmente el cristianismo.
Eusebio, un obispo que buscaba el favor de los príncipes, y que era un amigo especial de Constantino, promovió la pretensión de que Cristo había transferido el sábado al domingo. Para probarlo no presentó ningún testimonio de las Escrituras. Eusebio mismo, sin querer, reconoció su falsedad. “Todas las cosas –dijo él–, todo lo que era nuestro deber hacer el día sábado, las hemos transferido al domingo, al día del Señor”.13
Al establecerse el papado, la exaltación del domingo continuó. Por un tiempo el séptimo día era todavía considerado como el día de descanso, pero el cambio se fue realizando en forma paulatina. Más tarde el papado dio instrucciones para que los sacerdotes de las parroquias amonestaran a los violadores del domingo, con el fin de que no atrajeran alguna gran calamidad sobre sí mismos y sobre sus vecinos.
Dado que los decretos de los concilios resultaron insuficientes, se trató que las autoridades seculares dictaran un decreto que aterrorizara el corazón de la gente y los obligase a no trabajar el domingo. En un sínodo realizado en Roma, se reafirmaron todas las decisiones previas y se incorporaron en la ley eclesiástica para ser impuestas por las autoridades civiles.14
Todavía la ausencia de una autoridad bíblica para la observancia del domingo seguía causando perturbación. La gente preguntaba qué derecho tenían sus maestros de poner a un lado la declaración: “El séptimo día sábado es del Señor tu Dios”, con el fin de honrar el día del sol. Para suplir la falta de un testimonio bíblico se necesitaron otros recursos.
Un celoso abogado del domingo, que visitó las iglesias de Inglaterra hacia fines del siglo XII, encontró enorme resistencia de parte de los fieles testigos de la verdad; y sus esfuerzos resultaron tan infructíferos que se fue del país por un tiempo. Cuando regresó, trajo con él un rollo que, según dijo, provenía de Dios mismo, que contenía el mandamiento necesario para la observancia
del domingo, con terribles amenazas para asustar a los desobedientes. Se dijo que el precioso documento había caído del cielo y había sido hallado en Jerusalén sobre el altar de San Simeón, en el Gólgota. Pero, de hecho, el palacio pontificio de Roma era la fuente del mismo. En todos los siglos se han considerado legales y correctos los fraudes y las falsificaciones por parte de la jerarquía papal (ver el Apéndice, nota de la página 37).
Pero a pesar de todos los esfuerzos por establecer la santidad del domingo, los papistas mismos han confesado públicamente la autoridad divina del sábado. En el siglo XVI un concilio papal declaró: “Recuerden todos los cristianos que el séptimo día fue consagrado por Dios, y ha sido recibido y observado, no solamente por los judíos, sino por todos los demás que pretenden adorar a Dios; pero nosotros los cristianos hemos cambiado su sábado al día del Señor, domingo”.15 Los que estaban violando la ley divina no eran ignorantes del carácter de su obra.
Un noble ejemplo de la política papal lo constituyó la larga y sangrienta persecución de los valdenses, no pocos de los cuales observaron el sábado (ver el Apéndice). La historia de las iglesias de Etiopía y Abisinia es especialmente significativa. En medio de las tinieblas de la edad oscura, el mundo perdió de vista y olvidó a los cristianos del África Central, y por muchos siglos estos gozaron de libertad para su fe. Por fin Roma llegó a conocer su existencia, y el emperador de Abisinia fue seducido para efectuar un reconocimiento del Papa como el vicario de Cristo. Se emitió un edicto que prohibía la observancia del sábado bajo severas penalidades.16 Pero la tiranía papal pronto llegó a ser un yugo tan irritante que los abisinios resolvieron quebrantarlo. Los romanistas fueron expulsados de sus dominios y la antigua fe fue restaurada.
Aunque las iglesias cristianas del África guardaban el séptimo día en obediencia al mandamiento de Dios, se abstenían de trabajar en domingo según la costumbre de la iglesia papal. Roma pisoteó el sábado de Dios para exaltar su propio día de reposo, pero las iglesias del África, ocultas durante casi mil años, no compartieron esta apostasía. Cuando fueron sometidas a Roma, se las obligó a descartar el verdadero día de reposo para exaltar un falso día. Pero tan pronto como volvieron a obtener su independencia, regresaron a la obediencia del cuarto mandamiento (ver el Apéndice).
Estos registros revelan claramente la enemistad de Roma hacia el
verdadero día de reposo y hacia sus defensores. La Palabra de Dios enseña que estas escenas han de repetirse cuando los católicos y los protestantes se unan para la exaltación del domingo.
La bestia con cuernos de cordero
La profecía de Apocalipsis 13 declara que la bestia con cuernos de cordero hará “que la tierra y sus habitantes” adoren al papado –simbolizado por la bestia que “parecía un leopardo”–. La bestia de dos cuernos ordenará también a los moradores de la Tierra que “hicieran una imagen en honor de la bestia”; además mandará que “todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, libres y esclavos” reciban la marca de la bestia (Apoc. 13:11-16). Los Estados Unidos son el poder representado por la bestia con cuernos de cordero. Esta profecía se cumplirá cuando los Estados Unidos impongan la observancia del domingo, que Roma presenta como un reconocimiento a su supremacía.
“Una de las cabezas de la bestia parecía haber sufrido una herida mortal, pero esa herida ya había sido sanada” (Apoc. 13:3). La herida mortal señala la caída del papado en 1798. Después de esto, dice el profeta, su herida mortal “había sido sanada. El mundo entero, fascinado, iba tras la bestia”. El apóstol Pablo declara que “el hombre de pecado” continuará realizando su obra de engaño hasta el mismo fin del tiempo (2 Tes. 2:3-8). “A la bestia la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyos nombres no han sido escritos en el libro de la vida” (Apoc. 13:8). Tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo Mundo, el papado recibirá el homenaje que se le tributará por medio del honor que se rinda al día domingo.
Desde mediados del siglo XIX, los estudiosos de la profecía han presentado este testimonio ante el mundo. Ahora se ve un rápido avance hacia el cumplimiento de la predicción. Los maestros protestantes presentan la misma pretensión de autoridad divina para la observancia del domingo y la misma falta de evidencias bíblicas que los dirigentes papales. La aseveración de que los juicios de Dios caen sobre los hombres debido a la violación del reposo dominical se repetirá; y ya se está insistiendo en ello.
Maravillosa es la sagacidad de la Iglesia Romana. Ella puede leer el porvenir: que las iglesias protestantes le están rindiendo tributo al aceptar el falso día de reposo, y que se están preparando para imponerlo por los mismos medios que ella empleó en tiempos pasados. No es difícil conjeturar cuán rápidamente acudirá ella en ayuda de los protestantes para hacer esta obra.
La Iglesia Católica es una vasta organización que está bajo el control de la sede papal, y sus millones de adeptos en todos los países están comprometidos en su lealtad al Papa, cualquiera sea su nacionalidad o su gobierno. Aunque juren lealtad al Estado, en el fondo permanece en forma superior el voto de obediencia a Roma.
La historia testifica de los astutos y persistentes esfuerzos de esa iglesia para introducirse en los asuntos de las naciones y, una vez que ha conseguido entrada, para hacer prosperar sus propios blancos, aun a costa de la ruina de los príncipes y del pueblo.17
Roma se jacta de que nunca cambia. Poco saben los protestantes lo que están haciendo cuando se proponen aceptar la ayuda de Roma en la obra de exaltar el domingo. Mientras ellos tratan de realizar sus propósitos, ésta tiene su mira puesta en el restablecimiento de su poder, para recobrar su perdida supremacía. Una vez que se establezca el principio de que la Iglesia puede controlar el poder del Estado, de que las observancias religiosas pueden ser impuestas por las leyes seculares –en suma: que la autoridad de la Iglesia y la del Estado han de dominar la conciencia–, el triunfo de Roma resultará asegurado.
El mundo protestante llegará a saber cuáles son los propósitos de Roma solo cuando sea demasiado tarde para escapar de la trampa. El catolicismo está creciendo silenciosamente en poder. Sus doctrinas están ejerciendo influencia en los recintos legislativos, en las iglesias y en el corazón de los hombres. Está fortaleciendo su poder para avanzar en la consecución de sus propios fines cuando llegue el tiempo de dar el golpe. Todo lo que desea es terreno ventajoso. Entonces, todo aquel que crea y obedezca la Palabra de Dios incurrirá en el oprobio y la persecución. 📖
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12John L. von Mosheim, Institutes of Ecclesiastical History [Fundamentos de historia eclesiástica], lib. 3, siglo II, parte 2, cap. 2, sec. 9, nota 17.
13Robert Cox, Sabbath Laws and Sabbath Duties [Leyes y deberes sabáticos], p. 538. 14Ver Heylyn, History of the Sabbath [Historia del sábado], parte 2, cap. 5, sec. 7.
15Thomas Morer, Discourse in Six Dialogues on the Name, Notion, and Observation of the Lord’s Day [Discurso en seis diálogos sobre el nombre, la idea y la observancia de día del Señor], pp. 281, 282.
16Ver Michael Geddes, Church History of Ethiopia [Historia de la iglesia de Etiopía], pp. 311, 312. 17Ver, por ejemplo, John Dowling, The History of Romanism [La historia del romanismo], lib. 5, cap. 6, sec. 55; y Mosheim, lib. 3, siglo II, parte 2, cap. 2, sec. 9, nota 17.
Los Rescatados | Capítulo 37
El conflicto inminente
Desde el mismo comienzo de la Gran Controversia en el cielo, Satanás ha tenido el propósito de destruir la ley de Dios. Y el resultado será idéntico, tanto si se descarta totalmente la ley, como si se rechaza solamente uno de sus preceptos. El que peca “en un solo punto” manifiesta menosprecio por toda la ley; su influencia y su ejemplo están del lado de la transgresión; “se hace culpable de todos” los mandamientos de la ley (Sant. 2:10).
Satanás ha tratado de pervertir las doctrinas de la Biblia, y así se han incorporado errores en la fe de miles de personas. El último gran conflicto entre la verdad y el error se librará en torno a la ley de Dios, entre la Biblia y la religión de las fábulas y las tradiciones. Las Sagradas Escrituras están al alcance de todos, pero pocos las aceptan como la guía de la vida. Muchos en la iglesia niegan los pilares fundamentales de la fe cristiana. La creación, la caída del hombre, la expiación y la ley de Dios son rechazadas, sea en forma total o parcial. Millares consideran como una evidencia de debilidad el tener una total confianza en la Biblia.
Es tan fácil hacer un ídolo de falsas teorías como fabricar uno de madera o de piedra. Al hacer una errónea representación de Dios, Satanás induce a los hombres a considerarlo con un carácter falso. Se entroniza un ídolo filosófico en lugar del Dios viviente tal como él se revela en su Palabra, en Cristo y en las obras de la creación. El Dios de muchos filósofos, poetas, políticos, periodistas –de muchas universidades, y aun de algunas instituciones teológicas– es un poco mejor que Baal, el dios sol de los fenicios en los días de Elías.
Ningún error golpea más fuertemente contra la autoridad del cielo, ninguno es más pernicioso en sus resultados, que la doctrina de que la ley de Dios ya no está en vigencia. Supongamos que algunos predicadores prominentes enseñaran públicamente que los estatutos que gobiernan su país no son obligatorios, y que estos restringen las libertades del pueblo y no deben ser obedecidos. ¿Por cuánto tiempo serían estos hombres tolerados en el púlpito? Sería más consecuente que las naciones abolieran sus leyes, y no que el Gobernante del universo anulara su ley. El experimento de invalidar la ley de
Dios fue probado en Francia cuando el ateísmo llegó a ser el poder dominante. Se demostró que el quitar las restricciones que Dios ha impuesto equivale a aceptar la norma del príncipe del mal.
La destrucción de la ley de Dios
Los que enseñan al pueblo a considerar livianamente los mandamientos de Dios siembran desobediencia para cosechar desobediencia. Quítense completamente las restricciones impuestas por la ley divina, y las leyes humanas serán pronto desobedecidas. Los resultados de destruir los preceptos de Dios serán peores de lo que se anticipa. La propiedad ya no estaría segura. Los hombres tomarían las posesiones de sus vecinos por la violencia, y el más fuerte llegaría a ser el más rico. La vida misma no sería respetada. El voto matrimonial dejaría de ser el baluarte de protección de la familia. El que tuviera el poder de hacerlo se apoderaría de la esposa de su vecino por la fuerza. El quinto mandamiento sería descartado junto con el cuarto. Los hijos no verían ningún motivo para no quitar la vida de sus padres si al hacerlo pudieran obtener el deseo de su corazón corrupto. El mundo civilizado se convertiría en una horda de ladrones y asesinos, y la paz y la felicidad desaparecerían de la Tierra.
La doctrina de abolir la ley de Dios ya ha abierto los portales de la iniquidad en el mundo. La ilegalidad y la corrupción lo invaden todo como una ola abrumadora. Aun en los hogares que profesan ser cristianos hay hipocresía, enajenamiento, traición de los cometidos sagrados y corrupción moral. El principio religioso, el fundamento de la vida social, parece algo vacilante que está listo para caer. Viles criminales a veces reciben atenciones como si hubieran obtenido una distinción envidiable. Se da gran publicidad a sus hechos. La prensa publica detalles repugnantes de su proceder, iniciando de esta manera a otros en el fraude, el robo y el homicidio. El descaro del vicio, la intolerancia terrible y la iniquidad en todo nivel debe despertarnos.
¿Qué puede hacerse para detener la marea de maldad?
La intemperancia ha ofuscado a muchos
Los tribunales de justicia están corrompidos. Los gobernantes son movidos por el deseo de ganancia y el amor sensual por los placeres. La intemperancia ha nublado las percepciones de muchos, de manera que Satanás tiene el dominio casi completo de ellos. Los jueces están pervertidos, sobornados, engañados. La ebriedad, la rebelión y la falta de honradez de toda clase se
hallan presentes entre los que administran las leyes. Ahora que Satanás no puede mantener el mundo dominado por medio del ocultamiento de las Escrituras recurre a otros medios para realizar el mismo objetivo. Destruir la fe en la Biblia es tan eficaz como destruir la Biblia misma.
Así como ocurrió en épocas pasadas, él ha obrado por medio de las iglesias para hacer progresar sus designios. Al combatir verdades impopulares de las Escrituras, ellas adoptan interpretaciones que siembran y esparcen las semillas de la incredulidad. Aferrándose al error papal de la inmortalidad natural y que el hombre continúa consciente después de haber muerto, rechazan la única defensa contra los engaños del espiritismo. La doctrina del tormento eterno ha inducido a muchos a rechazar la Biblia. Cuando se presentan las exigencias del cuarto mandamiento, se descubre que se ordena la observancia del séptimo día de la semana; y como única manera de librarse ellos mismos de un deber que no están dispuestos a realizar, los predicadores populares descartan la ley de Dios y, por consiguiente, el sábado. A medida que se extienda la reforma del sábado, este rechazo de la ley divina para evitar el cuarto mandamiento llegará a ser casi universal. Los dirigentes religiosos abren la puerta a la incredulidad, al espiritismo, a la desobediencia de la ley de Dios: una terrible responsabilidad por la iniquidad que existe en el mundo cristiano.
Sin embargo, esta misma clase de personas pretende que la obligación de la observancia del domingo mejoraría la condición moral de la sociedad. Satanás tiene como uno de sus engaños el combinar con la falsedad una cantidad suficiente de verdad como para que sus mentiras parezcan verdades. Los dirigentes del movimiento del domingo pueden propiciar reformas que la gente necesita defender, principios que estén de acuerdo con la Biblia; aun así, junto con eso colocan un requisito contrario a la ley de Dios. Por esto los seguidores de Cristo no pueden unirse a ellos. Nada puede justificar el descartar los mandamientos de Dios para colocar en su lugar ordenanzas de hombres.
Por medio de los dos grandes errores, la inmortalidad del alma y la santidad del domingo, Satanás colocará al pueblo bajo sus engaños. En tanto que el primer error coloca el fundamento del espiritismo, el último crea un lazo de simpatía con Roma. Los protestantes de los Estados Unidos serán los primeros en extender las manos a través del abismo para tomar la mano del espiritismo; las extenderán sobre el abismo para estrechar la mano del poder
romano; y bajo la influencia de esta triple unión, este país (los Estados Unidos) seguirá en los pasos de Roma para desconocer los derechos de conciencia.
El espiritismo imita al cristianismo de nuestros días, y tiene gran poder para engañar. Satanás mismo está “convertido”. Aparecerá como ángel de luz. Por medio del espiritismo, se obrarán milagros, los enfermos sanarán y se realizarán innegables maravillas.
Los papistas que se jactan de los milagros como una señal de la iglesia verdadera serán rápidamente engañados por este poder obrador de señales; y los protestantes, habiendo eliminado el escudo de la verdad, también serán entrampados. Los papistas, los protestantes y los mundanos verán en esta unión un gran movimiento para la conversión del mundo.
Por medio del espiritismo, Satanás aparece como un benefactor de la humanidad que sana enfermedades y presenta un nuevo sistema de fe religiosa, pero al mismo tiempo conduce a las multitudes a la ruina. La intemperancia destrona la razón; siguen en su estela la complacencia de los sentidos, la lucha y el derramamiento de sangre. La guerra excita las peores pasiones del alma y envía a la eternidad a sus víctimas sumergidas en el vicio y la sangre. El gran enemigo tiene el plan de incitar a las naciones a la guerra, porque de esta manera puede distraer a la gente de la preparación necesaria para estar en pie en el Día de Dios.
Satanás ha estudiado los secretos de la naturaleza, y él emplea todo su poder para dominar los elementos hasta donde Dios se lo permite. Es Dios quien protege a sus criaturas del destructor. Pero el mundo cristiano ha manifestado desprecio por la ley del Altísimo, y el Señor hará lo que él ha declarado que hará: retirar su cuidado protector de los que se rebelan contra su ley y obligan a otros a hacer lo mismo. Satanás tiene el dominio de todos aquellos a quienes Dios no protege en forma especial. Él favorecerá y prosperará a algunos, con el fin de hacer adelantar sus propios designios; y traerá aflicciones sobre otros, para inducir a los hombres a creer que es Dios el que los aflige.
Aunque aparece como un gran médico que puede sanar todas las enfermedades, el diablo acarreará enfermedad y desastres hasta que ciudades populosas sean reducidas a la ruina. Mediante accidentes en mar y tierra, por medio de grandes guerras, usando tornados y tormentas de granizo, tempestades, inundaciones, ciclones, mareas que inundan la tierra y mil otras
formas, Satanás está ejerciendo su poder. Destruye la cosecha que madura, y siguen el hambre y la aflicción. Destila en el aire un veneno mortífero y miles perecen.
Y entonces el gran engañador persuadirá a los hombres a culpar de todos estos males a aquellos cuya obediencia a los mandamientos de Dios es una perpetua reprobación para los transgresores. Se declarará que los hombres ofenden a Dios por la violación de la observancia del domingo, que este pecado trajo calamidades y que estas no cesarán hasta que la observancia del domingo sea impuesta estrictamente. “Los que destruyen la reverencia del domingo están impidiendo la restauración del favor divino y la prosperidad”. De este modo se repetirá la acusación hecha en la antigüedad contra el siervo de Dios: "Cuando Acab vio a Elías, le dijo: ‘¿Eres tú el que le está creando problemas a Israel?’ ” (1 Rey. 18:17).
El poder obrador de milagros ejercerá su influencia contra los que obedecen a Dios antes que a los hombres. Los “espíritus” declararán que Dios los ha enviado a convencer de su error a los que rechazan la observancia del domingo. Lamentarán la excesiva maldad en el mundo, y apoyarán el testimonio de los maestros religiosos en el sentido de que el estado de degradación moral es causado por la violación del domingo.
Bajo el gobierno papal, los que sufrían por el evangelio eran denunciados como obradores de maldad que estaban unidos con el maligno. Así ocurrirá ahora. Satanás hará que los que honran la ley de Dios sean acusados como hombres que acarrean los juicios sobre la Tierra. Mediante el temor trata de gobernar el mundo. Por el temor trata de dominar la conciencia e inducir a las autoridades religiosas y seculares a imponer leyes humanas en desafío a la ley de Dios.
Los que honran el sábado bíblico serán denunciados como enemigos de la ley y del orden, que están quebrantando las restricciones morales de la sociedad, causando anarquía y corrupción, y provocando el derramamiento de los juicios de Dios sobre la Tierra. Serán acusados de desobediencia al gobierno. Predicadores que niegan la obligación de cumplir la ley de Dios presentarán desde el púlpito el deber de obedecer a las autoridades civiles. Los que observan los mandamientos serán condenados en los tribunales y en las cortes de justicia. Se dará una falsa interpretación a sus palabras; se atribuirán las peores intenciones a sus motivos.
Los dignatarios de la Iglesia y del Estado se unirán para persuadir o para
obligar a todos a honrar el domingo. Aun en la libre nación de los Estados Unidos los gobernantes y legisladores cederán a la demanda popular para dictar una ley que imponga la observancia del domingo. La libertad de conciencia, que ha costado un sacrificio tan grande, no será ya respetada. En el conflicto inminente veremos ejemplificadas las palabras del profeta: “El dragón se llenó de ira contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc. 12:17, RVR). 📖
Los Rescatados | Capítulo 38
Nuestra única salvaguardia
Al pueblo de Dios se le indica que busque en las Escrituras su salvaguardia contra los falsos maestros y los espíritus de las tinieblas. Satanás emplea todo medio posible para impedir que los hombres obtengan el conocimiento de la Biblia, cuyo claro lenguaje revela sus engaños. El último gran engaño se desplegará pronto ante nosotros. El Anticristo va a efectuar obras maravillosas ante nuestra vista. La falsificación se asemejará tanto a la verdad que será imposible distinguir entre las dos cosas, a no ser con la ayuda de las Escrituras.
Los que se empeñan en obedecer todos los mandamientos de Dios encontrarán oposición y tendrán que enfrentar el ridículo. Para soportar la prueba deben entender la verdad de Dios tal como está revelada en su Palabra. Tan solo los que han fortalecido su mente con las verdades de la Biblia permanecerán de pie en el último gran conflicto. Antes de su crucifixión, el Salvador explicó a sus discípulos que él sería muerto y resucitaría. Pero las palabras fueron desterradas de la mente de los discípulos. Cuando llegó la prueba, la muerte de Jesús destruyó las esperanzas de estos tan completamente como si no los hubiera advertido de antemano. Así también, en las profecías, el futuro está abierto ante nosotros tal como fue presentado por Cristo delante de los discípulos. Los acontecimientos relacionados con el fin del tiempo de gracia y la preparación para el tiempo de angustia han sido presentados con claridad. Pero hay miles de personas que no comprenden estas importantes verdades y el tiempo de angustia no los hallará listos.
Cuando Dios envía advertencias exige que cada persona con uso de razón preste atención al mensaje. Los terribles juicios contra el culto a la bestia y su imagen (Apoc. 14:9-11) deben inducir a todos a enterarse de lo que es la marca de la bestia y cómo se impondrá. Pero las masas del pueblo no quieren la verdad bíblica porque se opone a los deseos del corazón carnal. Satanás satisface las imposturas que esas masas aman.
Pero Dios tendrá un pueblo que se aferrará a la Biblia, y únicamente a la Biblia, como la norma de toda la doctrina y la base de todas las reformas. Las
opiniones de los hombres sabios, las deducciones de la ciencia, las decisiones de los concilios eclesiásticos, la voz de la mayoría, ninguna de estas cosas debe ser considerada como evidencia a favor o en contra de alguna doctrina. Debemos exigir un claro “Así dice el Señor”. Satanás induce a la gente a mirar a los pastores, a los profesores de teología y a otros como su guía, en lugar de investigar las Escrituras por sí mismos. Al controlar a estos dirigentes, él puede manejar a las multitudes.
Cuando Cristo vino, el pueblo común lo escuchaba con alegría. Pero los principales de los sacerdotes y los hombres dirigentes se atrincheraron en sus prejuicios; rechazaron la evidencia de su condición de Mesías. “¿Cómo es que nuestros gobernantes y sabios escribas no creen en Jesús?”, preguntaba la gente. Tales maestros condujeron a la nación judía a rechazar al Redentor.
La exaltación de la autoridad humana
Cristo vio proféticamente la obra de exaltación de la autoridad humana para regir la conciencia, la cual ha sido una maldición terrible en todos los siglos. Sus advertencias a no seguir a los dirigentes ciegos fueron incorporadas en los registros bíblicos como una amonestación para las futuras generaciones.
La Iglesia Romana les reserva a los clérigos el derecho de interpretar la Biblia. Aunque la Reforma ofreció las Escrituras a todos, el mismo principio que Roma mantuvo impide que multitudes, hoy militantes en las iglesias protestantes, investiguen la Biblia por sí mismos. Se les instruye a aceptar las enseñanzas tales como las interpreta la iglesia. Millares de personas no se atreven a recibir nada, por claro que resulte en la Biblia, que sea contrario a su credo.
Muchos están listos a encomendar sus almas al clero. Pasan casi completamente por alto las enseñanzas del Salvador. Pero, ¿son infalibles los dirigentes religiosos? ¿Cómo podemos confiar en su dirección espiritual a menos que sepamos por la Palabra de Dios que ellos son los portadores de luz? La falta de valor moral conduce a muchos a seguir a los hombres, y así se atan desesperadamente al error. Ven en la Biblia la verdad para este tiempo y sienten el poder del Espíritu Santo acompañando su proclamación; sin embargo, le permiten al clero desviarlos de la luz.
Satanás se asegura a las multitudes atándolas con las cuerdas del afecto a los que son enemigos de la cruz de Cristo. Este vínculo puede ser el de
padres, hijos, esposos o meramente un vínculo social. Las almas que están bajo su dominio no tienen el valor de obedecer sus convicciones del deber.
Muchos pretenden que no importa lo que uno crea, con tal que su vida sea recta. Pero la vida es modelada por la fe. Si la verdad está a nuestro alcance y la descuidamos, virtualmente la rechazamos, y elegimos las tinieblas antes que la luz.
La ignorancia no es excusa para el error o el pecado cuando existen todas las oportunidades para conocer la voluntad de Dios. Un hombre que viaja llega a un lugar desde donde salen distintos caminos y donde hay postes que indican adónde conduce cada uno de ellos. Si el viajero no presta atención a las señales y toma cualquier camino que le parezca correcto, puede ser sincero, pero con toda probabilidad se hallará en algún camino equivocado.
El primero y el más alto de los deberes
No es suficiente tener buenas intenciones, hacer lo que uno piensa que es correcto o lo que el ministro le diga que está bien. Uno debe investigar las Escrituras por sí mismo. Tiene un mapa que contiene todas las indicaciones para el viaje al cielo, y no debe asumir ninguna suposición. El primero y el más alto de los deberes de todo ser racional es aprender de las Escrituras lo que es verdad, y entonces andar de acuerdo con el conocimiento que tiene y animar a otros a seguir su ejemplo. Debemos formar nuestras opiniones por nosotros mismos, siendo que por nosotros mismos hemos de responder delante de Dios. Hombres instruidos, con la pretensión de tener una gran sabiduría, enseñan que las Escrituras tienen un significado secreto y espiritual que no resulta claro en el lenguaje empleado. Estos hombres son falsos maestros. El lenguaje de la Biblia debe explicarse de acuerdo con su sentido obvio, a menos que se emplee un símbolo o una figura. Si los hombres solo tomaran la Biblia tal como se lee, se realizaría una obra que traería a las filas del cristianismo a millares y millares que ahora andan en el error.
Muchos pasajes de las Escrituras –que hombres instruidos pasan por alto sin darles importancia– se hallan llenos de consuelo para el que ha sido enseñado en la escuela de Cristo. La comprensión de la verdad bíblica depende no tanto del poder del intelecto que se empeña en la investigación, como de la sencillez de propósito y el anhelo ferviente de lograr justicia.
Resultados del descuido en la oración y el estudio de la Biblia
Nunca se debería estudiar la Biblia sin oración. El Espíritu Santo es el
único que puede hacernos sentir la importancia de las cosas que son fáciles de entender, o impedir que nos equivoquemos en las verdades difíciles. Los ángeles celestiales preparan nuestro corazón para que comprendamos la Palabra de Dios. Seremos cautivados por su belleza, amonestados por sus advertencias y fortalecidos por sus promesas. Las tentaciones a menudo parecen irresistibles porque la persona probada no puede recordar rápidamente las promesas de Dios y hacer frente a Satanás con el arma de las Escrituras. Pero los ángeles se hallan junto a los que están deseosos de aprender, y ellos traerán a su recuerdo las verdades que se necesitan.
“El Espíritu Santo [...] les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Juan 14:26). Pero las enseñanzas de Cristo deben haber sido previamente almacenadas en la mente como para que el Espíritu de Dios las refresque en nuestra memoria en tiempos de peligro.
El destino de innumerables multitudes de la Tierra está por decidirse. Todo seguidor de Cristo debe preguntarse fervientemente: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hech. 9:6, RVC). Debemos buscar ahora una experiencia profunda y viviente en las cosas de Dios. No tenemos que perder un solo momento. Estamos en el terreno hechizado de Satanás. ¡No se duerman, centinelas de Dios!
Muchos se felicitan por los malos actos que no cometen. Pero no es suficiente que sean árboles en el huerto de Dios. Han de llevar frutos. De lo contrario, en los libros del cielo están anotados como una molestia en el terreno. Sin embargo, el corazón de Dios, lleno de amor paciente, todavía intercede ante las almas que no han prestado atención a la misericordia divina y han abusado de su gracia.
En el verano no existe una diferencia notable entre los árboles de hojas perennes y los que las dejan caer; pero cuando llegan las ráfagas del invierno, los de hojas perennes permanecen, en tanto que los demás árboles pierden su follaje. Dejen que se levante la oposición y que reine la intolerancia, dejen que se encienda la persecución, y los tibios e hipócritas cederán en su fe; pero los verdaderos cristianos permanecerán firmes, con su fe fuerte, y con su esperanza más brillante que en los días de prosperidad.
“Será como un árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme que llegue el calor, y sus hojas están siempre verdes. En época de sequía no se angustia, y nunca deja de dar fruto” (Jer. 17:8). 📖
Los Rescatados | Capítulo 39
El último llamamiento divino
"Después de esto vi a otro ángel que bajaba del cielo. Tenía mucho poder, y la tierra se iluminó con su resplandor. Gritó a gran voz: ¡Ha caído! ¡Ha caído la gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios y en guarida de todo espíritu maligno, en nido de toda ave impura y detestable. […] Luego oí otra voz del cielo que decía: Salgan de ella, pueblo mío, para que no sean cómplices de sus pecados, ni los alcance ninguna de sus plagas” (Apoc. 18:1- 4).
El anuncio hecho por el segundo ángel de Apocalipsis 14 (vers. 8) ha de ser repetido, con la mención adicional de las corrupciones que han estado entrando en Babilonia desde que el mensaje fuera dado por primera vez.
Aquí se describe una terrible condición. En cada oportunidad en que se rechaza la verdad, la mente de las personas se oscurece; el corazón se vuelve más empecinado. Las personas continuarán pisoteando los preceptos del Decálogo hasta que lleguen al punto de perseguir a los que los consideran sagrados. Se desprecia a Cristo cuando se manifiesta desdén hacia su Palabra y hacia su pueblo.
El profesar ser religioso llegará a ser un manto para ocultar las más bajas iniquidades. La creencia en el espiritismo abre la puerta a doctrinas de demonios, y así la influencia de los malos ángeles se sentirá en las iglesias. Las iglesias apóstatas, designadas como Babilonia en la Biblia, han llenado la medida de su culpa, y la destrucción está por caer.
Pero Dios todavía tiene un pueblo en Babilonia, y los fieles deben ser llamados a salir de ella para que no participen de sus pecados ni reciban parte de sus plagas. Un ángel desciende del cielo para iluminar la Tierra con su gloria y anunciar los pecados de Babilonia. Se oye el llamamiento: “Salgan de ella, pueblo mío”. Estos anuncios constituyen la advertencia final que ha de ser dada a los habitantes del mundo.
Los poderes de la tierra, al unirse en guerra contra los mandamientos de Dios, decretarán que todos los hombres, “grandes y pequeños, ricos y pobres, libres y esclavos” (Apoc. 13:16) tienen que practicar las costumbres de la iglesia en la observancia de un falso día de reposo. Todos los que rehúsen
hacerlo serán finalmente declarados culpables de muerte. Por el otro lado, la ley de Dios que proclama el día de descanso del Creador amenaza con la ira divina a todos los que violan sus preceptos.
Cuando el asunto sea presentado de esta manera clara ante las personas, todo aquel que pisotee la ley de Dios para obedecer un edicto humano recibirá la marca de la bestia, la señal de lealtad al poder que él elige obedecer en lugar de Dios. “Si alguien adora a la bestia y a su imagen, y se deja poner en la frente o en la mano la marca de la bestia, beberá también el vino del furor de Dios, que en la copa de su ira está puro, no diluido” (Apoc. 14:9, 10).
Nadie sufre la ira de Dios antes que la verdad haya sido presentada a su mente y a su conciencia y haya sido rechazada. Muchos jamás habrían tenido la oportunidad de escuchar las verdades especiales para este tiempo. El que lee todos los corazones no permitirá que ninguno de los que deseen conocer la verdad sea engañado en cuanto al punto principal de la controversia. Todos han de tener luz suficiente para tomar una decisión inteligente.
La gran prueba de lealtad
El sábado, la gran prueba de lealtad, es la verdad especialmente controvertida. En tanto que la observancia del falso día de reposo es una muestra de lealtad al poder opuesto a Dios, el observar el verdadero sábado es una evidencia de lealtad al Creador. Mientras una clase recibe la marca de la bestia, la otra recibe el sello de Dios.
Las predicciones de que la intolerancia religiosa dominará otra vez, y de que la Iglesia y el Estado perseguirán a los que guardan los mandamientos de Dios, han sido declaradas sin fundamento y absurdas. Pero cuando el asunto de la observancia del domingo sea ampliamente agitado, se verá que el acontecimiento que por tanto tiempo se ha puesto en duda se está acercando, y el mensaje producirá un efecto que no podría haber tenido antes.
En toda generación Dios ha enviado a sus siervos a reprender el pecado en el mundo y en la iglesia. Muchos reformadores, al iniciar su obra, se propusieron ejercer gran prudencia en atacar los pecados de la iglesia y la nación. Esperaban conducir al pueblo de vuelta al estudio de la Biblia por medio del ejemplo de una vida pura y cristiana. Pero el Espíritu de Dios vino sobre ellos; sin temer las consecuencias, no podían dejar de predicar la doctrina sencilla de la Biblia.
Así será proclamado el mensaje. El Señor obrará mediante instrumentos humildes que se consagren a su servicio. Los obreros serán calificados más bien por la unción del Espíritu Santo que por la educación recibida en instituciones de enseñanza. Habrá hombres que se sentirán obligados a salir con santo celo para declarar las palabras que Dios les dé. Se revelarán los pecados de Babilonia. El pueblo será conmovido. Miles de personas jamás han escuchado palabras semejantes. Babilonia es la iglesia, caída por sus pecados, debido a su rechazo de la verdad. Cuando la gente vaya a ver a sus maestros con la pregunta: “¿Son estas cosas así?”, los dirigentes recurrirán a las fábulas para aquietar la conciencia despertada. Pero como muchos demandarán un sencillo “Así dice el Señor”, los ministros populares inducirán a las multitudes amantes del pecado a perseguir y burlarse de aquellos que proclaman la verdad.
El clero hará esfuerzos casi sobrehumanos para quitar la luz, y para suprimir la discusión de estas cuestiones vitales. La iglesia apelará al brazo poderoso del poder civil y, en esta obra, los papistas y los protestantes se unirán. A medida que el movimiento en favor de la imposición del descanso dominical se vuelva más atrevido, los que observan los mandamientos serán amenazados con multas y prisión. A algunos se les ofrecerán posiciones de influencia y a otros recompensas para que renuncien a su fe. Pero su respuesta será: “Muéstrennos nuestro error por medio de la Palabra de Dios”. Los que sean citados a comparecer ante los tribunales presentarán una poderosa defensa de la verdad, y algunos de los que los escuchen serán inducidos a tomar posiciones junto con los que guardan los mandamientos de Dios. Hay millares que de otra manera no sabrían nada acerca de estas verdades.
La obediencia a Dios será tratada como rebelión. Los padres emplearán severidad para con sus hijos creyentes. Los hijos serán desheredados y echados del hogar. “Así mismo serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:12). Cuando los defensores de la verdad rehúsen honrar el domingo, algunos serán arrojados a la cárcel, otros serán exiliados y algunos serán tratados como esclavos. Cuando el Espíritu de Dios sea retirado de los hombres se producirán sucesos extraños. El corazón puede llegar a ser muy cruel cuando el temor y el amor de Dios desaparecen del mundo.
La tormenta se aproxima
A medida que la tormenta se aproxima, una clase numerosa de personas que han profesado tener fe en el mensaje del tercer ángel, pero que no han sido santificadas por la obediencia a la verdad, abandona su lealtad y se une a la oposición. Al unirse con el mundo han llegado a considerar las cosas casi de la misma manera que éste, y eligen situarse en el lado más popular. Hombres que una vez se regocijaron en la verdad emplean sus talentos y su agradable lenguaje para desviar a las almas. Llegan a ser acerbos enemigos de sus hermanos de antes. Estos apóstatas son eficientes agentes de Satanás para calumniar y acusar a los observadores del sábado e instigan a los gobernantes en su contra.
Los siervos de Dios han dado la amonestación. El Espíritu de Dios los ha constreñido. No han consultado sus intereses temporales, ni han tratado de preservar su reputación o su vida. La obra parece sobrepasar grandemente a su capacidad de realizarla. Sin embargo, no pueden volverse atrás. Sintiendo su impotencia, recurren al Todopoderoso en procura de fuerza.
En la historia se distinguen diferentes períodos porque en ellos se ha desarrollado alguna verdad especial, adaptada a las necesidades del pueblo de Dios de ese tiempo. Pero, teniendo en cuenta que toda nueva verdad ha tenido que hacer frente a la oposición, los embajadores de Cristo deben realizar su deber y dejar con Dios los resultados.
La oposición adquiere nueva fuerza
A medida que se aumenta la oposición, los siervos de Dios se hallan de nuevo perplejos, pues parece que ellos han provocado la crisis. Pero su conciencia y la Palabra de Dios les aseguran que su conducta es correcta. Su fe y su valor se acrecientan con la emergencia. Su testimonio es: “Cristo ha vencido los poderes de la tierra, y ¿estaremos temerosos frente a un mundo ya conquistado?”
Siendo que nadie puede servir a Dios sin despertar la oposición de las huestes de las tinieblas, los malos ángeles los asaltan, alarmados de que su influencia les arrebate la presa de sus manos. Los hombres perversos tratan de separarlos de Dios con tentaciones seductoras. Cuando estas no tienen éxito, se emplea la fuerza para dominar la conciencia.
Pero mientras Jesús siga siendo el intercesor de la humanidad en el Santuario celestial, la influencia restrictiva del Espíritu Santo sigue siendo
sentida por los gobernantes y el pueblo. Aun cuando muchos son activos agentes de Satanás, Dios también tiene sus representantes entre los dirigentes de la nación. Unos pocos hombres mantendrán en jaque una poderosa corriente del mal. La oposición de los enemigos de la verdad será restringida con el fin de que el mensaje del tercer ángel realice su obra. La amonestación final conquistará la atención de estos hombres dirigentes, y algunos aceptarán y echarán su suerte con el pueblo de Dios.
La lluvia tardía y el fuerte pregón
El ángel que se une con el tercer ángel ha de alumbrar a toda la Tierra con su gloria. El mensaje del primer ángel fue llevado a cada estación misionera del mundo, y en algunos países se presenció el mayor interés religioso desde el tiempo de la Reforma. Pero esto ha de ser sobrepasado por la última amonestación del tercer ángel.
La obra será similar a la del Día de Pentecostés. Se produjo “la lluvia temprana” en ocasión del comienzo de la predicación evangélica para favorecer los primeros brotes de la preciosa simiente; de la misma manera, la “lluvia tardía” será dada al final de la proclamación para madurar la cosecha (Ose. 6:3; Joel 2:23). La gran obra del evangelio no había de finalizar con una manifestación menor del poder de Dios que la que señaló su comienzo. Las profecías que se cumplieron en el derramamiento de la primera lluvia al comienzo del evangelio han de volver a cumplirse en la lluvia tardía de su terminación. Estos son los “tiempos de descanso” mencionados por el apóstol Pedro: “Por tanto, para que sean borrados sus pecados, arrepiéntanse y vuélvanse a Dios, a fin de que vengan tiempos de descanso de parte del Señor, enviándoles el Mesías que ya había sido preparado para ustedes, el cual es Jesús” (Hech. 3:19, 20).
Siervos de Dios, con sus rostros iluminados por su santa consagración, se apresurarán de lugar en lugar para proclamar el mensaje del cielo. Seguirán milagros, y los enfermos sanarán. Satanás también obrará con milagros mentirosos, aun haciendo descender fuego del cielo (ver Apoc. 13:13). Así los habitantes de la Tierra serán preparados para tomar su decisión.
El mensaje avanzará no tanto mediante argumentos sino sobre la base de la profunda convicción obrada por el Espíritu de Dios. Los argumentos han sido presentados. Las publicaciones han ejercido su influencia; sin embargo, muchos se han visto impedidos de comprender en forma plena la verdad.
Ahora ésta aparece con toda su claridad. Los vínculos familiares, las relaciones con la iglesia, son impotentes para detener a los honrados hijos de Dios. A pesar de las fuerzas combinadas contra la verdad, un gran número de personas tomará su lugar en las filas del Señor. 📖
Los Rescatados | Capítulo 40
El tiempo de angustia
"Entonces se levantará Miguel, el gran príncipe protector de tu pueblo. Habrá un período de angustia, como no lo ha habido jamás desde que las naciones existen. Serán salvados los de tu pueblo, cuyo nombre se halla anotado en el libro” (Dan. 12:1).
“Entonces se levantará Miguel, el gran príncipe protector de tu pueblo. Habrá un período de angustia, como no lo ha habido jamás desde que las naciones existen. Serán salvados los de tu pueblo, cuyo nombre se halla anotado en el libro” (Dan. 12:1).
Cuando finalice el mensaje del tercer ángel, el pueblo de Dios habrá realizado su tarea. Habrá recibido “la lluvia tardía” y estará preparado para la hora de prueba que tiene delante. Se ha producido la prueba final para el mundo, y todos los que han demostrado ser leales a los preceptos divinos han recibido “el sello del Dios vivo”. Entonces Jesús cesa en su intercesión en el Santuario del cielo y proclama en alta voz: “Consumado es”. “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía” (Apoc. 22:11, RVR). Cristo ha hecho la expiación en favor de su pueblo y ha borrado los pecados de sus hijos. “La majestad y el poder y la grandeza de los reinos” (Dan. 7:27) están por ser dados a los herederos de la salvación, y Jesús ha de reinar como Rey de reyes y Señor de señores.
Cuando él abandona el Santuario, las tinieblas cubren a los habitantes de la Tierra. Los justos deben vivir a la vista de un Dios santo sin intercesor. Desaparecen las restricciones con respecto a los impíos, y Satanás tiene un dominio total de los impenitentes. El Espíritu de Dios por fin se ha retirado. Entonces Satanás arrojará a los habitantes de la Tierra en una angustia grande y final. Los ángeles de Dios dejan de mantener en jaque los vientos furiosos de las pasiones humanas. Todo el mundo se verá envuelto en una ruina más terrible que la que le sobrevino a la Jerusalén de antaño. Están ahora listas las fuerzas que solo esperan el permiso divino para esparcir la desolación por doquiera.
Los que honran la ley de Dios serán considerados como la causa de la terrible lucha y el derramamiento de sangre que llena la Tierra de desgracia. El poder que acompaña a la última amonestación ha encolerizado a los malvados, y Satanás excitará el espíritu de odio y persecución contra todos los que han recibido el mensaje.
Cuando la presencia de Dios se retiró de la nación judía, los sacerdotes y el pueblo se continuaban considerando como los escogidos de Dios. Los servicios del templo continuaban; la bendición divina se invocaba diariamente sobre un pueblo culpable de la sangre del Hijo de Dios. De manera que cuando la decisión irrevocable del Santuario haya sido pronunciada y el destino del mundo haya quedado fijado para siempre, los habitantes de la Tierra no lo sabrán. Las formas de religión continuarán siendo practicadas por un pueblo del cual se ha retirado el Espíritu de Dios; el celo satánico para llevar a cabo sus malignos designios se asemejará al celo de Dios.
El tiempo de la angustia de Jacob
A medida que el sábado llegue a ser el punto especial de controversia en toda la cristiandad, se insistirá en que los pocos que se opongan a la Iglesia y al Estado no deben ser tolerados, y que es mejor que sufran ellos y no que todas las naciones sean envueltas en la confusión y la violencia. El mismo argumento se presentó contra Cristo. “Les conviene más que muera un solo hombre por el pueblo, y no que perezca toda la nación” (Juan 11:50). Este argumento parecerá ser concluyente; finalmente se emitirá un decreto contra todos los que santifican el sábado del cuarto mandamiento, denunciándolos y dando al pueblo la libertad, después de cierto tiempo, de darles muerte. Como el romanismo en el mundo antiguo, el protestantismo apóstata en el Nuevo Mundo seguirá la misma conducta. El pueblo de Dios se verá envuelto entonces en las escenas de angustia descritas como el “tiempo de la angustia de Jacob” (ver Jer. 30:5-7).
La noche de la aflicción de Jacob, cuando luchó en oración para ser librado de manos de Esaú (ver Gén. 32:24-30), representa la experiencia del pueblo de Dios en el tiempo de angustia. A causa del engaño practicado para asegurarse la bendición que su padre había destinado para Esaú, Jacob había huido, alarmado por las amenazas mortales de su hermano. Después de permanecer por muchos años en el exilio, se había preparado para regresar a su país nativo. Al llegar a sus fronteras, se llenó de terror por las noticias de la aproximación de Esaú, con la indudable intención de vengarse. La única esperanza de Jacob residía en la misericordia de Dios; su única defensa debía ser la oración.
Solo con Dios, Jacob confesó su pecado con profunda humillación. Su vida
había llegado a una crisis. En la oscuridad continuaba orando. Repentinamente, una mano se le puso sobre el hombro. Pensó que un enemigo estaba tratando de quitarle la vida. Con toda la energía de la desesperación luchó con su asaltante. Cuando empezó a clarear el alba, el extraño personaje reveló su poder sobrenatural. Jacob pareció paralizado y cayó, indefenso, como un suplicante lloroso, sobre el cuello de su misterioso antagonista. Entonces se dio cuenta de que era el ángel del pacto la persona contra la cual había estado luchando. Tiempo atrás, Jacob había sentido el remordimiento de su pecado; ahora debía tener la seguridad de que había sido perdonado. El ángel lo urgió: “¡Suéltame, que ya está por amanecer!” Pero el patriarca exclamó: “¡No te soltaré hasta que me bendigas!” Jacob confesó su debilidad e indignidad y, sin embargo, confió en la misericordia de un Dios que guarda el pacto. Mediante el arrepentimiento y la entrega del yo, este mortal pecador prevaleció sobre la majestad del cielo.
Satanás había acusado a Jacob ante Dios por su pecado y había inducido a Esaú a marchar en contra de él. Durante la noche que el patriarca estuvo luchando, Satanás trató de desanimarlo y quebrantar su confianza en Dios. Casi fue inducido a desesperar; pero él ya se había arrepentido sinceramente de su pecado y se aferró al ángel, e insistió en su petición con fervientes clamores hasta que prevaleció.
Así como Satanás acusó a Jacob, también insistirá en sus acusaciones contra el pueblo de Dios. Tiene conocimiento exacto de los pecados que él los indujo a cometer, y declara que el Señor no puede con justicia perdonarlos y al mismo tiempo destruirlos a él y a sus ángeles. Demanda que se le entreguen esos santos para destruirlos.
El Señor le permite probarlos hasta un grado extremo. La confianza que ellos han depositado en Dios –su fe– será severamente probada. El recuerdo de su pasado hará decaer sus esperanzas, pues es poco el bien que pueden ver en su vida. Satanás trata de aterrorizarlos con la idea de que el caso de ellos es desesperado. Espera así aniquilar su fe, hacerlos ceder a sus tentaciones y alejarlos de Dios.
La angustia de que Dios sea vituperado
Sin embargo, la angustia que los hijos de Dios sufren no es el terror a la persecución. Lo que temen es que, a causa de alguna falta cometida por ellos, dejen de recibir el cumplimiento de la promesa del Salvador: “Yo por mi
parte te guardaré de la hora de tentación, que vendrá sobre el mundo entero” (Apoc. 3:10). Si ellos resultaran ser indignos por causa de sus propios defectos de carácter, el nombre santo de Dios resultaría vituperado.
Señalan el arrepentimiento de sus muchos pecados, que experimentaron en el pasado, y oran por el cumplimiento de la promesa del Salvador: "¿Quién querrá desafiar mi fuerza? ¡Que haga la paz conmigo! ¡Sí, que haga la paz conmigo!” (Isa. 27:5, RVC). Durante su angustia y su aflicción no cesan en su intercesión. Se aferran de la mano de Dios como Jacob se aferró del ángel; y el lenguaje de sus almas es: “¡No te soltaré hasta que me bendigas!”
Los pecados perdonados
En el tiempo de angustia, si los hijos de Dios tuvieran pecados no confesados, que aparecieran ante ellos mientras el temor y la angustia los torturan, serían abrumados. La desesperación haría desaparecer su fe, y no podrían interceder ante Dios orando por su liberación. Pero no tienen males ocultos que revelar. Sus pecados han sido borrados, y no pueden recordarlos.
El Señor mostró en su trato con Jacob que él, de ninguna manera, tolerará el mal. Todos los que se excusan u ocultan sus pecados y permiten que estos permanezcan en los libros del cielo sin confesarlos y sin que sean perdonados serán vencidos por Satanás. Cuanto más honorable sea la posición que ocupen, tanto más seguro será el triunfo de su adversario. Los que posponen su preparación no la pueden obtener en el tiempo de angustia ni en ningún tiempo subsiguiente. El caso de todos ellos es desesperado.
La historia de Jacob es también una seguridad de que Dios no desechará a quienes, traicionados para caer en el pecado, han vuelto a Dios con sincero arrepentimiento. El Señor enviará ángeles para consolarlos en tiempos de peligro. El ojo del Señor está sobre su pueblo. Aunque pareciera que las llamas del horno están por consumirlos, el Refinador los sacará como oro probado en fuego.
Una fe que soporta la prueba
El tiempo de congoja y angustia que está delante de nosotros requiere una fe que soporte el cansancio, la demora y el hambre, una fe que no falte por severa que sea la prueba. La victoria de Jacob es una evidencia del poder de la oración importuna. Todos los que se aferren a las promesas de Dios, como lo hizo Jacob, tendrán el mismo éxito que él obtuvo. ¡Luchar con Dios! ¡Cuán pocos saben lo que esto significa! Cuando las olas de la desesperación
envuelven al suplicante, ¡cuán pocos se aferran con fe a las promesas de Dios!
Los que ejercen solo poca fe ahora se hallan en el mayor peligro de fallar bajo los engaños del poder satánico. Y aun cuando soporten la prueba, se verán envueltos en una congoja mayor en el tiempo de angustia, ya que nunca aprendieron a confiar en Dios como un hábito. Ahora deben comprobar la seguridad de sus promesas.
A menudo se anticipa una dificultad mayor que la realidad, pero esto no es cierto con respecto a la crisis que nos espera. La presentación más vívida no puede alcanzar la magnitud que tendrá la prueba. En ese tiempo cada alma necesitará mantenerse en pie por sí misma delante de Dios.
Ahora, mientras nuestro Sumo Sacerdote está haciendo intercesión por nosotros, debemos tratar de llegar a ser perfectos en Cristo. Ni siquiera en pensamiento pudo nuestro Salvador ser inducido a ceder al poder de la tentación. Satanás halla en los corazones humanos algún punto en el cual puede estribar; algún deseo pecaminoso es acariciado, y por ese medio sus tentaciones alcanzan poder. Pero Cristo declaró de sí mismo: “Viene el príncipe de este mundo. Él no tiene ningún dominio sobre mí” (Juan 14:30). Satanás no podía encontrar nada en el Hijo de Dios que le permitiera obtener la victoria. No había ningún pecado en él que Satanás pudiera emplear para su ventaja. Esta es la condición en que deben hallarse los que estén en pie en el tiempo de angustia.
Es en esta vida cuando debemos separarnos del pecado, por medio de la fe en la sangre expiatoria de Cristo. Nuestro precioso Salvador nos invita a unirnos a él, a unir nuestra debilidad con su fuerza, nuestra indignidad con sus méritos. A nosotros nos corresponde cooperar con el cielo en la obra de formar nuestros caracteres según el modelo divino.
La obra de engaño y destrucción llevada a cabo por Satanás alcanzará su culminación en el tiempo de angustia. Pronto ocurrirán en los cielos, como una demostración del poder de los demonios obradores de milagros, sucesos terribles de carácter sobrenatural. Espíritus de demonios “irán a los reyes de la tierra”, en todo el mundo, para instarlos a unirse con Satanás en su última batalla contra el gobierno del cielo. Surgirán personas que pretendan ser Cristo mismo. Ellas realizarán milagros de sanamiento y profesarán tener revelaciones del cielo que contradigan las Escrituras.
Como acto culminante en el gran drama de engaño, Satanás mismo se hará
pasar por Cristo. Por largo tiempo la iglesia ha esperado el advenimiento del Salvador como la consumación de sus esperanzas. Ahora el gran engañador hará aparecer como que Cristo ha venido. Satanás se manifestará como un ser majestuoso de brillo deslumbrante, imitando la descripción del Hijo de Dios que hay en el Apocalipsis (ver Apoc. 1:13-15).
La gloria que lo rodea no es sobrepasada por cosa alguna que los ojos mortales hayan observado. Resuenan los clamores de triunfo: “¡Cristo ha venido!” El pueblo se postra delante de él. Él levanta sus manos y los bendice. Su voz es suave, y a la vez llena de melodía. En tonos compasivos presenta alguna de las verdades celestiales que pronunciara el Salvador. Sana a los enfermos, y entonces, en su presunto carácter de Cristo, asevera haber cambiado el reposo del sábado al domingo. Declara que los que observan el séptimo día están blasfemando su nombre. Este es el engaño poderoso, casi supremo. Multitudes prestan oído a estos sortilegios, y dicen: “¡Este hombre es al que llaman el Gran Poder de Dios!” (Hech. 8:10).
El pueblo de Dios no resulta engañado
Pero el pueblo de Dios no resulta engañado. Las enseñanzas de este falso Cristo no están de acuerdo con las Escrituras. Pronuncia su bendición sobre los adoradores de la bestia y de su imagen, precisamente sobre la clase que, según declara la Biblia, recibirá la ira de Dios sin mezcla de misericordia.
Además, a Satanás no se le permite falsificar la forma en que se producirá el advenimiento de Cristo. El Salvador ha advertido a su pueblo contra el engaño en este punto. “Porque surgirán falsos Cristos y falsos profetas que harán grandes señales y milagros para engañar, de ser posible, aun a los elegidos. […] Por eso, si les dicen: ‘¡Miren que está en el desierto!’, no salgan; o: ‘¡Miren que está en la casa!’, no lo crean. Porque así como el relámpago que sale del oriente se ve hasta en el occidente, así será la venida del Hijo del hombre” (Mat. 24:24-27; 25:31; ver también Apoc. 1:7; 1 Tes. 4:16, 17). No existe posibilidad alguna de falsificar esta Venida, pues será presenciada por el mundo entero.
Tan solo los diligentes estudiosos de las Escrituras, quienes han recibido el amor de la verdad, se hallarán escudados contra el poderoso engaño que cautiva al mundo. Por medio del testimonio de la Biblia, estos descubrirán al engañador detrás de su disfraz. ¿Están los hijos de Dios hoy tan firmemente establecidos en la Palabra que no ceden a la evidencia de sus propios
sentidos? En una crisis semejante, ¿se aferrarán ellos a la Biblia, y a la Biblia solamente?
Cuando el decreto emitido por los diversos gobiernos de la cristiandad contra los que guardan los mandamientos de Dios suspenda la protección del Estado y los abandone a merced de aquellos que desean su destrucción, los hijos de Dios huirán de las ciudades y las aldeas y se asociarán en grupos para habitar en los lugares más desolados y solitarios. Muchos, como los cristianos de los valles del Piamonte, hallarán refugio en la fortaleza de las montañas (ver el capítulo 4). Pero muchos, de todas las naciones y de todas las clases, encumbrados y humildes, ricos y pobres, negros y blancos, serán arrojados en la más injusta y cruel servidumbre. Los amados de Dios pasarán días cansadores arrojados detrás de los barrotes de la cárcel, sentenciados a muerte, y aparentemente abandonados para morir en celdas oscuras y sucias.
¿Olvidará el Señor a su pueblo en esta hora de prueba? ¿Olvidó él al fiel Noé, a Lot, a José, a Elías, a Jeremías o a Daniel? Aunque los enemigos los arrojen en la prisión, las paredes de ella no pueden cortar la comunicación entre sus almas y Cristo. Vendrán ángeles a sus celdas solitarias. La prisión se convertirá en palacio, y los lóbregos muros serán alumbrados como cuando Pablo y Silas cantaban a medianoche en el calabozo de Filipos.
Los juicios de Dios caerán sobre los que tratan de destruir a su pueblo. Para Dios, el castigo es “un acto extraño” (Isa. 28:21, VM; ver también Eze. 33:11). El Señor es “clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad […] y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”. Sin embargo, “no deja sin castigo al culpable” (Éxo. 34:6, 7; Nah. 1:3). La nación a la que soporta desde hace tanto tiempo y a la que no destruirá hasta que no haya llenado la medida de su iniquidad, según el cálculo de Dios, beberá finalmente de la copa de su ira sin mezcla de misericordia. Cuando Cristo cesa su intercesión en el Santuario, se derrama la ira de Dios contra los que adoran a la bestia. Las plagas de Egipto fueron similares a los juicios más extensos que han de caer sobre el mundo justamente antes de la liberación final del pueblo de Dios. Dice el revelador: “Y a toda la gente que tenía la marca de la bestia y que adoraba su imagen le salió una llaga maligna y repugnante”. El mar “se convirtió en sangre como de gente masacrada, y murió todo ser viviente que había en el mar”. También “los ríos y los manantiales” se “convirtieron en sangre”. El ángel declara: “Justo eres tú, el Santo, que eres y que eras, porque juzgas así: ellos derramaron la sangre de
santos y de profetas, y tú les has dado a beber sangre, como se lo merecen” (Apoc. 16:2-6). Al condenar al pueblo de Dios a la muerte, ellos se han hecho tan ciertamente culpables de la sangre como si la hubieran vertido con sus manos. Cristo declaró a los judíos de su tiempo culpables de la sangre de los santos hombres desde los días de Abel (ver Mat. 23:34-36), porque estaban animados por el mismo espíritu que el de los que asesinaron a los profetas.
En la plaga siguiente, se da poder al sol para “quemar con fuego a la gente”. Los profetas describen este tiempo terrible con estas palabras: “Se ha perdido la cosecha de los campos. […] se marchitaron los granados, las palmeras, los manzanos, ¡todos los árboles del campo! ¡Y hasta la alegría de la gente acabó por marchitarse!”. “¡Cómo brama el ganado! Vagan sin rumbo las vacas porque no tienen donde pastar. [...] el fuego ha devorado los pastizales de la estepa; las llamas han consumido todos los árboles silvestres” (Apoc. 16:8; Joel 1:11, 12, 18-20).
Estas plagas no son universales; sin embargo, serán los más terribles azotes que jamás se hayan conocido. Todos los juicios anteriores al fin del tiempo de gracia estaban mezclados con misericordia. La sangre de Cristo ha protegido al pecador de la medida plena de su culpa; pero en los juicios finales, la ira es derramada sin mezcla de misericordia. Las multitudes desearán el abrigo de la misericordia de Dios que ellos despreciaron.
Aunque perseguidos y afligidos, y sufriendo por falta de alimentos, los hijos de Dios no serán abandonados para perecer. Ángeles suplirán sus necesidades. “Se le dará su pan, y sus aguas serán seguras”. “Yo Jehová, los escucharé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré” (Isa. 33:16; 41:17, VM).
Sin embargo, desde el punto de vista humano, parecerá como que el pueblo de Dios pronto tendrá que sellar su testimonio con su sangre, como hicieron los mártires antes que ellos. Es un tiempo de terrible agonía. Los malvados se regocijan: “¿Dónde está ahora su fe? ¿Por qué no los libra Dios de nuestras manos si son verdaderamente su pueblo?” Pero los que esperan recuerdan la escena de Jesús muriendo en la cruz del Calvario. A semejanza de Jacob, todos están luchando con Dios.
Grupos de ángeles están en guardia
Hay ángeles estacionados en torno a los que han guardado la palabra de la paciencia de Cristo. Ellos han presenciado su angustia y han oído sus plegarias. Esperan la palabra de su Comandante para arrebatarlos de su
peligro. Pero deben continuar esperando un poco más de tiempo. El pueblo de Dios debe beber de la copa y ser bautizado con el bautismo (ver Mat. 20:20-23). Sin embargo, por causa de los escogidos, el tiempo de la angustia será acortado y el fin vendrá más rápidamente de lo que los hombres esperan. Aunque un decreto general ha fijado el tiempo cuando los observadores de los mandamientos pueden ser muertos, sus enemigos, en algunos casos, se anticiparán al decreto y tratarán de quitarles la vida. Pero ninguno puede pasar a través de los grupos de guardianes estacionados en torno a cada alma fiel. Algunos son asaltados en su huida de las ciudades, pero las espadas levantadas contra ellos se quiebran como si fueran de paja. Otros son
defendidos por ángeles en forma de guerreros humanos.
En todas las épocas seres celestiales han tomado una parte activa en los asuntos de los hombres. Han aceptado la hospitalidad de hogares humanos, han actuado como guías de viajeros extraviados, han abierto las puertas de las cárceles y libertado a los siervos del Señor. Han venido para hacer rodar la piedra de la tumba del Salvador.
Ángeles visitan las asambleas de los malvados, así como fueron a Sodoma, para determinar si sus habitantes habían pasado los límites de la tolerancia de Dios. El Señor, por causa de los pocos que todavía lo sirven, restringe las calamidades y prolonga la tranquilidad de multitudes. Poco se dan cuenta los pecadores de que deben su vida a los pocos fieles que ellos se deleitan en oprimir.
A menudo, en los concilios de este mundo, ángeles han aparecido como oradores. Oídos humanos han escuchado sus discursos, labios humanos han ridiculizado sus consejos. Estos mensajeros celestiales han demostrado ser más capaces de defender la causa de los oprimidos que sus más elocuentes defensores. Han impedido males que habrían causado gran sufrimiento al pueblo de Dios.
Con ferviente anhelo, el pueblo de Dios espera las señales de su Rey que viene. Mientras los que luchan insisten en sus peticiones delante de Dios, el cielo resplandece con la alborada del día eterno. Como melodía angelical llegan a sus oídos las palabras: “Ya les llega ayuda”. La voz de Cristo sale de las puertas abiertas: “Estoy con ustedes. No teman. Yo he peleado la batalla en favor de ustedes, y en mi nombre son más que vencedores”.
El precioso Salvador enviará ayuda precisamente cuando se la necesite. El tiempo de angustia es una prueba terrible para el pueblo de Dios, pero todo
verdadero creyente puede ver por la fe el arco de la promesa que lo circunda. “Volverán los rescatados del Señor, y entrarán en Sión con cánticos de júbilo; su corona será el gozo eterno. Se llenarán de regocijo y alegría, y se apartarán de ellos el dolor y los gemidos” (Isa. 51:11).
Si se derramara la sangre de los testigos en este tiempo, su fidelidad no resultaría un testimonio para convencer a los demás de la verdad, pues el endurecido corazón ha rechazado las obras de la misericordia hasta que estas no regresaron más. Si los justos fueran ahora a caer presa de sus enemigos, sería un triunfo para el príncipe de las tinieblas. Cristo ha hablado: “¡Anda, pueblo mío, entra en tus habitaciones y cierra tus puertas tras de ti; escóndete por un momento, hasta que pase la ira! ¡Estén alerta!, que el Señor va a salir de su morada para castigar la maldad” (Isa. 26:20, 21).
Gloriosa será la liberación de los que han esperado pacientemente la venida del Señor y cuyos nombres están escritos en el libro de la vida. 📖
Los Rescatados | Capítulo 41
Liberación del pueblo de Dios
Cuando la protección de las leyes humanas le sea negada a los que honran la ley de Dios, habrá en diferentes países un movimiento simultáneo con el propósito de destruirlos. Cuando el tiempo señalado por el decreto esté cerca, el pueblo conspirará para asestar en una determinada noche un golpe decisivo que silenciará a los disidentes y los réprobos.
El pueblo de Dios –algunos en las celdas de las cárceles, algunos en los bosques y las montañas– ruega por la protección divina. Hombres armados, instigados por los malos ángeles, se están preparando para la obra de muerte. Ahora, en la hora de máxima gravedad, Dios se interpone: “Ustedes cantarán como en noche de fiesta solemne; su corazón se alegrará, como cuando uno sube con flautas la montaña del Señor, a la Roca de Israel. El Señor hará oír su majestuosa voz, y descargará su brazo: con rugiente ira y llama de fuego consumidor, con aguacero, tormenta y granizo” (Isa. 30:29, 30).
Multitudes de hombres malvados están por embestir para atacar a su presa, cuando densas tinieblas, más oscuras que la noche, descienden sobre la Tierra. Entonces un arco iris se extiende de un lado al otro del cielo y parece circuir a todo grupo que está orando. Las encolerizadas multitudes son contenidas. Los objetos de su ira se olvidan. Fijan la mirada en el símbolo del pacto de Dios y anhelan ser protegidos de su brillo.
El pueblo de Dios oye una voz que dice: “Enderécense”. A semejanza de Esteban miran hacia arriba y observan la gloria de Dios y del Hijo del Hombre sobre su trono (ver Hech. 7:55, 56). Disciernen las señales de su humillación, y escuchan su pedido: “Padre, quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy” (Juan 17:24). Se oye una voz que dice: “¡Helos aquí, helos aquí!, santos, inocentes e inmaculados. Guardaron la palabra de mi paciencia y andarán entre los ángeles”.
A medianoche, Dios manifiesta su poder en favor de la liberación de su pueblo. El sol aparece brillando con toda su fuerza. Siguen señales y milagros. Los malvados observan con terror la escena, mientras los justos contemplan las prendas de su liberación. En medio del cielo conmovido aparece un espacio claro de gloria indescriptible desde donde viene la voz de
Dios como el sonido de muchas aguas, diciendo: “¡Se acabó!” (Apoc. 16:17). Esa voz conmueve los cielos y la tierra. Ocurre un terrible terremoto: “Nunca, desde que el género humano existe en la tierra, se había sentido un terremoto tan grande y violento” (Apoc. 16:18). Las rocas quebrantadas se esparcen para todos lados. El mar es azotado con furia. Se escucha el rugido de un huracán como voz de demonios. La superficie de la tierra es quebrantada. Parece que sus mismos fundamentos ceden. Puertos marinos que han llegado a ser como Sodoma por su impiedad son tragados por las aguas agitadas. “Dios se acordó de la gran Babilonia y le dio a beber de la copa llena del vino del furor de su castigo” (Apoc. 16:19). Grandes piedras de granizo hacen su obra de destrucción. Ciudades orgullosas resultan abatidas. Palacios señoriales en los cuales los hombres han malgastado su riqueza caen en ruina ante su vista. Los muros de las cárceles se parten de arriba abajo, y el
pueblo de Dios es liberado.
Se abren las tumbas, “y del polvo de la tierra se levantarán las multitudes de los que duermen, algunos de ellos para vivir por siempre, pero otros para quedar en la vergüenza y en la confusión perpetuas”. “Quienes lo traspasaron”, los que se mofaron de las agonías del Cristo moribundo, y los más violentos opositores de su verdad, son resucitados para observar el honor que se tributa a los leales y obedientes (Dan. 12:2; Apoc. 1:7).
Fieros relámpagos envuelven la tierra en un círculo de fuego. Por encima del trueno, voces misteriosas y terribles declaran la condenación de los depravados. Los que se mofaban y desafiaban, y se manifestaban crueles con los que observaban los mandamientos de Dios, ahora tiemblan de terror. Los demonios se conmueven, en tanto que los hombres claman por misericordia.
El Día del Señor
Dijo el profeta Isaías: “En aquel día arrojará el hombre los topos y murciélagos a sus ídolos de oro y plata que él fabricó para adorarlos. Se meterá en las grutas de las rocas en las hendiduras de los peñascos, ante el terror del Señor y el esplendor de su majestad, cuando él se levante para hacer temblar la tierra” (Isa. 2:20, 21).
Los que lo han sacrificado todo por Cristo están ahora seguros. Ante la vista del mundo y desafiando la muerte, han demostrado su fidelidad a aquel que murió por ellos. Sus rostros, hasta hace poco pálidos y macilentos, brillan ahora iluminados por la admiración. Sus voces se elevan en un cántico
triunfante: “Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia. Por eso, no temeremos se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar; aunque rujan y se encrespen sus aguas, y ante su furia retiemblen los montes” (Sal. 46:1-3).
Mientras ascienden estas palabras de santa confianza ante Dios, la gloria de la ciudad celestial traspasa los portales abiertos. Luego aparece una mano en los cielos que sostiene dos tablas de piedra. Esa ley santa, proclamada desde el Sinaí, ahora es revelada como la regla del juicio. Las palabras son tan claras que todos pueden leerlas. Se despiertan los recuerdos. Se destierran de la mente la oscuridad de la superstición y la herejía. Es imposible describir el horror y la desesperación de aquellos que han pisoteado la ley de Dios. Para obtener el favor del mundo, ellos anularon sus preceptos y enseñaron a otros a transgredirlos. Ahora son condenados por la ley que han despreciado, y ven que están sin excusa. Los enemigos de la ley de Dios tienen un nuevo concepto de la verdad y del deber. Ven, demasiado tarde, que el sábado es el sello del Dios vivo. Demasiado tarde ven el fundamento de arena sobre el cual han estado edificando. Han estado luchando contra Dios. Los maestros religiosos han conducido sus almas a la perdición, en tanto que profesaban guiarlos al paraíso. ¡Cuán grande es la responsabilidad de los hombres que tienen un oficio sagrado, y cuán terribles los resultados de su infidelidad!
Aparece el Rey de reyes
Se oye la voz de Dios declarando el día y la hora de la venida de Jesús. El Israel de Dios escucha con los ojos elevados al cielo mientras su semblante resplandece con la gloria del Altísimo. Pronto aparece en el este una pequeña nube negra. Es la nube que rodea al Salvador. En medio de un silencio solemne los hijos de Dios la miran con atención mientras se acerca, hasta que se convierte en una gran nube blanca, cuya base es una gloria semejante a un fuego consumidor, y su corona, el arco iris del pacto. Jesús está sentado en ella como poderoso conquistador, no ya como “varón de dolores”. Lo asisten santos ángeles, una inmensa e innumerable multitud de ellos, “millones de millones, y millares de millares”. Todos los ojos observan al Príncipe de la vida. Una diadema de gloria descansa sobre su frente. Su semblante brilla más que el sol del mediodía. “En su manto y sobre el muslo lleva escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores” (Apoc. 19:16).
El Rey de reyes desciende en la nube, envuelto en llamas de fuego. La
tierra tiembla delante de él. “Nuestro Dios viene, pero no en silencio; lo precede un fuego que todo lo destruye, y en torno suyo ruge la tormenta. Dios convoca a los cielos y a la tierra, para que presencien el juicio de su pueblo” (Sal. 50:3, 4).
“Los reyes de la tierra, los magnates, los jefes militares, los ricos, los poderosos, y todos los demás, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Todos gritaban a las montañas y a las peñas: ‘¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?’ ” (Apoc. 6:15-17).
Cesan las burlas, callan los labios mentirosos. No se oye otra cosa que la voz de la oración y el sonido de la lamentación. Los malvados ruegan ser enterrados bajo las rocas antes que hacer frente al rostro de aquel a quien han traspasado. Conocen esa voz que penetra el oído de los muertos. ¡Cuán a menudo los ha llamado al arrepentimiento con tonos cariñosos! ¡Cuán a menudo fue oída en la invitación de un amigo, un hermano, un Redentor! Esa voz despierta los recuerdos de advertencias despreciadas y de invitaciones rechazadas.
Están también los que se mofaron de Cristo en su humillación. Él declaró: “De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo” (Mat. 26:64). Ahora lo contemplan en su gloria; todavía han de verlo sentado a la diestra del poder. Allí está el altivo Herodes que se burló de su título real. Ahí están los hombres que colocaron sobre su frente la corona de espinas y en su mano el cetro burlesco, los que se arrodillaron delante de él con burlas blasfemas, los que escupieron en el rostro del Príncipe de la vida. Tratan de huir de su presencia. Los que atravesaron sus manos y sus pies con los clavos contemplan esas marcas con terror y remordimiento.
Con aterradora claridad los sacerdotes y gobernantes recuerdan los sucesos del Calvario, y cómo, meneando sus cabezas con regocijo satánico, exclamaron: “Salvó a otros, ¡pero no puede salvarse a sí mismo!” (Mat. 27:42). Con un sonido más alto que el clamor de “¡Crucifícalo!” que resonó por Jerusalén, se eleva el clamor de la desesperación: “¡Es el Hijo de Dios!” Tratan de huir de la presencia del Rey de reyes.
En la vida de todos los que rechazan la verdad hay momentos cuando la conciencia se despierta, cuando el alma es atacada por vanos remordimientos.
¡Pero qué son estas cosas comparadas con el remordimiento de aquel día! En medio del terror oyen las voces de los santos que exclaman: “He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará” (Isa. 25:9, RVR).
La voz del Hijo de Dios llama a los santos que duermen. Por toda la Tierra los muertos oirán esa voz, y los que la oigan vivirán. Formarán un gran ejército constituido por gente de toda nación, tribu, pueblo y lengua. Desde la cárcel de la muerte salen revestidos de una gloria inmortal, exclamando: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor. 15:55).
Cada uno sale de la tumba teniendo la misma estatura que cuando entró en ella. Pero todos se levantan con la frescura y el vigor de la juventud eterna. Cristo vino a restaurar lo que se había perdido. Él cambiará nuestros cuerpos viles y los transformará a la semejanza de su cuerpo glorioso. La forma mortal y corruptible, una vez mancillada por el pecado, llega a ser perfecta, hermosa e inmortal. Las manchas y deformidades quedan en la tumba. Los redimidos crecerán hasta la estatura plena de la raza humana en su gloria primigenia, y los últimos rastros de la maldición del pecado son quitados. Los fieles de Cristo reflejarán en la mente y en el cuerpo la imagen perfecta de su Señor.
Los justos vivos son cambiados “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos”. A la voz de Dios son hechos inmortales, y junto con los santos resucitados son arrebatados a encontrar al Señor en el aire. Ángeles “reunirán de los cuatro vientos a los elegidos, de un extremo al otro del cielo” (Mat. 24:31). Los niños pequeños son entregados en los brazos de sus madres. Amigos separados por largo tiempo por la muerte resultan reunidos, para no separarse más, y con cánticos de alegría ascienden juntos a la ciudad de Dios.
En la ciudad santa
En medio de las multitudes incontables de los redimidos toda mirada se fija en Jesús. Todo ojo contempla su gloria y ese rostro que fue desfigurado más que todo hombre, y ven su hermosura más que la de los hijos de los hombres (ver Isa. 52:14). Sobre las cabezas de los vencedores Jesús coloca la corona de gloria. Para cada uno hay una corona que lleva su propio “nombre nuevo” (Apoc. 2:17) y la inscripción: “Santidad a Jehová”. En la mano de todos se coloca la palma de la victoria y el arpa brillante. Entonces, cuando el ángel director da la nota, todas las manos pulsan las cuerdas con hábiles
dedos y prorrumpen en estrofas de rica melodía. Todas las voces se elevan en agradecida acción de gracias: “Al que nos ama y que por su sangre nos ha librado de nuestros pecados, al que ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes al servicio de Dios su Padre, ¡a él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos!” (Apoc. 1:5, 6).
Ante las multitudes redimidas se eleva la santa ciudad. Jesús abre los portales, y las naciones que han guardado la verdad entran por ellos. Entonces su voz se oye mientras proclama: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mat. 25:34). Jesús le presenta al Padre la compra hecha con su sangre, declarando: “Aquí me tienen, con los hijos que Dios me ha dado”. “A los que me diste, yo los guardé” (Heb. 2:13; Juan 17:12, RVR). ¡Oh, qué maravillosa es aquella hora cuando el Padre infinito, mirando a los redimidos, contemplará su imagen, con la mancha del pecado desterrada, y a los seres humanos otra vez restaurados a la armonía con la imagen divina!
El gozo del Salvador consiste en ver, en el reino de la gloria, a las almas salvadas por su agonía y su humillación. Los redimidos compartirán su gozo: contemplan a los que ganaron por sus oraciones, trabajos y sacrificio amante. Su corazón se verá lleno de alegría cuando vean que éste ha ganado a otros, y estos a otros más.
Los dos adanes se encuentran
Cuando los redimidos reciben la bienvenida en la ciudad de Dios, un triunfante clamor rasga los aires. Están por encontrarse los dos Adanes. El Hijo de Dios ha de recibir al padre de nuestra raza, a quien creó, el que pecó, aquel por cuyo pecado existen las señales de la crucifixión en el cuerpo del Salvador. Cuando Adán discierne las marcas de los clavos, se arroja con humillación a los pies de Cristo. El Salvador lo levanta y le pide que de nuevo observe el hogar edénico del cual se había visto excluido por tanto tiempo.
La vida de Adán estuvo llena de dolor. Cada hoja que moría, cada víctima de un sacrifico, cada mancha que mancillaba la pureza del hombre, le era un recordativo del pecado. Terrible fue la agonía de remordimiento cuando hizo frente a los reproches que se le hacían por causa del pecado. Fielmente, se arrepintió de su pecado, y murió con la esperanza de la resurrección. Ahora
por la expiación, Adán es restablecido.
Transportado de gozo, contempla los árboles que una vez fueron su delicia, cuyo fruto él mismo había recogido en los días de su inocencia. Ve en las viñas que sus propias manos cuidaron las mismas flores que una vez le gustó cuidar. ¡Esto es, en realidad, el Edén restaurado!
El Salvador lo conduce al árbol de la vida y le pide que coma de él. Observa una multitud de su familia redimida. Y entonces arroja su corona a los pies de Jesús y abraza al Redentor. Pulsa el arpa, y los ámbitos del cielo repercuten con el eco de su cántico triunfal: “¡Digno es el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir el poder!” (Apoc. 5:12). La familia de Adán echa sus coronas a los pies del Salvador mientras se postra en adoración. Los ángeles lloraron cuando se produjo la caída de Adán y se regocijaron cuando Jesús abrió la tumba en favor de todos los que creyeran en su nombre. Ahora contemplan la obra de la redención realizada y unen sus voces en alabanza.
Sobre el “mar como de vidrio mezclado con fuego” se reúne el grupo de los que “habían vencido a la bestia, a su imagen y al número de su nombre”. Los 144.000 fueron redimidos de entre los hombres, y ellos cantan un cántico nuevo, el cántico de Moisés y del Cordero (Apoc. 15:2, 3). Ninguno, fuera de los 144.000 puede aprender ese canto, porque es el cántico de una experiencia que ningún otro grupo ha tenido jamás. Estos “son los que siguen al Cordero por dondequiera que va”. Estos, habiendo sido trasladados de entre los vivos, fueron “rescatados como los primeros frutos de la humanidad para Dios y el Cordero” (Apoc. 14:4, 5). Pasaron por el tiempo de angustia tal como no lo hubo desde que existió la humanidad. Soportaron la angustia de Jacob; permanecieron en pie sin un intercesor a través del derramamiento de los juicios de Dios. Ellos “han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero”; “no se encontró mentira alguna en su boca, pues son intachables” delante de Dios; “ya no sufrirán hambre ni sed. No los abatirá el sol ni ningún calor abrasador. Porque el Cordero que está en el trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva; y Dios les enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7:14; 14:5; 7:16, 17).
Los redimidos en la gloria
En todas las edades los escogidos del Salvador recorrieron sendas estrechas. Fueron purificados en el horno de la aflicción. Por causa de Cristo soportaron el odio, la calumnia, la abnegación y amargos chascos.
Conocieron el mal del pecado, su poder, su culpa, su desgracia; lo miraron con aborrecimiento. Un sentido del infinito sacrifico hecho para curarlos los humilla y llena su corazón de gratitud. Aman mucho porque les ha sido perdonado mucho (ver Luc. 7:47). Habiendo sido participantes de los sufrimientos de Cristo, están preparados para participar de su gloria.
Los herederos de Dios vienen de buhardillas, chozas, cárceles, cadalsos, montañas, desiertos, cavernas. Fueron “pobres, angustiados, maltratados”. Millones descendieron a la tumba cargados de infamia porque rehusaron ceder a Satanás. Pero ahora ya no tienen ninguna aflicción, no están esparcidos ni oprimidos. Por lo tanto, se hallan revestidos de mantos más ricos que los que usaron los hombres más honrados de la Tierra, coronados con las diademas más gloriosas que jamás se hayan colocado en la frente de los monarcas terrenales. El Rey de gloria ha limpiado las lágrimas de todos los rostros. Ellos estallan en un cántico de alabanza claro, dulce y armonioso. Las antífonas resuenan en las bóvedas del cielo: “¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”. Todos responden: “¡Amén! La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, la honra, el poder y la fortaleza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén!” (Apoc. 7:10, 12).
En esta vida solo podemos comenzar a entender el tema maravilloso de la redención. Con nuestra comprensión finita podemos considerar con el máximo fervor la vergüenza y la gloria, la vida y la muerte, la justicia y la misericordia que se encuentran en la cruz; sin embargo, ni aun con nuestros más altos vuelos del pensamiento alcanzamos a abarcar su pleno significado. La longitud y la anchura, la profundidad y la altura del amor redentor se comprenden solo oscuramente. El plan de redención nunca será plenamente entendido, aunque los redimidos lleguen a ver como son vistos, y lleguen a conocer como son conocidos; pero a través de las edades eternas nuevas verdades continuarán desenvolviéndose en la mente admirada y deleitada. Aunque las angustias y los dolores y las tentaciones de la Tierra han terminado y su causa suprimida, el pueblo de Dios siempre tendrá un conocimiento claro, inteligente, de lo que ha costado su salvación.
La cruz será el canto de los redimidos por toda la eternidad. En el Cristo glorificado contemplarán al Cristo crucificado. Nunca se olvidará que la Majestad del cielo se humilló a sí mismo para levantar al hombre caído, que él soportó la culpa y la vergüenza del pecado y el ocultamiento del rostro de
su Padre hasta que las agonías de un mundo perdido quebrantaron su corazón y terminaron con su vida. El Hacedor de todos los mundos puso a un lado su gloria por amor al hombre: esto siempre excitará la admiración del universo. Cuando las naciones de los salvados contemplen a su Redentor y comprendan que de su reino no habrá fin, prorrumpirán en este cántico: “¡Digno, digno es el Cordero que fue inmolado, y nos ha redimido para Dios con su propia preciosísima sangre!”
El misterio de la cruz explica todos los misterios. Se verá que aquel que es infinito en sabiduría no podía idear otro plan para nuestra salvación fuera del sacrificio de su Hijo. La compensación por este sacrificio es el gozo que tendrá de poblar la Tierra con seres redimidos, santos, felices e inmortales. Tan grande es el valor del alma, que el Padre está satisfecho con el precio pagado. Y Cristo mismo, contemplando los frutos de su gran sacrificio, también está satisfecho. 📖
Los Rescatados | Capítulo 42
¿Será destruida la Tierra?
Cuando la voz de Dios ponga fin al cautiverio de su pueblo, se producirá un terrible despertar de aquellos que lo han perdido todo en la gran lucha de la vida. Cegados por los engaños de Satanás, los ricos se enorgullecían de su superioridad con respecto a los menos favorecidos. Pero se olvidaron de alimentar al hambriento, vestir al desnudo, actuar con justicia y amar la misericordia. Ahora son despojados de todo lo que los hacía grandes y quedan sin nada. Miran con terror la destrucción de sus ídolos. Han vendido sus almas por los deleites de la Tierra y no se hicieron ricos con respecto a Dios. Su vida es un fracaso, sus placeres se convierten en amargura. La ganancia de toda una vida es eliminada en un momento. Los ricos lamentan la destrucción de sus casas grandes, la dispersión de su oro y plata, y el temor de que ellos mismos han de perecer con sus ídolos. Los malvados lamentan que el resultado sea ése, pero no se arrepienten de su maldad.
El ministro que ha sacrificado la verdad por obtener ganancias o el favor de los hombres, ahora discierne la influencia de sus enseñanzas. Toda línea escrita, toda palabra pronunciada que indujo a los hombres a descansar en un falso refugio ha sido una semilla sembrada; y ahora contempla la cosecha. Dice el Señor: “¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan el rebaño de mis praderas! […] Pues bien, yo me encargaré de castigarlos a ustedes por sus malas acciones” (Jer. 23:1, 2; Eze. 13:22).
Los ministros y el pueblo ven que se han rebelado contra el Autor de toda justa ley. Descartaron los preceptos divinos y produjeron millares de fuentes de iniquidad, hasta que la Tierra llegó a convertirse en un abismo de corrupción. Ningún lenguaje puede expresar los anhelos que los desleales sienten por lo que han perdido para siempre: la vida eterna.
Los miembros del pueblo se acusan mutuamente de que se los ha inducido a la destrucción, pero todos se unen en acumular sus más amargas condenaciones contra los pastores infieles que profetizaron “cosas agradables” (Isa. 30:10), que indujeron a los feligreses a anular la ley de Dios y a perseguir a los que querían observarla como santa. “¡Estamos perdidos – exclaman–, y ustedes son la causa!” Las manos que una vez los coronaron
con laureles se levantarán para destruirlos. Por doquiera hay lucha y derramamiento de sangre.
El Hijo de Dios y los mensajeros celestiales han estado en conflicto con el maligno para amonestar, iluminar y salvar a los hijos de los hombres. Ahora todos han hecho su decisión; los malvados se han unido plenamente con Satanás en su guerra contra Dios. La controversia no es solamente contra Satanás, sino contra los hombres. “El Señor litiga contra las naciones” (Jer. 25:31).
El ángel de la muerte
Ahora avanza el ángel de la muerte, representado en la visión de Ezequiel por los hombres que portan las armas para ejecutar, a los cuales se da la orden: “Maten a viejos y a jóvenes, a muchachas, niños y mujeres; comiencen en el templo, y no dejen a nadie con vida. Pero no toquen a los que tengan la señal. Y aquellos hombres comenzaron por matar a los viejos que estaban frente al templo”, aquellos que profesaban ser los guardianes espirituales del pueblo (Eze. 9:6).
Los falsos centinelas son los primeros en caer. “¡Estén alerta!, que el Señor va a salir de su morada para castigar la maldad de los habitantes del país. La tierra pondrá al descubierto la sangre derramada; ¡ya no ocultará a los masacrados en ella!” “En aquel día el Señor los llenará de pánico. Cada uno levantará la mano contra el otro, y se atacarán entre sí” (Isa. 26:21; Zac. 14:13).
En la furiosa lucha de sus propias pasiones y por el derramamiento de la ira de Dios sin mezcla de misericordia caen sacerdotes, gobernantes y el pueblo impío. “Y los muertos por Jehová en aquel día estarán tendidos de cabo a cabo de la tierra: no serán llorados, ni recogidos, ni enterrados” (Jer. 25:33, VM).
A la venida de Cristo los impíos son destruidos por el fulgor de su gloria. Cristo arrebata a su pueblo a la ciudad de Dios, y la Tierra es vaciada de sus habitantes. “Miren, el Señor arrasa la tierra y la devasta, trastorna su faz y dispersa a sus habitantes. […] La tierra queda totalmente arrasada, saqueada por completo, porque el Señor lo ha dicho. [...] porque han desobedecido las leyes, han violado los estatutos, han quebrantado el pacto eterno. Por eso una maldición consume a la tierra, y los culpables son sus habitantes. Por eso el fuego los consume” (Isa. 24:1, 3, 5, 6).
La Tierra tiene el aspecto de un desierto desolado: las ciudades destruidas por un terremoto, los árboles desarraigados, las rocas escabrosas arrancadas de la tierra y esparcidas por su superficie. Enormes cavernas señalan los lugares donde las montañas han sido arrancadas de sus fundamentos.
El destierro de Satanás
Ahora se cumple el suceso prefigurado en el último y solemne servicio del Día de la Expiación. Cuando los pecados de Israel habían sido quitados del Santuario en virtud de la sangre ofrecida por el pecado, el macho cabrío emisario era presentado vivo delante del Señor. El sumo sacerdote confesaba sobre él “todas las iniquidades y transgresiones de los israelitas, cualesquiera que hayan sido sus pecados. Así el macho cabrío cargará con ellos” (Lev. 16:21). De idéntica manera, cuando la obra de la expiación en el Santuario celestial ha sido terminada, en la presencia de Dios y de los santos ángeles, y también a la vista de la hueste de los redimidos, los pecados del pueblo de Dios serán colocados sobre Satanás; él será declarado culpable de todos los males que él ha hecho cometer. Así como el macho cabrío era enviado lejos, a una tierra deshabitada, Satanás será desterrado a la Tierra desolada.
Después de presentar las escenas de la venida del Señor, el revelador continúa: “Vi además a un ángel que bajaba del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Sujetó al dragón, a aquella serpiente antigua que es el diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al abismo, lo encerró y tapó la salida para que no engañara más a las naciones, hasta que se cumplieran los mil años. Después habrá de ser soltado por algún tiempo” (Apoc. 20:1-3).
El “abismo” representa la Tierra en estado de confusión y tinieblas. Mirando proféticamente el gran Día de Dios, Jeremías declara: “Miré, y no había hombres, y todas las aves del cielo se habían ido. Miré, y he aquí el campo fértil era un desierto, y todas sus ciudades eran asoladas” (Jer. 4:23- 26, RVR).
Aquí es donde tendrá la morada Satanás y sus ángeles durante mil años. Limitado a la Tierra, no tendrá acceso a otros mundos para tentar e incomodar a los que nunca han caído. En este sentido está atado. No queda ninguno sobre el cual pueda ejercer su poder. Se lo priva de la obra de engaño y ruina que ha sido su único deleite.
Isaías, considerando el derrocamiento de Satanás, exclama: “¡Cómo caíste
de los cielos, oh Lucero, hijo de la aurora! ¡Has sido derribado por tierra, tú que abatiste las naciones! [...] Tú eres aquel que dijiste en tu corazón: ¡Al cielo subiré; sobre las estrellas de Dios ensalzaré mi trono! [...] seré semejante al Altísimo! ¡Pero ciertamente al infierno serás abatido, a los lados del hoyo! Los que te vieren clavarán en ti la vista, y de ti se cerciorarán, diciendo: ¿Es éste el varón que hizo temblar la tierra, que sacudió los reinos; que convirtió el mundo en un desierto, y destruyó sus ciudades; y a sus prisioneros nunca los soltaba?” (Isa. 14:12-17, VM).
Durante seis mil años la cárcel de Satanás (la tumba) ha recibido al pueblo de Dios, pero Cristo ha quebrantado sus ataduras y ha puesto en libertad a sus presos. Solo, con sus malos ángeles, el maligno considera los efectos del pecado: “Los reyes de las naciones, sí, todos ellos yacen con gloria cada cual en su propia casa [el sepulcro]; ¡mas tú, arrojado estás fuera de tu sepulcro, como un retoño despreciado! [...] No serás unido con ellos en sepultura; porque has destruido tu tierra, has hecho perecer a tu pueblo” (Isa. 14:18-20, VM).
Durante mil años Satanás contemplará los resultados de su rebelión contra la ley de Dios. Sus sufrimientos son intensos. Ahora queda para contemplar la parte que él ha desempeñado desde que se rebeló, y para considerar con anticipación y con terror el espantoso futuro cuando él debe ser castigado.
Durante los mil años que median entre la primera y la segunda resurrección ocurre el juicio de los impíos. El apóstol Pablo señala que este acontecimiento sigue a la segunda venida (ver 1 Cor. 4:5). Los justos reinan como reyes y sacerdotes. San Juan dice: “Entonces vi tronos donde se sentaron los que recibieron autoridad para juzgar. [...] serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apoc. 20:4-6).
En ese momento “los creyentes juzgarán al mundo” (1 Cor. 6:2). En unión con Cristo juzgan a los impíos, deciden cada caso de acuerdo con las obras hechas en el cuerpo. Entonces la porción que los impíos deben sufrir es medida de acuerdo con sus obras, y se registra frente a sus nombres en el libro de la muerte.
Satanás y los malos ángeles son juzgados por Cristo y su pueblo. Dice San Pablo: “¿No saben que aun a los ángeles los juzgaremos?” (1 Cor. 6:3). San Judas declara que “a los ángeles que no mantuvieron su posición de autoridad, sino que abandonaron su propia morada, los tiene perpetuamente encarcelados en oscuridad para el juicio del gran Día” (Jud. 6).
Al final de los mil años se produce la segunda resurrección. Entonces los malos, levantados entre los muertos, aparecen ante Dios para la ejecución de la “sentencia escrita” (Sal. 149:9). Así dice el revelador: “Los demás muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron los mil años” (Apoc. 20:5). Isaías declara con respecto a los impíos: “Serán juntados como se juntan los presos en el calabozo, y estarán encerrados en la cárcel; y después de muchos días serán sacados al suplicio” (Isa. 24:22, VM). 📖
Los Rescatados | Capítulo 43
El glorioso triunfo final
Al final de los mil años, Cristo regresa a la Tierra acompañado por los redimidos y una comitiva de ángeles. Él pide a los impíos que se levanten para recibir su castigo. Ellos obedecen, en número tan incontable como las arenas del mar, mostrando las huellas de la enfermedad y la muerte. ¡Qué contraste con los que fueron levantados en la primera resurrección!
Todas las miradas se concentran en la gloria del Hijo de Dios. A una voz la hueste de los impíos exclama: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Mat. 23:39). No es el amor lo que los inspira a expresar esta exclamación, sino que es la fuerza de la verdad la que los obliga a pronunciar estas palabras con labios reticentes. Los impíos salen de sus tumbas con la misma enemistad hacia Cristo y con el mismo espíritu de rebelión con que bajaron a ellas. No han de tener una nueva oportunidad para remediar su vida pasada.
Dice el profeta: “En aquel día pondrá el Señor sus pies en el monte de los Olivos […] y el monte de los Olivos se partirá en dos” (Zac. 14:4). Cuando la nueva Jerusalén baja del cielo, descansa en el lugar preparado, y Cristo, junto con su pueblo y los ángeles, entran en la santa ciudad.
Mientras estaba privado de realizar su obra de engaño, el príncipe del mal se sentía miserable y abatido. Pero cuando los muertos impíos son resucitados, y él ve las vastas multitudes a su lado, sus esperanzas reviven. Resuelve no ceder en el gran conflicto: comandará a los perdidos y los reunirá bajo su estandarte. Al rechazar a Cristo han aceptado la dirección del jefe rebelde, y están listos para obedecerle. Sin embargo, consecuente con su engaño anterior, no se manifiesta como Satanás. Declara ser el dueño legal del mundo cuya herencia le ha sido injustamente arrebatado. Se presenta como un redentor, asegurando a sus engañados súbditos que es su poder el que los ha levantado de la tumba. Satanás da fuerzas a los débiles, e inspira a todos con su propia energía para conducirlos con el fin de tomar posesión de la ciudad de Dios. Señala los innumerables millones que han sido levantados de entre los muertos, y declara que como dirigente de ellos es capaz de reconquistar su trono y su dominio.
En la vasta multitud se halla la raza longeva que existió antes del diluvio, hombres de gloriosa estatura y de gigantesco intelecto; hombres cuyas obras maravillosas indujeron al mundo a idolatrar su genio, pero cuya crueldad e inventos malignos hicieron que Dios los eliminara de su creación. Hay reyes y generales que nunca perdieron una batalla. En la muerte no experimentaron ningún cambio. Al salir de la tumba, están impulsados por el mismo deseo de conquista que los dominó cuando cayeron.
El asalto final contra Dios
Satanás consulta con estos hombres poderosos. Ellos declaran que el ejército que está dentro de la ciudad es pequeño en comparación con el que ellos dirigen, y que, por lo tanto, pueden vencer. Hábiles artesanos construyen implementos de guerra. Dirigentes militares organizan a los hombres en compañías y divisiones.
Por fin se da la orden de ataque, y la hueste innumerable avanza, como ejército que no puede ser igualado ni por todas las fuerzas de todos los tiempos. Satanás conduce la vanguardia, y reyes y guerreros lo acompañan. Con precisión militar las columnas cerradas avanzan sobre la quebrada superficie de la Tierra hacia la ciudad de Dios. Jesús ordena cerrar las puertas de la Nueva Jerusalén, y los ejércitos de Satanás se alistan para el ataque.
Ahora Cristo aparece a la vista de sus enemigos. Muy por encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro bruñido, se halla su trono. Sobre este trono se sienta el Hijo de Dios, y en torno a él están los súbditos de su reino. La gloria del Padre eterno circunda a su Hijo. El fulgor de su presencia irradia atravesando las puertas, inundando la Tierra de claridad.
Cerca del trono se hallan aquellos que una vez fueron celosos en la causa de Satanás pero que, arrebatados como tizones ardientes, han seguido a su Salvador con intensa devoción. Próximos a ellos están los que han perfeccionado sus caracteres en medio de la falsedad y la infidelidad, los que honraron la ley de Dios cuando el mundo la declaraba abolida, y los millones, de todas las edades, que fueron martirizados por su fe. Más allá sigue la “multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas; era tan grande que nadie podía contarla. Estaban de pie delante del trono y del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con ramas de palma en la mano” (Apoc. 7:9). Su lucha ha terminado, la victoria está ganada. La palma es un símbolo de triunfo, el manto blanco un emblema de la justicia de Cristo que ahora les pertenece.
En toda esa multitud no existe nadie que se atribuya la salvación a sí mismo sobre la base de su bondad. Nada se dice de lo que han sufrido; la nota tónica de todos sus cánticos es: Salvación a nuestro Dios y al Cordero.
La sentencia es pronunciada contra los rebeldes
En presencia de los habitantes reunidos de la tierra y del cielo ocurre la coronación del Hijo de Dios. Y ahora, investido de suprema majestad y poder, el Rey de reyes pronuncia la sentencia sobre los rebeldes que han transgredido su ley y oprimido a su pueblo. “Luego vi un gran trono blanco y a alguien que estaba sentado en él. De su presencia huyeron la tierra y el cielo, sin dejar rastro alguno. Vi también a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono. Se abrieron unos libros, y luego otro, que es el libro de la vida. Los muertos fueron juzgados según lo que habían hecho, conforme a lo que estaba escrito en los libros” (Apoc. 20:11, 12).
Cuando la mirada de Jesús se fija en los impíos, estos se hallan conscientes de todo pecado que cometieron alguna vez. Ven sus propios pies apartarse de la senda de la santidad, las tentaciones seductoras que aceptaron por su complacencia con el pecado, los mensajeros de Dios despreciados, las amonestaciones desoídas, las olas de misericordia rechazadas por un corazón obstinado y endurecido, todo aparece como si estuviera escrito con letras de fuego.
Por encima del trono se revela la cruz. Como en visión panorámica, aparecen las escenas de la caída de Adán y los pasos sucesivos en el plan de la redención. El nacimiento humilde del Salvador; su vida de sencillez; su bautismo en el Jordán; su ayuno y tentación en el desierto; su ministerio para presentar ante los hombres las bendiciones del cielo; los días llenos de obras de misericordia, las noches de oración en la montaña; las maquinaciones llenas de envidia y de malicia con que fueron pagados sus beneficios; la agonía misteriosa en el Getsemaní bajo el peso de los pecados del mundo; su traición por parte de la turba asesina; los sucesos de la noche de horror –el preso voluntario abandonado por sus discípulos, juzgado en el palacio del sumo sacerdote, en la corte de juicio de Pilato, ante el cobarde Herodes, burlado, insultado, torturado y condenado a morir–: todas estas cosas resultan vívidamente presentadas.
Y luego, ante las multitudes inquietas se revelan las escenas finales: el paciente Salvador recorriendo el camino del Calvario; el Príncipe del cielo colgado en la cruz; los sacerdotes y los rabinos mofándose de su agonía moribunda; la oscuridad sobrenatural que señaló el momento cuando el Redentor del mundo deponía su vida.
El espectáculo horrible aparece tal como es. Satanás y sus súbditos no tienen poder para dejar de observar la escena. Cada actor recuerda la parte que él realizó. Herodes, que dio muerte a los niños inocentes de Belén; la vil Herodías, sobre quien descansa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, esclavo de las circunstancias; los soldados burladores; la turba enloquecida que exclamaba: “¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!”; todos tratan en vano de esconderse de la majestad divina de su rostro, mientras los redimidos arrojan sus coronas a los pies del Salvador, exclamando: “¡Él murió por mí!”
Allí está Nerón, monstruo lleno de crueldad y vicios, contemplando la exaltación de aquellos a quienes torturó y cuyas angustias le produjeron satánica delicia. Su madre presencia la propia obra que ella realizó, y cómo las pasiones estimuladas por su influencia y ejemplo han dado como fruto crímenes que han horrorizado al mundo.
Hay sacerdotes y prelados papistas que pretendieron ser embajadores de Cristo, y sin embargo emplearon el potro, el calabozo y el cadalso para dominar al pueblo de Dios. Allí están los orgullosos pontífices que se exaltaron por encima de Dios y pensaron poder cambiar la ley del Altísimo. Esos pretendidos padres tienen una cuenta que rendir delante de Dios. Demasiado tarde ven ahora que el Omnipotente es celoso de su ley. Se dan cuenta ahora de que Cristo identifica sus intereses con su pueblo sufriente. Todo el mundo impío se halla en juicio, acusado de alta traición contra el gobierno de Dios. No tienen ningún argumento para defender su causa; no tienen ninguna excusa; y la sentencia de la muerte eterna se pronuncia contra ellos.
Los impíos ven lo que han perdido por su rebelión. “Todo esto –exclama el alma perdida– yo lo habría podido obtener. ¡Oh, extraña atracción! He cambiado la paz, la felicidad y el honor por la miseria, la infamia y la desesperación”. Todos ven que su exclusión del cielo es justa. Mediante su vida han declarado: “No queremos que este Jesús reine sobre nosotros”.
Satanás derrotado
Como fascinados, los malvados observan la coronación del Hijo de Dios. Ven en sus manos las tablas de la ley divina que ellos han despreciado. Presencian el clamor de la adoración proveniente de los salvados; y cuando las olas de melodías repercuten por encima de las multitudes que están fuera de la ciudad, todos exclaman: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso. Justos y verdaderos son tus caminos, Rey de las naciones” (Apoc. 15:3).
Y postrándose, adoran al Príncipe de la vida. Satanás parece paralizado. Habiendo sido una vez el querubín cubridor, recuerda de dónde ha caído. Está para siempre excluido del concilio en donde una vez fue honrado. Ve ahora a otro junto al Padre, un ángel de majestuosa presencia. Él sabe que la exaltada posición de ese ángel debiera haber sido suya.
Recuerda el hogar de su inocencia, la paz y el contento de que disfrutó hasta su rebelión. Pasa en revista su obra entre los hombres y sus resultados: la enemistad del hombre contra su prójimo, la terrible destrucción de vidas, el derrocamiento de tronos, los tumultos, los conflictos y las revoluciones. Recuerda sus constantes esfuerzos para oponerse a la obra de Cristo. Al mirar el fruto de su trabajo ve solamente fracaso. Una y otra vez en el proceso del gran conflicto él fue derrotado y obligado a rendirse.
El blanco del gran rebelde ha sido siempre probar que el gobierno divino era responsable por la rebelión. Él ha inducido a vastas multitudes a aceptar su versión. Durante miles de años este archiconspirador ha tramado falsear la verdad. Pero ahora ha llegado el tiempo cuando la historia y el carácter de Satanás han de ser descubiertos. En su último esfuerzo por destronar a Cristo, destruir a su pueblo y tomar posesión de la ciudad de Dios, el archirrebelde ha sido totalmente desenmascarado. Los que se ha unido con él ven el fracaso total de su causa.
Satanás observa que su rebelión voluntaria lo ha descalificado para el cielo. Él ha desarrollado sus facultades para luchar contra Dios; la pureza y la armonía del cielo serían para él ahora suprema tortura. Se postra en ese momento y confiesa la justicia de su sentencia.
Ahora está aclarada toda pregunta respecto de la verdad y el error en el milenario conflicto. Los resultados de anular los estatutos divinos han sido abiertos a la vista del universo entero. La historia del pecado será por toda la eternidad un testigo de que la ley de Dios conduce a la felicidad de todos los seres que él ha creado. El universo entero, leales y rebeldes, en acorde unánime declara: “Justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los santos”.
Ha llegado la hora cuando Cristo es glorificado por encima de todo nombre que es nombrado. Por el gozo que le fue propuesto –el que pudiera traer a muchas almas a la gloria–, él soportó la cruz. Mira a los redimidos, renovados a su propia imagen. Contempla en ellos el resultado del trabajo de su alma, y está satisfecho (ver Isa. 53:11). Con una voz que alcanza a todas las multitudes, a los justos y a los impíos, él declara: “¡He ahí la compra de mi sangre! Por ellos he sufrido, por ellos he muerto”.
Muerte violenta de los impíos
El carácter de Satanás permanece sin cambiar. La rebelión, como poderoso torrente, surge de nuevo. Él determina no ceder en la última lucha desesperada contra el Rey del cielo. Pero, de todos los incontables millones que él ha seducido en la rebelión, nadie reconoce ahora su supremacía. Los impíos están llenos del mismo odio hacia Dios que inspira Satanás, pero ven que su caso es desesperado. “Por cuanto has puesto tu corazón como corazón de Dios, por tanto, he aquí que voy a traer contra ti extraños, los terribles de las naciones; y ellos desenvainarán sus espadas contra tu hermosa sabiduría, y profanarán tu esplendor. Al hoyo te harán descender [...]. Te destruyo, ¡oh querubín que cubres con tus alas!, y te echo de en medio de las piedras de fuego. [...] Te echo a tierra; te pongo delante de reyes, para que te miren [...] te torno en ceniza sobre la tierra, ante los ojos de todos los que te ven [...] serás ruinas, y no existirás más para siempre” (Eze. 28:6-8, 16-19, VM).
“El Señor está enojado con todas las naciones”. “Hará llover sobre los malvados ardientes brasas y candente azufre; ¡un viento abrasador será su suerte!” (Isa. 34:2; Sal. 11:6). Desciende fuego de Dios desde el cielo. La tierra es quebrantada. Llamas devoradoras surgen por todas partes de grietas amenazantes. Las mismas rocas están en llamas. Los elementos se funden con el intenso calor, y también la tierra, y las obras que en ellas están son quemadas (ver 2 Ped. 3:10). La superficie de la tierra parece una masa derretida: un inmenso lago de fuego hirviente. “Porque el Señor celebra un día de venganza, un año de desagravio para defender la causa de Sión” (Isa. 34:8).
Los impíos son castigados de acuerdo con sus obras. A Satanás se lo hace sufrir no solamente por su propia rebelión, sino por todos los pecados que ha hecho cometer al pueblo de Dios. En las llamas, los impíos son por fin destruidos, raíz y rama: Satanás, la raíz; sus seguidores, las ramas. La completa penalidad de la ley se ha pagado; las demandas de la justicia se han cumplido. La obra satánica de ruina ha terminado para siempre. Ahora las criaturas de Dios son liberadas para siempre de sus tentaciones.
Mientras la Tierra se halla envuelta en fuego, los justos moran con seguridad en la ciudad santa. En tanto que Dios es fuego consumidor para el malvado, es un escudo para su pueblo (ver Apoc. 20:6; Sal. 84:11).
“Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir” (Apoc. 21:1). El fuego que consume a los malos purifica la Tierra. Desaparece todo resto de maldición. Ningún infierno que arda perpetuamente recordará a los redimidos las terribles consecuencias del pecado.
Recordativos de la crucifixión
Permanece un solo recordativo: Nuestro Redentor llevará para siempre las marcas de la crucifixión, los únicos rastros de la obra cruel hecha por el pecado. Durante las edades eternas las cicatrices del Calvario mostrarán su alabanza y declararán su poder.
Cristo les aseguró a sus discípulos que él iba a preparar mansiones para ellos en la casa del Padre. El lenguaje humano es inadecuado para describir la recompensa de los justos. La conocerán solamente los que la contemplen.
¡Ninguna mente finita puede comprender la gloria del paraíso de Dios!
En la Biblia se da el nombre de patria a la herencia de los salvados (ver Heb. 11:14-16). Allí el Pastor del cielo conduce a su rebaño a fuentes de aguas vivas. Allí hay corrientes que fluyen eternamente, claras como el cristal, y sobre sus márgenes se mecen árboles que arrojan su sombra sobre los senderos preparados para los redimidos del Señor. Amplias llanuras alternan con colinas de belleza, y las montañas de Dios elevan sus cumbres majestuosas. En esa pacífica llanura, junto a estas corrientes vivas, los hijos de Dios, por tanto tiempo peregrinos y advenedizos, encontrarán su patria.
“Construirán casas y las habitarán; plantarán viñas y comerán de su fruto. Ya no construirán casas para que otros las habiten, ni plantarán viñas para que otros coman. […] mis escogidos disfrutarán de las obras de sus manos”. Allí “se alegrarán el desierto y el sequedal; se regocijará el desierto y florecerá como el azafrán”. “El lobo vivirá con el cordero, el leopardo se echará con el cabrito […] y un niño pequeño los guiará. […] No harán ningún daño ni estrago en todo mi monte santo” (Isa. 65:21, 22; 35:1; 11:6, 9).
El dolor no puede existir en el cielo. No habrá más lágrimas, ni cortejos fúnebres. “Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”. “Ningún habitante dirá: ‘Estoy enfermo’; y se perdonará la iniquidad del pueblo que allí habita” (Apoc. 21:4; Isa. 33:24).
Allí está la Nueva Jerusalén, la metrópoli de la tierra nueva glorificada. “Resplandecía con la gloria de Dios, y su brillo era como el de una piedra preciosa, semejante a una piedra de jaspe transparente. [...]Las naciones caminarán a la luz de la ciudad, y los reyes de la tierra le entregarán sus espléndidas riquezas. [...] ¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios” (Apoc. 21:11, 24, 3).
En la ciudad de Dios “ya no habrá noche” (Apoc. 22:5). No habrá cansancio. Siempre sentiremos la frescura de la mañana, la cual nunca llegará a su fin. La luz del sol será sobrepasada por un fulgor que, sin deslumbrar la vista, superará en forma inmensurable a la claridad del mediodía. Los redimidos caminarán en la gloria del día eterno.
“No vi ningún templo en la ciudad, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo” (Apoc. 21:22). El pueblo de Dios tiene el privilegio de mantener una comunión abierta con el Padre y con el Hijo. Ahora contemplamos la imagen de Dios como en un espejo, pero entonces lo veremos cara a cara, sin ningún velo que lo oculte.
El triunfo del amor de Dios
Allí el amor y la simpatía que Dios mismo ha implantado en el alma encontrarán su expresión más genuina y más dulce. La comunión pura con los seres santos y los fieles de todas las edades, los lazos sagrados que unen a toda la “familia en el cielo y en la tierra” (Efe. 3:15); esto ayudará a construir la felicidad de los redimidos.
Allí, mentes inmortales contemplarán con delicia incesante las maravillas del poder creador, los misterios del amor redentor. Toda facultad será desarrollada, toda capacidad acrecentada. La adquisición de conocimientos no abrumará las energías. Las mayores empresas se llevarán a cabo, las más altas aspiraciones se alcanzarán, las más elevadas ambiciones se realizarán. Y aún surgirán nuevas alturas que alcanzar, nuevas maravillas que admirar, nuevas verdades que comprender, nuevos objetos que desafiarán las facultades de la mente, del alma y del cuerpo.
Todos los tesoros del universo estarán abiertos a los redimidos de Dios. Libres de la mortalidad, emprenden un vuelo incansable hacia los mundos lejanos. Los hijos de la Tierra entran en el gozo y la sabiduría de los seres no caídos y comparten los tesoros de conocimiento obtenidos a través de muchas edades. Con visión clarísima contemplan la gloria de la creación: soles y estrellas y sistemas, todos marchando en el orden señalado en torno al trono de la Divinidad.
Y a medida que los años de la eternidad transcurran, traerán nuevas y más gloriosas revelaciones de Dios y de Cristo. Cuanto más conozcan los hombres acerca de Dios, mayor será su admiración por su carácter. Cuando Jesús abra delante de ellos las riquezas de la redención y les revele los hechos asombrosos del gran conflicto con Satanás, el corazón de los redimidos se estremecerá con devoción, y miles y miles de voces se unirán para engrosar el majestuoso coro de alabanza.
“Y oí a cuanta criatura hay en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra y en el mar, a todos en la creación, que cantaban: ¡Al que está sentado en el trono y al Cordero, sean la alabanza y la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!” (Apoc. 5:13).
El gran conflicto ha terminado. Ya no existen ni pecado ni pecadores. El universo entero está limpio. Una sola pulsación de armonía y alegría late en la vasta creación. De aquel que lo creó todo fluyen vida y luz y alegría que recorren los espacios ilimitados. Desde el átomo más insignificante hasta el mayor de los mundos, todas las cosas animadas e inanimadas, con su belleza sin mácula y con gozo perfecto, declaran que Dios es amor. 📖
Dios los bendiga!!!
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