Lección 9 de Primarios
DIOS ES EL NÚMERO UNO
Te has mudado alguna vez a un nuevo estado o provincia, una nueva ciudad o una nueva escuela? Antes de llegar allí, ¿qué preguntas te hacías?
¿Soñabas con un nuevo dormitorio? En la historia de hoy, los israelitas habían pasado toda su vida viviendo en carpas o tiendas de campaña. Pero ahora se encontraban en las fronteras de la Tierra Prometida, esperando la orden para empacar sus pertenencias y avanzar. Moisés deseaba poder ir también.
Deuteronomio 6; Patriarcas y profetas, pp. 494-513.
“Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas” (Apocalipsis 4:11).
Dios es digno de nuestra adoración.
Moisés estaba de pie, inmóvil. La brisa matinal hacía ondear los bordes de su manto. Pero él ni se daba cuenta. Tenía fijos los ojos en el campamento, el enorme campamento del pueblo de Israel esparcido en la llanura.
Durante 40 años Dios había usado a Moisés para guiar a toda esa gente. Moisés los había guiado a través de todo tipo de peligros. Dios había bendecido a Moisés y había hecho sorprendentes milagros a través de él. El Mar Rojo se había partido para que el pueblo pudiera cruzarlo. Y las aguas habían regresado a su lugar justamente a tiempo para salvarlos del ejército de los egipcios.
Cierta vez, lleno de enojo, Moisés había golpeado la roca y de ella brotó agua fresca para beber. Moisés estaba arrepentido de haber golpeado la peña. Sabía que Dios había dicho que era suficiente hablarle a la peña, pero como desobedeció, no podía entrar ahora a la Tierra Prometida. Debía despedirse del pueblo de Israel, de este lado del Jordán.
Al principio Moisés le rogó a Dios: “Señor, te ruego que me permitas pasar al otro lado pues quiero ver aquella buena tierra”. Pero el Señor me dijo: “Basta. No me hables más de este asunto” (Deuteronomio 3:24-26).
Moisés aceptó lo que Dios le dijo. Y el Señor le hizo una oferta para aliviar la desilusión del anciano. “Sube a lo alto del monte Pisga y desde allí mira” –le dijo Dios–, “pero el Jordán no lo cruzarás” (Deuteronomio 3:27).
Muy triste, Moisés observaba las tiendas de Israel. Su amado pueblo recién se estaba despertando esa mañana. Muchos de ellos estaban muy emocionados con la idea de cruzar el río Jordán. Pero otros tenían miedo. Moisés movió la cabeza y se sonrió. Este seguramente era el grupo de personas más testarudas del mundo. ¡Y él amaba a cada una de ellas!
Entonces el silbo amoroso de Dios le mostró a Moisés lo que debía hacer. Debía escribir un libro, el quinto libro de la Biblia que llamamos Deuteronomio. En este libro escribiría acerca de los milagros, el amor y la conducción de Dios. Incluiría los Diez Mandamientos y le daría un mensaje a la gente para ayudarla a ser fiel a su Amigo Eterno.
Moisés sabía que el Señor iba a darles ciudades ya construidas. Dios iba a darles casas llenas de cosas buenas. Proveería para ellos pozos de agua que ellos no habían tenido que cavar y también viñedos y olivos que no habían plantado. Todo lo que el Señor les pedía era que lo amaran. Pero Moisés sabía que el pueblo de Israel se podía olvidar fácilmente de dónde venían esas bendiciones.
“Acuérdense de amar al Señor con todo su corazón y con toda su alma y con todas sus fuerza”, quería gritarles. ¡Oh, si tan sólo hicieran eso! Si tan sólo se lo dijeran a otros. Si se mantenían contando la historia de Dios, entonces la gente podría recordar a Dios y sus hijos crecerían conociéndolo. La debían contar una y otra vez. Debían hablar del Señor y alabarlo cada día en el hogar, en el trabajo, al viajar y cuando estuvieran descansando. Esa era la clave. Eso era lo más importante. Y era algo muy sencillo: Amar a Dios y contar su historia.
Y eso es lo que Dios nos pide hoy: que sigamos amando a Dios y contando a otros su historia.
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Dios les bendiga!!!
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