Creencia 2: La Deidad | Creencias de los Adventistas del Séptimo Día
LA DOCTRINA DE DIOS:
CREENCIA 2: LA DEIDAD
Hay un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una unidad de tres personas coeternas. Dios es inmortal, todopoderoso, omnisapiente, superior a todos y omnipresente. Es infinito y escapa a la comprensión humana, aunque se lo puede conocer por medio de su autorrevelación. Dios, que es amor, es digno, para siempre, de reverencia, adoración y servicio por parte de toda la Creación (Gén. 1:26; Deut. 6:4; Isa. 6:8; Mat. 28:19; Juan 3:16; 2 Cor. 1:21, 22; 13:14; Efe. 4:4‑6; 1 Ped. 1:2).
EN EL CALVARIO, CASI TODOS RECHAZARON A JESÚS. Solo unos pocos reconocieron
quién era realmente Jesús; entre ellos, el ladrón moribundo que lo reconoció
como Rey y Señor (Luc. 23:42), y el soldado romano que dijo: “Verdaderamente
este hombre era Hijo de Dios” (Mar. 15:39).
Al escribir Juan las siguientes palabras: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11), se refería no solo a la multitud que se amontonaba al pie de la cruz, ni siquiera a Israel, sino a toda generación que haya vivido. A excepción de algunos, toda la humanidad, a semejanza de la bulliciosa multitud reunida en el Calvario, ha rehusado reconocer en Jesús a su Dios y Salvador. Este fracaso, el mas trágico y profundo de la humanidad, demuestra que el conocimiento de Dios que poseen los seres humanos es radicalmente deficiente.
El conocimiento de Dios
Las muchas teorías que procuran explicar a Dios, y los numerosos argumentos en pro y en contra de su existencia, muestran que el conocimiento y la búsqueda humana no pueden penetrar en lo divino. Depender exclusivamente de la sabiduría humana con el fin de aprender acerca de Dios equivale a usar una lupa para estudiar las constelaciones. Por esto, para muchos, la sabiduría de Dios es una “sabiduría oculta” (1 Cor. 2:7). Para ellos, Dios es un misterio. Pablo escribió: “La que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1 Cor. 2:8).
Uno de los mandamientos más básicos de la Escritura es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mat. 22:37; ver también Deut. 6:5). No podemos amar a alguien del cual no sabemos nada; por otra parte, no podemos descubrir las cosas profundas de Dios buscándolas por cuenta propia (Job 11:7). ¿Cómo podemos entonces llegar a conocer y amar al Creador?
Se puede conocer a Dios. Dios conoce el dilema que enfrentamos los seres humanos; por eso, en su amor y compasión, ha llegado hasta nosotros por medio de la Biblia. En sus páginas se revela que “el cristianismo no es el registro de la búsqueda que los hombres hacen de Dios; es el producto de la revelación que Dios hace de sí mismo y de sus propósitos para con el hombre”.1 Esta autorrevelación está designada para salvar el abismo que existe entre este mundo rebelde y nuestro amante Dios.
La mayor manifestación del amor de Dios llegó a nosotros por medio de su suprema revelación, es decir, de Jesucristo, su Hijo. Por medio de Jesús podemos conocer al Padre. Como declara Juan: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero” (1 Juan 5:20).
Además, Jesús declaró: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Juan 17:3).
Estas son buenas noticias. Si bien es imposible conocer completamente a Dios, las Escrituras nos permiten obtener un conocimiento práctico de él que basta para permitirnos entrar en una relación salvadora con él.
Cómo conocer a Dios. A diferencia de otros procesos de investigación, el conocimiento de Dios tiene tanto que ver con el corazón como con el cerebro. Abarca todo el ser, no solo el intelecto. Debemos abrirnos a la influencia del Espíritu Santo y estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios (Juan 7:17; ver Mat. 11:27). Jesús dijo: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8).
Es claro, entonces, que los incrédulos no pueden comprender a Dios. Pablo exclamó: “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:20, 21).
La manera en que aprendemos a conocer a Dios por medio de la Biblia difiere de todos los otros métodos para adquirir conocimiento. No podemos colocarnos por encima de Dios y tratarlo como un objeto que debe ser estudiado, analizado y cuantificado. En nuestra búsqueda del conocimiento de Dios, debemos someternos a la autoridad de su autorrevelación: la Biblia. Por cuanto la Biblia es su propio intérprete, debemos someternos a los principios y los métodos que provee. Sin estos indicadores bíblicos no podemos conocer a Dios.
¿Por qué tantos de los contemporáneos de Jesús no lograron distinguir la revelación que Dios hizo de sí mismo en Jesús? Porque rehusaron someterse a la conducción del Espíritu Santo a través de las Escrituras, interpretando de este modo en forma equivocada el mensaje de Dios, lo cual los llevó a crucificar a su Salvador. Su problema no era intelectual. Fueron sus corazones endurecidos los que oscurecieron sus mentes, y el resultado fue una pérdida eterna.
La existencia de Dios
Hay dos grandes fuentes de evidencias relativas a la existencia de Dios: el libro de la naturaleza y la Sagrada Escritura.
Evidencias de la Creación. Todos pueden aprender de Dios a través de la naturaleza y de la experiencia humana. David escribió: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1). Juan afirma que la revelación de Dios, incluyendo en ella la naturaleza, alumbra a todos (Juan 1:9). Y Pablo declara: “Las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (Rom. 1:20).
La conducta humana también provee evidencias de la existencia de Dios. En el culto ateniense al “dios no conocido”, Pablo vio evidencias de una creencia en Dios. Dijo el apóstol: “Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio” (Hech. 17:23). Pablo también dice que la conducta de muchos no cristianos revela el testimonio de su conciencia, y muestra que la Ley de Dios ha sido “escrita en sus corazones” (Rom. 2:14, 15). Esta intuición de que Dios existe se encuentra aun entre los que no tienen acceso a la Biblia. Esta revelación general de Dios ha llevado a la formulación de diversos argumentos clásicos en favor de la existencia de Dios.2
Evidencias de la Escritura. La Biblia no procura comprobar la existencia de Dios; simplemente, la da por sentada. Su texto inicial declara: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gén. 1:1). La Biblia describe a Dios como el Creador, Sustentador y Legislador de toda la Creación. La revelación de Dios por medio de la Creación es tan poderosa que no hay excusa para el ateísmo, el cual surge cuando se suprime la verdad divina o cuando una mente rehúsa reconocer la evidencia de que Dios existe (Sal. 14:1; Rom. 1:18‑22, 28).
Hay suficientes evidencias de la existencia de Dios para convencer a cualquiera que procura seriamente descubrir la verdad acerca de él. Y, sin embargo, la fe es un requisito previo, por cuanto “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb. 11:6).
La fe en Dios, sin embargo, no es ciega. Está basada en una amplia gama de evidencias que se encuentran tanto en las revelaciones de Dios a través de las Escrituras como en el mundo de la naturaleza.
El Dios de las Escrituras
La Biblia revela las cualidades esenciales de Dios a través de sus nombres, actividades y atributos.
Los nombres de Dios. “Santo y temible es su nombre”, testifica el salmista (Sal. 111:9), e invita al pueblo de Dios a elevar alabanzas “al nombre de Jehová el Altísimo” (Sal. 7:17): “Alaben el nombre de Jehová, porque solo su nombre es enaltecido” (Sal. 148:13). La importancia de honrar y alabar el nombre de Dios se revela en el tercero de los Diez Mandamientos: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxo. 20:7).
La Biblia emplea muchos nombres que revelan la persona, la naturaleza, el carácter y las cualidades de Dios. Los nombres hebreos Él y Elôhîm (“Dios”) revelan el poder divino de Dios. Lo describen como el Fuerte y Poderoso, el Dios de la Creación (Gén. 1:1; Éxo. 20:2; Dan. 9:4). Elyôn (“Altísimo”) y Él Elyôn (“Dios altísimo”) resaltan su posición exaltada (Gén. 14:18‑20; Isa. 14:14). Adonâi (“Señor”, “Maestro”) presenta a Dios como el Gobernante todopoderoso (Isa. 6:1; Sal. 35:23). Estos nombres enfatizan el carácter majestuoso y trascendente de Dios.
Otros nombres revelan la disposición que Dios tiene para entrar en una relación con los seres humanos. Shaddai (“Todopoderoso”) y El Shaddai (“Dios todopoderoso”) describen a Dios como la Fuente de toda bendición y bienestar (Éxo. 6:3; Sal. 91:1). El nombre Yahweh,3 también traducido como Jehová o SEÑOR, hace hincapié en la naturaleza autoexistente de Dios, y su pacto de fidelidad y gracia (Éxo. 15:2, 3; Ose. 12:5, 6). En Éxodo 3:14, Yahweh se describe a sí mismo como “Yo soy el que soy”, indicando así su relación inmutable con su pueblo. En otras ocasiones, Dios ha provisto una revelación aún más íntima de sí mismo, al presentarse como “Padre” (Deut. 32:6; Isa 63:16; Jer. 31:9; Mal. 2:10), y al llamar a Israel “mi hijo, mi primogénito” (Éxo. 4:22; ver Deut. 32:19).
A excepción del apelativo Padre, los nombres de Dios que aparecen en el Nuevo Testamento tienen significados equivalentes a los del Antiguo. En el Nuevo Testamento, Jesús usó el término Padre para llevarnos a una relación estrecha y personal con Dios (Mat. 6:9; Mar. 14:36; ver Rom. 8:15; Gál. 4:6).
Las actividades de Dios. Los escritores bíblicos pasan más tiempo describiendo las actividades de Dios que la esencia de su ser. Lo presentan como Creador (Gén. 1:1; Sal. 24:1, 2), Sustentador del mundo (Heb. 1:3), y Redentor y Salvador (Deut. 5:6; 2 Cor. 5:19), que lleva sobre sí la responsabilidad del destino final de la humanidad. Hace planes (Isa. 46:11), predicciones (Isa. 46:10) y promesas (Deut. 15:6; 2 Ped. 3:9). Perdona pecados (Éxo. 34:7). Y, en consecuencia, merece nuestra adoración (Apoc. 14:6, 7). Las Escrituras también revelan a Dios como Gobernante, “Rey de los siglos, inmortal, invisible [...] único y sabio Dios” (1 Tim. 1:17). Sus acciones confirman que es un Dios personal.
Los atributos de Dios. Los escritores sagrados proveen información adicional acerca de la esencia de Dios a través de sus testimonios relativos a los atributos divinos, tanto los que son comunicables como los incomunicables.
Los atributos incomunicables de Dios comprenden aspectos de su naturaleza divina que no se han revelado a los seres creados. Dios tiene existencia propia: “El Padre tiene vida en sí mismo” (Juan 5:26). Es independiente, tanto en su voluntad (Efe. 1:5) como en su poder (Sal. 115:3). Es omnisciente: conoce todas las cosas (Job 37:16; Sal. 139:1‑18; 147:5; 1 Juan 3:20). En su calidad de Alfa y Omega (Apoc. 1:8), conoce el fin desde el principio (Isa. 46:9‑11).
Dios es omnipresente (Sal. 139:7‑12; Heb. 4:13), por lo cual trasciende toda limitación de espacio. No obstante, se halla enteramente presente en cada parte del espacio. Es eterno (Sal. 90:2; Apoc. 1:8); excede los límites del tiempo, y sin embargo se halla plenamente presente en cada momento del tiempo.
Dios es todopoderoso, omnipotente. El hecho de que para él nada es imposible nos asegura que puede cumplir cualquier cosa que se proponga (Dan. 4:17, 25, 35; Mat. 19:26; Apoc. 19:6). Es inmutable, o incambiable, porque es perfecto. Dice: “Yo Jehová no cambio” (Mal. 3:6; ver Sal. 33:11; Sant. 1:17). Por cuanto en cierto sentido estos atributos definen a Dios, son incomunicables.
Los atributos comunicables de Dios fluyen de su amorosa preocupación por la humanidad. Incluyen el amor (Rom. 5:8), la gracia (Rom. 3:24), la misericordia (Sal. 145:9), la paciencia (2 Ped. 3:15), la santidad (Sal. 99:9), la justicia (Esd. 9:15; Juan 17:25; Apoc. 22:12) y la verdad (1 Juan 5:20).
La soberanía de Dios
Las Escrituras establecen claramente la soberanía de Dios: “Él hace según su voluntad [...] y no hay quien detenga su mano” (Dan. 4:35). “Tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apoc. 4:11). “Todo lo que Jehová quiere, lo hace en los cielos y en la tierra” (Sal. 135:6). Así, Salomón pudo decir: “Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina” (Prov. 21:1). Pablo, consciente de la soberanía de Dios: “Otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere” (Hech. 18:21; ver Rom. 15:32). Por su parte, Santiago amonesta diciendo: “Deberíais decir: si el Señor quiere viviremos y haremos esto o aquello” (Sant. 4:15).
La predestinación y la libertad humana. La Biblia revela
que Dios ejerce pleno control sobre el mundo. El Creador “predestinó” a los
seres humanos “para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo” (Rom.
8:29, 30), con el fin de adoptarlos como sus hijos, y permitirles obtener una
herencia (Efe. 1:4, 5, 11, 12). ¿Qué implicaciones tiene para la libertad
humana esta soberanía divina?
El verbo predestinar significa “determinar de antemano”. Algunos suponen que estos pasajes enseñan que Dios elige arbitrariamente a unos para la salvación y a otros para que sean condenados, sin tomar en cuenta sus propias elecciones. Pero, al estudiar el contexto de estos pasajes, notamos que Pablo no enseña que Dios excluye a nadie en forma caprichosa.
El sentido de estos textos es inclusivo. La Biblia afirma claramente que Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2:4). Además, “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped. 3:9). No existe evidencia alguna de que Dios haya decretado que algunas personas deban perderse; un decreto así negaría el Calvario, en el cual Jesús murió por todos. La expresión todo aquel que aparece en el siguiente texto: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16) significa que cualquier persona puede ser salva.
“El hecho de que la voluntad libre del hombre es el factor determinante en su destino personal, se hace evidente a partir del hecho de que Dios continuamente presenta los resultados de la obediencia y la desobediencia, e insta al pecador a que escoja la obediencia y la vida (Deut. 30:19; Jos. 24:15; Isa. 1:16, 20; Apoc. 22:17); y del hecho de que es posible que el creyente, aunque haya sido una vez recipiente de la gracia, caiga y se pierda (1 Cor. 9:27; Gál. 5:4; Heb. 6:4‑6; 10:29).
“Dios puede prever cada elección individual que se hará, pero su conocimiento anticipado no determina cuál será esa elección [...]. La predestinación bíblica consiste en el propósito efectivo de Dios, según el cual todos los que elijan creer en Cristo serán salvos (Juan 1:12; Efe. 1:4‑10)”.4
Entonces, ¿qué significa la Escritura cuando dice que Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú (Rom. 9:13), y que endureció el corazón de Faraón (Rom. 9:17, 18; comparar con vers. 15, 16; Éxo. 9:16; 4:21)? El contexto de estos pasajes muestra que la preocupación de Pablo se concentra en el concepto de misión y no de salvación. La redención está disponible para todos, pero Dios elige a ciertas personas para que cumplan tareas especiales. La salvación estaba igualmente disponible para Jacob como para Esaú, pero Dios eligió a Jacob, y no a Esaú, para que estableciera el linaje a través del cual Dios haría llegar el mensaje de salvación a todo el mundo. El Creador ejerce soberanía en su estrategia misionera.
Cuando la Escritura dice que Dios endureció el corazón de Faraón, simplemente le da crédito como si hiciera lo que él mismo permite, y no implica que lo haya ordenado así. La respuesta negativa al llamado de Dios, de hecho, ilustra el respeto que Dios tuvo por la libertad de elección de Faraón.
La presciencia divina y la libertad humana. Algunos creen que Dios se relaciona con los individuos sin saber sus elecciones, hasta que las realizan; que Dios conoce ciertos acontecimientos futuros, como el Segundo Advenimiento, el Milenio y la restauración del mundo, pero que no tiene idea de quién se salvará y quién se perderá. Los proponentes de esta posición suponen que la relación dinámica que existe entre Dios y la raza humana estaría amenazada si el Creador supiera todo lo que va a suceder desde la eternidad hasta la eternidad. Algunos sugieren que si Dios supiera el fin desde el principio podría llegar a sentir aburrimiento.
Pero, el hecho de que Dios sepa lo que los individuos harán no estorba su elección más de lo que el conocimiento que un historiador tiene de lo que la gente hizo en el pasado estorba sus acciones. Tal como una cámara registra una escena sin cambiarla, la presciencia divina contempla el futuro sin alterarlo. El conocimiento anticipado del que disfruta la Deidad nunca viola la libertad del hombre.
La dinámica de la Deidad
¿Existe solo un Dios? ¿Qué sucede con Cristo y con el Espíritu Santo?
La unidad de Dios. En contraste con los paganos de las naciones circundantes, Israel creía en la existencia de un solo Dios (Deut. 4:35; 6:4; Isa. 45:5; Zac. 14:9). El Nuevo Testamento coloca el mismo énfasis en la unidad de Dios (Mar. 12:29‑32; Juan 17:3; 1 Cor. 8:4‑6; Efe. 4:4‑6; 1 Tim. 2:5). Este énfasis monoteísta no contradice el concepto cristiano del Dios triuno o Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; más bien, afirma que no existe un panteón de diversas divinidades.
La pluralidad dentro de la Deidad. Si bien el Antiguo Testamento no enseña explícitamente que Dios es triuno, no es menos cierto que se refiere a una pluralidad dentro de la Deidad. En ciertas ocasiones Dios emplea plurales, tales como: “Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Gén. 1:26); “He aquí el hombre es como uno de nosotros” (Gén. 3:22); “Ahora, pues, descendamos” (Gén. 11:7). A veces, la expresión “Ángel del Señor” está identificada con Dios. Cuando se le apareció a Moisés, el Ángel del Señor dijo: “Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob” (Éxo. 3:6).
En diversas referencias se hace una distinción entre Dios y su Espíritu. En el relato de la Creación, “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gén. 1:2). Algunos textos no solo se refieren al Espíritu, sino también incluyen una tercera Persona en la obra de la redención que Dios realiza: “Ahora me envió [habla el Hijo] Jehová el Señor [el Padre], y su Espíritu [el Espíritu Santo]” (Isa. 48:16); “He aquí mi siervo [habla el Padre] [...] he puesto sobre él [el Hijo] mi Espíritu; el traerá justicia a las naciones” (Isa. 42:1).
La relación que existe entre las personas de la Deidad. La primera venida de Cristo provee para nosotros una visión mucho más clara del Dios triuno. El Evangelio de Juan revela que la Deidad consiste en Dios el Padre (cap. 3 de esta obra), Dios el Hijo (cap. 4) y Dios el Espíritu Santo (cap. 5), una unidad de tres Personas coeternas, vinculadas por una relación misteriosa y especialísima.
1. Una relación de amor. Cuando Cristo exclamo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mar. 15:34), estaba expresando el sufrimiento producido por la separación de su Padre que el pecado había causado. El pecado quebrantó la relación original de la humanidad con Dios (Gén. 3:6‑10; Isa. 59:2). En sus últimas horas, Jesús, el Ser que no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros. Al tomar nuestro pecado, al ocupar nuestro lugar, experimentó la separación de Dios que nos correspondería experimentar a nosotros, y en consecuencia pereció.
Los pecadores nunca comprenderemos lo que significó para la Deidad la muerte de Jesús. Desde la eternidad el Hijo había estado con su Padre y con el Espíritu. Habían compartido una vida coeterna, coexistente, en absoluta abnegación y amor mutuos. El hecho de haber podido pasar tanto tiempo juntos revela el amor perfecto y absoluto que siempre existió en la Deidad. “Dios es amor” (1 Juan 4:8) significa que cada uno vivió de tal manera por los otros que todos experimentaron perfecto contentamiento y perfecta felicidad.
En 1 Corintios 13 se define el amor. Alguno podría preguntarse cómo se aplicarían dentro de la Deidad las cualidades de longanimidad o paciencia, en vista de que entre sus miembros siempre existió una perfecta relación de amor. La paciencia se necesitó primero al tratar con los ángeles rebeldes, y más tarde con los seres humanos desobedientes.
No hay distancia entre las personas del Dios triuno. Todas son divinas, y sin embargo comparten sus cualidades y sus poderes divinos. En las organizaciones humanas, la autoridad final descansa sobre una persona: un presidente, un rey o un primer ministro. En la Deidad, la autoridad final reside en sus tres miembros.
Si bien es cierto que la Deidad no es una en personas, Dios es uno en propósito, mente y carácter. Esta unidad no destruye las distintas personalidades del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, el hecho de que en la Deidad haya personalidades separadas no destruye la enseñanza monoteísta de la Escritura, según la cual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios.
2. Una relación práctica. Dentro de la Deidad, existe una economía funcional. Dios no duplica innecesariamente su obra. El orden es la primera ley del cielo, y se manifiesta en formas ordenadas de actuar. Este orden surge de la unión que existe entre los componentes de la Deidad, y sirve para preservar dicha unión. El Padre parece actuar como fuente, el Hijo como mediador, y el Espíritu como actualizador o aplicador.
La encarnación provee una hermosa demostración de la relación que existe en la obra de las tres personas de la Deidad. El Padre dio a su Hijo, Cristo se entregó a sí mismo y el Espíritu produjo la concepción de Jesús (Juan 3:16; Mat. 1:18, 20). El testimonio que el ángel pronunció ante María indica con claridad las actividades de las tres Personas en el misterio de Dios hecho hombre. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Luc. 1:35).
Todos los miembros de la Deidad estaban presentes en el bautismo de Cristo: el Padre, expresando palabras de ánimo y aprobación (Mat. 3:17); Cristo, entregándose a sí mismo para ser bautizado como nuestro Ejemplo (Mat. 3:13‑15); y el Espíritu, entregándose a Jesús para impartirle su poder (Luc. 3:21, 22).
Hacia el fin de su vida terrenal, Jesús prometió enviar al Espíritu Santo en calidad de consejero, o ayudador (Juan 14:16). Horas más tarde, cuando colgaba de la cruz, Jesús clamó a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mat. 27:46). En esos momentos supremos de la historia de la salvación, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo estuvieron presentes en la escena.
Hoy, el Padre y el Hijo se acercan a nosotros por medio del Espíritu Santo. Jesús dijo: “Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26). El Padre y el Hijo envían al Espíritu para revelar a Cristo a cada persona. El gran propósito de la Trinidad es llevar a todo corazón el conocimiento de Dios y de Cristo (Juan 17:3), y hacer que la presencia de Jesús sea una realidad (Mat. 28:20; ver Heb. 13:5). Pedro declara que los creyentes han sido elegidos para salvación, “según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Ped. 1:2).
La bendición apostólica incluye las tres personas de la Deidad. “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Cor. 13:14). Cristo encabeza la lista. El punto de contacto entre Dios y la humanidad fue y es siempre a través de Jesucristo, el Dios que se hizo Hombre. Si bien los tres miembros de la Trinidad obran unidos para salvarnos, solo Jesús vivió como hombre, murió como hombre y se convirtió en nuestro Salvador (Juan 6:47; Mat. 1:21; Hech. 4:12). Pero, por cuanto “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo el mundo” (2 Cor. 5:19), Dios también puede ser designado como nuestro Salvador (ver Tito 3:4), por cuanto nos salvó por medio de Cristo el Salvador (Efe. 5:23; Fil. 3:20; ver Tito 3:6).
En la economía de funciones, los diferentes miembros de la Deidad cumplen distintas tareas en la salvación de los seres humanos. La obra del Espíritu Santo no le añade nada a la calidad del sacrificio que Jesucristo hizo en la cruz. Por medio del Espíritu Santo, la expiación objetiva realizada en la cruz se aplica subjetivamente en la medida en que el Cristo de la Expiación es aceptado en el corazón. De este modo, Pablo habla de “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27).
Enfoque de la salvación
“Hay tres personas vivientes en el trío celestial; en el nombre de estos tres grandes poderes –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– son bautizados los que reciben a Cristo mediante la fe, y esos poderes colaborarán con los súbditos obedientes del Cielo en sus esfuerzos por vivir la nueva vida en Cristo”.5
La iglesia primitiva bautizaba a los creyentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mat. 28:19). Pero, por cuanto el amor de Dios y su propósito fueron revelados por medio de Jesucristo, la Biblia lo enfoca a él. Cristo es la esperanza a la que apuntaban los sacrificios y los festivales del Antiguo Testamento. Él es quien ocupa el lugar central en los evangelios. Él es las Buenas Nuevas, la Bendita Esperanza que proclamaron los discípulos en sus sermones y sus escritos. El Antiguo Testamento apunta hacia su venida futura; el Nuevo Testamento testifica de su primer advenimiento y mira con esperanza hacia su segunda venida.
Cristo, el Mediador entre Dios y nosotros, nos une de este modo a la Deidad. Jesús es “el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Las buenas nuevas están centradas en una Persona y no solo en una práctica. Tienen que ver con una relación, y no solo con reglamentos, puesto que el cristianismo es Cristo. En él encontramos el corazón, el contenido y el contexto de toda verdad de la vida.
Al mirar a la cruz, contemplamos el corazón de Dios. Sobre ese instrumento de tortura derramó su amor por nosotros. A través de Cristo, el amor de la Deidad llena nuestros dolientes y vacíos corazones. Jesús colgó de ella como el Don de Dios y como nuestro Sustituto. En el Calvario, Dios descendió al punto más bajo del mundo para encontrarse allí con nosotros; pero a la vez, constituye el lugar más elevado a donde podamos ir. Cuando llegamos al Calvario, hemos ascendido tan alto como podemos en dirección a Dios.
En la cruz, la Trinidad hizo una revelación completa de abnegación. Allí encontramos nuestra más completa revelación de Dios. Cristo se hizo hombre para morir por la raza humana. Valoró más la abnegación que su derecho a la vida. Allí Cristo se convirtió en nuestra “sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30). Cualquier valor o significado que poseamos o que lleguemos a adquirir en el futuro se deriva de su sacrificio en esa cruz.
El único Dios verdadero es el Dios de la cruz. Cristo reveló ante el universo el infinito amor y el poder salvador de la Deidad; reveló un Dios triuno que estuvo dispuesto a sufrir la agonía de la separación, debido a su amor incondicional por este planeta rebelde. Desde esa cruz, Dios proclama su amorosa invitación a nosotros: Reconciliaos, “y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7).
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Referencias
1. Gordon R. Lewis, Decide for Yourself: A Theological Workbook [Decida por cuenta propia: Un libro de ejercicios de teología] (Downers Grove, Illinois: Inter‑Varsity Press, 1978), p. 15.
2. Son los argumentos cosmológico, teleológico, ontológico, antropológico y religioso. Ver por ejemplo T. H. Jemison, Christian Beliefs [Creencias cristianas] (Mountain View, California: Pacific Press, 1959), p. 72; Richard Rice, The Reign of God [El Reino de Dios] (Berrien Springs, Michigan: Andrews University Press, 1985), pp. 53‑56. Estos argumentos no prueban la existencia de Dios, pero demuestran que hay una elevada posibilidad de que Dios exista. En última instancia, sin embargo, la creencia en la existencia de Dios se basa en la fe.
3. Yahweh es “una transliteración conjetural” del sagrado nombre de Dios en el Antiguo Testamento (Éxo. 3:14, 15; 6:3). El hebreo original contenía las cuatro consonantes YHWH. Con el tiempo, y por temor de profanar el nombre de Dios, los judíos llegaron a rehusar leer este nombre en voz alta. En vez de ello, dondequiera que aparecían las cuatro consonantes YHWH, las sustituían por la palabra Adonâi. En los siglos VII u VIII de nuestra era, cuando se les añadieron vocales a las palabras hebreas, los masoretas suplieron las vocales de Adonâi agregándolas a las consonantes YHWH. La combinación produjo la palabra Jehová, que se usa en la versión Reina‑Valera. Otras traducciones prefieren la palabra Yavé (Biblia de Jerusalén, y otras), o el término “Señor” (ver Siegried H. Horn, Diccionario bíblico adventista del séptimo día, Aldo D. Orrego, ed. [Buenos Aires: Casa Editora Sudamericana, 1995], pp. 409, 410).
4. “Predestinación”, Enciclopedia adventista del séptimo día, Don F. Neufeld, ed. (Washington, D.C.: Review and Herald, 1976), p. 1.144.
5. White, El evangelismo (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana,
1994), p. 446.
Fuente: Editorial ACES
Dios los bendiga!!!
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